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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 8)


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Los Baudu, no obstante, pese a su voluntad de no alterar en absoluto los hábitos de El Viejo Elbeuf, intentaban seguir compitiendo. Al no acudir ya la clientela, se esforzaron en llegar hasta ella por mediación de los corredores. Había entonces en París un corredor en plaza que se relacionaba con todos los sastres importantes y era la salvación de las casas pequeñas de paños y franelas, cuando tenía a bien representarlas. Por consiguiente, todo el mundo se lo disputaba y se había convertido en un auténtico personaje; Baudu regateó con él y tuvo el disgusto de ver cómo llegaba a un acuerdo con los Matignon, de la calle de La-Croix-des-Petits-Champs. A continuación, lo estafaron dos corredores seguidos; otro más resultó ser un hombre honrado, pero sin iniciativa alguna. Era una muerte lenta, sin sobresaltos, un aminoramiento continuo del negocio, un goteo de clientes perdidas. Llegó el día en que casi no pudieron ya hacer frente a los vencimientos. Hasta entonces, habían vivido de lo que tenían ahorrado; ahora, empezaron a contraer deudas. En diciembre, Baudu, horrorizado por la cantidad de pagarés que había firmado, se resignó al más cruel de los sacrificios: vendió su casa de campo de Rambouillet, un edificio que le salía muy caro en continuas reparaciones y cuyo alquiler ni siquiera había conseguido cobrar el día en que se decidió a sacarle una rentabilidad. Aquella venta acababa con el único sueño de su vida; y le sangraba el corazón, como tras la pérdida de un ser querido. Tuvo que dejarla en setenta mil francos, con lo que perdió más de doscientos mil. Y tuvo, además, que considerarse afortunado de que se la quisieran comprar sus vecinos, los Lhomme, que se decidieron a ello movidos por el deseo de ver crecer sus tierras. Esos setenta mil francos sostendrían el comercio aún por algún tiempo. Pese a todos los fracasos anteriores, renacía el espíritu de lucha: ahora, actuando con orden y concierto, quizá fuera posible vencer.

El domingo en que los Lhomme pagaron a los Baudu, accedieron a cenar en El Viejo Elbeuf. La señora Aurélie se presentó la primera; hubo que esperar al cajero, que llegó tarde, aturdido por toda una tarde de música. En cuanto al joven Albert, no apareció pese a haber aceptado la invitación. Fue, por lo demás, una velada poco grata. A los Baudu, que vivían sin aire en lo hondo de su estrecho comedor, les resultó penosa la ráfaga que traía consigo el disperso círculo de familia de los Lhomme y su gusto por la vida independiente. Geneviéve, herida ante los modales de emperador de la señora Aurélie, no despegó los labios; entre tanto, Colomban la admiraba, estremecido al pensar que mandaba en Clara.

Por la noche, antes de meterse en la cama, en la que ya se había acostado su mujer, Baudu estuvo mucho rato dando paseos por la habitación. No hacía frío, sino un tiempo húmedo, de deshielo. Fuera, pese a las ventanas cerradas y las cortinas echadas, se oía el ronquido de las máquinas de las obras de enfrente.

-¿Sabes lo que estoy pensando, Elisabeth? -dijo, por fin-. Pues que, por mucho dinero que ganen esos Lhomme, yo prefiero estar en mi pellejo que en el de ellos… Les va bien, es cierto. La señora nos ha dicho que este año había salido casi por veinte mil francos, ¿verdad? Y, por tanto, ha podido permitirse quedarse con mi pobrecita casa. ¡Pues me da igual! Yo me habré quedado sin casa, pero, por lo menos, no ando con mi instrumento, por un lado, mientras tú te vas de picos pardos por otro… Mira, yo creo que es imposible que sean felices.

Todavía tenía reciente el dolor del sacrificio y guardaba rencor a aquellas personas que le habían comprado su sueño. Al pasar cerca de la cama, se inclinaba hacia su mujer, gesticulando; luego, al regresar junto a la ventana, callaba por un momento y escuchaba el clamor de las obras. Y volvía a sus antiguas acusaciones, a sus desesperados lamentos acerca de los tiempos nuevos; nunca se había visto nada igual, que los dependientes ganasen ahora más que los comerciantes, que los cajeros comprasen sus propiedades a los dueños de un negocio. Y por eso todo se estaba viniendo abajo, ya no existía la familia y la gente vivía de pensión, en vez de cenar en casa de uno, como Dios manda. Y acabó profetizando que el joven Albert tendría que vender la propiedad de Rambouillet para pagar las deudas que contrajera en compañía de actrices.

La señora Baudu lo escuchaba, con la cabeza enderezada sobre la almohada, tan pálida que la cara y la tela eran del mismo color.

-Te han pagado -dijo al fin, con voz queda.

El comentario dejó mudo a Baudu. Caminó durante unos instantes mirando al suelo. Luego, siguió diciendo:

-Me han pagado, es cierto. Y, a fin de cuentas, su dinero es tan bueno como cualquier otro… Tendría gracia que levantásemos la casa con ese dinero. ¡Ay, si yo no estuviera tan viejo y tan cansado!

Reinó un prolongado silencio. Inconcretos proyectos se adueñaban de la imaginación del pañero. De pronto, su mujer rompió a hablar, mirando al techo, sin mover la cabeza.

-¿Te has fijado en tu hija últimamente?

-No -dijo él.

-Pues me tiene algo preocupada… Está cada día más pálida, parece cada vez más desesperanzada.

Baudu, de pie junto a la cama, se mostraba muy sorprendido.

-¡Anda! Y eso ¿por qué?… Si está enferma, debería decirlo. Habrá que avisar al médico mañana.

La señora Baudu seguía inmóvil. Dejó transcurrir un minuto largo y se limitó a declarar, con su habitual tono ponderado:

-A mí me parece que valdría más casarla de una vez con Colomban.

Él la miró y siguió paseando. Se iba acordando de ciertas cosas. ¿Sería posible que su hija estuviera enfermando por culpa del dependiente? ¿Así que lo quería tanto? ¿Tanto que no podía esperar más? ¡Otro disgusto! Y que lo trastornaba tanto más cuanto que él tenía unas ideas muy firmes respecto a esa boda. En modo alguno le habría gustado que se celebrase en las actuales condiciones. Y, sin embargo, la preocupación lo tornaba menos intransigente.

-Está bien -dijo al fin-. Hablaré con Colomban.

Y, sin añadir nada más, siguió con el paseo. A su mujer no tardaron en cerrársele los ojos. Dormía, palidísima, como una muerta. Y él seguía caminando. Antes de acostarse, apartó las cortinas y lanzó una ojeada a la calle; en la acera de enfrente, por el hueco de las ventanas del palacete de Duvillard, se podía ver el tajo en el que iban y venían los obreros entre la cegadora luz de los focos eléctricos.

A la mañana siguiente, sin más demora, Baudu se llevó a Colomban al fondo del estrecho almacén del entresuelo. La víspera, había decidido lo que iba a decirle.

-Muchacho -empezó-, ya sabes que he vendido mi propiedad de Rambouillet, lo que va a permitirnos dar un empujón al negocio… Pero, antes de nada, querría tener una conversación contigo.

El joven, que parecía tenerle miedo a aquella charla, estaba a la expectativa, con cara de apuro. Le guiñaban los ojillos en el carnoso rostro y se había quedado con la boca entreabierta, signo inequívoco en él de honda turbación.

-¡Óyeme bien! -siguió diciendo el pañero-. Cuando el tío Hauchecorne me dejó esta tienda, El Viejo Elbeuf era una casa próspera. A él se la había dejado antes el dueño anterior, Finet, también en buenas condiciones… Ya sabes cómo pienso: si entregase este legado de familia a mis hijos en peor estado, me parecería que estaba cometiendo una mala acción. Y por eso he ido retrasando tu boda con Geneviéve… Me obstinaba, sí, tenía la esperanza de recobrar la prosperidad de antaño; quería ponerte delante los libros y decirte: «¡Aquí tienes! El año en que entré yo en este comercio, vendimos tantos y cuantos metros de paño; el año en que lo dejo, hemos vendido diez mil o veinte mil francos más…». En fin, ya me entiendes, una promesa que me había hecho a mí mismo; el natural deseo de probarme que la casa no había ido a menos en mis manos. Porque, en caso contrario, me parecería que os estaba robando.

La emoción le ahogaba la voz. Se sonó, para reponerse, y. preguntó:

-¿No dices nada?

Pero Colomban no tenía nada que decir. Asentía con la cabeza y esperaba, cada vez más azarado, pues intuía adónde quería llegar el dueño. Se acercaba el momento de la boda. ¿Cómo negarse a ella? Nunca tendría fuerza suficiente para hacerlo. Y había otra mujer, esa con la que soñaba de noche, mientras le abrasaba la carne un ardor tan grande que se echaba desnudo sobre los baldosines por temor a que lo matara.

-Ahora nos ha llegado un dinero que puede salvarnos -prosiguió Baudu-. La situación empeora día a día, pero es posible que, haciendo un supremo esfuerzo… En fin, quería advertírtelo. Vamos a arriesgar el todo por el todo. Si perdemos la batalla, pues nos enterrarán… Lo que pasa, mi pobre muchacho, es que con esto se va a volver a retrasar vuestra boda, porque no quiero arrojaros solos a esa refriega. Sería una cobardía demasiado grande, ¿verdad?

Colomban se sentó, con alivio, en unas piezas de muletón. Le seguían temblando las piernas. Por temor a que se le notase la satisfacción, seguía con la cabeza gacha, trenzando y destrenzando los dedos encima de las rodillas.

-¿No dices nada? -volvió a preguntar Baudu.

No, no decía nada, no se le ocurría nada. Entonces, el pañero siguió hablando, despacio:

-Estaba seguro de que te ibas a disgustar… Tienes que ser valiente. Anímate un poco, no te quedes tan abatido… Ante todo, quiero que entiendas bien mi postura. ¿Puedo, acaso, ataros al cuello una piedra tan pesada? En vez de dejaros un negocio fructífero, os iba a dejar, a lo mejor, una quiebra. No, sólo un tunante se atreve a algo así… Por supuesto que lo que más deseo es que seáis dichosos, pero nadie me hará ir en contra de mi conciencia.

Siguió largo rato diciendo cosas semejantes, enredándose en frases contradictorias, como un hombre que quiere que lo entiendan aunque hable a medias y que le fuercen la mano. Él había prometido la hija y la tienda, y la estricta probidad lo obligaba a entregar las dos en buen estado, sin taras ni deudas. Pero estaba cansado; la carga le resultaba pesada en exceso; tras los balbuceos se adivinaban las súplicas. Le brotaban de los labios palabras cada vez más confusas; esperaba de Colomban un impulso, un grito del corazón, que no llegaba.

-Ya sé que los viejos pecamos de tibieza -murmuraba-. Los jóvenes ponen ardor en las cosas. Es natural, son fogosos… ¡Pero no, no, palabra de honor que no puedo! Si cediera para complaceros, me lo echaríais en cara más adelante.

Calló, tembloroso; y, como el joven seguía con la cabeza gacha, le preguntó por tercera vez, tras un penoso silencio:

-¿No dices nada?

Colomban respondió al fin sin mirarlo:

-No hay nada que decir… Usted es el que manda y sabe más que todos nosotros juntos. Ya que así lo quiere, esperaremos, intentaremos ser sensatos.

Ya no había nada que hacer. Baudu tenía aún la esperanza de que se le arrojara en los brazos, exclamando: «Descanse, padre; ahora nos toca luchar a nosotros. ¡Dénos la tienda tal y como está para que hagamos el milagro de salvarla! ». Luego, lo miró y sintió que lo invadía la vergüenza. Se acusó para sus adentros de haber pretendido estafar a sus hijos. Volvía a despertarse en él la antigua y puntillosa honradez de comerciante. El que estaba en lo cierto era aquel prudente muchacho, porque en el comercio no cuentan los sentimientos; sólo los números.

-Dame un abrazo, hijo -dijo a guisa de conclusión-. Está decidido; no volveremos a hablar de boda hasta dentro de un año. Las cosas serias, primero.

Cuando, por la noche, en su cuarto, la señora Baudu preguntó a su marido el resultado de la charla con Colomban, éste había recuperado ya su obstinado propósito de luchar en persona hasta el final. Se deshizo en elogios de Colomban: un muchacho de fiar, de ideas firmes, educado, por lo demás, según los buenos principios, incapaz, por ejemplo, de andar de broma con las clientes, como lo hacían los lechuguinos de El Paraíso. No, él era honrado, como de la familia, incapaz de jugar con el comercio como si fuera un valor bursátil.

-Y, entonces, la boda ¿para cuándo? -preguntó la señora Baudu.

-Más adelante -repuso él-, cuando yo esté en condiciones de mantener mis promesas.

Su mujer no hizo ni un gesto. Se limitó a decir:

-Pues nuestra hija se morirá.

Baudu se contuvo, encrespado de ira. ¡Era él quien acabaría por morirse si seguían trastornándolo continuamente de aquella forma! ¿Qué culpa tenía? Quería a su hija, daría su sangre por ella. Pero, si la casa no tiraba, no dependía de él que tirase. Geneviéve debía ser algo más sensata y tener paciencia hasta que mejorase el balance. ¡Qué demonios! Tenía a Colomban a mano y nadie se lo iba a robar.

-¡Parece mentira! -repetía-. ¡Una muchacha tan bien educada!

La señora Baudu no dijo nada más. No cabía duda de que había adivinado los celos que torturaban a Geneviéve; pero no se atrevió a sincerarse con su marido. Un singular pudor femenino le había impedido siempre tratar con él determinados temas tocantes a los afectos más tiernos. Baudu, al ver que no decía nada, volvió su ira hacia los de enfrente. Alzaba los puños, amenazando al vacío; los blandía hacia el tajo en el que, aquella noche, estaban instalando, con gran fragor de martillazos, unas armazones metálicas.

Denise iba a volver a trabajar en El Paraíso de las Damas. Se había dado cuenta de que a los Robineau no les quedaba más remedio que prescindir de su personal, pero que no sabían cómo despedirla. Para poder seguir en la brecha, tenían que hacerse cargo de todo sin ayuda. Gaujean, empecinado en su rencor, seguía alargando el vencimiento de los créditos y había prometido, incluso, conseguirles fondos. Pero el miedo se había apoderado de ellos. Querían orden y ahorro. Denise estuvo quince días notando una tirantez. Tuvo que sacar ella el tema a colación, decir que tenía otro trabajo. Y ellos sintieron un gran alivio. La señora Robineau la abrazó y la besó, muy emocionada, jurando que siempre la echaría de menos. Luego, cuando, respondiendo a una pregunta, la joven dijo que volvía con Mouret, Robineau se puso pálido.

-¡Hace usted muy bien! -exclamó con violenta vehemencia.

Era menos fácil comunicarle la noticia al viejo Bourras. No obstante, Denise tenía que decirle que dejaba la habitación. Y temía aquel trance, porque seguía estándole muy agradecida. Precisamente en esos días, Bourras, sumido por los cuatro costados en el estruendo de las obras vecinas, vivía en un continuo enfado. Las carretas de material le obstruían la puerta de la tienda; los picos le golpeaban las paredes; todo cuanto había en la tienda, todos los paraguas y los bastones, brincaba con el golpeteo de los martillos. Parecía como si aquel cuchitril, que se mantenía obstinadamente en pie entre tantos derribos, fuera a partirse en dos. Y lo peor era que, para unir los departamentos ya existentes con los que estaban instalando en el antiguo palacete de Duvillard, el arquitecto había tenido la ocurrencia de excavar un pasadizo por debajo de la casucha que los separaba. Como dicha casa pertenecía a la sociedad Mouret y Cía y, en las cláusulas del arrendamiento, figuraba que el inquilino tenía la obligación de permitir las obras de reparación, una buena mañana se presentaron los albañiles. Bourras estuvo a punto de sufrir un ataque. ¿No era ya bastante que lo estuvieran asfixiando por todos lados, a derecha, a izquierda, por detrás? ¡Tenían, además, que atacarlo por los pies, que quitarle el suelo de debajo de las plantas! Expulsó a los obreros y fue a pleito. Tenía que apechar con las reparaciones, bien estaba. ¡Pero aquéllas eran obras de embellecimiento! En el barrio opinaban que iba a ganar, pero no ponían la mano en el fuego. Sea como fuere, el pleito se anunciaba largo y todo el mundo sentía un apasionado interés por aquel inacabable duelo.

El día en que Denise decidió decirle, al fin, que se iba, Bourras regresaba, precisamente, de ver a su abogado.

-¡No se lo va a creer! -le dijo a voces-. Ahora dicen que la casa no es segura y pretenden dar por sentado que hay que rehacer los cimientos… ¡Pardiez! ¿A quién le va a asombrar que esté a punto de venirse abajo, con todos los vaivenes que le están dando sus condenadas máquinas?

Luego, cuando la joven le anunció que dejaba la habitación, que volvía a El Paraíso, con un sueldo de mil francos, se quedó tan sobrecogido que se limitó a alzar al cielo las viejas y temblorosas manos. La conmoción lo hizo desplomarse en una silla.

-¡Usted! ¡Usted! -balbució-. Así que estoy solo; nada más quedo yo.

Al cabo de un silencio, preguntó:

-¿Y el niño?

-Vuelve a casa de la señora Gras -contestó Denise-. Estaba muy encariñada con él.

Callaron de nuevo. Denise hubiera preferido que se enfureciera, que lanzase juramentos y diese puñetazos. La desconsolaba ver a aquel anciano ofuscado y hundido. Pero, poco a poco, se iba reponiendo y va volvía a dar voces.

-A ver quién es el guapo que rechaza mil francos… Todos acabarán por ahí. ¡Pues váyase y déjeme solo! Sí, solo, ¿se entera? Siempre quedará uno que no agache la cabeza. Y dígales que pienso ganar el pleito, aunque, para ello, tenga que quedarme hasta sin camisa.

Denise no dejaba a Robineau hasta finales del mes. Había vuelto a ver a Mouret y todo estaba ya arreglado. Una noche, estaba a punto de entrar en casa cuando Deloche, que la acechaba bajo el dintel de una entrada de carruajes, la detuvo al pasar. Se alegraba mucho; acababa de enterarse de la gran noticia; a lo que decía, todo el mundo, en los almacenes, hablaba del asunto. Y le contó jovialmente los chismorreos de las secciones.

-¡No sabe la cara que han puesto las señoritas de confección!

Se interrumpió, para decir, acto seguido:

-Por cierto, ¿se acuerda de Clara Prunaire? Pues, a lo que dicen, el patrón y ella… Vamos, ya me entiende.

Se había ruborizado. Denise, muy pálida, exclamó:

-¡El señor Mouret!

-Qué mal gusto, ¿verdad? -añadió él-. Una mujer que parece un caballo… La chiquita de la lencería, con la que estuvo dos veces el año pasado, era agradable por lo menos. En fin, allá él.

Ya en su habitación, Denise se sintió desfallecer. Debía de ser que había subido las escaleras demasiado deprisa. Acodada en la ventana, se le presentó de pronto una visión de Valognes, de la desierta calle con los adoquines cubiertos de musgo que veía desde su cuarto de niña. Y la invadió una necesidad de volver a vivir allí, de refugiarse en la paz y el olvido provincianos. París la irritaba; aborrecía El Paraíso de las Damas; no entendía ya por qué había accedido a volver a trabajar allí. Con toda seguridad, seguiría sufriendo en aquel sitio; ya estaba sufriendo, con desconocido malestar, desde que Deloche le había contado aquellas historias. Y entonces, sin motivo alguno, un ataque de llanto la obligó a retirarse de la ventana. Lloró mucho rato y recuperó hasta cierto punto el valor de enfrentarse con la vida.

Al día siguiente, Robineau la envió a hacer un recado a la hora de comer; al pasar por delante de El Viejo Elbeuf, entró, al ver a Colomban solo en la tienda. Los Baudu almorzaban; del fondo del pequeño comedor llegaba ruido de tenedores.

-Puede usted entrar -dijo el dependiente-. Están comiendo.

Pero ella lo hizo callar, se lo llevó a un rincón y le dijo, bajando la voz:

-Es con usted con quien quiero hablar… ¿Es que no tiene corazón? ¿Es que no se da cuenta de que Geneviéve lo quiere a usted y de que ese amor la va a matar?

Temblaba de pies a cabeza; la fiebre de la víspera se había vuelto a apoderar de ella. Colomban, sorprendido y asustado ante aquel brusco ataque, no atinaba a decir palabra.

-¿Me está oyendo? -prosiguió Denise-. Geneviéve sabe que está usted enamorado de otra. Me lo ha dicho; y con unos sollozos que partían el alma… ¡Pobre niña! Le aseguro que se ha quedado en los huesos. ¡Si hubiera usted visto qué bracitos! Para echarse a llorar… No me diga que la va a dejar morirse.

Colomban habló por fin, completamente trastornado.

-Pero si no está enferma. ¡Está usted exagerando! Yo no he visto que… Y además es su padre quien retrasa la boda.

Denise le hizo ver con rudeza que no era cierto. Se había dado perfecta cuenta de que bastaría con que el joven insistiera lo más mínimo para que su tío capitulase. Pero la sorpresa de Colomban no era fingida: era cierto que no se había fijado en la lenta agonía de Geneviéve. La revelación le resultó muy poco grata. El hecho de no saberlo le había evitado hacerse excesivos reproches.

-¿Y todo por quién? -seguía diciendo Denise-. Por una cualquiera… Si es que usted no sabe de quién se ha ido a enamorar. Hasta ahora, no quise disgustarlo e hice cuanto pude por responder a sus continuas preguntas… Pero ahora le digo que esa mujer se va con todo el que se le pone por delante, que se ríe de usted, que nunca la conseguirá; y si la consigue, será de la misma forma que los demás, una sola vez, de pasada.

El la escuchaba, muy pálido; y con cada frase que Denise le arrojaba a la cara, apretando los dientes, le temblaban brevemente los labios. Ella, poseída de crueldad, cedía a un furioso arrebato del que no era consciente.

-Y entérese bien -exclamó para concluir-: está con el señor Mouret.

Se le había quebrado la voz y se puso aún más pálida que él. Ambos se miraron.

Luego, él balbució:

-La quiero.

Y, entonces, Denise se sintió avergonzada. ¿Por qué le hablaba así a aquel muchacho? ¿Por qué se había exaltado de aquella forma? Se quedó muda; la sencilla frase que Colomban acababa de pronunciar le retumbaba en el corazón como un lejano tañido de campana que la ensordecía: «La quiero, la quiero» y que iba amplificándose. El joven tenía razón; era imposible que se casara con otra.

Denise se dio la vuelta y, al hacerlo, divisó a Geneviéve en el umbral del comedor.

-¡Cállese! -dijo a toda prisa.

Pero era demasiado tarde. Geneviéve debía de haberlo oído. Tenía el rostro exangüe. En ese preciso momento entró una cliente, la señora Bourdelais, una de las últimas en mantenerse fieles a El Viejo Elbeuf, en donde encontraba telas fuertes y duraderas. Hacía ya mucho que la señora De Boves se había ido a El Paraíso, siguiendo la moda. E incluso la propia señora Marty había dejado de venir, totalmente rendida a la seducción de los escaparates de la acera de enfrente. A Geneviéve no le quedó más remedio que salirle al encuentro y preguntarle con su voz sin inflexiones:

-¿Qué desea la señora?

La señora Bourdelais quería ver franelas. Colomban bajó una pieza de uno de los casillero y Geneviéve desplegó el tejido para que la cliente lo examinara. Se hallaban ambos uno junto al otro tras el mostrador, con las manos frías. En aquel momento salía Baudu del comedor, en el que ya no quedaba nadie, en pos de su mujer, que fue a sentarse en el banco que había tras la caja. Pero, al principio, no intervino en la venta. Le había lanzado una sonrisa a Denise y se había quedado de pie, mirando a la señora Bourdelais.

-No es muy fuerte que digamos -estaba diciendo ésta-. Enséñeme la más recia que tenga.

Colomban bajó otra pieza. Hubo un silencio. La señora Bourdelais examinaba la tela.

-¿Cuánto vale?

-Seis francos, señora -respondió Geneviéve. La cliente hizo un gesto brusco.

-¡Seis francos! Pero si la tienen igual enfrente a cinco francos.

A Baudu se le contrajo levemente el rostro. No pudo resistir y terció muy cortésmente en la conversación: la señora debía de estar equivocada; el precio real de aquel género era de seis francos con cincuenta. Era imposible que nadie lo diera por cinco francos. Tenía que tratarse de un género diferente.

-No, no -repetía la cliente, con la cabezonería de una burguesa que se las da de entendida-. Es la misma tela. Y puede que sea incluso más gruesa.

Y la discusión acabó por agriarse. Baudu, con la bilis tiñéndole el rostro, se esforzaba en no perder la sonrisa. La amargura que le inspiraba El Paraíso le agarrotaba la garganta.

-La verdad es que van a tener ustedes que tratarme mejor -acabó por decir la señora Bourdelais-, porque, si no, me iré a comprar enfrente, como todas las demás.

Entonces, Baudu perdió la cabeza y voceó, estremecido de ira reprimida:

-¡Pues váyase usted a comprar enfrente!

Al oír esto, la señora se puso en pie, muy ofendida, y se fue sin mirar atrás, al tiempo que respondía:

-Eso es lo que voy a hacer, caballero.

Reinó la estupefacción. El violento arrebato del dueño había sobrecogido a todos. Él mismo se había quedado pasmado y tembloroso tras decir aquellas palabras. La frase se le había escapado a pesar suyo, en un estallido del rencor que llevaba tanto tiempo acumulando. Y, ahora, los Baudu, inmóviles, con los brazos caídos, seguían con la vista a la señora Bourdelais y miraban cómo cruzaba la calle. Les parecía que, al irse, se llevaba consigo su última oportunidad. Cuando entró, con su paso tranquilo, por la alta puerta de El Paraíso, cuando vieron cómo se la tragaba la muchedumbre, sintieron algo parecido a un desgarro.

-¡Otra cliente que se nos llevan! -susurró el pañero.

Luego, volviéndose hacia Denise, de cuya vuelta al trabajo ya estaba enterado, añadió:

-También tú vuelves a ser de los suyos… No te guardo rencor, ¿sabes? Como tienen el dinero, son los más fuertes.

Fue entonces cuando Denise le dijo por lo bajo a Geneviéve, pues aún no había perdido la esperanza de que ésta no hubiera podido oír a Colomban:

-Sí que te quiere; alégrate un poco.

Pero la joven le respondió muy quedo, con voz quebrada:

-¿Por qué me mientes?… ¡Míralo! Si no puede dejar de mirar hacia allá arriba… Bien sé que ésos me lo han robado, como nos lo roban todo.

Se había sentado en el banco de la caja, al lado de su madre. Esta debía de haber adivinado el nuevo golpe que había recibido la joven, pues sus consternados ojos fueron de ella a Colomban, para volver a posarse, a continuación, en El Paraíso. Era verdad que les estaban robando todo: al padre, la fortuna; a la madre, su hija, moribunda; a la hija, un marido al que llevaba esperando diez años. Al mirar a aquella familia condenada, Denise, con el corazón rebosante de lástima, pensó, por un momento, que no era buena. ¿Acaso no iba a volver a contribuir al funcionamiento de aquella máquina que aplastaba a los desventurados? Pero era como si la arrastrase una fuerza y sentía que no hacía nada malo.

-¡Bah! -dijo Baudu para darse ánimos-. No nos vamos a morir por esto. Si ésta se va, ya vendrán otras… Óyeme, Denise: tengo yo aquí setenta mil francos que le van a quitar el sueño a ese Mouret tuyo… A ver, vosotros, ¡fuera esas caras de duelo!

No pudo alegrarlos y volvió a caer también en una lívida consternación. Y ninguno conseguía apartar la vista del monstruo, que los atraía, que los poseía, que se nutría hasta hartarse con su desdicha. Las obras se hallaban a punto de concluir; la fachada estaba ya libre de andamios y quedaba por completo a la vista uno de los planos del colosal edificio, en cuyos blancos muros se abrían amplios y límpidos escaparates. En aquel preciso instante, había delante de la salida del servicio de envíos, al borde de la acera por la que, al fin, se podía transitar, una hilera de ocho carruajes que unos mozos iban cargando por turno. La luz del sol enfilaba la calle, y uno de sus rayos hacía espejear los paneles verdes, con sus letras amarillas y rojas en relieve, que proyectaban destellos cegadores hasta lo más hondo de El Viejo Elbeuf. Los cocheros ataviados de negro, de porte correctísimo, refrenaban los magníficos tiros, y los caballos sacudían los frenos plateados. No bien se llenaba un carruaje, el estrépito de las ruedas sobre los adoquines estremecía las tiendecitas del vecindario.

Entonces, viendo aquel desfile triunfal que tenían que soportar dos veces al día, a los Baudu se les partió el corazón. El padre notaba que le fallaban las fuerzas y se preguntaba adónde podía ir a parar aquel continuo flujo de mercancías. Mientras, la madre, a la que enfermaba el tormento de la hija, seguía mirando sin ver, con los ojos anegados en gruesas lágrimas.

Aquel lunes, 14 de marzo, El Paraíso de las Damas inauguraba los nuevos almacenes con la gran exposición de las novedades de verano, que iba a durar tres días. Fuera, soplaba un agrio cierzo, y los transeúntes, asombrados ante aquel regreso del invierno, pasaban deprisa, abrochándose el gabán. Entre tanto, fermentaba una gran conmoción en los comercios de los alrededores. Podían verse, pegados a las lunas de los escaparates, los rostros pálidos de los pequeños comerciantes, que llevaban la cuenta de los primeros coches que se detenían ante la nueva puerta principal. Daba dicha puerta a la calle NeuveSaint-Augustin; y era tan alta y tan honda como el pórtico de una iglesia. La remataba un grupo escultórico: la Industria y el Comercio dándose la mano en medio de una compleja abundancia de atributos, y se cobijaba bajo una ancha marquesina, cuyos flamantes dorados parecían iluminar las aceras con un rayo de sol. A ambos lados, corrían fas fachadas, aún de un blanco crudo, que doblaban luego hacia las calles de Monsigny v de la Michodière y ocupaban toda la manzana, salvo uno de los lados de la calle de Le-Dix-Décembre, en el que el Banco de Crédito Inmobiliario iba a edificar. Cuando los pequeños comerciantes alzaban la vista para abarcar, en toda su longitud, aquel edificio con dimensiones de cuartel, divisaban un cúmulo de mercancías a través de las lunas que franqueaban los locales al paso de la luz desde la planta baja hasta la segunda. Y aquella gigantesca mole cúbica, aquel bazar colosal, al taparles el cielo, les parecía culpable hasta cierto punto del frío que los hacía tiritar tras sus gélidos mostradores.

En tanto, Mouret, que había hecho acto de presencia a las seis de la mañana, estaba dando las últimas órdenes. En el centro de los almacenes, siguiendo el mismo eje que la puerta principal, una larga galería los cruzaba de punta a punta; la flanqueaban, a derecha e izquierda, dos galerías más estrechas: la galería Monsigny y la galería Michodiére Los patios de luces se habían convertido en patios acristalados; se alzaban desde la planta baja unas escaleras de hierro y, en ambos pisos, unas pasarelas salvaban el vacío, de lado a lado. El arquitecto, un hombre joven, casualmente inteligente y prendado de los tiempos modernos, no había recurrido a la piedra sino para los sótanos y los pilares de esquina, y había puesto en pie todo un esqueleto de hierro, en el que vigas y viguetas se asentaban en columnas. Las bovedillas que soportaban los suelos y los tabiques de las divisiones interiores eran de ladrillo. Se había ganado espacio por doquier; el aire y la luz tenían entrada franca; el público transitaba a sus anchas bajo los atrevidos arcos de las elevadas techumbres. Aquel eclificio era la catedral del comercio moderno resistente y airosa, construido para todo un pueblo de compradoras. Abajo, en la galería central, nada más dejar atrás las oportunidades de la puerta, estaban las corbatas, los guantes y la seda. La ropa blanca y el ruán ocupaban la galería Monsigny; y en la galería Michodiére se hallaban la mercería, la calcetería, los paños y los géneros de lana. Luego, en la primera planta, estaban la confección, la lencería, los chales, los encajes y otros departamentos nuevos; pero habían desplazado a la segunda planta la ropa de cama, las alfombras, la tapicería y todos los artículos de gran tamaño y manejo dificultoso. Ahora había treinta y nueve departamentos y mil ochocientos empleados, de los cuales doscientos eran mujeres. En la retumbante y vital actividad de las elevadas naves metálicas crecía todo un universo.

Mouret tenía como única pasión la de imponerse a la mujer. Quería que fuera la reina de su casa, le había construido aquel templo para tenerla a su merced en él. En eso consistía su táctica, en embriagarla con galantes atenciones para poder traficar con sus deseos y explotar sus febriles impulsos. Cavilaba, pues, noche y día para dar con nuevos hallazgos. Había instalado, hacía tiempo, dos ascensores tapizados de terciopelo acolchado para evitar a las damas delicadas el cansancio de subir de piso en piso. Acababa de abrir ahora un ambigú en donde se servían gratuitamente refrescos y bizcochos, y un salón de lectura, una monumental galería decorada con abrumadora suntuosidad, en la que se atrevía incluso a organizar exposiciones de pintura. Pero su idea más alambicada apuntaba a las mujeres que no fueran presumidas, y consistía en conquistar a la madre por mediación del hijo. No desperdiciaba fuerza alguna, no había sentimiento con el que no especulase; creaba departamentos para muchachitos y chiquillas y conseguía que las madres se detuvieran brindando a los pequeños estampas y globos. Aquella idea de regalar globos había sido un rasgo de genialidad. A cada compradora se le entregaba un globo rojo en cuya delgada goma figuraba en grandes letras el nombre de los almacenes. Viajaban éstos por los aires, tirando del cordel, y paseaban así por las calles una propaganda dotada de vida propia.

El poder máximo era la publicidad. Mouret gastaba en ella trescientos mil francos, que se invertían en catálogos, anuncios y carteles. Para la venta de novedades de verano, había enviado doscientos mil catálogos, de los cuales cincuenta mil habían viajado al extranjero, traducidos a todas las lenguas. Ahora, los ilustraba con grabados e, incluso, adjuntaba, a título de muestra, retales pegados a las hojas. Era como una desbordante y crecida exhibición. El Paraíso de las Damas se mostraba a los ojos del mundo entero, invadía las paredes, los periódicos y hasta los telones de los teatros. Mouret profesaba la teoría de que la mujer pierde las fuerzas ante la propaganda y acaba, fatalmente, por acudir a los lugares que dan que hablar. Le tendía, por otra parte, las más elaboradas trampas, tras haberla analizado con talento de avezado moralista. Había descubierto, por ejemplo, que no es capaz de resistir a una ganga y compra sin necesidad cuando piensa que está realizando un negocio ventajoso. Basaba en aquellas observaciones su sistema de rebajas. Iba bajando progresivamente el precio de los artículos que no se vendían, pues, fiel al principio de la renovación rápida de la mercancía, prefería, antes que quedarse con ellos, venderlos con pérdida. Ahondando aún más en el corazón de la mujer, acababa de implantar las devoluciones, una obra maestra de seducción jesuítica. «Llévese el artículo sin temor, señora; ya nos lo devolverá si no le agrada.,» La mujer proprensa a oponer resistencia hallaba en aquel argumento una postrera excusa, la posibilidad de arrepentirse de una locura: y compraba con la conciencia tranquila. Ahora, las devoluciones y las rebajas formaban parte del funcionamiento habitual del comercio moderno.

Pero en lo que Mouret se mostraba como un maestro sin rival era en la disposición interior de los almacenes. Había promulgado con carácter de ley que ni un rincón de El Paraíso de las Damas podía permanecer desierto. Exigía que hubiese por doquier ruido, gentío, vida. Pues la vida, decía, atrae a la vida, pare y crea bullicio. Sacaba de aquella ley todo tipo de normas prácticas. La primera establecía que para entrar había que pasar por apreturas y empujones. Era menester que, vistos desde la calle, los almacenes pareciesen un motín. Y conseguía el deseado barullo colocando en el arco de la puerta las oportunidades: casilleros y cestos llenos a rebosar de gangas. De forma tal que la gente modesta se agolpaba, taponaba la entrada, daba a suponer que en los almacenes no cabía un alfiler, cuando las más de las veces sólo estaban llenos a medias. Tenía, luego, el arte de disimular, en las galerías, los departamentos de escasa concurrencia, por ejemplo, los chales en verano y las indianas en invierno. Los rodeaba de departamentos de gran vitalidad, los anegaba con la algarabía general. Sólo a él se le había ocurrido que había que aposentar en la segunda planta los departamentos de alfombras y muebles, a los que acudían menos clientes y cuya presencia en la planta baja habría creado espacios desiertos y fríos. Si tal cosa hubiera estado en su mano, habría hecho que la calle cruzase por su establecimiento.

Se hallaba precisamente Mouret, por entonces, en pleno ataque de inspiración. El sábado por la noche, al echar el último vistazo a los preparativos de la gran venta del lunes, que los tenía a todos atareados desde hacía un mes, había sido consciente, de súbito, de que había colocado los departamentos de una forma absurda. Era, sin embargo, una disposición completamente lógica: las telas, por un lado; las confecciones, por otro. Un orden inteligente que debía permitir a las clientes orientarse sin problemas. Mouret había soñado con aquel orden hacía tiempo, en el revoltillo del estrecho local de la señora Hédouin. Y, de pronto, ahora que lo había conseguido, le entraban dudas. De repente, empezó a decir a voces que había que «ponerlo todo patas arriba». Tenían por delante cuarenta y ocho horas; era menester cambiar de sitio parte del contenido de los almacenes. El personal, aturdido, azacanado, tuvo que pasar dos noches y el domingo entero en medio de un tremendo estropicio. Incluso el lunes por la mañana, una hora antes de abrir, había aún mercancías sin colocar. No cabía duda de que el patrón se había vuelto loco; nadie entendía nada; cundía la consternación.

-¡Vamos! ¡Deprisa! -gritaba Mouret, con la tranquila seguridad que le daba el estar convencido de su talento-. Estos trajes hay que llevarlos arriba… ¿Están va los artículos orientales en el rellano central?… ¡Un último esfuerzo, muchachos, y ya verán la venta de hoy!

También Bourdoncle llevaba al pie del cañón desde el alba. El tampoco entendía nada y seguía con la vista al director con expresión inquieta. No se atrevía a hacerle pregunta alguna, pues sabía bien qué acogida dispensaba a la gente en los momentos de crisis. Acabó, empero, por decidirse, y le preguntó con calma:

-¿Era realmente necesario desbaratarlo todo la víspera de la exposición?

Mouret empezó por encogerse de hombros, sin contestar. Luego, al permitirse Bourdoncle insistir, estalló:

-Eso, para que las clientes se agolpen todas en la misma esquina, ¿no? Valiente geómetra estaba yo hecho. Nunca me lo habría perdonado… ¿No se da cuenta de que estaba permitiendo que la gente se orientase? Entra una mujer, va en derechura a donde quiere ir, pasa de la enagua al vestido, del vestido al abrigo y luego se marcha, sin haberse extraviado ni un poquito… ¡Ni una habría visto los almacenes enteros!

-Pero ahora que lo ha enredado usted todo -comentó Bourdoncle-, ahora que lo ha desperdigado usted todo por todos los rincones, los empleados van a matarse a andar cuando acompañen a las clientes de departamento en departamento.

Mouret hizo un ademán altanero.

-¿Y a mí qué me importa? Son jóvenes, así estirarán las piernas… Tanto mejor si tienen que ir de un lado para otro. Parecerá que son más; harán bulto. Mientras haya aglomeraciones, todo irá bien.

Se dignó explicar sus teorías, entre risas, al tiempo que bajaba la voz:

-Mire, Bourdoncle, fíjese en los resultados… Para empezar, ese ir y venir continuo obliga a las clientes a dispersarse por doquier, las multiplica y les hace perder la cabeza. En segundo lugar, dado que, por ejemplo, si quieren un forro después de haber comprado el vestido, tendrán que cruzar de punta a punta los almacenes, esos desplazamientos harán que el local les parezca tres veces mayor; además, no les quedará más remedio que pasar por departamentos a los que, de otro modo, no habrían ido; las tentaciones irán surgiendo, según pasan, y sucumbirán a ellas; en cuarto lugar…

Bourdoncle se reía también. Entonces, Mouret, encantado de la vida, se interrumpió para gritarles a los mozos:

-¡Muy bien, muchachos! ¡Ahora se pasa la escoba y estará todo precioso!

Pero, al volverse, vio a Denise. Bourdoncle y él estaban delante del departamento de confección que, precisamente, acababan de desdoblar, al subir los vestidos y los trajes a la segunda planta, en el extremo opuesto de los almacenes. Denise, que había sido la primera en bajar, abría los ojos de par en par, aturdida ante la nueva disposición.

-¿Qué pasa? -susurró-. ¿Nos mudamos?

Aquella sorpresa pareció divertir a Mouret, al que encantaban los golpes aparatosos. Denise había regresado en los primeros días de febrero a El Paraíso, en donde había tenido la grata sorpresa de encontrarse con unos compañeros corteses y casi respetuosos. La señora Aurélie sobre todo, la trataba con benevolencia. Marguerite y Clara parecían resignadas; e incluso el tío Jouve doblaba el espinazo con expresión apurada, como si quisiera borrar el feo recuerdo de tiempos pasados. Había bastado con que Mouret dijera una palabra; todos cuchicheaban mientras la seguían con los ojos. Y lo único que la tenía un tanto disgustada, entre aquella generalizada amabilidad, eran la singular tristeza de Deloche y las inexplicables sonrisas de Pauline.

Mouret, entre tanto, seguía mirándola con cara de satisfacción.

-¿Qué busca, señorita? -le preguntó al fin.

Denise no lo había visto. Se ruborizó levemente. Desde que había regresado, Mouret le daba muestras de interés que le llegaban al alma. Pauline le había contado por lo menudo, sin que Denise entendiese por qué, los amores del jefe y de Clara: dónde se veían, cuánto le pagaba él… Sacaba el tema a colación con frecuencia; y añadía, además, que Mouret tenía otra amante, esa señora Desforges que tan bien conocían todos en los almacenes. Tales historias hacían mella en Denise; volvía a sentir el temor de antaño, un malestar en el que el agradecimiento luchaba contra la ira.

-Es que está todo cambiado -susurró.

Entonces, Mouret se le acercó para decirle en voz baja:

-Tenga la bondad de pasar por mi despacho esta noche, después de la venta. Deseo hablar con usted.

Ella, turbada, bajó la cabeza sin decir palabra. Entró, luego, en el departamento, al que estaban llegando ya las demás dependientes. Pero Bourdoncle había oído a Mouret y lo miraba, sonriente. Se atrevió, incluso, a decirle, cuando se quedaron a solas:

-¡Otra vez anda a vueltas con ésta! ¡No se fíe, que al final la cosa va a acabar en algo serio!

Mouret se defendió con vehemencia, disimulando la emoción tras una expresión de despreocupada superioridad.

-No se preocupe. Todo es broma. No ha nacido la mujer que me cace a mí, amigo mío.

Y, como ya estaban abriendo los almacenes, se apresuró a ir a echar un último vistazo a las diferentes secciones. Bourdoncle movía la cabeza. Aquella Denise, tan sencilla y dulce, estaba empezando a preocuparlo. La primera vez había ganado él, despidiéndola brutalmente. Pero aquí estaba de nuevo; y ahora la tenía por enemiga de consideración. Callaba ante ella y esperaba que le llegase el turno.

Se reunió con Mouret, que estaba dando voces abajo, en el patio Saint-Augustin, frente a la puerta de entrada.

-¿Es que me están tomando el pelo? Había dicho que pusieran las sombrillas azules en la parte de fuera… ¡A cambiarlo todo, y deprisita!

No quiso atender a razones. Una cuadrilla de mozos tuvo que modificar la exposición de sombrillas. Mandó incluso cerrar las puertas por unos instantes al ver que llegaban clientes. Y repetía que prefería no abrir antes que dejar las sombrillas azules en el centro, porque le mataban la composición. Los escaparatistas de prestigio, Hutin, Mignot, algunos otros, acudían a ver qué sucedía. Ponían los ojos en blanco, pero fingían no entender el problema, pues eran de una escuela diferente.

Volvieron, por fin, a abrir las puertas y entró una oleada de gente. Ya desde el principio, antes de que se hubieran llenado los almacenes, hubo en la entrada unas apreturas tales que no quedó más remedio que llamar a los guardias para que restableciesen la circulación en la acera. Mouret estaba en lo cierto: todas las amas de casa, una prieta tropa de pequeñas burguesas y mujeres con cofia, tomaban por asalto las oportunidades, las rebajas y los retales, que llegaban hasta la calle. Se veían de continuo manos alzadas, que palpaban los géneros colgados ante la puerta: un calicó a treinta y cinco céntimos, una mezclilla gris de lana y algodón, a cuarenta y cinco céntimos, y, sobre todo, una mezclilla inglesa a treinta y ocho céntimos que era la ruina de las bolsas humildes. Había empujones, hombro con hombro, un febril tumulto en torno a los casilleros y los cestos llenos de saldos: puntillas a diez céntimos; cintas a veinticinco céntimos; ligas a quince céntimos; guantes, enaguas, corbatas, calcetines y medias de algodón, en montones que se desplomaban y desaparecían, como si se los tragase el gentío voraz. Pese al frío, los dependientes que vendían al aire libre no daban abasto. Una mujer gruesa lanzó varios chillidos. Dos niñas estuvieron a punto de morir asfixiadas.

La aglomeración fue creciendo a medida que transcurría la mañana. A eso de la una, había colas y la acera estaba cortada, como en tiempo de disturbios. Estaban precisamente la señora De Boves y su hija Blanche de pie en la acera de enfrente, sin saber qué hacer, cuando se les acercó la señora Marty, a la que también acompañaba su hija Valentine.

-¿Ha visto cuánta gente? -dijo aquélla-. Se están matando ahí dentro. Yo no pensaba venir, estaba en la cama. Pero me he levantado para tomar el aire.

-Lo mismo que yo -manifestó su interlocutora- Le prometí a mi marido que iría a ver a su hermana a Montmartre… Y claro, al pasar, me acordé de que necesitaba una pieza de cordón. Tanto da que la compre aquí que en otro sitio, ¿verdad? ¡Desde luego que no pienso gastarme ni una perra! Además, no me hace falta nada.

No obstante, ninguna de ellas apartaba la vista de la puerta; la violenta corriente del gentío se había apoderado de ellas y las arrastraba.

-No, no, no entro; me da miedo -murmuró la señora De Boves-. Vámonos, Blanche, nos van a triturar.

Pero se le iba debilitando la voz y sucumbía, poco a poco, al deseo de entrar donde entraba todo el mundo. Su temor se desvanecía ante la irresistible atracción del tumulto. También la señora Marty había cedido. Y repetía:

-No te sueltes de mi vestido, Valentine… Nunca he visto cosa igual. La llevan a una en volandas. ¡Lo que debe de haber dentro!

Atrapadas en aquel flujo, las señoras no podían ya retroceder. De la misma forma que los ríos atraen las aguas errabundas de los valles, era como si el caudal de clientes que entraba a raudales se tragase a los transeúntes, atrajera a cuantos moraban en las cuatro esquinas de París. Avanzaban muy despacio, con el resuello perdido en aquellas estrecheces; las mantenían de pie hombros y vientres, cuya blanda tibieza notaban. Y, satisfecho el deseo, disfrutaban con aquel trabajoso progreso que hostigaba aún más su curiosidad. Había allí una mezcolanza de señoras vestidas de seda, de pequeñas burguesas con ropas modestas, de muchachas sin sombrero; y a todas las enardecía, las enfebrecía la misma pasión. Algunos hombres, perdidos entre las rebosantes espeteras, lanzaban en torno medrosas miradas. En lo más denso del gentío, una nodriza alzaba cuanto podía a su rorro, que reía de gusto. Y la única en mostrar enfado era una mujer flaca, cuyo mal genio estallaba en una parrafada agria en la que acusaba a su vecina de echársele encima.

-Me parece que voy a perder las enaguas -repetía la señora De Boves.

Sin decir nada, con el frío de la calle aún en el rostro, la señora Marty se ponía de puntillas para anticiparse a sus acompañantes y divisar, por encima de las cabezas, cómo se ahondaba la perspectiva de los almacenes. Tenía las pupilas grises contraídas, como una gata que viniese de la claridad exterior, y descansados el cuerpo y la mirada, como si acabara de despertarse.

-¡Vaya, al fin! -dijo, lanzando un suspiro.

Las señoras acababan de salir del barullo. Estaban en el patio Saint-Augustin. Quedaron muy sorprendidas al verlo casi vacío. Y las invadió una sensación de bienestar. Les parecía que salían del invierno de la calle para penetrar en la primavera. Mientras soplaba fuera el helado viento de los aguaceros, el buen tiempo cuajaba ya su tibieza en las galerías de El Paraíso, entre las telas finas, el floral destello de los tonos tiernos, el campestre júbilo de la moda de verano y las sombrillas.

-¡Fíjense en esto! -exclamó la señora De Boves, que se había quedado inmóvil, con la vista clavada en las alturas.

Era la exposición de sombrillas. Abiertas todas ellas, combadas como escudos, cubrían el patio, desde la cristalera del techo hasta la gola de roble barnizado. Dibujaban festones alrededor de las arcadas de las plantas superiores; bajaban en guirnaldas por las columnas; corrían en apretadas filas por las balaustradas de las galerías e, incluso, por las barandillas de las escaleras. Estaban por doquier, simétricamente alineadas, pintando las paredes de rojo, de verde, de amarillo; parecían farolillos enormes que alguien hubiera encendido para una fiesta de gigantes. En las esquinas, había diseños complicados, estrellas realizadas con sombrillas de un franco con noventa y cinco, cuyos tonos claros, azul pálido, crema, rosa pálido, brillaban con la suave luz de una lamparilla. Y, más arriba, enormes quitasoles japoneses, en los que grullas doradas volaban por un cielo púrpura, llameaban con reflejos de incendio.

La señora Marty andaba buscando una frase que expresase su arrobo y sólo se le ocurrió esta exclamación:

-¡Parece un cuento de hadas!

Intentó, luego, orientarse:

-Vamos a ver; el cordón estará en la mercería… Lo compro y me voy corriendo.

-La acompaño -dijo la señora De Boves-. Sólo vamos a dar una vuelta, ¿verdad, Blanche?

Pero, nada más cruzar la puerta, las señoras se perdieron. Giraron a la izquierda. Y, como habían cambiado de sitio la mercería, se encontraron en los encañonados y, después, en los puños y los cuellos a juego. Hacía mucho calor en las galerías cubiertas, un calor de invernadero, húmedo y opresivo, que el insípido olor de las telas impregnaba y en el que se amortiguaba el ruido de pasos de la muchedumbre. Volvieron, entonces, hasta la puerta, donde se formaba una corriente de salida, una interminable procesión de mujeres y niños por encima de cuyas cabezas flotaba una nube de globos rojos. Habían preparado cuarenta mil globos, que repartían unos mozos que no tenían más cometido que ése. Al mirar esa retreta de compradoras, hubiérase dicho que, prendida de invisibles hilos, volaba por el aire una bandada de enormes pompas de jabón en las que se reflejaba el incendio de las sombrillas. Y aquel fulgor iluminaba por completo los almacenes.

-Es todo un mundo -afirmaba la señora De Boves-. Ya no sabe una ni dónde está.

Pero a las señoras les resultó imposible seguir paradas en el remolino de la puerta, entre los empujones de quienes entraban y quienes salían. Por fortuna, el inspector Jouve acudió en su ayuda. Estaba a pie firme en el vestíbulo, serio, atento, observando a todas las mujeres que pasaban. Tenía a su cargo de forma muy especial la vigilancia interior; intuía a las mecheras y seguía, de preferencia, a las mujeres encintas cuando la fiebre que leía en sus ojos le infundía sospechas.

-¿La mercería, señoras? -dijo, muy servicial-. Tienen que ir a la izquierda. Miren, allí, detrás de la calcetería.

La señora De Boves le dio las gracias. Pero la señora Marty al darse la vuelta, se había percatado de que no veía a su Valentine. Estaba empezando a alarmarse cuando la diviso muy alejada ya, al fondo del patio Saint-Augustin, absorta frente a una mesa sobre la que se apilaban corbatas de mujer, a noventa y cinco céntimos, que un dependiente pregonaba. Mouret aplicaba la técnica de los artículos ofrecidos en voz alta, para hacer picar a la clientela y limpiarle los bolsillos. Pues recurría a todos los reclamos y le importaba muy poco la discreción de algunos de sus colegas, que opinaban que la mercancía tenía que hablar por sí misma. Los especialistas en esa modalidad de venta, parisinos holgazanes y bromistas, daban así salida a considerables cantidades de baratijas menudas.

-¡Ay, mamá! -susurró Valentine-. Fíjate en estas corbatas… Llevan un pájaro bordado en una esquina.

El dependiente elogiaba la mercancía, juraba que era pura seda, que el fabricante había quebrado y que nunca volvería a presentarse ocasión como aquélla.

-¡Noventa y cinco céntimos! ¡Si parece mentira! -decía la señora Marty, tan encantada como su hija-. ¡Bah! Bien puedo llevarme dos. No nos vamos a arruinar por tan poco.

La señora De Boves se mostraba desdeñosa. Aborrecía que le ofreciesen los artículos; si un dependiente la llamaba, salía huyendo. Esto sorprendía a la señora Marty, que no conseguía entender aquella nerviosa repulsión por los charlatanes, pues ella tenía otra forma de ser y era de las mujeres a las que deleita que les fuercen la voluntad, que gozan sumergiéndose en las caricias de la oferta al público, tocándolo todo y perdiendo el tiempo en inútiles palabras.

-Y ahora -añadió-, voy corriendo a buscar mi cordón… No quiero ya ni mirar siquiera

Empero, al cruzar por los pañuelos de cuello y los guantes, volvió a desfallecer. Había allí, bajo la luz difusa, una exposición de colores fuertes y alegres que arrobaba. Los mostradores, simétricamente dispuestos, parecían arriates y convertían el patio en un jardín a la francesa en el que sonreía una gama de tiernos colores florales. Directamente encima de la madera, en cajas desfondadas, rebosando de los casilleros repletos, lucían, en una cosecha de pañuelos de cuello, el rojo intenso de los geranios, el blanco lechoso de las petunias, el oro amarillo de los crisantemos, el azul celeste de las verbenas; y, más arriba, corrían, sobre varillas de cobre, las guirnaldas de otra floración: pañoletas al desgaire, cintas desenrolladas, un friso deslumbrador que se prolongaba, trepando por las columnas, y se multiplicaba en los espejos. Pero lo que más aglomeraciones provocaba era, en la guantería, un chalé suizo hecho sólo con guantes, una obra maestra de Mignot, que había tardado dos días en llevarla a cabo. Los guantes negros formaban la planta baja; venían luego, repartidos por el decorado, rodeando las ventanas, trazando los balcones, haciendo las veces de tejas, guantes de color paja, de color reseda, de color sangre de toro.

-¿Qué desea la señora? -preguntó Mignot al ver a la señora Marty parada delante del chalé-. Tenemos guantes de piel de Suecia de primera calidad a un franco con setenta y cinco…

Era un charlatán empedernido; desde el mostrador, llamaba a las señoras que pasaban por allí, importunándolas con sus modales corteses. Al ver que la señora Marty decía que no con la cabeza, añadió:

-Guantes del Tirol, a un franco con veinticinco… Guantes de Turín para niños; guantes bordados de todos los colores…

-No, gracias. No necesito nada -declaró la señora Marty.

Pero él notó que le fallaba la firmeza de la voz y la atacó con más rudo ahínco, metiéndole por los ojos los guantes bordados. No tuvo ella fuerzas suficientes para resistirse y compró un par. Luego, al ver que la señora De Boves la miraba, sonriendo, se ruborizó:

-¡Hay que ver! ¡Qué chiquilla soy! Si no me doy prisa en comprar mi cordón y marcharme corriendo, estoy perdida. Por desgracia, había tal aglomeración en la mercería que no consiguió que la atendiesen. Llevaban esperando las dos señoras diez minutos, y ya empezaban a irritarse, cuando vino a distraerlas el encuentro con la señora Bourdelais y sus tres hijos. Ésta explicaba, con su sosegado tono de mujer bonita y práctica, que había querido que los niños vieran el espectáculo. Madeleine contaba diez años; Edmond, ocho, y Lucien, cuatro. Iban riendo de contento; era aquélla una distracción barata, que les tenía prometida su madre hacía mucho.

-Tienen gracia estas sombrillas. Voy a comprar una roja -dijo, de repente, la señora Marty, que no acertaba a estarse quieta y perdía la paciencia al estar allí esperando, sin hacer nada.

Escogió una de catorce cincuenta. La señora Bourdelais, tras haber mirado cómo la adquiría con ojos de censura, le dijo, en tono amistoso:

-Hace usted mal en no esperar. Dentro de un mes, la habría comprado por diez francos… No será a mí a quien pesquen.

Y expuso una completa teoría de concienzuda ama de casa. Ya que los almacenes rebajaban los precios, lo aconsejable era esperar. No estaba dispuesta a que la explotasen; era ella quien se aprovechaba de sus oportunidades cuando lo eran de verdad. Rivalizaba, incluso, con los almacenes en malicia y se jactaba de no haberles dado nunca a ganar ni una perra.

-Bueno -dijo, por fin-, he prometido a mi gente menuda que les iba a enseñar unas estampas arriba, en el salón. Vengan conmigo, tienen tiempo de sobra.

Entonces la señora Marty echó por completo al olvido el cordón y se rindió sin tardanza. Pero la señora De Boves rehusó, pues prefería dar primero una vuelta por la planta baja. Por lo demás, las señoras contaban con volver a reunirse en la planta alta. Estaba la señora Bourdelais buscando las escaleras cuando se fijó en uno de los ascensores. Se apresuró a meter en él a los niños para que la diversión fuera completa. La señora Marty y Valentine entraron también en la angosta cabina, donde se encontraron todos muy estrechos. Pero tan interesados los tenían los espejos, los asientos corridos de terciopelo, la puerta de cobre labrado, que llegaron a la primera planta sin haber notado el suave deslizarse del aparato. Otros deleites esperaban a las señoras, por cierto, ya desde la galería de los encajes. Como tenían que pasar delante del ambigú, la señora Bourdelais aprovechó para atiborrar de refrescos a su familia. Era dicho ambigú una estancia cuadrada, en la que había un ancho mostrador de mármol. En ambos extremos, sendos hilillos de agua manaban de unas fuentes plateadas; detrás, en unos anaqueles, se alineaban las botellas. Tres camareros fregaban y llenaban los vasos sin cesar. Para contener a la sedienta clientela, había que obligarla, mediante una barrera forrada de terciopelo, a guardar cola, como a la puerta de un teatro. La muchedumbre se agolpaba en aquel lugar y personas había que, perdiendo la compostura ante aquellas golosinas gratuitas, abusaban de ellas hasta ponerse enfermas.

-¡Anda! ¿Dónde se han metido? -exclamó la señora Bourdelais, cuando consiguió salir del barullo, y tras limpiar a los niños con el pañuelo.

Pero divisó a la señora Marty y a Valentine muy lejos, al fondo de otra galería. Seguían comprando, sumergidas entre montones de enaguas. Ya estaba todo consumado y la madre y la hija desaparecieron, arrastradas por una fiebre de despilfarro.

Cuando la señora Bourdelais llegó al fin al salón de lectura y correspondencia, instaló a Madeleine, Edmond y Lucien ante la gran mesa; luego, fue personalmente a coger de las estanterías unos álbumes de fotos y se los llevó. Múltiples dorados recargaban la bóveda de la alargada estancia; en ambos extremos, había, frente por frente, dos chimeneas monumentales; cubrían las paredes cuadros mediocres en suntuosos marcos; y, entre las columnas, delante de cada uno de los vanos cintrados que daban a los almacenes, crecían plantas colocadas en jarrones de mayólica. Un nutrido público se sentaba, en silencio, en torno a la mesa, cubierta de revistas y periódicos y provista también de recado de escribir. Las señoras se quitaban los guantes y despachaban su correspondencia en el papel con membrete de la casa, tras tachar éste con un rasgo de la pluma. Unos cuantos hombres leían la prensa, hundidos en los sillones. Pero muchas personas permanecían desocupadas: maridos que estaban esperando a sus mujeres, mientras éstas recorrían desenfrenadamente los departamentos; señoras jóvenes y discretas que acechaban la llegada de sus amantes; padres ancianos, a los que habían depositado allí, como en un guardarropa, para recogerlos a la salida. Y aquella multitud descansaba, sentada muellemente, y lanzaba ojeadas, por los abiertos vanos, a las galerías y los patios de abajo, cuya lejana voz se alzaba entre el leve chirrido de las plumas y el crujir de los periódicos.

-¿Cómo? ¡Pero si es usted! -dijo la señora Bourdelais-. No la había reconocido.

Cerca de los niños, una señora se ocultaba tras las páginas de una revista. Era la señora Guibal, a la que pareció contrariar el encuentro. Pero se recobró en el acto y explicó que había subido a sentarse un rato para librarse del barullo. Al preguntarle la señora Bourdelais si andaba de compras, le respondió con su habitual aire lánguido, sofocando tras los párpados la avidez egoísta de la mirada:

-De ninguna manera… Al contrario, he venido a devolver unos portiers que no me gustaban. Pero hay tanta gente que estoy haciendo tiempo hasta que pueda acercarme al departamento.

Comenzó a charlar, diciendo que resultaba muy cómoda aquella modalidad de las devoluciones. Antes, nunca compraba nada; ahora caía a veces en la tentación. La verdad era que devolvía un artículo de cada cuatro y ya empezaban a conocerla en todos los departamentos, pues los dependientes se maliciaban alguna maniobra turbia tras aquella eterna disconformidad que la impulsaba a devolver sus compras, una tras otra, tras haberlas tenido en casa varios días. Mientras hablaba, no perdía de vista, sin embargo, las puertas del salón. Ypareció aliviarla que la señora Bourdelais regresara al lado de sus hijos para comentarles las fotos. Casi en ese mismo instante entraron el señor De Boves y Paul De Vallagnosc. El conde, que, en apariencia, estaba enseñando al joven los nuevos almacenes, cruzó con la dama una rápida e intensa mirada. Y luego ella volvió a absorberse en la lectura, como si no lo hubiera visto.

-¡Hombre, Paul! -dijo una voz a espaldas de ambos caballeros.

Era Mouret, que estaba echando una ojeada a los diferentes servicios. Los tres se estrecharon la mano y Mouret preguntó acto seguido:

-¿La señora De Boves nos ha hecho el honor de venir?

-La verdad es que no -dijo el conde-, aunque lo ha sentido mucho. Está indispuesta. Nada grave, por descontado.

Pero, de pronto, fingió ver a la señora Guibal. Se zafó de sus interlocutores para acercarse a ella, quitándose el sombrero, mientras que los otros dos se limitaban a saludarla de lejos. También la señora simulaba sorpresa. A Paul se le escapó una sonrisa. Acababa de comprender lo que sucedía y le contó al oído a Mouret cómo se había empeñado el señor De Boves, con el que se había encontrado en la calle de Richelieu, en evitar dicho encuentro, para tomar luego el partido de hacerlo entrar en El Paraíso de las Damas, so pretexto de que era cosa que no podía dejar de verse. La señora Guibal llevaba un año tomando del conde cuanto dinero y gusto podía, sin escribirle nunca, citándose con él, para ponerse de acuerdo, en lugares públicos: iglesias, museos o almacenes.

-Tengo entendido que cambian de habitación de hotel en cada cita -cuchicheaba el joven-. El mes pasado, anduvo de gira de inspección y escribía a su mujer cada dos días desde Blois, Liorna o Tarbes. Y, sin embargo, estoy seguro de haberlo visto entrar en una pensión burguesa del barrio de Les Batignolles… Mira, fíjate bien. ¡Qué prestancia muestra ante ella, con su corrección de funcionario! ¡La Francia añeja, amigo mío, la Francia añeja!

-¿Y tú cuándo te casas? -preguntó Mouret.

Paul, sin quitarle ojo al conde, respondió que seguían esperando a que se muriese la tía. Añadió, luego, con expresión de triunfo:

-¿Qué te decía? ¿Has visto? Se ha agachado y le ha dado una dirección. Y mira cómo la acepta ella con su cara más virtuosa. Esa pelirroja frágil de modales despreocupados es una mujer terrible. ¿Sabes que pasan unas cosas muy poco serias en tus dominios?

-Ah -dijo Mouret-, éstos no son mis dominios, sino los de las damas.

Añadió luego, bromeando, que el amor era como las golondrinas: traía suerte a las casas. Por descontado que estaba al tanto de las busconas que recorrían las secciones; de las señoras que se encontraban aquí, por casualidad, con un amigo. Pero, al menos, si no compraban, hacían bulto y caldeaban los almacenes. Sin dejar de hablar, se fue llevando a su antiguo condiscípulo hasta el umbral del salón, de cara a la gran galería central, cuyos sucesivos patios tenían a sus pies. Detrás de ellos, el salón conservaba el recogimiento; seguían oyéndose en él leves crujidos de plumas nerviosas y periódicos arrugados. Un señor anciano se había quedado dormido encima de El Monitor. El señor De Boves contemplaba los cuadros con la evidente intención de perder, entre el gentío, a su futuro yerno. En aquel sosiego, sólo la señora Bourdelais entretenía a sus hijos hablando a voces, como en tierra conquistada.

-Ya ves que éstos son sus dominios -repitió Mouret, abarcando con amplio ademán la aglomeración de mujeres que llenaba a reventar los departamentos.

Precisamente entonces cruzaba el primer patio la señora Desforges, tras haber estado a punto de que le arrebatase el abrigo el gentío de la entrada. Al llegar a la gran galería, alzó la vista. Era como estar en la nave central de una estación, que rodeaban las barandillas de las dos plantas, que interrumpían las escaleras colgantes, que cruzaban las pasarelas. Las escaleras de hierro de doble espiral subían en atrevidas curvas y múltiples rellanos. Las pasarelas de hierro, proyectadas sobre el vacío, lo franqueaban en línea recta, a gran altura. Y todo aquel hierro trazaba, entre la luminosa claridad de las cristaleras, una liviana arquitectura por la que se filtraba la luz; era aquélla la moderna plasmación de un palacio de ensueño, de una torre de Babel en la que se acumulasen pisos, se ensanchasen salas, se abriesen perspectivas hacia otros pisos y otras salas, hasta el infinito. Por lo demás, el hierro era rey por doquier; el joven arquitecto había tenido la honradez y el coraje de no ocultarlo tras una capa de pintura que simulase piedra o madera. Abajo, para no hacer sombra a las mercancías, la decoración era sobria: grandes paneles lisos de colores neutros. Luego, a medida que la estructura metálica iba subiendo, los capiteles de las columnas se tornaban más complicados, los remaches eran florones, las cornisas y los modillones se cargaban de esculturas; y, por último, en la parte más alta, florecían rutilantes pinturas de tonos verdes y rojos, en medio de una profusión de dorados, de oleadas de dorados, de cosechas doradas, hasta alcanzar las cristaleras, esmaltadas y nieladas en oro. Bajo las galerías cubiertas, las bovedillas de ladrillo visto estaban también vitrificadas en colores vivos. Mosaicos y azulejos formaban parte de la ornamentación, alegraban los frisos, iluminaban con sus toques refrescantes la severidad del conjunto. Y franjas de hierro calado y bruñido, relucientes como el acero de una armadura, adornaban las escaleras, cuyas barandillas eran de terciopelo rojo.

Aunque había visto ya la nueva instalación, la señora Desforges se detuvo, sobrecogida por la ardiente vida que animaba aquel día la gigantesca nave. Abajo, a su alrededor, proseguían los remolinos de la muchedumbre, cuyo doble flujo, de entrada y de salida, se percibía incluso desde el departamento de la seda. Era aún una muchedumbre muy variopinta, aunque en las primeras horas de la tarde acudían más damas, que se mezclaban con las pequeñas burguesas y las amas de casa. Seguían viéndose muchas mujeres de luto, luciendo largas penas; siempre había nodrizas, que andaban extraviadas y abrían los codos para amparar a sus rorros. Y corrían de un extremo a otro las olas de aquel mar, aquellos sombreros de mil colores, aquellas cabelleras al aire, rubias o morenas, borrosas y descoloridas entre el vibrante resplandor de las telas. La señora Desforges no veía por doquier sino grandes pancartas con gigantescos números, cuyas manchas crudas destacaban sobre los tonos fuertes de las indianas, el lustre de las sedas, los oscuros géneros de lana. Las cabezas tropezaban con montones de cintas apiladas; una muralla de franela destacaba como un promontorio; por todas partes, los espejos daban profundidad a los almacenes, reflejaban mostradores y retazos de clientes, cabezas echadas hacia atrás, hombros y brazos partidos por la mitad. Y, en tanto, las galerías laterales abrían nuevas perspectivas: nevados callejones en la ropa blanca; hondos pasadizos moteados en la calcetería; perdidos horizontes que iluminaba el ramalazo de luz de alguna vidriera y en los que la muchedumbre no era ya sino un polvillo humano. Luego, al alzar la vista, la señora Desforges veía, por las escaleras, por las pasarelas, rodeando las barandillas de cada una de las plantas, un ascenso zumbador e ininterrumpido, una multitud que cruzaba por los aires, que viajaba por los calados de la gigantesca armazón metálica y cuyas siluetas se recortaban en negro contra la luz difusa de los esmaltados cristales. Grandes arañas doradas colgaban del techo, del que caían, a modo de festivos pendones, alfombras, sedas bordadas, tejidos de lamé de oro, que cubrían las balaustradas de banderas resplandecientes. Cruzaban, de parte a parte, bandadas de encajes, palpitaciones de muselina, trofeos de seda, apoteosis de maniquíes a medio vestir; dominando toda aquella confusión, el departamento de ropa de cama parecía suspendido en las alturas, con sus colchones colocados en estrechas camas de hierro envueltas en cortinas blancas, y recordaba el dormitorio de un internado de jovencitas, dormido entre el ruido de pasos de la clientela, cada vez más escasa a medida que los departamentos iban estando más arriba.

-¿Le interesan a la señora unas ligas muy baratas? -dijo un dependiente a la señora Desforges, al verla allí parada-. Pura seda, a un franco cuarenta y cinco.

Ésta no se dignó siquiera responder. A su alrededor, retumbaban las ofertas bulliciosas, cada vez más febriles. Quiso ella orientarse entonces. Tenía a la izquierda la caja de Albert Lhomme, que la conocía de vista y se permitió dirigirle una amable sonrisa, calmoso entre el oleaje de facturas que lo tenía asediado, mientras, detrás de él, Joseph andaba a vueltas con la caja del cordel y no daba abasto haciendo paquetes. Se dio cuenta ahora la señora Desforges de dónde estaba. La seda tenía que hallarse de frente. Pero necesitó diez minutos para llegar al departamento, pues el gentío crecía sin cesar. Tensando sus invisibles hilos, los globos rojos se habían multiplicado por los aires: se aglomeraban en nubes púrpura, se encaminaban despacio hacia las puertas, seguían fluyendo en dirección a París. Cuando los niños eran muy pequeños, llevaban el hilo enroscado en las manecitas y la señora Desforges tenía que agachar la cabeza para no tropezar con el vuelo de aquellos globos.

-¡Cómo, señora! Se ha arriesgado usted a venir -exclamó jovialmente Bouthemont en cuanto la vio.

Ahora, el encargado, que el propio Mouret había presentado en casa de Henriette, iba a veces a tomar el té. A ella le parecía vulgar pero muy correcto; su temperamento sanguíneo la sorprendía y le hacía gracia. Por lo demás, éste le había referido, dos días antes, los amores de Mouret y de Clara, sin intención alguna, una necedad de joven sano y aficionado a la risa. A ella la habían mordido los celos y, ocultando la herida tras su expresión desdeñosa, había acudido para intentar enterarse de quién era la joven, pues Bouthemont se había limitado a decirle que se trataba de una señorita de confección, sin querer revelarle el nombre.

-¿Quiere usted algo de aquí? -añadió.

-Naturalmente. Si no, no habría venido. ¿Tiene usted fular para una bata?

Albergaba la esperanza de sacarle el nombre de la dependiente, pues se había apoderado de ella la necesidad de verla. Bouthemont llamó enseguida a Favier y siguió dándole conversación mientras éste acababa de atender a una cliente, a la «belleza», precisamente, aquella preciosa mujer rubia de la que hablaba, a veces, todo el departamento sin saber nada de ella, ni cómo vivía, ni siquiera cómo se llamaba. En esta ocasión, la «belleza» iba de luto riguroso. ¡Anda! ¿Habría perdido a su marido o a su padre? A su padre no, seguramente, pues se la habría visto más compungida. Hay que ver qué cosas se inventa la gente. Estaba bien claro que no era una mujer alegre, puesto que había estado casada. A menos que fuera de luto por su madre. Pese a que no faltaba el trabajo, el departamento anduvo unos minutos cruzando hipótesis

-A ver si se da usted un poco de prisa. Esto no hay quien lo aguante -dijo a voces Hutin a Favier, que regresaba, tras haber acompañado a una caja a su cliente-. Cuando viene esta señora, se eterniza usted con ella. ¡Si se cree que le importa usted ni poco ni mucho!

-¡Bastante más de lo que me importa ella a mí! -respondió el dependiente, muy ofendido.

Pero Hutin lo amenazó con dar parte a la dirección si no se mostraba más respetuoso con la clientela. Se había vuelto temible; tras coaligarse el departamento para conseguirle el puesto de Robineau, había empezado a hacer gala de una rencorosa severidad. Y, tras todas las promesas de buen compañerismo con las que, antaño, había calentado la cabeza a sus colegas, se mostraba tan inaguantable que éstos, ahora, se habían vuelto contra él y apoyaban, en la sombra, a Favier.

-Y no me replique -añadió con tono severo-. El señor Bouthemont le está pidiendo que saque los fulares, los de dibujos más claros.

En el centro del departamento, una presentación de sedas veraniegas iluminaba el patio con claridad de aurora. Parecía como si envolviesen el amanecer de un astro los tonos más delicados de la luz: el rosa pálido, el amarillo claro, el limpio azul, el ondeante chal de Iris al completo. Había allí fulares tan sutiles como una nube, surás más livianos que la pelusilla que vuela desde los árboles, pequines satinados como la epidermis flexible de una doncella china. Y también pongis del Japón, tusores y corás de la India, por no mencionar las finas sedas francesas, de mil rayas, de cuadritos, de flores, de cuantos estampados puede imaginar la fantasía, que evocaban un paseo de emperifolladas damas, una mañana de mayo, bajo los altos árboles de un parque.

-Me llevo éste, el Luis XIV con ramos de rosas -dijo, por fin, la señora Desforges.

Y, mientras Favier medía la tela, hizo un último intento para conseguir alguna información de Bouthemont.

-Voy a subir a las confecciones, a ver un abrigo de viaje… ¿Esa señorita que usted dice es rubia?

El encargado, al que tanta insistencia empezaba ya a preocupar, se limitó a sonreír. En ese preciso instante, pasó por allí Denise. Volvía a su departamento tras haber dejado en manos de Liénard, en los merinos, a la señora Boutarel, aquella provinciana que se presentaba dos veces al año en París para dejarse a manos llenas en El Paraíso todo cuanto iba sisando durante el año del gasto de la casa. Favier se había hecho ya cargo del fular de la señora Desforges, pero Hutin lo detuvo, pensando que así lo contrariaría.

-No se moleste. La señorita tendrá la bondad de acompañar a la señora.

Denise, turbada, no tuvo inconveniente en coger el paquete y el talón de venta. Le era imposible encontrarse cara a cara con el joven sin que la invadiese la vergüenza, como si la presencia de éste le recordase una antigua falta. Y, no obstante, sólo había pecado en sueños.

-Dígame -preguntó en voz baja la señora Desforges a Bouthemont-, ¿no es ésta aquella chica tan torpe? ¿Así que la ha vuelto a admitir? ¿No será ella la protagonista de la historia?

-Podría ser -respondió el encargado, sin dejar de sonreír y firmemente decidido a no decir la verdad.

Entonces, la señora Desforges subió despacio la escalera, en pos de Denise. No le quedaba más remedio que detenerse cada tres segundos para que no la arrastrase consigo la corriente que bajaba. Entre la trepidante vibración del edificio entero, se dejaba sentir la oscilación de las limoneras de hierro, como si las estremeciese el aliento del gentío. En cada peldaño, se erguía inmóvil, sólidamente sujeto, un maniquí que exhibía un traje, un paletó o un bata. Hubiérase dicho que una doble fila de soldados cubría la carrera de algún desfile triunfal; y parecían mangos de puñales los listones de madera clavados en el muletón rojo, sangriento como el corte de un cuello recién rebanado.

Estaba llegando la señora Desforges a la primera planta cuando un envite más fuerte que los demás la obligó a detenerse por un instante. Veía ahora desde arriba los departamentos de la planta baja, toda la dispersa muchedumbre de mujeres entre la que acababa de cruzar. Era un espectáculo nuevo, un océano de cabezas que, vistas en escorzo, ocultaban los torsos, un denso barullo de hormiguero. Las pancartas blancas no eran ya sino delgadas líneas, los montones de cintas parecían más chatos, el promontorio de la franela cortaba la galería como un tabique estrecho. Flotaban ahora a sus pies las alfombras y las sedas brochadas que engalanaban las barandillas, como si fuesen los pendones de una procesión colgados del coro de una iglesia. Divisaba, a lo lejos, algunos rincones de las galerías laterales, de la misma forma que, desde la techumbre de un campanario se divisan las esquinas de las calles, por las que pasan las manchas negras de los transeúntes. Pero lo que más la sorprendía era que, cuando cerraba los ojos cansados, que cegaba la deslumbrante mezcolanza de colores, sentía aún en mayor grado la presencia del gentío por su sordo rumor de pleamar y el calor humano que de él se desprendía. Subía desde el entarimado un fino polvillo cargado de efluvios de mujer, del aroma de la ropa interior de la mujer y de su nuca, del de su falda y su cabello, un aroma penetrante, invasor, que parecía el incienso de aquel templo edificado para rendir culto al cuerpo femenino.

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