Indice1. Introducción 2. Hacia el nacionalsocialismo 3. El después: juicio de Nuremberg 4. Conclusión 5. Bibliografía
"Disperso entre todas las naciones de la tierra, existe un pueblo odioso por sus leyes, de costumbres contrarias a las de los demás pueblos" (Libro de Ester, 13,4) "Porque a ellos les resultan prohibidas todas las cosas que nosotros tenemos por sagradas; y al revés, se les otorgan las que a nosotros se nos vedan" (Tácito, Historias, Libro V) Se entiende por antisemitismo la actitud hostil u odio a los judíos. La palabra se creó en Alemania en 1879 por mano de un autor antisemita y poco tiempo después se tradujo a otros idiomas. Propia de una época en que proliferaban las teorías racistas (en conexión con el nacionalismo), es una palabra errónea por dos motivos:
- Identifica a judío con semita, cuando pueblos semitas han habido y hay varios: lo eran los fenicios, por ejemplo, y lo siguen siendo hoy día los árabes.
- Identifica el ser judío con pertenecer a una raza. Eso era así hace muchos siglos, pero hoy día no: hay judíos de todas las razas, provenientes de matrimonios mixtos y de antiguas conversiones, en algunos casos, masivas. Ser judío, hoy día, es pertenecer a una comunidad cultural, a una identidad y, en muchos casos, a una religión.
Desgraciadamente, es una actitud presente hoy día, y no distingue entre clases sociales, ni por nivel económico ni cultural. Este siglo nos ha dado las peores muestras del fenómeno: todo el mundo tiene presente el Holocausto nazi (lo que los judíos llaman la Shoá). Hay hoy un antisemitismo de derechas y también de izquierdas. Se mezclan los conceptos, y si bien es raro que alguien acuse hoy día a los judíos por motivos religiosos (en nuestra sociedad más o menos democrática), muchos los atacan desde una posición antisionista (sin saber, en muchos casos, qué fue y es el sionismo). En fin, es algo que permanece, como un poso, en nuestra – paradoja- cultura occidental judeocristiana. Al intentar comprender el fenómeno, la primera pregunta a plantearse será, lógicamente, su por qué. Los motivos pueden ser varios: – Si consideramos el pueblo judío viviendo fuera de Israel, el motivo es no haber querido nunca ser asimilados, no querer ser como los demás. – Históricamente, puede haber dos causas originarias:
- Su monoteísmo en un mundo pagano politeísta: los judíos no sólo no adoraban a los dioses de los lugares donde vivían, sino que negaban su existencia, lo que acarreaba el odio de la población.
- Se consideraban, además, el pueblo elegido de Dios. Eran diferentes y estaban orgullosos de serlo.
El fenómeno, pues, es tan antiguo como la presencia judía fuera de Israel (lo que se denomina diáspora), anterior al cristianismo. No comenzó con la destrucción del Templo por los romanos, en el año 70 d.C., sino seis o siete siglos antes. Cuando, después de haber sido desterrados a Babilonia, se les permitió a los judíos volver a su tierra, muchos se quedaron en un país donde habían prosperado. Según el historiador Flavio Josefo, en Babilonia no había antijudaísmo. Este comenzó, históricamente hablando, en la ciudad egipcia de Alejandría, en la época helenística. Comencemos por aquí. La presencia de los judíos en Egipto es muy antigua: pueblo de pastores nómadas, Egipto era la tierra rica que tenían al lado. Sabemos que en el s. XIX a. C., a causa de una de las hambrunas periódicas de la época, muchos de ellos se establecieron en el Delta del Nilo y prosperaron. Sin embargo, la invasión de los hicsos (a los que los autores egipcios atribuyeron parentesco con los hebreos) creó un fuerte sentimiento nacionalista en su contra, que pervivió cuando los invasores fueron obligados a retirarse. Bajo Tutmosis III, probablemente, se dictaron medidas de exterminio físico contra ellos, y bajo Amenhotep II, probablemente también, se produjo el Exodo. Bajo la dinastía helenística de los Lágidas los judíos fueron sobreviviendo: políticamente se los toleró. La primera entre las ciudades helenísticas, Alejandría, comenzó a ser habitada por judíos desde la época de Tolomeo I Soter (323-285 a. C.). Se adaptaron rápidamente a la lengua y a la cultura griegas, y se consideraban "alejandrinos", título que les negaban sus vecinos gentiles, que los miraban con desconfianza por su exclusivismo religioso. La ciudad helenística, donde coincidían múltiples culturas y pueblos, basaba su convivencia en la tolerancia ideológica. La comunidad judía se negaba a participar en los cultos de la ciudad, y negaba la validez de todos los ritos menos el suyo. El problema se agravó cuando la población judía aumentó considerablemente, favorecida por su inmigración desde Siria y Judea, sobre todo, y por las medidas de privilegios jurídicos especiales que les otorgaron los gobernantes helenistas primero y después Julio César, a raíz de la ayuda militar prestada entre el 47 y 43 a.C. y que siguieron los emperadores posteriores. Ya dentro del dominio romano, la irritada población egipcia autóctona se opuso. En tiempos de Calígula se produjeron graves disturbios, que motivaron el envío de dos delegaciones alejandrinas al emperador: una greco-egipcia, encabezada por Apión, y otra judía, encabezada por Filón de Alejandría. Del talante de la primera de ellas nos da idea el que unas décadas después, entre el 94 y 96 d. C., el historiador judío Flavio Josefa escribiese su obra Contra Apión para defender a los judíos de sus acusaciones. Es que los autores alejandrinos, siguiendo la tradición de Hecateo de Abdera y Manetón, habían sembrado esta inquina en los medios culturales de la ciudad y en época de Josefo había llegado a la misma Roma. En su obra, Josefo nos da testimonio de las obras antijudías de los escritores egipcios y helenistas. Hacia el año 120, bajo el reinado de Adriano, parecería haber estallado un conflicto entre judíos y helenos, y sin duda también egipcios, a propósito del establecimiento de aquéllos en la ciudad y de una historia de esclavos escapados. La humillación cierra la historia de los judíos bajo el Imperio romano. Son tolerados, pero en adelante como individuos de segunda clase. "Esenios" y celotes han desaparecido. Para los mismos judíos, lo peor había ocurrido cincuenta años antes con la atroz destrucción de la Ciudad Santa, tanto a manos de los judíos dentro de ella, por la espada de los romanos de afuera. En cuanto al nacionalismo judío, iba a extinguirse durante veinte siglos. El judaísmo cambiaría de naturaleza: se iba a despolitizar. Los romanos nunca pensaron en la eliminación de los judíos, como ocurrió en siglos ulteriores. Tampoco los obligaron a repudiar su fe, y las exacciones que cometieron con ellos, específicamente en nombre del Imperio, son limitadas. Las matanzas de Alejandría en los años 38 y 66 son obra de poblaciones autóctonas, y no se conocen equivalentes en Roma o en Corinto, por ejemplo. Además esas exacciones siempre tuvieron un motivo político, que es el mantenimiento de la Pax romana. Por lo tanto, no existe un racismo romano, menos aún xenofobia religiosa. Los romanos acogen a todas las divinidades y los cultos extranjeros, siempre que no perturben el orden público. Los judíos entraron en el mundo imperial romano de la manera más perjudicial para su futuro: allí atrajeron sobre su cabeza persecuciones espantosas en cuatro oportunidades, no en épocas de guerra sino de paz: 38, 66, 115 y 132. Se distinguieron igualmente por dos terribles guerras civiles, la desatada por Alejandro IV Janeo en 76 a. C., que dejó unos cincuenta mil muertos, y la del sitio de Jerusalén, que culminó en lo impensable: la destrucción de la ciudad de David e incalculables muertos. Su imagen en el mundo mediterráneo se ve irreversiblemente alterada. Además, la persecución de los judíos bajo el Imperio, por cierto violenta y con frecuencia odiosa, fue esencialmente cultural y política. No corresponde a la idea contemporánea del antisemitismo.
2. Hacia el nacionalsocialismo
Hablar de socialismo equivalía también a plantear el siguiente problema: ¿era necesario entonces que las clases ricas rehabilitasen a los judíos? ¿Y para qué? Esas personas eran extranjeros. El socialismo tomó así una coloración judía y los judíos una coloración socialista. Judíos y socialistas juntos adquirieron a los ojos de las clases dirigentes el rostro de enemigos del orden establecido, de reivindicadotes que acarrearían impuestos suplementarios. Entretanto, la justicia social había sido olvidada. No podía englobar a los judíos, porque en realidad ellos no formaban parte de la sociedad. La hostilidad antijudía adquirió una dimensión internacional a raíz de la creciente difusión de la prensa y de los intercambios, igualmente crecientes, entre los movimientos y los intereses políticos. Para la opinión reaccionaria europea, los judíos habían participado en los intentos de trastocamiento del orden social para imponerse, mientras que, para los medios socialistas, los judíos hacían un doble juego, pues había entre ellos plutócratas que en realidad trataban de apoderarse de las riendas del poder. Las divergencias entre los diversos matices del socialismo y del capitalismo se ampliaron a la medida de un foso, luego de un valle, y fueron eternizadas por la publicación del Manifiesto comunista de Kart Marx y Friedrich Engels en diciembre de 1847. El equívoco adquirió igualmente proporciones monstruosas. Kart Marx, judío converso y racista convencido, expresaba desde hacía varios años conceptos de un antisemitismo virulento en sus artículos. En el primero de ellos, que data de 1842, titulado La cuestión judía, escribía que "el tráfico es el verdadero Dios de los judíos (…) El dinero es el Dios celoso de Israel frente al cual ningún otro podría existir". Lo que no le impidió predicar el Apocalipsis y la instauración inminente del reinado de la justicia (obrera), como un profeta, pero un profeta sin Dios. Anunció la revolución nueve veces, pero ninguna de ellas fue la buena. Esas vituperaciones sirvieron de pretexto para reforzar el viejo antisemitismo de los esclavos y tomaron un giro doctrinario después de la revolución de 1917. Marx y Engels lo habían dicho, por lo tanto era verdad. Así el antisemitismo se arraigó en el Partido Comunista ruso y sigue hasta nuestros días, como se pudo verificar en noviembre de 1993. En consecuencia, la derecha y la izquierda eran ambas hostiles a los judíos por razones antinómicas. Pero una y otra se parecían a las máscaras griegas, una riente, la otra desconsolada, que se colgaban sobre los escenarios de los teatros griegos: eran símbolos de una tragedia llamada Nación. El conflicto latente se exacerbaría en las décadas siguientes y adquiriría un cariz cada vez más mortífero; no sólo para los judíos. En la Belle Époque no es la Iglesia la que ha lanzado un anatema antisemita, sino el nacionalismo. Incluso si tenía conciencia de ello, no podía denunciarlo. En la óptica del siglo XIX que terminaba, el sentimiento nacional y el patriotismo son sagrados. Constituyen postulados incuestionables y la base misma de la ética. Un hombre que no es patriota es un pobre diablo, un fracasado, un deficiente, hasta un gusano, en todo caso no un francés. Y, evidentemente, un judío no puede ser patriota. Con respecto a la izquierda, recordemos que la izquierda es laica y los judíos no están dispuestos a renunciar al judaísmo. No hay razón alguna para hacer una excepción con ellos y autorizarlos a mantener una enseñanza religiosa que no se les conciente a los cristianos. El mundo capitalista, por otro lado, cuenta con muchos grandes industriales y banqueros judíos y la conciencia popular no identifica al judío con el trabajador francés ordinario. Los judíos son tal vez más extranjeros todavía bajo la República que bajo la monarquía. Del socialismo surgirá pronto una corriente que producirá el fascismo italiano, otra producirá el marxismoleninismo, ambas antisemitas, aunque por razones diferentes. Esta es la herencia legada por la revolución de 1789 a sus herederos republicanos: Dios ha sido reemplazado por el estado nación. La histeria de la derecha de 1898 es igual a la de los cruzados de 1096, con la diferencia de que la identidad nacional ha reemplazado a ese dios que fue, antaño, la primera encarnación de su identidad. Y ahí comienza el gran extravío del que, a fin de cuentas, los judíos serán las víctimas. De esta manera, Occidente es presa de una fiebre general. Tres son sus síntomas más aparentes.
- El primero es la arrogancia nacionalista debida a la expresión colonial. La Europa cristiana tiene bajo su yugo a cerca de la mitad del mundo: la casi totalidad de África, el subcontinente y el sudeste asiáticos y la mayor parte de Oceanía. Además, ejerce una tutela indirecta sobre numerosas regiones, como América Central y Oriente Próximo. El hombre blanco tiene la sensación de ser el más poderoso representante de la humanidad.
- El segundo es la inestabilidad social y política, que se exacerbará a partir de la revolución rusa de 1917 y de la revolución alemana de 1918. Flota un sentimiento apocalíptico que se ve reflejado por la rápida evolución de las técnicas, que han cambiado las formas de vida tradicionales (el coche, el teléfono, la radio), así como por el presentimiento de guerras inminentes. De ello resulta una crispación que favorece el nacimiento de los nacionalismo identitarios, que serán inevitablemente antisemitas.
- Por último, una ola de irracionalismo se abate sobre el mundo, cuyos reflejos más o menos exactos son las teorías de Bergson sobre el impulso vital, el psicoanálisis y el descubrimiento del inconsciente, el futurismo, el dadaísmo, luego el surrealismo. La cultura de las Luces está en crisis, y con ella el sistema de valores heredado del siglo XVIII.
Nada de esto favorecerá la tolerancia. El Nacionalsocialismo El antisemitismo existe en Alemania desde que ha habido judíos, pero durante mucho tiempo había sido virulento en los medios rurales, en donde el judío era identificado con el usurero. En los años de 1880 apareció un antisemitismo de nuevo tipo, ligado a la noción de pertenencia sociológica. Por ello, para luchar contra los judíos, era necesario, decía el historiador Heinrich von Treitschke (1834-1896), favorecer los matrimonios mixtos para integrar las poblaciones judías en el pueblo alemán. Paul de Lagarde (1827-1891) pensaba que era preciso asimilarlos. La influencia de este pensamiento fue considerable, tanto más cuando Treitschke era un historiador muy leído. Para él, como para muchos de sus contemporáneos, los judíos representaban un estado dentro del estado que convenía reabsorber. Pero muy pronto, el antisemitismo tomó un aspecto diferente, un aspecto racista, bajo la influencia de Gobineau y sobre todo de sus discípulos, Richard Wagner y H. S. Chamberlain. Desde entonces, el antisemitismo alemán fue a la vez racista y nacionalista. La influencia de Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), yerno de Wagner, más tarde consejero de Guillermo II y que desde 1923 entró en relación con Hitler, fue considerable. Su libro Los fundamentos del siglo XIX (1899) hizo la apología de la raza aria y de los germanos. Esta idea ya había sido expresada en 1881 por Karl Eugen Dühring (1833-1921), el socialista adversario de Marx y Engels que, en Die Judenfrage, pedían que se separase a los judíos de los otros pueblos y que se crease un estado judío para deportar a él a todos los judíos. Fue el quien por primera vez utilizó la fórmula "los judíos son un Cartago interior". El antisemitismo se convirtió en el tema esencial del Partido Socialcristiano de Adolf Stoecker (1835-1909). Bajo la influencia de Dühring, dicho partido preconizó la exclusión de los judíos de la enseñanza y de la prensa, un numerus clausus con relación a ellos en los tribunales y en la magistratura, la prohibición de los matrimonios mixtos y la confiscación de los bienes capitalistas de los judíos. Este movimiento se acentuó con la aparición de sociedades antisemitas, como la sociedad Thule (Thulegesellschaft), fundada en 1912. De esta manera se constituyó una corriente profunda en la buena sociedad alemana, que se desarrolló particularmente en el momento de las crisis políticas y económicas que determinaron el principio y el fin de la república de Weimar. Este movimiento tuvo además un carácter anticristiano, ya que, siguiendo a Fichte y a Dühring, un gran número de antisemitas denunciaron la falsificación de los Evangelios por el pensamiento judío (Fichte reprochaba a Lutero haber otorgado un papel importante a San Pablo, que había judeizado el cristianismo). Paul de Lagarde, por su parte, transformó a Jesús en un rabino de Nazaret. Jesús no era hijo de Dios, como pretende la "leyenda bíblica del Nuevo Testamento". En cuanto a Chamberlain, quería probar que Jesucristo no era judío, sino que, como David, era descendiente de una familia aria. Toda esta serie de temas fueron tomados nuevamente en la época del nacionalsocialismo por el movimiento cristiano alemán, dirigido por el pastor Ludwig Müller (1883-1945), el futuro obispo del Reich. De esta forma, el antisemitismo hitleriano tenía raíces muy profundas y estuvo durante mucho tiempo en la tradición de todo el pensamiento alemán. No se apartó de dicho pensamiento hasta el momento en que pasó a la liquidación de los judíos de Europa. El hecho de que presumiblemente corriera por las venas de Hitler un poco de sangre judía, la del barón vienés, era un suceso que le acomplejaba. Cuando promulgó sus feroces decretos contra los judíos corría el riesgo de que estos desvelasen la verdad y sugirieran que se le encarcelara en virtud de su propia ley, lo cual hubiera provocado un gran escándalo. Se sabe que, posteriormente, se las arregló para hacer que desaparecieran todas las pruebas posibles, hasta el punto de ordenar borrar de las lápidas de las tumbas las inscripciones de los Hiedler-Hütler, llamados Hitler. Exigió incluso que nadie se entregara a investigaciones sobre los orígenes de su familia, y odió ferozmente a su pueblo natal. Es posible que en su ataque rabioso contra los judíos, y en su adhesión temprana al movimiento antisemita, encontrara una válvula para sus complejos y angustias. El cristianismo no puede ser acusado de los descontroles antisemitas del siglo XX más que por la actitud sospechosa del papa Pío XII. El gran incitador del antisemitismo en el siglo XX fue el nacionalsocialismo, asociado muy frecuentemente con el capitalismo. La verdad es que Mussolini y Hitler eran dos anticlericales y antirreligioso vehementes. Italia fue una de las potencias del Eje y de los territorios sometidos donde durante la Segunda Guerra Mundial se contaron menos víctimas de la persecución antisemita: de 7.000 a 7.500, mucho menos que en Francia, por ejemplo. Los judíos italianos fueron protegidos por gran parte de la población, sobre todo en los conventos; incluso los judíos franceses encontraron al otro lado de los Alpes, durante los años negros, más seguridad que en Francia. No es el caso aquí de exonerar globalmente de culpas al fascismo, sino simplemente de recordar que la complicidad unánime del cristianismo con los antisemitas durante la segunda guerra mundial es una vergonzosa ficción. Las actitudes del cristianismo con los judíos fueron muy diferentes según las circunstancias y las culturas. El pueblo italiano resistió mucho mejor que el francés las incitaciones al odio. La aversión de Hitler por los sacerdotes era notoria. "¿Los curas? El hecho de reparar en uno de esos engendros de sotana me saca de quicio −declaraba en1942−. El cristianismo constituye la peor de las regresiones que ha podido padecer la humanidad; el judío es, gracias a esta invención diabólica, el que la ha hecho retroceder quince siglos. Sólo la victoria sobre el judío por el bolcheviquismo sería un mal peor aún." La calumnia tenía sin embargo una verdadera razón política: el catolicismo alemán se encarnaba en un partido político, el Zentrum, un partido que podía cerrar el camino al poder al nacionalsocialismo y a Hitler. Si el odio al judío estuviese visceralmente arraigado en los alemanes, podemos preguntarnos por qué no se levantaron contra el estado de Guillermo II, que protegía a los judíos. Acusar a todo el pueblo alemán no tiene en cuenta el hecho de que Hitler, cuyo antisemitismo era conocido desde antes de su acceso al cargo de canciller, fue elegido con sólo el 33 por ciento de los votos y que ningún sondeo permitió luego calcular su popularidad real. Es posible que de todos los países del mundo, Alemania haya sido, en la historia moderna, aquel con el cual los judíos se identificaron más íntima y apasionadamente. De ahí los riesgos extraordinarios en que incurrieron al trabajar tan abiertamente por la modificación de su destino y, en especia, por el advenimiento de una república socialista. Los judíos se encuentran aislados en la tormenta que se avecina. Tradicionalmente rechazados, expulsados con frecuencia, siempre extranjeros, no tienen bando. Son todavía más proscriptos por los nacionalismos que por las religiones cristianas de antaño. En un primer momento, de 1933 a 1938, y sobre todo después de la Noche de los Cristales, la agresividad de Hitler fue aumentando y adquirió un sesgo cada vez más asesino, aunque sin obedecer todavía a un programa global de exterminio del que se habló por primera vez públicamente en 1939. Aparentemente, se proponían sobre todo expulsar a los judíos fuera de Alemania (por las leyes de Nuremberg, votadas en 1935, los convirtieron en extranjeros en su propio país). Recordemos el espíritu de estas leyes aprobadas el 15 de septiembre de 1935 en el congreso del partido nacionalsocialista (NSDAP): La "Ley para la Protección de la Sangre Alemana y del Honor Alemán", conocida como la ley para la protección de la sangre, prohibía el matrimonio entre no-judíos y judíos así como las relaciones sexuales extramatrimoniales entre ellos. Esa disposición también se aplicaba a los matrimonios entre alemanes y gitanos o negros. Las infracciones se castigaban con prisión o penitenciaría. Las palabras "Pureza de la Sangre Alemana" y "de la Sangre Alemana o afín a ella" eran nociones de la doctrina de raza nacionalsocialista. Según esta ley se catalogaba a las personas en individuos de razas superiores e inferiores. La sangre se consideraba la portadora de las cualidades raciales. Eran considerados "afines" a los alemanes esencialmente los pueblos europeos sin "mezcla de sangre de otras razas". La Ley para la protección de la sangre incluía dos prohibiciones adicionales: Se prohibía a los ciudadanos judíos izar la bandera del Reich y la bandera nacional, además también les estaba prohibido contratar a empleados no-judíos en sus hogares. Conforme a la Ley de la ciudadanía del Reich todos los ciudadanos alemanes de religión judía o aquéllos con dos abuelos de religión judía se convertían en personas con derechos limitados. El primer decreto de ejecución de la ley de la ciudadanía del Reich del 14 de noviembre de 1935 determinaba quién debía considerarse judío:
- De acuerdo a la ideología nacionalsocialista se consideraba "judío al cien por cien" a aquél que al menos tenía tres abuelos judíos, teniendo en cuenta que según la ley un abuelo ya era considerado judío al 100% si pertenecía a la religión judía.
- Se consideraba mestizo judío a aquél que descendía de uno o dos abuelos judíos al cien por cien. La ley de la ciudadanía del Reich diferenciaba entre mestizo de 1er grado (judío al 50%) y mestizo de 2 grado (judío al 25%).
- Era considerada judío al 50% aquella persona de cuyos cuatro abuelos dos eran judíos. Según la ley de la ciudadanía del Reich, a los mestizos de 1er grado se les consideraba judíos, si con entrada en vigor de la ley ya pertenecían a la comunidad religiosa judía o se integraban posteriormente en ella. Los judíos al 50% recibían el mismo trato que los judíos, si con entrada en vigor de la ley de la ciudadanía del Reich estaban casados con un judío o se casaban posteriormente con un judío. A los mestizos de 1 er grado también se les consideraba judíos, cuando descendían de un matrimonio prohibido según la ley para la protección de la sangre y no obstante contraído o cuando descendían de una relación extramatrimonial con un judío.
- Se consideraba judío al 25% a aquél que tenía un abuelo judío.
Además en la ley se determinaba que ningún judío podía ser ciudadano del Reich. A los ciudadanos judíos les estaba prohibido ejercer un cargo público y los funcionarios judíos tenían que abandonar su cargo a más tardar el 31 de diciembre de 1935. Ya no tenían derecho a voto en asuntos políticos. Respecto a la ley de la ciudadanía del Reich se aprobaron 13 decretos de ejecución y numerosos decretos y disposiciones oficiales en el marco de la misma ley. Las condiciones de trabajo y de vida de los ciudadanos judíos fueron limitadas hasta los más mínimos detalles afectando incluso a la vida privada. En vísperas de la guerra, dos tercios de los judíos alemanes se habían se habían marchado y, en 1941, solo quedaban en el país 170.000. El régimen estudió incluso con sus diplomáticos la posibilidad de enviar a todos los judíos restantes a una tierra lejana: África (Madagascar) o Asia. Al estallar la guerra, ocho millones de judíos se encontraban en los territorios controlados por los alemanes. Ya no era cuestión de expulsarlos y Hitler puso en práctica la amenaza de exterminio revelada en su discurso del 30 de enero de 1939. Un punto es seguro: los alemanes se esforzaron por mantener en secreto sus operaciones. Indicación de ello es la obsesión de traición que se apoderó de Hitler y de sus allegados cuando se publicaron en el exterior las primeras informaciones sobre las ejecuciones en masa de judíos. Para una siniestra ironía, los nazis, rivalizando en infamia con el célebre judío imaginario de Shakespeare, Shylok, habían esperado vender a sus judíos. En 1939, pidieron 25 millones de libras esterlinas −suma enorme para la época− a Gran Bretaña y otro tanto a Estados Unidos a cambio de judíos, no sin antes despojarlos, evidentemente, de todos sus bienes. Era el plan preparado por el banquero del Reich, Hjalmar Schacht. La primera "entrega" debía comprender 150.000 judíos. El plan fracasó a causa de la oposición ulterior de Hitler, dominado por la obsesión de genocidio. Más de medio siglo después, la empresa de exterminio nazi sigue sorprendiendo, pues la mente es incapaz de concebir tanto la inhumanidad como la atrocidad de una matanza perpetrada a sangre fría durante tres años. No existe todavía una historia completa del Holocausto que tenga suficiente autoridad: subsisten demasiadas lagunas en muchos aspectos. Seguramente los archivos alemanes están lejos de haber librado todos sus secretos. Así, resulta extraño que los documentos que dan órdenes para la ejecución de la "solución final" sean tan poco numerosos y que no haya uno solo firmado por Hitler. Podemos pensar que existen cajones de archivos comprometedores, no solamente para los nazis, sino también para muchos otros, que duermen en el mundo. Lo más desconcertante es que las persecuciones de judíos fueron bien relatadas por la prensa extranjera en los años en que todavía podía hablar de ellas, pero sin ninguna referencia a la "solución final", que sin embargo era evidente. Desde luego, en los países dominados por los cesarismos era desaconsejable publicar información que pudiera perjudicar a los nazis o a los pequeños césares locales. Aparte de la prensa escandinava −danesa, sueca, noruega− para la cual la "cuestión judía" era casi exótica y el objeto de informes sobre todo en los ministerios y las embajadas, mientras que sus países se esforzaban discretamente en salvar tantos judíos como pudieran, sólo quedaba la prensa libre en dos o tres países de Europa: Gran Bretaña, Francia y Bélgica. Por una espantosa paradoja, las misma naciones cristianas que habían proscrito a los judíos porque sólo se ocupaban del dinero, ese dinero a cuyo comercio ellas misma los habían condenado, sacrificaban ahora los judíos al dinero, a su capital y a su pequeño peculio. Más judías que los judíos, creyeron poder dormir tranquilas, dejando que el lobo guardián Hitler se comiera a los judíos, porque las protegía del oso Stalin. Después el lobo comenzó a morder a los supuestos protegidos; entonces hubo que rebelarse. Debemos reconocer que la Resistencia francesa fue un movimiento nacionalista. Y que gracias a ella se restauró la dignidad del Estado y la nación. No obstante, en ella las ideologías no estaban adormecidas, pues hubo por lo menos dos grandes movimientos que la animaron y que hasta estuvieron a punto de hacer que hubiese dos resistencias. Pero en ella participaron lado a lado tanto personas de todas las clases sociales y de todas las confesiones o sin confesión como judíos. Uno de esos movimientos era un nacionalismo identitario, que sometía la nación al respeto del pasado y de la autoridad; el otro, un nacionalismo democrático, heredero directo de la revolución de 1789. La ética es, en primer lugar, la diferencia de estos dos nacionalismos. También el rechazo del nacionalismo identitario; ambos estaban estrechamente ligados. En efecto, la ética decía que no se es plenamente humano en el sometimiento. Unos cuantos miles de hombres decidieron pues poner fin al sometimiento, aun al precio de su vida.
3. El después: juicio de Nuremberg
Del 20 de Noviembre de 1945 al 1° de octubre de 1946 celebró sesión el Tribunal Militar Internacional en la Sala del Tribunal del Pueblo (Sala 600) del Palacio de Justicia de Nuremberg en la avenida Fürther Strasse. El fundamento de este proceso fueron las resoluciones adoptadas por las tres Grandes Naciones (los Estados Unidos de América, la Unión Soviética y Gran Bretaña ) en las conferencias celebradas en Moscú (1943), Teherán (1943) y Jalta (1945) y en Potsdam (1945). Nombrado por orden del Presidente de los Estados Unidos Norteamericanos, Truman, el juez federal americano, Robert H. Jackson, quien fue abogado fiscal acusador principal por parte de los Estados Unidos durante el proceso, se hizo cargo total de la organización del juicio. Fue él quien sugirió a la ciudad de Nuremberg como localidad del tribunal, debido a que era esta la única ciudad que disponía de un palacio de justicia con suficiente espacio y el cual solamente había sido dañado levemente durante los bombardeos de la guerra(22,000 metros cuadrados de superficie con aproximadamente 5330 oficinas y aproximadamente 80 salas, en cuya proximidad se disponía de una prisión asimismo no destruida). Ya que la Unión Soviética había exigido denominar a la ciudad de Berlín como localidad del tribunal, se acordó – en el Tratado de las 4 Potencias firmado en Londres sobre el Procesamiento de los Crímenes de Guerra, con fecha del 8 de agosto de 1945- que Berlín sería sede permanente del Tribunal y que el primer proceso (de varios que habían sido previstos originalmente) se llevaría a cabo en Nuremberg, además, que el tribunal mismo determinaría el lugar en donde se deberían llevar a cabo los subsecuentes procesos, los cuales no llegaron a realizarse debido a la guerra fría. Cada una de las cuatro grandes potencias (Francia se había integrado dentro de este grupo) nombró a un juez y a un sustituto. La institución acusadora estuvo asimismo integrada por representantes de las cuatro potencias. La sesión inicial del TMI se llevó a cabo el día 18 de octubre de 1945 en el edificio del Tribunal Cameral de Berlín (en el cual estaba la sede del Órgano de Control de las Fuerzas Aliadas). Presidente del Tribunal fue nombrado el juez soviético Iola T. Nikitschenko. Se presentó acusación en contra de 24 criminales principales de guerra, más en contra de seis ‘organizaciones criminales’: el cuerpo comandante del Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), la SS, la SA, el gobierno del Tercer Imperio Alemán, el Estado Mayor, la Gestapo y el Servicio de Inteligencia. Aplicando cualquier criterio reconocido de evaluación, el juicio muestra que se han cometido crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad tal como se alega en los puntos dos y tres de la querella. Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se realizaron, en Alemania y en los países ocupados, experimentos médicos criminales en gran escala sobre ciudadanos no alemanes, tanto prisioneros de guerra como civiles, incluidos judíos y personas "asociales". Tales experimentos no fueron acciones aisladas o casuales de médicos o científicos que trabajaran aislados o por su propia responsabilidad, sino que fueron el resultado de una normativa y planeamiento coordinados al más alto nivel del gobierno, del ejército y del partido nazi, practicado como parte del esfuerzo de guerra total. Fueron ordenados, aprobados, permitidos o sancionados por personas que ocupaban cargos de autoridad, las cuales estaban obligadas, de acuerdo con los principios de la ley, a conocer esos hechos y a tomar las medidas necesarias para impedirlos y ponerles fin. Existen pruebas de gran peso que nos muestran que ciertos tipos de experimentos sobre seres humanos, cuando se mantienen dentro de límites razonablemente definidos, son conformes con la ética general de la profesión médica. Quienes practican la experimentación humana justifican su actitud en que esos experimentos proporcionan resultados que benefician a humanidad y que no pueden obtenerse por otros métodos o medios de estudio. Todos están de acuerdo, sin embargo, en que deben observarse ciertos principios básicos a fin de satisfacer los requisitos de la moral, la ética y el derecho:
1. El consentimiento voluntario del sujeto humano es absolutamente esencial. Esto quiere decir que la persona afectada deberá tener capacidad legal para consentir; deberá estar en situación tal que pueda ejercer plena libertad de elección, sin impedimento alguno de fuerza, fraude, engaño, intimidación, promesa o cualquier otra forma de coacción o amenaza; y deberá tener información y conocimiento suficientes de los elementos del correspondiente experimento, de modo que pueda entender lo que decide. Este último elemento exige que, antes de aceptar una respuesta afirmativa por parte de un sujeto experimental, el investigador tiene que haberle dado a conocer la naturaleza, duración y propósito del experimento; los métodos y medios conforme a los que se llevará a cabo; los inconvenientes y riesgos que razonablemente pueden esperarse; y los efectos que para su salud o personalidad podrían derivarse de su participación en el experimento. El deber y la responsabilidad de evaluar la calidad del consentimiento corren de la cuenta de todos y cada uno de los individuos que inician o dirigen el experimento o que colaboran en él. es un deber y una responsabilidad personal que no puede ser impunemente delegado en otro. 2. El experimento debería ser tal que prometiera dar resultados beneficiosos para el bienestar de la sociedad, y que no pudieran ser obtenidos por otros medios de estudio. No podrán ser de naturaleza caprichosa o innecesaria. 3. El experimento deberá diseñarse y basarse sobre los datos de la experimentación animal previa y sobre el conocimiento de la historia natural de la enfermedad y de otros problemas en estudio que puedan prometer resultados que justifiquen la realización del experimento. 4. El experimento deberá llevarse a cabo de modo que evite todo sufrimiento o daño físico o mental innecesario. 5. No se podrán realizar experimentos de los que haya razones a priori para creer que puedan producir la muerte o daños incapacitantes graves; excepto, quizás, en aquellos experimentos en los que los mismos experimentadores sirvan como sujetos. 6. El grado de riesgo que se corre nunca podrá exceder el determinado por la importancia humanitaria del problema que el experimento pretende resolver. 7. Deben tomarse las medidas apropiadas y se proporcionaran los dispositivos adecuados para proteger al sujeto de las posibilidades, aun de las más remotas, de lesión, incapacidad o muerte. 8. Los experimentos deberían ser realizados sólo por personas cualificadas científicamente. Deberá exigirse de los que dirigen o participan en el experimento el grado más alto de competencia y solicitud a lo largo de todas sus fases. 9. En el curso del experimento el sujeto será libre de hacer terminar el experimento, si considera que ha llegado a un estado físico o mental en que le parece imposible continuar en él. 10. En el curso del experimento el científico responsable debe estar dispuesto a ponerle fin en cualquier momento, si tiene razones para creer, en el ejercicio de su buena fe, de su habilidad comprobada y de su juicio clínico, que la continuación del experimento puede probablemente dar por resultado la lesión, la incapacidad o la muerte del sujeto experimental.
El impacto del descubrimiento de los campos de concentración nazis al finalizar la guerra, los primeros recuentos de los muertos judíos, ultimados atrozmente, y sobre todo las pruebas de que los nazis habían perseguido igualmente a cristianos, tuvieron el mismo efecto internacional: el antisemitismo declarado o tácito ofendía en adelante la decencia. En 1962, el gobierno canadiense cesó de seleccionar a los inmigrantes según criterios "raciales", por ejemplo. Ésa es la política que se sigue en la actualidad. Con excepción del período de ocupación española en América del Sur, que prolongaba las exacciones cristianas contra los judíos en Europa, las Américas casi no conocían oleadas de violencia antisemita que provocaran muertes y expoliaciones. La excepción es el episodio sangriento ocurrido en nuestro país después de la revolución bolchevique de 1917. Las clases altas argentinas, fuertemente hostiles al bolcheviquismo, la emprendieron contra los judíos originarios de Rusia, después de una huelga general en la que se creyó discernir intrigas comunistas. Los judíos fueron maltratados y despojados a la vista y con conocimiento de la policía. La segunda mitad del siglo XX iba a demostrar sin embargo que el antisemitismo moderno no es de origen exclusivamente cristiano, como lo fue durante tantos siglos, no de origen esencialmente alemán, como se quiso creer, ni como se decía antaño que el diablo frecuentaba los excusados, sino que es cultural y está ligado a la noción fantasmal del territorio, de la patria y de una cultura que habría que preservar en su "pureza". Otra vez encontramos en la Argentina el caso más elocuente. A partir del derrocamiento de la presidenta María Estela Martínez de Perón −a treinta años de terminada la guerra− comandado por los tres oficiales superiores −Videla, Massera y Agosti− la situación era confusa y peligrosa. Erigidos en salvadores de la patria, los oficiales tomaron entonces las cosas en sus manos. Pero sobre todo, pusieron el timón hacia la derecha absoluta. Comenzó entonces un período siniestro durante el cual unas treinta mil personas fueron detenidas y "desparecidas". En ese total, había de todo: guerrilleros, políticos, universitarios, periodistas, eclesiásticos y, prueba de la barbarie ciega y bestial, dos religiosas francesas, de las que no se sabe hasta ahora qué sospechas pudieron despertar. El horror de había institucionalizado. Más tarde se sabría, por las confesiones de algunos de los verdugos de la Junta, que mil quinientas a dos mil personas habían sido arrojadas vivas al mar, después de ser torturadas e inyectadas con un poderoso sedante. Se crearon, evidentemente, campos de concentración. En la nómina de desaparecidos, se encontró luego una elevada proporción de judíos. ¿Por qué asombrase? El terror militar reaviva invariablemente la fibra del antisemitismo. Las encuestas más minuciosas no permiten establecer cuántos desaparecieron todavía, pasado más de un tercio de siglo. ¿De qué eran culpables? Sin duda, algunos eran socialistas, demócratas, cultos, categorías todas ellas sospechosas, si no criminales de oficio, a los ojos de una soldadesca y de escuadrones de la muerte, dos de cuyos inspiradores más conocidos, Villar y Veyra, oficiales de la Policía Federal, aplicaban las instrucciones e ideas de la literatura policíaca del Tercer Reich. Pero, sobre todo, esos desaparecidos eran judíos. La dictadura militar de 1976-1983 demostró que el antisemitismo había echado raíces en nuestro país pero lo que es más peligroso aún es que todavía no se ha extirpado y seguimos siendo víctimas, toda la sociedad argentina, de nuevos ataques antisemitas aunque ahora de la manos de anónimos victimarios. Así lo prueban el incendio criminal de un jardín de infantes judío en Buenos Aires en 1987, el atentado contra la embajada de Israel en marzo de 1992 y el atentado contra la AMIA en julio de 1994. ¿Podremos algún día librarnos de este mal?
Klein, C.: De los espartaquistas al nazismo: La República de Weimar. Madrid. Villena, 1985 Mesadié, G.: Historia del Antisemitismo. Buenos Aires. Vergara, 2001. Toynbee, A. J.: La Europa de Hitler. Madrid. Villena, 1985
Autor:
Prof. Daniel. Varela Bulla