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Avatares históricos de la retórica (página 2)


Partes: 1, 2

 

c) Elabora la teoría de la verosimilitud.

Quedan así perfilados los primeros pasos de la etapa inicial de la retórica, aunque su consolidación se desarrolla, a mediados del siglo V. a. C, en el marco de la polis griega, más concretamente en Atenas. En este ámbito de libertad surgen los sofistas, que para Barilli (1989: 3) suponen el primer gran acontecimiento de la historia de la retórica, ya que generan un modelo atemporal, epistemológico y ético. Éste, produce un gran desarrollo y viene a cubrir, en palabras de Robrieux (1993), importantes lagunas de la civilización griega, como son la organización de las principales estructuras educativas y la contribución al desarrollo del espíritu crítico. A pesar de que sus contribuciones al avance de la retórica como ciencia son claras, también lo es que los sofistas se han llegado a identificar con una parte muy negativa de la misma por su desvinculación de la ética entendida como defensa de una verdad absoluta. Esta consideración negativa puede ser fruto de un malentendido sobre la dimensión real de su tarea. En este sentido se expresa María José Canel (1990: 444), quien define la filosofía de los sofistas de la siguiente manera:

"Creían en la imposibilidad del conocimiento humano para conocer la verdad. Por ello se les tachó de escépticos, y lo eran. Pero en su escepticismo cabe la justificación de los acontecimientos históricos y sociales del momento. Los sofistas, tras las tiranías y los gobiernos tradicionales, se presentaban como hombres de una nueva situación que apuntaba a la democracia. Como réplica al modelo educativo de los semidioses (basado en el culto a un mundo ideal y pasado) los sofistas buscaban acercarse a la vida real de los hombres y de la sociedad. Era preciso conocer al individuo, saber sus fibras íntimas. Con ello, el centro de gravedad de la filosofía cambia la naturaleza por el hombre y la sociedad. Se entiende entonces que los sofistas dieran una importancia capital a la palabra".

De hecho, puede afirmarse que los sofistas son posiblemente los primeros en teorizar sobre el poder de la palabra y sobre su influencia en los asuntos humanos y sociales.

Con los sofistas se inicia la tendencia a adaptar el discurso a las predisposiciones del auditorio. Esto es, a conocer al auditorio para ajustar el discurso persuasivo a sus ideas, valores y necesidades. En última instancia, esta adaptación de las palabras a las particularidades del auditorio supone que el orador debe tener en cuenta las opiniones del público si quiere que su discurso sea efectivo. Y esta operación comporta el conocimiento de este público y, por tanto, se le reconoce un lugar central en el proceso comunicativo.

A pesar de que las propuestas de los diferentes sofistas no coinciden exactamente, Molina (1994) afirma que podemos encontrar algunos puntos comunes a todos ellos.

Esta base compartida se centra fundamentalmente en tres aspectos:

– Por un lado, la preocupación por el arte que enseñaban (la retórica).

– Por otro lado, el escepticismo manifestado en que "el conocimiento no podía ser sino relativo al sujeto receptor" (Molina, 1994: 46). De esta manera, el único criterio de verdad es la doxa (opinión). Ello hace que los sofistas se centren en aspectos formales del lenguaje y que así la retórica entre en los dominios de la poesía.

– Otro aspecto, derivado de manera bastante clara del anterior, sería la importancia que todos ellos otorgan a las circunstancias en las que se produce el discurso. Se trata de un criterio claramente pragmático que hace necesario que el orador tenga en cuenta la enunciación del discurso, sus condiciones de puesta en escena.

Estos aspectos, especialmente los dos últimos, suponen unos principios retóricos básicos que deben considerarse en cualquier teorización retórica. Precisamente, son la importancia del auditorio como elemento central del proceso persuasivo y la consideración de las circunstancias que envuelven el proceso retórico, dos de los puntos centrales del modelo de análisis que se propone este trabajo. Para poder comprender de manera un poco más concreta la concepción filosófica de los sofistas y lo que ello representa en el panorama histórico de la retórica, resulta conveniente describir las propuestas de algunos de los sofistas más relevantes. Entre ellos destacan las figuras de Gorgias, Protágoras e Isócrates.

En primer lugar destaca Gorgias (485-374 a.C.) [2], que ejerce la docencia en Atenas.

Para Berrio (1983: 15), este autor es el exponente de un escepticismo radical que le lleva a negar la posibilidad de conocimiento para conseguir la verdad. El conocimiento es relativo y depende del ser humano. Las implicaciones en el conocimiento de este posicionamiento las explica muy acertadamente Roman (1994), quien advierte que el punto de partida de Gorgias es que la percepción está limitada por los sentidos. Ello hace que el ser humano esté encerrado en su propia subjetividad, porque los sentidos son incapaces de mostrar un mundo unificado. La experiencia del ser humano es íntima y única y, además, es imposible transformarla en palabras y transmitirla a otros. Por tanto, la realidad no puede comunicarse. Molina (1994: 48) califica esta postura de nihilismo: "Nada existe, si existiera no podríamos conocerlo, si pudiéramos conocerlo no podríamos comunicarlo". De esta manera niega la capacidad simbólica y significativa del lenguaje, reduciéndolo a su función retórica. Así, la palabra persuade a las personas y moldea sus mentes, se dirige tanto al conocimiento como a la pasión. De hecho, Plebe (1996: 33) destaca dos elementos clave en la definición gorgiana de la retórica. En primer lugar, la indicación de la persuasión como esencia de la retórica, tanto en la forma como en el contenido. En segundo lugar, la delineación de la tarea puramente psicagógica y no científica de la retórica. La persuasión sería, entonces, seducción.

Su aportación más remarcable es la creación del discurso epidíctico o laudatorio referido a una persona, ciudad, dios, etcétera, a los que loa o censura (esta segunda modalidad es más rara). También se le atribuye la invención de la prosa poética, introduciendo con ella una de las vertientes más relevantes de la retórica: la elocutio.

Hasta entonces, las figuras de estilo (si es que en aquellos momentos se puede hablar de estas figuras, ya que estaban en una fase muy incipiente) solamente se habían aplicado a la poesía. Con Gorgias la prosa también persigue un fin estético, además del puramente comunicativo. Esta primera diferenciación entre retórica de las figuras y retórica de la argumentación, que se hará más evidente a lo largo de los siglos y que se consolidará definitivamente en el Renacimiento, tiene una importancia sustancial para entender la posterior decadencia de la retórica y el cariz que toma su recuperación en el siglo XX.

La propuesta de Gorgias es ciertamente radical. La inexistencia de cualquier criterio de verdad lleva a una negación absoluta del conocimiento y de la comunicación.

Protágoras (492-422 a.C.) inicia una vía fundamental de la retórica: la filosófica. Relega la búsqueda filosófica de la verdad e intenta encontrar la razón más convincente basada en pruebas. Sus fundamentos básicos son el relativismo escéptico (todo depende del momento, del público, de la finalidad, etcétera) y un humanismo a ultranza (el hombre como medida de todas las cosas). Puede verse que su relativismo no es tan radical como el de Gorgias, ya que sí admite un criterio de referencia: el ser humano. La existencia de este criterio, como se verá más adelante, a través de su recuperación por parte de Aristóteles, da lugar a un relativismo que permite el juego comunicativo entre diversas instancias cargadas de sentido. El ser humano, como señala Berrio (1983: 15), empieza a ser centro de interés en el momento en que, con la democracia, las leyes sustituyen el orden natural. La ley es convencional y, por tanto, se ha de conocer al individuo. Berrio (1983: 17) define a Protágoras como "creador de lugares comunes que representarían lo que sabe la gente, los códigos culturales de la época". Posteriormente, Aristóteles desarrolla estos dos puntos básicos y de él pasan a la retórica actual como uno de sus principios fundamentales.

Desde el punto de vista de Reboul (1996: 11-12), estos tres autores (Corax, Gorgias y Protágoras) son los máximos exponentes de las tres fuentes de la retórica clásica. Este autor defiende que la fuente judicial viene representada por Corax y Tisias; la fuente literaria, por Gorgias, y, por último, la fuente filosófica, por Protágoras y, en un segundo plano, por el resto de los sofistas.

Isócrates (436-338 a.C.) pretende un equilibrio entre la oratoria y la elocuencia.

Rechaza tanto los artificios sofistas como la dialéctica platónica y constituye un puente entre dos visiones muy opuestas de la retórica. Robrieux (1993: 10) define su posicionamiento de la siguiente forma: "Para él, la elocuencia omnipotente y engañosa debe dejar sitio a una concepción de la palabra eminentemente humanista, la cual lejos de intentar convencer a cualquier precio se debe presentar más bien como un arte de pensar, un arte de vivir". Intenta moralizar la retórica volviendo al discurso bello y armonioso y recobrándolo. Según Reboul (1996:15), sus normas son la claridad, la precisión y la pureza. Busca la armonía antes que nada: "Para él, la retórica no es el aprendizaje de un trabajo, es lo que nosotros llamamos ¿cultura general?, y que el denomina "su filosofía". En resumen, busca la belleza y la verdad". Para Berrio (1983: 21) "se trataría de una nueva retórica que buscaría unos objetivos capaces de ser defendidos éticamente y que, además, fueran susceptibles de aplicación práctica".

Platón (428-347 a.C.), como Isócrates, es muy crítico con los sofistas. De hecho, es enemigo acérrimo suyo y les recrimina el dar preeminencia a la opinión sobre la verdad.

Esta postura lleva a Barilli (1995: 6-7) a afirmar que del discurso de Platón se desprenden connotaciones antidemocráticas: "Platón tenía la intención de arrebatar a la ‘mayoría’ el derecho de juzgar, elegir y decidir". Por lo tanto, Platón se opone a la idea de Isócrates de que la retórica es filosofía y cuestiona otra vez la relación entre retórica y filosofía, que él considera totalmente separadas. En opinión de Spang (1984: 22), las tres críticas básicas que Platón hace a los sofistas son: en primer lugar, que se limitan a las apariencias sin buscar la verdad; en segundo lugar, su falta de conocimientos psicológicos; y en tercer lugar, el no buscar la verdad a través de la dialéctica. No obstante, a pesar de su postura antisofista, su actitud hacia la retórica no es totalmente negativa.

Platón diferencia dos retóricas. Por un lado, la de los sofistas, con connotaciones negativas porque trata de persuadir a cualquier precio, sin tener ninguna consideración sobre la honestidad intelectual. Por otro lado, existe una retórica positiva interesada por la dialéctica y por la búsqueda de la verdad, que ayuda a la formación de los espíritus.

En palabras de Berrio (1983: 19) esta retórica trata de "conducir el alma por la vía de la verdad, dejando de lado el mundo de la contingencia y de la apariencia". Platón presenta estas posturas en dos diálogos: Fedro y Gorgias. En Fedro da una visión más positiva al tomar como punto de referencia a Isócrates, y aborda un aspecto fundamental como es la relación entre verdad y verosimilitud. En cambio, es en Gorgias donde hace referencias más explícitas y rechaza la retórica basada únicamente en la opinión, al considerarla una falsa persuasión ya que puede basarse en la ignorancia.

Como señala Berrio (1983: 20), en la propuesta retórica de Platón se elimina totalmente el conocimiento del auditorio por parte del orador. Platón "busca el conocimiento absoluto, el acuerdo universal, y lucha con todas sus armas (…) contra el relativismo que hace prevalecer, por encima de la verdad, lo que funciona socialmente". En líneas generales, la propuesta platónica denosta la retórica por no considerarla adecuada para la filosofía o, lo que es lo mismo en ese momento, para la búsqueda del conocimiento.

Llegados a este punto, el avance de la retórica como disciplina requería una reconsideración de sus principales postulados que la hiciera válida para su uso social.

De esta manera se llega, en este breve recorrido, a la figura clave para el desarrollo de la retórica: Aristóteles (384-322 a.C.). La tarea de este autor es ingente y profundizar en ella comportaría un estudio particular. Por ello, únicamente se señalan sus contribuciones más importantes para la concepción actual de la retórica. Aristóteles distingue dos ámbitos bien diferenciados: por un lado, la ciencia, donde las demostraciones se deben basar en la certeza y en la verdad, y, por otro lado, el discurso persuasivo, que argumenta sobre aquello probable o verosímil. [3] El primero, al basarse en la certeza, busca convencer a un auditorio universal con los mismos razonamientos, mientras que el segundo utiliza pruebas para persuadir a determinados tipos de auditorio (kairos) sin ninguna pretensión sobre el conocimiento del público universal.

Existen, por tanto, diferencias entre razonamientos y diferencias según el tipo de público al que el discurso se dirige. [4] Como se señala anteriormente, según el público surgen los diferentes géneros de la retórica, ya que quien escucha es quien determina la estructura del discurso. Así, se señalan tres tipos de géneros retóricos: el judicial, el epidíctico y el deliberativo, ya apuntados por Anaxímenes. El discurso judicial se dirige a los Tribunales y trata de defender o acusar en relación con valores de justicia y de injusticia y, como indica Robrieux (1993), los razonamientos han de ser más rigurosos porque el auditorio es más culto. Para ello utilizan la deducción (de la ley general al caso particular). En segundo lugar, el género deliberativo (siguiendo a este mismo autor) se orienta hacia las asambleas que toman decisiones siguiendo las reglas democráticas, y que han de decidir sobre el futuro en función de los valores de utilidad o inutilidad. Por ello el argumento tipo es inductivo (de lo particular a lo general). Por último, el género epidíctico utiliza el razonamiento de elogio o blasfemia de personas e ideas, basándose en valores de lo bello y lo feo. Díaz Tejera (1994) resalta la relevancia que tiene el auditorio en la clasificación de los géneros retóricos. Esquemáticamente, puede representarse cómo los diferentes roles desempeñados por el público, así como la función final del discurso, determina la inclusión de los textos retóricos dentro de un determinado género. La consideración del género en el que va a inscribirse el discurso es una de las decisiones básicas a las que debe enfrentarse el orador porque la inclusión en uno u otro mediatizará elecciones básicas como los recursos textuales que necesita utilizar, o la manera de ordenar éstos dentro del discurso para conseguir con más facilidad el objetivo persuasivo final.

El cuadro 1 muestra esta articulación del género del discurso según el papel que desempeña el auditorio en la comunicación y su función comunicativa final. Ambos elementos son pragmáticos en el sentido de que relacionan el texto retórico con elementos propios de la función comunicativa.

Así, siguiendo a Reboul (1996: 17), se puede decir que la obra de Aristóteles combina armoniosamente las tres fuentes de la retórica: la judicial, la literaria y la filosófica.

Aristóteles presenta una retórica fundamentada en la lógica de los valores, que pasan a ser puntales clave para comprender una ciencia que él considera autónoma. La independencia que le confiere no la desconecta de la filosofía ni de la elocuencia, sino que las imbrica de forma tal que constituye un sistema válido para discutir determinados temas que Aristóteles resume y agrupa en tres ámbitos: la educación, las conversaciones banales y la filosofía. La razón que da sentido a la retórica como modelo ideal en estas materias es que ayuda a descubrir más fácilmente el error y la verdad. Según Spang (1984: 23), el Estagirita retoma el camino filosófico de la retórica, concretamente la retórica y la poética, destacando la necesidad de la elocutio.

Esta distinción entre diferentes ciencias se basa en los diversos métodos analizados por Aristóteles. El método inductivo (basado en razonamientos analíticos) parte de hechos particulares para llegar a generalizaciones (y es primordial para la ciencia porque permite derivar leyes de hechos observados). Para Aristóteles, el método inductivo por excelencia es el ejemplo, considerado como uno de los modos de prueba fundamentales en la argumentación (Aristóteles, 1985: 12): "…Pues todos dan las pruebas para demostrar o diciendo ejemplos o entinemas, y fuera de esto nada; de manera que en absoluto es preciso que cualquier cosa se pruebe o haciendo silogismo o inducción".

Frente a la inducción Aristóteles sitúa la deducción o silogismo (razonamiento dialéctico) que, contrariamente al anterior, va de lo general a lo particular. El silogismo está formado por dos premisas (una general y una particular) y una conclusión derivada que se infiere de las dos premisas. De entre los silogismos, Aristóteles destaca como centro de la argumentación el entinema (éste reduce la expresión del silogismo que aparece incompleto porque falta una de las premisas, bien por evidente o bien para esconder su debilidad). Díaz Tejera (1994) afirma que el entinema es la aplicación retórica del silogismo dialéctico. A pesar de que el autor considera que ambos son sustanciales para la retórica, reconoce diferencias en su aplicación. Así, Aristóteles en su Retórica (1985: 13) afirma: "…pues no son menos persuasivos los razonamientos mediante ejemplos, si bien son más aplaudidos los basados en entinemas".

La distinción aristotélica entre inducción y deducción tiene una gran trascendencia en la metodología científica actual. Por un lado, la inducción como método da lugar a corrientes científicas como el empirismo o el positivismo, en las que todas las pruebas han de poder ser confrontadas con la realidad palpable. El problema que comporta esta visión es que nunca se pueden llegar a conocer todos los casos particulares. Por ello, la regla general que se deduce puede ser rechazada por una constatación empírica diferente y, por tanto, está sometida a revisión.

Por otro lado, el método deductivo presenta una ley general de la que se pueden derivar casos particulares. La argumentación echa raíces en esta proposición teniendo en cuenta que la regla general tiene que ser consensuada por un auditorio general (es el razonamiento dialéctico).

Una visión interesante de la propuesta aristotélica —para la consideración de la retórica como actividad discursiva claramente enraizada en la situación comunicativa en la que se desarrolla— es la que nos propone Díaz Tejera (1994). Esta autora afirma que Aristóteles considera la retórica como comunicación entre un orador y su auditorio. Para justificar esta afirmación establece una clasificación general de la obra de Aristóteles dedicada a la retórica que, de esta manera, contiene los tres componentes básicos de la comunicación: [5]

Plebe (1996: 60 y ss.) distingue dos tipos de retórica en la obra de Aristóteles, denominadas retórica antigua y retórica reciente. En la retórica antigua, presente en el Libro I (excepto el segundo capítulo), considera la retórica como una técnica de la demostración apodíctica. Sin embrago, en la retórica reciente introduce las pasiones como elemento fundamental de la retórica. De esta manera, este autor plantea la retórica como una síntesis de persuasión y de psicagogia.

Por último, hay que destacar la definición que ofrece Aristóteles de la retórica.

Aristóteles (1355b) afirma que la retórica es "la facultad de considerar en cada caso lo que cabe para persuadir (…) sobre cualquier cosa dada, por así decirlo, parece que es capaz de considerar los medios persuasivos, y por eso decimos que no tiene su artificio acerca de ningún género específico". Esto es, la retórica se centra en el estudio de los medios hábiles para conseguir la persuasión al margen de los contenidos que trata, Robrieux (1993: 11) recoge esta idea y afirma que: "Con Aristóteles, esta ciencia de la persuasión ya no viene a sustituir a los valores, sino que deviene un modo de argumentar, con la ayuda de nociones comunes y de elementos de prueba racionales, a fin de hacer admitir ideas a un auditorio". Esta definición es sustancial para entender el modo en que la retórica se recupera en el siglo XX y se puede decir que mantiene íntegra su validez en la actualidad.

A través de la civilización griega la retórica llega al mundo romano, donde su subsistencia se vincula a las diferentes formas de gobierno que se suceden. Aflora con la república y se cierra en sí misma cuando ésta cae. Cuando no hay formas democráticas de organización política, la retórica deja de defender posturas reales de oposición y crece sobre sí misma con ornamentos vacíos de sentido. La relación entre retórica y democracia la específica claramente Kurt Spang (1984: 14) al afirmar: "La retórica tuvo también sus épocas de reclusión, de aislamiento forzoso, pues sólo se desenvuelve en un clima de libertad, libertad de conciencia y de expresión. Donde hay tiranía no hay retórica, al menos no existe la retórica dialógica, la que admite y exige la réplica. El despotismo admite sólo la retórica afirmativa y aduladora".

Una vez establecida la relación de la retórica con el sistema político vigente, se analizan los tres exponentes más claros de este arte en el mundo romano. En primer lugar, hay que hablar de la Rhetorica ad Herenium, de autor desconocido, que introduce la concepción retórica griega y la adapta a los cánones romanos con una finalidad académica. Es, pues, el punto de partida para los posteriores desarrollos de la materia en el ámbito romano. La segunda figura destacable es Cicerón (106-43 a.C.). Según Kurt Spang (1984), Cicerón vuelve a reabrir el debate entre retórica y filosofía, realizando una gran defensa de la retórica como arte históricamente determinado, es decir variable en el tiempo y en el espacio, y complementario de la filosofía. La aportación de este autor al corpus retórico consiste en el análisis de las intenciones retóricas, que resume en tres: delectare, docere y movere. Es decir, convencer para provocar la acción, pero sin olvidar el gusto y el estilo.

También dentro del mundo romano hay que hablar de Quintiliano, quien deja constancia en un programa de estudios sistematizando de los elementos que se habían ido desarrollando hasta el momento e incluye aspectos como, por ejemplo, las partes de la retórica, las figuras, etcétera. Según Spang (1984), este autor supone la culminación de la retórica clásica.

2. Caída y recuperación: de la retórica a la teoría de la argumentación

De acuerdo con la postura de Spang, la desintegración del modelo político romano marca el inicio de la decadencia progresiva de la retórica, una decadencia que llegará hasta mediados del siglo XX. A partir de la Edad Media, la retórica evoluciona dividida en dos: por un lado, la parte más argumentativa y, por otro lado, la parte más elocutiva.

La primera de ellas entra en crisis desde un primer momento, lo cual favorece que la retórica evolucione como un arte de la brillantez de la palabra sin ningún fundamento filosófico o de sentido. La división entre estas dos partes culmina en el Renacimiento.

Durante estos periodos las aportaciones se limitan a desarrollar a los clásicos. [6] La retórica entra ya debilitada y cercenada en el siglo XVIII. A su abandono (hasta la recuperación contemporánea) colaboran algunos factores socioculturales como son el despotismo ilustrado, que sólo se interesa por la retórica afirmativa, y el surgimiento de una burguesía que quiere acceder al poder político. Dentro de este entorno aparece, en primer lugar, el Racionalismo, que critica a la retórica su falta de contenido. Y también, después, el Romanticismo, que ataca duramente todo el aparato normativo que, desde su punto de vista, coarta la expresividad natural y encierra al lenguaje dentro de unas normas con las que el espíritu humano no puede proyectarse. Pero es el siglo XIX el que marca la "muerte de la retórica", muchas veces certificada con base en su inutilidad para resolver cuestiones que se entendían clave dentro del pensamiento de la época.

15 Todo este recorrido histórico sirve para entender mejor las implicaciones y dimensiones que tiene la retórica a partir de la primera mitad del siglo XX. Este siglo empieza con una profunda crisis debida a una serie de razones que, siguiendo a González Bedoya (1994), se pueden resumir en tres: En primer lugar, el predominio del empirismo y el racionalismo. Estos sistemas filosóficos consideran que la verdad es fruto de una evidencia racional o sensible (por tanto, absoluta), y no producto de la discusión entre diferentes opiniones derivadas de la consideración de diversas verdades (relativas). La imposibilidad de discutir sobre las diferentes concepciones de verdad hace que la retórica se reduzca a consideraciones únicamente estilísticas. Es decir, se deja de lado el Libro I y el II de la Retórica aristotélica, y todo el estudio se concentra en las figuras de estilo incluidas en el Libro III de este autor. En esta misma idea profundiza también Perelman (1989) cuando afirma que el descrédito de la retórica llega cuando es sustituida por un nuevo valor, el valor de la evidencia, que a partir del siglo XVI toma tres direcciones claras: la evidencia personal, que se desarrolla con el protestantismo; la evidencia racional, que se manifiesta en el cartesianismo; y, por último, la evidencia sensible, que da como fruto más destacado el empirismo (Breton y Gauthier, 2000).

En segundo lugar, también hay que tener en cuenta la estructura política poco democrática de los regímenes de principios del siglo XX, que ocasiona dos guerras mundiales, cuyos efectos no empiezan a superarse hasta los años cincuenta de dicho siglo. En este escenario no tiene demasiada importancia la capacidad política de defender una idea, ya que las ideas pueden ser impuestas por la fuerza, y por ello la argumentación pierde utilidad y presencia.

En tercer lugar, influye el prestigio de la ciencia positiva moderna, que tiende a considerar que nada es persuasivo si no se amolda a criterios estrictamente científicos, cosa que no hace la retórica. Surge aquí una diferenciación interesante, la que distingue entre lógica formal y lógica informal. El dominio de la primera aboga por la demostración prácticamente matemática, con pruebas universalmente aceptadas y, por tanto, irrefutables. La segunda sugiere argumentar con pruebas aceptadas hasta un cierto punto, pero modificables hacia un auditorio concreto.

Por último, Mortara (1991: 8) añade una cuarta causa: la escisión entre retórica y poética que, como se ha señalado anteriormente, hace que aquélla pierda su función dialéctica de discusión libre entre diferentes posturas y opiniones.

Por lo tanto, los dos rasgos que destacan fundamentalmente de la Retórica clásica son: por una parte, su carácter dialéctico, que hace posible la discusión entre opiniones relativas a diferentes visiones del mundo, y por otra parte, la manera cómo se lleva a cabo este diálogo, es decir, mediante argumentaciones casi-lógicas adaptadas a públicos diferentes. Ambas características señalan de manera clara a la retórica como la forma persuasiva propia de la democracia, entendida como ámbito de discusión entre diferentes posturas.

A pesar del panorama apuntado hasta ahora, el siglo XX es también el de la revitalización de la retórica, con múltiples aportaciones desde diferentes disciplinas.

Para Berrio (1983: 36-38) existen algunos paralelismos entre la Grecia clásica y la sociedad industrial que favorecen una recuperación de la retórica en el momento actual.

Pero, al mismo tiempo, la sociedad moderna tiene rasgos propios que hacen que la retórica adquiera especifidades marcadas por el momento en el que se recupera. Las características que, según el autor, configuran la denominada "Sociedad Total" son las siguientes:

– La población se agrupa en zonas urbanas. Ello comporta que haya una gran concentración de personas en el mismo territorio. Esta es una característica compartida con la sociedad griega clásica.

– Como hay un cambio de escala, se modifica también la forma de control individual y colectivo.

– Se trata de una sociedad tecnológicamente avanzada.

– Se da una organización política flexible, que permite que se manifiesten muchas tendencias, pero el poder está muy centralizado.

– Uno de los puntos clave es la centralidad del consumo que se acompaña de la publicidad. Como señala Berrio (1983: 38): "los objetos adquieren un sentido y una profundidad tales que se reflejan en ellos los deseos, las frustraciones, la realidad y las ideologías de los individuos". Es decir, los objetos se presentan con una gran carga simbólica que hace que los individuos se puedan reconocer en ellos.

Por otro lado, John Bender y David Wellbery (1990: 23-27) enmarcan el devenir de la retórica dentro de un marco filosófico más amplio. Para ellos la crisis de la retórica alcanza su punto álgido durante la Ilustración y el Romanticismo (como se ha indicado anteriormente), y su recuperación se lleva a cabo en el marco filosófico de la crisis de la modernidad. Según Bender y Wellbery, el buen momento de la retórica enlaza con las características de esta época. Destacan cinco:

– El paradigma dominante en la ciencia deja de ser la neutralidad y la objetividad.

Con la aparición de The Structure of scientific revolutions, de Thomas Kuhn, se marca el inicio de una nueva tendencia donde el avance de la ciencia no se reduce a la observación empírica o a los descubrimientos positivos. La verdad o la falsedad de la ciencia es fruto del consenso general de la comunidad científica.

Por ello es necesario el diálogo, la discusión y la argumentación para mejorar la disciplina. Ciertos autores llevan esta postura hasta el límite. Es el caso de Paul Feyerabend quien, con la obra Against the method, da por desaparecido el método científico positivo como panacea de la evolución y relativiza la verdad absoluta en la que se había fundamentado hasta entonces toda la estructura del progreso científico. En un ámbito más amplio, lo que vienen a decir estos autores es que no hay una verdad absoluta, ni tan sólo en la ciencia positiva, y que hay diferentes verdades que se ponen en juego y en discusión para llegar a consensos parciales y nunca definitivos.

– La individualidad ya no es unívoca. En este sentido son fundamentales los avances freudianos sobre el psicoanálisis. Nos encontraríamos ante la retórica de la persona: el alter ego entra en conflicto con el ego produciendo una dinámica interna en el seno de las personas. Tal cosa da lugar a la relativización del individuo, que deja de ser estático y totalmente conocido.

– La dinamización de la esfera política. Con la muerte del liberalismo político y el inicio de los movimientos democráticos, la esfera pública deja de estar dominada por unos pocos individuos de características similares (instruidos, con una renta determinada y con una visión del mundo similar). En la modernidad la característica dominante es la participación masiva en la vida política de personas con intereses muy diferentes, e incluso divergentes; con formación muy variada y con concepciones del mundo muy diversas. Ello hace necesario el diálogo social para evitar el conflicto que, aunque presente, puede solucionarse sin recurrir a la violencia física.

– La aparición de los nuevos medios de comunicación social, que abren la oportunidad de entrar de forma directa en la discusión social. Esta característica va muy ligada a la anterior y es imposible entender una sin la otra. La democracia comporta la participación sin ningún tipo de obstáculo. La prensa escrita pierde relevancia a favor de otros medios más fáciles de asimilar y con menos barreras de acceso intelectual.

– Se rompe el modelo de lenguaje nacional (dominante durante el Romanticismo).

Los lenguajes se multiplican y la formalización de la lengua, punto importante en el positivismo, se hace muy compleja. [7] Visto este panorama dibujado por Bender y Wellbery, es fácil entender el cambio profundo que experimenta la sociedad del siglo XX, un cambio que favorece la recuperación de la argumentación como forma de diálogo entre posturas relativas ante diferentes aspectos fundamentales.

3. Diferentes visiones de la "nueva retórica"

La multiplicidad de aproximaciones desde las que se aborda la retórica en el siglo XX lleva a Reboul (1996: 91) a considerar esta disciplina como rota (rhétorique éclatée).

Este autor apunta dos razones de esta ruptura. Por un lado, el objetivo de la retórica no es sólo producir discursos sino también interpretarlos. Por otro lado, no se limita a los géneros clásicos, sino que se amplía a cualquier discurso persuasivo e incluso llega a toda clase de producciones no verbales e inconscientes (como se ha visto en el panorama que plantean Bender y Wellbery).

Según Hernández Guerrero (1994: 171), la decadencia de la retórica continúa hasta los años cincuenta del siglo XX porque se tiene una concepción de ella apartada de la idea clásica y su estudio se limita a las figuras retóricas. A partir de los años cincuenta aparecen diversas propuestas renovadoras que tienen en común el intento de hacer de la retórica una ciencia descriptiva e inductiva.

Reboul agrupa las tendencias retóricas del siglo XX en dos grupos, según si se fijan más en aspectos estilísticos o en contenidos argumentativos. De esta manera, contempla por un lado la retórica literaria, de inspiración estructuralista, que parte de problemas literarios y/o lingüísticos, y reduce esta materia al estudio de las figuras de estilo pues considera que la retórica no tiene ninguna finalidad. Jean Cohen, Roland Barthes, Gerad Gennette y el Grupo , entre otros, son autores que se situarían en esta línea. Por otro lado, en el otro extremo se encuentra la teoría de la argumentación, con Chaim Perelman como figura clave. En esta tendencia el punto de partida es un problema filosófico (de aquí que algunos autores la denominen retórica filosófica): la existencia de una lógica de los valores. Para Reboul (1996: 97) "El gran descubrimiento del Tratado de la Argumentación —el término descubrimiento comporta un presupuesto, que nosotros asumimos— es que, entre la demostración científica y la arbitrariedad de las creencias, existe una lógica de la verosimilitud que ellos denominan la argumentación y que conectan con la antigua retórica".

La división señalada por Reboul sirve perfectamente como estructura inicial por su claridad, pero es insuficiente para catalogar todos los movimientos argumentativos del siglo. Dentro de la retórica literaria o lingüística diferentes autores han dado lugar a visiones y corrientes que, a pesar de tener elementos comunes, difieren entre ellas en consideraciones básicas. Lo mismo sucede con la teoría de la argumentación. No hay duda de que Perelman constituye su exponente más claro y el punto de partida de esta corriente, a pesar de que no es el único que se ocupa de ella y sus ideas han sido muy matizadas por otros autores. [8]

Por ello, dentro de este epígrafe se quiere dar una visión más concreta de todo el panorama del siglo, [9] ya que la amplia variedad de tendencias y enfoques que la teoría de la argumentación ha experimentado en los últimos cuarenta años ha desembocado en una gran confusión. Es difícil encontrar una clasificación que cubra todas las tendencias actuales. Como mucho, la mayoría de los intentos consiguen dar una visión general centrada en los autores más destacados de la disciplina. Tal cosa resulta insuficiente, ya que es necesario construir un marco amplio de clasificación en tendencias que destaquen los diferentes rumbos que tiene la argumentación en este momento. Por otra parte, buscar una clasificación demasiado reduccionista implica abandonar matices que pueden ser interesantes. Por ello se opta por hacer una primera clasificación dentro de la teoría de la argumentación aunque sin entrar en condicionamientos demasiado precisos. [10].

En este sentido, la propuesta consiste en dividir las tendencias argumentativas en tres grandes grupos [11] que abarquen las principales líneas teóricas desarrolladas a partir de 1958, año de la publicación del Tratado de la Argumentación de Chaim Perelman.

Pueden distinguirse tres grandes grupos: [12]

Epistemología de la argumentación: De esta tendencia se analizan dos propuestas, representadas por Stephen Toulmin y Chaim Perelman que, a pesar de tener algunos puntos en común, se revelan como dos maneras diferentes de concebir esta modalidad.

– Tendencias metodológicas: Aquí se pueden encontrar múltiples aplicaciones a diferentes campos temáticos. Debido a las características de estos trabajos solamente se analiza una propuesta, la de Anscombre y Ducrot, que hace referencia al ámbito metodológico de la lingüística.

– Perspectiva cognitivista: En ésta destacan las aportaciones de Lakoff y Johnson.

Estos autores centran su trabajo en el estudio de la metáfora, a la que consideran como elemento conceptual y no lingüístico. Por lo tanto, consideran el lenguaje figurado —retórico— como una forma de conceptualizar y de ver el mundo. Es decir, el lenguaje retórico es un procedimiento cognitivo mediante el que el hombre estructura culturalmente su experiencia para interactuar comunicativamente con los demás. De este modo, constituye un instrumento indispensable de conocimiento. Arduini (1993: 17) lo expresa del siguiente modo:

"Nuestro pensamiento se estructura, además de por medio de un modelo lógico-empírico, según un modelo que podríamos llamar retórico y que coloca en primer lugar las figuras (…) podemos decir que la actividad figurativa, que se manifiesta en el lenguaje pero también en otros sistemas, no permite tanto expresar en un cierto modo (el figurado como distinto del neutro) el mundo que ya conocemos, sino más bien permite que éste sea conocido, lo hace legible, interpretable, ofrece el cuadro posible a través del cual ordenar el mundo".

En este epígrafe se desarrolla de manera más precisa las dos primeras tendencias.

3.1. La epistemología de la argumentación

Dentro de esta corriente se encuadran todos aquellos autores que han pensado de una manera global la argumentación como teoría general, tanto a nivel metodológico como a nivel teórico. A pesar de que los miembros de esta tendencia provienen de otras disciplinas, éstas solamente constituyen el punto de partida a partir del cual elaboran un pensamiento autónomo más o menos desvinculado del enfoque inicial. Como estandartes de esta línea se analiza a Chaim Perelman y a Stephen Toulmin, autores de quienes se realiza un primer acercamiento comparado. El ejercicio de comparación entre estos dos autores puede resultar interesante porque, a pesar de provenir ambos de la lógica y de tener presupuestos de partida comunes, las orientaciones que dan a sus investigaciones son sensiblemente diferentes.

Antes de analizar con detalle la figura de Toulmin, conviene hacer un pequeño inciso sobre su relación con la Lógica. A pesar de que este autor proviene del campo lógico y utiliza la argumentación para resituar la lógica, sus concepciones superan ampliamente las visiones restrictivas de esta modalidad y, más concretamente, aquellas que reducen la argumentación al campo de la lógica dejando fuera de cualquier análisis todo aquello que no se puede formalizar. [13] Según Carrilho (1992: 56) el objetivo de Toulmin ha sido "dar autonomía al estudio de la argumentación en relación con el dominio de la lógica". Dentro de la lógica solamente existe la validez formal y, por lo tanto, obvia la eficacia argumentativa tanto cotidiana como científica. Para superar este constreñimiento de la lógica, Toulmin pasa del canon (universal) a los dominios (particulares), que es donde siempre se mueve la argumentación es decir, lo que puede ser válido en un dominio puede no serlo en otro.

Un buen estudio comparativo de estos dos autores se encuentra en el artículo de Corinne Hoogaert publicado en Hermes (1995). Hoogaert (1995: 156) destaca dos puntos comunes en estos autores. Por una parte, ambos centran su atención en el aspecto manipulador de la retórica y estudian los procesos racionales utilizados para persuadir a un auditorio de la bondad de un punto de vista determinado. Por otra parte, sus obras han supuesto un ennoblecimiento de la argumentación, al darle una cierta racionalidad que ya no será únicamente silogístico-formal, sino más bien de naturaleza entinémica y contextual. Puede añadirse una tercera característica común y es que ambos plantean el tema de la argumentación en la jurisprudencia y aplican sus propuestas al campo del derecho. Hasta aquí unas similitudes que, a pesar de ser fundamentales, no informan demasiado de los caminos recorridos por los autores.

No pasa lo mismo con sus diferencias, que dan lugar a concepciones muy diferentes de la argumentación. [14] La primera oposición clara entre Perelman y Toulmin está en dónde concentran los autores sus esfuerzos analíticos. Mientras que Toulmin analiza muy detalladamente los procesos de construcción discursiva desde el punto de vista del orador, Perelman contextualiza estos procesos en relación con el auditorio al que va dirigido el discurso. Así, Toulmin construye un esquema lineal donde no hay retroalimentación por parte del público que modifique la relación, dejando de lado el aspecto pluridimensional de la comunicación. El argumento debe ser perfecto en sí mismo, de modo que no puede ser perjudicado por el mundo exterior limitándose a un aspecto textual. A pesar de todo, Toulmin reconoce la existencia de diferentes "campos argumentativos" que modificarían, en cierta manera, las fundamentaciones e interpretaciones de un argumento, pero no implica explícitamente en este campo a ninguno de los protagonistas de la argumentación (orador y público). Así se consigue una nueva comprensión formal de la argumentación que integra ciertos elementos contextuales. Para Carrilho (1992: 58) ello comporta dos consecuencias básicas: "La desaparición de la pretensión de universalidad y la emergencia de racionalidades locales, no reconociendo ninguna racionalidad superior que cínicamente las ordene y jerarquice". El problema al que Toulmin se enfrenta es analizar de dónde viene esta ambigüedad, que finalmente sitúa en el lenguaje natural como diferente de la formulación abstracta del lenguaje puramente lógico.

El planteamiento de Perelman en este punto es diferente al de Toulmin. A pesar de que parte de que la argumentación es relativa, entre otras cosas porque utiliza como modo de expresión el lenguaje natural (per se ambiguo), Perelman afirma que las diferentes interpretaciones de un argumento vienen dadas por el auditorio, y más concretamente por los valores que el auditorio pone en juego en cada argumentación en particular. Es a partir de este auditorio cuando la argumentación se relativiza de manera más fuerte.

Pero dicho relativismo no es llevado hasta el extremo por este autor, ya que él considera la existencia de unos fundamentos más o menos absolutos, o como mínimo consensuados y aceptados. Por lo tanto, las diferencias entre estos autores respecto al tema del auditorio son más bien de grado: Perelman las tiene en cuenta más explícitamente que Toulmin, pero sin llegar a las últimas consecuencias de su planteamiento.

Otra diferencia entre ambos autores reside en el tipo de argumentos que estudian.

Mientras Toulmin se dedica casi de manera exclusiva a los "casi-silogismos" (así denominados para alejarlos de la lógica formal extrema), Perelman amplía su análisis a diversos tipos de argumentos muy diferentes, y deja abierta su clasificación por la dificultad de catalogación de un campo móvil, múltiple y contingente por definición.

Como indica Carrilho (1992), Toulmin define el argumento de una manera más flexible y más amplia que la sostenida por la lógica. De este modo, utiliza dos registros diferentes: uno donde pretende definir el esquema de todo argumento utilizado sin importar en qué situación o ciencia, y otro donde se insiste en las particularidades que condicionan siempre de manera determinante la práctica argumentativa. Estos dos registros se articulan esquemáticamente de la siguiente manera (basado en Hoogaert, 1995: 158):

Como puede verse en este esquema, Toulmin presenta un modelo de argumento. Para él un argumento es un conjunto de ideas (D) invocadas para sostener una conclusión (C).

D apoya a C, y constituye el conjunto de razones que justifican la inferencia, el paso de D a C. El paso de D a C es autorizado por las Garantías (G), al igual que pueden aplicarse restricciones (R). Las garantías reposan sobre un fundamento. Para clarificar estas concepciones Toulmin propone el siguiente ejemplo (extraído de Breton y Gauthier, 2000: 67):

El peso de este esquema recae en el paso de D a C que, como nos dice Carrilho (1992: 58), "no siempre es posible (como sugiere la lógica formal) y no es independiente del contexto donde aparece". Esto muestra la complejidad de la argumentación, que está "muy modulada por las características específicas del dominio donde se ejerce o donde quiere hacerse valer" (op. cit.). Así, la validez de la argumentación depende de dos aspectos. En primer lugar, del aspecto estructural, que es independiente del campo de aplicación. En segundo lugar, del ámbito contextual, que es dependiente del campo de aplicación. De todas maneras, el autor pone un acento especial en el segundo aspecto, ya que es el que en última instancia origina la pertinencia de la argumentación.

Por tanto, para Toulmin hay un único discurso argumentativo posible. A pesar de su apariencia lógica, el autor introduce unas variantes en el esquema lógico (en cursiva) que matizan mucho esta primera impresión. Las reservas y la fundamentación apuntan una cierta consideración hacia el contexto y el auditorio al que se dirige la argumentación. Pero es solamente un apunte, ya que Toulmin cree que todas las posibles interpretaciones del enunciado están implícitas en él mismo y pueden deducirse sin necesidad de ningún otro elemento. Se queda, pues, en el nivel textual.

En la clasificación de Perelman se entra más detalladamente en el próximo capítulo, pero se puede avanzar que este autor trata de superar el nivel textual. Sitúa la argumentación dentro de un contexto más amplio, que se encarga de completar el sentido que pueden tener los diferentes enunciados tanto en virtud del momento como del público al que se dirige.

Tanto Toulmin como Perelman realizan un avance importante en la consideración de la argumentación como un método de análisis. No obstante, Toulmin presenta una carencia fundamental a la hora de aplicar su esquema a la comunicación política audiovisual. Como apunta Hoogaert (1995: 157): "La estructura del esquema toulminiano parece muy próxima al propuesto por Shannon y Weaver en su teoría matemática de la comunicación. Lo cual nos pone en presencia de un modelo lineal, es decir, sin retroalimentación por parte del auditorio que modifica la relación". Las rectificaciones que otros autores han introducido en el modelo de Shannon y Weaver han sido tan importantes que éste ya solamente sobrevive como esquema básico. Entre las aportaciones más interesantes encontramos la inclusión en el esquema básico, entre otros aspectos de importancia, del ruido como distorsionante de la comunicación y el feed-back como modificador del enunciado. Toulmin ignora ambos aspectos, y por ello su modelo deviene muy limitado y difícilmente aplicable a los mensajes de los medios de comunicación de masas. Pero el descuido más relevante de Toulmin es la no consideración de las características del público presentes en el sistema comunicativo.

Para este autor el auditorio es un simple decodificador automático del mensaje previamente codificado por el emisor. Esta consideración de codificación / descodificación automática deja fuera aquellos matices que introduce el público en el proceso de recepción. Desde el punto de vista del presente trabajo, en la comunicación persuasiva estos rasgos del receptor son clave para comprender el proceso comunicativo en su totalidad.

No pasa lo mismo con Perelman, quien a pesar de no poder incluirse en ninguno de estos modelos, esquematiza los elementos básicos de cualquier comunicación interpersonal: orador, auditorio, medio, y otros elementos de distorsión y matización de las interacciones entre los dos extremos del hilo comunicativo. Se adapta mejor al objeto de análisis, a pesar de que no es posible una equiparación exacta. El análisis de discursos audiovisuales persuasivos comporta la consideración de una teoría más general que permita tomar en consideración todos los aspectos del fenómeno. Los postulados de Perelman y Toulmin son interesantes en la medida en que introducen variables en la definición de la argumentación, que permiten abrir el camino hacia enfoques más globales. La apertura de miras que conllevan permite retirar la argumentación de contextos científicos y aplicarla a ámbitos de conocimiento más relacionados con los asuntos sociales y políticos. Así se recupera una de las ideas fundacionales de la retórica clásica.

3.2. Tendencias metodológicas

Este apartado engloba a los autores que desde otras disciplinas han considerado la teoría de la argumentación, no como una teoría autónoma, sino dentro del marco metodológico de su propia disciplina. En este sentido, lingüistas, sociólogos, psicólogos y antropólogos encuentran en esta teoría algunas soluciones a problemas planteados en el seno de su modalidad. A modo de ejemplo se escogen las propuestas de Anscombre y Ducrot (desde la lingüística). En el marco de este trabajo se analizan de manera esquemática las propuestas hechas desde esta disciplina —reconociendo que existen otros planteamientos interesantes propuestos desde otros puntos de vista en los que no se entra debido a la dimensión y las pretensiones de este trabajo—. [15]

La propuesta teórica de Anscombre y Ducrot sirve de ejemplo para plantear un modelo de aproximación desde esta tendencia. Tradicionalmente la lengua se había considerado básicamente como descripción de la realidad: es decir, "las palabras están destinadas a dar una representación o una imagen de la realidad" (Anscombre y Ducrot, 1994: 9).

Esta concepción representacionalista de la significación (que se fija en el significado en detrimento del sentido) permite resolver el problema de la referencia. Pero estos autores proponen una semántica integradora de la pragmática, que, de manera muy genérica, concibe la actividad lingüística como una actividad intencional.

Los dos autores escriben conjuntamente la obra L'argumentation dans la langue, publicada en 1983, un texto que ha sido reescrito y modificado por ellos en diversas ocasiones para afrontar las diferentes críticas y para ir dibujando de una manera más concreta los conceptos básicos. Por las características de este trabajo no se entra en toda la evolución de las concepciones de estos autores. Sólo se fija en las últimas propuestas presentadas por Anscombre en un artículo titulado "La théorie des topoï: sémantique ou rhétorique?" (Hermes, 15, 1995).

La tendencia que representan estos autores está ligada a la pragmática de la escuela de Oxford (Searle y Austin). Como el propio Anscombre reconoce (1995: 186), su objetivo fundamental es tratar de establecer una teoría del sentido de los enunciados que no se limite a aquello que el propio enunciado dice directamente, sino que deba buscarlo a través de valores semánticos profundos que comportan indicaciones de naturaleza pragmática. Robrieux (1993: 30) ve este intento de la siguiente manera: Anscombre y Ducrot "se esfuerzan en resituar los actos de lenguaje en sus contextos enunciativos, rechazando que el análisis del contenido explícito del enunciado sea suficiente para comprender la argumentación". Estos valores profundos, a diferencia de lo que propone Perelman, pueden encontrarse dentro del mismo lenguaje y no se requiere buscarlos fuera del sistema lingüístico. No trascienden más que indirectamente el nivel del lenguaje y, por eso sus indicaciones no componen, como en el caso de Perelman y Toulmin, una explicación de conjunto. Anscombre y Ducrot no pretenden organizar una teoría argumentativa, sino dar explicación a ciertas deficiencias que ellos detectan en la disciplina lingüística, y por ello recurren a algunos principios de la argumentación. Es decir, se limitan al estudio de ciertos componentes lingüísticos, (se podía llamar "micronivel"), aunque traten de alejarse de un esquema semántico clásico.

Anscombre y Ducrot denominan a su teoría Pragmática Integrada. Según Plantin (1990: 37) lo llaman pragmática "porque ésta, tradicionalmente, tiene en cuenta el análisis de la enunciación entendida como el estudio de las relaciones del enunciado con las circunstancias pertinentes que envuelven su producción". Precisamente, proponen que esta pragmática esté integrada en la lengua (en oposición a una pragmática externa). En la pragmática integrada, los valores semánticos profundos comportan indicaciones de naturaleza pragmática. Estos indicadores son para ambos autores los topoï. Los topoï constituyen reglas de racionalización profunda que permiten pasar de un enunciado a una conclusión de una manera lógica y no contradictoria. Si se intenta una comparación, los topoï son lo que Toulmin denomina garante y Perelman, reglas de justicia, salvando los diferentes matices que dan lugar a concepciones diferentes, como se ha apuntado anteriormente. Los topoï son la clave que explican toda su concepción, y por ello se hace necesario profundizar más en ellos. Sus características fundamentales según Anscombre (1995: 190-191) son:

– Son principios generales que actúan de apoyo a los razonamientos. Es decir, son basamientos culturales que permiten fundamentar un enunciado y entenderlo según la concepción humana del mundo. Desde este punto de vista, puede pensarse que sí hay una conexión clara con una concepción más global del mundo.

– Son componentes intralingüísticos y, por lo tanto, se encuentran dentro de un sistema del cual extraen el sentido. Los topoï no hay que buscarlos en las concepciones personales de cada uno, sino dentro del propio sistema lingüístico.

Son palabras que remiten a sentidos particulares (a pesar de que cualquier sentido se haya de buscar en referentes externos, tal y como los propios autores reconocen).

– Por último, son graduales. Por eso se afirma que de ellos depende la fuerza argumentativa de un enunciado, la cual será más o menos grande según el topoï utilizado.

Detrás de este planteamiento los autores reconocen que subyace una determinada concepción de la lengua. Anscombre (1995: 189) afirma que "nuestra posición aparece como un adscriptivismo moderado, reposando no sobre la noción de acto cumplido, sino sobre el concepto de potencialidades argumentativas. El sentido profundo de un enunciado no consiste tanto en describir un estado de cosas sino en hacer posible una cierta continuación del discurso en detrimento de otros". La continuación, como ya se ha apuntado, permite utilizar determinados topoï.

Dentro de este planteamiento se oponen a otras concepciones de la lengua, como son el descriptivismo —la lengua describe un estado de cosas determinado, no hay por lo tanto, ningún dinamismo— o la concepción comunicativa —la lengua es vehículo de transmisión de ideas y de experiencias—. Por lo tanto, detrás de las palabras no sólo hay objetos y propiedades, sino también topoï, estas estructuras profundas que dan sentido a las palabras y hacen posible que se produzca una cierta lógica discursiva —que iría desgranándose de una manera muy deductiva—.

A pesar de que estos autores intenten formular su teoría desde un nivel puramente lingüístico, queda claro que los topoï son difícilmente explicables sin una referencia al mundo común, es decir, a una cultura determinada en un momento concreto. Ha de existir un conocimiento común para dar a los topoï su significado. Los autores son conscientes de ello cuando plantean que existe una relación clara con la ideología: de hecho, hablan de una pragmática integrada que es inexplicable sin referencias a un entorno no lingüístico.

Anscombre y Ducrot critican a Perelman por no tener en cuenta los marcadores lingüísticos (pistas de significado profundo dentro de la propia lengua) en su intento de buscar una fundamentación común que ayude a los seres humanos a entenderse y a dar significados más o menos reconocidos a determinadas palabras (a pesar de que éstos puedan variar). Por lo tanto, es interesante su afirmación de que hay estructuras lingüísticas que son viables, en la medida en que pueden reflejar la estructura profunda formada por los valores que tienen tanto el orador como el destinatario.

La función retórica o argumentativa queda reflejada dentro de este planteamiento por una razón de peso: la referencia a los objetivos que quiere conseguir el acto de lengua.

Esta consideración es básica porque la teoría de la argumentación, a pesar de plantearse el análisis de estructuras básicas, cree que la lengua —como sistema global— tiene un objetivo dinámico. Es decir, la lengua, en su manifestación discursiva, tiene una finalidad clara: provocar una acción determinada. Aparece aquí otro tema importante: la consideración del discurso como unidad persuasiva, porque la lengua por sí sola no posee esta función y es a través del discurso como se intenta producir el efecto o efectos deseados. Anscombre y Ducrot no abordan de manera demasiado exhaustiva este aspecto, pero lo apuntan cuando analizan enunciados concatenados.

Por tanto, estos autores solamente buscan en la argumentación la explicación concreta de algunos hechos lingüísticos que, a pesar de su importancia para la comprensión de significados profundos, no son suficientes para considerar niveles más generales de comunicación entre personas. [16] Así, desde el punto de vista que se defiende en el presente trabajo, se pierden las dimensiones básicas de las interacciones entre orador y auditorio, la más importante de las cuales es la finalidad persuasiva, que en ningún momento es analizada por Anscombre y Ducrot.

Notas

[1]: De hecho, Aristóteles recogerá esta línea en el libro II de su Retórica, libro que dedica a las características psicológicas del auditorio.

[2]: Las fechas que se refieren a los autores son aproximadas, ya que varían en algunos años según los autores consultados. Aquí se siguen las aportadas por Xavier Laborda (1993).

[3]: Llegados a este punto, resulta interesante hacer una distinción entre demostrar y argumentar (aunque sea de manera muy básica), ya que es una cuestión fundamental para poder seguir el resto de la exposición. Partiremos de dos criterios principales: el tipo de premisas que utilizan y el público al cual se dirigen. En relación con las premisas, Díaz Tejera (1994) señala que la demostración parte de premisas verdaderas y que no dependen unas de otras: es decir, parte de primeras y necesarias. El tipo de público al que se dirige es universal (compuesto por todos los seres humanos racionales). Es el dominio de la ciencia. Por otro lado, la argumentación concluiría a partir de premisas probables y aceptadas, es decir, a partir de opiniones (doxa) generalizadas y verosímiles. En este caso, el auditorio de referencia sería particular. Es precisamente en este segundo tipo donde se sitúa esta investigación, sobre materias opinables, dialécticas. Como señala Díaz Tejera (1994: 5): "Solamente puede deliberarse sobre aquello que puede ser de otra manera, porque sobre todo lo que es o era por necesidad, o sobre aquello que es imposible que exista o haya existido, no se puede deliberar (…) No se delibera sobre aquello que no puede ser de otra manera".

Una síntesis básica de esta diferenciación es la que presenta Reboul (1996: 66-67) en cinco puntos basados en Perelman. Éstos son: a) La argumentación se dirige siempre a un auditorio particular y ha de tener en cuenta el carácter, los hábitos de pensamiento, las emociones y las creencias de dicho auditorio. Eso hace que la argumentación que es buena para un auditorio no lo sea para otro. Tal cosa no sucede en la demostración, donde no importa el auditorio, sino que resulta válida para cualquier auditorio.

b) La argumentación se basa en premisas verosímiles, es decir, admitidas por el auditorio particular. En la demostración las premisas han de estar probadas o ser evidentes.

c) La argumentación utiliza la lengua natural, por tanto ambigua, en oposición a los lenguajes artificiales utilizados en la demostración.

d) En la argumentación el vínculo lógico no es constreñidor, sino que es más o menos fuerte.

e) Por tanto, en la argumentación la conclusión no es definitiva, ya que puede ser rechazada por otra argumentación, sin que ello quiera decir que no sea válida.

Solamente quiere significar que no es absoluta.

[4]: Según Plebe (1996: 58), Aristóteles empieza a diferenciar entre los tres factores básicos de todo discurso: quien habla, la argumentación entorno a la cual se habla, y la persona a quien se habla.

[5]: Este esquema parte de Díaz Tejera, aunque completado con interesantes observaciones de Berrio (1983:24), y permite comprender globalmente la filosofía retórica de Aristóteles.

[6]: A pesar de que durante estos siglos no hay aportaciones novedosas a la retórica, en esta época se producen avances relacionados con las enseñanzas de profesores liberales como, por ejemplo, Abelardo, quien en el siglo XII trata de reintroducir en los programas de estudio la dialéctica aristotélica. Aquí no se profundiza en ellas, porque se centran sobre todo en cuestiones de estilo. De todas maneras, para profundizar más en la evolución histórica de la retórica se pueden consultar, entre otras, las obras de:

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[7]: En este marco puede señalarse la importancia que adquieren, hacia mediados del siglo XX, los denominados filósofos de la lengua (entre los más destacables Wittgenstein y Austin). Reivindican el lenguaje natural como hábil para las discusiones filosóficas, abren así una línea que será relevante tanto para la recuperación de la retórica como para su desarrollo posterior en la teoría de la argumentación. Hay que destacar también que estos dos autores se consideran a menudo como los pilares filosóficos de la pragmática.

[8]: Para ampliar el panorama actual de los estudios en teoría de la argumentación, ver Breton y Gauthier (2000: capítulo 3). Estos autores diferencian entre la investigación anglófona y la investigación francófona. A lo largo de las páginas de este capítulo afirman que los trabajos de estas tendencias abordan y analizan la argumentación siguiendo una concepción de conjunto, un interés heurístico y un espíritu especulativo o científico muy diferentes.

[9]: Para ver un planteamiento general del desarrollo de esta disciplina en los Estados Unidos, Plantin (1990: capítulo 2). También es muy interesante el repaso realizado por Breton y Gauthier (2000: capítulo 3).

[10]: Plantin (1998: 17) aporta otra clasificación temporal. Sitúa a los refundadores en los años cincuenta y los caracteriza porque todos buscan un medio para crear una racionalidad específica, práctica, para los asuntos humanos. En los años sesenta sitúa las corrientes críticas de los paralogismos y la lógica no formal. Y por último, como corrientes más actuales, coloca a las pragmáticas de la argumentación.

[11]: Esta clasificación surge a raíz de una conversación con el profesor Lluís Prat, quien da la idea inicial que después se intenta desarrollar. También el profesor Xavier Ruiz Collantes ha revisado la clasificación haciendo aportaciones interesantes.

[12]: En esta clasificación puede añadirse un cuarto grupo: la corriente filosófica de la argumentación. Su punto de partida es la definición del panorama actual como postmodernidad. No se entra en el análisis de autores como Ricoeur o Lyotard ya que, a pesar de su interés indiscutible, se alejan demasiado del objeto de estudio.

[13]: Esta superación de la lógica formal también se trata en la propuesta de Perelman.

De hecho, el punto de partida de Perelman es precisamente éste: un intento de superar las restricciones de la lógica para estudiar valores y hechos sociales, o, lo que es lo mismo, no sometidos a condiciones de abstracción de espacio, tiempo y circunstancia.

[14]: Breton y Gauthier (2000: 34) destacan cómo la divergencia fundamental entre ambos autores es su concepto de argumentación, y afirman que Perelman desarrolla su teoría retórica contra el racionalismo buscando revalorizar lo verosímil en relación con lo necesario. De esta manera, para él un argumento "revela" una racionalidad diferente de la demostración matemática. Ante esta concepción, Breton y Gauthier señalan que la teoría de la argumentación de Toulmin se inscribe dentro de una oposición a un cierto logicismo y dentro de una voluntad de reforma de la lógica con el objetivo de hacerla más aplicable a situaciones cotidianas de discusión racional. Para él, un argumento es un término más general y complejo que el silogismo (como se examina más adelante).

[15]: Entre estos puntos de vista interesantes destacan la sociología y la filosofía. La sociología aporta a la teoría de la argumentación postulados válidos para entender cuestiones básicas planteadas por esta materia. Por ejemplo, sería el caso de los estudios que desde esta disciplina se hacen del público. Las corrientes sociológicas vinculadas a la teoría de la cultura analizan los diferentes tipos de auditorio, lo mismo ocurre con la psicosociología. También ayudan a comprender algunos componentes implícitos de la persuasión cuando analizan la opinión pública.

Además, puede hablarse de una corriente filosófica de la argumentación. Los autores englobados en este grupo proponen la teoría de la argumentación como macrodiscurso a nivel social. Esta vertiente trata de construir una teoría general de la argumentación sin detenerse a pensar en el método de aplicación: en este sentido es puramente especulativa. Una figura clave en esta propuesta es Habermas. De modo general, esta tendencia afirma que la teoría de la argumentación supera los límites de las concepciones lingüísticas y textuales antes planteadas, para integrarse en un sistema mucho más amplio formado por la cultura. De esta manera, la argumentación deja de ser una metodología aplicable a diferentes análisis para convertirse en un fundamento más amplio, que trata de dar explicaciones globales a problemas filosóficos clave. Es el caso de Habermas (1992: 43) que plantea la teoría de la argumentación como ayuda para entender el concepto de racionalidad referido a un sistema de pretensiones de validez.

En este marco distingue tres aspectos analíticos que contribuyen a comprender mejor la argumentación. En primer lugar, la considera como proceso: es decir como "una continuación con otros medios, ahora de tipo reflexivo, de la acción orientada al entendimiento" (Habermas, 1992: 46) se trata de la Retórica. En segundo lugar, como procedimiento sometido a una regulación especial se habla de la Dialéctica. Y, por último, como producción de argumentos pertinentes para aceptar o no pretensiones de validez (Habermas, 1992: 47) puede hablarse de Lógica. Estos tres substratos son inseparables y están íntimamente ligados entre sí.

[16]: En su favor hay que decir que Anscombre y Ducrot no tratan de llegar a este nivel general de la comunicación. Su intención es puramente metodológica dentro de la lingüística y, con sus aportaciones, hacen avanzar esta disciplina de manera muy clara.

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Arantxa Capdevila Gómez. Universitat Rovira i Virgili (Tarragona).

Partes: 1, 2
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