De aquí no se sigue, desde luego, que todo aquel que trabaja con alegría está cumpliendo con su deber. Si le damos la espalda al titán, desaparecerá de nuestra conciencia, y ya podremos vivir tranquilos –tranquilos, incluso contentos, pero jamás felices– simplemente armonizando lo más posible aquellas tres facetas de nuestro diario vivenciar que no aspiran a conocer lo absoluto ni a broncearse con sus rayos.
o o o Sábado 9 de junio del 2007/ 2,09 p. m.
La ley moral se introduce, según Kant, en la naturaleza humana, de misterioso modo, como revelación procedente de otro mundo. Höffding, ibid, III, 9 "Mi reino no es de este mundo" decía Jesús, y lo mismo cabe decir de los imperativos categóricos de la ética. Este aserto molestaba mucho a Höffding, primero porque Haroldo era un pensador reacio al misticismo y segundo porque no podía tolerar la inconsecuencia kantiana de haber situado la ética en una dimensión distinta de la que ostenta la causalidad. "El interés de Kant por la moralidad –dice–, le conduce a asignar a la ley moral un lugar en el mundo inteligible [noumenal], o a considerarla, por lo menos, como permitiendo el acceso a este mundo, mientras que no está dispuesto a atribuir tal dignidad al principio causal, que le es análogo" (Historia de la filosofía moderna, tomo II, libro VII, cap. 4, secc. C). Aquí le doy la razón al danés: los principios éticos tienen para mí la misma jerarquía gnoseológica que los principios causales. La diferencia entre nosotros estriba en que para evitar esta inconsecuencia, Höffding rebaja los principios éticos al mundo de los fenómenos, mientras que yo elevo el principio de causalidad al mundo de los nóumenos.
o o o Lunes 11 de junio del 2007/ 1,48 p. m.
¿Conducen realmente al bien la evolución de las facultades y de las fuerzas humanas, el desarrollo de la cultura y su conjunto? Sin duda, la cultura tiene por objeto aumentar los medios de que dispone la especie y desarrollar facultades y aptitudes que no existían antes. Más ¿por ventura, no aumentan, al propio tiempo, las necesidades, tanto materiales como morales, y, por consiguiente, las posibilidades de privación, de dolor y de turbación interior? Höffding, La moral, VII, 2 Esto es lo que sostenía Rousseau: la civilización moderna, lejos de aumentar la felicidad general, la disminuye. "El salvaje –dice Juan Jacobo desde la segunda parte de su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres–, el salvaje vive de sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás; y de ese único juicio deduce el sentimiento de su propia existencia". Y en el párrafo siguiente concluye la idea con una impecable disertación:
No es mi propósito demostrar cómo de semejante disposición nació tanta indiferencia por el bien y el mal, juntamente con tan hermosos discursos de moral; cómo, reduciéndose todo a las apariencias, hízose todo ficticio y aparente: el honor, la amistad, la virtud y, con frecuencia, hasta los mismos vicios, cuyo secreto para glorificarlos se encuentra en definitiva; cómo, en una palabra, preguntando siempre a los demás lo que nosotros somos, y no ateniéndonos a preguntarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de humanidad, cortesía y máximas sublimes, no tenemos otra cosa que un exterior superficial y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y placer sin felicidad. Me basta con haber probado que este no es el estado original del hombre y que solamente el espíritu de la sociedad y de la desigualdad que ésta engendra son los que cambian de ese modo todas nuestras inclinaciones naturales.
De esas inclinaciones naturales, la más benigna y pura es la de la compasión, que según Rousseau está presente hasta en el más primitivo de los humanos; y si bien no es su propósito demostrar por qué razón este sentimiento compasivo suele opacarse demasiado dentro del hombre civilizado, hay una palabra clave que a este respecto no conviene soslayar: propiedad:
El primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió decir «esto es mío» y halló personas bastante sencillas para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, muertes, miserias y horrores habría ahorrado al género humano el que, arrancando las estacas o arrasando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie!». Pero bien podemos suponer que entonces no habían llegado las cosas al extremo de no poder ya durar tales como eran; porque esa idea de propiedad, como depende de muchas ideas anteriores que no han podido nacer sino sucesivamente, no se formó de un golpe en el espíritu humano (ibíd, primer párrafo de la segunda parte).
En efecto, este flagelo social llamado propiedad (propiedad privada o propiedad común; el carácter necrofílico del término no disminuye modificando el adjetivo que lo acompaña) comenzó a gestarse cuando el hombre concibió en su poco desarrollado cerebro el concepto de prestigio:
A medida que las ideas y los sentimientos se suceden y que el espíritu y el corazón se ejercitan, el género humano se domestica, los vínculos se extienden y los lazos se aprietan. […] cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y la estimación pública se la consideró como un premio. El que cantaba o bailaba mejor, el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más elocuente, llegó a ser el más considerado, y éste fue el primer paso hacia la desigualdad y al mismo tiempo hacia el vicio. De estas primeras preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio, y por otra, la vergüenza y la envidia; y la fermentación producida por estas nuevas levaduras produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la inocencia (ibíd, segunda parte).
Es en este punto de la civilización, y no antes, que aparece la crueldad; el hombre primitivo no la conoce, es erróneo el aserto de Hobbes respecto de que posee una maldad natural:
Tan pronto como los hombres hubieron comenzado a estimarse mutuamente, y que la idea de consideración se formó en su espíritu, todos pretendieron tener derecho a ello, y no fue posible que impunemente faltase para nadie. Y aquí nacieron los primeros deberes de la cortesía aun entre los salvajes, y he aquí que toda sinrazón voluntaria llegara a ser un ultraje […]. He ahí cómo, castigando cada uno el desprecio que se le había manifestado, en proporción de la estimación que de sí mismo tenía, las venganzas se hicieron terribles y los hombres sanguinarios y crueles. […] Por no haber distinguido suficientemente las ideas, observando cuán lejos estaban ya los pueblos del primer estado de naturaleza, es por lo que muchos se han apresurado a deducir que el hombre es naturalmente cruel4 y que necesita una autoridad que le suavice, siendo así que nada hay más tranquilo que el hombre en su primitivo estado, cuando expuesto por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de los brutos y de la funesta ilustración del hombre civilizado, y llevado por el instinto y la razón juntamente a prevenirse contra el mal que le amenaza, se siente cohibido, por la piedad natural a hacer mal a nadie por causa alguna, aunque él lo haya recibido. Porque según el axioma del sabio Locke, "no es posible que haya injuria en donde no hay propiedad"5.
Parados aquí, entre la civilización y la barbarie, es en donde, a gusto de Rousseau, debimos habernos quedado:
Así, aunque los hombres hubiesen llegado a ser menos sufridos, y la piedad natural hubiera experimentado ya alguna alteración, este periodo del desarrollo de las facultades humanas, que mantenía un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la pretensiosa actividad de nuestro amor propio, debió de determinar la época más feliz y duradera.
Mientras los hombres se contentaron con sus cabañas rústicas; mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinos o zarzas, […] a tallar con piedras aguzadas canoas de pescador o toscos instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se dedicaron a obras que cualquiera podía hacer por sí, y a las artes que no necesitaban del concurso de muchas manos, fueron libres, sanos, buenos y felices, cuanto podían serlo por su naturaleza […], pero desde el momento en que un hombre tuvo necesidad del auxilio de otro, desde que se advirtió que era útil a uno solo tener provisiones para dos, la igualdad desapareció, introdújose la propiedad, fue indispensable el trabajo y las extensas selvas se trocaron en sonrientes campiñas, que hubieron de regarse con el sudor del hombre, y en las cuales viéronse muy pronto germinar y crecer, juntamente con las semillas, la esclavitud y la miseria.
Ya tenemos los conceptos de prestigio, avaricia y explotación6; sólo falta que aparezcan en escena la metalurgia y la agricultura, verdaderas precursoras del derecho de propiedad:
Son el hierro y el trigo los que, al mismo tiempo que la civilización, trajeron la perdición del género humano. Así, uno y otro eran desconocidos para los salvajes de América, que por esto permanecieron siéndolo siempre. Los demás pueblos parece que continuaron en barbarie mientras que practicaron una de estas artes sin la otra; y una razón quizá de las mejores de que haya sido Europa, si no más pronto, al menos más constantemente ordenada que las otras partes del mundo, es que, al mismo tiempo que abundante en hierro, es la más fértil en trigo.
Desarrolladas estas dos artes, sobrevino la propiedad, y con ella la riqueza y la pobreza, y con estas últimas la legislación coercitiva, invención del rico desde luego, pues "lo más racional es creer que una cosa ha sido inventada por aquellos a quienes es útil, más bien que por aquellos a quienes perjudica". El derecho de propiedad, tan precaria y arbitrariamente fundamentado, no impedía por sí mismo que turbas hambrientas lo violaran todo el tiempo; fue entonces cuando, desprovisto de razones valederas para justificarse y de fuerzas suficientes para defenderse, aplastando fácilmente a un particular, pero destruido él mismo por cuadrillas de salteadores, solo contra todos, y no pudiendo, por sus recíprocos celos, unirse con sus iguales contra enemigos unidos por la común esperanza del robo, obligado por la necesidad, el rico concibió por fin el proyecto más reflexivo que jamás ha entrado en el espíritu humano; y fue emplear en su provecho las mismas fuerzas que le atacaban, tomar a sus adversarios por defensores suyos, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que fuesen para ellos tan favorables como adverso les era el derecho natural.
Describe a continuación Rousseau el pérfido pero persuasivo discurso que hubo de pronunciar el rico para convencer a las naciones desposeídas de la conveniencia de instituir leyes, jueces y policías:
Unámonos –les dijo–, para proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y asegurar a cada uno la posesión de aquello que le pertenece. Fundamentemos leyes de justicia y paz, a cuya conformidad se obliguen todos, sin excepción de nadie, para que de esta manera se corrijan los caprichos de la fortuna, sometiendo por igual al poderoso y al débil al cumplimiento de recíprocos deberes. En una palabra, en lugar de volver nuestras fuerzas contra nosotros mismos, reunámoslas en un poder supremo que nos gobierne según sabias leyes, que proteja y defienda a los asociados, rechace a los comunes enemigos y nos mantenga en constante armonía.
Escuchaban estas palabras hombres incultos, fáciles de seducir, que además tenían demasiados negocios que desenredar entre sí, para poder arreglárselas sin árbitros.
El resultado fue inevitable:
Todos corrieron al encuentro de sus cadenas, creyendo asegurar su libertad; porque con demasiada razón, para sentir las ventajas de una fundación política, no tenían bastante experiencia para prever los peligros de ella.
Así fue que, de común acuerdo entre propietarios y desposeídos, pero ideadas por los primeros, aparecieron las primeras leyes coercitivas, que dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas a rico; destruyeron sin esperanza de recuperarla la libertad natural; fijaron para siempre la ley de propiedad y de desigualdad; hicieron de una torcida usurpación irrevocable derecho, y por beneficio de algunos ambiciosos, sujetaron a todo el género humano para lo sucesivo al trabajo, a la servidumbre y a la miseria.
Por último, una vez avalado "legítimamente", el derecho de propiedad parió su fruto mejor y más podrido: el lujo, que imposible de prevenir entre hombres ávidos de sus propias comodidades y de la consideración de los demás, concluye muy pronto el mal que las sociedades han comenzado.
El lujo […] es el peor de los males en cualquier Estado, pequeño o grande, ya que, para mantener multitud de lacayos y de miserables creados por el mismo, oprime y arruina al trabajador y al ciudadano, semejante a esos abrasadores vientos del mediodía que, cubriendo la hierba de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales útiles y llevan la discordia y la muerte a todos los lugares donde se deja sentir (ibíd, nota 9).
"Los hombres son perversos" admite Rousseau (nota 9).
Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno [compasivo], creo haberlo demostrado. ¿Qué otra cosa puede haberle pervertido, sino los cambios sucedidos en su constitución7, los progresos que ha hecho y los conocimientos que ha adquirido? Admírese la sociedad cuanto se quiera; no por eso será menos cierto que lleva a los hombres a odiarse mutuamente, en la proporción en que sus intereses enfrentan a unos con otros; a prestarse en apariencia muchos servicios y en realidad a hacerse los daños inimaginables.
De aquí que se acuse al genial ginebrino de querer volver atrás, de desear la eliminación de las artes, las ciencias, los gobiernos y la religión, acusación infundada que él mismo desestimó desde los párrafos finales de la nota 9 de este Discurso y también en otros lugares8. Por mi parte, lo único que en este momento se me ocurre agregar a esta obra maestra, impecable, casi matemática en su concepción y en su encadenamiento lógico, es el hecho de que Rousseau no haya mencionado al instinto de territorialidad como primer precursor, como precursor subhumano, del derecho de propiedad y de las instituciones que a él obedecen. Pero claro: yo escribo esto un siglo y medio después de El origen de las especies, y la obra de Rousseau es un siglo más vieja que la de Darwin… y ni que hablar de la de Dawkins; era inevitable la omisión de este postulado. Más que esto, mucho más, me perturba el final de la nota 9, en donde Rousseau, después de vapulear como nadie ha vapuleado jamás (o al menos no con tanta clase) a las actuales instituciones civiles, se aletarga un poco y decide obedecer "escrupulosamente a las leyes y a los hombres de que ellas son autores o ministros" (aunque no por eso despreciará menos "una organización […] de la cual, a pesar de todos los esfuerzos, nacen siempre más efectivas calamidades que ventajas aparentes"). Y no sólo decide obedecer las leyes, sino que además no quiere "confundir lo tuyo y lo mío", dándole así la razón al primigenio creador que ha olvidado que "los frutos son para todos y que la tierra no es de nadie". Hay reversas y reversas, amigo Rousseau. No es deseable que la inteligencia, ni las ciencias y las artes que nacen bajo su tutela, se atrofien y retrograden con el fin de aminorar la corrupción de las costumbres, porque si hay algo que puede rescatarnos de la presente corruptela, ese algo es el arte o es la ciencia, o la religión y la filosofía, culminaciones naturales –respectivamente– de aquellas dos disciplinas. Pero el derecho de propiedad privada o comunal, y el capitalismo y comunismo políticos que son –respectivamente– sus naturales culminaciones, a ésos sí que hay que desmenuzarlos bien desmenuzados y mantener nuestro accionar al abrigo de sus pestilentes emanaciones, porque son ellos, y sólo ellos (existen otros factores, pero todos concurren allí o le rozan), los que han hecho de nuestra sociedad un nido de ratas, un sitio más despreciable que apetecible, un infierno dentro del paraíso. Schopenhauer tal vez tenía razón cuando decía que hay más dolores que placeres en la vida, pero sólo cuando hablaba de esta vida propietaria y egoísta –y egoísta porque propietaria– que nos ha tocado vivir en este momento histórico. Y mientras continuemos dándoles la derecha a esas leyes que hasta aquí nos han traído, y mientras continuemos resignándonos a ser carne de un instinto que sirvió de mucho y ya no sirve, y no sólo no sirve sino que daña; mientras permanezcamos glorificando nuestro apéndice intestinal y la peritonitis que nos obsequia en lugar de quirurgizarlo con el escalpelo del intelecto, mientras sigamos así seguirá doliéndonos la vida. Mi vida, tu vida, estimado lector, la vida de cualquiera: es la única posesión que tenemos derecho a reclamar –y ni siquiera en todos los casos y en todas las circunstancias9.
o o o Jueves 14 de junio del 2007/ 11,44 a. m.
Respondiendo con mayor especificidad a la inquietud que plantea Höffding, diré que el desarrollo de la cultura capitalista es el que por definición aumenta las necesidades de la gente que lo idolatra. Hay otros tipos de desarrollos culturales que no incitan al consumo como el capitalismo y por ende no crean esa dependencia que los modernos experimentan frente a los productos y servicios que la publicidad les quiere vender. Una sociedad que base sus estándares en el altruismo y no en la lujofilia egoísta no aumentará las necesidades materiales de su población. Aumentarán sí las necesidades morales, pero este tipo de necesidades, al satisfacerlas, producen un placer tan grande que opaca con mucho al dolor de los deseos frustrados, y lo mismo pasa con las necesidades estéticas, que también aumentan exponencialmente cuando el desarrollo cultural es sano. Una inquietud artística que se sacia, sobre todo si se sacia sorpresivamente, tuerce la balanza hedonista decididamente hacia el goce, puesto que casi no hay displacer en el hecho de no estar percibiendo ninguna obra de arte cuando se tiene deseos de hacerlo. Es como el perfume de las flores: lo gozamos cuando nos asalta, pero si no nos llega, no nos duele.
o o o Viernes 15 de junio del 2007/10,03 a.m.
Dudo que sea posible al hombre ser siempre consecuente en sus acciones; pero lo que sí afirmo, es que el hombre siempre pueda ser sincero y decir la verdad. Aquí tiene usted demostrado lo que yo pretendo hacer, decir la verdad desnuda y sin ambages. Jean-Jacques Rousseau, Julia o la nueva Eloísa, segundo prefacio Es por todos los que me leen conocida mi descarada inconsecuencia, sobre todo la que arrastro desde hace unos tres años, pero nunca he dejado de decir la verdad, mi verdad, en estos escritos. Ahora bien; el desafío no es la veracidad literaria (sobre todo en quien escribe sabiendo que nadie lo lee) sino la oral, el decir la verdad desnuda cara a cara, por incómoda que pueda resultar para el que la dice e injuriosa para el que la escucha. Esta es mi gran deuda para con la posteridad y sobre todo para conmigo mismo, puesto que hace ya tiempo que supongo verdadero aquel aserto unamuniano que dice que si uno quiere descubrir la verdad objetiva, la verdad científica y metafísica de las cosas, lo mejor que puede hacerse al respecto es decir siempre, sin importar las circunstancias, nuestra propia verdad, la verdad subjetiva, lo que creemos ser verdad sobre cualquier asunto, por intrascendente que parezca10.
Dejando de lado mis cuadernos, yo soy un mentiroso inveterado, y es por eso (principalmente) que ando siempre dando vueltas alrededor de la verdad objetiva, pero nunca me acerco lo suficiente como para arrancarle siquiera un pelo a las barbas de Dios. Me urge hacerlo, pero esta doble vida que ahora llevo y este contracinismo en las formas y en el trato que siempre me caracterizó (cuando estoy sobrio) me lo ponen bien difícil. Lo tengo que hacer, porque si no mi pensamiento filosófico terminará estancado, y confío en que lo haré (o al menos realizaré una prueba piloto para ver si puedo ir por la vida cargando ese armatoste). Lo haré, pero no sé cuándo. Lo más probable es que me demore algunos años en tomar coraje, o espere a que mi padre fallezca (siempre y cuando, desde luego, venga Heracles en mi auxilio y me libere de los picotazos de esta piojosa águila fascinada por el sabor del hígado en salsa de ron. Eso sí: el fuego no lo devuelvo).
0 0 0 SEGUNDA PARTE EL NUDO Capítulo 9
A una verdad se le hace difícil penetrar en las piedras, pero no porque las piedras no tengan vida o no sean inteligentes, sino porque no son buenas, porque no aman a nadie. Aproximóseles, Griego básico Lunes 6 de agosto del 2007/ 2,35 p. m.
Hace ya diez años que vengo sosteniendo una proposición metafísica fundamental dentro de mi sistema filosófico, y es la que afirma que de la conducta ética del individuo depende grandemente la capacidad de raciocinio e intuición que dicho individuo podrá desarrollar durante su vida. Hasta el mes pasado no había encontrado ningún pensador que diera señales de interesarse por esta hipótesis, sea para criticarla o apoyarla. Ahora me topé con un alemán de la escuela de Scheler, el señor Dietrich von Hildebrand, que coincide conmigo en este magno tema. "Una falsa orientación de la voluntad –dice Hildebrand– obstruye la captación de los valores morales" (Ética, cap. 17, secc. 17). Podemos comprender fácilmente, continúa este por momentos esclarecido escritor por qué existen muchas más opiniones contrapuestas sobre los valores éticos […] que sobre los colores o sobre las figuras de las cosas corpóreas. Lo entendemos con facilidad en el momento en que nos percatamos de los requisitos morales que hacen falta para un conocimiento claro y profundo de los valores. Sin ninguna duda, la aprehensión de los valores se diferencia de cualquier otro conocimiento en algunos aspectos. Para captar el valor o el disvalor de una actitud, […] se precisan más requisitos éticos que para cualquier otro tipo de conocimiento. Respeto profundo, auténtica sed de verdad, paciencia intelectual, cierta souplesse espiritual son imprescindibles en diferente grado para todo tipo de conocimiento adecuado. Mas, en el caso de los valores morales [éticos], se exige mucho más; no sólo es necesaria en mayor medida la reverencia y la apertura de nuestro espíritu ante la voz del ser, un mayor grado de «conspiración» con el objeto, sino que se requiere también una disponibilidad de nuestra voluntad a plegarnos a la exigencia de los valores, cualesquiera que éstos sean (ibíd., 9,3).
Resumiendo, el conocimiento de los valores, la comprensión de su esencia como valores presupone ya una actitud fundamentalmente reverente y la rectitud de nuestra voluntad. […] Para tener un adecuado conocimiento de los valores, en especial de los valores morales y de todos aquellos que implican una obediencia moral, hay que presuponer una actitud fundamental y moralmente correcta (17,17).
No se puede comprender lo que la bondad sea si uno no es ya de antemano bueno. Pero no hablemos de comprender la bondad en sí misma, tarea ciclópea y tal vez imposible, sino de comprender los valores que, llevados a la práctica, distinguen al santo del buen ciudadano y al buen ciudadano de aquellos que no lo son. Incluso este conocimiento, de todo punto inferior al conocimiento de la bondad en sí, requiere ya, para surgir a la conciencia, de un comportamiento y una predisposición morales que se acerquen suficientemente a la perfección. Se trata, como bien aclara Hildebrand, "de un conocimiento originario sui generis" (17,17); años y años ejercitándonos en la lógica de nada nos servirán a la hora de aprehender estas intuiciones. He ahí la explicación del por qué muchos graves individuos, versados como nadie dentro de una determinada esfera de la ciencia y dotados de una gran inteligencia, se desbarrancan miserablemente cuando pretenden transitar, con esas mismas armas, pero sin bondad, por los ripiosos y estrechos caminos en altura que la epistemología de la ética propone.
Esta necesidad de una previa rectitud moral como antesala del conocimiento no sería privativa, como aclara Hildebrand, de la búsqueda de valores morales; sería requisito también cuando se desea encontrar otro tipo de valores relevantes. Según este pensador, además de los morales1 existen valores intelectuales, vitales y estéticos, y para descubrir a éstos también se requiere rectitud –aunque no es necesario que sea tan profunda y afilada. Yo no estoy tan seguro de que esto sea así en cuanto a la estética; me parece que una mala persona puede llegar a la creación artística de alto nivel con tanta facilidad o dificultad como cualquier otro individuo de mayor bizarría. Pero como Hildebrand no habla de creación estética sino del conocimiento de los principios y valores que rigen la estética, puedo entonces llegar a concordar con él también en este punto. Y respecto del conocimiento de los valores intelectuales, no me parece que haga falta echar mano de grandes intuiciones para penetrarlo. Sí sería, tal vez, conveniente la intuición para descubrir si un individuo en particular posee o no en gran medida estos valores –lo mismo que sería útil para comprender si en verdad estamos frente a un gran artista (y como la cuestión de comprender los principios generales del arte y el valor artístico de determinado individuo es diferente de la cuestión de saber conmoverse apreciando las obras artísticas, no se deduce de lo anterior que sea necesaria cierta dosis de intuición para disfrutar a pleno del arte superior. De ahí que haya mucho cretino, mucha lacra social, caminando por los pasillos del Museo Nacional de Bellas Artes o escuchando sinfonías en el teatro Colón).
Volvamos a los valores morales –que son los que más nos interesan tanto a Hildebrand como a mí– y digamos que el conocimiento intuitivo de dichos valores no nos dibuja, según mi opinión, tanto el perfil seco y conceptual de una determinada proposición o mandamiento como el valor moral de las acciones puntuales que los individuos, según su entorno y circunstancias, ejecutan relacionadas con esa proposición o mandamiento. Nuestra intuición no nos dice que robar es malo en absoluto; si vemos a un hombre robando pan para su hijo hambriento, nos dirá que con ese acto no se ha traspasado el umbral de la decencia. La intuición moral capta valores o disvalores no de preceptos sino de actitudes, o incluso de predisposiciones. Un hombre generalmente bueno podrá comportarse mal de vez en cuando, pero el santo, al mirarlo a la cara, comprenderá que hay en ese sujeto una predisposición natural a la bondad por más que no esté haciendo nada bueno en el instante en que el santo lo mira. Y así como los altamente intuitivos ven la predisposición a la bondad incluso en quienes se están comportando malamente, también aprecian el valor de un imperativo categórico incluso en el momento en que alguien lo está quebrantando no para mal sino para bien de la humanidad. Todo imperativo ético tiene sus excepciones2; el individuo intuitivo suele ser el único que aprecia estas excepciones como algo positivo. Y como no todos los imperativos morales (relativos a cada sociedad determinada) continúan vigentes en la ética, él es quien se ocupa de desenmascararlos incluso cuando su ineticidad choca de frente con el gusto y el hábito popular, convirtiéndose así, muchas veces, en el hazmerreír de sus contemporáneos.
Debemos ser ya de antemano buenos si queremos descubrir alguna que otra verdad relacionada con los valores éticos. ¿Esto significa, o da a entender, que para ser bueno no se necesita conocer los valores éticos? Yo creo que existe una bondad originaria, básica o estándar, que no requiere ningún tipo de conocimiento para manifestarse; pero si el sujeto bondadoso desea traspasar este límite, tendrá que ocuparse tarde o temprano de indagarse por dentro en busca de aquellos principios que, con excepciones o no, constituyen la escalera que todo santo necesita para llegar al cielo. Es claro que una vez en el cielo, una vez aureolado, el santo frecuentemente se olvida la escalera, o incluso la destruye a propósito y reniega de ella, pero ¡bien que la necesitó para poder trepar a esas alturas!… San Francisco de Asís, por ejemplo, pensaba que cualquier otro conocimiento que no provenga directamente del acto de la contemplación –como el que aparece con la erudición libresca o la observación de los fenómenos naturales– es vano y nos aleja de Dios. Francisco generalizaba su propia experiencia: como él no necesitó de tales expedientes para llegar a la santidad, supuso que nadie los necesitaría, que constituirían una diversión, una distracción que hay que obviar si pretendemos perfeccionarnos. Pero lo cierto es que antes de ser santo hay que tener muy en claro aquello que la santidad sea; primero llega la idea, luego –si es que llegan– los actos. San Francisco concibió su ideal, percibió esos valores éticos con anterioridad a su conversión, pero como los concibió pura y exclusivamente a través de la oración y la reverencia, supuso que el suyo era el único camino. No estoy diciendo aquí que la incorporación de un principio ético a nuestro espíritu pueda verificarse por el sólo hecho de leer un libro que hable de él y lo defienda, lo que digo es que el amor al conocimiento es tan valioso, es tan virtud, como el amor a los hombres o a los animales (siempre que se lo ame por sí mismo y no por los beneficios que pudieran derivarse de él); y como el amor al conocimiento es para mí un valor ético (no sé si Hildebrand lo tomaría como valor intelectual, neutral en lo que se refiere a una calificación moral; en todo caso yo no acepto esta valoración3), concluyo que el conocimiento desinteresado nos hace más buenos y, por ello, nos abre los ojos cuando aparece ante nosotros –por qué no, quizá en letra de imprenta— un principio ético que otras gentes menos piadosas no pueden reconocer como tal.
El procedimiento para llegar a la santidad sería, pues, más o menos el siguiente: a una bondad estándar, genéticamente programada, habría que agregarle una buena educación familiar y social (en algunos casos contados esta educación no sería un requisito fundamental). Una vez conformado el individuo básicamente bueno, en su espíritu aparecerán, aquí y allá, a través de confusas intuiciones, diferentes valores éticos más o menos superiores a la valoración ética que tal individuo viene respetando en la práctica. Si estas intuiciones permanecen confusas, el individuo las tomará con el tiempo como un ideal que difícilmente pueda ser alcanzado por su voluntad, demasiado imperfecta y débil para esa tarea, y se conformará con esa bondad originaria y ovejuna típica del "buen ciudadano" del siglo XXI. Por el contrario, si esas intuiciones, merced a su buen comportamiento, terminan aclarándose lo suficiente dentro de su cabeza, el individuo no tendrá más remedio –para su bien o para su pesar– que acomodar sus acciones en conformidad con lo que las intuiciones éticas le dictan, porque no es como dice Hildebrand, que el individuo es libre para elegir entre comportarse bien o comportarse mal, sino que es como dice Sócrates: el que es malo no lo es voluntariamente, y si el malo conociese fehacientemente, intuitivamente, el camino del bien, por el solo hecho de conocerlo ya sus piernas lo impulsarían en esa dirección4.
Se forma entonces un toma y daca en el espíritu del aspirante a santo: conoce claramente –mediante libros, observaciones, experimentaciones, contemplaciones religiosas, etc., que, por su carácter desinteresado, propicien el advenimiento de la intuición–, conoce claramente un valor ético determinado que aún no practicaba y este conocimiento lo impulsa necesariamente a practicarlo. Luego, como consecuencia de este progreso en su comportamiento ético, surgen nuevas intuiciones en su espíritu, que a medida que vayan perdiendo su carácter difuso serán aceptadas sin más por la voluntad, que se acomodará, generalmente con gran deleite, a las nuevas pautas comportamentales. Esto parecería conducir a una espiral en la que siempre, por fuerza, el aspirante a santo termina concretando su deseo, y así sería de no ser por la creciente difusividad que cobran las intuiciones éticas a medida que se sutilizan. No es que los valores más encumbrados y divinos sean los más difíciles de conocer en el sentido vulgar del término; de hecho, el mayor de los valores, amar a Dios por sobre todas las cosas, es un precepto tan claro como el agua pura. Pero lo que tiene de diáfano lo tiene también de abstracto, y es la interpretación de las mil y una variantes en las que puede derivar lo que se torna complejo para el iniciado5, que llegado a ese punto gozará de una vida tan limpia que le demandará grandes sacrificios el desafío de limpiarla más. Basta con un trapo húmedo para limpiar un piso mugriento y notar la diferencia; de ahí en más, si deseamos incrementar la pulcritud habrá que refregar hasta que nos ardan las manos.
El conocimiento de los valores éticos profundos aparece merced al buen comportamiento; luego, es esencial que yo precise lo que entiendo por "buen comportamiento". Lo primero, desde ya, es lo que todo el mundo da por sentado: comportarse bien es beneficiar al prójimo. Esto es tautológico, pero creo romper la tautología al incluir como buen comportamiento lo que Hildebrand llama "respuestas a los valores". El amor, por ejemplo, no es como tal un "comportamiento" sino una afección, pero una afección que presagia un buen comportamiento propiamente dicho, y es por eso que quien ama con desinterés tiene grandes chances de acceder al universo de las intuiciones. Lo mismo sucede con la veneración: honrar a Dios y alabarlo en un templo no es un acto en sí mismo valioso sino una respuesta afectiva a un valor, al valor Dios, el más grande de todos los valores. A mí me parece que si la veneración a Dios es sincera y proviene del fondo mismo de nuestro espíritu, esta respuesta a un valor se traducirá en acciones valiosas, no se conformará con permanecer en esa estática comunión divina y querrá salir a la intemperie, a empaparse con la lluvia del mundo, por muy a gusto que se hallare dentro de su ermita o su convento. Aquí me permito discrepar con Hildebrand, quien toma decididamente partido en favor de las órdenes monásticas cuyo único interés es la adoración y el rezo por sobre las órdenes religiosas que adhieren al ideal franciscano y salen a dar la buena nueva a los cuatro vientos, o por sobre aquellas que buscan, principalmente, ayudar a los necesitados. Lo que dice Hildebrand no admite dobles interpretaciones: "La actitud contemplativa es preferible a la activa" (27,2). Evidentemente se apoya en el episodio evangélico de Marta y María (Lucas, 10: 38-42), pero a mí se me hace que si Jesús criticó a Marta no fue porque se afanara por servirlo sino porque detectó que lo hacía mecánicamente, sin ser impulsada por un sincero amor hacia él, y si elogió a María fue porque suponía que aquella dama, una vez henchida de tanta veneración y alegría, iría por las calles de su pueblo contagiándoselas a sus vecinos bajo la forma de una enseñanza o de un auxilio6.
Viéndolas desde esta óptica, tomándolas como meras señales indicadoras de futuras acciones valiosas, es como me animo decir junto con Hildebrand que "las respuestas afectivas a los valores morales: el amor, la esperanza, la veneración, la alegría […] son tan portadoras de valor moral como lo puede ser cualquier acción" (cap. 27). Hildebrand incluye en esta lista el arrepentimiento, pero para mí es claro que el arrepentimiento no tiene valor moral, pues no nos induce a realizar acciones valiosas, más bien nos induce a encerrarnos en nuestro cuarto, a deprimirnos y a flagelarnos con lo que tengamos a mano –y el látigo también se desgasta con el castigo, sobre todo si es látigo pensante y amante de la espalda que lacera. (Opinarán algunos que, gracias al arrepentimiento, los individuos, al estar de nuevo frente a una situación similar a la que les dio la ocasión de arrepentirse, actuarán esta vez en concordancia con lo que la ética sugiere. ¡Craso error! El gordito se arrepiente inexorablemente después del atracón, pero eso no le impide comerse al día siguiente otra tableta de chocolate, y hasta la misma depresión causada por el arrepentimiento lo incita a ello. Y aun si cambiamos de actitud motivados por el recuerdo del arrepentimiento, ¿tendrá este cambio un auténtico valor moral siendo que lo motiva el miedo de no volver a sentir el dolor del arrepentimiento y no un amor sincero por Dios o por las criaturas que se beneficiarán con nuestro acto? Un acto bueno no deja de serlo por más que los motivos o causas que lo posibilitan sean inmorales o neutrales, pero una emoción como el miedo, estadísticamente hablando, aparece mayormente recubriendo al vicio que no a la virtud, y por eso es viciosa de suyo. Se me dirá que uno puede corregir su accionar pretérito por medio del arrepentimiento sin ser víctima del miedo, pero eso ya no es arrepentimiento: es haber abierto los ojos al valor ético que anteriormente no se había percibido. Estar arrepentido, teológicamente hablando, significa ser conciente de haber ofendido a Dios, pero mí no me parece que Dios tenga la propiedad de ofenderse, y menos por algo hecho por una criatura tan minúscula como el hombre pecante.)
Hablamos ya de las acciones éticas y de las respuestas a los valores éticos; las tres esferas de la moralidad –como las denomina Hildebrand– se completan con las virtudes, que no son respuestas a los valores sino valores en sí mismas según Hildebrand; según yo, las virtudes, al igual que las respuestas a los valores, solamente presagian el buen comportamiento propiamente dicho y sólo considerándolas así es posible afirmar que poseen valor ético. Entre las principales virtudes, Hildebrand destaca la generosidad, la pureza, la sinceridad, la justicia y la humildad. Yo excluiría del anterior listado a la justicia por una razón parecida a la que tuve para excluir el arrepentimiento de la lista de respuestas deseables a los valores éticos: porque bajo el influjo de la sed de justicia se cometen grandes atrocidades y es muy poco lo que se construye basándonos en ella. Pero ya escucho las quejas: "Tú te refieres a la venganza, no a la justicia". Y ¿qué otra cosa que no sea la venganza es lo que los pueblos llaman justicia? Aun cuando los que castiguen sean jueces o jurados carentes de toda emoción, la venganza no desaparece: se vuelve abstracta, se divide en tantas partes como ciudadanos interesados en ella existan, y al estar tan subdividida pierde aquel ímpetu animal que la caracteriza y deja de ser percibida7. Aquí viene al caso resaltar la diferencia que yo hago entre moralidad y eticidad: la sed de justicia, si va bien encaminada, puedo admitir que constituya, en términos estadísticos, una virtud moral, pero jamás podrá jactarse de ser una virtud ética. Se han construido sociedades enteras en base a ese principio (casi todas las que conocemos, incluidas las que ya no existen, se basan o se basaron en él), pero nunca se construirá la sociedad en base al sentimiento justiciero. Hildebrand no se cansa de decir que debemos tomar como modelo la moral de los santos, y ¿a qué santo le interesaron las disputas legales?8
Respecto de las virtudes, yo he demostrado geométricamente cuál de ellas es la más importante, la que más nos acerca la perfección: la humildad (ver anotaciones del 20/10/97, en especial las últimas páginas)9. Esta declaración no parece digna de alguien humilde, pero así soy yo. Un día me levanto humilde y cuasiperfecto y al otro ya estoy presumiendo de esa condición10.
Y respecto de la tesis principal sostenida en este ensayo, ahora la siento más firme que nunca. Pero si quiero estar más seguro de su veracidad tendré que apertrecharme de más y mejores virtudes y responder con integridad a los valores éticos que me salieren al paso, ya que las intuiciones intelectuales, al igual que las éticas, se nutren de nuestro buen comportamiento para concienciarse, y yo no me vengo comportando muy bien que digamos desde hace bastante tiempo.
o o o Miércoles 8 de agosto del 2007/ 6,25 p.m.
Me cito a mí mismo: "La intuición (lo mismo que los razonamientos trascendentes) depende para su perfeccionamiento del consiguiente perfeccionamiento ético del individuo intuyente, de suerte que un individuo de carácter necrofílico está incapacitado para razonar-intuir sobre asuntos demasiado complejos o trascendentes" (anotaciones del 23/1/99). Decía yo esto para sostener que los científicos del futuro que quisieren progresar en serio en sus respectivos campos deberán ser personas de alto porte moral, si no, ¡al tacho sus investigaciones! Pero ahora no me parece que una investigación científica, por beneficiosa que pudiese resultar para la sociedad y por intrincado que sea su desarrollo, eche mano en algún momento de algo parecido a un razonamiento trascendente. De aquí en adelante voy a llamar razonamiento trascendente sólo a los razonamientos metafísicos, vale decir, a los razonamientos que nacen a partir de premisas metafísicas (verdaderas o falsas). Así, los descubrimientos científicos quedarían exentos de intuiciones, reservándose éstas para las verdades metafísicas primarias y las relaciones lógicas existentes entre ellas que dan lugar a las verdades metafísicas de segundo orden (y no estoy muy convencido de que la intuición se ocupe también de esto último). A lo sumo, lo que las intuiciones podrían hacer en favor de la ciencia es orientar la búsqueda de acuerdo con un programa metafísico que se asuma como extrapolación válida de las hipótesis empíricamente refutables que se le parezcan, pero nunca señalarían por sí mismas al investigador hacia dónde debe apuntar su artillería para descubrir tal o cual principio relacionado con algún aspecto de la naturaleza física del universo. Nunca se rebajarían a eso.
8,02 p. m.
Sigo con Hildebrand:
Sin un conocimiento de los valores no puede haber moralidad. Esto es tan evidente por sí mismo como la afirmación de que sin la libertad de la persona no puede haber moralidad. Aun en el caso de que alguien actuase de acuerdo a la norma moral, pero sólo accidentalmente y sin conocimiento de los valores, su acción carecería de valor moral (ob. cit., 17,17).
Ya dejé aclarado que el conocimiento fehacientemente intuitivo de los valores éticos nos impulsa, quieras que no, a comportarnos correctamente. Pero de esto no se sigue que aquel que no conozca los valores éticos tenga que ser por eso un sujeto amoral. Un acto altruista realizado de casualidad y sin intención es igual de positivo para el mundo que el mismo acto realizado intencionalmente. La diferencia no está en el acto sino en el actor, el primero de los cuales permanecerá el mismo después de su obra, mientras que el segundo se habrá perfeccionado. Pero como la ética es la ciencia metafísica que estudia las buenas y las malas acciones y no los buenos y los malos espíritus (estudia también a éstos, pero sólo en función de las acciones), continúa existiendo como tal por más que las acciones estudiadas sean accidentales. Lo que desaparece junto con la intencionalidad y el conocimiento de los valores no es la ética sino el mérito y el demérito, mismos que, aun estando presentes la intención y el conocimiento de los valores, igual desaparecen en el supuesto de que la libertad de la persona –el libre albedrío– sea una quimera. Tanto en este caso como en el primero la ética continúa existiendo, sólo se debilita el aparato que algunos como Hildebrand creen inseparable de ella: los premios, los castigos, las alabanzas11, las recriminaciones, el derecho penal, la justicia… Pero al determinista conocedor de los valores morales no le pasa lo que al actor accidental. El espíritu del determinista crece lo mismo, por más que no crea en el mérito, cuando se comporta buenamente, porque el crecimiento espiritual le llega como un don del más allá que no se relaciona en absoluto con la soberbia de sospecharse merecedor de aquellos lauros12.
o o o Jueves 9 de agosto del 2007/ 11,16 a.m.
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