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Ni Ciudadanía de Pobres ni Pobreza de Estado: El Reto de la Fraternidad (página 2)

Enviado por Jorge D�vila


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LA POBREZA DE ESTADO

Con esta noción designamos el desenlace histórico del devenir de nuestros Estados cuando ese devenir se analiza comparativamente con el del surgimiento y desarrollo del Estado de Bienestar en Europa. En esta sección resumimos tal análisis comparativo como paso previo para desplegar la noción de ciudadanía de pobres, tema de la próxima sección.

Si se nos permite hacer un corte un tanto arbitrario en nuestra historia, se puede decir que el fenómeno de la pobreza (ese del que con tanta insistencia hablamos desde hace menos de diez años) es, en Venezuela, un fenómeno de este siglo que termina. Eso no quiere decir que antes no hayan existido masas de gentes viviendo en condiciones de inmensa dificultad. Lo que quiere decir es que sólo en este siglo el asunto de la pobreza aparece indisolublemente ligado con la función de gobierno, con el intento de gobernar la República y con ella "gobernar la pobreza".

Ahora bien, esta idea de "gobernar la pobreza"6 no es nada nuevo en este siglo si miramos más allá del Caribe. Y es que en este asunto también pusimos nuestro norte en el Norte; más precisamente, en lo que Europa ya había fabricado quisimos emprender otra fagocitosis frustrada. Europa supo encontrar el camino por el cual se podía neutralizar (y quizás mucho más que eso) el fantasma acechante de las masas paupérrimas. Hasta la revolución industrial, gobernar la pobreza, intentar mantenerla a raya, fue un asunto de gobierno que se resolvía, estrictamente, por mecanismos propiamente policiales. Y era asunto de policía no sólo en la dimensión represiva, sino que implicaba primariamente un asunto de manejo administrativo del espacio, de la ciudad7. Pero, después de la revolución industrial el crecimiento de las masas paupérrimas plantea el problema de "gobernar la miseria".

Muy pocos dudan ya en ese momento que esa miseria no sea engendrada por la misma dinámica de las dimensiones políticas y económicas del proceso que vive Europa (o los dominios semi-monárquicos, semi-republicanos que la componen). Cerrando el siglo XVIII, hace doscientos años, el reverendo Malthus publicaba su Ensayo sobre el principio de población8; su parte final (el libro cuarto) es un ensayo de economía política de la pobreza. Malthus arremetía contra una forma de protección propia de la Inglaterra del siglo XVI: las poor laws que establecían la obligación de trabajar a "todo hombre y mujer sano de cuerpo y capaz de trabajar, que no tenga tierra, no esté empleado por nadie, no practique profesiones comerciales o artesanales reconocidas"9 y una "caridad legal" para los indigentes con base en su propia parroquia. Para Malthus, en el amanecer del siglo XIX, el asunto no es el de obligar a trabajar, lo que sobra es fuerza de trabajo: precisamente, la que, en exceso, conforman los miserables que engendran los nuevos modos de la producción. Malthus concluía su ensayo señalando "dos verdades importantes que se desprenden del principio de la población"; ellas son: primero, "la causa principal y más permanente de la pobreza tiene poca o ninguna relación directa con las formas de gobierno, o con la desigualdad en el reparto de la propiedad", y segundo, "puesto que los ricos no disponen en realidad de la facultad de encontrar empleo y sustento para todos los pobres, éstos no pueden, según las leyes naturales, poseer el derecho de exigírselo."

Por supuesto que no fue precisamente Malthus, entre muchos más que pensaron y actuaron como él, quien representó la modalidad propia que Europa, unos años después de publicado el ensayo malthusiano, encontró para gobernar la pobreza. A despecho de lo que pensó Malthus, los europeos crearon, al menos en el ámbito de su territorio, un espacio donde los "sin trabajo" tenían todos cabida bajo la cobertura de ya no unas leyes para pobres que amortiguan con la caridad obligada la sobrevivencia de muchos.

Dicho en pocas palabras, Europa fue capaz de engendrar una sociedad basada en el salario. Ciertamente puede decirse que uno de los más grandes inventos de la Europa del siglo XIX fue la construcción de la sociedad salarial: invento, decimos, porque la realización plena de él se desarrolló

en este siglo; pero, es el invento el que tiene la mayor fuerza impulsiva, creadora, y hasta seductora, al menos, políticamente hablando. ¿En qué consiste, esencialmente, tal sociedad salarial? o, mejor aún, ¿cuáles fueron sus condiciones de posibilidad? Robert Castel, en su obra titulada Las metamorfosis de la cuestión social10, las identifica así: primero, una separación firme entre quienes trabajan efectiva y regularmente y los inactivos o semi-activos a quienes hay que o bien excluir del mercado de trabajo o bien integrarlos bajo formas reguladas; segundo, la fijación del trabajador a su puesto de trabajo y la racionalización del proceso del trabajo en el marco de una gestión del tiempo preciso, dividido y reglamentado; tercero, el acceso, por intermedio del salario, a nuevas normas de consumo por parte de los obreros y a través de las cuales el obrero llega a ser usuario de la producción masiva; cuarto, el acceso a la propiedad social y a los servicios públicos y quinto, la inscripción en un derecho del trabajo que reconoce al trabajador en cuanto miembro de un colectivo dotado de un status social más allá de la dimensión puramente individual del contrato de trabajo. Bajo estas cinco condiciones la gran mutación en el gobierno de la pobreza puede resumirse del siguiente modo: en el transcurso del siglo XIX, cuando todo indicaba que el único modo seguro de estar adscrito a una relación de existencia social estable era la propiedad (es decir, que el único modo de sentirse seguro o protegido en sociedad es poseyendo algo material concreto), se elabora algo inédito que permite desconectar, al menos parcialmente, la noción de seguridad de la de propiedad conectando estrechamente la seguridad con el trabajo.

Nótese, entonces, que es como decir que, a partir de fines del siglo XIX, la condición de posibilidad del bienestar —y hasta de la felicidad— descansa ya no en la propiedad sino en el trabajo, en el salario. Y en realizar este invento, repetimos, será muy exitosa la sociedad europea.

Eso es lo que, en su esencia, significa construir el Estado de Bienestar (Welfare state, État providence, Sozial Staat). Suele decirse que en Europa prosperó la realización de ese invento gubernamental gracias a las luchas sociales. Eso en muy buena medida es cierto. Pero lo es también, y no precisamente como una nota marginal, el que el mismo invento del Estado de Bienestar fue la solución magistral al conflicto social por excelencia, a saber, el que generaba la confrontación entre las posiciones antagónicas en relación con el gobierno de la pobreza. Y estas no eran otras que las que defendían las tesis liberalistas y socialistas; frente al pobre, según el diagrama puro del liberalismo, no hay más que hacer que apelar al principio de responsabilidad, y según éste la moral exige de la responsabilidad que cada quien encuentre en sí mismo el principio de rectificación de su conducta11. Por su parte, las tesis socialistas van a exigir paridad entre el derecho a la propiedad, tan caro a las libertades defendidas por el liberalismo, y el derecho al trabajo, aspiración suprema de igualdad para las masas pauperizadas.

Este conflicto es uno y el mismo con la aspiración de lograr alcanzar la ciudadanía de hecho; es decir, lo que ya de derecho consagraba la Declaración de los Derechos del Hombre. Planteado el conflicto así, el horizonte de la guerra civil fue conjurándose lentamente conforme las dos posiciones se vieron arrastradas (obligadas por los eventos singulares de la confianza que desplegaba una técnica de la seguridad y generadora del derecho social) hacia un proceso de negociación con un intermediario inesperado: el Estado republicano, hasta entonces puro sueño, investido con esa extraña pero real y potente figura en el sentido político, la del Bienestar.

De modo que, y esto es de vital importancia para nuestra tesis, puede establecerse la siguiente ecuación histórica (si se nos permite este abusivo término): el Estado de Bienestar no fue posible sin el desarrollo de una sociedad salarial, ni fue posible el sostenimiento de una sociedad salarial sin el apoyo en un Estado de Bienestar. En otras palabras, que ver en el Estado de Bienestar sólo una función política según la cual el Estado es responsable de la protección y la promoción de un sistema técnico de seguridad social es tanto reducido como ahistórico, por ende parcial y parcializado12.

Y bien, volvamos a estos terruños latinoamericanos. La tesis que sostenemos, y que creemos válida al menos para el caso venezolano, es la siguiente. Si al sueño independentista de los libertadores latinoamericanos del siglo XIX, quienes bebieron en las fuentes de las ideas de la revolución francesa, siguió la pesadilla del florecimiento de regímenes tiránicos y despóticos abriendo espacio a nuevas formas del colonialismo; algo isomórfico puede decirse de las pretendidas transformaciones de las sociedades latinoamericanas durante el siglo XX. Veamos cómo y por qué.

En este siglo el nuevo sueño constructivo no ha sido otro que el de la realización del modelo de protección social, el de la construcción del Estado de Bienestar. Sin embargo, las diferencias con el caso europeo resultan demasiado palpables. No solamente por los dramáticos resultados de este fin de siglo, en lo que a pobreza de la población se refiere (baste para ello mirar los cuadros de distribución de la riqueza13), sino también por la propia forma que adquirió nuestro peculiar transcurso histórico. Un transcurso en el que apenas hemos alcanzado a construir una pobre caricatura del Estado de Bienestar. Y ello por algunas razones.

Primero. Los ideales de construcción social no fueron buscados en el modelo de Estado de Bienestar como fuente de inspiración. No. Las ideas del Estado de Bienestar, fruto de una conflictiva gestación histórica en Europa, fueron tomadas como modelo en sentido estricto: como una forma que debía ser imitada. Claro está, si nos limitamos al terreno de las ideas puede decirse que el resultado ha sido en buena medida exitoso, puesto que copiar constituciones y decretar marcos jurídicos con nociones de derecho social no es tarea política muy exigente14.

Segunda razón. En relación con las condiciones de posibilidad de realización de la sociedad salarial, ni el componente estrictamente económico de la industrialización, ni el desarrollo de una fuerza laboral industrializada han visto luz del día15. En esa ausencia ha radicado, precisamente, la fuerza económica del neocolonialismo cada día más vigoroso. En consecuencia, mal podría haberse desplegado un Estado como Estado de Bienestar.

Tercera razón. Algo bastante claro muestra nuestra institucionalidad desde el punto de vista administrativo. Si se quiere, puede decirse que en este espacio se corrobora la caricatura de Estado de Bienestar que hemos alcanzado. ¿Qué tenemos como mecanismos institucionales de protección social? Desde los propios inicios del siglo XX se destaca la proliferación de organismos gubernamentales destinados a la protección social. Esta proliferación va a la par con la mejora cualitativa de las disposiciones jurídicas a las que ya hemos hecho referencia (copias y actualizaciones que siguen "lo mejor" de la jurisprudencia del norte; p. ej. la declaración de los derechos del niño).

Ahora bien, que esos organismos o instituciones oficiales hayan sido un completo fracaso no es asunto difícil de aceptar: basta contrastar los alcances en beneficios sociales de las instituciones equivalentes del Estado de Bienestar europeo con los magros resultados en nuestro caso. Además de la proliferación de organismos, y la mayor parte de las veces en nombre de la ineficiencia de éstos, ha aparecido la proliferación de programas y "políticas sociales" que pretenden enmendar entuertos. "Políticas sociales" que, hasta en el mismo nombre genérico, son una contradicción con la misma noción de Estado de Bienestar16. Al tiempo que ensayamos más "políticas sociales", estamos asistiendo a una suerte de penoso funeral sin duelo de las instituciones de Seguridad Social17.

De esta manera podemos formular la tesis de que en nuestro caso, más que un "exceso de Estado", como suele pregonarse con tanta fuerza desde los años ochenta, lo que hemos presenciado es un defecto de Estado o una pobreza de Estado. Entiéndase por ello la presencia de una desfiguración del Estado de Bienestar. Una desfiguración ocultada con la fuerza discursiva de quienes hablan de abrir paso a las formas de participación de todos los ciudadanos en la construcción de la "sociedad civil", siguiendo los nuevos desarrollos de participación civil en los países industrializados.

LA CIUDADANÍA DE POBRES

Conforme se acentuó la pobreza de Estado se hizo más frágil la constitución de la ciudadanía. En ello tiene singular impacto la consolidación y extensión profunda del fenómeno de la pobreza. Este fenómeno plantea un serio problema para la constitución de la ciudadanía. Veamos por qué.

Es claro que en el sueño de construir un Estado de Bienestar va implícito el afán de constituir una ciudadanía que puede calificarse como política y civil. La primera de ellas concierne al estatuto del ciudadano al modo como la filosofía crítica kantiana lo postula, a saber, el estatuto del ciudadano como miembro de una república.

Al efecto el ciudadano debe tener aseguradas tres condiciones como miembro de la sociedad: la libertad en cuanto hombre, la dependencia de una legislación común en cuanto sujeto de la ley y la igualdad de todos en cuanto ciudadanos sometidos a las mismas leyes18. Esta ciudadanía política pudo verse entendida, en el curso de la modernidad, como el mero establecimiento de un estatuto legal. Como hemos hecho destacar, esta es una de las características de la pobreza de Estado; es, por así decirlo su auténtico molde. En otras palabras, aquí donde no floreció el Estado de Bienestar la ciudadanía política a lo sumo pudo alcanzar un estatuto jurídico.

Algo semejante ocurre con la ciudadanía civil. Religada a la ciudadanía política, la ciudadanía civil no debía ser otra cosa que el acato estricto de la ley común (es el uso privado de la razón, según Kant) conjugado con el espontáneo impulso de la autonomía que, en cuanto ciudadanos, nos llama a ejercer la crítica del mismo estatuto legal (es el uso público de la razón, según Kant). Esta ciudadanía civil pudo verse entendida, en el curso de la modernidad, como el mero establecimiento del reclamo egoísta (propio de la sociedad aburguesada) o como el reclamo del interés de grupo (propio del clamor de la llamada Sociedad Civil, en nueva boga desde distintos rincones del acontecer del mundo industrializado contemporáneo y desde diversos ángulos de la teoría y la filosofía política).

En el caso de la pobreza de Estado, la misma debilidad e ilegitimidad institucional que la caracteriza no puede hacer posible el uso privado de la razón. Por lo demás, los procesos más cercanos a la constitución de una ciudadanía civil han fungido como mero mecanismo ilusorio en un doble nivel. Por una parte, el ejercicio autónomo del uso público de la razón, en el mejor de los casos, ha quedado reducido al pasivo ejercicio del derecho a elegir los representantes del poder público; los procesos electorales sirven como mecanismo de ilusión de participación igualitaria. Por otra parte, los reclamos de intereses, individuales o colectivos, quedan absolutamente mediados por la discriminación en torno a privilegios que asegura la desigual distribución de la riqueza; los procesos reivindicativos mediados por las asociaciones de la sociedad civil sirven como mecanismo de la ilusión de alcanzar por medio de canales participativos el nivel de la igualdad.

En una legítima constitución de la ciudadanía, estas dos formas de ciudadanía, la política y la civil, que forman el epicentro del ideal republicano, han tenido como condición histórica necesaria la realización de una forma de Estado como la del Estado de Bienestar. Quizás ello lleva a algunos autores19 a ver en esa condición necesaria otra forma de ciudadanía, una ciudadanía social.

La realización de un cierto nivel efectivo del Estado de Bienestar logrado históricamente, no es otra cosa que la satisfacción de las condiciones mínimas a partir de las cuales han sido posibles, de manera bastante efectiva, tanto el uso privado como el uso público de la razón. Dicho en términos de las exigencias de la sociedad salarial, la cobertura de las condiciones de cada quien para hacerlo efectivo sujeto del trabajo y efectivo partícipe de la esfera de la opinión pública. Creemos que esto último se entiende mejor si se atiende a las implicaciones de la llamada crisis del Estado de Bienestar para la constitución efectiva de la ciudadanía (allá donde este último pudo alcanzar niveles efectivos de desarrollo).

En efecto, la llamada crisis del Estado de Bienestar (que bien puede traducirse, a límite, en el drama de la ausencia de puestos de trabajo para todos los ciudadanos) es una y la misma con las dificultades planteadas en las llamadas ciudadanías económica, social e intercultural.

La esencia de dicha crisis, seguramente como la de toda crisis de la sociedad, es histórica. Lo que ella plantea de nuevo es el viejo problema de asegurar la filiación. Si el Estado de Bienestar logró resolver el conflicto planteado por la miseria desde los propios inicios de la modernidad, mediando en ello la noción de solidaridad orgánica, su crisis de finales del siglo XX plantea el mismo problema, caracterizado ahora de manera novedosa.

Se trata de conseguir un estatuto de ciudadanía para los llamados "excluidos": como lo afirma Giovanna Procacci, "lo que hace falta a los excluidos es un reconocimiento político, a saber, llegar a ser ciudadanos, no en sus ghettos de los suburbios citadinos, sino de manera cabal en el corazón de la ciudad"20.

En el caso de nuestros países, ¿podemos igualar pobreza de Estado con crisis del Estado de Bienestar? Obviamente, no. Y sin embargo, muchos de nuestros debates en torno a la ciudadanía tienden a hacer igual nuestra situación de pobreza de Estado y de pobreza de la población con la situación de exclusión o de falta de reconocimiento propia del mundo industrializado. Obviamente que las nociones de exclusión y de falta de reconocimiento, disectadas del contexto histórico en el que adquieren su sentido pleno, son una tentación del abstraccionismo para inclinarnos a hacer uso de ellas al identificar cualquier situación social. Pero, proceder así sería confundir nuestra pobreza que sólo tuvo al Estado de Bienestar como ilusión con la pobreza que ve al Estado de Bienestar como limitación que la origina. En este último caso, la ciudadanía es una falta parcial, una incompletitud de una cierta promesa; en el primer caso la ciudadanía es una ausencia, una falta total. Es a esto último lo que llamamos ciudadanía de pobres; ciudadanía constituida por miembros de una república (bufonesca) que, por una parte, sólo está en un estatuto legal sin apropiación por parte de sus miembros y que, por otra parte, sólo convoca a los pobres a estar en unidad común en torno a la mera supervivencia. Convocatoria, esta última, que tiene voz propia ora en las instituciones del Estado, ora en las asociaciones de la Sociedad Civil. La ciudadanía de pobres es el perfecto complemento de la pobreza de Estado en esa especie de círculo vicioso, o más bien círculo infernal que engendra cada vez más pobreza en la población. Un elemento constitutivo de ese círculo en la actualidad corresponde al discurso en boga de la participación civil de los pobres para remediar su propia pobreza. Veamos.

Tal vez esa moda de participación ciudadana, que ya vemos pulular como orientación básica de las "políticas sociales" emprendidas por el Estado, pero también por asociaciones de la más variada índole e incluso por parte de las empresas privadas, no sea más que una suerte de reedición de este temprano anuncio malthusiano del principio moral de responsabilidad a lo liberal: "Debe enseñarse al pobre que en justicia sólo debe depender de sus propios esfuerzos, de su propia actividad y previsión; que si éstas fallan, la ayuda en su desgracia sólo puede ser objeto de una esperanza racional, y que incluso el fundamento de esta esperanza dependerá en grado considerable de su propia buena conducta y de la evidencia de que las dificultades en que se halla no dependen en modo alguno de su indolencia o imprudencia."

Ciertamente hay parecidos entre este principio moral y el discurso actual relativo a la participación ciudadana, pero con alguna diferencia. Esa diferencia permite ver cómo se aleja dramáticamente la distancia entre el tipo de pobres (y su destino) del que se hablaba a fines del siglo de las luces y el tipo de pobres (y su destino) del que hablamos a fines del siglo XX. Veamos esa diferencia (tengamos en cuenta que la diferencia debe, a su vez, distinguir el caso europeo y nuestro caso).

Se percibe con bastante claridad que el Estado de Bienestar, el exitoso, el europeo, entró en crisis. Nótese bien, una crisis que viene de la entraña del éxito parcial. El quiebre fundamental radica en si será posible o no que el Estado siga siendo el garante fundamental de una sociedad salarial. Ese, y no otro, es el meollo del gran debate europeo sobre la crisis del empleo; como ya hemos dicho, si el empleo alcanza para todos, o mejor aún, si los puestos de trabajo alcanzan para todos. Pero, ¿qué quiere decir que el Estado (el de Bienestar, se entiende) sea el garante de la sociedad salarial? Pues, ni más ni menos, que el Estado sea el garante de la solidaridad necesaria para sostener una sociedad de producción (y de consumo, ¡claro está!). Y bien, lo que está en juego, en discusión, eso de lo que se duda ahora en Europa, es si más bien el Estado no debe sufrir una mutación en su rol pasando a ser el garante de la producción de la sociedad más bien que sostener la solidaridad de una sociedad de producción, como bien lo ha explicado, entre otros, Jacques Donzelot21.

En la actual crisis del Estado de Bienestar en Europa, ¿es lícito hablar de pobreza? El término más divulgado no es precisamente el de "pobres" para caracterizar al grupo de la población (entre 10 y 13%) que se encuentra sin trabajo en los países europeos.

El término usado es, como bien sabemos, el de "excluidos"; término exagerado, sin duda. Pero que, realmente, muestra el límite de lo intolerable para una sociedad que pretendió resolver la cuestión social apegada a la ilusión del progreso material propio de la sociedad de producción. Límite que, para repetir una metáfora usada por Pierre Bourdieu, está definido por la ocupación de una posición inferior y oscura en medio de un universo prestigioso y privilegiado, como el contrabajista en la orquesta en el relato de Patrick Süskind22. Límite que consiste, para decirlo sin metáforas, en mostrar el riesgo inminente de la desafiliación: no tener ni una posición social al menos estable (esencialmente asegurada por el salario) ni un sentido mínimo de pertenencia a una red de relaciones sociales con otros semejantes. La "miseria de posición" o el "riesgo de desafiliación" es una nueva forma del riesgo de no poder ser ciudadano (más precisamente, ya no poder serlo) comparado con la situación de hace 200 años cuando la "gran miseria" estuvo asociada a la valoración política de aspirar a ser ciudadano.

De modo que las transformaciones actuales del Estado en las naciones europeas son unas y las mismas con las transformaciones de la llamada sociedad civil. Se trata de una nueva lucha contra el riesgo de la desafiliación; el mismo riesgo que, revestido con amenazas de guerras civiles, engendró el Estado de Bienestar. No es, francamente hablando, una lucha contra la pobreza, o mejor, contra la miseria. Es en esas transformaciones donde florece un sentido auténtico de lo que parece una moda y no es, a saber, el empeño por instaurar mecanismos de participación ciudadana. ¡Que no se confundan los que con ojos prestados al sueño de la ilustración y el progreso creen ver en esa participación (cargada del empeño de una comunicación transparente) la reedición salvadora del proyecto de una sociedad ilustrada! No; es, sencillamente, la salvación de una sociedad de producción (y de consumo, ¡no se olvide!). Salvación que tiene su condición de posibilidad en el éxito, limitado, es verdad, del Estado de Bienestar.

Se entiende la diferencia con los pobres de aquí, con "los del Sur". Nuestros pobres de fines del siglo XX, ¿son los mismos a los que se refería Malthus? ¿son como esos campesinos irlandeses e ingleses que el reverendo se empeñaba en que pararan por sí mismos su empeño en multiplicarse como conejos?

Si a inicios del siglo XIX la pobreza se hubiese medido por "canastas alimentarias" o por "necesidades básicas insatisfechas" o por "salarios mínimos" seguro que la respuesta sería afirmativa. Sólo la inmensa arrogancia de la tecnocracia, pretendiendo erigirse en razón, con la que se viste el pensamiento neoliberal, ha tenido la osadía de querer hacer creernos que la pobreza es un absoluto cuantificable23. La condición de pobreza es siempre una posición relativa; pero no sólo porque necesite un opuesto de referencia (opulencia, riqueza) para definir una escala de medida.

El asunto es un tanto diferente. Los pobres del siglo pasado eran tales, y eso tanto en Europa como en estos lares, en relación con una medida más fundamental; en el fondo, en relación con algo que no es propiamente una medida. Se trataba de ver en la pobreza una condición superable conforme se la coloca en un horizonte de vida auténtico; en un proyecto de sociedad; o mejor, en una esperanza. Incluso para el liberalismo puro, se trataba de una "esperanza racional" —según el anunciador término de Malthus—, a saber, la del principio de responsabilidad.

Insistimos, para Europa, para sus pobres (los "excluidos"), había, y creemos que aún lo hay, un horizonte de vida con arraigo histórico; precisamente el que logró construir el Estado de Bienestar y que se encuentra en pleno proceso de transformación o de re-definición. Para los de aquí, para los pobres del Sur, desde inicios del siglo XIX, no sólo no hay horizontes vitales, sino que los rasgos elementales de los que pudieron haber florecido —fruto de nuestro mirar embelesado hacia el norte— fueron desvanecidos, por no decir aplastados, por el empeño ilusionista de los mercaderes de la ganancia fácil y de los mercaderes de la política (juntos o separados por sus propias fuerzas).

Más concretamente, quizás pueda decirse que nuestros pobres de inicios de siglo XX, nuestra pobreza llamada rural era, posiblemente, más "rica" que la de hoy. Tenía, o se le hacía la imagen de poseerla, una ilusión de horizonte de vida: la promesa de un Estado de Bienestar. Con esa promesa se les hizo transitar el inmenso espacio de nuestro territorio, en un corto tiempo, para conocer el drama insospechado de las condiciones de vida de la pobreza urbana marginal. Pero esa pobreza rural tenía, además —y eso le era, posiblemente, más auténtico— los restos claros de unos mecanismos de filiación, de amistad, de cercanía, de sentido humano apegado a una tradición compleja que nunca entendimos; demasiado ocupados estuvimos con los juegos de los ilusionistas internos y externos.

Nuestra pobreza ha vivido una mutación. Ya no tiene la "medida" de un horizonte vital como referencia de su esencial relatividad. Con mucha fuerza le han impuesto de modo sutil, en muy pocos años y muy recientemente, un discurso que ella debe repetir; un discurso que, ocultándose en los programas y medidas engendrados por tecnócratas y académicos, sirve de soporte para la extraña convicción "política" que conjuga las tesis malthusianas sobre la pobreza con las nuevas modalidades de participación civil que sólo tienen sentido cabal en los cambios actuales de la sociedad de producción-consumo de la Europa occidental. Más profundo aún, la mutación de nuestra pobreza tal vez ni siquiera quede bien expresada con la asociación entre la falta (o desaparición) de horizontes de vida y la ausencia de mecanismos de filiación. En esa mutación de la pobreza radica la ciudadanía de pobres.

Pero, así como podemos hablar de la ciudadanía de pobres también podemos preguntarnos si acaso no hay focos de resistencia frente al círculo infernal de la miseria y hasta en él mismo. Podemos preguntarnos también si acaso esos focos de resistencia no tendrán también su anclaje, al menos potencial, en algunas instituciones de la Sociedad Civil y hasta del mismo Estado (aún siendo éste una caricatura del Estado de Bienestar). Nos parece que la respuesta a estas preguntas es afirmativa. En efecto, la ciudadanía de pobres tiene otro rostro, oculto, extraño a las categorías analíticas propias del debate contemporáneo sobre lo político. Creemos que tales categorías sólo nos llevan hasta un cierto nivel de interpretación que deja incomprendido aquel rostro oculto. En lo que sigue intentamos una muestra de ese nivel de interpretación, de manera que nos abra espacio para el modo de pensamiento anunciado al inicio de este texto.

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6 Cf. Giovanna Procacci, Gouverner la misère, Seuil, Paris, 1993.

7 Cf. Michel Foucault, Omnes et Singulatim: vers une critique de la raison politique; Le Débat, 41, 1986, pp.

5 – 35. La "gouvernementalité", en Dits et Écrits, III, 1994, pp. 635 – 656

8 Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, London, 1798.

9 Esta expresión es aún más antigua que las referidas leyes. Corresponde a una ordenanza de Eduardo III en 1394 en respuesta a los efectos de la peste. Las poor laws mantendrán el espíritu de esa ordenanza. Cf. J.C. Ribton-Turner, History of Vagrants and Vagrancy, and Beggars and Begging, New Yersey, 1972.

10 Robert Castel, Les métamorphoses de la question sociale. Une chronique du salariat, Fayard, Paris, 1995.

11 Cf. François Ewald, Histoire de l’État providence. Les origines de la solidarité. Grasset, Paris, 1986.

12 Esta es precisamente una de las reducciones preferidas por el pensamiento neoliberal en su crítica al Estado de Bienestar. Por ello el hincapié de esa crítica en el asunto de la eficiencia y la efectividad del aparato técnico de seguridad social.

13 En el caso venezolano, la desigual distribución de la riqueza se ha sostenido durante, al menos, los últimos sesenta años en la proporción siguiente: el 20% más pobre recibe alrededor del 5% de la riqueza y el 20% más rico recibe por encima del 40% de la riqueza. Cf. Asdrúbal Baptista, Bases cuantitativas de la economía venezolana, Ediciones de la Fundación Polar, 1996.

14 Al menos no lo fue en Venezuela donde, desde finales de los años treinta, era claro el acuerdo de instituir constitucionalmente los derechos sociales; de hecho, se actuó políticamente desde 1936 como si ya fuesen derechos.

15 En Venezuela, la componente industrial de la fuerza laboral (¡incluyendo petróleo y minería!) no ha variado sustancialmente (alrededor de un 15%) en los últimos sesenta años. Más aun, en 1997 el 58 % de la población económicamente activa (mayor de 15 años) tiene apenas el nivel educativo básico (menor de 9º grado).

16 Es posible que el frecuente uso de este término, entre nosotros, no sea más que un anglicismo (traído de Norteamérica (policies)) que desfigura el significado que tiene la vieja noción (al menos en alemán) de Social Politik que es una y la misma con la de Sozial Staat. En otras palabras, para el Estado de Bienestar, la "política social" no es otra que la "política" del Estado.

17 El análisis del caso venezolano puede verse en: J. Dávila y A. Ochoa, Birth and Demise of a Social Protection Organization in Venezuela, Systems Practice and Action Research, 12 (1), 1999.

18 Cf. I. Kant, Sobre la paz perpetua, 1795; Sección segunda, Primer artículo.

19 Es el caso de Adela Cortina, quien en el intento de formular una teoría de la ciudadanía distingue, además, la ciudadanía económica y la intercultural. Cf. Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Alianza, 1997.

20 G. Procacci, op. cit., p. 323.

21 Cf. L’avenir du social in Esprit, Mars, 1996; p.p. 58-81. Véase también L’invention du social. Essai sur le déclin des passions politiques, Fayard, 1984.

22 Pierre Bourdieu, La misère du monde, Seuil, Paris, 1993. Si la metáfora sugiere que la posición inferior está definida contra-lo-bajo (contrebasse) mirando hacia lo alto, podemos decir, con la ventaja que ofrece nuestra lengua, que la ocupación de esa posición inferior muchas veces, en el norte, es con-trabajo como ciertamente ocurre con el contrabajista. Y se entiende por qué la noción de exclusión es, a lo sumo, metafórica puesto que los sin-trabajo quedan fuera del universo prestigioso y privilegiado.

23 Como ejemplo, dejamos al lector el entretenimiento de descifrar el razonamiento del Banco Mundial (La pobreza es un conjunto de medidas, ¿finito o infinito?): Poverty is multidimensional. No single measure adequately captures the many aspects of human deprivation. By all indicators and measures, however, tremendous progress has been made in reducing poverty in major parts of the developing world. Poverty Reduction and The World Bank. Progress in Fiscal 1996 and 1997. The World Bank, Washington, December 1997. En la próxima sección nos referimos con más detalle a la "lógica" del neoliberalismo como "remedio" de la pobreza.

EL RETO DE LA FRATERNIDAD

¿Podríamos decir que la denominada pobreza de Estado nos ha dejado como legado el inmenso problema de la redistribución; el problema que confronta a lo político con la aspiración moderna de la igualdad? ¿Podríamos decir que la denominada ciudadanía de pobres nos ha dejado como legado el inmenso problema del reconocimiento; el problema que confronta a lo político con la aspiración moderna de la libertad? Si aceptáramos este esquema tendríamos que decir que nuestra pobreza (raíz de nuestro problema de ciudadanía, de violencia y de rompimiento de lazos sociales) es un fenómeno de doble cara: por un lado, la desigualdad material y, por el otro lado, la exclusión cultural. De manera que la redistribución (básicamente de la riqueza) y el reconocimiento cultural (básicamente de formas de conocer, de actuar y de valorar despreciadas por ser no-cultas) vendrían a ser los remedios de semejante mal. La pobreza, así concebida, sería igual a la "exclusión del pueblo", como bien lo designa el siguiente discurso:

Actualmente el ciudadano es el que posee cultura occidental (en su versión latinoamericana o en su última versión postmoderna) y posición económica. No es sujeto de derechos. Lo que se le da es por vía de concesión: las relaciones clientelares. A lo más es candidato a ciudadano: si se educa y adquiere una posición ya puede salir de esa masa carente de cualificación y entrar en la ciudad. Subir es lo mismo que salir. Salir del pueblo. En el paradigma vigente el pueblo no es un mundo, no son culturas (indígenas, afrocaribe, campesina, suburbana), es una magnitud negativa: los que no tienen, no saben, no pueden, no valen. Obviamente que desde esta apreciación no son sujetos ni pueden llegar a serlo mientras se mantengan en esa masa popular.

Este paradigma ha sido tan profusamente introyectado por los medios de difusión masiva, por la educación y por el ejercicio político que lo comparte una parte considerable del propio pueblo, que por serlo se inferioriza y se desprecia a sí mismo. (…) [Hay que] abrirse a un pluriculturalismo y reconocer la injusticia que entraña la sistemática exclusión actual. No sabemos si estaremos dispuestos a pagar el costo que exige pasar de la exclusión al reconocimiento.24

Parece claro en este discurso que al hablar de pueblo, no hay duda, se caracteriza a la población que vive en dificultades, en pobreza. Ahora bien, si la pobreza (del pueblo) tiene el doble rostro visible de la desigualdad económica y de la falta de reconocimiento cultural, entonces el problema de pobreza plantearía la dificultad de entender la relación entre esos dos rostros visibles. ¿Cómo podemos entenderla si seguimos algunos razonamientos sobre el acontecer de la sociedad post-industrial?

La reflexión contemporánea sobre cómo entender y qué hacer frente a la exclusión es iluminadora en torno a esa dificultad. Veamos algunos de esos razonamientos de manera que alcancemos, al menos, a vislumbrar algo del rostro oculto de nuestra pobreza.

a) Se reconoce que dos palpitantes problemas de esa sociedad son precisamente los de la desigualdad económica (caracterizada especialmente por la dificultad de acceder o permanecer en un puesto de trabajo) y el del rechazo cultural por la pertenencia a un grupo o comunidad. Usualmente estos dos problemas son definidos como problemas de exclusión suponiendo que ambos tiene elementos que no son precisamente excluyentes; más bien lo contrario, y hasta que uno al otro se alimentan en un círculo vicioso. Pero, también se entiende que las soluciones de esos problemas llevan a un dilema; esa es la tesis de Nancy Fraser25 que de seguida resumimos.

Esta autora postula que la realización de las solicitudes de fondo tras el reconocimiento y la igualdad económica genera una tensión difícil de resolver.

Tras el reconocimiento está la promoción de una diferenciación grupal; tras la igualdad económica está la promoción de la desdiferenciación grupal. Lo que estimula el primero aspira desvanecerlo la segunda. El dilema se presenta crudamente cuando hay "gente sujeta tanto a la injusticia cultural como a la injusticia económica". Precisamente es la gente que clamaría por la redistribución y el reconocimiento de modo simultáneo. El razonamiento de la autora deslinda entre los "remedios" practicados frente a ambas injusticias: por una parte están los remedios afirmativos (el fortalecimiento del Estado de Bienestar liberal, para la redistribución; el fortalecimiento del multiculturalismo, para el reconocimiento), por otra parte están los remedios transformadores (la socialización de la economía y la desconstrucción que permite reestructurar las relaciones del reconocimiento). Mientras los remedios afirmativos sostienen el dilema, cree Fraser, los remedios transformadores alivian paulatinamente la tensión intrínseca al dilema26.

¿Podemos reconocer en ese dilema la situación de la pobreza de los países latinoamericanos (y tal vez en general del Sur)? Nos parece que lo atractivo del esquema fraseriano no debe llamar a ilusiones. Tal esquema responde a una manera de entender un problema propio de las nuevas formas de la "miseria industrial"; los casos empíricos que soportan las tesis de la autora son muestra palpable de ello. Por lo demás, la socialización de la economía (opuesta al Estado de Bienestar liberal)

supone precisamente la aceptación de los límites más "exitosos" que tal Estado alcanzó. Ese no es el caso de nuestra pobreza. En lo que respecta a la desconstrucción, se propone la "transformación de las estructuras de valoración cultural" que subyacen a las identidades grupales; esa transformación llevaría gradualmente al cambio del "sentido del yo de cada quien" abriendo espacio para la convivencia de una multiplicidad diferencial. Es obvio que esta idea adquiere pleno sentido en los casos que ocupan a la autora, mas ¿qué significaría el reconocimiento de una "multiplicidad diferencial" de la pobreza diferente a lo que ella tiene de suyo? No obstante, es importante reconocer que un esquema como éste, o mejor, la opción en él manifiesta, acepta una predilección por la "promoción de la reciprocidad y de la solidaridad en las relaciones del reconocimiento" estimuladas por un apego a la utopía socialista.

b) La utopía socialista puede considerarse precisamente como una de las "soluciones" a la situación de pobreza que se vuelcan unilateralmente a ver en la pobreza más un asunto de redistribución económica. Pero, es nuestra convicción, ella no puede fungir más que como cumplidora del importante papel de seguir inspirando lo que es esencialmente: una utopía. Como hemos sostenido en la primera parte de este texto, la utopía socialista, tanto como la utopía liberal forjaron al Estado de Bienestar en sus múltiples facetas curadoras del drama planteado a la gobernabilidad de la miseria (la de la sociedad industrial, transformándola en sociedad salarial). Nuestra pobreza de Estado y nuestra ciudadanía de pobres pueden encontrar en la utopía socialista inspiración para su propia utopía necesaria. Tal vez deba descansar esa inspiración en el sentido fraterno tan prontamente perdido en los albores de todas las revoluciones sociales que esa utopía ha inspirado. En no pocos rincones semi-ocultos de América Latina esa inspiración se mantiene encendida; tal vez, no con la pasión revolucionaria, esté sembrada y oculta en las almas de la pobreza. Si la utopía socialista no alcanza a formar una concreta esperanza es, sin embargo, alentadora de fraternidad.

c) Así como la utopía socialista se vuelca unilateralmente hacia la redistribución, hay volcamientos unilaterales también a favor del reconocimiento como rasgo esencial de nuestra pobreza. En efecto, es el caso dominante y se expresa más en los "remedios" que en los diagnósticos. La expresión más extrema de esta unilateralidad la representa la ideología neoliberal. Como bien lo ha expresado Pierre Bourdieu el neoliberalismo, como ideología, opera como una verdadera "utopía en realización"; valga decir, como una irrealidad que adquiere visos de realidad en cuanto operador ideológico. Operación que se erige como programa político descansando en el suelo de una teoría que supone la más pura abstracción: "una concepción de la racionalidad, tan estricta como estrecha, identificada con la racionalidad individual que consiste en colocar entre paréntesis las condiciones económicas y sociales de las disposiciones racionales y de las estructuras económicas y sociales que son la condición de su ejercicio"27. La fuerza ideológica radica en que esa teoría tiende a convertirse en verdad empíricamente verificable merced a tener a su favor "la fuerza de un mundo de relaciones de fuerzas que contribuye" a la acción política tal como lo exige la teoría. Los programas políticos neoliberales son ciertamente "programas de destrucción metódica de los colectivos". En el caso de la sociedad industrial avanzada, el neoliberalismo se presenta como un orden (orden global, por lo demás) que justifica a plenitud el drama del desempleo; en efecto, "el fundamento último de todo ese orden económico colocado bajo el signo de la libertad, es la violencia estructural del desempleo, de la precariedad y de la amenaza de quedar desempleado que ella implica: la condición del funcionamiento ‘armonioso’ del modelo micro económico individualista es un fenómeno de masas, a saber, la existencia del ejercito de reserva de los desempleados".

El modo como esta ideología se expande al mundo del Sur encuentra en nuestra pobreza un punto de apoyo formidable. Veamos.

La ideología neoliberal en nuestras tierras no sólo hace suya el fenómeno de la pobreza para justificar su programa político en una peripecia de razonamiento digna de museo: nos muestra a la pobreza como la realidad que se eternizará si no pasamos con urgencia a la realización chocante de las políticas de schok.

También exige como realidad que el pobre reconozca su propia factura en la situación que vive como resultado de su irracionalidad individual. Esa irracionalidad puede transformarse en plena racionalidad económica si el pobre se reconoce a sí mismo como portador de una capacidad económica que lo libera de su propia situación. Ya habíamos señalado que los remedios a la pobreza en boga en nuestros países parecían sumar la aspiración ideológica malthusiana con la moda de la participación civil. El ejemplo notorio es el de la expectativa creada por las modalidades del micro crédito: el mismo oprobioso sistema financiero mundial (ese donde se concentra la mayor fuerza de las relaciones de fuerzas, ese donde se concreta la acumulación de capital jamás soñada desde el siglo XIX) extiende su propia lógica a los sectores de la población del mundo que viven la miseria haciéndoles aparecer esa lógica como suya propia. Sin embargo, es verdad también que en la misma confusión ideológica del neoliberalismo traspuesto a estas tierras aparecen rasgos tímidos de construcción de relaciones que den paso a remedios más basados en la lógica de la solidaridad que en el individualismo economicista. ¿Qué queremos decir con confusión ideológica?

La confusión ideológica puede expresarse en estos términos: la fuerza ideológica del neoliberalismo intenta ahogar la componente propia de la redistribución en un asunto de reconocimiento sui generis (el del pobre adscrito a la lógica financiera de la que no forma parte sino como último eslabón de la cadena acumulativa); en el marco de la instrumentalidad de los programas políticos neoliberales se despiertan ánimos que pregonan, teórica o pragmáticamente, ora una soñada reconstrucción de un Estado junto a la consolidación de una sociedad civil, ora la aspiración firme a un crecimiento económico como cura eficaz de la pobreza. Así por ejemplo, se distingue entre pobreza y empobrecimiento; la primera entendida como "un estadio individual y colectivo caracterizado por la carencia material y, especialmente, por la imposibilidad de acceder al término medio de los bienes y haberes civilizatorios que están presentes en la colectividad a la que se pertenece", el segundo referido "más bien a un cambio relativo de bienestar material, al cese de perspectiva de ascenso o logro material, el cual no toca a los elementos estructurales de los individuos y las familias empobrecidas, es decir, sus atributos para participar en el aparato productivo de su colectividad y su distribución". Con esa distinción los remedios se enuncian así: "la posibilidad de dejar de ser pobres dependerá de lo que la colectividad (probablemente, aunque no en exclusividad, por medio de la acción redistributiva del Estado y su producción de servicios sociales) pueda hacer en favor de su capitalización y de crear canales para su incorporación en la actividad productiva"; en relación con el remedio del empobrecimiento, "puede que el mantenimiento de una senda sostenida de crecimiento económico sea suficiente para revertir su tendencia"28. En esta confusión ideológica pocos tiene en cuenta que los análisis de la correlación entre crecimiento económico y distribución del ingreso en las últimas dos décadas dejan pocas dudas de que con independencia del comportamiento del crecimiento (hacia la alza, como en U.S.A., o errático, como en Venezuela) el comportamiento de la distribución del ingreso no es la tendencia a la equidad, sino todo lo contrario29.

d) Hay otras expresiones de la unilateralidad cargada hacia el reconocimiento que no aspiran operar como ideología sino más bien como teorías. Es el caso de la aún incipiente teoría de la ciudadanía ya citada de Adela Cortina. En esa teoría, como ya lo reseñamos, se aspira la conjugación de una multiplicidad de ciudadanías (política, social, económica, civil e intercultural). Tal teoría parece encarnar la ardorosa defensa de un liberalismo democrático con aspiración universalista que se oponga abiertamente a la pretensión del "pensamiento único" representado por la ideología neoliberal. Esa teoría se proyecta como programa político alterno para la comunidad europea de manera que desde ese centro de la civilización occidental se propague la aspiración de un mundo de ciudadanos, de una ciudadanía cosmopolita como la preveía Kant.

Europa tendría que asumir así "el extraordinario reto de desenmascarar la vacuidad del pensamiento único y de abrir el camino del pensamiento múltiple, mostrando que es posible crear riqueza material e inmaterial – ser ‘competitiva’– desde una sociedad en que ningún ciudadano vea sus necesidades desatendidas"30. Es claro que hay aquí un clamor al reconocimiento entendido en un doble nivel: por una parte, digamos endógeno a la ciudadanía, la multiplicidad esgrimida tiene asiento común en la noción de un equilibrio de justicia; por otra parte, la teoría exige que nos reconozcamos como seguidores del ejemplo marcado por Europa. Nos parece que la bondad del razonamiento de Cortina radica, para la inclemente pobreza de los latinoamericanos, más en la batalla que pueda dar a la ideología neoliberal allá mismo donde se engendra que al ejemplo actualizado de unas referencias que desde muy antaño tenemos mal que bien a la mano, empezando por Aristóteles y pasando por Kant.

e) La noción de reconocimiento ha ganado ricas expresiones en otros pensadores contemporáneos. Finalmente nos referiremos al caso de Axel Honneth31.

La solución teórica de este autor aspira adentrarnos en la base constitutiva de lo humano. Tomando ideas de la filosofía de Hegel y de la psicología social de G. H. Mead, Honneth nos propone la construcción de un concepto de una "lucha motivada moralmente". Según éste el conflicto social tiene motivaciones morales ligadas a tres formas del reconocimiento: el amor, los derechos y la estima; a cada una de ellas se asocian formas del irrespeto que se convierten potencialmente en motivos del conflicto; además, el que las relaciones consigo mismo sean no distorsionadas apela al concepto intersubjetivista de persona definida por la acción moralmente coherente en relación con esas tres formas del reconocimiento. Así, nos dice el autor: "el único modo a través del cual los individuos se constituyen en personas, es el aprender a referirse a sí mismos como seres con ciertas habilidades y características positivas, desde la perspectiva de un otro que brinda apoyo y aprobación.

El ámbito de tales características –y por tanto, la intensidad de la relación positiva consigo mismo–se amplía con cada nueva forma de reconocimiento que los individuos son capaces de ejercer como sujetos. De este modo, la posibilidad de la confianza en sí mismo radica en la experiencia del amor, la del auto-respeto radica en la experiencia del reconocimiento legal y, finalmente, la posibilidad de la auto-estima reside en la experiencia de la solidaridad"32.

Con un razonamiento como el de Honneth hay que reconocer que nuestra pobreza no se encuentra totalmente perdida en el mapa de la filosofía y la teoría política. En efecto, semejante esquema parece apuntar, con cierta precisión, hacia el puesto auténtico de la fraternidad. En efecto, ese esquema de Honneth tiene como base radical la suposición de que el reconocimiento es apoyo y aprobación de un otro imprescindible; tal reconocimiento se expresa universalmente en las formas asociadas al amor, los derechos y la solidaridad que proveen la protección intersubjetiva que salvaguarda las condiciones de la libertad sin que esas formas del reconocimiento sean estructuras institucionales sino más bien "elementos estructurales de cualquier forma de vida particular"33. No obstante, el mismo autor acepta que tanto las relaciones que llenan de contenido a las formas de reconocimiento de los derechos (relaciones legales) como el contenido propio del reconocimiento de la solidaridad (comunidades de valor) está sujeto, y de modo inevitable, a la historicidad; en consecuencia, no es seguro que a esas relaciones pueda adjudicárseles una validaz universal.

Así, las posibles transformaciones de las formas del reconocimiento, ligadas a lo legal y a lo solidario, descansan en una determinada referencia histórica de una determinada sociedad. En el caso del autor, esa referencia parece no ser otra que la de la sociedad capitalista contemporánea propia de los países más industrializados. Por ello, las consideraciones del autor para una sociedad como la postindustrial –supuesto el camino del progreso normativo alcanzado– plantean el reto de la conjugación de las exigencias de la equidad y el respeto a los derechos de otros con las exigencias de una solidaridad por construirse. Posiblemente en esta última reflexión Honneth no se aparte mucho de la noción de solidaridad tal como la concibe Richard Rorty34. En resumen, si apartamos las notas que hacen variable al esquema, entonces el reconocimiento de una "humanidad común" estaría de modo universal y constitutivo sólo en el asiento de la relación de amor.

Si con un esquema como este nos planteamos nuestra situación de pobreza, nos veríamos llamados radicalmente por la búsqueda de un amor constitutivo de la vida en pobreza. Eso, creemos, apunta firmemente a lo que llamamos el reto de la fraternidad. Y apunta de modo firme y certero puesto que se dirige a uno de los tres pilares constitutivos del sentido de fraternidad, a saber, la philia.

*

Quisiéramos concluir de manera inacabada esbozando algunas convicciones relativas a este reto de fraternidad para los latinoamericanos; muy especialmente para quienes por profunda convicción sienten que el ejercicio filosófico, el ejercicio de decir verdad, se enriquece conforme se adentra en el espacio de lo aún por pensar, siendo ese rasgo lo más cercano a un universalismo esperado.

Postulamos que si somos capaces de crear o de concebir un modo de ver con ojos propios el fenómeno de pobreza que cubre nuestro continente, tal vez seamos capaces de re-descubrir una philia que sea constitutiva de un modo de ser humanos que no esté supeditada a algunas creencias que ha ido consolidando el pensamiento político las más de las veces apegado a las exigencia del cálculo y la estrategia. Una philia que sea más que sentimiento de cercanía, de proximidad con los más allegados, con los más conocidos; es decir, más universal que la mera expectativa de que en el fluir del tiempo esa proximidad se puede ir ampliando, tal como lo suponen los teóricos actuales de la solidaridad. En fin, tal vez una philia, la de la pobreza, que ya esté siendo vivida como comunión universal en la dura exigencia del límite de nuestra condición humana cuando se roza el descenso a la supervivencia animal: en ese descenso, y sólo a límite contrario a la esperanza, deslumbra la universalidad de nuestra condición humana universal; allí sabemos reconocernos sabiendo reconocer al prójimo.

Postulamos que conjugada a esa philia, pueda verse una pistis, unas creencias que se oponen radicalmente a las propagadas creencias que las fuerzas del poder de la fuerza económica y política de dominación global logran introyectar en las masas de gentes que viven la miseria. Unas creencias que no requieren expresión sobre la base de suponer al hombre como mero sujeto de la cadena ocio – trabajo – negocio.

En fin unas creencias que se desatan del apego a optar entre la desesperación y el optimismo para liberar la philia en el camino de una esperanza constructora de proyectos del porvenir realizador de esa philia a plenitud.

Postulamos también que en la vida de la pobreza, allí donde sabiendo mirar tal vez aprendamos sobre esa pistis y esa philia, podamos cumplir nuestro papel de creadores en el pensamiento; es decir, que en lugar de alimentar la desazón, la angustia o la desesperanza estemos dispuestos a volcarnos, con orientación confiante y con profunda autenticidad, a la construcción de una esperanza que despliegue proyectos de porvenir para todos.

Con esa actitud intelectual, fraguada en el crisol de vida de nuestros pobres, tal vez nos resulte más entraña la faena política de romper con la ciudadanía de pobres y abrir paso a una polis que no sea pobreza de Estado; en otras palabras, la faena de no ser más bufones de nuestras "repúblicas bufonescas".

………….

24 Editorial de la revista SIC (editada por el Centro Gumilla, centro de estudios de Jesuitas venezolanos) No.600, Dic. 1997 (un número especial dedicado al análisis y proyección de la situación de Venezuela), p. 438 y

439; el énfasis es nuestro.

25 Nancy Fraser, Justice Interrupts. Critical reflections on the "postsocialist" condition. Routledge, 1997. (Véase particularmente el capítulo 1).

26 Fraser argumenta a favor de su opción preferida en base a los candentes casos de la segregación racial y de género en la sociedad postindustrial (o "postsocialista" en su expresión predilecta).

27 Pierre Bourdieu, L’essence du néoliberalisme, Le Monde Diplomatique, Mars 1998, p. 3.

28 Luis P. España, Dos décadas de empobrecimiento y pobreza en Venezuela, SIC, No. 600, Dic. 1997, pp. 480-483.

29 Debemos este sutil e impactante alerta al fino análisis económico de Asdrúbal Baptista en Crecimiento económico y distribución del ingreso, SIC, No. 600, pp. 484-487.

30 Op. cit., p. 96.

31 Axel Honneth, The Struggle for Recognition. The moral grammar of social conflicts, Polity Press, 1995.

32 Op. cit., p. 173; el énfasis es nuestro.

33 Ibid, p. 174

34 Cf. Contingency, Irony, and Solidarity, Cambridge Univ. Press, 1989. Especialmente el capítulo 9 titulado Solidarity.

 

Jorge Dávila

Centro de Investigaciones en Sistemología Interpretativa, Universidad de Los Andes, Mérida – Venezuela.

"Contribución a la Asamblea Nacional Constituyente", Ediciones de la ULA, 1999

Partes: 1, 2
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