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La ética y la moral (página 6)

Enviado por Cornelio Cornejín


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El sabio no dejará que pase su umbral ningún denario mal entrado; pero no rechazará ni desechará las grandes riquezas, don de la fortuna y fruto de la virtud.

¿Por qué razón les negaría un buen lugar? Que vengan y se alberguen. Ni las ostentará ni las ocultará […]. Del mismo modo que, aunque pudiera viajar a pie, preferirá, sin embargo, montar en un vehículo, así, siendo pobre, si puede ser rico, querrá; y así tendrá riquezas, pero como cosa ligera y huidiza […]. Dará a los buenos o a los que podrá hacer buenos, dará con suma prudencia, eligiendo a los más dignos, como quien recuerda que hay que dar cuenta tanto de los gastos como de los ingresos.

Erró Séneca su vocación: debió ser economista. ¡Cuánta más sabiduría encierra este refrán popular: "Haz bien sin mirar a quien"! Y no se diga que yo equiparo hacer el bien con dar dinero; no es así en todos los casos, pero cuando la extrema necesidad aparece, la bondad y el desprendimiento indiscriminado van de la mano.

"No se aprende a conocer a Séneca –advierte Diderot–, ni tampoco se tiene derecho a criticarle, por haber leído unas cuantas páginas suyas. Leedlo, y volved a leerlo entero […]. Sólo entonces habréis llegado a reconocer que fue un hombre de gran talento y rara virtud" (ibíd., cap. CV). ¿Por qué? ¿Por qué no puedo leer unas cuantas páginas de un determinado autor y criticarlas? Si el mensaje es claro y terminante –y este de Séneca lo es– puede uno criticarlo sin más. ¿Para qué perder el tiempo leyendo todo lo que Séneca escribiera si yo sólo critico un punto en particular y no la obra en su conjunto? Es como si Pedro Migueletes dijese que comer clavos es bueno para la salud del intestino; ¿voy a privarme de criticar este aserto por el hecho de no haber leído la totalidad de los noventa volúmenes que Pedro Migueletes publicara? Es cierto que yo, además de criticar este punto de su doctrina, he dicho, o di a entender, que Séneca era una persona inmoral, pero era inmoral en tanto defensor de un concepto erróneo y potencialmente dañino, y en ese sentido todos somos o fuimos inmorales en algún momento de nuestra vida. Para conocer, dentro de lo posible, el verdadero grado de inmoralidad que presentaba, tendría sí que leer todo su legado e interiorizarme acerca de los detalles de su existencia, pero no estoy ahora interesado en juzgar a Séneca ni como persona ni como escritor. Temerario sería decir, después de haber leído esta obrita suya, que Séneca carecía de talento. Pero sí coincido con Diderot en que se trataba de un hombre de rara, muy rara virtud.

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Capítulo 7

Leibniz

Ahora comprendo lo que ha resistido a los esfuerzos de los filósofos. He descubierto que los hombres son buenos, que los crímenes más infames no lo son sino en apariencia. Sólo el bien existe. La realidad es buena; la realidad es feliz. El mal y la desesperación no son más que impaciencia. Rafael Barrett, "Mi hijo" Miércoles 16 de mayo del 2007/ 8,17 p.m.

El mal físico sirve muchas veces para gozar más del bien, y en ocasiones contribuye a que alcance mayor perfección el que lo padece, al modo que el grano que se siembra experimenta una especie de corrupción para germinar: preciosa comparación de que el mismo Jesucristo se ha servido. Gottfried Leibniz, Teodicea o o o Jueves 17 de mayo del 2007/ 12,39 a. m.

Ya he mencionado el año pasado (6/10/6) la candidez de la crítica volteriana sobre Leibniz y su optimismo metafísico. Veamos ahora puntualmente cuál era la posición del afamado pensador alemán a este respecto.

Comienza Leibniz su Teodicea diciendo que entre los atributos de Dios hay que contar su suprema sabiduría y su bondad infinita, y siendo Dios totalmente sabio y totalmente bueno, es lógico que haya creado el mejor mundo entre todos los posibles. Y el mal está incluido en este mundo por la sencilla razón de que sin él, no sería el mejor de los mundos posibles:

Porque como un mal menor es una especie de bien, lo mismo que un bien menor es una especie de mal si sirve de obstáculo a un bien mayor, habría que corregir algo en la las acciones de Dios, si hubiera medio de hacer cosa mejor. Y así como en matemáticas cuando no hay máximo ni mínimo, nada distinto, todo se hace de manera igual, o cuando esto no puede hacerse, no se hace nada absolutamente, lo mismo puede decirse […] que si no hubiera habido lo mejor (optimum) entre todos los mundos posibles, Dios no hubiera producido ninguno (parágrafo 8).

Algún adversario –continúa Leibniz en el parágrafo 9–, no pudiendo responder a este argumento, combatirá quizá la conclusión […] diciendo que el mundo ha podido existir sin pecado y sin padecimientos; pero niego que entonces hubiera sido el mejor.

Es cierto que pueden imaginarse mundos posibles sin pecado ni miserias, haciendo con ellos novelas y utopías; pero esos mismos mundos serían muy inferiores en bien al nuestro (parág. 10).

No puede desaprobarse el que Dios, por su eminentísimo poder, haga que, mediante el permiso de los pecados, se verifiquen bienes mayores que los que han tenido lugar antes de aquéllos. Esto no es decir que debamos complacernos con el pecado, ¡Dios nos libre, sino que creemos en lo que dice el mismo apóstol! (Rom. 5.20): que donde el pecado ha sido abundante, la gracia es superabundante; y recordamos que hemos obtenido a Jesucristo mismo con ocasión del pecado (parág. 11).

Cosas que son un poco ácidas, agrias o amargas, agradan muchas veces más que el azúcar; las sombras hacen resaltar los colores […]. ¿Nos complacemos lo bastante en gozar de salud y damos por ello las debidas gracias a Dios, si no hemos estado nunca enfermos? (parág. 12).

Pero se dirá que los males son grandes y numerosos en comparación de los bienes. Esto no es exacto. Por falta de atención parecen menores los bienes, y es preciso que aquélla se despierte por virtud de la mezcla de males. Si estuviéramos ordinariamente enfermos y raras veces sanos, sentiríamos maravillosamente este gran bien, y advertiríamos menos nuestros males; y sin embargo, ¿no vale más que la salud sea lo ordinario y la enfermedad lo raro? (parág. 13).

Dios no sólo saca de los males mayores bienes, sino que los encuentra ligados con los mayores de todos los bienes posibles, de suerte que sería una falta el no permitirlos (parág. 127).

Dios quiere el orden y el bien; pero sucede a veces que lo que es desorden en la parte, es orden en el todo (parág. 128)1.

Después cita Leibniz al pensador francés Pierre Bayle, quien a su vez cita al estoico Crisipo que, conforme a su escuela, defiende una posición similar al optimismo metafísico:

El principal designio de la naturaleza2 no ha sido hacer a los hombres enfermizos, porque esto no cuadraría a la causa de todos los bienes; pero al preparar muchas cosas grandes, muy bien ordenadas y muy sutiles, halló que resultaban de ello algunos inconvenientes, los cuales, por lo mismo, no han sido conformes con su plan primitivo ni con su propósito; han aparecido como resultado de la obra; sólo han existido como consecuencias. Al tratar de la formación del cuerpo humano, la idea más delicada y la utilidad misma de la obra exigían que la cabeza se compusiera de un tejido de huesos menudos y sueltos, pero por esto mismo debía tener la incomodidad de no poder resistir a los golpes. La naturaleza preparaba la salud, mas a la vez fue preciso, por una especie de concomitancia, que se abriera la puerta a las enfermedades. Lo mismo sucede respecto a la virtud; la acción directa de la naturaleza que la hizo nacer, produjo de rechazo la raza de los vicios (parág. 209).

Y al teólogo francés Diroys, que niega este optimismo aduciendo que si Dios produce siempre lo mejor, necesariamente producirá dioses y no hombres, lo refuta por no tener en cuenta el orden y enlace de las cosas. Si cada sustancia, tomada aparte, fuese perfecta, serían todas semejantes, lo cual no es conveniente ni posible. Si fueran dioses, no hubiera sido posible producirlos (parág. 200).

También acierta Leibniz –según mi criterio– en compatibilizar su optimismo con el paradigma evolutivo:

Podría decirse que toda la serie de cosas, hasta el infinito, puede ser la mejor posible, aun cuando lo que existe en todo el universo, en cada parte del tiempo, no sea lo mejor. Podría suceder, por tanto, que el universo marcharse siempre de mejor a mejor, si la naturaleza de las cosas fuese tal, que no fuese permitido arribar a lo mejor de un golpe (parág. 202).

Y cuando dice que si Dios escogiese lo que no fuese mejor absolutamente y en conjunto, resultaría un mal mayor que todos los males particulares que pudieran impedirse por este medio (parág. 129), creo que yerra en la construcción de la oración y le sale falsa, porque podría Dios, hipotéticamente, escoger un mundo indoloro, el cual no sería mejor absolutamente que éste y sin embargo no resultaría de su elección un mal mayor que los males actuales; de hecho, no existiría mal ninguno –como tampoco ningún bien.

Digo que Leibniz acierta en todo esto; pero acierta cuando lo afirma, no cuando lo prueba. Cuando intenta probarlo fracasa, como fracasaría cualquiera que intentase probar cualquier tipo de aseveración metafísica. Yo le creo porque sí, no porque se llame Leibniz o porque me hayan persuadido sus razonamientos. Por ejemplo, creo que también acierta cuando niega el dualismo maniqueo, cuando no permite que la explicación más sencilla del origen del mal se apodere de su entendimiento en virtud de esta sencillez; pero no creo que la justificación que sigue pruebe nada, si bien la encuentro simpática y colorida:

A mi parecer, no es una gran explicación de un fenómeno, el asignarle un principio adrede: al mal un principium maleficum, al frío, un principium frigidum; esto es muy fácil y muy cómodo. Es casi como si uno dijera que los peripatéticos aventajan a los nuevos matemáticos cuando explican los fenómenos de los astros, al darles inteligencias peculiares que los conducen, pues así es muy fácil concebir por qué los planetas marchan con tanta exactitud; en vez de que se necesita saber mucha geometría y meditar mucho para comprender cómo de la gravedad de los planetas que los lleva hacia el sol, unida a algún torbellino que los arrastre o a su propia impetuosidad, puede proceder el movimiento elíptico de Kepler que satisface perfectamente a las apariencias. Un hombre que sea incapaz de hallar gusto en las especulaciones profundas, aplaudirá desde luego a los peripatéticos, y considerará a nuestros matemáticos como unos visionarios". "El mal no tiene necesidad de una explicación per principium maleficum, como no la tienen el frío ni las tinieblas […]. El mal mismo sólo procede de la privación; lo positivo sólo entra en él por concomitancia, como lo activo entra por concomitación en el frío. […] la privación envuelve la acción y la fuerza por accidente. Ya he demostrado antes cómo la privación basta para causar el error y la malicia; y cómo Dios es llevado a tolerarlos, sin que por eso haya en él malignidad. El mal procede de la privación; lo positivo y la acción nacen de él por accidente, como la fuerza nace del frío (parág. 152 y 153).

¿Por qué habría de darle yo la razón a este argumento y no al de Schopenhauer, que pretende probar lo mismo pero la inversa? (Schopenhauer no habla de bienes y males sino de placeres y dolores, pero el desarrollo lógico de su tesis es el mismo). Yo le doy mi asentimiento –no la razón– a la opinión del Leibniz, y es que ya estaba yo convencido de antemano de que el optimismo metafísico es verdadero; lo único que hizo Leibniz con su Teodicea fue halagar mi ego, pues encuentro placentero leer algo que coincide con mi punto de vista y que procede de un pensador egregio. Podráme suceder, sí, que adopte alguna idea metafísica por el solo hecho de haber leído a un autor que la defiende, pero aquí el escritor que busca persuadir actúa como un aldabón, despertando a la idea metafísica que yacía dormida en nuestro inconciente; no son sus argumentos los que nos seducen, sino su afirmación, seca y tajante, de que tal engranaje cósmico es así o asá y no de otra manera. Por eso los escritores metafísicos que más prosélitos acumulan no son los que pretenden deducir sus proposiciones unas de otras, al modo "geométrico", sino los que las gritan peladamente al aire, con gran sonoridad y estruendo y sin cuidarse para nada de las supuestas razones que los llevaron hacia ese destino. La tarea del escritor metafísico es despabilar, no instruir3.

He coincidido hasta el momento con casi todo lo que Leibniz expresara en este libro. Es hora de discrepar, y la discrepancia será de tal magnitud que hará imposible las negociaciones; se trata nada menos que del problema del libre albedrío.

Comencemos por su declaración de principios: "Una necesidad insuperable –dice en el prefacio– abriría las puertas a la impiedad, ya por la impunidad que pudiera inferirse de ella, ya por la inutilidad que habría en querer resistir un torrente que todo lo arrastra". En primer término sostengo que yo, que soy a ultranza determinista, no creo tener tantos ni tan grandes vicios, ni cometer tantos ni tan grandes pecados como aquellos políticos, o aquellos asaltantes, o aquellos violadores o aquellos asesinos que por regla hipergeneral no creen en el determinismo ni pueden concebir siquiera la idea que representa. Spinoza era determinista, ¡y qué!, ¿se portó mal por eso? ¿Se portó mal Epicteto? ¿Se portó mal Albert Einstein?… Por cada determinista convencido que haya delinquido contra su prójimo o contra sí mismo puedo nombraros veinte albedristas igualmente rapaces. Y ¿por qué la inutilidad de querer resistir los designios divinos pasa por impiedad a los ojos del Leibniz? Sentirse inútil ante Dios, que nada desea de nosotros porque nada desea, ni nada necesita de nosotros porque nada necesita, es el estado más piadoso y humilde al que podamos aspirar.

Las contradicciones –siempre según mi criterio, que no considero infalible– siguen cuando supone que actuamos libremente y, al mismo tiempo, somos coaccionados –o incentivados, que suena más fino– por alguna causa o motivo que nos inclina:

No hay que imaginarse que nuestra libertad consiste en una indeterminación o en una indiferencia de equilibrio […]. Este equilibrio en todos los sentidos es imposible; porque si nos hubiéramos igualmente inclinado por las soluciones A, B y C, no podríamos inclinarnos igualmente por A o por no A. […] Cuando se examina de cerca, se ve que siempre ha habido alguna causa o razón que nos ha inclinado hacia el partido que hemos tomado, aunque muchas veces no nos hagamos cargo de qué es lo que nos mueve (parág. 35).

Si siempre hay alguna causa o razón que nos mueve, nuestro movimiento está determinado por ellas; luego, caemos en el determinismo, por más que la causación o el razonamiento sean internos.

Pero Leibniz llama determinación no a la causación de un suceso, sino a la posibilidad de que suceda:

Los filósofos convienen hoy en que la verdad de los futuros contingentes está determinada, es decir que los futuros contingentes son futuros, esto es, que serán y sucederán, porque tan cierto es que lo futuro será, como que lo pasado ha sido. Era cierto, hace ya cien años, que yo escribiría hoy, como será cierto dentro de cien años, que yo he escrito. Así, lo contingente, por ser futuro, no es menos contingente; y la determinación, que se llamaría certidumbre, si fuese conocida, no es incompatible con la contingencia (parág. 36).

Lo que quiere decir Leibniz, lo que quiere dar a entender, es que pudo haber elegido no escribir su Teodicea… y sin embargo ya estaba determinado, desde el principio de los tiempos, que la escribiría; juzguen los lectores si hay aquí o no una contradicción.

Esta determinación nace de la naturaleza misma de la verdad, y no puede dañar a la libertad; pero hay otras determinaciones que vienen de otra parte, y en primera línea de la presciencia de Dios, que muchos han creído contraria a la libertad, porque afirman que lo que está previsto, no puede dejar de existir, y dicen verdad; pero no se sigue de aquí que sea necesario, porque la verdad necesaria es aquella en que lo contrario es imposible o implica contradicción. Ahora bien; esta verdad que lleva consigo el que yo escribiré mañana, no es de esta naturaleza, no es necesaria. Pero supuesto que Dios la prevé, es necesario que suceda; es decir, la consecuencia es necesaria, porque se sabe que ella existe, porque ha sido prevista, porque Dios es infalible, y esto es lo que se llama una necesidad hipotética. Pero no es esta la necesidad de que se trata; es una necesidad absoluta la que debe exigirse, para poder decir que una acción es necesaria, que no es contingente, que no es efecto de una elección libre (parág. 37).

O sea que, según Leibniz, existe un decreto divino, inmodificable desde luego, que dice lo siguiente: "Leibniz escribirá mañana", y junto a ese decreto está Leibniz diciendo lo siguiente: "Yo puedo elegir entre escribir o no escribir mañana, porque el hecho de que no escriba no es imposible ni implica contradicción". A mí todo esto me huele mal, qué quieren que les diga.

"Todos los filósofos –declama Leibniz olvidando a Spinoza– lo reconocen, confesando que la verdad de los futuros contingentes está determinada, sin que por eso dejen de continuar siendo contingentes. Ninguna contradicción implicaría la cosa en sí misma, si el objeto no se siguiese; y en esto consiste la contingencia (parág. 44).

Es más de lo mismo: está determinado por Dios el hecho de que yo beberé agua hoy por la noche, pero no existe ninguna contradicción lógica si yo me abstengo de beberla; luego, puedo elegir entre beber o no beber el agua, por más que Dios ha ordenado que la beba y sabe que cumpliré su mandato. Para decir que no existe aquí una contradicción es necesario suponer que las ordenanzas divinas son algo así como los edictos policiales, que uno puede cumplirlos o no cumplirlos: "no mates", "no robes", "bebe agua hoy por la noche"; Dios me lo sugiere y después yo hago lo que quiero. Pero aquí no se trata de mandamientos divinos sino de divinas predicciones, que por ser divinas son infalibles. Si yo puedo elegir no tomar agua, entonces la posibilidad de no tomarla existe; luego, existe la posibilidad de que yo eche por tierra una predicción de Dios y con ella su presciencia toda, modificando así, según mis deseos, el destino del universo. ¿No hay contradicción lógica en burlar los designios de Dios a cada momento? Alguien me dirá que si no tomo el agua, entonces estaba decretado por Dios que no la tomaría; curiosa objeción. Si el futuro ya está escrito –y esto es algo que Leibniz afirma sin vueltas– no se puede andar modificando esta escritura toda vez que alguien realiza un acto libre, y las disposiciones del corazón humano y las de las circunstancias hacen que Dios conozca infaliblemente la elección que el hombre hará (parág. 361).

Después se la toma con Dios, y afirma que Él también puede optar por uno u otro camino:

Dios no deja de escoger lo mejor, pero no se ve precisado a hacerlo, y ni siquiera hay necesidad respecto al objeto de la elección de Dios, porque es igualmente posible cualquier otro orden de cosas. Por esta misma razón, la elección es libre e independiente de la necesidad, puesto que se hace entre muchos posibles (parág. 45).

Si Dios "no deja de escoger" el mejor de los mundos posibles, entonces no puede escoger otro mundo de inferior calidad (y es por eso que tampoco nosotros podemos apartarnos de los designios divinos, pues con cada acto libre abriríamos las puertas de un mundo paralelo que no sería el mejor que Dios nos tenía reservado). Si a Leibniz le molestaba tanto tener que admitir que Dios está sometido al destino, habría hecho bien en concluir junto conmigo en que Dios no es otra cosa que el destino. Así se acaban los sometimientos.

Dios jamás dejará de hacer lo mejor (parág. 58).

Dios no puede dejar de hacer lo mejor, o sea que está sometido a lo mejor. Ahora bien; el destino del universo es el mejor destino posible. Luego, Dios está sometido al destino. Está sometido a sí mismo4.

Querer que Dios no dé el libre albedrío a las criaturas racionales, es querer que no haya tales criaturas (parág. 120).

O sea que a criterio de Leibniz, si el libre albedrío no existe, nosotros no somos hombres pensantes. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

Todos nacemos corrompidos –según la Iglesia y según Leibniz– por causa del pecado original. Pero ¿Adán fue libre al pecar? ¿Pudo haber no pecado? Parece que sí:

Dios vio entre las ideas de los posibles a Adán pecando libremente, y Dios decretó admitirle a la existencia tal como lo había visto; este decreto no muda la naturaleza de los objetos, ni hace necesario lo que era contingente en sí, ni imposible lo que era posible (parág. 231).

Por consiguiente, se responderá que Adán ha pecado libremente, y que Dios le ha visto pecante en el estado de Adán posible, y que de posible se ha convertido en Adán actual en virtud del decreto del permiso divino [de hacer uso de su libre albedrío]. Es cierto que Adán se determinó a pecar en virtud de ciertas inclinaciones predominantes; pero esta determinación no destruye la contingencia ni la libertad, y la determinación cierta que hay en el hombre a pecar, no le impide el poder de no pecar (absolutamente hablando), y puesto que peca, el de ser culpable y de merecer el castigo (parág. 369).

Quiero que quede claro que yo no estoy tratando aquí de refutar la existencia del libre albedrío; tarea de necios es la de refutar con argumentos un principio que, si existe, nace más allá del mundo de los fenómenos. Lo que pretendo refutar es tan sólo la supuesta compatibilidad entre el libre albedrío y la presciencia, bondad y omnipotencia divinas. O sea que yo afirmo que si el libre albedrío existe, no existe un dios sabio, bueno y poderoso en grado infinito5. Lo afirmo, pero eso no indica que esté seguro de que así es. Aclarado esto, continuemos.

La bondad de Dios, junto con su sabiduría, le conduce a crear lo mejor; y aquí está comprendida toda la serie total, su resultado, y las vías adoptadas. Su bondad le conduce a esto sin forzarle, porque no hace imposible lo que no hace que se escoja. Llamar a esto fatum, es tomarlo en un sentido que no es contrario a la libertad (parág. 228).

Leibniz se ablanda: admite ya la palabra fatum en su sistema. Ablandémonos nosotros también y admitamos que Dios puede hacer lo que quiere. Podría, si quisiera, trastocar el orden cósmico e impedir que se desarrollara el mejor de los mundos posibles; si quisiera. Pero el hecho es que no puede quererlo. Dios puede hacer lo que quiere, pero esto no significa que sea libre, porque no puede no querer lo que quiere. Y lo mismo pasa con nosotros los humanos. Yo tengo en este momento un pan de maíz dentro de mi mochila; si quiero comérmelo me lo comeré, si no, no. Según Leibniz soy libre para decidir esto, y yo podría transigir con él en este punto siempre y cuando no afirme que soy libre para elegir entre desear comerlo y desear no comerlo. No es mi voluntad la que controla la aparición del deseo de deglución, y una vez aparecido éste con la fuerza suficiente para contrapesar cualesquiera otros deseos que se oponen a la ingesta, es forzoso que me voy a tragar el pan (a menos que una circunstancia exterior a mi aparato desiderativo me lo impidiese).

Decir que no se puede hacer una cosa, sólo porque no se la quiere, es equivocar el significado de los términos (parág. 228).

No me parece. Para mí es claro que mi sistema volitivo está impedido estructuralmente de ordenar a mi sistema motor algo que no es deseado hacer6, de suerte que si lo hago, lo hago si y sólo si me coaccionan desde fuera (por ejemplo, si me caigo al piso porque alguien me empuja o porque pierdo el equilibrio). Yo puedo hacer una cosa que no quería hacer y que ahora quiero, pero nunca puedo hacer nada (por propia voluntad) que no quiera hacer en el momento en que la acción se desarrolla. Leibniz en el fondo lo sabe:

El sabio sólo quiere el bien, y ¿es una servidumbre el que la voluntad obre conforme a la sabiduría?

¡Por supuesto! Una servidumbre no pierde su condición de tal por el hecho de que el amo a quien se sirve sea más o menos magnánimo.

¿Se puede ser menos esclavo que cuando se obra por propia elección según la más perfecta razón?

Si obramos según la más perfecta razón, somos esclavos de esta; si obramos conforme a la sabiduría, la sabiduría es quien nos tiende las cadenas, y así con cualquier otro principio regulador de las voluntades.

Aristóteles decía que se halla en la servidumbre natural el que tiene mala conducta y que tiene necesidad de ser gobernado. La esclavitud procede de fuera, lleva a lo que degrada, y sobre todo, a lo que degrada con razón; la fuerza ajena y nuestras propias pasiones nos hacen esclavos.

Aquí Leibniz se aparta de la discusión metafísica y entra en lo convencional. Ya todos sabemos que los esclavos propiamente dichos están encadenados por fuera y no por dentro, y que quien obra conforme a la razón universal no siente cadenas al hacerlo. Pero el hecho de que no las sienta no significa que no las tenga. Si el carro de la razón y la sabiduría va para el mismo lado que nosotros y con la misma velocidad, nunca sentiremos el tirón. Nunca seremos arrastrados, pero también podría decirse que el carro de la embriaguez lleva muchos encadenados que (al menos en principio) lo siguen a paso de murga y sin tensiones. ¿Por qué el factor razón o el factor sabiduría son internos y el factor embriaguez no? Digamos entonces que los esclavos comunes y corrientes son aquellos que presentan cadenas en sus tobillos, y éstos siguen las órdenes del ente material que los oprime, mientras que los demás somos todos esclavos metafísicos que siguen las órdenes de diversos entes inmateriales que pueden ser buenos o malos en sí mismos y que pueden hacer sentir su rigor o no a sus súbditos sin que por eso deba creerse que la sujeción en algunas circunstancias desaparece. Lo único que nos hace libres, decían los estoicos, es el cabal conocimiento de los verdaderos motivos que producen nuestras acciones. Ver el carro, ver la cadena, y caminar sosegadamente junto a él7. Otra cosa no hay8.

"Se tiene por imposible –dice Godofredo en el parágrafo 282– que un magistrado sabio y formal, que no ha perdido el sentido, incurra públicamente en una gran extravagancia, como sería, por ejemplo, el correr por las calles de su pueblo para dar que reír. Lo mismo sucede en cierta manera con los bienaventurados; son también capaces de pecar, y la necesidad que se lo prohibe es de esta misma especie". Un magistrado sabio y formal podría, potencialmente, querer correr desnudo frente a una multitud, y si este deseo sobrepuja a todos aquellos otros deseos que en aquel momento no apoyan la moción, el magistrado se desnudará y correrá, y este suceso será tan fatal como cualquier otro que protagonizara en su diaria rutina. Los bienaventurados tienen la "libertad" de pecar en tanto tengan el deseo de hacerlo; si no, no la tienen. A mí me parece mucho más racional que la del Leibniz la postura de Descartes, que admitía la providencia de Dios y también la existencia del libre albedrío (este último siguiendo el dictado de su experiencia interior) pero no sabía cómo hacer para conciliarlos9. Ante una empresa descabellada es más sensato suspender el juicio que razonar descabelladamente. Es preferible que te digan "no tengo idea" a escuchar que no hay que dudar que los efectos se siguen de sus causas de una manera determinada, no obstante la contingencia y aun la libertad, las cuales no dejan de subsistir con la certidumbre o determinación (parág. 360)10.

Los albedristas de hoy lo son para justificar con ello su amor por los castigos y las venganzas terrenales; Leibniz defendía el libre albedrío, más que nada, para justificar los tormentos infernales. Y cuando se le decía que cómo podía ser justo, aceptando incluso el libre albedrío, un castigo infinito por causa de un pecado finito, respondía que el pecado no es tan finito como algunos creen:

Como los condenados subsisten [ya en el infierno] siendo malos, no pueden ser sacados de su desdicha (parág. 266).

No es que los condenados continúen con sus fechorías en el mismo averno, sino que continúan con su mala voluntad, "y carecen de la gracia que podría hacerla buena" (parág. 267). Pero si carecen de la gracia indispensable para recapacitar, ¿no son esclavos de su crapulencia? Y si son crápulas a pesar suyo, ¿no es justo que cese alguna vez la condena? No, porque después de esta vida, aunque se suponga que el auxilio de la gracia cesa, siempre hay en el hombre que peca, en el acto mismo que está condenado, una libertad que le hace culpable y una potencia, aunque lejana, de levantarse, por más que no llegue nunca a convertirse en acto. Y nada empece decir que ese grado de libertad, exento de necesidad, pero no exento de certidumbre, subsiste en los condenados (parág. 269).

¡Qué sarta de necedades!… ¿No valía decir mejor con Orígenes que la condena es finita en lugar de imaginar semejante sofistería?

Pero ya vamos llegando al quid de la cuestión. La pregunta que yo me hacía era la siguiente: ¿Era Leibniz un espíritu afiebrado fanatizado por los dogmas de una religión supersticiosa que se inmiscuía todo el tiempo en sus cavilaciones, o era un pensador coherente pero cobarde?

Según Harald Höffding, el sistema leibniziano se alzó como un retruque a los argumentos puramente mecanicistas de Descartes, Hobbes y Spinoza. "Para muchos de la antigua escuela –dice Höffding– estos principios y estos sistemas nuevos eran el tipo de lo arbitrario y de la impiedad", y hacia fines del siglo XVII comienza una reacción contra ellos.

Desde el punto de vista de la filosofía, esta reacción ofrece grandísimo interés. No quería renunciar a los resultados científicos verdaderamente adquiridos, y trataba de sobreponerse a la concepción mecánica de la naturaleza, no por el exterior […] sino por el fondo, examinando los postulados que eran el fundamento del nuevo sistema, que intentaba conciliar con la concepción de la antigüedad y de la Edad Media, con la cual se había roto tan enérgicamente.

Leibniz fue el abanderado de esta reacción, que "jamás acaso se efectuó con tanta profundidad de espíritu" como la que caracterizaba a nuestro pensador, a pesar de que éste "se haya acomodado, conscientemente o no, en su estilo a las opiniones conservadoras mucho más de lo que tenía derecho a hacer desde su punto de vista" (Historia de la filosofía moderna, tomo l, libro III, cap. 6). Este acomodamiento ilícito, a los ojos de Höffding, "fue seguramente hecho de buena fe; de eso no cabe duda". Opinión que no es compartida por Bertrand Russell, uno de los pensadores más estudiosos de la filosofía leibniziana. Según Russell, Leibniz ha sido uno de los intelectos supremos de todos los tiempos, pero como ser humano no fue admirable. […] Estaba totalmente desprovisto de aquellas superiores virtudes filosóficas que son tan visibles en Spinoza. Su mejor pensamiento no era apropiado para ganarle popularidad, y dejó los papeles en que lo recogía sin publicar en su pupitre. Lo que publicó estaba destinado a obtener la aprobación de los príncipes y las princesas (Historia de la filosofía occidental, t. II, lib. III, cap. XI).

La Teodicea fue redactada por pedido de la reina Carlota de Prusia, quien se sentía perturbada por algunas afirmaciones del ya citado pensador Pedro Bayle en el sentido de que existe una evidente discordancia entre los dictados de la razón y algunos de los dogmas de la religión positiva, y "rogó a Leibniz que las refutase" (Höffding, ibíd.). La más evidente de estas discordancias pasaba por el problema del libre albedrío, que parecía chocar con el principio de razón suficiente. Leibniz admite este principio, según el cual nada ocurre sin una razón; pero cuando nos ocupamos de los agentes libres, las razones para sus acciones «inclinan sin necesidad». Lo que hace un ser humano siempre tiene un motivo, pero la razón suficiente de su acción no tiene necesidad lógica. Eso, al menos, es lo que dice Leibniz cuando escribe popularmente, pero, como veremos, él tenía otra doctrina que se guardó para sí (Russell, op. cit.).

Esta doctrina oculta e impopular es, según Russell, "tan determinista como la de Spinoza", y conforma un sistema de pensamiento "profundo, coherente […] y asombrosamente lógico". Pero cuando decide hacer partícipe de sus esotéricos descubrimientos al teólogo Antoine Arnauld, partidario del jansenismo, éste se muestra perplejo:

Encuentro en estos pensamientos tantas cosas que me alarman y que casi todos los hombres, si no me equivoco, encontrarán tan chocantes, que no veo qué utilidad puede tener un escrito que, sin duda, rechazará todo el mundo. […] ¿No valdría más que dejase estas especulaciones metafísicas, que no pueden ser de ninguna utilidad ni a él ni a los demás, para aplicarse seriamente a la mayor tarea que pueda jamás tener, que es asegurar su salvación ingresando a la Iglesia? (carta de Arnauld fechada el 13/3/1686 dirigida al príncipe Ernesto, landgrave de Hesse).

El amor de Leibniz por la lógica le pedía eliminar de su sistema el libre albedrío, pero su complacencia en la comodidad burguesa le pedía mantenerlo. Triunfó la complacencia por sobre la verdad; pero como la verdad, a la postre, siempre sale victoriosa, ahora sabemos, ahora creo saber, que el sistema metafísico de Leibniz –el esotérico– es inatacable por donde se los mire, y ya no sé si alegrarme o entristecerme, porque se parece tanto al mío que al cabo yo seré, para la posteridad, un simple comentador y desarrollador de tan excelsa doctrina11.

0 0 0 Capítulo 8

Höffding y Rousseau

…el hecho es que por sutil magia, por misterioso procedimiento, la naturaleza miente a los mentirosos. Miguel de Unamuno, ¿Qué es verdad? Miércoles 30 de mayo del 2007/ 4,03 p. m.

Toda doctrina moral que toma como base una autoridad –ya sea natural o sobrenatural […]–, está, sin embargo, obligada a convenir en que la posibilidad para el individuo de hacer inmediatamente suyos los fines de la autoridad es la única base simple y segura de la moralidad, y al mismo tiempo asegura la posibilidad de rectificar constantemente aquélla. Entrar en relación con los más elevados fines reconocidos por mi propia voluntad únicamente por mediación de la voluntad de una autoridad, significa tan sólo practicar un rodeo. El amor enérgico e intelectualmente desarrollado de la humanidad suministra la única base sobre la cual los fines individuales y universales puedan inmediatamente justificarse. En comparación con semejante fuerza, toda autoridad no puede tener más que una importancia previsora y pedagógica Harald Höffding, La moral, III, 16 Apoyo este iluminado párrafo, pero voy un poco más allá y afirmo que si la autoridad en cuestión no se limita a su tarea previsora y pedagógica y se involucra en coacciones y coerciones, pasa por eso a ser inética de suyo, aun si los principios que defiende por estos medios poseen deseabilidad ética. Siempre hablando de una sociedad de gente adulta y no loca, toda ley o edicto emanado de la autoridad debe impartirse con fines meramente persuasivos o disuasivos si no quiere ir en contra del bien universal en el largo plazo.

Pero Höffding aborrecía no tanto a las autoridades físicas como sí a las metafísicas, y eso lo descaminaba:

Desde el punto de vista moral, es dable que un hombre, aun sin alcanzar el nivel medio exigido exteriormente, realice un esfuerzo mucho mayor y denote una propia maestría y un sacrificio bastante mayores que muchos otros que fácilmente llenan las exigencias 'sociales', pero que, al contrario, no han llevado a cabo ningún esfuerzo para desarrollar sus facultades más allá del nivel medio cuando esto les era posible.

¿Implica esto, no obstante, que deba colocarse el primero moralmente más bajo que a los últimos? Ese es el absurdo en que incurre toda moral que se coloca en un punto de vista puramente objetivo (ibíd, IV, 2).

Si hablamos en sentido ético, no hay en esa jerarquía de valores que Höffding describe nada contradictorio ni absurdo. Para valorar éticamente a un sujeto (y no necesariamente tiene que ser humano, pues puedo tomar como sujetos conductuales incluso a las piedras) no se requiere bajo ningún concepto que se tenga en cuenta el esfuerzo que determinados actos, en sí deseables, le han demandado. No importa el agente causal sino como modificador de circunstancias, de suerte que puedo decir que una persona es más buena que otra si y sólo si los efectos que su accionar cotidiano provoca enderezan el universo hacia una mayor armonía que la que resulta del accionar cotidiano del otro individuo. Si esta mayor armonía se produce sin mediar un gran esfuerzo ¡bienvenido sea!; no consideraremos a ésta por debajo de otra más tosca pero más laboriosa, igual que cualquier tenista preferiría como pareja a un Roger Federer que no ha entrenado durante un mes que a mí entrenando diez horas por día durante un año. La ética no se ocupa de los esfuerzos personales sino de los placeres y dolores universales, y puede una maceta, caída en el momento preciso y en el lugar ideal, tener mayor participación en la bienaventuranza final que alguien que ha puesto todo su empeño en la concreción de obras que considera buenas. Y esta maceta será, por ridículo que parezca decirlo, más buena que nuestro esforzado filántropo (al cabo ni la maceta ni el filántropo son libres y por ende no es más meritorio el esfuerzo del señor que la gravedad y el viento que movieron a la planta).

o o o Miércoles 6 de junio del 2007/ 12,26 p. m.

No considerar la moral sino del lado objetivo y únicamente como la ciencia de las formas de sociedad y de las acciones exteriores, equivale, precisamente, a declarar el sentimiento subjetivo sin valor ante las circunstancias objetivas y sus exigencias. Moralistas de puntos de vista tan diferentes como Hegel y Bentham, coinciden en su desconfianza respecto a la conciencia […]. Es fácil, como hacen estos moralistas, poner en guardia contra la confianza en sí mismo y contra lo arbitrario, y exigir que nos inclinemos ante una ley objetiva. No obstante, es preciso siempre que la ley a que obedecemos, se nos dé a conocer bajo la forma de la conciencia. La luz que nos ilumina todo el resto debe, en definitiva, encontrarse en nosotros mismos. Höffding, ibid, IV, 3 Aclaro que Höffding llama moral a lo que yo llamo ética1. Teniendo esto presente, coincido con él en que la luz que ilumina nuestro accionar más elevado nos viene de dentro, pero esto no significa que las leyes de la ética sean subjetivas. Son tan objetivas como las leyes de la física, pero muchísimo más complejas, y por eso no nos es dable visualizarlas en una fórmula. A mí siempre me disgustaba, en el colegio, tener que demostrar cualquier teorema del que se nos daba el enunciado. ¿Para qué demostrarlo, si ya "sabemos" que es verdadero? Esa repugnancia por las demostraciones me continúa, pero ahora se desplazó hacia el terreno de la ética. Los postulados de la ética son demostrables… metafísicamente, o sea que podrían demostrarse valiéndose de un razonamiento metafísico, mismo que sólo es concienciable dentro de una mente metafísica. Nosotros carecemos de dicha mente, motivo por el cual nos vemos precisados a aceptar estos principios sin más, sin poder explicarlos, pero no cometamos la torpeza de decir que porque no podemos explicarlos, no tienen explicación objetiva. Por lo demás, entiendo lo que Höffding quiere precisar y lo avalo: en los seres intuitivos, el sentimiento subjetivo acerca de lo que hay que hacer en circunstancias cruciales es mucho más confiable que cualquier reglamentación exterior que pueda tener alguna relación con el asunto.

Pero Höffding vuelve a descaminarse, y de una manera espantosa:

Desde el punto de vista moral, una acción nociva, ejecutada con la convicción de que era buena, debe colocarse por encima de una acción buena cumplida con la convicción de que era mala. En el primer caso, el origen era puro; en el segundo, corrompido (ibíd, IV, 3).

Si las consecuencias de una acción terminan siendo más dolorosas que placenteras, su origen estaba muy lejos de ser puro. Podría ser considerado así por quien la ejecutara, subjetivamente, pero en sí misma era una acción impura. Si nos atenemos a lo que aquí dice Höffding, el Tercer Reich debe colocarse, desde el punto de vista moral, por encima de mi afición a las bebidas espirituosas, pues Hitler tenía la firme convicción de que su accionar era bueno para el mundo2 y yo también la tengo respecto de que mi vicio es malo. El mismo Höffding lo dice desde la cita del otro día: la mejor justificación moral la suministra el amor enérgico e intelectualmente desarrollado de la humanidad. Subrayo lo último para dejar bien en claro que el amor ciego no basta, que el amor desprovisto de inteligencia puede ser más peligroso que el odio mismo, y que por eso siempre digo que el fundamento de la moral no es la compasión a secas, sino la compasión inteligentemente activa, que es la que no se limita a compadecer sino que procura poner término al dolor que origina el padecimiento… pero de forma tal que la erradicación de dicho dolor no acarree en el futuro males mayores que los que ahora suprime. Con la convicción de que su acción es buena, una madre, al ver la delicada piel de su bebé taladrada por picaduras de mosquitos, la refresca frotándola con algodones empapados en alcohol fino. El bebé se siente aliviado y ya no llora, por lo que cree conveniente repetir este procedimiento una y otra vez… hasta que al fin el niño deja de llorar para siempre. El amor de la madre guió el algodón, pero como era un amor estúpido, su convicción resultó inmoral; su buena intención no sirvió para tornar puro a este asesinato.

Claro está, señor Höffding, que usted no creía en el infierno. De otro modo hubiera tenido muy presente que los caminos que conducen a él están empedrados de buenas intenciones3.

o o o Viernes 8 de junio del 2007/ 11,32 a. m.

Spencer parte (como Kant) de la idea de que el sentimiento del deber está necesariamente unido a un sentimiento de coacción, y, por consiguiente, de pena. Pero la idea del deber sólo implica que una consideración más limitada se subordine a otra más amplia, sin que tal diferencia u oposición de superior a inferior deba necesariamente experimentarse como una violencia. Este sentimiento puede desaparecer sin que el deber haya prescrito todavía. Höffding, ibid, IV, 7 El sentimiento del deber se manifiesta como tal cuando surge a la conciencia una determinada intuición metafísica que nos recomienda ejecutar o abstenernos de ejecutar determinado acto y nuestra razón, o nuestro instinto, o nuestros memes opinan lo contrario de lo que la intuición anhela. Se produce aquí una suerte de disputa interior de la que saldrá victorioso el motivo de mayor peso, y no siempre, ni casi siempre, gana la intuición. Pero lo curioso es que la sensación de coacción, si bien existe, existe hacia el otro lado del que muchos opinan que se manifiesta: los que nos coaccionan son los motivos contrarios a la intuición. Seguir los dictados intuitivos es dejarse llevar, oponerse a ellos es luchar contra un titán benévolo que sólo pierde su fuerza si se lo ignora, si se le da la espalda y se vive como si no existiera. Viene, pues, el deber acompañado del sentimiento de coacción, pero la coacción no está en el deber mismo sino en nuestra conciencia lógica, instintiva o memética que lo rechaza. El santo actúa frente al deber como una valija en una cinta transportadora; la valija se dirige hacia donde la cinta la lleva sin oponer resistencia ni sentirse coaccionada. Pero el santo es un ente de ficción; los hombres siempre querrán, en más o en menos, ir a favor o en contra de la dirección de la cinta. Si caminan a favor, lo harán con placer, y el sentimiento del deber desaparecerá (desaparecerá el sentimiento, pero no el deber mismo, que se estará cumpliendo); si caminan en contra, experimentarán una sensación fatigosa que en general es penosa (aunque a veces puede llegar a ser placentera, sobre todo en quienes están habituados al atletismo espiritual). La coacción se presenta si rechazamos nuestro deber, no si lo aceptamos. No puede uno resignarse a cumplir su deber; la resignación aparece cuando el deber ha sido vapuleado. Un misionero que, resignadamente, trabaja sin descanso en un inmundo leprosario, es un misionero que no está cumpliendo con su deber; su deber está en otro lado, por más que su razón, sus memes o su instinto, o todos juntos, opinen lo contrario.

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