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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 2)


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-¡Acabáramos! Estaba escrito que ese pánfilo de Vabre terminaría cayendo. Todo lo que ganaba se lo gastaba la mujer… Y, además, este local está a más de quinientos metros de El Paraíso, mientras que Vabre estaba puerta con puerta.

Gaujean, el fabricante de sedas, metió entonces baza en la conversación y el tono de las voces volvió a bajar. Acusaba a los grandes almacenes de estar arruinando a los fabricantes franceses. Había tres o cuatro que les imponían su ley, que campaban a sus anchas en el mercado; y dio a entender que el único modo de combatirlos era favorecer a los pequeños comerciantes, a los especialistas, que eran quienes realmente tenían futuro. Por todo lo cual, estaba dispuesto a concederle amplísimos créditos a Robineau.

-¡Fíjese en cómo se han portado con usted en El Paraíso! -repetía-. ¡Ni la más mínima consideración por los servicios prestados! ¡Son como máquinas de explotar a la gente!… Le habían prometido el puesto de encargado hace mucho tiempo. Y entonces llega Bouthemont, de fuera y sin mérito alguno que alegar, y se lo conceden a él sin más.

Robineau todavía tenía abierta la herida de aquella injusticia. Sin embargo, no se decidía a establecerse por su cuenta; alegaba que el dinero no era suyo, sino de su mujer, que había heredado sesenta mil francos; los escrúpulos le impedían recurrir a dicha suma; afirmaba que antes se dejaría cortar ambas manos que arriesgarla en un negocio que pudiera salir mal.

-No, no acabo de decidirme -concluyó, al fin-. Déjeme algún tiempo para pensarlo; ya trataremos el asunto más adelante.

-Como guste -respondió Vinçard afablemente, intentando disimular el chasco-. Yo no tengo el menor interés en vender. Si no fuera por estos dolores…

Y, volviendo al centro del local, añadió:

-¿Qué se le ofrece, señor Baudu?

El pañero, que había estado aguzando el oído, presentó a Denise, contó lo sucedido a su manera, y dijo que la joven había trabajado dos años en provincias.

-Ycomo me han dicho que buscaba usted una buena dependiente…

Vinçard hizo gala de una profunda desesperación:

-¡Vaya, también es mala suerte! En verdad que llevo ocho días buscando una dependiente, pero no hace ni dos horas que acabo de contratar a una.

Se produjo un silencio. Denise parecía consternada. Entonces, Robineau, que la observaba muy interesado, enternecido sin duda por su apariencia humilde, se permitió proporcionarle una información:

-Sé que en nuestra sección de confecciones hace falta alguien.

Baudu no pudo impedir que la protesta le saliera del alma:

-¡Con ustedes! ¡Ni hablar!

Pero, a continuación, se sintió muy violento. Denise en cambio se había puesto muy roja: entrar ella en aquellos almacenes, ¡qué osadía! Y sólo de imaginárselo, se llenaba de orgullo.

-¿Por qué dice eso? -replicó Robineau, sorprendido-. Se equivoca; sería una gran oportunidad para la señorita… Le aconsejo que vaya mañana a primera hora a ver a la señora Aurélie, la encargada. Lo peor que le puede pasar es que no la cojan.

El pañero intentó disimular su rebeldía interior con ambiguos comentarios: conocía a la señora Aurélie, o al menos a su marido, el cajero Lhomme, un hombre grueso al que un ómnibus había amputado un brazo. Y, de pronto, refiriéndose de nuevo a Denise, añadió:

-Pero yo no digo nada; la verdad es que es cosa suya. Tiene total libertad.

Dicho lo cual, se despidió de Gaujean y de Robineau y salió del establecimiento. Vinçard lo acompañó hasta la puerta, repitiéndole cuánto lamentaba no haber podido serle útil.

Denise se había quedado en medio de la tienda, cohibida, deseando pedir más detalles al dependiente de El Paraíso. Pero no se atrevió, y se limitó a despedirse a su vez, diciendo:

-Gracias, caballero.

Cuando se reunió con su tío en la acera, éste ni siquiera le dirigió la palabra. Andaba muy deprisa, obligándola a correr, como si lo arrastraran sus propias reflexiones. Al llegar a la calle de la Michodiére, se disponía a entrar en su local cuando un comerciante vecino, de pie en la puerta de su establecimiento, le hizo una seña para que se acercara. Denise se quedó esperándolo.

-¿Qué sucede, tío Bourras? -preguntó el pañero.

Bourras eran un fornido anciano con barbas y melena de profeta y penetrante mirada bajo la espesa maraña de las cejas. Regentaba una tienda de bastones y paraguas, los arreglaba e, incluso, tallaba los puños, lo que le había valido, en el barrio, fama de artista. Denise miró de reojo los bastones y paraguas alineados ordenadamente en los escaparates de la tienda, pero lo que más la sorprendió, al levantar la vista, fue el propio edificio: una casa de dos plantas, achaparrada y ruinosa, encajada entre El Paraíso de las Damas y una mansión Luis XIV, cuya presencia en aquel hueco angosto resultaba inexplicable. De no haber sido por los apoyos que la sustentaban a izquierda y derecha, todo el edificio, desde el tejado de pizarras podridas y combadas hasta la fachada de dos ventanas, surcada de grietas como costurones, y el rótulo de madera carcomida cubierto de manchas de orín, se habría venido abajo.

-¿Sabía usted que le ha mandado una carta a mi casero proponiéndole que le venda el edificio? -dijo Bourras al pañero, clavándole las brasas de los ojos.

Baudu se puso aún más pálido y se le encorvaron los hombros. Ambos quedaron en silencio, frente a frente, con expresión absorta

-Uno ya se espera cualquier cosa -murmuró al fin. Entonces el anciano dio rienda suelta a su ira, sacudiendo la melena y la barba de dios fluvial.

-¡Que compre la casa y que pague por ella cuatro veces más de lo que vale! Pero le juro que, mientras yo viva, no conseguirá ni una piedra de ella. Todavía me quedan doce años de arrendamiento… ¡Ya veremos, ya!

Aquello era una declaración de guerra. Bourras se volvía hacia El Paraíso de las Damas, cuyo nombre no habían pronunciado ninguno de los dos hombres. Baudu estuvo un rato meneando la cabeza en silencio y, al cabo, cruzó la calle para volver a su casa, con paso vacilante, repitiendo una y otra vez:

-¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío!

Denise, que había estado escuchando, lo siguió. En aquel momento, apareció también la señora Baudu con Pépé y anunció de inmediato que la señora Gras estaba dispuesta a hacerse cargo del niño en cuanto así lo decidieran. Pero Jean acababa de desaparecer, y su hermana empezó a preocuparse. Cuando el muchacho regresó, con expresión animada y hablando, entusiasmado, del bulevar, ella lo miró con tanta tristeza que Jean se ruborizó. El baúl ya estaba allí, y se dispuso que los tres hermanos durmieran arriba, en el sotabanco

-Por cierto, ¿qué tal con Vinçard? -preguntó la señora Baudu.

El pañero contó que había sido un trámite inútil; añadió que le habían hablado a su sobrina de una vacante. Y, extendiendo el brazo hacia El Paraíso de las Damas, con despectivo ademán, espetó:

-¡Ahí, precisamente!

Toda la familia quedó muy dolida. El primer turno para la cena era a las cinco. Denise y los dos chicos volvieron a sentarse en torno a la mesa, junto con Baudu, Geneviéve y Colomban. Una luz de gas iluminaba el estrecho comedor, agobiante de olor a comida. Cenaron todos en silencio. Pero, al servir el postre, la señora Baudu no pudo contenerse más y dejó la tienda para ir a sentarse detrás de su sobrina. Y, entonces, la tormenta que llevaban refrenando desde por la mañana estalló por fin, y todos, para desahogarse, se ensañaron con el monstruo.

-Es cosa tuya, eres completamente libre -repitió, al principio, Baudu-. Nosotros no queremos influir en tus decisiones. Pero… ¡si tú supieras qué sitio!

Con frases entrecortadas, narró la historia de aquel Octave Mouret. ¡Qué suerte había tenido! Un muchacho provenzal que se había plantado en París, sin más armas que la gentil osadía de los aventureros; que no esperó ni un día para meterse en líos de faldas, explotando a una mujer tras otra, hasta que lo sorprendieron con las manos en la masa, un escándalo que todavía daba que hablar en el barrio; y luego, de forma tan inesperada como inexplicable, logró conquistar a la señora Hédouin, que puso en sus manos El Paraíso de las Damas.

-¡Pobre Caroline! -interrumpió la señora Baudu-. Éramos parientes lejanas. ¡Ay, si viviera todo sería muy distinto! No consentiría que nos asesinaran… Y fue él quien la mató. ¡Claro, tanto meterse en obras! Una mañana que fue ella a verlas, se cayó en una zanja y, a los tres días, falleció. ¡Una mujer que nunca había estado enferma, tan saludable, tan hermosa! Las piedras de ese edificio se han levantado sobre su sangre.

A través de las paredes, señalaba los grandes almacenes con mano pálida y trémula. Denise, que escuchaba como quien escucha un cuento de hadas, se estremeció levemente. Quizá la causa de aquel miedo que sentía, desde por la mañana, agazapado tras la tentación, se debía a la sangre de aquella mujer, que ahora le parecía estar viendo entre el mortero rojo de los cimientos.

-Y parece que le trae buena suerte -añadió la señora Baudu, sin nombrar a Mouret.

Pero el pañero se encogió de hombros, manifestando su desprecio por aquellas fábulas de ama de cría. Prosiguió su historia, explicó la situación desde el punto de vista comercial. El Paraíso de las Damas lo habían fundado, en 1822, los hermanos Deleuze. Al morir el mayor, su hija Caroline contrajo matrimonio con un fabricante de tejidos llamado Charles Hédouin; y, más adelante, después de quedarse viuda, volvió a casarse con el Mouret aquel, convirtiéndolo en copropietario de la mitad del negocio. Tres meses después de la boda, el tío Deleuze falleció sin hijos, de modo que, cuando Caroline se dejó la vida en los cimientos del edificio, el dichoso Mouret resultó ser el único heredero, el propietario único de El Paraíso de las Damas. ¡Qué suerte había tenido!

-¡Siempre está inventando algo; un liante de lo más peligroso, que pondrá el barrio patas arriba si nadie se lo impide! -prosiguió Baudu-. Yo creo que Caroline, que también era algo fantasiosa, se dejó embaucar con los proyectos extravagantes del señorito… Total, que la convenció para que comprara el edificio de la izquierda, primero, y, luego, el de la derecha; y, en cuanto se quedó solo, compró otros dos; de modo que la tienda empezó a crecer cada vez más. ¡Tanto que ahora amenaza con tragarnos a todos!

Aunque hablaba dirigiéndose a Denise, en realidad lo hacía consigo mismo, llevado por la necesidad febril de aliviarse remachando aquella historia que lo tenía obsesionado. El era el bilioso de la familia, el violento, siempre con los puños apretados. La señora Baudu ya no decía nada; se había quedado quieta en su silla. Geneviéve y Colomban, con la mirada baja, recogían y se llevaban a la boca distraídamente las migajas de pan de la cena. El exiguo cuarto resultaba tan caluroso y agobiante que Pépé se había quedado dormido encima de la mesa y al propio Jean le costaba mantener los ojos abiertos.

-¡Paciencia! -añadió Baudu, súbitamente encolerizado-. ¡Los oportunistas siempre acaban cayendo! Sé de buena tinta que Mouret está pasando una crisis. Ha invertido todos los beneficios en esa locura por ampliar y anunciarse. Y, además, para conseguir capital, no se le ha ocurrido mejor idea que convencer a la mayoría de sus empleados de que participen en el negocio y metan dinero en él. Así que ahora mismo está sin un céntimo y, a menos que suceda un milagro, a menos que consiga triplicar el volumen de ventas, tal y como tiene previsto, ¡ya veréis qué desastre!… ¡Vaya, creo que no soy mala persona; pero, cuando llegue ese día, os juro que pienso celebrarlo a lo grande!

Siguió hablando con vengativo acento, como si la quiebra de El Paraíso de las Damas fuera a reparar la comprometida dignidad del comercio. Pero ¿dónde se había visto una tienda de novedades en la que vendieran de todo? ¡Aquello no era más que un bazar! ¡Y el personal tampoco se quedaba atrás: una panda de jovenzuelos que más parecían mozos de estación, que baqueteaban la mercancía y a la clientela como si fueran fardos, que se despedían o se dejaban despedir por un quítame allá esas pajas, sin el menor cariño por la casa, sin tradición ni arte! Y, de pronto, puso a Colomban de ejemplo y recabó su testimonio. Él sí que había tenido un aprendizaje cabal y sabía el largo pero infalible proceso que permitía dominar todas las sutilezas y artimañas del oficio. El arte no consistía en vender mucho, sino en vender caro. Y también podía contar cómo lo habían tratado, como a uno más de la familia, atendiéndolo cuando caía enfermo, lavándole y zurciéndole la ropa, rodeándolo de cuidados paternales y, en definitiva, de cariño, ¡qué caramba!

-Ya lo creo -asentía Colomban tras cada exclamación del dueño.

-Y tú eres el último, hijo mío -concluyó Baudu, enternecido-. Después de hacerte, rompieron el molde… Tú eres mi único consuelo, pues si lo que ahora llaman comercio es esta especie de atropello, yo ya no entiendo nada y casi prefiero retirarme.

Geneviéve miraba al sonriente encargado, con la cabeza inclinada hacia un hombro, como si la densa cabellera negra fuera demasiado pesada para aquella frente pálida; y había en sus ojos una sospecha, un deseo de saber si Colomban no ocultaba algún secreto remordimiento que lo hiciera sonrojarse al oír tales elogios. Pero él, como hombre ya ducho en los fingimientos del comercio tradicional, conservaba su plácido aplomo, su expresión bonachona y el habitual rictus de astucia en los labios.

Entre tanto, Baudu alzaba cada vez más el tono, arremetiendo contra los excesos de los de enfrente, aquellos salvajes a quienes acusaba, incluso, de destrozarse entre sí en aquella lucha por la vida hasta acabar con la propia institución familiar. Y citaba el ejemplo de sus vecinos del campo, los Lhomme, un matrimonio con un hijo, que trabajaban los tres en aquel antro y no tenían vida hogareña. Siempre fuera de casa. Sólo comían juntos los domingos. ¡Aquello era como vivir de pensión, qué caramba! Bien sabía él que el comedor de su casa no era muy amplio, que incluso se echaba en falta que fuese algo más luminoso y estuviese mejor ventilado; pero, por lo menos, allí cabía toda su vida y allí había vivido rodeado del afecto de los suyos. Mientras hablaba, iba recorriendo con los ojos la estrecha habitación; y, aunque no lo dijese, se estremecía sólo de pensar que aquellos salvajes podrían acabar del todo algún día con su negocio y desalojarlo de aquel refugio donde se sentía tan abrigado entre su mujer y su hija. Aunque aparentaba gran seguridad en sí mismo cuando pronosticaba la derrota final de Mouret, lo embargaba el terror, en su fuero interno, pues sentía cómo iba progresando aquella invasión del barrio que lo consumía poco a poco.

-No te cuento todo esto para desanimarte -añadió, esforzándose por mantener la calma-. Si tú consideras que te conviene trabajar en ese sitio, yo seré el primero en decirte: «Adelante».

-De eso estoy segura, tío -murmuró Denise, aturdida y cada vez más deseosa, en medio de aquella tempestad de pasiones, de trabajar en El Paraíso de las Damas.

Baudu, de codos en la mesa, la agobiaba con la mirada. -Pero, vamos a ver, tú que eres del gremio, dime si no es una locura que en una tienda de novedades se venda de todo. Antes, cuando el comercio era cosa de gente honrada, la especialidad de novedades sólo abarcaba los tejidos, y punto. Hoy en día, esos comercios no piensan más que en pisotear a los vecinos y quedarse con todo… Y de eso se queja el barrio, porque las tiendas pequeñas empiezan a acusar seriamente el golpe. Ese Mouret las está arruinando… Bédoré Hermanos, sin ir más lejos, la calcetería de la calle de Gaillon, ya se ha quedado sin la mitad de la clientela. La señorita Tatin, la lencera del pasaje de Choiseul, no ha tenido más remedio que empezar a bajar precios, a ver quién vende más barato. Es como una epidemia, una peste que se ha extendido hasta la calle Neuve-desPetits-Champs; me han dicho que la peletería de los hermanos Vanpouille no puede aguantar ya mucho… ¿Qué te parece? ¡Los horteras metidos a vender pieles, parece cosa de guasa! ¡Otra idea genial de Mouret!

-¿Qué me dices de los guantes? -preguntó la señora

Baudu-. ¿No es una monstruosidad? ¡Se ha atrevido a abrir una sección de guantes!… Ayer, cuando pasaba por la calle Neuve-Saint-Augustin, vi a Quinette en la puerta de la tienda, con una cara tan triste que no me atreví a preguntarle cómo iba el negocio.

-¡Y los paraguas! -prosiguió Baudu-. ¡Eso ya es el colmo! Bourras está convencido de que Mouret lo ha hecho únicamente para hundirlo; y es que ¿a santo de qué viene juntar los paraguas con las telas?… Pero Bourras tiene buen aguante, no dejará que le pongan la soga al cuello. Ya llegará el día en que nosotros riamos mejor.

Continuó citando a otros comerciantes; pasó revista a todo el barrio. A veces se le escapaba alguna confesión: si Vinçard estaba pensando en vender, ya podían todos empezar a echar el cierre, porque Vinçard era como las ratas, que abandonan el barco antes de que se hunda. Pero, acto seguido, desmentía aquellos temores, soñaba con formar una alianza, una coalición de todos los pequeños comerciantes para plantarle cara al coloso. Llevaba un rato sin decidirse a hablar de sí mismo, y le temblaban las manos mientras un tic nervioso le torcía la boca. Por fin se resolvió:

-Yo, hasta ahora, no tengo grandes motivos de queja. ¡Claro está que el muy sinvergüenza me ha perjudicado! Pero de momento sólo trabaja los paños de señora, paños ligeros para vestidos, y otros más gruesos, para abrigos. Pero el público sigue comprando aquí los artículos de caballero, las panas de cazador, las libreas; por no hablar de las franelas y los muletones, un surtido completísimo con el que me atrevo a desafiar a cualquiera… Pero no deja de pincharme, piensa que puede hacer que me dé un berrinche poniéndome la sección de pañería delante de las narices. Ya habrás visto el escaparate, ¿no? Siempre coloca ahí las mejores confecciones, y, de telón de fondo, pone piezas de paño, un auténtico desfile de saltimbanquis para seducir a las mujeres fáciles… ¡A un hombre honrado se le caería la cara de vergüenza antes que recurrir a semejantes artimañas! El Viejo Elbeuf es famoso desde hace casi cien años y nunca tuvo necesidad de recurrir a semejantes engañabobos. ¡Mientras yo viva, la tienda seguirá estando tal y como la heredé, con sus cuatro piezas de muestra, a izquierda y derecha, ni una más ni una menos!

El resto de la familia se iba contagiando de la emoción de Baudu. Hubo un silencio, tras el cual Geneviéve se atrevió a tomar la palabra:

-La clientela nos aprecia, papá. No hay que desesperar… Hoy mismo han estado aquí la señora Desforges y la señora De Boves; y la señora Marty quedó en venir para ver unas franelas.

-Yo despaché ayer un encargo de la señora Bourdelais -afirmó Colomban-. Aunque bien es cierto que también me preguntó por un cheviot inglés que, enfrente, cuesta medio franco más barato y, según dice, es igual al que tenemos nosotros.

-¡Y pensar -murmuró la señora Baudu, con su voz cansada que nosotros conocimos la tienda cuando era tan pequeña como un pañuelo! Créeme, querida Denise, cuando los Deleuze la inauguraron no tenía más que un escaparate en la calle Neuve-Saint-Augustin, que más bien parecía una fresquera, y en el que costaba trabajo meter un par de piezas de indiana y tres de calicó. Aquello era un cuchitril en el que no podía una ni revolverse… Por aquel entonces, El Viejo Elbeuf, que existía desde hacía más de sesenta años, ya estaba tal y como lo ves ahora… ¡Ay, cómo han cambiado las tornas, cómo han cambiado!

Movía la cabeza mientras decía, despacio, aquellas palabras que reflejaban todo el drama de su vida. Había nacido en El Viejo Elbeuf, amaba todas y cada una de las húmedas piedras de aquel local, vivía únicamente por y para él; orgullosísima, antaño, de su tienda, la más boyante, la mejor surtida de todo el barrio, padecía ahora el prolongado sufrimiento de ver cómo prosperaba la casa rival, desdeñada al principio, luego pareja en importancia y, por último, pletórica y amenazadora. Le dolía la situación como una llaga siempre abierta; la hería de muerte la humillación de El Viejo Elbeuf, al igual que éste, seguía viviendo por inercia, aunque sabía que la agonía de la tienda era también la suya y que ella se extinguiría el día en que el comercio tuviese que cerrar.

Reinó el silencio. Baudu tocaba retreta con los dedos sobre el hule de la mesa. Se sentía cansado, casi arrepentido, tras aquel nuevo desahogo. Los otros miembros de la familia, tan abatidos como él, continuaban rumiando las amarguras de su vida, con la mirada perdida en el vacío. jamás les había sonreído la fortuna. Cuando los hijos ya estaban criados y parecía que, por fin, iban a alcanzarla, la competencia los empujaba de repente a la ruina. Todavía les quedaba la casa de Rambouillet, la finca a la que el pañero llevaba diez años soñando con retirarse: una verdadera ganga, a su entender, un viejo caserón que requería continuas reparaciones y que se había resignado a alquilar, aunque los inquilinos nunca le pagaban la renta. En ella se estaba gastando sus postreras ganancias, era el único vicio que le había consentido su meticulosa probidad, obstinadamente aferrada a las viejas costumbres.

-¡Bueno! -exclamó de pronto-. Hay que dejar el sitio libre a los demás… ¡Ya está bien de palabras inútiles!

Fue como un despertar. La lámpara de gas silbaba en el aire muerto y recalentado de la reducida habitación. Todos se levantaron, sobresaltados, quebrando el melancólico silencio. Sólo Pépé siguió dormido, tan profundamente que decidieron echarlo encima de unas piezas de muletón. Jean había vuelto, bostezando, a la puerta de la calle.

-Para terminar, sólo te digo que hagas lo que quieras -volvió a repetirle Baudu a su sobrina-. Nosotros te contamos cómo están las cosas, y nada más… Pero tú eres quien decide lo que tienes que hacer.

La atosigaba con los ojos, esperando una respuesta definitiva. Denise, cuya fascinación por El Paraíso de las Damas no sólo no se había desvanecido después de oír aquellas historias, sino que se había acrecentado, mantuvo su plácida y dulce expresión, reflejo, en el fondo, de su firme voluntad de normanda, y se limitó a responder:

-Ya veremos, tío.

Luego dijo que ella y los niños subirían a acostarse temprano, porque estaban muy cansados los tres. Pero, como eran apenas las seis de la tarde, consintió en volver a la tienda un ratito más. Ya era noche cerrada; una lluvia fina y prieta, que había empezado a caer al ponerse el sol, empapaba la calle oscura. Denise se quedó muy sorprendida de que, en tan poco tiempo, el suelo estuviese ya sembrado de charcos, los arroyos cargados de agua sucia y las aceras manchadas de barro espeso y pisoteado; a través de la pertinaz llovizna sólo se veía ya un confuso desfile de paraguas, que chocaban entre sí y se ahuecaban como amplias alas negras que cruzasen por las tinieblas. El primer instinto de Denise fue retroceder, sobrecogida de frío, aún más acongojada ante el aspecto lúgubre que cobraba, a aquella hora, la mal iluminada tienda. Desde la calle entraba un soplo húmedo, el hálito del viejo barrio: diríase que el goteo de los paraguas llegaba hasta los mostradores; que la calzada, salpicada de charcos y barro, se metía en el vetusto local, blanco de salitre, y acababa de enmohecerlo. Al contemplar aquel París viejo y húmedo, tiritaba, sorprendida y consternada al ver que la gran ciudad era tan fría y tan fea.

Entretanto, al otro lado de la calzada, se encendían las largas filas de lámparas de gas de El Paraíso de las Damas. Denise se acercó, cediendo de nuevo a la atracción de aquel foco de ardiente luz, notando casi que la hacía entrar en calor. Seguía retumbando la máquina, activa aún, y soltaba el vapor, con un último resoplido, mientras los dependientes recogían las telas y los cajeros calculaban la recaudación. A través de los cristales empañados se adivinaba un confuso hormigueo de luces y sombras, el desdibujado recinto de una fábrica. Tras la cortina de agua que caía del cielo, aquella aparición distante v borrosa tomaba la apariencia de una gigantesca sala de máquinas por la que cruzaban las negras siluetas de los fogoneros, recortadas sobre el rojo resplandor de las calderas. En los difuminados escaparates ya no se distinguía, desde aquella acera, sino la nieve de los encajes, que, bajo la luz de los globos esmerilados de una hilera de lámparas de gas, parecían aún más blancos; y, sobre aquel fondo de capilla, las confecciones destacaban, rotundas; el largo abrigo de terciopelo guarnecido de zorro plateado dibujaba el airoso perfil de una mujer sin cabeza que se apresurase bajo la lluvia, camino de alguna fiesta, entre las misteriosas tinieblas de París.

Denise, sucumbiendo a la seducción, se había acercado a la puerta, sin importarle que la empapase el salpicar de las gotas de lluvia. En aquellas horas nocturnas, El Paraíso de las Damas, con su resplandor de horno, vencía sus últimas reticencias y se apoderaba de ella por completo. En aquella gran urbe, oscura y silenciosa bajo la lluvia, en aquel París del que nada conocía, los almacenes brillaban como un faro, como si en ellos se concentrasen toda la luz, toda la vida de la ciudad. Y en ellos imaginaba Denise su futuro, criando trabajosamente a sus niños; y soñaba también muchas otras cosas, no sabía exactamente cuáles, cosas lejanas que ansiaba y temía al tiempo y la hacían estremecerse. Recordó a la mujer muerta en los cimientos y sintió miedo, le pareció que las manchas de luz chorreaban sangre; pero la apaciguó la blancura de los encajes; el corazón se le llenó de esperanza y de una certidumbre de dicha, en tanto que un polvillo de gotitas diminutas llegaba por los aires a refrescarle las manos y calmarle la excitación del viaje.

-Ahí está Bourras -dijo una voz a sus espaldas.

Se asomó y pudo ver a Bourras, parado, al final de la calle, delante del escaparate en el que aquella mañana le había llamado la atención a Denise una ingeniosa presentación de paraguas y bastones. El fornido anciano había cruzado sigilosamente las sombras para llenarse los ojos con aquella triunfal exhibición; y, pintado el dolor en el rostro, ni siquiera sentía la lluvia que le golpeaba la cabeza descubierta y le chorreaba por la melena blanca.

-Ese majadero se va a poner malo -comentó la voz.

Denise se dio la vuelta y vio que los Baudu estaban otra vez detrás de ella. Siempre volvían al mismo sitio, a pesar suyo, al igual que Bourras, al que llamaban majadero, para contemplar el espectáculo que les desgarraba el corazón, como si tuviesen una rabiosa necesidad de sufrir. Geneviéve, muy pálida, se había percatado de que Colomban miraba las siluetas de las dependientes a través de las lunas de la entreplanta; y, mientras Baudu se ahogaba de rencor contenido, los ojos de la señora Baudu se iban llenando de silenciosas lágrimas.

-Vas a ir mañana, ¿verdad? -preguntó, al fin, el pañero, que ya no podía aguantar el tormento de la incertidumbre y sabía, por lo demás, que también su sobrina había sucumbido.

Denise titubeó y, luego, respondió con dulzura:

-Sí, tío, a menos que me diga que le doy un disgusto muy grande.

Al día siguiente, a las siete y media, estaba Denise delante de El Paraíso de las Damas. Quería presentarse a solicitar el puesto antes de acompañar a Jean a casa de su maestro, que vivía lejos, en la parte alta del faubourg de Le Temple. Pero, como estaba acostumbrada a madrugar, había ido demasiado temprano: apenas si estaban empezando a llegar los dependientes; y, temiendo hacer el ridículo, presa de timidez, se quedó un rato a pie firme en la plaza de Gaillon.

Soplaba un viento frío que ya había oreado los adoquines. En la pálida claridad de amanecer que caía del cielo ceniciento, los dependientes, a los que aquel escalofrío primero del invierno había cogido por sorpresa, salían con paso rápido de todas las bocacalles con el cuello del gabán levantado y las manos metidas en los bolsillos. La mayoría iban solos, con prisa, y se metían en los almacenes sin dirigir ni una palabra, ni tan siquiera una mirada, a los colegas que caminaban a su lado apretando el paso; otros llegaban en grupos de dos o tres, hablando por los codos, ocupando todo el ancho de la acera; y todos ellos, antes de entrar, tiraban al arroyo, con idéntico ademán, el cigarrillo o el puro que iban fumando.

Denise se fijó en que varios de aquellos caballeros se quedaban mirándola al pasar. Entonces la agobió aún más la timidez; no tuvo ya fuerzas para entrar en pos de ellos y tomó la decisión de no hacerlo hasta que hubiera concluido el desfile; se le subían los colores cuando pensaba en cruzar la puerta entre los empujones de tantos hombres. Pero aquel desfile no acababa nunca y, para huir de las miradas, dio despacio una vuelta a la plaza. Al volver, encontró, plantado ante El Paraíso de las Damas, a un joven alto, lívido y desgarbado que, al parecer, llevaba esperando, igual que ella, un cuarto de hora.

-Oiga, señorita -acabó por preguntarle éste, entre balbuceos-, ¿no será usted por casualidad dependiente de la casa? Tanto la inmutó que aquel muchacho desconocido le dirigiese la palabra que, al principio, se quedó callada.

-Es que, ¿sabe usted? -prosiguió él, cada vez más confuso-, vengo con intención de ver si me cogen y usted podría resolverme una duda.

Era tan tímido como Denise y se arriesgaba a hablarle porque notaba que también ella estaba temblando.

-Lo haría con mucho gusto, caballero -acabó por responderle Denise-. Pero sé tanto como usted; yo también estoy aquí para ver si me cogen.

-¡Ah, muy bien! -exclamó él, sin saber qué decir.

Y los dos se ruborizaron hasta las orejas; sus dos timideces permanecieron por un momento frente a frente; los conmovía la fraternidad de su situación, aunque no se atrevían, empero, a desearse suerte en voz alta. Por fin, como no decían palabra y se sentían cada vez más violentos, se separaron torpemente y continuaron la espera, cada cual por su lado, a pocos pasos uno de otro.

Seguían entrando dependientes. Ahora, Denise los oía bromear cuando pasaban a su lado mirándola de reojo. Cada vez la apuraba más permanecer allí y que todos se fijasen en ella, y estaba a punto de ir a dar un paseo de media hora por el barrio cuando, al ver llegar a un joven, que venía con paso rápido por la calle de Mac-Mahon, se quedó donde estaba durante unos momentos más. No cabía duda de que se trataba de un jefe de departamento, pues los dependientes lo saludaban. Era alto, de tez blanca y cuidada barba; tenía ojos aterciopelados de color oro viejo, que fijó en Denise apenas un segundo, mientras cruzaba la plaza. Ya había entrado él en los almacenes, indiferente, y aún seguía ella clavada en el sitio, inmóvil, bajo la impresión de aquella mirada; la embargaba una emoción singular en la que había más malestar que atracción. El caso es que le estaba entrando miedo; en espera de que le volviese el coraje, echó calle de Gaillon abajo y, luego, por la de SaintRoch.

Aquel joven era algo más que un jefe de departamento; era Octave Mouret en persona. Aquella noche no se había acostado, pues, al salir de una velada en casa de un agente de cambio, se había ido a cenar con un amigo y dos mujeres que se había encontrado entre los bastidores de un teatro de poca monta. Llevaba el gabán abrochado hasta el cuello para tapar el frac y la corbata blanca. Subió deprisa a sus habitaciones, se lavó y se cambió; y, cuando acudió a sentarse tras la mesa de trabajo, en el despacho de la entreplanta, lo hizo con pie firme, mirada despierta y cutis lozano, con la cabeza puesta en la tarea, como si hubiera dormido diez horas. El despacho, amplio, con muebles de roble viejo y paredes tapizadas de reps verde, no tenía más adorno que un retrato, el retrato de aquella señora Hédouin de la que aún se hablaba en el barrio. Desde su fallecimiento, Octave la recordaba con enternecido afecto y agradecía a su memoria la fortuna, que al casarse con él, le había proporcionado a manos llenas. Así pues, antes de ponerse a firmar las órdenes de pago que tenía encima del secante, le dirigió al retrato una sonrisa de hombre dichoso. ¿Acaso, tras sus escarceos de joven viudo, al salir de las alcobas a las que lo arrastraba irremisiblemente su necesidad de goce, no volvía siempre a su presencia para ponerse a trabajar?

Llamaron a la puerta y, sin más demora, entró un hombre joven, alto y flaco, de labios finos y nariz afilada, pero muy bien puesto; en el pelo planchado se le veían ya unos cuantos mechones grises. Mouret había alzado la vista para seguir luego con la firma.

-¿Qué tal ha dormido, Bourdoncle?

-Muy bien, gracias -respondió el joven, que caminaba a pasitos cortos y como si estuviera en su casa.

Bourdoncle, hijo de un humilde granjero de los alrededores de Limoges, había empezado hacía años a trabajar al mismo tiempo que Octave Mouret en El Paraíso de las Damas, cuando era éste un comercio que hacía esquina con la plaza de Gaillon. Parecía a la sazón que, por su gran inteligencia y su constante actividad, no le costaría mucho pasarle por delante a su compañero, menos cumplidor y con más flaquezas, atolondrado en apariencia, metido en inquietantes líos de faldas; pero carecía de las avasalladoras ráfagas de talento del apasionado provenzal, y también de su audacia y de su victorioso encanto. Por lo demás, un instinto de hombre sensato lo había predispuesto, desde el principio y sin lucha, a cederle el paso y obedecerlo. Cuando Mouret aconsejó a sus dependientes que invirtiesen en el negocio, Bourdoncle fue uno de los primeros en hacerle caso, llegando, incluso, a confiarle la inesperada herencia de una tía. Y, poco a poco, tras haber subido todos los peldaños -dependiente, segundo encargado, jefe de la sección de sedería- había llegado a ser uno de los lugartenientes del dueño, el que éste más quería, del que más se fiaba, uno de los seis partícipes que tenían intereses en la casa y lo ayudaban a regir El Paraíso de las Damas, formando un a modo de consejo de ministros a las órdenes de un monarca absoluto. Cada uno velaba por una provincia diferente. Bourdoncle tenía a su cargo la inspección general.

-¿Y qué tal ha dormido usted? -preguntó con confianza. Cuando Mouret le hubo respondido que no se había acostado, movió la cabeza, diciendo por lo bajo:

-Mala higiene es ésa.

-Pero ¿por qué? -dijo el otro con tono alegre-. Estoy menos cansado que usted, querido amigo. Tiene los ojos hinchados de tanto dormir; tanto comedimiento lo está poniendo torpe… ¡Vaya a divertirse, verá como se le espolean las ideas!

Era ésta la eterna y amistosa discusión de ambos. Bourdoncle, antes, pegaba a sus queridas porque decía que no le dejaban dormir. Ahora, hacía profesión de odiar a las mujeres, aunque debía de tener, fuera de su domicilio, citas que no mencionaba, ya que apenas tenían importancia en su vida; le bastaba con sacarles el jugo a las clientes de los almacenes, con hondo desprecio por la frivolidad que las llevaba a arruinarse en trapos inútiles. Mouret, por el contrario, se mostraba extasiado ante ellas, se demoraba en presencia de las mujeres, satisfecho y mimoso; nuevos amores lo arrastraban de continuo y sus tiernos caprichos eran como el reclamo de su negocio; hubiérase dicho que arropaba a todo el sexo femenino en una única caricia para aturdirlo mejor y conservarlo a su merced.

-La noche pasada, he estado con la señora Desforges -siguió diciendo-Estaba deliciosa en el baile.

-¿Y, por casualidad, cenó también con ella después? -le preguntó su socio.

Mouret puso el grito el cielo.

-¡No, por Dios! Es una mujer muy decente, querido amigo. No; cené con Héloïse, la chiquita del teatro de Les Folies. ¡Más tonta que una oveja! Pero ¡qué gracia tiene!

Tomó otro montón de órdenes de pago y continuó firmando. Bourdoncle seguía yendo de un lado para otro a pasitos cortos. Se acercó a los altos ventanales para echar una ojeada a la calle Neuve-Saint-Augustin y regresó luego, diciendo:

-Ya sabe usted que acabarán por vengarse.

-¿Quiénes? -preguntó Mouret, que no estaba atento a la conversación.

-Las mujeres, claro está.

Entonces se puso Mouret aún de mejor humor, dejando traslucir, bajo su fingida adoración sensual, la realidad de sus brutales sentimientos. Se encogió de hombros como para indicar que, el día en que ya lo hubiesen ayudado a afianzar su fortuna, las dejaría a todas tiradas por los suelos, como sacos vacíos. Bourdoncle, tenaz, seguía repitiendo, sin cejar en su expresión de frialdad:

-Se vengarán… Llegará una que vengará a las demás; es algo fatal.

-¡No hay cuidado! -exclamó Mouret, exagerando el acento provenzal-. Todavía no ha nacido la mujer que pueda hacerme eso a mí, muchacho. Y si un día llegase, pues fíjese bien…

Había alzado el palillero, enarbolándolo y apuntando al vacío, como si hubiera querido clavar un puñal en un corazón invisible. El partícipe siguió con su trabajo, cediendo, como siempre, ante la superioridad del dueño, cuyo genial talento lo desconcertaba, no obstante, por sus frecuentes altibajos. Él, tan recto, tan lógico, tan carente de pasiones, tan incapaz de caídas, no había conseguido aún comprender que el éxito tiene visos de mujerzuela y que París se entrega, en un beso, al más atrevido.

Reinó el silencio. Sólo se oía la plumilla de Mouret. Éste hizo luego una serie de preguntas breves a Bourdoncle, y éste le dio detalles de la inauguración de la gran venta de novedades de invierno, que estaba prevista para el lunes siguiente. Era una operación de mucha envergadura y la casa se jugaba en ella cuanto poseía, pues los rumores del barrio se basaban en un hecho real: Mouret especulaba como lo haría un poeta, de forma tan fastuosa y con tal necesidad de acometer empresas colosales que parecía como si todo fuera a desplomársele bajo los pies. Aplicaba un concepto nuevo de los negocios, una aparente fantasía que, tiempo atrás, había sido motivo de preocupación para la señora Hédouin e, incluso en la actualidad, pese al éxito inicial, sumía a veces en la consternación a los partícipes. Había quien criticaba bajo cuerda al dueño por correr demasiado; quien lo acusaba de haber ampliado peligrosamente los almacenes antes de estar seguro de contar con un incremento suficiente de la clientela; quien se atemorizaba, sobre todo, al verlo apostar todo el dinero a una sola baza, agolpando en los mostradores un alud de artículos y quedándose sin un céntimo de reserva. Por ejemplo, para la actual venta, que venía tras considerables pagos a los albañiles, había recurrido a la totalidad del capital: una vez más, no quedaba más remedio que vencer o morir. Y él, entre tantos sobresaltos, conservaba un triunfante júbilo, una certidumbre de contar con millones, como hombre al que las mujeres idolatran y no pueden traicionar. Cuando Bourdoncle se atrevió a manifestar ciertos temores acerca del excesivo crecimiento de algunos departamentos cuya cifra de ventas seguía sin estar clara, Mouret exclamó, con limpia risa confiada:

-Quite allá, amigo mío. ¡Si estos almacenes son demasiado pequeños!

Su interlocutor manifestó su asombro, presa de un temor que no intentaba ya ocultar. ¡Los almacenes demasiado pequeños! ¡Una tienda de novedades con diecinueve departamentos y cuatrocientos tres empleados!

-Pero si es que no vamos a tener más remedio que hacer ampliaciones antes de año y medio -siguió diciendo Mouret-. Me lo estoy planteando muy en serio. La señora Desforges me prometió anoche concertarme un encuentro en su casa con cierta persona. En fin, ya hablaremos de ello cuando la idea esté madura.

Y, como había acabado de firmar los pagos, se puso de pie y se acercó al partícipe, que se reponía a duras penas, para darle unas amistosas palmadas en la espalda. Se divertía con aquellos sustos de las personas prudentes de su entorno. En uno de esos ataques de brusca sinceridad con los que, a veces, abrumaba a quienes gozaban de su confianza, declaró que, en el fondo, era más judío que todos los judíos del universo: había salido a su padre, al que se parecía en lo físico y en la forma de ser, una buena pieza que sabía lo que valía el dinero; y, si bien era cierto que había sacado de su madre una pizca de exaltada fantasía, quizá era a ese rasgo al que debía lo más provechoso de su suerte, pues sentía en su fuero interno la invencible fuerza de aquel encanto personal materno que se atrevía con todo.

-Bien sabe usted que estaremos a su lado hasta las últimas consecuencias -acabó por decir Bourdoncle.

Tras lo cual, zanjaron ambos otros cuantos asuntos antes de bajar a los almacenes para la acostumbrada ronda. Estudiaron la muestra de un talonario de matrices que acababa de idear Mouret para los talones de los dependientes. Se había fijado éste en que la clientela arramblaba con los artículos pasados de moda, los «trastos viejos», con tanta mayor rapidez cuanto más alta era la comisión que llevaban en ellos los dependientes, y había basado en aquella observación un nuevo sistema de venta. Ahora daba participación a todos los dependientes en la venta de cualesquiera artículos y les concedía un tanto por ciento sobre el retal más pequeño, el objeto más nimio que vendiesen: era éste un sistema que había revolucionado el comercio de novedades y enfrentaba a los dependientes en una lucha por la existencia de la que se beneficiaban los patronos. Tal lucha se había convertido, por cierto, para él en su sistema favorito, en el principio organizativo al que recurría de continuo. Daba rienda suelta a las pasiones, enfrentaba las fuerzas, dejaba que el pez grande se comiese al chico y medraba en aquella pugna de intereses. Dieron el visto bueno al talonario de muestra: en la parte de arriba, tanto en la matriz como en el talón que se desprendía de ésta, iban indicados el departamento y el número del dependiente; luego, también en ambas partes, había columnas para los metros despachados, la denominación del artículo y el precio; el dependiente se limitaba a firmar el talón antes de entregárselo al cajero. De esta forma, el control resultaba muy fácil; bastaba con cotejar, en contaduría, los talones entregados en caja con las matrices que permanecían en poder de los dependientes. Y, de esta forma, cada semana podrían cobrar éstos su porcentaje y su comisión sin posibilidad de error.

-Nos robarán menos -comentó Bourdoncle con tono satisfecho-. Ha tenido usted una idea excelente.

-Y la noche pasada se me ocurrió otra -explicó Mouret-. Sí, querido amigo, anoche, durante la cena que le he mencionado… Estoy pensando en darles a los empleados de contaduría una pequeña prima por cada error que encuentren en los talones de venta, cuando los cotejen… Ya se dará usted cuenta de que a partir de ahora no se les va a pasar ni un fallo; antes bien, tendrán tendencia a inventárselos.

Se echó a reír mientras su acompañante lo miraba con admiración. Le parecía de perlas recurrir una vez más a la lucha por la vida; tenía talento para la mecánica de la administración; su sueño era basar la organización del establecimiento en sacarles partido a los apetitos ajenos en pro de la satisfacción fácil y completa de los propios. Solía decir que, para conseguir que la gente diera de sí cuanto pudiese, e incluso para obtener de ella cierta dosis de honradez, había que empezar por enfrentarla con sus necesidades.

-¡Bueno, vamos abajo! -siguió diciendo Mouret-. Hay que ocuparse de la inauguración de la venta… La seda llegó ayer, ¿no? YBouthemont debe de estar en el servicio de llegadas.

Bourdoncle lo siguió. El servicio de llegadas se hallaba en el sótano que daba a la calle Neuve-Saint-Augustin. A ras de la acera se abría una jaula acristalada en la que los camiones iban descargando la mercancía. La pesaban y la dejaban caer luego por una rampa muy inclinada de madera de roble, tan reluciente y bruñida como los herrajes por el roce de los fardos y cajones. Todas las llegadas entraban por esa escotilla abierta de par en par; era un sumidero continuo, un desfile de tejidos que caían con un bramar de río. En las épocas de grandes ventas, sobre todo, la rampa llevaba hasta el sótano un flujo inagotable: las sedas de Lyón, las lanas de Inglaterra, los hilos de Flandes, los calicós de Alsacia, las indianas de Ruán. A veces, los camiones tenían que hacer cola; los paquetes, al caer, sonaban, en lo hondo del agujero, con el mismo ruido sordo de una piedra al arrojarla a aguas profundas.

Mouret, al pasar, se detuvo un momento ante la rampa que estaba en pleno funcionamiento y por la que bajaba una hilera de cajones. Parecían moverse solos, pues no estaban a la vista los hombres cuyas manos los empujaban desde arriba; era como si se lanzasen por propio impulso, semejantes al agua que chorrea, como una lluvia, desde un manantial situado a gran altura. Luego aparecieron unos fardos que giraban sobre sí mismos como cantos rodados. Mouret miraba, sin decir palabra. Pero aquel desplome de mercancías que iban cayendo en sus dominios, aquel caño del que manaban miles de francos por minuto prendía en sus ojos claros una breve llamarada. Nunca hasta ahora había tenido una conciencia tan nítida de la batalla ya entablada, que consistía en hacer llegar aquel caos de mercancías a los cuatro puntos cardinales de París. Sin despegar los labios, siguió la ronda.

En la claridad gris que entraba por los amplios tragaluces, una cuadrilla de hombres se hacía cargo de las llegadas, mientras otros desclavaban las tapas de los cajones y abrían los fardos en presencia de los jefes de departamento. Reinaba un bullicio de tajo o de astillero en aquel hondo subterráneo, en aquel sótano de desnudas paredes enfoscadas de cemento, cuyas bovedillas descansaban sobre unos pilares de hierro colado.

-¿Ha llegado todo, Bouthemont? -preguntó Mouret, acercándose a un joven de anchas espaldas que estaba comprobando el contenido de un cajón.

-Sí, parece que está todo -respondió éste-. Pero se me va a ir la mañana en contarlo.

El jefe de departamento comprobaba la factura, de pie ante un largo mostrador en el que uno de sus dependientes iba colocando, una a una, las piezas de seda que sacaba del cajón. A su espalda, se alineaban otros mostradores, también cargados de mercancías que examinaba una pléyade de dependientes. Era aquélla una exposición completa, una aparente confusión de tejidos, que revisaban, ponían del revés y marcaban entre el zumbido de las voces.

Bouthemont, que era cada vez más conocido en el ramo, tenía una cara redonda de hombre bien humorado, una barba negra como el betún y unos hermosos ojos de color castaño. Había nacido en Montpellier; juerguista y escandaloso, no tenía aptitudes para la venta; pero en las compras no había quien rivalizara con él. Lo había mandado a París su padre, que regentaba en su ciudad natal una tienda de novedades; cuando el buen hombre se dijo que el chico debía de saber ya bastante para hacerse cargo del negocio, éste se negó en redondo a volver a su tierra. A partir de ese momento, fue creciendo una rivalidad entre el padre y el hijo; aquél se entregaba en cuerpo y alma a su modesto negocio de provincias y se indignaba de que un simple dependiente ganase el triple que él; éste se burlaba de la rutina del viejo, le pasaba sus ganancias por las narices y ponía la casa manga por hombro cada vez que iba por allí. Al igual que los demás jefes de departamento, cobraba, amén de tres mil francos de sueldo fijo, un porcentaje sobre la venta. Montpellier, sorprendido y respetuoso, no paraba de comentar que Bouthemont hijo se había embolsado el año anterior cerca de quince mil francos. Y era sólo un principio; la gente predecía al irritado padre que esa cantidad iría en aumento.

Entre tanto, Bourdoncle había cogido una de las piezas de seda y estaba examinando el grano con la expresión atenta de un hombre competente. Era una faya con el orillo azul y plata, la famosa París-Paraíso con la que contaba Mouret para dar el golpe definitivo.

-Desde luego que es de gran calidad -murmuró el partícipe.

-Y, sobre todo, además de calidad tiene mucha vista -dijo Bouthemont-. Una cosa así sólo nos la fabrica Dumonteil… En el último viaje que hice, reñí con Gaujean, porque estaba dispuesto a meter cien telares en este modelo, pero nos pedía veinticinco céntimos más por metro.

Casi todos los meses, Bouthemont visitaba las fábricas, pasaba días enteros en Lyón, se alojaba en los mejores hoteles y llevaba orden de tratar con los fabricantes sin andarse con cicaterías. Gozaba, por otra parte, de total libertad y podía comprar lo que le pareciera bien siempre y cuando incrementase en determinada proporción, establecida de antemano, la cifra de ventas de su departamento. E incluso era de ese incremento del que salía su porcentaje de participación en los beneficios. En resumidas cuentas, su posición en El Paraíso de las Damas, igual que la de los demás encargados, sus colegas, era la de un comerciante especializado dentro de un conjunto de comercios diversos, algo semejante a una dilatada ciudad de los negocios.

-Así que seguimos en lo dicho -añadió-. La marcamos a cinco sesenta… Ya sabe usted que es poco más del precio de compra.

-¡Sí, sí! ¡A cinco sesenta! -dijo vehementemente Mouret-. Y, si nadie dependiera de mí, la vendería perdiendo dinero.

El jefe de departamento se rió sin malicia.

-¡Por mí que no quede! Vamos a triplicar las ventas; y como lo que a mí me interesa es conseguir buenas recaudaciones… Pero Bourdoncle seguía serio, con los labios fruncidos. El porcentaje que cobraba él se calculaba sobre los beneficios totales y no le convenían las rebajas. Era, precisamente, misión suya controlar qué precios se marcaban para que Bouthemont no se dejase llevar por el exclusivo deseo de incrementar las cifras de ventas y los fijase con un margen de ganancia excesivamente bajo. Por lo demás, al presenciar aquellos tejemanejes publicitarios, a cuya altura no se sentía, habían vuelto a apoderarse de él las anteriores preocupaciones. Atreviéndose a manifestar sus recelos, dijo:

-Si la ponemos a cinco sesenta, es como si perdiéramos dinero, porque tendremos que descontar los gastos, que son muy elevados… En cualquier otro sitio la marcarían a siete francos.

Tales palabras molestaron a Mouret. Dio una palmada a la seda y exclamó, nervioso:

-Ya lo sé, y por eso quiero hacerles ese regalo a nuestras clientes… Desde luego, amigo mío, que no tendrá usted nunca mano con las mujeres. ¿No se da cuenta de que se van a tirar de los pelos por esta seda?

-¡Por supuesto! -lo interrumpió el partícipe, obstinado-. Y cuanto más se tiren de los pelos más dinero perderemos nosotros.

-Perderemos unos pocos céntimos en este artículo, lo reconozco. ¿Y qué? ¿Dónde está el daño si atraemos a todas las mujeres, si las tenemos así a nuestra merced y conseguimos que pierdan el seso ante nuestras montañas de mercancías y vacíen los monederos sin llevar cuenta? Lo que hace falta, querido amigo, es encandilarlas; y para eso necesitamos un artículo que encuentre su punto flaco, que haga época. Luego ya podemos vender los demás artículos tan caros como en cualquier otra parte, porque estarán convencidas de que nosotros se los damos más baratos. Por ejemplo, nuestra Piel de Oro, ese tafetán de siete cincuenta que cuesta lo mismo en todas las tiendas, les parecerá también una ocasión extraordinaria y bastará para resarcirnos de las pérdidas de la París-Paraíso… ¡Ya verá, ya verá!

Se iba poniendo elocuente:

-¿No lo comprende? Quiero que dentro de ocho días la París-Paraíso revolucione el ramo. Es nuestra jugada de la suerte; va a ser nuestra salvación y nuestro lanzamiento. Todo el mundo hablará de lo mismo; el orillo azul y plata lo van a conocer de punta a punta de Francia… Y ya oirá usted cómo rabian y se quejan nuestros competidores. El pequeño comercio se dejará en esta empresa la poca salud que le queda. ¡Enterraremos a todos esos chamarileros que andan reventando de reuma en sus sótanos!

Los dependientes que estaban comprobando las llegadas rodearon al dueño para escucharlo entre sonrisas. A Mouret le gustaba hablar y que le dieran la razón. Bourdoncle cedió una vez más. Mientras tanto, ya estaba vacío el cajón y dos hombres estaban desclavando la tapa de otro.

-¡A los que no les hace ninguna gracia es a los fabricantes! -dijo entonces Bouthemont-. En Lyón están furiosos con usted, dicen que sus precios bajos los llevan a la ruina… Ya sabe que Gaujean me ha declarado la guerra, como quien dice. Sí, ha jurado dar muchas facilidades de pago a los negocios pequeños antes que aceptar mis precios.

Mouret se encogió de hombros.

-Si Gaujean no entra en razón -contestó-, Gaujean se quedará al margen… ¿De qué se quejan? Pagamos al contado, nos llevamos todo lo que fabrican; lo menos que pueden hacer es trabajar más barato… Y, además, basta con que le aproveche al público.

El dependiente estaba vaciando el segundo cajón y Bouthemont se había puesto de nuevo a cotejar las piezas con la factura. En el extremo del mostrador, otro dependiente las marcaba con las cantidades fijadas y, acabada la comprobación, había que subir la factura a la caja central, tras firmarla el jefe de departamento. Mouret permaneció aún unos momentos contemplando aquella tarea, toda la actividad que rodeaba el desembalaje de las piezas, que se iban amontonando y amenazaban con anegar el sótano; luego, sin decir palabra, con la expresión de un capitán satisfecho de sus tropas, se alejó, seguido de Bourdoncle.

Ambos recorrieron despacio todo el sótano. Por los tragaluces entraba, a trechos, una pálida luz; los rincones oscuros y los corredores estrechos se iluminaban permanentemente con luz de gas. En esos corredores estaban los almacenes; unas empalizadas impedían el paso a aquellos subterráneos donde los diferentes departamentos guardaban los artículos que no les cabían. El dueño echó una ojeada, al pasar, al calorífero que iban a encender el lunes por primera vez y al reducido puesto de bomberos que custodiaba un contador gigantesco encerrado en una jaula de hierro. La cocina y los refectorios, antiguos sótanos transformados en salas pequeñas, estaban a la izquierda, yendo hacia el chaflán de la plaza de Gaillon. Por último, al llegar al otro extremo del sótano, entró en el servicio de envíos. Bajaban allí los paquetes que las clientes no se llevaban consigo; los clasificaban en unas mesas y los colocaban en distintas divisiones, cada una de las cuales correspondía a un barrio de París; luego, los sacaban a la calle por una escalera ancha, que desembocaba precisamente delante de El Viejo Elbeuf, y los cargaban en unos carruajes que esperaban junto a la acera. La maquinaria de El Paraíso de las Damas funcionaba de forma tal que aquella escalera de la calle de la Michodiére vomitaba sin cesar las mercancías que engullía la rampa de la calle Neuve-Saint-Augustin, tras haber pasado, arriba, por los engranajes de los mostradores.

-Campion -preguntó Mouret al jefe de envíos, un ex sargento de rostro enjuto-, ¿cómo es que los seis pares de sábanas que compró ayer una señora a eso de las dos no estaban en su casa esa misma tarde?

-¿Dónde vive la señora? -preguntó el empleado.

-En la calle de Rivoli, esquina con la calle de Alger… Señora Desforges.

A aquella hora temprana, las mesas de clasificación estaban desnudas y en las divisiones sólo quedaban los escasos paquetes que no se habían repartido la víspera. Mientras Campion les pasaba revista, tras haber consultado un libro de registro, Bourdoncle miraba a Mouret y pensaba que aquel demonio de hombre lo sabía todo, estaba en todo, incluso mientras cenaba en los restaurantes nocturnos o estaba en las alcobas de sus queridas. Al fin dio con el error el jefe de envíos: la caja se había equivocado en el número de la calle y habían devuelto el paquete.

-¿Qué caja lo despachó? -preguntó Mouret-. ¿Cómo? La caja diez, dice usted…

Y, volviéndose hacia el partícipe:

-La caja diez es la de Albert, ¿verdad?… Ahora le diremos cuatro cosas.

Pero, antes de dar una vuelta por los almacenes, quiso subir al servicio de expedición, que ocupaba varias estancias del segundo piso. A él llegaban todos los pedidos de provincias y del extranjero; y Mouret iba cada mañana a ver la correspondencia. Dicha correspondencia llevaba dos años creciendo día a día. El servicio, que en los primeros tiempos atendían unos diez empleados, precisaba ya más de treinta. A ambos lados de la misma mesa, unos abrían las cartas y otros las leían. Otros más las clasificaban y daban a cada una un número de orden, que se repetía en un casillero; luego, tras repartirse las cartas por los diferentes departamentos y cuando éstos habían subido los artículos, iban colocándolos, según llegaban, en los casilleros, atendiendo al número de orden. Ya sólo faltaba comprobarlo todo y hacer los paquetes, al fondo de una estancia colindante donde una cuadrilla de obreros clavaba y ataba de la mañana a la noche.

Mouret hizo la pregunta de siempre: -¿Cuántas cartas esta mañana, Levasseur?

-Quinientas treinta y cuatro, señor Mouret -respondió el jefe de servicio-. Después de la inauguración de la venta del lunes, mucho me temo que me va a faltar personal. Ayer nos costó bastante atender a todo.

Bourdoncle movía la cabeza, satisfecho. No contaba con que un martes hubiese quinientas treinta y cuatro cartas. En torno a la mesa, los empleados abrían los sobres y leían, con un continuo ruido de papel arrugado, mientras que, ante los casilleros, ya estaba empezando el vaivén de artículos. Se trataba de uno de los servicios más complejos y de mayor trabajo de la casa: vivían allí en un ajetreo perpetuo, pues el reglamento disponía que los encargos de la mañana tenían que estar en camino antes de la noche.

-Tendrá usted todo el personal que necesite, Levasseur -respondió por fin Mouret, que, con una ojeada, había comprobado que el servicio funcionaba bien-. Ya sabe que cuando hay trabajo no escatimamos la mano de obra.

Arriba, bajo el tejado, estaban los cuartos en los que dormían las dependientes. Mouret volvió a bajar y entró en la caja central, instalada cerca de su despacho. Era una estancia que cerraba una mampara (le cristal con una ventanilla de cobre, y en la que se veía una gigantesca caja fuerte empotrada en la pared. Dos cajeros centralizaban allí la recaudación, que subía todas las noches Lhomme, el cajero en jefe; atendían luego a los gastos, pagaban a los fabricantes, al personal, a todo el mundillo al que la casa daba de comer. La caja comunicaba con otra estancia, amueblada con ficheros verdes, donde diez empleados revisaban las facturas. Seguía, a continuación, otra oficina, la contaduría: seis jóvenes, inclinados sobre pupitres negros y dando la espalda a hileras de libros de registro, calculaban los porcentajes de los dependientes y cotejaban los talones de venta. Aquel servicio, muy reciente, funcionaba mal.

Mouret y Bourdoncle habían cruzado la caja y la oficina de comprobación. Cuando entraron en la oficina siguiente, la sorpresa sobresaltó a los jóvenes, que estaban de broma en vez de trabajar. Entonces, Mouret, sin reprenderlos, les explicó el sistema de la pequeña prima que había pensado en pagarles por cada error que localizasen en los talones de venta. Y, en cuanto se hubo ido, los empleados dejaron las bromas y volvieron febrilmente al trabajo, buscando errores como si los hostigaran.

En la planta baja de los almacenes, Mouret se fue derecho a la caja diez, donde, mientras esperaba que llegase la clientela, Albert Lhomme se estaba lustrando las uñas. Todo el mundo hablaba de «la dinastía de los Lhomme» desde que la señora Aurélie, la encargada de la confección, tras haber empujado a su marido hasta el puesto de cajero en jefe, había conseguido una caja de planta para su hijo, un joven alto, pálido v vicioso al que nunca le duraba ningún empleo y que le causaba grandes preocupaciones. Pero, en presencia del joven, Mouret se retiró a segundo plano no le agradaba poner en entredicho suencanto personal haciendo de gendarme; permanecía, por gusto y por táctica, en su papel de dios benevolente. Dio un leve codazo a su vicario Bourdoncle, al que solía encomendar las ejecuciones.

-Albert -dijo este último con tono severo-; ha vuelto a equivocarse al tomar nota de una dirección y nos han devuelto el paquete. Esto es intolerable.

El cajero se obstinó en defenderse y apeló al testimonio del mozo que había hecho el paquete. Dicho mozo, que se llamaba Joseph, pertenecía también a la dinastía Lhomme, pues era hermano de leche de Albert y debía su puesto a la influencia de la señora Aurélie. El joven quería obligarlo a decir que quien se había equivocado era la cliente; y él tartamudeaba, se retorcía la barbita que prolongaba su rostro lleno costurones, dividido entre su conciencia de ex soldado y la gratitud que debía a sus protectores.

-Deje a Joseph en paz -acabó por decir Bourdoncle- y, ante todo, deje de contestarme… ¡Si no fuera por consideración a los buenos servicios de su señora madre…!

Pero en ese momento se presentó Lhomme. Desde su caja, próxima a la puerta, podía ver la de su hijo, que estaba en el departamento de guantes. La vida sedentaria que llevaba lo había entumecido; tenía un rostro fofo e insignificante, como desgastado por el reflejo del dinero que contaba sin tregua, y el pelo completamente blanco. El brazo amputado no lo estorbaba en absoluto en el desempeño de su tarea y había incluso quienes iban por curiosidad a ver cómo repasaba la recaudación del día, pues era espectacular la velocidad con la que corrían los billetes y las monedas por su mano derecha, la única que le quedaba. Era hijo de un recaudador de contribuciones de Chablis y había ido a dar en París, como tenedor, en el comercio de un negociante del muelle de los vinos. Fue a vivir a la calle de Cuvier y se casó con la hija del portero, un modesto sastre alsaciano; desde aquel día, vivía sometido a su mujer, cuyas dotes comerciales lo colmaban de respeto. Ella sacaba más de doce mil francos en el departamento de confección, mientras que él sólo cobraba cinco mil francos de sueldo fijo. Y la deferencia que sentía por una mujer que aportaba sumas tales al hogar incluía también al hijo que ésta le había dado.

-¿Qué sucede? -susurró-. ¿Albert ha hecho algo mal?

Entonces, como solía, se presentó Mouret para desempeñar el papel airoso. Primero, Bourdoncle metía a los empleados el miedo en el cuerpo: luego, él cultivaba su propia popularidad.

-Una bobada -dijo a media voz-. Mi querido Lhomme, este hijo suyo es un atolondrado que bien debería tomar ejemplo de usted.

Cambió acto seguido de conversación, haciendo gala de una amabilidad aún mayor:

-¿Y qué tal el concierto del otro día?… ¿Era buena la localidad?

Al anciano cajero se le sonrojaron las pálidas mejillas. No tenía más vicio que el de la música, un vicio secreto que satisfacía en soledad, asistiendo a teatros, conciertos y audiciones. Pese al brazo amputado, tocaba la trompa merced a un ingenioso sistema de pinzas. Y, como a la señora Lhomme la incomodaba el ruido, por las noches envolvía en un retal de paño el instrumento, sin que ello impidiera que los sonidos curiosamente sofocados que brotaban de éste lo arrebatasen hasta alcanzar el éxtasis. En medio de la no deseada desintegración de su hogar, la música le había servido para fabricarse un desierto. Su mundo se limitaba a ella y al dinero que pasaba por su caja, si exceptuamos la admiración que por su mujer sentía.

-Espléndida -respondió, con los ojos brillantes-. Es usted demasiado bondadoso conmigo, señor Mouret.

Éste, que disfrutaba satisfaciendo las pasiones ajenas, regalaba a veces a Lhomme las localidades que le vendían manu militari las damas de los roperos. Lo transportó al colmo de la dicha al decirle:

-¡Ay! ¡Beethoven! ¡Ay! ¡Mozart! ¡Qué música la suya!

Sin esperar respuesta, se alejó para reunirse con Bourdoncle, que ya había empezado la ronda por los departamentos. La seda estaba en el patio central, un patio interior que habían cerrado con un techo de cristales. Empezaron ambos por recorrer la galería de la calle Neuve-Saint-Augustin que ocupaba, de punta a punta, la ropa blanca. No les llamó la atención nada fuera de lo normal y pasaron despacio entre los respetuosos dependientes. Dieron luego una vuelta por el ruán y la calcetería, donde reinaba el mismo orden. Pero, en el departamento de lanas y géneros de punto, sito en la galería perpendicular que regresaba hacia la calle de la Michodiére, Bourdoncle volvió a su papel de gran inquisidor al divisar a un joven que, sentado encima de un mostrador, parecía rendido tras una noche de juerga. El tal joven, que respondía al apellido de Liétard y era hijo de un acaudalado comerciante de novedades de Angers, agachó la cabeza ante la reprimenda, pues lo único que temía en la vida de pereza, despreocupación y placeres que llevaba era que su padre lo obligase a regresar a provincias. A partir de ese momento, las llamadas de atención cayeron como el granizo y la tormenta descargó en la galería de la calle de La Michodiére: en los paños, un dependiente a comisión, de los que acababan de entrar y dormían en su sección, había vuelto después de las once de la noche; en la mercería, acababan de sorprender al segundo encargado en lo más recóndito del sótano acabando de fumarse un cigarrillo. Pero fue sobre todo en los guantes donde se le vino encima la tronada a uno de los pocos parisinos de la casa, el lindo Mignot, que así era como llamaban a aquel hijo ilegítimo y desclasado de una profesora de arpa. Había cometido el crimen de armar un escándalo en el refectorio al quejarse de la comida. Puso mucho empeño en explicar que, como había tres servicios, uno a las nueve y media, otro a las diez y media, y el tercero a las once y media, y él bajaba en el último, siempre le tocaban sobras de salsa y raciones escasas.

-¿Cómo? ¿Que la comida no es buena? -preguntó, con aire cándido, Mouret, dignándose al fin abrir la boca.

Sólo le entregaba franco y medio por día y persona al cocinero, un energúmeno nacido en Auvernia que, incluso así, se las apañaba para llenarse los bolsillos; y la comida era en verdad detestable. Pero Bourdoncle se encogió de hombros: no se le podía pedir que se anduviera con refinamientos culinarios a un cocinero que tenía que servir, aunque fuera en tres turnos, cuatrocientos almuerzos y cuatrocientas cenas.

-No obstante, quiero que todos nuestros empleados reciban una alimentación sana y abundante -dijo el dueño, muy campechano-. Hablaré con el cocinero.

Y la reclamación de Mignot pasó a mejor vida. Entonces, como ya habían regresado al punto de partida, Mouret y Bourdoncle atendieron, de pie al lado de la puerta, entre los paraguas y las corbatas, al informe de uno de los cuatro inspectores que tenían a su cargo la vigilancia de los almacenes. El tío Jouve, un capitán retirado al que habían condecorado en Constantina, aún de muy buen ver con su nariz grande y sensual y su majestuosa calva, les comunicó que al hacerle a un dependiente un simple reproche, éste lo había llamado «viejo chocho». Y, acto seguido, el dependiente se encontró en la calle.

Entre tanto, la clientela aún no había llegado. Sólo cruzaban por las galerías desiertas las amas de casa del barrio. En la puerta, el inspector que controlaba la hora de llegada de los empleados acababa de cerrar el libro de registro y estaba anotando aparte a los rezagados. Era el momento en que los dependientes ocupaban su lugar en los departamentos, donde los mozos llevaban barriendo y sacudiendo el polvo desde las cinco. Todos guardaban el sombrero y el gabán reprimiendo un bostezo, pálidos de sueño aún. Algunos cruzaban unas cuantas palabras, miraban a su alrededor, parecían desentumecerse para aprestarse a un nuevo día de trabajo; otros apartaban sin prisas, tras haberlas doblado, las sargas verdes con que habían cubierto la mercancía la víspera por la noche. Y aparecían las pilas de tejidos, simétricamente alineadas. Los almacenes estaban limpios y ordenados de arriba abajo, con un sosegado lustre bajo la alegre luz de la mañana, a la espera de que el ajetreo de la venta entorpeciera el paso una vez más, como si el desorden de retores, paños, sedas y encajes mermase los locales.

Bajo la deslumbrante luz del patio central, en la sección de las sedas, dos jóvenes charlaban en voz baja. Uno de ellos, menudo y de grata apariencia, bien plantado y de sonrosado cutis, estaba intentando armonizar los colores de las piezas de seda para exponerlas. Se llamaba Hutin, era hijo de un cafetero de Yvetot y había sabido, en el plazo de dieciocho meses, convertirse en uno de los dependientes más apreciados merced a la ductilidad de su carácter, a una dulzura hecha de continuos halagos, tras la que se ocultaba una rabiosa avidez que arramblaba con todo, que se comía el mundo incluso sin apetito, por el único gusto de comérselo.

-Mire, Favier, le doy mi palabra de que yo que usted le habría dado de bofetadas -le estaba diciendo a su interlocutor, un joven alto de tez biliosa, reseca y amarilla, nacido en Besanzón en el seno de una familia de tejedores, que carecía de encanto personal y ocultaba, tras una expresión fría, una inquietante fuerza de voluntad.

-No se adelanta nada dando de bofetadas a la gente -susurró, cachazudo-. Vale más tener paciencia.

Ambos se referían a Robineau, que vigilaba a los dependientes mientras el jefe de departamento estaba en el sótano. Hutin minaba el terreno solapadamente al segundo encargado, pues aspiraba a ocupar su puesto. En su día, cuando quedó vacante la plaza de encargado que le habían prometido a éste, se le ocurrió, para perjudicarlo y conseguir que se despidiese, traer de fuera a Bouthemont. Pero Robineau se mantenía firme y en la actualidad cada hora era una batalla. El sueño de Hutin era levantar en contra de él a todo el departamento y echarlo a fuerza de mala voluntad y vejaciones. Hay que reconocer que lo hacía sin perder su expresión amable y malmetía sobre todo a Favier, el siguiente en categoría, que se dejaba aparentemente guiar por él, aunque con repentinas reticencias que daban fe de una campaña personal y callada.

-¡Chitón! ¡Oído al parche! -saltó Favier, para avisar a su colega, con la expresión convenida, de que se acercaban Mouret v Bourdoncle.

Estos, en efecto, habían seguido la ronda y estaban cruzando el patio. Se detuvieron y pidieron a Robineau explicaciones acerca de un lote de terciopelos cuyas cajas apiladas estorbaban encima de una mesa. Y al responderles éste que andaban escasos de sitio, Mouret exclamó, sonriente:

-¡Ya se lo decía yo, Bourdoncle! Los almacenes se nos han quedado pequeños. Habrá que ir pensando en derribar las paredes hasta la calle de Choiseul… ¡Ya verá cómo el lunes que viene no cabe aquí un alfiler!

Y siguió haciendo preguntas a Robineau, relacionadas con la inauguración de la venta, que estaban preparando en todas las secciones. Le dio luego unas cuantas órdenes. Pero, sin dejar de hablar, llevaba unos minutos siguiendo con la mirada la labor de Hutin, que se esmeraba en colocar unas sedas azules junto a otras grises y amarillas y retrocedía luego para calibrar cómo armonizaban entre sí los tonos. De repente, intervino.

-Pero ¿por qué se empeña usted en halagar la vista? -dijo-. No sea timorato, hay que dejar ciega a la clientela… ¡Fíjese! ¡Rojo, verde, amarillo!

Había cogido las piezas y las desenrollaba, las arrugaba, conseguía deslumbrantes gamas de color. Todo el mundo estaba de acuerdo en que el dueño era el primer escaparatista de París, un escaparatista en verdad revolucionario, que, dentro de la ciencia del escaparate, había fundado la escuela de lo brutal y lo desaforado. Le gustaba que los tejidos se desplomasen, como cayendo al azar desde los casilleros reventados, y quería que resplandecieran con las llamas de los colores más ardientes, que, en mutuo contraste, parecían aún más vivos. Decía que, al salir de los almacenes, a las clientes tenían que dolerles los ojos. Hutin, que, por el contrario, era de la escuela clásica que buscaba simetría y melodía en los matices, miraba cómo Mouret prendía aquella hoguera de tejidos en el centro de una mesa, sin permitirse la menor crítica, pero apretando los labios en un mohín de artista cuyas firmes creencias vulneraba aquella orgía.

-¡Ya está! -exclamó Mouret, cuando hubo acabado–. Y no lo toque. ¡Ya me dirá si no encandila a las señoras el lunes!

En aquel preciso instante, mientras se reunía con Bourdoncle, se acercaba una mujer que se quedó unos segundos clavada ante aquella presentación, como si le faltara el aliento. Era Denise. Tras haber pasado una hora en la calle, vacilante, presa de un tremendo ataque de timidez, acababa de decidirse a entrar. Pero se le iba la cabeza hasta tal punto que no era capaz de comprender las explicaciones más claras; y por mucho que los dependientes a quienes preguntaba entre balbuceos por la señora Aurélie le indicaban la escalera de la entreplanta, ella, tras dar las gracias, giraba a la izquierda si le habían dicho que girase a la derecha; de forma tal que llevaba diez minutos recorriendo la planta baja, de departamento en departamento, entre la curiosidad malévola y la hosca indiferencia de los dependientes. Notaba, al tiempo, deseos de salir corriendo y una necesidad de admirarlo todo que se lo impedía. Se sentía perdida, diminuta, en las entrañas del monstruo, de la máquina aún en reposo, temerosa de que la atrapase al ponerse en marcha, lo que debía de estar a punto de suceder, pues ya lo anunciaba la vibración de las paredes. Y al acordarse del local de El Viejo Elbeuf, lóbrego y estrecho, la amplitud de los almacenes le parecía aún mayor, y los veía dorados de luz, semejantes a una ciudad, con sus monumentos, sus plazas, sus calles, entre las que pensaba que jamás conseguiría encontrar el camino.

Todavía no se había atrevido a arriesgarse a entrar en el patio de las sedas, pues la atemorizaban el alto techo acristalado, los suntuosos mostradores, la apariencia de iglesia. Cuando lo hizo al fin, para huir de los dependientes de la ropa blanca que se reían de ella, fue como si se estrellase de pronto contra el arreglo de Mouret; y, pese a estar tan turbada, se despertó en ella la mujer, se le encendieron repentinamente las mejillas y se olvidó de todo al mirar arder las sedas como llamas de un incendio.

-¡Anda! -le dijo en voz baja y sin miramientos Hutin a Favier-. La buscona de la plaza de Gaillon.

Mouret hacía como si estuviera atendiendo a lo que le decían Bourdoncle y Robineau, pero, en el fondo, lo halagaba el pasmo de aquella muchacha humilde, de la misma forma que a una marquesa la turba el brutal deseo de un carretero que pasa. Pero Denise había alzado la vista y se azoró aún más al reconocer al joven que tomaba por un jefe de departamento. Le pareció que la miraba fijamente, con expresión severa. Y entonces, no sabiendo ya cómo irse de allí, extraviada por completo, volvió a dirigirse al primer dependiente que vio, a Favier, que estaba a su lado.

-¿La señora Aurélie, por favor?

Favier, muy antipático, se limitó a contestar con tono seco:

-En la entreplanta.

YDenise, deseosa de escapar lo antes posible a las miradas de todos aquellos hombres, estaba ya dando las gracias y volviendo una vez más la espalda a la escalera cuando Hutin cedió espontáneamente a su instintiva galantería. La había llamado buscona, pero la detuvo con su actitud amable de dependiente apuesto.

-No, señorita, por aquí… Si tiene usted la bondad…

La precedió incluso unos cuantos pasos, la llevó hasta el pie de la escalera, que estaba a la izquierda del patio. Le hizo una inclinación de cabeza y le sonrió con la sonrisa que guardaba para todas las mujeres.

-Cuando llegue arriba, gire a la izquierda… La confección está de frente.

Aquella acariciadora cortesía impresionó gratamente a Denise. Era como si hubiese encontrado una fraternal ayuda. Había alzado la vista y miraba a Hutin. Cuanto en él veía le llegaba al alma: el agraciado rostro; la mirada, cuya sonrisa le disipaba los temores; la voz, cuya suavidad le parecía un consuelo. Se le henchió de gratitud el corazón y, con las pocas y deshilvanadas palabras que la emoción le permitió balbucir, le entregó su amistad.

-Es usted muy bondadoso… No se moleste… Muchísimas gracias, caballero…

Hutin ya se había reunido con Favier y le estaba diciendo en voz baja, con tono destemplado:

-¿Has visto a la desgalichada esa?

Al llegar arriba, la joven encontró en seguida el departamento de confección. Era una amplia estancia que rodeaban altos armarios de roble tallado y cuyas lunas daban a la calle de La Michodiére. Bullían por ella, charlando entre sí, cinco o seis mujeres vestidas de seda, muy peripuestas con sus moños rizados y sus polisones. Una de ellas, alta y delgada, de cara demasiado larga y aspecto de caballo desbocado, apoyaba la espalda en un armario como si estuviera ya rendida.

-¿La señora Aurélie? -preguntó una vez más Denise.

La dependiente lanzó, sin contestar, una mirada desdeñosa a aquella joven de tan humilde atavío; luego, preguntó a una de sus compañeras, menuda, con un cutis de malsana blancura y expresión de remilgada inocencia:

-Señorita Vadon, ¿sabe usted dónde está la encargada?

La aludida, que estaba colocando por tallas unos tapados, ni siquiera se molestó en levantar la cabeza.

-No, señorita Prunaire, no tengo ni la más remota idea -dijo sin abrir casi los labios.

Se hizo un silencio. Denise permanecía inmóvil y nadie le hacía caso. Sin embargo, tras esperar un rato, cayó en el atrevimiento de hacer otra pregunta:

-¿Cree usted que tardará mucho la señora Aurélie?

Entonces, la segunda encargada del departamento, mujer flaca y fea a la que Denise no había visto, una viuda de mandíbula pronunciada y pelo tieso, le dijo a voces desde un armario en el que estaba comprobando unas etiquetas:

-Espere, si es que quiere ver personalmente a la señora Aurélie.

Y, dirigiéndose a otra de las dependientes, añadió:

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14
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