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Historias y anécdotas de Venatore, el cazador

Enviado por MANEL BATISTA


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

  1. Un breve prólogo
  2. Capítulo 1
  3. Capítulo 2
  4. Capítulo 3
  5. Capítulo 4
  6. Capítulo 5
  7. Capítulo 6
  8. Capítulo 7
  9. Capítulo 8
  10. Capítulo 9
  11. Capítulo 10
  12. Capítulo 11
  13. Capítulo 12
  14. Capítulo 13
  15. Capítulo 14
  16. Capítulo 15
  17. Capítulo 16
  18. Capítulo 17
  19. Capítulo 18
  20. Capítulo 19
  21. Capítulo 20
  22. Capítulo 21
  23. Capítulo 22
  24. Capítulo 23
  25. Capítulo 24
  26. Capítulo 25
  27. Capítulo 26
  28. Capít. 27
  29. Capít. 28
  30. Capít. 29
  31. Capít. 30
  32. Capít. 31
  33. Capít. 32
  34. Capít. 33
  35. Capít. 34
  36. Capít. 35
  37. Capít. 36
  38. Capít. 37
  39. Capít. 38
  40. Capít. 39
  41. Capít. 40
  42. Capít. 41

Me gusta escribir por que me

obliga a pensar……………

M.Batista.

Cuando le digas a alguien, lo siento, mírale a los ojos.

M. Batista.

La Buena vida es cara, pero lo otro no es vida.

¿ Oscar Wilde ?

Un breve prólogo

En uno de mis viajes, casualmente tuve la oportunidad de conocer a un anciano que me confesó haber pertenecido en su juventud al cuerpo diplomático y al servicio secreto de su país, Francia. En ningún momento lo puse en duda, puesto que su manera de expresarse denotaba que muy probablemente que así había sido.

He querido plasmar en esta novela, algunas de las historias y anécdotas que este peculiar caballero tuvo la amabilidad de confiarme, con la única salvedad de que obviara citar su nombre real, ya que prefería mantenerse en el más absoluto de los anonimatos, tan solo me autorizó utilizar el sobrenombre con el que, en alguna de las etapas en las que había colaborado con el servicio secreto de su país utilizó: Venatore, (palabra latina que viene a decir, algo así como, el Cazador). No sé cuantas de ellas fueron reales.

M.Batista – Agosto del 2011

Capítulo 1

El manto del atardecer se desliza lentamente sobre la gran urbe en los preliminares del invierno parisino, mientras las luces de la Ciudad Luz van iniciando tímidamente sus guiños y parpadeos.

Arrellanado en mi butaca preferida, próxima a la chimenea, chisporretean unos troncos de aromática encina que mi asistente André acaba de echar, cierro los ojos para trasladar mi espíritu y sumergirme en la Polonesa número 6 Heroica, que el reproductor de audio del salón me regala con excelsa fidelidad.

Fuera, en la calle, una copiosa y pertinaz lluvia impelida por un fuerte y helador viento que proviene del Canal de la Mancha, es motivo por el que los gruesos goterones de agua se estrellen con fuerza contra los cristales del ventanal que tengo a mi izquierda y que asoma a la plaza del Trocadero, produciendo un monótono tamborileo que contamina el suave sonido del piano.

El calorcito que despide el hogar me amodorra y adormece, pero mi enjuto y envejecido cuerpo sigue sintiendo ese frío interno que nace en los ya viejos y trabajados huesos. Es un frío distinto al de la calle, que no sé como explicar, pero ahí está, no duele pero si es molesto a pesar de la manta de lana escocesa que André me echó sobre las piernas. El invierno, para los que tenemos una edad avanzada, demasiado avanzada diría, suele ir acompañando por el lento ocaso de la vida.

Intento quitarme el molesto frío ayudado de una copa de Armagnac que está a mi alcance sobre una mesita auxiliar, y que a pesar de su graduación no me ayuda, no logro desprenderme de él, pero contrariamente, el efecto de tan excelente caldo todavía me adormece más.

André se me acerca con el teléfono en la mano, – señor, tiene una llamada de su amigo monsieur Philip Lafurcade-.

Philip, es mi amigo de toda la vida, nos conocemos desde niños, las familias de ambos también lo eran, creo recordar que íbamos ya por la tercera generación de mutua amistad familiar, algo que mi padre y mi abuelo cultivaban y cuidaban como el desaparecido y tan buscado cáliz sagrado de la Santa Cena que los Cataros tanto cuidaron, y que jamás se ha desvelado el secreto de su actual paradero.

En mi dilatada vida social y profesional, he conocido a infinidad de gente, pero tengo un reducido grupo de amigos muy seleccionados, me refiero a amigos de verdad, los que te son fieles toda la vida, ocurra lo que ocurra y, Philip, es uno de ellos, el mejor.

-Hola Phil-. Ya de niños le mutilé el nombre, un día le dije que le llamaría por la abreviación, por que su nombre completo me recordaba a una marca de bombillas holandesas. Se lo tomó a broma. Phil era un gentilhombre, de carácter muy poco complicado, tenía algunos tintes aventureros, deportista nato y artista a la vez, de figura elegante e inteligencia brillante y cultivada, poseedor de una exquisita sensibilidad artística al que también como a mi, le encantaba la compañía femenina y de las que solía obtener éxitos laudables, tanto o más que los míos.

Con Phil, en nuestra juventud, había corrido las más inauditas y audaces aventuras de todo orden, en especial, las femeninas.

-Hola viejo camarada, ¿cómo estás hoy?, te llamo para invitarte a asistir a una exposición de pintura de dos jóvenes que exponen en la galería Rembrand, de la Avenue de Victor Hugo, casi esquina con l´Etoile, a un paso de tu casa-, me dijo de corrido en un tono de voz que quería ser jovial. Tener noticias de mi gran amigo, siempre era para mi un motivo espiritual de rejuvenecer.

-Te lo agradezco en el alma Phil, pero mi ánimo no está hoy demasiado proclive a salir, este maldito frío que me atenaza y me tiene aterido me quita hasta las ganas de hacer cosas-.

-Insisto, no te arrepentirás de venir, va estar lo más florido de la ciudad, y te prometo que estarán las mujeres más bellas y elegantes del toute París. Te las voy a presentar todas, anímate viejo zorro-.

-¿Para cuando está prevista la inauguración?-, le dije con mermado entusiasmo intentando no desilusionarle.

-Mañana por la tarde pasaré a por ti alrededor de las seis, acicálate bien, vamos a conquistar de nuevo-, no me dio otra opción.

-¿Pero Phil, no te das cuenta que ya sobrepasamos largamente de los setenta?- repuse sin convicción.

-No importa amigo, hoy hay medios para que puedas comportarte como un jovenzuelo, te lo digo por experiencia, es el corazón el que cuenta-, dijo, a la vez que se reía.

-Bien, pues aquí estaré aguardándote, a demá mon ami-, le dije para complacerle, a Phil nada podía negarle, daba gracias a Dios por tener un amigo tan fiel como era él, que se preocupara de mi en la soledad.

Phil en sus tiempos de esplendor fue un pianista excepcional, especialmente cuando interpretaba magistralmente al romántico polaco, Federico Chopin, algunos autorizados cronistas musicales de varios países habían manifestado en más de una ocasión que nadie había tocado a Chopin como él. Elegante, educado y muy bien parecido, era solicitado por los grandes organizadores de conciertos de todo el mundo, tuve la oportunidad de viajar con él en muchas ocasiones y comprobar su creciente prestigio. Los hombres le admiraban y las damas le idolatraban, solo que en ocasiones cuando terminaba de dar un concierto, su persona se transformaba, dejaba de ser aquel caballero de finos y elegantes modales y se dedicaba desenfrenadamente a los placeres de la vida, era un ser sorprendente y sin duda alguna, irrepetible.

Con estos pensamientos y casi inconscientemente, dejé que volara mi imaginación que me llevó a nuestra temprana juventud en el selectivo internado de Zurich, pocos años después de finalizada la segunda guerra mundial.

Por aquella época, Suiza, que como siempre, supo tener la habilidad de permanecer todo el tiempo neutral, esta situación la convirtió en refugio de muchas acaudaladas familias europeas que eligieron este país como residencia segura, a la vez que les permitía estar cerca de sus fortunas bien guardadas en las arcas de los bancos, que allí proliferan tanto como fábricas de quesos y de elegantes relojes.

Amodorrado como estaba, pasó ante mi la imagen del internado que a pesar de ser mixto, las señoritas tenían confinada su residencia en un ala aparte de la de los caballeros, tratamiento que nuestros educadores nos daban, solo coincidíamos en las horas lectivas y en los descansos entre clases, aunque siempre sometidos a una estricta vigilancia.

Sin duda Phil y yo éramos de los estudiantes más osados del internado, y tuvimos ocasión de poder comprobar que a las damas no les desagradaba nuestro atrevimiento, fueron los primeros escarceos de alguna aventura juvenil, sin duda las primeras.

El ala del edificio en la que nosotros, los caballeros, estábamos confinados, venía separada de la de las damitas por un amplio y cuidado jardín de unos cuarenta metros de ancho y a todo lo largo de la edificación, lo cual como se comprenderá no dejaba de ser un serio impedimento para conectar con las damiselas, pero para nuestra juvenil osadía no habían escollos insalvables.

No sin imaginación y constancia, trabamos una cierta relación amistosa con dos de las señoritas residentes de nuestra misma edad, Inge y Erika, así se llamaban, ambas de nacionalidad sueca, de una de ellas corría la voz en el internado, que era la rica heredera del principal accionista de la prestigiosa compañía sueca de rodamientos, SKF.

Rubias altas y extraordinariamente bellas, como las bautizaría un compañero alemán afecto a la música wagneriana, -dos Valkirias-, sentenció, nosotros pensamos en las cabalgadas épicas por la Selva Negra.

Aprovechando las horas libres de descanso procurábamos acercarnos a charlar con ellas, nos expresábamos en idioma alemán, que era la lengua oficial del centro y del cantón suizo en el que se hallaba el prestigioso internado. Utilizábamos en el tratamiento nuestros más exquisitos modales, detalle que observábamos que les agradaba y les daba confianza. Después de varios inocentes encuentros ya les cogíamos la mano discretamente a espaldas de los profesores que estaban al cargo en las horas de ocio, miraditas, sonrisas y todas las tonterías que se hacen a los dieciocho años. Finalmente una noche le propuse a Phil que intentáramos acercarnos al ala que ocupaban las damiselas y ver la posibilidad de colarnos en la habitación de nuestras amigas suecas. Yo hacía algunos días que desde la ventana de mi habitación había estudiado como acercarnos sin ser vistos y tracé un plan que expuse a mi compañero.

-Tu plan es bastante arriesgado, si nos pillan nos puede costar un serio disgusto, pero la "cacería" lo merece, ¿Cuándo vamos a ponerle en práctica?-, preguntó Phil ya entusiasmado con la aventura y el riesgo.

-Verás, vengo observando hace algunos días los movimientos de las vigilantas femeninas. Después de cenar las acompañan hasta sus dormitorios en la primera planta y, treinta minutos después deben apagar las luces. Dejaremos pasar una media hora, saltaremos por la ventana hasta el jardín. Para evitar ser vistos, nos deslizaremos arrimados a la pared de ambos edificios, si cruzáramos el jardín directamente, correríamos el riesgo de ser vistos por cualquiera-.

-¿Pero sabes ya en que habitación se alojan?-.

-No, todavía no pero hoy en uno de los descansos las advertiré de nuestras intenciones y si aceptan les diré que en cuanto estén en su habitación enciendan y apaguen las luces un par de veces para que nosotros podamos verlo y así identificar el lugar-.

-Genial Alain, sencillamente genial-.

El deseo del encuentro con nuestras dos Valkirias hizo que la jornada se hiciera más larga de lo habitual, no hacía otra cosa que pensar en ello.

En uno de los descansos tuve la oportunidad de acercarme a Inge y le conté nuestro plan. Al principio me dijo que no, que era muy arriesgado y que de ser descubiertas podrían ser expulsadas del internado y en su familia habría un gran escándalo. Finalmente me dio un si algo condicionado a la presión verbal que le había ejercido.

El día se nos hizo eterno, durante la cena nos mirábamos y nos hacíamos señas y sonrisitas de una mesa a la otra.

Una hora más tarde Phil y yo nos asomamos a la ventana de nuestro apartamento aguardando la señal lumínica convenida, instantes después la luz de la tercera ventana por la izquierda se encendió y apagó en dos ocasiones continuadas. El osado Phill, fue el primero en saltar y le seguí, mientras avanzábamos, el corazón aceleraba sus latidos y casi no respirábamos mientras íbamos pegando nuestras espaldas a la pared del edificio, a pesar de ser primavera, la noche era fresquita y nosotros andábamos en pantalón de deporte y camiseta de manga corta, pero nada de ello nos hacía mella para que desistiéramos de nuestra osada aventura.

Alcanzamos la tercera ventana después de una infinidad de metros andados o así nos pareció, llamé suavemente con los nudillos al cristal y la ventana se abrió sin apenas hacer ruido, Phil y yo nos encaramamos por la pared ayudados por las ramas de una poderosa hiedra, recordé en aquel instante el momento en que Romeo escala la pared de la casa de Julieta para reunirse con ella, en un periquete estuvimos dentro de la habitación, recuerdo haber cerrado la ventana lentamente para evitar hacer cualquier ruido comprometedor, estaba todo obscuro como boca de lobo, a tientas buscamos la dos camas de nuestras amigas, un susurro cercano a mi oreja me indujo a que andaba ya por buen camino, no importaba en que cama me metería, Phill y yo no éramos demasiado remilgados en este negocio.

Noté que una mano suave y tibia que agarraba la mía y tiraba de ella, mis espinillas chocaron con algún hierro de la cama y proferí un bufido de dolor mascullando una irrepetible maldición por mis adentros, sin soltar la mano que me conducía, me metí en la cama, de inmediato, noté el calorcito que desprendía el cuerpo de la dama que me tenía asida la mano, nos abrazamos dulcemente y nos besamos, primero con suavidad pero poco después con pasión desenfrenada. Luego vino el reconocimiento mutuo de ambos cuerpos y la pasión enloquecida. Mi compañera era probablemente tan inexperta como yo en estas lides, a pesar de que en el internado teníamos una asignatura dedicada a la sexualidad, pero una cosa es la teoría en frío y lo otro es la ardiente práctica. De todos modos mi primera experiencia de esta índole no puedo calificarla de excesivamente brillante.

A Phil, según me contó después, la cosa no le fue mejor que a mi ya que tuvo que conformarse con simples "manualidades", por indisposición fortuita y natural de su partener.

Las visitas se fueron repitiendo en un par de ocasiones todas las semanas hasta final de curso, confieso sin desear entrar en detalles, que con mejor fortuna para ambos que en la primera.

Phil y yo siempre recordamos con gran cariño este primer y anecdótico lance amoroso, le grand début, como nosotros lo bautizamos.

Al finalizar el curso en el mes de Julio, y ya de retorno a París, planeamos con Phil irnos de vacaciones a Normandía y Bretaña, un compañero de internado nos habían hablado mucho de estas regiones del Norte del país de donde él era hijo, mi padre nos prestó uno de los automóviles de su fábrica, un flamante Citroën 2CV, que en los caminos irregulares saltaba como si fuera una langosta, y con él nos fuimos a visitar el Norte del país. Así que una tempranera mañana de un jueves nos pusimos en camino. Nuestro equipaje no era excesivo, más bien magro, pues decidimos que estas vacaciones iban a ser muy diferentes a las que veníamos efectuando tradicionalmente con nuestras respectivas familias en el Sur de Francia, donde las vestimentas debían estar acorde con los acontecimientos sociales que casi a diario se sucedían.

Mi madre era mujer sumamente exigente en lo que a la educación y a la práctica de las buenas formas sociales se refiere, me sometía junto con mis hermanos y hermanas a una disciplina casi militar, el atuendo, el comportamiento en la mesa y el saludo a las amistades que nos visitaban con frecuencia, prevalecían sobre todo lo demás, para nosotros, jóvenes en plenitud de nuestras energías, la disciplina a que nuestra elegante y refinada madre nos sometía era una especie de corsé que nos aprisionaba, por ello estas vacaciones con Phil sin el "corsé" materno las afronté con inusitado entusiasmo.

Fui a por mi compañero alrededor de las seis de la mañana como habíamos acordado, ya a la distancia le pude ver de pie en el borde de la acera frente a su casa de la Avenue Klebér con el ligero equipaje a sus pies y apoyado a un árbol. Aquellas horas París todavía dormitaba, el escaso tráfico estaba formado por algunos vehículos comerciales que iban y venían del mercado central para proveer de alimentos a las tiendas y, algunos obreros que probablemente tenían sus trabajos fuera de la ciudad que les obligaba a madrugar.

Enfilamos por el recién inaugurado boulevard perifèric, un gigantesco anillo que circunda París, una obra urbana muy necesaria en una ciudad de algo más de cuatro millones de habitantes, si a ello se suma además el cinturón industrial que la rodea. Su utilización descarga ostentosamente el caótico tráfico que la ciudad venía soportando unos pocos años atrás, en especial toda la circulación de vehículos que debían cruzar la gran urbe para desplazarse al otro lado de ella. El nuevo boulevard tenía una serie de salidas también llamadas puertas por coincidir estas con las antiguas salidas de las murallas que siglos atrás habían protegido París, por lo que le era sumamente fácil orientarse a cualquier parisino o vecino de la ciudad.

Así que salimos por la puerta de Clichy que correspondía a la ruta que debíamos tomar para ir a nuestros destinos. La red francesa de carreteras es muy extensa y bien pavimentada aunque en ocasiones uno pueda hacerse algún lío debido a su proliferación y deficiente señalización.

Al mediodía después de repostar de carburante al Citröen 2CV, nos detuvimos en un pueblecito partido por la mitad por la carretera, nuestra intención era almorzar, pues ya nuestros estómagos nos lo demandaban hacía algún rato.

Vimos una vieja posada al pie de la carretera que captó nuestra atención por su característica construcción muy parecida a las casas del tiempo de los mosqueteros, con tejados muy pronunciados, forrados con losetas de pizarra, y una chimenea de la que salía humo blanco que desprendía un agradable aroma de leña quemada, olor muy propio en los pueblos, y un cartel de madera colgando perpendicularmente en la fachada que decía: L´Etoile. Decidimos satisfacer nuestras barrigas y entramos en la Estrella.

Era un lugar agradable y acogedor, al fondo del local había una chimenea encendida que soltaba un agradable aroma de la leña que quemaba, unas cinco rústicas mesas construidas con las tablas de troncos de árbol aserrados y trabajados, y bancos de la misma naturaleza en cada uno de sus lados era, todo el mobiliario del lugar, además de la barra de bar que se hallaba entrando a la izquierda atendida por un individuo entrado en años, de complexión fuerte con un robusto cuello que sostenía una cabeza casi sin pelo y un grueso y grisáceo bigote que recordaba un cepillo que no permitía que se viera el labio superior, le acompañaban unas pobladas e hirsutas cejas. En una de las esquinas del local habían unos viejos jugando a las cartas y fumando un tabaco que apestaba. Todo este conjunto delataba a un campesino que había soltado el arado y se aburguesó convirtiendo su casa en una posada.

Nos sentamos en una mesa alejada de la chimenea ya que desprendía excesivo calor y era molesto en aquella época del año. El hombre del mostrador, sin acercarse a nosotros nos preguntó a grito pelado qué queríamos tomar.

-Nos gustaría comer algo-, le dijimos desde nuestro lugar.

– ¡¡ Michelle !!-, gritó el improvisado Caruso.

Al momento apareció por un ventanuco que intuimos que debía comunicar con la cocina, la cara de una jovencita rubia con trenzas que con la misma fuerza respondió; -¿¡¡ Qué quieres ¡¡?-.

-¡¡Ven a atender a dos caballeretes que desean comer !!-.

Phil y yo nos quedamos mirándonos uno al otro sonriendo por la comicidad de la escena de "opereta" a la que estábamos asistiendo.

Al momento se vino hacia nosotros la propietaria de aquella cara rubia que había asomado por la ventana. Era una muchacha, quizás algo mayor que nosotros, sobrepasaría los veinticinco años, era alta y bien armada, me refiero a que era poseedora de un ostentoso busto y unas nada despreciables nalgas que movía con cierta gracia al andar, tenía una cara graciosa plagadas de pecas de color pardo clarito que ella muy probablemente odiaba.

-¿Qué desean tomar?- nos dijo desde las alturas de los zuecos de madera que calzaba.

Phil, que era un redomado y simpático Casanova tomó la palabra; -¿Podrían hacernos un par de filetes grillé con algunas patatas fritas y acompañados de unos kisses?-.

-¿Kisses?-, repitió la muchacha extrañada por la palabreja.

-Eso dije señorita, kisses, exactamente eso -, insistió muy serio y circunspecto.

-Pues lamento decirle señor que de esto no tenemos-, dijo inocentemente, -como no sea usted algo más explícito….-.

Mientras se producía este diálogo entraron unos clientes, una pareja de ancianos bastante bien arreglados aunque de porte campesino que fueron saludados con cierta ceremonia por el hombre del grueso bigote, que salió de detrás del mostrador para ir a darles los parabienes y acompañarles hasta una mesa próxima al hogar.

La muchacha permanecía de pié junto a nuestra mesa con el lápiz y una libretita en la que apuntaba las comandas de los clientes, aguardando a que Phill le explicara lo del "kisses".

-Señorita, tráiganos lo que le hemos pedido primero, lo segundo se lo contaré más tarde-, le dijo socarronamente mientras me miraba y sonreía disimuladamente. La muchacha se dio media vuelta encogiendo los hombros y moviendo la cabeza mientras encaminaba sus pasos a la cocina dándonos al mismo tiempo una representación de cómo se movían sus apetitosas nalgas al andar. Phil y yo nos miramos sonriendo malévolamente.

Mientras el que parecía ser el propietario de la posada atendía a la pareja de ancianos, la muchacha puso en nuestra mesa un mantel blanco de papel, cubiertos y demás enseres, Phil comenzó a bromear con ella y ésta al principio se hacía la indiferentes, pero al tercer requiebro ya sonreía, nos trajo unas buenas y sustanciosas chuletas con patatas fritas, french frits como las llaman los yankees, además de berenjena rebozada en harina, que por cierto estaba carnosa y riquísima.

El postre fue el típico de la zona, una bandeja que contenía una variedad de cremosos quesos a cual más apetitoso.

-Ahora señorita si se acerca le explicaré lo que son los "kisses"-.

La muchacha se acercó a Phill, este le hizo gesto para que se acercara algo más, como si quisiera confesarle algún secreto en voz baja. La chica se acercó más y avanzó un lado de la cabeza para que Phill tuviera su oreja cerca y le contara aquello que ella creía iba a ser un secreto, momento que mi compañero aprovechó para introducir suavemente la mano por debajo de la corta falda y acariciarle las nalgas, esta se quedó quieta como una estatua por la sorpresa de la inesperada acción del cliente, pero reaccionó lanzando un manotazo que por fortuna Phil ya esperaba y tuvo la precaución y agilidad suficiente para esquivarlo.

La situación se volvió tensa, por fortuna la muchacha no gritó, se dio media vuelta y se marchó aceleradamente a la cocina.

-Pero Phill, ¿estás loco?-, le dije casi sin poder contener la risa por la tensión que la situación había creado.

-No debes preocuparte, todo está bajo control-, dijo con gran temple, -ahora ya se lo habrá pensado, vendrá con la factura y aquí no ha pasado nada, no hay mujer campesina que le desagrade que la toque el culo un apuesto joven de la capital-.

Efectivamente unos minutos después la tal Michelle se acercó a nosotros con un papelito en la mano, era la cuenta, en esta ocasión dejó una mayor distancia entre ella y Phil, este miró el importe y pagó dejando una sustancial propina que la muchacha recogió con una sonrisa no exenta de cierta picardía.

Este era mi amigo Phillip Lafurcade, sorprendente e inesperado, pero siempre, ¡¡genial!!, amante de la aventura, osado y a veces algo pendenciero como un mosquetero.

Abandonamos la posada y fuimos a por el 2CV, el cielo anunciaba tormenta, unos grandes y amenazantes cúmulos verticales y plomizos asomaban por el Norte, -nos los deben estar enviando los pérfidos británicos- dije. Subimos al auto y enfilamos la carretera con destino a Caen con la intención de visitar la alta y baja Normandía y las famosas playas en las que algunos años atrás se había producido el sangriento e histórico desembarco de los ejércitos aliados en pos de la liberación de Francia y a su vez Europa.

Capítulo 2

Visitamos toda la Normandía y una buena parte de la Bretaña. Nos impresionó profundamente la gran cantidad de cementerios de soldado aliados caídos en combate durante el desembarco del 6 de junio de 1944, en las playas de Omaha donde miles de cruces blancas representan a cada uno de los soldados caído en defensa de la libertad de nuestra nación, perfectamente alineadas formando un escalofriante espectáculo de un lúgubre mar blanco que se extendía centenares de metros.

Pensé; cuanto tenía Francia que agradecer al pueblo americano que dio la sangre de muchos de sus hijos para librarnos del enemigo Nazi.

Después de vagabundear durante unos veinte días por el Norte del país y gozar de una absoluta libertad, volvimos a París reconfortados, pero conocedores de primera mano de nuestra historia más reciente.

A nuestro regreso yo me marché a Niza para reunirme con el resto de mi familia que hacía ya unos días se había afincado tradicionalmente, como todos los veranos, en la casa que allí teníamos. Phil se quedó en la ciudad para preparar un examen del conservatorio de música y además participar en unos concursos estivales de piano.

Más tarde supe que había ganado el primer premio en varios de ellos, no me sorprendió, y es que Phil era un virtuoso del piano.

A mi regreso encontré a toda la familia aposentada en la casa de Niza, incluyendo las dos chicas de servicio que teníamos en París, unos días después y como todos los años llegaron los primos de mi madre que vivían en Washington, el esposo de Matilda, prima carnal, se había casado con Thierry de Montpenzat, brillante diplomático de carrera destinado desde hacía bastantes años a la embajada de Francia en la capital de los EE.UU..

Los americanos, como yo les solía llamar cariñosamente, eran simpáticos aunque se les había pegado algo de la cursilería yankee, tenían dos hijas de más o menos mi misma edad. Congenié particularmente con una de ellas, Amelie, la otra, Christinne, tenía un carácter algo borde, quizás por ser muy introvertida y posiblemente utilizaba esta pose como escudo de protección, añadía además que parecía haber olvidado su idioma materno y solo hablaba en inglés, que por cierto, era bastante malo ya que había tomado el acento y modismos de los americanos y cuando hablaba recordaba a un cowboy masticando tabaco.

Algunas tardes me encerraba en mi habitación para preparar el examen de ingreso a la escuela Francesa de Diplomacia, que era la profesión que toda mi vida había anhelado ejercitar. De más jovencito había soñado infinidad de veces ser embajador de mi país y vestirme con el traje oficial de diplomático para entregar las cartas de mi acreditación ante el presidente de alguna nación. Sueños de muchacho.

Mi primita Amelie noté que me tiraba los tejos. Todos los días bajábamos a la cercana playa a bañarnos y tomar el sol en las tumbonas de alquiler, para ser sincero, quien lo tomaba era yo, Amelie siempre se protegía de los rayos solares bajo una sombrilla, no mostraba interés alguno en ponerse morena, no se si era por que estar moreno en los EE.UU. no era bien visto, -cuestiones de color de piel– pensé, aunque jamás se lo pregunté.

Christinne hacía la guerra por su cuenta, venía con nosotros pero se sentaba algo alejada y leía todo el tiempo al poeta británico Lord Byron , del que decía que adoraba, sin embargo le era absolutamente indiferente el posible bronceado de su piel.

Con mis ahorros me compré una scooter color azul de la casa Vespa. Aquel verano se había puesto de moda gracias a una película realizada en Roma por los actores Audrey Hepburn y Gregory Peck, que inconscientemente la promocionó entre la juventud europea del 53.

La Vespa me daba una gran independencia y libertad de movimiento, evitaba tener que pedirle cada dos por tres el automóvil a mi padre, que a decir verdad, no tenía inconveniente en prestármelo, pero a mi me daba un no se que tener un posible accidente con el Bentley que había sido del abuelo paterno y que al fallecer éste, mi padre se quedó con él por cuestiones sentimentales y al que amaba casi como a mi madre, con la ventaja que aquel no protestaba ni ponía objeciones.

Amelie en cuanto me veía ir a por la scooter salía disparada para sentarse en el asiento posterior y enlazarse fuertemente a mi cintura clavando en mi espalda su generoso y terso busto, el contacto me agradaba y hasta me excitaba, pero era mi prima y no quería tener conflictos familiares. Su madre, mi tía, siempre la oí comentar que su mayor deseo era casar a alguna de sus dos hijas con algún príncipe, aunque este fuera asiático, y yo precisamente no sentía el menor interés en romper el anhelado sueño de mi querida tía Matilda.

En cierta ocasión tío Thierry de Montpenzat, se interesó por mi orientación en los estudios de la carrera de diplomático, tuvimos una larga y reposada conversación sentados cómodamente bajo el toldo de lona que cubría la terraza y nos protegía del sol, ocupábamos unas butaquitas de mimbre de la terraza que daba directamente sobre el mar. Era una de esas tardes plácidas, de las que tienes la impresión que el tiempo se ha detenido y uno se siente relajado, una suave brisa que procedía de levante nos acariciaba aliviándonos del tórrido calor de principios del Agosto Mediterráneo. Tío Thierry era un libro de experiencias, me dio una serie de útiles consejos sacados de su larga carrera en el difícil ejercicio del arte de la diplomacia. Reconozco ahora que años después, éstos me fueron muy útiles, recordé siempre una frase que dijo durante la relajada conversación; "el diplomático ha de ser un buen actor, ha de tener una gran preparación y cultura, nervios de acero, un hombre que no se altera ante cualquier evento y, medita y mide muy bien en todo momento lo que manifiesta, con la astucia propia de un jugador de póker profesional. En ningún momento debe olvidar que representa a su país ".

Fue una charla que marcó mi vida. Pocas veces había hablado tan profusamente con tío Thierry, pues solo teníamos ocasión de vernos en las épocas estivales en las que cerraban su casa de Washington para venir a Francia y, alguna que otra Navidad, que pasaban parte de las fiestas con nosotros en París. Dado a que yo hablaba con fluidez alemán e inglés y bastante bien español, además de mi idioma materno, me sugirió que en cuanto finalizara el primer año de estudios diplomáticos continuara éstos en los Estados Unidos, dado a que el abanico de posibilidades al finalizar la carrera sería siempre mucho más amplio que en Francia, añadió además que él también desde su posición podría ayudarme en situarme para iniciarme en la profesión.

Capítulo 3

En la calle, la pertinaz lluvia seguía sin haber mermado su lucha contra la cristalera y el monótono tamborileo al estrellarse en ella, ahora con más fuerza impelida por viento racheado. Una luz cegadora acompañada de un impresionante trueno que hizo estremecer a casi todo el edificio me sacó de mis pensamientos. Volví a dar otro pequeño sorbo al Armagnac para paladearlo y reanimarme del maldito frío que todavía notaba en mis huesos. Llamé a André para que me preparara un traje oscuro, aunque a decir verdad pocas ganas tenía de acompañar a Phill a la inauguración de la exposición pictórica de sus amigos artistas. El maldito frío no me abandonaba.

André atizó las brasas del hogar para que las llamas se avivaran, la chimenea con fuego era algo que desde muy pequeño me fascinaba, en ocasiones me quedaba con la mirada fija observando el baile de las llamas intentando imaginarme danzarinas orientales contoneándose. Aunque en la casa tenía una moderna y eficaz calefacción, me agradaba tener la chimenea activa, a pesar de los inconvenientes que el bueno de André debía soportar para ello.

André, ha sido para mi un fiel y abnegado servidor, lleva a mi lado algo más de treinta y cinco años. Lo conocí casualmente cuando él era maestro de una escuela de un pueblecito allá en los Alpes franceses, nuestro encuentro fue absolutamente casual. En una visita que efectué durante unas vacaciones de verano en Alpe Duez, arribé al pueblecito a la hora del almuerzo, la posada en la que entré para comer y descansar, tenía ocupadas todas las mesas, en una de ellas había una sola persona, ésta al ver que yo aguardaba de pie en una esquina del local a que alguna se vaciara, me invitó a ocupar asiento en su mesa. No era otro que el maestro de escuela, André Perlon.

Conversamos animadamente de mil y una cosas durante todo el almuerzo, pronto me di cuenta que mi interlocutor era persona culta y de delicados y profundos sentimientos, nos cruzamos nuestros teléfonos y aquí acabó nuestro casual encuentro. Algunos años más tarde cuando enviudé y regresé de los Estados Unidos para residir definitivamente en Francia, busqué una persona para que administrara mi hogar a la vez que hiciera la función de secretario. Después de entrevistar a varias personas, ninguna de ellas me satisfizo lo suficiente, repentinamente me acordé del maestro André, conservaba todavía su teléfono en una agenda que ya no utilizaba pero que había guardado en un cajón de mi mesa de trabajo.

Llamé al número con la esperanza de que no lo hubiese cambiado y que todavía permaneciese soltero, ya que yo no tenía interés alguno que en mi casa hubiese demasiada gente. Por fortuna seguía conservándolo, me recordó inmediatamente en cuanto me identifiqué.

Le invité a desplazarse a París, ciudad que el conocía solo superficialmente, pues la había visitado en un par de ocasiones cuando todavía era estudiante de magisterio.

Una semana más tarde fui a recibirle a la Gare du Lyon, tal y como habíamos acordado. Desde un extremo del andén le pude ver, vestía modestamente pero con dignidad y como buen hombre de la montaña llevaba un paraguas colgado de su antebrazo, también el me había localizado y levantó un brazo en el que asía su paraguas, que me recordó momentáneamente al personaje cinematográfico de monsieur Ulot, nos saludamos con cordialidad, cruzamos la ciudad en mi auto hasta llegar a casa. Por el camino André estaba muy pendiente de los lugares notables y que en París son muchos, se interesaba por ellos, yo le iba explicando, se notaba su interés por saber.

Ya en casa le expuse mis intenciones y condiciones, sorprendentemente accedió de inmediato sin discutir ninguna de ellas, me dijo que había suspirado toda su vida poder vivir en París y esta era su ocasión. Pronto nos pusimos de acuerdo, aunque le puntualice que no deseaba líos amorosos en mi casa, a lo que me respondió que no sentía interés alguno por las féminas, supe leer entrelíneas. Ya no regresó nunca más a su pueblo alpino, definitivamente se quedó a residir en casa desde aquel mismo instante, nos estrechamos la mano a modo de contrato y hasta ahora.

Felizmente aprobé el examen de ingreso a la escuela de diplomacia con calificaciones más que excelentes, cosa que escribí y notifiqué entusiasmado a tío Thierry. Dediqué todos mis esfuerzos en los estudios, deseaba poder acabar la carrera con buenas calificaciones para que después me sirvieran de curriculum a las oposiciones que debería enfrentarme y poder ingresar en el cuerpo diplomático.

Siete años después sobrepasé brillantemente las oposiciones y fui admitido en el cuerpo diplomático de mi país con todos los honores. Mi primer destino fue el de secretario del Cónsul francés en Argel.

Por aquel entonces en Argelia se vivía una efervescencia política preocupante, el movimiento anti-independentista conocido como OAS, manifestaba su presencia con constantes sabotajes, principalmente dirigidos a instalaciones militares. El consulado se nos llenó de agentes del servicio secreto francés enviados especialmente desde la metrópoli, poco tiempo después fueron detectados por los rebeldes y nuestro consulado se convirtió en el punto de mira de los terroristas. Diariamente había algún que otro asesinato en alguna de las callejuelas de la Kasbah, el ambiente se convirtió insostenible. Finalmente desde París ordenaron que una buena parte de los funcionarios que componíamos la legación diplomática regresáramos al 37 del Quai d´Orsay, en la Dirección General de los Archivos y la Documentación, mi jefe inmediato el Embajador, fue el único que se quedó en Argel junto con su esposa, un héroe.

Mis jefes inmediatos me colocaron en una pequeña oficina sin órdenes específicas de cuales iban a ser mis responsabilidades profesionales, cosa que me permitía leer todas las mañanas la mayor parte de los periódicos del país y algunos extranjeros de mayor relevancia mundial, lo que me daba una idea bastante certera de cómo estaban las cosas en el país y en el mundo.

Una mañana recibí la visita de un personaje que había conocido y tratado superficialmente durante mi estancia en Argel. Pertenecía al servicio secreto (DGSE) y a la vez al (SDECE) este segundo era el servicio de documentación exterior y contraespionaje cuyo director era P.Jacquier, hombre muy allegado al presidente de la república Michel Debré. Solía venir a visitar al cónsul general con bastante frecuencia, luego supe que tenían algún lejano lazo familiar.

-Le hacía a usted todavía en Argel, monsieur Cloters-, le dije a modo de saludo mientras le estrechaba la mano y le invitaba a tomar asiento.

-Como usted sabe, mi trabajo me obliga a viajar constantemente, de lo cual me alegro mucho, pues ahora en Argel, con todo este asunto del tal Ben Barka, anda todo muy, pero que muy alterado, además de ser altamente peligroso residir allí, los franceses no estamos demasiado bien vistos por los nativos, se ha hecho imposible pasear por la Kasbah. Ellos luchan por su independencia, claro que la cosa se complica todavía más por cuanto hay mucho francés nacido allí y estos se consideran tan argelinos como el que más, a la vez que franceses-.

-Lo imagino, aquí estamos bastante al corriente de ello por las noticias que el señor embajador nos remite casi a diario-.

Cloters se sentó ante mí, se quedó unos instantes mirándome con fijeza con semblante algo serio, había perdido aquella imagen de cordialidad con la que había entrado en mi despacho.

-Y bien, a que debo…-, inicié.

Me hizo un ademán con la mano, se levantó y se fue a la puerta para acabar de cerrarla, pues al entrar no había quedado bien ajustada, detalle que realmente me sorprendió mucho. Volvió a sentarse frente a mi y me dijo con aire algo misterioso: -probablemente estará usted preguntándose el motivo de mi visita y el porqué he ido a cerrar la puerta, ¿cierto?-.

Evidentemente estaba sorprendido y se lo manifesté en un tono quizás ligeramente seco, pero aguardé a que él llevara la iniciativa de la conversación.

-Verá monsieur Charrutiers, el DGSE ha pasado a manos del ejército, y está necesitado de gente muy preparada, el general De Gaulle desea poner al día el departamento de información, y andamos en busca de personal altamente capacitado y que naturalmente sienta el interés de servir a Francia-.

-Realmente si es una proposición señor Cloters, me pilla por sorpresa, me gustaría poder pensarlo tranquilamente sin presiones-, le respondí a bote pronto, -no se si podría cumplir positivamente el trabajo, no tengo experiencia alguna en este menester-.

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