Descargar

El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 11)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

-La quiero y la conseguiré… Y, si se me escapa, ya verás qué tinglado organizo para curarme. Pase lo que pase, será algo espléndido… Tú, querido, no puedes entenderme cuando te digo estas cosas, porque, de lo contrario, sabrías que la acción encierra en sí su propia recompensa. Actuar, crear, llevarles la contraria a los acontecimientos y vencerlos, o que te venzan ellos: ¡en eso radican toda la alegría y todo el bienestar del hombre!

-No deja de ser una forma de aturdirse -dijo, a media voz, su amigo.

-Está bien; pues prefiero aturdirme… ¡Si hay que reventar de algo, prefiero hacerlo de pasión que de hastío!

Se echaron a reír ambos, pues todo aquello les recordaba sus debates en el internado. Vallagnosc, con voz apática, se deleitó en subrayar la insipidez de las cosas. Parecía alardear, con cierta fanfarronería, de la pasividad y el vacío de su existencia. Sí, al día siguiente iba a aburrirse en el ministerio tanto como el día anterior. En tres años, le habían subido el sueldo seiscientos francos; ahora ganaba tres mil seiscientos. Ni siquiera le llegaba para fumar puros decentes. Todo le parecía cada vez más estúpido y si no se mataba era por simple pereza, por no tomarse tal molestia. Al mencionar Mouret su boda con la señorita De Boves, le respondió que, aunque la tía de ésta seguía empeñada en no morirse, el asunto era ya cosa hecha, o, al menos, así lo creía. Los padres estaban de acuerdo y él, a lo que decía, no ponía empeño ni a favor ni en contra. ¿Para qué querer algo, o dejar de quererlo, si las cosas no salían nunca a gusto de uno? Y puso como ejemplo a su futuro suegro, que había pensado encontrar en la señora Guibal a una rubia indolente, un capricho pasajero. Y ahora, ella lo llevaba a punta de látigo, como a un caballo viejo cuyas últimas fuerzas hay que aprovechar. Mientras todo el mundo pensaba que andaba pasando revista a los sementales de Saint-Lô, ella estaba acabando de exprimirlo en una casita que el conde había alquilado en Versalles.

-Es más feliz que tú -dijo Mouret, poniéndose de pie.

-¡Ah, eso desde luego! -declaró Vallagnosc-. Es posible que sea el mal lo único que resulta un poco divertido.

Mouret se había repuesto ya. Estaba pensando en irse cuanto antes; pero no quería que nadie creyera que salía huyendo. Se resolvió, pues, a tomar una taza de té; y volvió al salón principal con su amigo, bromeando ambos. El barón Hartmann le preguntó si el abrigo le sentaba bien, por fin, a Henriette; y Mouret contestó que, por lo que a él se refería, había renunciado a esa empresa. Todo el mundo metió baza. Mientras la señora Marty se apresuraba a servirle, la señora De Boves acusaba a los grandes almacenes de hacer siempre la ropa demasiado estrecha. Mouret pudo sentarse, al fin, al lado de Bouthemont, que seguía en el mismo sitio. Tras haberlos dejado los demás fuera de la conversación, y ante las ansiosas preguntas de éste, que quería enterarse de su suerte, Mouret no esperó a estar en la calle y le informó de que los miembros del consejo habían decidido prescindir de sus servicios. Entre frase y frase, sorbía cucharaditas de té, al tiempo que afirmaba que estaba desconsolado. Sí, había sido un enfrentamiento del que apenas se había recobrado, ya que había salido de la reunión fuera de sí. Pero ¿qué le iba a hacer? No podía romper con aquellos caballeros por una simple cuestión de personal. A Bouthemont, muy pálido, no le quedó más remedio que darle las gracias una vez más.

-Pero qué engorro de abrigo -comentó la señora Marty-. Henriette no acaba de solucionarlo.

Efectivamente, su prolongada ausencia empezaba a resultar embarazosa para todos. Pero, en ese preciso instante, apareció la señora Desforges.

-¿Usted también renuncia? -exclamó alegremente la señora De Boves.

-¿Cómo que si renuncio?

-Sí; el señor Mouret nos ha dicho que no conseguía usted solucionar el problema.

Henriette se mostró muy sorprendida.

-El señor Mouret estaba de broma. El abrigo va a quedar perfectamente.

Parecía muy tranquila y sonriente. Debía de haberse lavado los ojos, pues ¡lo los tenía ni llorosos ni encarnados. Todavía trémula y herida en lo más hondo, hallaba fuerzas para ocultar su martirio tras la máscara de su amabilidad mundana. Cuando le ofreció los emparedados a Vallagnosc, lo hizo con la sonrisa acostumbrada. Sólo el barón, que la conocía bien, notó el leve fruncimiento de los labios y el sombrío fuego de la mirada, que Henriette no había conseguido apagar aún. Y adivinó toda la escena.

-La verdad es que cada cual tiene sus gustos -decía la señora De Boves, mientras tomaba también ella un emparedado-. Sé de algunas mujeres que no comprarían ni una cinta a no ser en El Louvre. Y otras sólo se fían de El Económico… Debe de ser cuestión de temperamento.

-El Económico es bastante provinciano -murmuró la señora Marty-. ¡Y hay que ver las apreturas de El Louvre!

La charla había vuelto al tema de los grandes almacenes. Y Mouret tuvo que opinar. Volvió al centro del corro de mujeres e hizo gala de imparcialidad. El Económico era un establecimiento estupendo, sólido y respetable; aunque la clientela de El Louvre era, desde luego, más elegante.

-Pero usted prefiere El Paraíso de las Damas, vamos -dijo el barón, sonriendo.

-Sí -respondió apaciblemente Mouret-. En nuestra tienda, nos gustan las clientes.

Todas las señoras allí presentes le dieron la razón. Así era, efectivamente. En El Paraíso se sentían como en una cita galante, notaban en torno una caricia continua, una amorosa efusión que rendía incluso a las más honestas. A aquella amorosa seducción debían los almacenes sn tremendo éxito.

-Por cierto -dijo Henriette, que quería hacer gala de gran despreocupación-, ¿qué ha sido de mi protegida, señor Mouret?… Ya sabe a quién me refiero, a la señorita De Fontenailles.

Y, volviéndose hacia la señora Marty, explicó:

-Una marquesa, amiga mía, una pobre joven con apuros económicos.

-Pues se gana sus tres francos diarios cosiendo cuadernillos de retales y creo que voy a casarla con uno de mis mozos de almacén.

-¡Quite usted! ¡Qué horror! -exclamó la señora De Boves.

El la miró y siguió diciendo, con su tono reposado:

-¿Y eso por qué, señora? ¿Acaso no le valdrá más casarse con un muchacho bueno que se mata a trabajar que correr el riesgo de que unos holgazanes la recojan por las esquinas?

Vallagnosc quiso intervenir y dijo, bromeando:

-No siga, señora, porque el señor Mouret acabaría por decirle que todas las familias de rancio abolengo de Francia deberían meterse a horteras.

-Pues para muchas sería al menos una salida honrosa -manifestó Mouret.

Todos acabaron riéndose, pues la paradoja parecía un tanto atrevida. Mouret, en tanto, seguía cantando las alabanzas de lo que él llamaba la aristocracia del trabajo. Un leve rubor teñía las mejillas de la señora De Boves, que rabiaba con los apuros que la hacían malvivir. Y la señora Marty, entre tanto, asentía, rebosante de remordimientos, acordándose de su pobre marido. En ese preciso instante, introdujo el lacayo al profesor, que venía a recogerla. Sus duras tareas lo tenían cada vez más seco, más amojamado, y vestía una raída levita llena de brillos. Tras haber agradecido a la señora Desforges que hubiera intercedido por él en el ministerio, lanzó a Mouret la medrosa mirada de un hombre que se encara con la enfermedad que acabará por matarlo. Y se quedó sobrecogido al oír que éste le dirigía la palabra:

-¿No es cierto, señor mío, que el trabajo abre todas las puertas?

-El trabajo y el ahorro -respondió, tiritando levemente-. Diga también el ahorro, caballero.

Bouthemont, entre tanto, no se había movido de su sillón. Aún le retumbaban en los oídos las palabras de Mouret. Se puso en pie, al fin, y se acercó a Henriette, para decirle al oído:

-Sabrá usted que me acaba de decir, con mucha amabilidad, eso sí, que estoy despedido. ¡Pero voto al diablo que se arrepentirá! Se me acaba de ocurrir el nombre de mi establecimiento: Las Cuatro Estaciones. ¡Y me instalaré al lado de la ópera!

Ella lo miró con ojos ensombrecidos:

-Cuente conmigo para participar en el asunto. Espere, no se vaya.

Y se llevó al barón Hartmann al hueco de una ventana. Sin más rodeos, le recomendó a Bouthemont, le habló de él como de un barbián al que le había llegado el turno de revolucionar París instalándose por cuenta propia. Cuando le habló de una comandita con su nuevo protegido, el barón, aunque ya no se asombraba de nada, no pude contener un gesto de pasmo. Era el cuarto joven de talento para el que le pedía protección y estaba empezando a sentirse ridículo. Pero no se negó en redondo. No dejaba de agradarle la idea de propiciar la aparición de un rival de El Paraíso de las Damas, pues, en el ámbito de la banca, ya se le había ocurrido la idea de darse a sí mismo competidores, para desanimar a otros de convertirse en tales. Y, además, la aventura le parecía graciosa. Se comprometió a estudiar el asunto.

-Es preciso que hablemos esta noche -dijo por lo bajo Henriette a Bouthemont, tras regresar a su lado-. A eso de las nueve… No me falte… Tenemos al barón de nuestra parte.

En aquellos momentos, la amplia estancia retumbaba de voces. Mouret, que seguía de pie en medio del corro de señoras, había recuperado el talante afable y negaba, jovialmente, que las arruinase vendiéndoles trapos. Se brindaba a demostrarles, con las cifras por delante, que hacía que ahorrasen un treinta por ciento del importe de sus compras. El barón Hartmann lo miraba, y volvía a invadirlo una fraternal admiración de calavera veterano. Estaba visto que había acabado el duelo v Henriette había mordido el polvo. No era ella, con toda seguridad, la mujer que acabaría por llegar. Y le pareció estar viendo de nuevo el discreto perfil de la joven que había entrevisto al cruzar por el recibidor. Allí estaba, paciente, sola, temible en su dulzura.

II

El 25 de septiembre dieron comienzo las obras de la nueva fachada de El Paraíso de las Damas. El barón Hartmann, cumpliendo con su promesa, había sacado adelante el asunto en la última reunión general del Banco de Crédito Inmobiliario. Al fin tenía Mouret a su alcance la consumación de su sueño: aquella fachada, que iba a alzarse en la calle de Le Dix-Décembre, era como el testimonio de su floreciente fortuna. Quiso, pues, celebrar la colocación de la primera piedra. Organizó una ceremonia, repartió gratificaciones entre los empleados, y mandó que les sirvieran en la cena caza y champaña. En el tajo, todos notaron que estaba de excelente humor, así como el victorioso ademán con el que blandió la paleta para sellar la piedra. Llevaba varias semanas de desasosiego, presa de un atormentado nerviosismo que no siempre conseguía disimular; y aquel triunfo daba tregua y aportaba distracción a su sufrimiento. Durante toda la tarde, pareció haber recobrado su alegría de hombre rebosante de salud. Pero ya a la hora de la cena, cuando cruzó el refectorio para tomar una copa de champaña con sus empleados, éstos lo notaron otra vez febril, con la sonrisa forzada, demacrado por el mal no confesado que lo reconcomía. Había vuelto a recaer.

Al día siguiente, en el departamento de confección, Clara Prunaire intentó molestar a Denise. Se había percatado del apocado amor de Colomban y se le ocurrió burlarse de los Baudu. Dijo en voz alta a Marguerite, mientras ésta, en tanto llegaban las clientes, afilaba el lapicero:

-Está empezando a darme pena mi galanteador de ahí enfrente, ya sabe quién le digo, metido en esa tienda tan oscura en la que no entra nunca nadie.

-Pues no es para compadecerlo tanto -repuso Marguerite-; se va a casar con la hija del dueño.

-¡Anda! -siguió diciendo Clara-. Pues entonces tendría gracia quitárselo… ¡Palabra que voy a gastarle esa broma!

Y siguió hablando, satisfecha al notar que estaba soliviantando a Denise. Ésta se lo toleraba todo; pero la ponía fuera de sí pensar en aquella crueldad que asestaría el golpe fatal a su prima Geneviéve, ya agonizante. En ese preciso momento, llegó una cliente; y, como la señora Aurélie acababa de bajar al sótano, tomó el mando del departamento e interpeló a Clara:

-Señorita Prunaire, más le valdría atender a esa señora en vez de andar charlando.

-No charlaba.

-Tenga la bondad de no replicar. Y atienda a la señora ahora mismo.

Clara, domeñada, aceptó la reprimenda. Cuando Denise se imponía, sin alzar la vez, ninguna de las dependientes se insubordinaba. Por su misma dulzura, se había hecho con una autoridad absoluta. Dio unos cuantos pasos por entre las dependientes, que habían recuperado la formalidad. Marguerite seguía afilando el lapicero, cuya mina se le rompía siempre. Era la única que aprobaba que la segunda encargada no cediese ante Mouret; y asentía con la cabeza al declarar que si las mujeres pudieran imaginarse las consecuencias que trae consigo una flaqueza, preferirían con mucho conservar la decencia.

-¿Andas de regañinas? -dijo una voz a espaldas de Denise.

Era Pauline, que pasaba por el departamento. Había presenciado la escena y habló en voz baja, sonriente.

-Si es que no me queda más remedio -respondió Denise de la misma forma-. No consigo llevar derecha a mi gente.

La lencera se encogió de hombros.

-¡Anda, anda! Serás la reina de todos nosotros en cuanto quieras.

Seguía sin entender las negativas de su amiga. Se había casado con Baugé a finales de agosto, cometiendo con ello una auténtica bobada, según decía jovialmente. El terrible Bourdoncle la trataba ahora de mala manera, como a una mujer perdida para el comercio. La tenía atemorizada la idea de que una buena mañana los mandasen a ambos a quererse a otra parte, porque los caballeros de la dirección tenían decidido que el amor era cosa detestable y mortal para la venta. Tan asustada estaba que cuando coincidía con Baugé en las galerías, fingía no conocerlo. Acababa, precisamente, de llevarse un susto: el tío Jouve había estado a punto de sorprenderla charlando con su marido detrás de una pila de paños de cocina.

-¡Mira! Ha venido detrás de mí -añadió, tras haberle contado a toda prisa la aventura a Denise-. ¿Ves cómo me sigue el rastro, con esas narizotas que tiene?

Jouve salía efectivamente del departamento de encajes, con su impecable corbata blanca, al acecho de cualquier fallo. Pero al ver a Denise, arqueó el lomo y pasó de largo con cara amable.

-¡Salvada! -susurró Pauline-. Querida, gracias a ti se ha quedado con las ganas… Oye, si me ocurriera un contratiempo, ¿verdad que hablarías en mi favor? Sí, sí, no pongas cara de pasmo; ya sabemos que una palabra tuya pondría la casa manga por hombro.

Y se encaminó, presurosa, a su departamento. Denise se había ruborizado; la turbaban aquellos amistosos comentarios, que, por lo demás, daban en el clavo. Los halagos de quienes la rodeaban le infundían una confusa sensación de poder. La señora Aurélie, al regresar y ver el departamento en orden y en plena actividad, le dirigió una sonrisa amistosa. Ahora le tenía más consideración que al mismísimo Mouret; y se mostraba cada día más amable con una persona que quizá pudiera encapricharse algún día con su puesto de encargada. Alboreaba el reinado de Denise.

El único que continuaba en pie de guerra era Bourdoncle. En la sorda lucha que seguía manteniendo en contra de la joven intervenía, en primer lugar, una antipatía espontánea. La aborrecía porque era dulce y encantadora. Y, además, se oponía a ella por considerarla una influencia nefasta, que pondría en peligro la casa el día en que Mouret sucumbiera. Pensaba que las habilidades comerciales del dueño se irían a pique si caía en aquella necia ternura: esa mujer les haría perder cuanto habían ganado arrebatándoselo a las demás mujeres. A él lo dejaban todas indiferente, y las trataba con el desdén de un hombre sin pasiones, cuyo oficio era vivir de ellas y que había perdido las ilusiones al verlas al desnudo, inmersas en las pequeñas miserias de aquel comercio que consideraba como propio. El aroma de las setenta mil clientes, en vez de embriagarlo, le daba insoportables jaquecas; en cuanto llegaba a su casa, pegaba a sus amantes. Y lo que más lo inquietaba de aquella empleada insignificante, que, poco a poco, se había vuelto tan temible, era que no creía en su desinterés, en la sinceridad de sus negativas. Pensaba que estaba interpretando una comedia, la más hábil de las comedias. Pues si se hubiera entregado a Mouret desde el principio, no cabía duda de que éste se habría olvidado de ella al día siguiente. Mientras que, al rechazarlo, le había aguijoneado el deseo y lo estaba volviendo loco, capaz de cometer cualquier necedad. Y ahora, en consecuencia, en cuanto Bourdoncle la veía, con aquellos ojos claros, aquel rostro dulce, aquella sencillez en el comportamiento, se apoderaba de él un temor auténtico, como si se estuviera enfrentando a una antropófaga disfrazada, al sombrío enigma de lo femenino, a la muerte encarnada en una virgen. ¿Cómo dar al traste con la táctica de aquella fingida ingenua? Ya no pensaba sino en comprender sus artificios, con la esperanza de poder ponerlos al descubierto. En algún momento tendría que cometer un error; la sorprendería con uno de sus amantes y la volverían a despedir; y la casa recobraría por fin su grato funcionamiento de maquinaria bien montada.

-Ande con mucho ojo, señor Jouve, y no se descuide -le repetía Bourdoncle al inspector-, que ya sabré yo recompensarlo.

Pero Jouve no ponía demasiado celo en la tarea, pues sabía de mujeres y estaba pensando en ponerse de parte de aquella niña que, de un día para otro, podía convertirse en señora y soberana. Aunque ya no se atrevía ni a rozarla, le parecía endemoniadamente bonita. Hacía años, su coronel se había matado por una chiquilla como ésta, de cara insignificante, delicada y modesta, que, con una sola mirada, volvía del revés los corazones.

-No me descuido, no me descuido -respondía-. Pero palabra que no consigo dar con nada.

No obstante, circulaban rumores. Bajo los halagos y el respeto que Denise notaba crecer a su alrededor, fluía una corriente de abominables chismorreos. Toda la casa comentaba ahora que había sido, hacía tiempo, amante de Hutin; nadie se atrevía a asegurar que siguiera esa relación, pero todos sospechaban que volvían a verse de tarde en tarde. Y también Deloche se acostaba con ella: ambos se citaban continuamente en los rincones oscuros, se pasaban las horas muertas charlando. ¡Un auténtico escándalo!

-¿Así que sigue sin pillarla con el encargado de la seda? ¿Ni tampoco con el joven de los encajes? -preguntaba continuamente Bourdoncle.

-No, señor. Nada todavía -afirmaba el inspector.

Con quien Bourdoncle contaba sobre todo sorprender a Denise era con Deloche. El en persona los había visto, una mañana, riendo juntos en el sótano. Entre tanto, trataba con la joven de potencia a potencia, pues tampoco desdeñaba la fuerza que percibía en ella y que le parecía suficiente para desbancarlo incluso a él, si perdía la partida, pese a sus diez años de servicios.

-Le recomiendo, sobre todo, que no pierda de vista al joven de los encajes -decía siempre, para terminar-. Están continuamente juntos. Si los pesca, avíseme, que yo me encargo de lo demás.

Entre tanto, Mouret vivía presa de la angustia. ¿Cómo era posible que aquella niña lo torturase así? Una y otra vez, volvía a verla cuando llegó a El Paraíso de las Damas con aquellos zapatones, aquel raído vestido negro, aquel aire esquivo. Tartamudeaba, todos se reían de ella; incluso a él le había parecido fea al principio. ¡Fea! Y ahora, con una mirada, habría conseguido ponerlo de rodillas; no la veía ya sino en un radiante nimbo. Después, había sido la última en los almacenes; todos la rechazaban y se burlaban de ella. Incluso él la había tratado como a un bicho raro. Durante meses, había querido ver cómo iba creciendo una muchacha y se había divertido con el experimento sin darse cuenta de que se jugaba en él el corazón. Ella se había hecho mayor poco a poco y se había vuelto temible. Quizá la había amado desde el primer momento, incluso en los tiempos en que pensaba que sólo le inspiraba compasión. Y, no obstante, no había notado que era su dueña hasta aquel atardecer del paseo bajo los castaños de las Tullerías. De ahí arrancaba su vida; oía las risas de un grupo de chiquillas; el lejano fluir de un surtidor; y, en tanto, ella caminaba a su lado, silenciosa, en la tibia oscuridad. Y ya no sabía qué había pasado luego; la fiebre había ido en aumento de hora en hora; toda su sangre, todo su ser, se le habían rendido. ¿Cómo podía haber sucedido aquello? Si era una niña… Ahora, cuando pasaba, la leve ráfaga de aire que su vestido levantaba le parecía tan fuerte que lo hacía tambalearse.

Durante mucho tiempo, se había rebelado. E, incluso, en la actualidad, se indignaba a veces y quería librarse de esa posesión absurda. ¿Qué tenía aquella mujer que lo había aferrado de tal suerte? ¿No la había conocido acaso descalza? ¿No le había dado trabajo casi por caridad? Si al menos se hubiera tratado de una de esas mujeres esplendorosas que enardecen a las multitudes… ¡Pero era una niña insignificante! En resumidas cuentas, tenía una de esas caras del montón en las que nadie se fija. Ni siquiera debía de ser muy lista, pues recordaba sus dificultades como dependiente en los primeros tiempos. Luego, tras cada arrebato de ira, sufría una recaída en su pasión y sentía algo parecido al terror por haber insultado a su ídolo. Poseía todo lo bueno que existe en la mujer: el coraje, la alegría, la sencillez; y de su dulzura brotaba un encanto tan penetrante y sutil como un perfume. Era imposible no fijarse en ella, comportarse con ella como con cualquier otra mujer; el mágico encanto obraba en seguida con fuerza lenta e invencible; y aquel a quien se dignaba sonreír le pertenecía ya para siempre. Todo sonreía entonces en su rostro de blanco cutis: los ojos de vincapervinca, las mejillas y el mentón marcados de hoyuelos; y hasta el abundante pelo rubio parecía iluminarse con una hermosura regia y victoriosa. Mouret admitía la propia derrota: Denise era tan inteligente como hermosa. Su inteligencia nacía de lo mejor de sí misma. Las otras dependientes de sus almacenes no tenían sino una educación fruto del roce, ese barniz desconchado de las muchachas que no pertenecen a ninguna clase, pero ella, sin elegancias prestadas, conservaba el grácil donaire y la sapiencia de sus orígenes. La experiencia hacía nacer las ideas comerciales de más amplias miras tras aquella frente estrecha, cuyas puras líneas anunciaban la voluntad y el gusto por el orden. Y Mouret le habría pedido perdón, con las manos juntas, por sus blasfemias de las horas de rebeldía.

Pero ¿por qué lo rechazaba con tanta obstinación? Veinte veces le había suplicado, incrementado sus ofertas, prometiéndole dinero, mucho dinero. Luego se había dicho que quizá fuera ambiciosa, y le había prometido nombrarla encargada en cuanto quedara vacante el puesto en algún departamento. ¡Y ella decía que no! ¡Y volvía a decir que no! Mouret no salía de su asombro y su deseo se enconaba en la lucha. Le parecía un caso imposible; aquella niña acabaría por ceder, porque él siempre había pensado que la decencia de las mujeres era algo muy relativo. No se planteaba ya más meta que ésa; lo olvidaba todo ante la necesidad de tenerla al fin segura en su casa, de sentársela en las rodillas al tiempo que la besaba en los labios. Y, ante aquellas visiones, le latía la sangre en las venas, temblaba todo él, y lo consternaba sentirse tan impotente.

Ahora, todos los días transcurrían iguales, con aquella obsesión dolorosa. La imagen de Denise amanecía con él. Durante la noche, había estado presente en sus sueños; entre nueve y diez, se sentaba a su lado ante la gran mesa de su despacho, mientras firmaba las órdenes de pago y las libranzas, cumpliendo maquinalmente con la tarea sin dejar de notar que estaba allí, presente, y que seguía diciéndole que no, sin perder la sosegada expresión. Luego, a las diez, asistía al consejo, un auténtico consejo de ministros, una reunión de los doce partícipes de la casa que no le quedaba más remedio que presidir. Allí discutían las cuestiones de orden interno, examinaban las compras, decidían la disposición de los escaparates y los tenderetes de la acera. Y Denise también estaba allí. Entre las cifras, Mouret oía su dulce voz; en las más complejas situaciones financieras, veía su limpia sonrisa. Tras el consejo, lo acompañaba y realizaba con él la cotidiana ronda por las secciones; por la tarde, regresaba al despacho de dirección y permanecía al lado de su sillón, mientras él recibía a tropeles de personas: fabricantes de toda Francia; importantes industriales; banqueros; inventores. Era aquello un vaivén continuo de riqueza e inteligencia; una desatentada danza de millones; una sucesión de rápidas entrevistas en las se solventaban los negocios de mayor importancia del mercado parisino. Se olvidaba de ella durante un minuto, mientras disponía la quiebra o la prosperidad de una industria, pero una punzada en el corazón se la devolvía con la misma fuerza. Se le quebraba la voz y se preguntaba para qué le valía andar a vueltas con aquella fortuna si ella la rechazaba. Por fin, al dar las cinco, tenía que firmar la correspondencia; la mano reanudaba el trabajo mecánico, mientras Denise imponía su presencia, más dominadora aún, volviendo a apoderarse de él por completo para hacerlo sólo suyo durante las horas solitarias y ardientes de la noche. Y al día siguiente, todo volvía a transcurrir igual; la cenceña silueta de una niña bastaba para sumir en la angustia sus días de trabajo, tan activos, tan rebosantes de una ingente tarea.

Pero era sobre todo durante la cotidiana ronda por los almacenes cuando se percataba de cuán desdichado era. ¡Haber construido aquella gigantesca maquinaria, reinar sobre tanta gente y estar agonizando de dolor porque una chiquilla no quería saber nada de él! Se despreciaba a sí mismo, llevaba a cuestas la fiebre y la vergüenza de su enfermedad. Algunos días, su poder lo asqueaba. Mientras recorría las galerías, de punta a punta, sólo sentía náuseas. En otras ocasiones, le habría gustado extender su imperio, hacerlo tan grande que quizá Denise acabara entonces por ceder, presa de admiración y miedo.

Abajo, en los sótanos, se detenía, al principio, delante de la rampa. Seguía dando ésta a la calle Neuve-Saint-Augustin, pero había sido necesario ampliarla y era ahora como el lecho de un río, por el que fluían briosamente las continuas oleadas de mercancías con el alto clamor de una corriente crecida. Había allí hileras de camiones que, procedentes de todas las estaciones de ferrocarril, traían géneros del mundo entero. Era aquélla una ininterrumpida descarga; un flujo de cajones y fardos, cuyo caudal se hundía bajo tierra, a medida que se lo iba bebiendo el insaciable negocio. Mouret miraba cómo aquel torrente se volcaba en sus locales, pensaba que era uno de los amos de la riqueza pública, que tenía entre las manos el destino de la fabricación francesa y que no podía comprar el beso de una de sus dependientes.

Iba, luego, al servicio de recepción, instalado ahora en los sótanos que seguían el trazado de la calle de Monsigny. Se alineaban en él veinte largas mesas, bajo la pálida claridad de los tragaluces; allí se apiñaba toda una tribu de dependientes que vaciaban cajones, comprobaban la mercancía y la marcaban con el precio estipulado. Y se oía sin tregua el ronquido de la rampa, que cubría las voces. Lo detenían al pasar los jefes de sección; tenía que zanjar dificultades y ratificar órdenes. El suave fulgor del raso, la blancura del hilo, un increíble despliegue de géneros desembalados, en el que los portiers de Oriente se mezclaban con los encajes y los artículos de bazar, iba colmando los recovecos del sótano. Mouret caminaba despacio entre aquellas riquezas que yacían en desorden, apiladas en bruto. Cuando las subieran, adquirirían luz propia en los escaparates y las presentaciones; provocarían, de mostrador en mostrador, el galope del dinero; y se irían tan deprisa como habían llegado, al arrastrarlas consigo la desbocada corriente de ventas que cruzaba los almacenes. Y él pensaba que le había ofrecido a la joven sedas y terciopelos, todo cuanto quisiera coger a brazadas de aquellos gigantescos montones, y que ella se había negado con una leve inclinación de la rubia cabeza.

Iba, a continuación a echar la habitual ojeada al servicio de envíos, hasta el extremo opuesto de los sótanos. Los recorrían interminables corredores iluminados con luz de gas; a derecha e izquierda, los almacenes, que cerraban unas empalizadas, eran como unas tiendas subterráneas, todo un barrio comercial, con mercerías y establecimientos de lencería, guantes y baratijas, que dormían en la sombra. Más allá, estaba uno de los tres caloríferos; y, algo más lejos, un puesto de bomberos custodiaba el contador central, encerrado en su jaula metálica. En los envíos, Mouret se encontraba con las mesas de clasificación ya repletas de paquetes, de cajas de madera y cartón, que bajaban sin cesar en unos cestos. Y Campion, el jefe del servicio, lo ponía al tanto de las tareas rutinarias, mientras los veinte hombres que tenía a su mando colocaban los paquetes en las divisiones, en cada una de las cuales figuraba el nombre de un barrio de París; de allí los cogían los mozos para subirlos a los carruajes, estacionados al borde de la acera. Se oían llamadas, nombres de calles, voces de recomendación, una verdadera algarabía, un auténtico bullicio de paquebote a punto de zarpar. Y Mouret se quedaba inmóvil un momento; contemplaba aquel desengullir de mercancías, tras haber visto cómo las engullía el establecimiento en el extremo opuesto de los sótanos; allí era adonde iba a parar la desmedida corriente, por aquí desembocaba en la calle, tras haber dejado un depósito áureo en el fondo de las cajas. Se le nublaba la vista; aquella colosal partida no tenía ya importancia; sólo le infundía pensamientos de viaje, el pensamiento de viajar a países lejanos, de abandonarlo todo, si ella se empeñaba en seguir diciendo que no.

Subía entonces y seguía la ronda, hablando y trajinando cada vez más, sin conseguir distraerse. En la segunda planta, visitaba el servicio de expedición, buscaba motivos de enfado, se exasperaba sordamente contra la ordenada perfección de la máquina que él mismo había regulado. Aquel servicio era el que experimentaba, de día en día, mayor crecimiento: requería ahora doscientos empleados, de los cuales, unos abrían las cartas que llegaban de provincias y del extranjero, las leían y las clasificaban, mientras otros colocaban en las casillas las mercancías que solicitaban los firmantes de dichas cartas. Y llegaban tantas que ya no las contaban, sino que las pesaban; se recibían a diario más de cien libras. Mouret, febril, cruzaba las tres salas del servicio; preguntaba a Levasseur, el jefe, cuánto había pesado la correspondencia: ochenta libras; a veces, noventa; cien, los lunes. La cifra crecía sin tregua; Mouret habría debido sentirse satisfechísimo. Pero no lo abandonaba la fiebre entre el estrépito de la vecina cuadrilla de embalaje, que clavaba los cajones. En vano recorría el local de cabo a rabo: seguía con su idea fija, clavada en el entrecejo; y, a medida que veía desfilar su poder, a medida que veía pasar los engranajes de los servicios y su ejército de empleados, más le dolía, más insultante le parecía su impotencia. Afluían los pedidos desde toda Europa; Correos había tenido que habilitar unos carruajes especiales para traer la correspondencia; y Denise seguía diciendo que no, siempre que no.

Mouret volvía a bajar, pasaba por la caja central, en la que cuatro cajeros custodiaban las dos gigantescas cajas fuertes por las que habían pasado, el año anterior, ochenta y ocho millones. Lanzaba una ojeada a la oficina de comprobación de facturas, en la que trabajaban veinticinco empleados, escogidos entre los más formales. Entraba en la oficina de contaduría, un servicio con treinta y cinco jóvenes, los aprendices de contabilidad, a cuyo cargo corría revisar los talones y calcular el porcentaje de los dependientes. Regresaba a la caja central, lo irritaba la presencia de las cajas fuertes, caminaba entre todos esos millones, cuya inutilidad lo volvía loco. Y ella seguía diciendo que no, siempre que no.

Siempre que no, en todas las secciones, en las galerías de venta, en los salones, de arriba abajo de los almacenes. Mouret iba de la seda a los paños; de la ropa de casa a los encajes; subía a las plantas altas; se detenía en las pasarelas; alargaba la ronda con maniática y dolorosa minuciosidad. La casa había crecido de forma desmesurada; él había creado este departamento, y también aquel otro; regía aquellas nuevas posesiones; había extendido su imperio hasta incluir en él este o aquel artículo, sus más recientes conquistas. Y, pese a todo, ella seguía diciendo que no, siempre que no. Sus empleados habrían podido ahora poblar una ciudad pequeña: tenía mil quinientos dependientes y otros mil empleados de todas las categorías, entre los cuales se contaban cuarenta inspectores y setenta cajeros; sólo en la cocina trabajaban treinta y dos hombres; había ya diez personas a cargo de la publicidad; trescientos cincuenta mozos lucían la librea de la casa; y existía un servicio permanente de veinticuatro bomberos. Además, estaban las cuadras, unas cuadras regias, sitas en la calle de Monsigny, enfrente de los almacenes, que albergaban ciento cuarenta y cinco caballos, unos tiros suntuosos que ya habían cobrado fama. Los cuatro primeros carruajes, que habían conmocionado al principio el comercio del barrio, cuando los almacenes ocupaban únicamente la esquina de la plaza de Gaillon, se habían convertido poco a Poco en setenta y dos: carros de varales; coches de un caballo; Pesadas carretas de dos caballos. Todos ellos recorrían continuamente París llevando en el pescante unos cocheros muy correctos, vestidos de negro, y paseaban por doquier el oro y la púrpura de El Paraíso de las Damas. Iban, también, más allá de las fortificaciones y llegaban hasta los suburbios; se los veía por los caminos hundidos entre taludes de Bicétre; por las orillas del Marne; e incluso bajo las frondas del bosque de Saint-Germain. A veces, podía divisarse alguno al final de un paseo inundado de sol, en las zonas más desiertas, en las más silenciosas; pasaba, al trote de su soberbio tiro, lanzando en la misteriosa paz de la naturaleza silvestre el llamativo reclamo de sus paneles acharolados. Y Mouret soñaba con conseguir que sus carruajes llegasen más allá, hasta los departamentos colindantes; habría querido oírlos rodar por todas las carreteras de Francia, de una a otra frontera. Pero ya ni siquiera iba a ver a sus caballos, por los que sentía adoración. ¿De qué le valía conquistar el mundo si ella le decía que no, siempre que no?

Ahora, a última hora de la tarde, cuando llegaba ante la caja de Lhomme, la costumbre lo impulsaba aún a mirar la cifra de ingresos, escrita en una tarjeta que el cajero ensartaba en la varilla que tenía al lado; rara vez bajaba de cien mil francos y, a veces, en los días de ventas especiales, sobrepasaba los ochocientos o los novecientos mil. Pero aquella cantidad no le retumbaba ya en los oídos como un trompetazo; se arrepentía de haber sentido interés por ella; sólo sacaba en limpio amargura, odio y desprecio por el dinero.

Los sufrimientos de Mouret iban a aumentar, empero. Padeció de celos. Una mañana, en el despacho, antes del consejo. Bourdoncle se atrevió a insinuarle que aquella chiquilla del departamento de confección lo estaba desairando.

-¿Qué me quiere decir? -preguntó Mouret, muy pálido.

-Lo que oye. Tiene amantes, incluso dentro de la casa.

Mouret halló fuerzas para sonreír.

-Ya ha dejado de interesarme, querido amigo. Puede usted decirme lo que sea… ¿Qué amantes son ésos?

-Dicen que Hutin, y también un dependiente de los encajes, Deloche, ese muchacho alto y tan pánfilo… No es que yo asegure nada; verlos, no los he visto. Pero, al parecer, es algo que salta a la vista.

Hubo un silencio. Mouret, para disimular su temblor de manos, hacía como si estuviera ordenando algunos papeles encima de la mesa. Por fin dijo, sin alzar la cabeza:

-Habría que tener pruebas. Esfuércese en aportarme pruebas… No es que a mí me vaya nada en esto, se lo repito; me importa un bledo, porque la muchacha ha acabado por irritarme. Pero no podemos tolerar tales cosas en la casa.

Bourdoncle dijo, sencillamente:

-Puede estar tranquilo, que tendrá pruebas un día de éstos. Estoy ojo avizor.

Mouret perdió entonces el poco sosiego que le quedaba. No tuvo valor para volver a sacar el tema y vivió en la continua espera de la catástrofe que habría de destrozarle el corazón. Y aquel tormento lo volvió terrible; los almacenes se estremecieron de arriba abajo. Ahora no tenía ya la precaución de parapetarse detrás de Bourdoncle, y llevaba a cabo en persona las ejecuciones, presa de una nerviosa necesidad de dar salida al rencor; abusar de su poder le hacía más llevadero que aquel poder no le sirviera ni poco ni mucho para contentar su único y exclusivo deseo. Cada ronda se convertía en una hecatombe; nada más verlo aparecer, pasaba un escalofrío de sección en sección, igual que pasa una ráfaga de viento. Como precisamente por entonces comenzaba la temporada baja de invierno, arrasó los departamentos y acumuló víctimas, para lanzarlas luego a escobazos a la calle. En lo primero que pensó fue en despedir a Hutin y a Deloche; luego, tras meditarlo, llegó a la conclusión de que si los echaba nunca sabría la verdad. Y los demás pagaron por ellos; todo el personal se iba a pique en aquella desbandada. Cuando Mouret se quedaba solo, por la noche, se le arrasaban los ojos en lágrimas.

Hubo un día en que el terror extendió más su imperio. A uno de los inspectores le había parecido observar que Mignot robaba. Por su mostrador andaban siempre rondando muchachas de sospechosa catadura; y habían detenido últimamente a una de ellas, que llevaba las caderas forradas y el pecho abarrotado con sesenta pares de guantes. A partir de ese momento, se organizó un sistema de vigilancia y el inspector sorprendió a Mignot con las manos en la masa, mientras facilitaba las maniobras de una mujer alta y rubia, una ex dependiente de El Louvre, que había acabado haciendo la calle. La operación no podía ser más sencilla: Mignot fingía que le estaba probando unos guantes, esperaba a que completase el cargamento y la acompañaba luego a la caja, en donde pagaba un único par. Mouret estuvo presente en el momento oportuno. Solía preferir no participar en aquella clase de incidentes, qué ocurrían con frecuencia, ya que, pese a que los almacenes funcionaban como una maquinaria bien regulada, en algunos departamentos de El Paraíso de las Damas reinaba un gran desorden y casi no había semana en que no se despidiese a algún empleado por robo. La propia dirección prefería silenciar esos robos cuanto fuera posible, pues le parecía innecesario acudir a la policía, ya que ello habría supuesto desvelar una de las plagas fatídicas de los grandes bazares. Pero aquel día Mouret sentía la necesidad de enfadarse y se ensañó con el lindo Mignot, que temblaba de miedo, con el rostro lívido y descompuesto.

-Debería llamar a un guardia -voceó Mouret, en el centro de un corro de dependientes-. ¡Pero conteste de una vez! ¿Quién es la mujer esa? Le juro que si no me dice la verdad, hago venir al comisario.

Se habían llevado a la mujer y dos señoritas dependientes la estaban desnudando. Mignot balbució:

-Si casi no la conozco, señor Mouret… Fue ella la que vino…

-¡Le he dicho que no mienta! -lo interrumpió Mouret, con redoblada violencia-. ¡Y no ha habido nadie que nos avisara! ¡Están todos ustedes compinchados, palabra! ¡Vaya cueva de ladrones! ¡Nos roban, nos saquean, nos despluman! ¡Es como para no volver a dejar que salga ninguno de ustedes de aquí sin haberle registrado antes los bolsillos!

Se oyó un murmullo. Las tres o cuatro clientes que estaban comprando guantes se habían quedado en el sitio, pasmadas.

-¡A callar! -siguió diciendo Mouret, rabioso-. ¡O no va a quedar aquí títere con cabeza!

Pero ya había acudido Bourdoncle, preocupado por el posible escándalo. Le susurró a Mouret unas cuantas palabras al oído. Como el asunto estaba adquiriendo unas proporciones inusitadas, lo convenció para que mandara llevar a Mignot a la oficina de los inspectores, una dependencia de la planta baja. próxima a la puerta de Gaillon. Allí estaba la mujer, volviendo a ponerse el corsé, muy tranquila. Acababa de pronunciar el nombre de Albert Lhomme. Volvieron a interrogar a Mignot, que perdió la cabeza y se echó a llorar. Él no tenía culpa de nada; era Albert el que le enviaba a sus queridas; al principio se limitaba a darles un trato de favor, a hacer que se beneficiasen de las gangas. Luego, cuando, por fin, empezaban a robar ya estaba demasiado comprometido para avisar a la dirección. Y la dirección se enteró entonces de una serie de hurtos increíbles: chicas que, para llevarse los artículos, se metían en los lujosos retretes que estaban cerca del ambigú, rodeados de plantas de interior, y se los colgaban de las enaguas; compras que un dependiente olvidaba declarar en caja, cuando acompañaba a una cliente para que pagase, y cuyo importe se repartía con el cajero; e incluso falsas devoluciones, artículos que constaban como devueltos a los almacenes para que alguien pudiera quedarse con el dinero del supuesto reembolso. Por no citar los robos clásicos, los paquetes que se sacan, al caer la tarde, bajo la levita, enrollados a la cintura, e incluso, a veces pegados a los muslos. Gracias a la colaboración de Mignot y de otros dependientes, sin duda, cuyos nombres nadie quiso dar, la caja de Albert era el centro, desde hacía catorce meses, de turbios trapicheos, de descarados desfalcos que alcanzaba sumas cuya cantidad no llegó a conocerse nunca con exactitud.

La noticia había ido, en tanto, propagándose por los departamentos. Las conciencias intranquilas se estremecían, y las honradeces más acrisoladas temían quedar implicadas en un barrido general. Todos habían visto cómo Albert entraba en la oficina de los inspectores. Luego había pasado Lhomme, sin resuello, con la cara encendida y la apoplejía agarrotándole ya el cuello. A continuación, habían mandado llamar a la propia señora Aurélie, que, soportando la afrenta con la cabeza alta, mostraba en el rollizo rostro el abotagamiento lívido de una mascarilla de cera. La explicación duró mucho y nadie supo nunca los detalles exactos; iba de boca en boca que la encargada de confección casi le había arrancado la cabeza a su hijo a bofetadas; y que el buenazo del padre lloraba mientras el patrón, perdidos los amables modales de costumbre, juraba como un carretero y quería a toda costa llevar a los culpables ante la justicia. Pero se echó tierra al asunto. El único despido fulminante fue el de Mignot. Albert no desapareció hasta dos días después. Era más que probable que su madre hubiera conseguido un aplazamiento de la ejecución para salvaguardar la honra de la familia. Pero las ráfagas de pánico siguieron soplando unos cuantos días, pues, tras aquella escena, Mouret recorrió de cabo a rabo los almacenes con mirada aviesa, deshaciéndose de todos cuantos se atrevían a alzar la vista, sin más.

-¿Y usted qué hace ahí, señor mío, papando moscas?… ¡Pase por caja!

Por fin, un día, acabó por descargar la tormenta sobre la cabeza del mismísimo Hutin. Favier, que ahora era segundo encargado, le iba minando a éste el terreno para hacerle perder el puesto. Era la táctica habitual: insidiosos informes enviados a la dirección, ocasiones cogidas al vuelo para dejar mal al encargado del departamento. Una mañana, pues, cuando cruzaba Mouret por la seda, se detuvo, sorprendido de ver a Favier rectificando las etiquetas de todas las piezas de un saldo de terciopelo negro.

-¿Y a usted quién le ha mandado rebajar los precios? -le preguntó.

El segundo encargado, que llevaba a cabo la tarea con ostentación, como si, previendo la escena, hubiese pretendido llamar la atención del director cuando pasase, respondió, con tono de candorosa sorpresa:

-Pues el señor Hutin, señor Mouret.

-¿Conque el señor Hutin? ¿Dónde está el señor Hutin?

Y cuando hubo subido éste del servicio de llegadas, adonde había ido a buscarlo un dependiente, empezaron las explicaciones. ¡Cómo! ¿Así que ahora rebajaba los precios por iniciativa propia? Quien se quedó entonces atónito fue Hutin. Se había limitado a comentar la rebaja con Favier, sin darle órdenes concretas. Este último puso entonces la cara contrita de un empleado al que no le queda más remedio que llevarle la contraria a su jefe aunque, para sacarlo del mal paso, esté dispuesto a cargar con las culpas. Y, en el acto, las cosas tomaron muy mal cariz.

-¿Me oye bien, señor Hutin? -voceaba Mouret-. Nunca he tolerado esas veleidades de independencia… Yo soy el único que decide a cuánto hay, que marcar el género.

Y siguió hablando con voz agria y entonación hiriente, que sorprendieron a los empleados, pues los enfrentamientos como aquél solían tratarse en privado y era cierto, por lo demás, que el incidente podía deberse a un malentendido. Mouret dejaba traslucir algo parecido a un inconfesado rencor al que tenía que dar rienda suelta. ¡Al fin había conseguido pillar en falta al Hutin ese del que se decía que era amante de Denise! ¡Podía, pues, conseguir desahogarse haciéndole ver sin miramientos quién era el amo! Y exageraba los hechos, llegaba a insinuar que, tras aquella rebaja de los precios, había intenciones poco honradas.

-Pensaba consultar con usted este saldo, señor Mouret -repetía Hutin-. Estaba haciendo falta, porque bien sabe usted que estos terciopelos no han tenido aceptación.

Mouret quiso zanjar la cuestión con una última frase dura:

-Muy bien, señor mío, ya estudiaremos más detenidamente este asunto… Y que no vuelva a suceder, si es que le tiene usted apego a su puesto en esta casa.

Y le dio la espalda. Hutin, aturdido, rabioso, sólo encontró a mano a Favier para desahogarse y le juró que iba a tirarle su dimisión a la cara a aquel animal. Luego, no volvió a decir nada de irse y se contentó con sacar a colación todas las abominables acusaciones que solían circular entre los dependientes en contra de los jefes. Y Favier, con un brillo en los ojos, se defendía, al tiempo que le manifestaba su vehemente apoyo. A él no le había quedado más remedio que contestar a las preguntas, claro. Y, además, ¿quién iba a esperarse una historia así por semejante tontería? ¿Qué le pasaba al patrón, desde hacía una temporada, que no había quien lo aguantase?

-Huy, bien sabido es lo que le pasa-respondió Hutin-. ¿Qué culpa tengo yo de que ese pingo de la confección lo esté volviendo loco?… Mire, amigo mío, de ahí viene todo. Sabe que me he acostado con ella y no le hace gracia. O, a lo mejor, es ella la que quiere que me pongan de patitas en la calle, porque le resulto molesto… Le juro que se va a enterar de quién soy yo como se me ponga un día a tiro.

Dos días después, Hutin, que había subido al ático, donde estaba el taller de confección, para recomendar personalmente a una operaria, se sobresaltó levemente al divisar, en el extremo de un pasillo, a Denise y Deloche, acodados en una ventana abierta y tan absortos en una charla íntima que no volvieron la cabeza. Al darse cuenta de que Deloche estaba llorando, se le ocurrió la idea de hacer que los sorprendiesen. Se retiró entonces sin ruido y, al encontrarse en la escalera con Bourdoncle y Jouve, se inventó una historia: la puerta de uno de los extintores parecía estar arrancada. Era la forma de hacer que subieran y se tropezasen con la pareja. El primero en verla fue Bourdoncle. Se detuvo en seco y mandó a Jouve que fuera a buscar al director mientras él se quedaba allí. Al inspector no le quedó más remedio que obedecer, aunque muy contrariado por tener que comprometerse en aquel asunto.

Era aquél un rincón remoto dentro del ancho mundo en el que bullían cuantos pertenecían a El Paraíso de las Damas. Se llegaba a él por un complicado dédalo de escaleras y pasillos. Los talleres ocupaban los desvanes, una hilera de estancias bajas y abuhardilladas en las que entraba la luz por anchas aberturas que horadaban la techumbre de cinc; no contaban con más mobiliario que unas mesas largas y unas grandes estufas de hierro colado. Allí trabajaban, en vecindad, lenceras, encajeras, tapiceros, confeccionistas, que pasaban el invierno y el verano entre un calor agobiante y el peculiar olor de cada oficio. Para llegar a aquel apartado rincón de uno de los corredores había que recorrer toda el ala, girar a la derecha, pasado el taller de confección, y subir cinco peldaños. Las escasas clientes, que, a veces, llevaba hasta allí un dependiente para algún encargo, intentaban recuperar el resuello, rendidas y pasmadas, con la sensación de llevar horas dando vueltas sobre sí mismas y hallarse a cien leguas de la acera.

Denise ya se había tropezado aquí arriba, en varias ocasiones, con Deloche, que la estaba esperando. Entraba en sus competencias de segunda encargada tratar con el taller, donde, por lo demás, sólo se hacían los modelos de las prendas y los arreglos. Subía de continuo, para cursar órdenes. Deloche la acechaba, ideaba un pretexto, le iba pisando los talones; luego, fingía sorprenderse cuando se topaba con ella en la puerta del taller de confección. A Denise había acabado por hacerle gracia; aquellos encuentros eran como unas citas consentidas. El pasillo corría a lo largo del depósito, un gigantesco recipiente cúbico de chapa que contenía sesenta mil litros de agua. Había en el tejado otro del mismo tamaño, al que se llegaba por una escalera de hierro. Deloche charlaba unos momentos, apoyando un hombro en el depósito, con la continua dejadez de aquel cuerpo grande que el cansancio encorvaba. Se oía cantar el agua con mil rumores, sonidos misteriosos cuya musical vibración conservaba la chapa de forma perenne. Pese al hondo silencio, Denise miraba en torno con inquietud, pues creía haber visto pasar una sombra por las desnudas paredes pintadas de amarillo claro. Pero no tardaba en atraerlos la ventana y se acodaban en ella, perdían la noción del tiempo, entregados a una grata conversación, a inacabables recuerdos de la comarca de su infancia. A sus pies, se extendía la enorme cristalera de la galería central, un lago de vidrio que limitaban remotas techumbres que parecían costas rocosas. Y, más allá, sólo veían cielo, una capa de cielo que reflejaba en el agua dormida de los cristales el vuelo de sus nubes y el suave azul de su bóveda.

Ese día, precisamente, estaba Deloche hablando de Valognes.

-Cuando tenía seis años, mi madre me llevaba en carricoche a la ciudad, los días de mercado. Ya sabe que hay trece kilómetros largos; teníamos que salir de Bricquebec a las cinco… Es tan hermoso el paisaje por mi zona. ¿La conoce?

-Sí, sí -respondía, despacio, Denise, con la mirada perdida en lontananza-. Fui a veces por allí, pero era muy pequeña… Unas carreteras con hierba a derecha e izquierda, ¿verdad? Y, de tarde en tarde, corderos sueltos, de dos en dos, arrastrando la cuerda que los trababa…

Callaba, para proseguir luego, con una leve sonrisa:

-Nosotros tenemos carreteras rectas, sin una curva en varias leguas, entre árboles que les dan sombra… Tenemos campos de hierba, que cierran unos setos más altos que yo, en los que hay caballos y vacas… Tenemos un río pequeño, con un agua muy fría bajo los matorrales, en un rincón que conozco yo muy bien.

-¡Igual que nosotros! ¡Igual que nosotros! -exclamaba Deloche, arrobado-. Todo es hierba, y cada cual cierra su trozo de prado con espinos albares y olmos, y es como estar en la propia casa, y todo es verde, ay, de un verde que no existe en París… ¡Dios mío! ¡Cuánto he jugado al final de aquel camino entre taludes, a la izquierda, según se baja del molino!

Les desfallecía la voz y se quedaban con la mirada fija, perdida en el soleado lago de la cristalera. De aquella agua cegadora veían alzarse un espejismo: pastos hasta el infinito; el Cotentin, húmedo del hálito del océano, envuelto en ese vaho luminoso que difumina el horizonte en un delicado gris de acuarela. A sus pies, bajo las colosales vigas de hierro, ronroneaba la venta, la trepidación de la maquinaria en marcha; toda la casa vibraba con el ir y venir de la muchedumbre, con la prisa de los dependientes, con la vida de las treinta mil personas que allí se agolpaban. Y ellos, en alas de su sueño, al sentir aquel clamor hondo y sordo que estremecía los tejados, creían oír el viento del mar pasar por encima de la hierba y mover las frondosas copas de los árboles.

-Dios mío, señorita Denise -balbució Deloche-, ¿por qué no es usted más cariñosa conmigo? ¡Con lo que yo la quiero!

Se le habían llenado los ojos de lágrimas y, al ver que ella quería interrumpirlo con un ademán, se apresuró a añadir:

-No, déjeme que se lo repita una vez más… ¡Nos llevaríamos tan bien! Siempre hay de qué hablar cuando se es de la misma tierra.

Se le cortó el aliento y ella pudo decir, con dulzura:

-Qué poco sensato es usted. Me había prometido no volver a hablarme de eso… No puede ser. Le tengo mucho afecto, porque es usted un buen muchacho. Pero quiero seguir siendo libre.

-Sí, sí, ya sé que no está enamorada de mí -prosiguió él, con voz quebrada-. Dígamelo si quiere, porque lo comprendo. No tengo nada que me haga digno de su amor. ¡Fíjese! Sólo he tenido una hora feliz en la vida, aquella noche en que nos encontramos en Joinville, ¿se acuerdas Por un momento, en aquella oscuridad tan grande que había bajo los árboles, me pareció que le temblaba el brazo, y fui lo bastante tonto para imaginarme que…

Pero Denise volvió a interrumpirlo. Su fino oído acababa de notar el ruido de los pasos de Bourdoncle y Jouve, en el extremo del corredor.

-¡Escuche! ¡Alguien anda por ahí!

-No -dijo él, impidiéndole que se retirase de la ventana-. Es el depósito: salen siempre de él unos ruidos tan pasmosos que parece que hay un mundo dentro.

Y prosiguió con sus quejas tímidas y acariciadoras. Denise ya no lo escuchaba; las amorosas palabras acunaban la ensoñación que había vuelto a apoderarse de ella; y dejaba vagar la vista por los tejados de El Paraíso de las Damas. A derecha e izquierda de la galería acristalada, relumbraban al sol otras galerías y otros patios, entre los techos abuhardillados, que horadaban las ventanas, simétricamente alineados como las alas de un cuartel. Erguíanse armazones de vigas metálicas, escalas, pasarelas cuyo encaje se recortaba contra el azul del cielo; y, entre tanto, la chimenea de las cocinas soltaba un denso humo de fábrica y el gran depósito cuadrado, que se alzaba en pleno cielo sobre unos pilares de hierro colado, mostraba el extraño perfil de una edificación bárbara que el orgullo del hombre hubiese erigido en aquel lugar. A lo lejos, París rugía sordamente.

Al regresar Denise de aquellos espacios, de aquellas ramificaciones de El Paraíso por las que flotaban sus pensamientos como envueltos en soledad, se dio cuenta de que Deloche le había tomado una mano. Y le vio un rostro tan trastornado que no la retiró.

-Discúlpeme -susurró él-. Ya no lo haré más; sería demasiada desdicha que me castigase quitándome su amistad… Le juro que quería decirle algo muy diferente. Sí, me había prometido a mí mismo hacerme cargo de la situación, portarme bien…

Volvían a correrle las lágrimas e intentaba afirmar la voz.

-Porque sé muy bien qué puedo esperar de la vida. Mi suerte no va a cambiar ahora. Un fracasado en mi tierra, un fracasado en París, un fracasado en todas partes. Llevo aquí cuatro años y sigo siendo el último mono del departamento… Así que lo que quería decirle era que no se apenase usted por mí. Ya no volveré a molestarla. Intente ser feliz, enamórese de otro; sí, me agradará que lo haga. Si es feliz, yo lo seré también… Ésa será mi dicha.

No pudo seguir. Como si quisiera sellar la promesa, había apoyado los labios en la mano de la joven, depositando en ella un humilde beso de esclavo. Denise, muy enternecida, dijo sencillamente, con fraternal ternura que suavizaba la compasión de las palabras:

-¡Pobre amigo mío!

Pero ambos se sobresaltaron y se volvieron. Mouret estaba ante ellos.

Jouve llevaba diez minutos buscando al director por los almacenes. Estaba en las obras de la fachada nueva de la calle de Le-Dix-Décembre. Todos los días pasaba allí largas horas, intentando interesarse por aquellas reformas con las que tanto había soñado. Allí se refugiaba de su tormento, entre albañiles que afianzaban los sillares de los pilares de esquina y cerrajeros que colocaban las vigas de las enormes armazones. En la fachada, que ya se alzaba del suelo, se insinuaban la amplia portalada y los ventanales de la primera planta, como el esbozo de los planos de un palacio. Mouret subía por las escalas, comentaba con el arquitecto la ornamentación, que tenía que ser originalísima, saltaba por encima de hierros y ladrillos, bajaba hasta los sótanos. Y el ronquido de la máquina de vapor, el tic-tac de los tornos, el estrépito de los martillos, el clamor de aquella tribu de operarios, que retumbaba en la gran jaula que cerraban ruidosos tablones, conseguían aturdirlo por unos momentos. Salía de aquel lugar blanco de yeso, negro de limalla, con el calzado cubierto de salpicaduras de los grifos de las tomas de agua, tan escasamente curado de su mal que la angustia regresaba en el acto y le embestía el corazón a golpes tanto más sonoros cuanto más se apagaba a su espalda el estruendo de las obras. Ese día, precisamente, había dado con una distracción que le había devuelto por completo su alegre humor. Estaba mirando con apasionado interés el álbum con los dibujos de los mosaicos y las terracotas vidriadas que iban a decorar los frisos, cuando Jouve, sin resuello, acudió a buscarlo, muy contrariado por tener que ensuciarse la levita con materiales de construcción. Lo primero que hizo Mouret fue decir a voces que lo esperasen, que ya iría. Luego, tras darle el inspector un recado en voz baja, lo siguió, tembloroso, enfermo otra vez de su mal. Todo había dejado de existir, la fachada se derrumbaba antes de estar concluida. ¿Para qué aquel supremo triunfo de su amor propio si bastaba con que le susurrasen al oído el nombre de una mujer para torturarlo de aquella forma?

En el ático, Bourdoncle y Jouve estimaron oportuno desaparecer. Deloche había salido huyendo. Ante Mouret, sólo quedó Denise, más pálida de lo habitual, pero mirándolo fijamente, con franqueza.

-Tenga la bondad de venir conmigo, señorita -dijo él con dura entonación.

Denise lo siguió; bajaron dos pisos, cruzaron los departamentos de muebles y alfombras, sin decir palabra. Al llegar ante la puerta del despacho de Mouret, éste la abrió de par en par.

-Pase, señorita.

Volvió a cerrar la puerta y se dirigió a su mesa. El nuevo despacho de dirección era más lujoso que el anterior. Las paredes no estaban ya tapizadas de reps, sino de terciopelo verde, y una estantería con incrustaciones de marfil ocupaba un entrepaño entero; pero seguía sin haber más adorno que el retrato de la señora Hédouin, una mujer joven, de hermoso y apacible rostro, que sonreía en su marco dorado.

-Señorita -dijo, al fin, Mouret, intentando hacer gala de una fría severidad-, hay cosas que no podemos tolerar… En esta casa un comportamiento decoroso es de rigor…

Se detenía para buscar las palabras, para no ceder a la ira que le subía de las entrañas. ¡Cómo! ¿Era a aquel muchacho al que amaba, a aquel mísero dependiente, el hazmerreír de todo el departamento? ¡Prefería al más humilde y al más torpe de todos, lo ponía por delante de él, del dueño! Porque los había visto perfectamente: ella le permitía tomarle la mano y él se la cubría de besos.

-He sido muy bondadoso con usted, señorita -prosiguió, con un nuevo esfuerzo-. Bien poco me esperaba esta recompensa.

Los ojos de Denise, nada más cruzar la puerta, se habían ido hacia el retrato de la señora Hédouin; y en él seguía fijándose, pese a la gran turbación que la embargaba. Cada vez que entraba en el despacho de dirección, se cruzaba su mirada con la de la señora del cuadro. Le inspiraba cierto temor, pero sentía, no obstante, que era muy buena. Ahora, le parecía como si pudiera hallar protección en ella.

-Tiene razón, señor Mouret -contestó suavemente-. He hecho mal en entretenerme charlando; y le pido que me perdone la falta… Ese joven y yo somos paisanos…

-Está despedido -voceó Mouret, dejando escapar todo su sufrimiento en aquel furioso grito.

Y, trastornado, saliéndose del papel de un director que echa una reprimenda a una dependiente que ha infringido el reglamento, se explayó en palabras violentas. ¿No le daba vergüenza? ¡Una muchacha como ella entregarse a aquel ser! Y acabó formulando atroces acusaciones. Le reprochó que hubiera pertenecido a Hutin y a tantos otros, con tan prolijo caudal de palabras que Denise no podía ni defenderse. Pero iba a hacer una buena limpieza, los iba a echar a todos a la calle a puntapiés. La severa amonestación que, mientras caminaba en pos de Jouve, se había prometido dar a Denise se rebajaba a la brutalidad de una escena de celos.

-¡Sus amantes, sí! Bien que me lo decían, y yo era tan necio que no acababa de creerlo… ¡Y era el único que no lo creía, el único!

Denise, abochornada, aturdida, escuchaba aquellos espantosos reproches. Al principio, no había entendido qué le estaba diciendo. ¡Santo Dios! ¿La tomaba acaso por una desvergonzada? Tras una palabra más dura que las demás, se encaminó en silencio hacia la puerta. Y dijo, al hacer Mouret un ademán para detenerla:

-Déjeme, señor Mouret, me marcho… Si piensa lo que está diciendo, no quiero quedarme ni un segundo más en esta casa.

Pero él se abalanzó para colocarse ante la puerta.

-¡Defiéndase al menos! ¡Diga algo!

Denise, muy erguida, guardaba un silencio glacial. Mouret estuvo mucho tiempo agobiándola a preguntas con creciente ansiedad. Y la dignidad muda de aquella virgen parecía, una vez más, el astuto cálculo de una mujer experta en las tácticas de la pasión. No habría podido dar con actitud mejor si hubiera pretendido verlo arrojarse a sus pies, cada vez más desgarrado por la duda, más deseoso de que lo convencieran.

-Vamos a ver, me dice que son paisanos… A lo mejor se conocían de su tierra… Júreme que no ha habido nada entre ustedes.

Entonces, al ver que ella se obstinaba en el silencio y seguía pretendiendo abrir la puerta e irse, Mouret perdió del todo la cabeza y tuvo una suprema explosión de dolor.

-¡Dios mío! ¡Si es que la quiero! ¡Es que la quiero! ¿Por qué se complace en martirizarme de este modo? Ya ve que para mí no existe nada más; que las personas de las que le hablo sólo me afectan porque tienen que ver con usted; que ahora usted es lo único que me importa en el mundo… Pensé que estaba celosa y por usted dejé mis diversiones. Le contaron que tenía queridas; pues ya no las tengo. Apenas salgo. ¿Acaso no la preferí en casa de aquella señora? ¿Acaso no he roto con ella para pertenecerle sólo a usted? Todavía estoy esperando una palabra de agradecimiento, un poco de gratitud. Y si lo que teme es que vuelva con ella, puede estar tranquila; para vengarse, está ayudando a uno de mis dependientes a fundar un establecimiento rival. Dígame si tengo que ponerme de rodillas para conmoverle el corazón.

A esto había llegado. Él, que no consentía la más leve falta a sus empleadas, que las ponía en la calle cuando se le antojaba, se rebajaba ahora hasta suplicar a una de ellas que no se fuera, que no lo abandonase dejándolo en la desdicha. Defendía la puerta, para que no saliera; estaba dispuesto a perdonarla, a hacerse el ciego si ella se dignaba mentirle. Y no fingía; ahora lo asqueaban las muchachas que antes recogía entre los bastidores de los teatros de poca monta y en los restaurantes nocturnos; ya no veía a Clara; no había vuelto a aparecer por casa de la señora Desfórges, en la que reinaba ahora Bouthemont, a la espera de que se inaugurasen unos nuevos almacenes, Las Cuatro Estaciones, que ya estaban colmando de anuncios los periódicos.

-Dígame si tengo que ponerme de rodillas -repitió, con las lágrimas contenidas trabándole la garganta.

Denise lo detuvo con un gesto de la mano, pues tampoco ella podía ya contener la turbación; aquella pasión doliente la conmovía hasta lo más hondo.

-Hace usted mal en disgustarse así, señor Mouret-le respondió al fin-. Le juro que esas horribles historias son mentira… Ese pobre joven con el que estaba hace un rato es tan poco culpable como yo.

Y lo decía con su valiente sinceridad, sin bajar los ojos claros.

-Está bien, la creo -murmuró él-. No despediré a ninguno de sus compañeros, ya que los toma a todos bajo su protección…. Pero entonces, ¿por qué me rechaza si no quiere usted a nadie?

Un súbito malestar, un desasosegado pudor se apoderaron de la joven.

-Quiere a alguien, ¿verdad? -añadió él con voz trémula-. Dígalo sin temor, no tengo derecho alguno sobre sus afectos… Quiere usted a alguien.

Denise se iba poniendo cada vez más encarnada; tenía el corazón a flor de labios y sentía que no la permitirían mentir ni aquella emoción que la traicionaba ni aquella repugnancia hacia el disimulo que, en contra de su voluntad, hacía que le asomase la verdad al rostro.

-Sí -acabó por confesar con voz débil-. Déjeme, se lo ruego, señor Mouret. No sabe cuánta pena siento.

Ahora era ella la que sufría. ¿Es que no bastaba ya con tener que defenderse de él? ¿Iba a tener ahora que defenderse de sí misma, de las ráfagas de ternura que la privaban, a ratos, de todo coraje? Cuando él le hablaba así, cuando lo veía tan afectado, tan trastornado, no sabía ya por qué lo rechazaba; y hasta pasado un rato no regresaban, desde lo más hondo de su índole joven y sana, el orgullo y la sensatez que la mantenían firme en aquella virginal obstinación. Si se empecinaba, era por instinto de felicidad, para satisfacer su necesidad de una vida sosegada, y no por respeto de unos virtuosos principios. Habría caído en brazos de aquel hombre, rendida a él en cuerpo y alma, si no la hubiese soliviantado, si no la hubiese repugnado casi, entregarse por entero, arrojarse en brazos de quien podía, al día siguiente, convertirse en un desconocido. Temía al amante, lo temía con ese loco miedo que hace palidecer a la mujer ante la proximidad del varón.

Mouret hizo ahora un gesto de sombrío desaliento. No conseguía entenderla. Regresó a su mesa y hojeó unos papeles, que volvió a dejar en el acto, al tiempo que decía:

-No la retengo más, señorita; no puedo obligarla a quedarse a su pesar.

-Pero si no quiero irme -repuso ella, con una sonrisa-. Si cree en mi honestidad, me quedaré… Hay que creer siempre que las mujeres son honestas, señor Mouret. Le aseguro que la mayoría lo son.

Denise había alzado involuntariamente la mirada hacia el retrato de la señora Hédouin, aquella dama tau guapa y tan buena, cuya sangre, a lo que decían, traía suerte a la casa. Mouret siguió la mirada de la joven y se sobresaltó, pues le había parecido que era su difunta esposa quien pronunciaba aquella frase, tan suya, y que él, al oírla, la reconocía. Era como una resurrección. Volvía a encontrar en Denise el sentido común, el justo equilibrio de la mujer que había perdido, e incluso la misma voz dulce, que escatimaba las palabras inútiles. Se quedó sorprendido, y aún más triste.

-Ya sabe que soy todo suyo -susurró, a modo de conclusión-. Haga conmigo lo que quiera.

Entonces ella recuperó su tono alegre:

-Eso es, señor Mouret. Nunca resulta inútil fiarse de la opinión de una mujer, por muy humilde que sea. Basta con que no sea tonta del todo… ¡Vaya! Puede tener la seguridad de que si se pone en mis manos no haré de usted sino un hombre cabal.

Bromeaba, con aquella sencillez que tanto encanto tenía. Sonrió él, a su vez, con pálida sonrisa, y la acompañó hasta la puerta, como a una dama.

Al día siguiente, Denise era encargada. La dirección había dividido el departamento de ropa de confección para crear, ex profeso para ella, otro de ropa infantil, que quedó instalado junto al anterior. Desde que habían despedido a su hijo, a la señora Aurélie no le llegaba la camisa al cuerpo, pues notaba cierta frialdad en la dirección y veía crecer, de día en día, el poder de la joven. ¿Cabía la posibilidad de que, alegando un pretexto cualquiera, la sacrificasen en aras de ésta? La vergüenza que mancillaba ahora a la dinastía de los Lhomme parecía haber afilado su facies de emperador, antes inflada de grasa. Y, todas las tardes, tenía a gala irse del brazo de su marido, unidos ambos por el infortunio, comprendiendo que el daño venía del desbaratamiento de su hogar; por su parte, el pobre hombre, más afectado que su mujer, presa de un miedo enfermizo a que lo acusaran a él también de robo, contaba dos veces la recaudación en voz alta, haciendo verdaderos prodigios con el brazo lisiado. Así pues, cuando la señora Aurélie se enteró de que nombraban a Denise encargada de la ropa infantil, experimentó una alegría tan grande que le prodigó abiertamente las más afectuosas efusiones. ¡Era tan de agradecer que no le hubiera quitado el puesto! Y colmó a la joven de demostraciones de amistad; ahora la trataba de igual a igual, e iba con frecuencia a charlar con ella al departamento vecino, con el mismo aparato de una reina madre que fuera a visitar a una joven soberana.

Por lo demás, Denise había llegado a la cumbre. Ante su nombramiento como encargada, habían caído las últimas resistencias. Si bien es verdad que las murmuraciones seguían circulando, porque en toda conjunción de hombres y mujeres siempre causan estragos las lenguas, que no pueden estarse quietas, todos se doblegaban ante ella. Marguerite, que ahora era segunda encargada en la confección, se deshacía en elogios. Incluso la mismísima Clara, en la que iba haciendo mella un sordo respeto por aquella buena fortuna que ella habría sido incapaz de conseguir, había capitulado. Pero la victoria de Denise era aún más completa entre los caballeros: Jouve, que ya sólo le dirigía la palabra haciéndole reverencias; Hutin, muy inquieto al sentir que su posición amenazaba con desmoronarse; Bourdoncle, en fin, reducido a la impotencia. Cuando éste la vio salir del despacho de dirección, sonriente y con su habitual aspecto apacible; cuando, al día siguiente, el director exigió en el consejo que se crease la nueva sección, se resignó a aceptar los hechos, pues lo venció el sagrado temor a la mujer. Siempre había cedido de esa forma ante el encanto de Mouret; lo reconocía como amo y señor pese a las salidas de tono de su genialidad y a sus necios arrebatos sentimentales. Esta vez, la mujer había sido la más fuerte y Bourdoncle estaba a la espera de que lo arrollase el desastre.

No obstante, Denise triunfaba con sosiego y encanto. La conmovían aquellas señales de consideración; quería ver en ellas una simpatía por sus desventurados comienzos y el éxito final de su prolongado coraje. Recibía, pues, con risueño regocijo, las más pequeñas demostraciones de amistad, con lo cual no faltó quien se encariñase realmente con ella, ya que era muy dulce y acogedora y estaba siempre dispuesta a entregar el corazón. Sólo mostraba una invencible repulsión hacia Clara, pues se había enterado de que la muchacha había cumplido con lo que había anunciado entre bromas y, por diversión, se había llevado una noche a Colomban a su casa. Y el dependiente, arrastrado por aquella pasión al fin satisfecha, solía ahora pasar fuera las noches, en tanto que la triste Geneviéve agonizaba. Se hablaba del asunto en El Paraíso, y la aventura hacía gracia.

Pero aquella congoja, la única que Denise tenía fuera de los almacenes, no le alteraba el carácter. Era sobre todo en su departamento donde había que verla, rodeada de sus menudos súbditos de todas las edades. Adoraba a los niños y ningún cometido habría sido más adecuado para ella. Se reunían allí a veces alrededor de cincuenta niñas, y otros tantos muchachitos, todo un internado turbulento, soliviantado por los anhelos de una naciente coquetería. Las madres perdían la cabeza. Y ella, conciliadora, sonreía, sentaba a la chiquillería en una hilera de sillas; y cuando había en el grupo una chiquitina sonrosada, cuya linda carita la tentaba, quería atenderla en persona, traía el vestido, lo colocaba sobre los hombros rollizos con tiernas precauciones de hermana mayor. Sonaban risas claras; de entre las voces severas se alzaban leves gritos de éxtasis. A veces, alguna niña de ocho o nueve años, toda una personita ya, estudiaba ante un espejo el paletó de paño que se estaba probando, se daba la vuelta con aire absorto y, en los ojos, el brillo de la necesidad de gustar. La ropa que iba saliendo de los armarios se amontonaba en los mostradores: vestidos de madapolán azul o rosa para niñas entre uno y cinco años, trajes de marinero de céfiro, con la falda plisada y apliques de percal en el blusón; trajes Luis XV; abrigos; chaquetas entalladas; una mezcolanza de angostas prendas de envarada gracia infantil, algo así como el vestuario de una tropa de muñecas grandes, todo ello fuera de su sitio y a disposición de los saqueadores. Denise llevaba siempre en el fondo de los bolsillos algunas golosinas; acallaba el llanto de un pequeño que se desesperaba porque no le habían comprado unos pantalones rojos; vivía entre la gente menuda como si fuera su familia, cada vez más joven entre aquella inocencia y aquella lozanía que se renovaban sin cesar en torno a sus faldas.

Ahora mantenía a veces largas charlas amistosas con Mouret. Cuando tenía que ir a la dirección a tomar órdenes o a dar una información, él la hacía quedarse para conversar con ella; le gustaba oírla. Aquello era lo que Denise llamaba, en broma, «hacer de Mouret un hombre cabal». En su razonadora y astuta cabeza de normanda nacían toda suerte de proyectos, esas ideas acerca del nuevo comercio que ya se había atrevido a insinuar en la tienda de Robineau, y algunas de las cuales le había comentado a Mouret aquella hermosa noche del paseo por las Tullerías. No podía tener algo a su cargo, ver una tarea en marcha, sin sentir la acuciante necesidad de poner orden, de mejorar el funcionamiento. Desde que había entrado en El Paraíso de las Damas, siempre había sido para ella motivo de angustia, por ejemplo, la precaria suerte de los dependientes; los despidos repentinos la sublevaban; le parecían una torpeza y una iniquidad, perjudiciales para todos, tanto para la casa como para los empleados. Aún se resentía de todo lo que había sufrido al principio; se llenaba de compasión cada vez que veía, en los departamentos, a una recién llegada, con los pies doloridos y los ojos llenos de lágrimas, agobiada de desventuras bajo el vestido de seda, entre las agrias persecuciones de las veteranas. Aquella vida de perro apaleado volvía malas a las mejores; y el triste desfile se repetía una y otra vez: a todas las consumía el oficio antes de cumplir los cuarenta; desaparecían, nadie volvía a saber nada de ellas: a muchas, tísicas o anémicas, las mataban las penalidades, el cansancio y el aire viciado; algunas acababan haciendo la calle; las más afortunadas se casaban y se enterraban en una tiendecilla, en cualquier ciudad de provincias.

¿Era humano y justo aquel atroz consumo de carne anual de los grandes almacenes? Y Denise abogaba por los engranajes de la maquinaria; no alegaba para ello razones sentimentales, sino argumentos tomados del propio interés de los patronos. El que quiera una máquina resistente, tendrá que utilizar hierro de buena calidad; si el hierro se rompe, o si lo rompen, se detiene el trabajo; una nueva puesta en marcha duplica los gastos; supone todo un desperdicio de energía. A veces, se entusiasmaba al imaginar el gigantesco bazar modélico, el falansterio del comercio, donde a cada cual le correspondería con exactitud, según sus méritos, su parte proporcional de los beneficios; y donde tendría garantizada la seguridad del día de mañana mediante un contrato. En tales ocasiones, Mouret, pese a la fiebre que lo poseía, se mostraba alegre. La acusaba de socialista, la ponía en aprietos al demostrarle las dificultades que impedían poner esas ideas en práctica, pues ella hablaba desde el punto de vista de su alma sencilla y confiaba valientemente en el porvenir cuando caía en la cuenta de que los proyectos de su tierno corazón desembocaban en un bache peligroso. Mouret, entretanto, notaba cómo hacía mella en él y lo seducía aquella voz joven, en la que vibraban aún los males que había soportado, tan convencida cuando indicaba qué reformas podrían consolidar la casa; le hacía caso, aunque le gastase bromas, y la suerte de los dependientes iba mejorando poco a poco. En vez de los despidos en masa, se fue organizando un sistema de permisos durante las temporadas bajas; y, por fin, iba a fundarse muy pronto una caja de solidaridad que pondría a los empleados al amparo del paro forzoso y les garantizaría una pensión. Era éste el embrión de las grandes asociaciones obreras del siglo xx.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente