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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 5)


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Y, por la noche, cuando Denise subió a acostarse, se iba apoyando en los tabiques del angosto corredor que corría bajo el zinc del tejado. Tras llegar a su cuarto y cerrar la puerta, se desplomó en la cama, pues los pies le dolían terriblemente. Estuvo mucho tiempo mirando, como en un pasmo, el tocador, el armario, toda aquella desnudez de pensión. Así que, a partir de entonces, aquí era donde iba a vivir. Y veía su primer día de trabajo como un abominable túnel sin fin. Nunca tendría valor suficiente para recorrerlo de nuevo. Luego, se dio cuenta de que iba vestida de seda; aquel uniforme la agobiaba y cayó en la chiquillería de ponerse, para deshacer el baúl, el viejo vestido de lana, que se había quedado en el respaldo de una silla. Pero, al volver a vestir aquella humilde prenda, que era sólo suya, la ahogó la emoción y los sollozos que llevabarefrenando desde por la mañana estallaron de pronto en un caudal de ardientes lágrimas. Se había vuelto a dejar caer en la cama y lloraba al acordarse de sus dos niños; lloraba sin pausa, y no tenía fuerzas ni para descalzarse, ebria de cansancio y de tristeza.

V

Al día siguiente, cuando Denise no llevaba ni media hora en su puesto, la señora Aurélie le dijo con tono seco:

-Señorita, la llaman de dirección.

La joven encontró a Mouret solo, sentado en el amplio despacho tapizado de reps verde. Acababa de acordarse de «la desgreñada», como decía Bourdoncle, y aunque no solía prestarse al papel de gendarme, se le había ocurrido llamarla para espabilarla un poco si seguía con las mismas trazas de provinciana. La tarde anterior, pese a haberse tomado a broma el que quedase en entredicho, delante de la señora Desforges, la buena presencia de una de sus dependientes, tal circunstancia lo había contrariado mucho en su amor propio. Lo embargaba un sentimiento confuso, mezcla de simpatía e irritación.

-Señorita -empezó a decir-, la hemos admitido por deferencia hacia su tío y, por lo tanto, no debería ponernos en la penosa situación…

Pero se interrumpió. Frente a él, del otro lado de la mesa, estaba Denise, erguida, pálida y seria. El vestido de seda ya no le quedaba ancho, sino que se ceñía a la suave curva de la cintura y moldeaba las líneas puras de los virginales hombros; y aunque el pelo, recogido en gruesas trenzas, seguía indómito, se apreciaba, al menos, un esfuerzo por desbravarlo. La joven, tras haberse quedado dormida sin desnudarse, agotadas ya las lágrimas, se había despertado a eso de las cuatro de la mañana, muy avergonzada por aquel ataque de sensibilidad nerviosa. Y, en el acto, se había puesto a meter el vestido; tras lo cual, se había pasado una hora delante del estrecho espejo, luchando con el peine, aunque sin lograr domeñar el cabello todo lo que hubiera deseado.

-¡Vaya! ¡Gracias a Dios! -murmuró Mouret-. Esta mañana está usted mucho mejor… Si no fuera por esos endiablados mechones…

Se había puesto en pie y se acercó para rectificar el peinado, con la misma confianza con que la señora Aurélie había intentado hacerlo la víspera.

-¡A ver! Recójaselo detrás de la oreja… El moño está demasiado alto.

Denise no decía nada y se dejaba retocar. Pese a haberse jurado a sí misma que sería fuerte, había llegado al despacho tiritando, convencida de que la habían llamado para despedirla. Y la inequívoca benevolencia de Mouret no la tranquilizaba; aquel hombre seguía amedrentándola y, en su presencia, sentía un desasosiego que interpretaba como la turbación natural ante el jefe poderoso de quien dependía su porvenir. Él, al notar que se estremecía cuando él le rezaba la nuca con las manos, se arrepintió de haberse mostrado tan atento, pues lo que más le preocupaba era conservar la autoridad.

-En fin, señorita -prosiguió, mientras volvía a interponer la mesa entre ambos-, procure cuidar su aspecto. Ya no está usted en Valognes, aprenda de nuestras parisinas… El apellido de su tío ha bastado para que le abriéramos nuestras puertas y quiero creer que estará usted a la altura de la buena impresión que me causó de entrada. Por desgracia, hay aquí quien no comparte esta opinión… Queda usted avisada, ¿eh? Y no me deje mal.

La trataba como si fuese una niña, con más compasión que bondad, por la única razón de que la turbadora mujer que intuía en aquella chiquilla humilde y desmañada había despertado su curiosidad por lo femenino. Y Denise, mientras él la sermoneaba, se fijó en el retrato de la señora Hédouin, cuyo bello y armonioso rostro sonreía solemnemente desde el marco dorado, y sintió un nuevo escalofrío, pese a las palabras alentadoras de Mouret. Era la muerta, la mujer que, según las acusaciones de todo el barrio, había matado para levantar su negocio sobre aquella sangre derramada.

Mouret seguía hablando.

-Puede retirarse -dijo por fin, tras sentarse y ponerse a escribir de nuevo.

Denise salió al pasillo con un hondo suspiro de alivio.

Desde aquel día, empezó a dar pruebas de su enorme coraje. Sus estallidos de sensibilidad nunca llegaban a quebrantar su imperturbable lucidez, su entereza de ser débil y solo, que se obstina en afrontar con alegría los deberes que se ha impuesto. Progresaba sin ruido ni rodeos, directa hacia la meta, superando los obstáculos; y lo hacía con toda sencillez y naturalidad, pues aquella invencible dulzura era la esencia de su carácter.

Tuvo que acostumbrarse primero al terrible cansancio del trabajo. Los fardos de ropa le dejaban los brazos tan quebrantados que, durante las seis primeras semanas, el dolor de las agujetas y de los hombros magullados la hacía gritar de noche, cuando se daba la vuelta en la cama. Pero aún la martirizó más el calzado, los toscos zapatos que había traído de Valognes y, que por falta de dinero, no podía sustituir por unas botinas más finas. Se pasaba el día a pie firme, sin poder apoyarse siquiera en los entrepaños de madera, so pena de que le echasen una reprimenda, y se le hinchaban los pies, aquellos pies de niña, como si se los destrozasen unas botas de tortura; notaba cómo le latía la calentura en los talones y, al quitarse las medias, se arrancaba la piel de las ampollas que tenía en las plantas. Sentía además el cuerpo desmadejado; el agotamiento de las piernas afectaba a todos los miembros y los órganos; la palidez de la carne traicionaba súbitas alteraciones de las funciones propias de su sexo. Pero Denise, tan menuda, tan frágil en apariencia, supo aguantar, aunque a muchas dependientes no les quedaba más remedio que dejar las tiendas de novedades, aquejadas de enfermedades específicas. Perseveró, con su buena disposición ante el sufrimiento y su tozuda valentía, sonriente y erguida incluso cuando estaba a punto de desfallecer y al límite de sus fuerzas, exhausta por aquel trabajo en el que más de un hombre hubiera sucumbido.

Tuvo que soportar, además, el tormento de tener a todo el departamento en contra. Al martirio físico se sumaba la solapada persecución de sus compañeras. Dos meses de paciencia y dulzura no bastaron para desarmarlas. No cejaban en sus palabras hirientes y sus crueles embustes, que herían en lo más hondo aquel corazón necesitado de afecto. Durante muchos días, se estuvieron mofando de sus desdichados comienzos, tachándola de «estorbo» y «cabeza dura»; cuando alguna dependiente no cerraba una venta, las demás le preguntaban si era de Valognes. Denise se convirtió, en definitiva, en la cenicienta del departamento. Por eso, cuando, ya impuesta en el funcionamiento de la casa, resultó ser una habilísima vendedora, se produjo un indignado estupor. Desde ese mismo instante, todas las señoritas se pusieron de acuerdo para no dejar que atendiera a ninguna cliente provechosa. Marguerite y Clara, llevadas de un odio instintivo, cerraron filas para impedir que las dejase atrás aquella advenediza, a la que, en realidad, temían, aunque fingieran despreciarla. A la señora Aurélie, por su parte, la ofendía la orgullosa discreción de aquella joven, que no le bailaba el agua con melosa admiración; no la defendía, por tanto, del rencor de sus favoritas, de la flor y nata de aquel séquito de incansables aduladoras, siempre a sus pies, sin el que su autoritario temperamento no se hubiera hallado a sus anchas. Durante unos días, pareció que la segunda encargada, la señora Frédéric, no iba a sumarse a la conspiración; pero debió, sin duda, de tratarse de un descuido, pues no bien se percató de los quebraderos de cabeza que podían acarrearle sus corteses modales, se mostró tan dura como la que más. Denise se quedó entonces completamente sola; no había quien no se ensañase con la «desgreñada», y ésta tuvo que luchar, todas y cada una de las horas del día; aunque ponía en el empeño todo su coraje, apenas le bastaba para mantenerse en el departamento.

Tal fue a partir de entonces su existencia. Tenía que sonreír, que mostrarse atenta y cortés, enfundada en un vestido de seda que no era suyo; y, en tanto, agonizaba de cansancio, mal alimentada, maltratada, bajo la continua amenaza de un brutal despido. No tenía más refugio que su cuarto; sólo allí se permitía aún ataques de llanto, cuando los sufrimientos del día la agobiaban demasiado. Pero un punzante frío atravesaba el tejado de cinc, que cubrían las nieves de diciembre, y la obligaba a acurrucarse en la cama, a taparse con todas las prendas de ropa que tenía, y a llorar debajo de la manta, para que la escarcha de las lágrimas no le cortase el cutis. Mouret ya no le dirigía la palabra. Cuando, durante las horas de trabajo, tropezaba con la severa mirada de Bourdoncle, se echaba a temblar, pues intuía en él a un enemigo natural, que nunca le perdonaría la más leve equivocación. Y, en medio de aquella generalizada hostilidad, le resultaba sorprendente la sospechosa benevolencia del inspector Jouve; si se topaba con ella a solas, le sonreía y le hacía siempre algún comentario amable; en dos ocasiones ya la había librado de una regañina, y ella ni siquiera se lo había agradecido, pues semejante protección más que emocionarla la azoraba.

Un atardecer, después de la cena, mientras las dependientes ordenaban los armarios, Joseph fue a avisar a Denise de que abajo había un, joven que preguntaba por ella. Bajó, pues, muy preocupada.

-¡Vaya, vaya! -dijo Clara-. Así que la desgreñada tiene un galán.

-Pues hay que estar muy desesperado -añadió Margarite. Abajo, en la puerta, Denise se encontró con su herman Jean. Le tenía tajantemente prohibido que se presentase en lo almacenes de improviso, ya que tales visitas causaban pésima impresión. Pero no tuvo valor para regañarlo, pues parecía totalmente fuera de sí, sin gorra y jadeante, tras haber venido corriendo desde el faubourg de Le Temple.

-¿Tienes diez francos? -balbució-. Dame diez francos estoy perdido.

Era tan graciosa esta frase de melodrama en boca de aque niño grande de rubios cabellos revueltos y agraciado rostro de muchacha, que Denise no hubiera podido por menos de sonreír de no haber sido por la angustia que le causaba aquella exigencia de dinero.

-¿Cómo que diez francos? -murmuró-. ¿Qué te pasa?

Jean se puso colorado y le contó que había conocido a la hermana de un compañero. Denise lo mandó callar, tan turbada como él; tampoco necesitaba que le diera más detalles. Ya había: acudido a ella en dos ocasiones para pedirle préstamos semejantes, pero la primera vez sólo fue poco mas de un franco; y la segunda, uno y medio. Siempre acababa metiéndose en líos de faldas

-No puedo darte diez francos -añadió Denise-. Todavía no he pagado la mensualidad de Pépé y tengo el dinero justo Apenas me va a quedar bastante para comprarme unas botinas que me hacen muchísima falta… No estás siendo nada sensato Jean. Te portas muy mal.

-Entonces, estoy perdido -repitió él, con un trágico ademán-. Mira, hermanita: es una morena impresionante, fuimos al café con su hermano, pero yo no sabía que las consumiciones…

Denise tuvo que volver a interrumpirlo y, al ver que a su querido atolondrado se le llenaban los ojos de lágrimas, sacó el monedero y cogió una moneda de diez francos que le metió en la mano. El se echó a reír de inmediato.

-¡Ya lo sabía yo! ¡Pero te juro que nunca más!… Sería un auténtico sinvergüenza.

Y se marchó corriendo, después de besarla en las mejillas, como un loco. Dentro de los almacenes, algunos dependientes miraban, sorprendidos.

Aquella noche, Denise tuvo un sueño agitado. Desde que trabajaba en El Paraíso de las Damas, el dinero se había convertido en un cruel quebradero de cabeza. Carecía de ingresos regulares, pues seguía trabajando por la comida y la cama, sin sueldo fijo; y como las otras dependientes del departamento no le dejaban vender, apenas si le alcanzaba, con las clientes de poca monta a las que nadie más quería atender, para pagar la pensión de Pépé. Vivía en la más negra miseria, la miseria vestida de seda. A menudo se pasaba la noche arreglando su pobre ajuar, zurciéndose la ropa blanca, cosiéndose unas camisas transparentes como el encaje de puro gastadas; sin contar con que había tenido que echarles piezas a los zapatos, con la misma maña que un zapatero remendón. Llegaba incluso a lavar la ropa en la palangana. Pero lo que más preocupada la tenía era el viejo vestido de lana; no tenía otro, y no le quedaba más remedio que ponérselo todas las noches, cuando se quitaba la preceptiva seda, con lo que estaba cada vez más raído; las manchas le quitaban el sueño, el menor siete suponía una catástrofe. Y no le quedaba nada más, ni un céntimo; ni siquiera podía comprar las menudencias cotidianas que toda mujer necesita; en cierta ocasión tuvo que esperar quince días hasta poder abastecerse de hilo y agujas. Así las cosas, que Jean se presentase de golpe, desbaratando el presupuesto con sus amoríos, era un desastre. Cada franco que se llevaba abría un abismo. Y en cuanto a conseguir diez francos para el día siguiente, no había ni que pensar en ello. Tuvo pesadillas hasta el amanecer: Pépé en la calle y ella levantando los adoquines con doloridos dedos para ver si encontraba algún dinero debajo.

Aquel día, precisamente, tuvo que mostrarse risueña y representar su papel de joven dispuesta. Acudieron al departamento varias clientes conocidas y la señora Aurélie la llamó repetidas veces para que se pusiera los abrigos y luciera las nuevas hechuras. Y mientras cimbreaba la cintura, con artificiosas posturas de figurín, no dejaba de pensar en los cuarenta francos de la pensión de Pépé, que había prometido pagar aquella misma tarde. Podía prescindir de botinas un mes más; pero, aunque a los treinta francos que le quedaban añadiera los cuatro que había ahorrado céntimo a céntimo, sólo salían treinta y cuatro. ¿De dónde iba a sacar los seis francos que le faltaban para completar la suma? Aquella angustia le encogía el corazón.

-Fíjese, los hombros quedan muy holgados -decía la señora Aurélie-. Resulta elegante, a la par que cómodo… Se pueden cruzar perfectamente los brazos, ¿verdad, señorita?

-¡Ya lo creo! -decía Denise una y otra vez, sin perder su amable expresión-. Es como ir a cuerpo… La señora quedará muyatisfecha.

Ahora se arrepentía de haber ido el domingo anterior a buscar a Pépé a casa de la señora Gras para llevarlo a los Campos Elíseos. ¡El pobre niño salía tan pocas veces con ella! Pero tuvo que comprarle un panecillo dulce y una palita, y llevarlo luego a ver la función de Guiñol; y, en seguida, se puso el gasto en un franco con cuarenta y cinco céntimos. ¡Qué poco se acordaba Jean de su hermano pequeño cuando hacía tonterías! Al final, todo recaía sobre ella.

-Pero si a la señora no le gusta, no se hable más -proseguía la encargada-. ¡A ver, señorita! Póngase el tapado, para que la señora pueda hacerse una opinión.

Y Denise caminaba a pasitos cortos, con el tapado sobre los hombros, diciendo:

-Es más abrigado… Se lleva mucho este año.

Pasó el día en un infierno, que ocultaba tras su buena disposición profesional, sin saber de dónde sacar el dinero. A última hora de la tarde, las otras dependientes, agobiadas de trabajo, le permitieron hacer una venta de envergadura; pero estaban a martes, y aún faltaban cuatro días para cobrar la semana. Después de cenar, resolvió esperar al día siguiente para ir a casa de la señora Gras. Diría, para disculparse, que la habían entretenido; y de aquí a entonces, quizá consiguiera los seis francos.

Como Denise evitaba los gastos más nimios, subía a acostarse muy temprano. ¿Qué iba a hacer ella por el mundo, sin un céntimo, siempre tan esquiva, y sin haberle perdido aún el miedo a la gran ciudad, de la que no conocía sino las calles que rodeaban los almacenes? Se aventuraba hasta la plaza de Le Palais-Royal para tomar el aire, regresaba en seguida y se encerraba en su cuarto, a coser o a lavar. En el corredor al que daban los cuartos reinaba una promiscuidad cuartelaria: muchachas a menudo desaseadas, comadreos por el agua del retrete o la ropa sucia, talantes agrios que se desahogaban en continuas riñas y reconciliaciones. Por lo demás, tenían prohibido subir durante el día; los cuartos no eran para vivir, sino para pernoctar; sólo regresaban a ellos por las noches, lo más tarde posible, y los dejaban a toda prisa a la mañana siguiente, aún medio dormidas, tras quitarse las legañas de tan de mala manera que el agua no las despabilaba. Y aquel vendaval que barría una y otra vez el corredor, las trece horas de agotador trabajo que arrojaban a las jóvenes en las camas sin un suspiro acababan de convertir el sotabanco en una posada que cruzaba de continuo el malhumorado cansancio de una desbandada de viajeros. Denise no tenía amigas. De todas las dependientes, tan sólo una, Pauline Cugnot, le manifestaba algún afecto; pero, debido a la guerra abierta que enfrentaba a los departamentos contiguos de lencería y de confección, la simpatía entre ambas jóvenes había tenido que limitarse, hasta entonces, a las escasas palabras que cruzaban deprisa y corriendo. Cierto es que Pauline ocupaba el cuarto de la derecha, tabique por medio con Denise, pero como se esfumaba nada más concluir la cena y nunca regresaba antes de las once, ésta sólo la oía acostarse y nunca la veía fuera de las horas de trabajo.

Aquella noche, Denise se había resignado a ejercer de nuevo el oficio de zapatero remendón. Examinó sus zapatos por los cuatro costados, cavilando cómo podría apañarse para que llegaran a fin de mes. Se decidió luego a coserles las suelas, que amenazaban con desprenderse del empeine. Escogió una gruesa aguja y puso manos a la obra, mientras en la palangana, llena de agua jabonosa, estaban a remojo un cuello y un par de puños.

Noche tras noche, Denise oía los mismos ruidos: cómo iban llegando las jóvenes, una a una; los cuchicheos de las breves conversaciones; risas; las voces sofocadas de alguna que otra riña. Luego venían el crujido de las camas y los bostezos; y, al cabo, los cuartos caían en un pesado sueño. Su vecina de la izquierda soñaba a menudo en voz alta, lo cual la había asustado las primeras veces. Quizá había otras que, como ella, permanecían despiertas, pese al reglamento, para aviarse la ropa; pero debían de adoptar sus mismas precauciones, moviéndose despacio y evitando el menor golpe, pues a través de las puertas cerradas sólo llegaba un estremecido silencio.

Hacía diez minutos que habían dado las once cuando un ruido de pasos le hizo alzar la cabeza. ¡Otra que llegaba tarde! Y se dio cuenta de que era Pauline, cuando se abrió la puerta de al lado. Pero se quedó perpleja al oír que la lencera volvía cautelosamente sobre sus pasos y llamaba a su puerta.

-Abra deprisa; soy yo.

Las dependientes tenían prohibido reunirse en las habitaciones. De modo que Denise giró la llave rápidamente para que la señora Cabin, que velaba por la estricta aplicación del reglamento, no sorprendiera a su vecina.

-¿Estaba ahí? -preguntó, mientras volvía a cerrar la puerta.

-¿Quién? ¿La señora Cabin? -dijo Pauline-. ¡Huy, ésa no me da miedo! ¡Con darle cinco francos…!

Yañadió:

-Hace tiempo que quiero charlar con usted. Abajo nunca podemos… Yesta noche, durante la cena, ¡parecía tan triste!

Denise le dio las gracias y le ofreció un asiento, emocionada al verla tan buena. Pero, con los nervios de la inesperada visita, no había soltado el zapato que estaba cosiendo; y los ojos de Pauline fueron a posarse en él antes que en cualquier otra cosa. Meneó la cabeza, miró a su alrededor y descubrió los puños y el cuello puestos a remojo en la palangana.

-¡Pobrecita! Ya me lo temía yo -siguió diciendo-. ¡No se apure, que ya sé yo lo que es esto! Al principio, cuando acababa de llegar de Chartres y mi padre no me mandaba ni un céntimo, ¡anda y que no habré lavado camisas! ¡Sí, sí, hasta las camisas! Tenía dos, y siempre había una en remojo.

Se había sentado, para recobrar el aliento después de la carrera. Tenía un rostro carnoso, de ojillos vivarachos y boca grande y tierna, que no carecía de cierto encanto pese a la tosquedad de los rasgos. Y, sin venir a cuento, de buenas a primeras, se puso a contar su vida: la juventud en el molino; el padre, arruinado por culpa de un pleito, que la había enviado a ganarse la vida en París con veinte francos en el bolsillo; más adelante, sus comienzos como dependiente, primero en una tienducha del barrio de Les Batignolles y, luego, en El Paraíso de las Damas: unos comienzos tremendos, durante los que padeció toda clase de agravios y privaciones; y, por fin, su vida de ahora sus doscientos francos mensuales, los caprichos que se permitía, la despreocupación con que dejaba transcurrir los días. Hasta tenía joyas: sobre el paño azulón del vestido, coquetamente entallado, brillaban un broche y una leontina; y sonreía bajo la toca de terciopelo, que adornaba una larga pluma gris.

Denise se había puesto muy encarnada, con el zapato en la mano. Y, entre balbuceos, intentaba explicar la situación.

-¡Pero si yo he pasado por lo mismo! -reiteró Pauline-. Al fin y al cabo, soy mayor que usted; aunque no lo parezca, tengo veintiséis años y seis meses… Cuénteme todas sus cosas.

Denise cedió entonces, ante aquella amistad que le brindaban con tanta sinceridad. En enaguas y con un chal viejo anudado sobre los hombros, se sentó junto a Pauline, vestida de calle; y ambas se enfrascaron en una reconfortante charla. En el cuarto estaba helando; el frío parecía chorrear de las paredes abuhardilladas, tan desnudas como las de una cárcel. Pero ellas, absortas en sus confidencias, ni se daban cuenta de que se les entumecían las manos. Poco a poco, Denise se fue abriendo de par en par, habló de Jean y de Pépé, refirió el martirio del dinero; y así llegaron ambas a hablar de las dependientes de confección. Pauline se desahogaba:

-¡Pero qué malas pécoras! Si se portasen como buenas compañeras, podría usted sacarse más de cien francos.

-Todo el mundo la ha tomado conmigo, y no sé por qué -decía Denise, sin poder contener las lágrimas-. Hasta el señor Bourdoncle se pasa el día acechándome para pillarme haciendo algo mal, como si yo lo estorbase… El tío, Jouve es el único que…

-¡El inspector! -la interrumpió Pauline-. ¡Ese viejo mamarracho! No se fíe de él ni un pelo, querida… Los hombres que tienen esas narizotas no son trigo limpio… Por mucho que se pavonee con su condecoración, cuentan por ahí un asunto que tuvo, al parecer, con una muchacha de mi departamento… Pero no me sea niña, ¿por qué se disgusta tanto? ¡Qué desgracia, ser tan sensible! Pero si lo que le está pasando a usted nos ha pasado a todas: hay que pagar la novatada.

Y, dejándose llevar por su buen corazón, le tomó las manos y la besó. La cuestión del dinero ya era más grave. Estaba claro que aquella pobre chica no podía mantener a sus dos hermanos, pagar la pensión del pequeño y agasajar a las amantes del mayor con los pocos e inseguros céntimos que las demás despreciaban; y era muy de temer que no le pagasen un sueldo fijo hasta marzo, con la llegada de la temporada alta.

-Mire, no es posible que pueda usted aguantar así ni un día más-dijo Pauline-. Yo que usted…

Pero se calló al oír un ruido que venía del corredor. A lo mejor era Marguerite, a la que acusaban de rondar en camisón por las noches para fisgonear el sueño de las demás. La lencera, que no le había soltado las manos a su amiga, la miró un instante, en silencio, aguzando el oído; y luego volvió a decir, muy quedo, con tono de afectuoso convencimiento:

-Yo que usted me buscaría a alguien.

-¿Cómo que a alguien? -murmuró Denise, que no la había entendido a la primera.

Cuando comprendió por fin, retiró las manos y se quedó aturdida. Aquel consejo la perturbaba: era una idea que jamás se le habría ocurrido y cuyas ventajas no acertaba a ver.

-¡Ay, no! -exclamó, por toda respuesta.

-Entonces, nunca conseguirá levantar cabeza -prosiguió Pauline-. ¡Se lo digo yo!… Vaya sumando: cuarenta francos para el pequeño, y alguna que otra moneda de cinco francos para el mayor; y luego está usted, que no puede ir siempre hecha una pordiosera, con esos zapatos que son el hazmerreír de todas sus compañeras; sí, sí, como lo oye, esos zapatos la están perjudicando… Búsquese usted a alguien y todo irá mucho mejor.

-No -repitió Denise.

-Pero, vamos a ver, sea razonable… No queda otro remedio, querida; y, además, ¡es tan natural! Todas hemos pasado por lo mismo. Yo, fíjese, estaba sin sueldo, como usted. No tenía ni una perra. Está una alojada y mantenida, claro; pero también hay que vestirse. Y no se puede andar sin un céntimo, ni quedarse metida en el cuarto pensando en las musarañas. Así que no queda más remedio que ceder…

Y siguió hablando de su primer amante, el pasante de un abogado, al que había conocido en Meudon, durante una excursión. Después, había estado con un empleado de Correos. Y, por fin, desde aquel otoño, salía con un dependiente de El Económico, un muchachote muy noble, en cuya casa pasaba todas las horas libres. Y nunca estaba con más de uno a la vez. Ella era honrada y se indignaba cuando mencionaban a esas chicas que se entregan al primero que llega.

-¡No le estoy diciendo que haga usted nada malo, ni mucho menos! -prosiguió, acaloradamente-. A mí no me gustaría, por ejemplo, que me vieran en compañía de esa Clara de su departamento, pues podrían acusarme de andar por ahí de picos pardos, como ella. Pero estar tranquilamente con alguien, sin nada que reprocharse… ¿Le parece muy mal?

-No -contestó Denise-.. Lo que sucede es que no encaja con mi forma de ser.

Volvió a reinar el silencio. Ambas se sonreían en el helado cuartito, con el conmovido júbilo de aquella charla en voz baja.

-Sin contar con que antes habría que sentir algo por alguien -añadió Denise, con las mejillas arreboladas.

La lencera se sorprendió mucho y acabó por echarse a reír y besarla de nuevo, al tiempo que decía:

-Pero, hijita, ¿es que no basta con que la gente se conozca y se guste? ¡Qué ocurrencias tiene! Nadie va a obligarla a nada… Oiga, ¿quiere que Baugé nos lleve al campo el domingo y que traiga a algún amigo?

-No -repetía Denise, dulce pero firme.

En vista de lo cual, Pauline dejó de insistir. Cada cual era muy dueño de hacer lo que mejor le pareciese. Le había dicho todo aquello por pura bondad, pues la afligía sinceramente ver que una compañera se sentía tan desgraciada. Y, como estaban a punto de dar las doce, se levantó para irse, no sin antes obligar a Denise a aceptar los seis francos que le faltaban, rogándole que no se preocupase y que no se los devolviera hasta que ganase más.

-Ahora -añadió-, apague la vela para que no se note qué puerta se abre… Ya volverá a encenderla luego.

Con la vela apagada, volvieron a estrecharse las manos. Pauline se marchó a toda prisa y, sin que turbara más ruido que el roce de su falda el extenuado sueño de los demás cuartos, se metió en el suyo.

Antes de acostarse, Denise quiso terminar de coser el zapato y aclarar la ropa que tenía en remojo. El frío se hacía más intenso a medida que avanzaba la noche, pero ella no lo sentía. Aquella charla la había trastornado hasta lo más hondo del corazón. No se había escandalizado; opinaba que si una mujer estaba sola en el mundo y era libre tenía perfecto derecho a disponer de su vida a su antojo. Ninguna creencia había regido nunca su proceder; la vida honrada que llevaba no era fruto sino de su recto razonar y su sana índole. Cerca ya de la una, se acostó, por fin. Si no quería a nadie, ¿para qué iba a complicarse la vida y deteriorar la maternal abnegación que sentía por sus dos hermanos? No lograba, empero, quedarse dormida: cálidos escalofríos le recorrían la nuca y, tras los párpados cerrados, el insomnio le mostraba formas imprecisas, que se desvanecían luego en la oscuridad.

A raíz de aquel episodio, Denise empezó a interesarse por las historias amorosas de su departamento. Menos en las horas de mucho ajetreo, todas las dependientes vivían pensando en los hombres. Circulaban comadreos y había aventuras que regocijaban a las jóvenes durante ocho días seguidos. La conducta de Clara era escandalosa; contaban que la mantenían tres hombres a la vez, por no mencionar la estela de amantes ocasionales que iba dejando tras de sí; y si no se despedía de los almacenes, en donde trabajaba lo menos posible, despreciando el dinero puesto que podía ganarlo en otra parte de forma más placentera, era para guardar las apariencias ante su familia, pues vivía en el continuo temor de que el tío Prunaire se presentase un buen día en París para romperle los huesos a almadreñazos. Por el contrario, Marguerite era muy formal; no se le conocía ningún galán, lo cual no dejaba des sorprendente, pues todas se referían entre sí la aventura del embarazo que había venido a ocultar a París. Si era tan virtuosa, ¿de dónde le había venido aquel hijo? Había quien afirmaba que había sido una casualidad; y añadían que ahora se reservaba para su primo de Grenoble. Las señoritas también bromeaban acerca de la señora Frédéric, atribuyéndole discretas relaciones con personajes destacados; lo cierto era que nadie sabía nada de su vida sentimental; desaparecía todas las noches, con su envarada hosquedad de viuda. Parecía tener mucha prisa, sin que nadie supiera adónde iba tan corriendo. En cuanto a las pasiones de la señora Aurélie, a su supuesto apetito voraz por los jóvenes dóciles, debía de tratarse muy probablemente de embustes que inventaban las dependientes resentidas, sólo por divertirse. Cabía dentro de lo posible que la encargada hubiera dispensado antaño un trato excesivamente maternal a cierto amigo de su hijo; pero ahora ocupaba en el comercio de novedades una posición de mujer seria, que no caía ya en tan pueriles diversiones. Quedaba la tropa, la desbandada de por las noches: nueve de cada diez empleadas tenían a un galán esperándolas en la puerta. En la plaza de Gaillon, a lo largo de las calles de la Michodiére y Neuve-Saint-Augustin, montaban guardia los hombres, inmóviles, acechando la puerta con el rabillo del ojo; y, cuando comenzaba el desfile, cada cual alargaba el brazo para llevarse a la suya, y se iban juntos, charlando, con conyugal placidez.

Pero lo que más alteró a Denise fue descubrir el secreto de Colomban. Lo veía a todas horas, al otro lado de la calle, en el umbral de El Viejo Elbeuf, mirando hacia arriba, sin quitar ojo a las señoritas de las confecciones. Cuando notaba que ella lo estaba acechando, se ruborizaba y desviaba la mirada, como si temiese que la joven lo denunciara ante su prima Geneviéve, pese a que los Baudu no se trataban ya con su sobrina desde que ésta había entrado a trabajar en El Paraíso de las Damas. Al principio, Denise creyó que quería a Marguerite, al verle aquella mirada de carnero degollado propia de un amante sin esperanzas, pues, como la joven era muy formal y dormía en los almacenes, no resultaba fácil de enamorar. Mas luego se quedó atónita cuando se convenció de que el blanco de las ardientes miradas del dependiente era Clara. Llevaba meses así, consumiéndose en la acera de enfrente, sin reunir valor suficiente para declarársele. ¡Y todo por una muchacha sin compromiso, que vivía en la calle de Louis-le-Grand y a la que podría haberse acercado cualquier noche, antes de que se marchase del brazo de un hombre, siempre distinto al de la víspera! Ni la propia Clara parecía sospechar aquella conquista. Tal descubrimiento colmó a Denise de dolorosa emoción. ¿Tan necio era el amor? ¿Cómo era posible? ¡Un muchacho que tenía toda la felicidad al alcance de la mano y desperdiciaba la existencia adorando a una perdida como si fuera el Santísimo Sacramento! Desde aquel día, cada vez que divisaba a través de los cristales verdosos de El Viejo Elbeuf el pálido y enfermizo perfil de Geneviéve, se le encogía el corazón.

En todo aquello pensaba Denise noche tras noche, al ver a las empleadas marcharse con sus amantes. Las que no dormían en El Paraíso de las Damas no regresaban hasta el día siguiente, trayendo en las faldas el olor de unas vidas que transcurrían fuera de los almacenes, un universo desconocido y turbador. La joven tenía a veces que corresponder con una sonrisa a la amistosa inclinación de cabeza con que la saludaba Pauline, a quien Baugé esperaba sin falta, a partir de las ocho y media, de pie en la esquina de la fuente de Gaillon. Luego, después de haber salido la última para dar, siempre sola, su breve y furtivo paseo, tras haber regresado la primera, atendía a sus tareas o se acostaba, con la cabeza perdida en alguna ensoñación, llena de curiosidad por aquella vida parisina de la que nada sabía. Claro que no envidiaba en absoluto a las demás jóvenes; era feliz en su soledad, en aquella existencia huraña en la que vivía encerrada como en lo más hondo de un refugio; pero su imaginación podía más que ella, e intentaba suponer cómo serían las cosas, pensaba en los placeres que las demás mencionaban sin cesar delante de ella: los cafés; los restaurantes; los teatros; los domingos, con sus paseos en barca y sus merenderos. Y, luego, notaba que el pensamiento, cansado, dejaba en ella una mezcla de deseo y hastío; era como si estuviera ya saciada de aquellas diversiones que nunca había probado.

No obstante, su laboriosa existencia le dejaba poco tiempo para las ensoñaciones peligrosas. En los almacenes, el peso abrumador de trece horas de trabajo no propiciaba tiernos afectos entre los dependientes de ambos sexos. Aunque la continua pugna por el dinero no les hubiese hecho olvidar que eran hombres y mujeres, habría bastado para matar la atracción aquel ajetreo que, minuto a minuto, les tenía ocupado el pensamiento y les molía los huesos. Entre los enfrentamientos o el compañerismo de unos con otras, entre el roce incesante entre departamentos, difícilmente podía nadie citar alguna que otra relación amorosa. No eran ya todos ellos sino engranajes que arrastraba consigo la máquina en marcha, obligándolos a abdicar de su personalidad, limitándose a sumar sus fuerzas en un anodino y poderoso falansterio. Sólo cuando salían de allí, recuperaban una existencia individual y se encendía en ellos la brusca llamarada de las pasiones.

Pese a todo, Denise vio un día cómo Albert Lhomme, el hijo de la encargada, le metía una cartita en la mano a una lencera, después de haber pasado varias veces por el departamento haciéndose el indiferente. Como empezaba por entonces la temporada baja de invierno, que duraba de diciembre a febrero, había algunos ratos de ocio; y la joven pasaba horas enteras a pie firme, con la mirada perdida en la lontananza de los almacenes, esperando a que llegasen las clientes. Las señoritas de la confección tenían trato sobre todo con los dependientes de los encajes, sin que aquella intimidad forzosa fuera nunca más allá de un intercambio de bromas en voz baja. Había en los encajes un segundo encargado guasón que perseguía a Clara con confidencias atroces, sólo por divertirse, pues, en el fondo, le importaba tan poco la joven que ni siquiera intentaba verla fuera de los almacenes. Los jóvenes y las muchachas se lanzaban así, de mostrador en mostrador, miradas cómplices y frases cuyo significado sólo ellos comprendían; e incluso, en ocasiones, conversaban a hurtadillas, dándose casi la espalda, con expresión absorta, para que no los sorprendiera el terrible Bourdoncle. Deloche, por su parte, se conformó durante mucho tiempo con mirar a Denise y dedicarle una sonrisa; luego, se armó de valor y se atrevió a cuchichearle alguna palabra amistosa cuando se cruzaba con ella. El día en que Denise vio cómo el hijo de la señora Aurélie le entregaba la notita a la lencera, Deloche le estaba preguntando, en ese preciso momento, si había almorzado bien, pues sentía la necesidad de enterarse de algo de ella, pero no se le había ocurrido nada más amable que decirle. También él vio la mancha blanca de la carta; miró a la joven, y ambos se ruborizaron ante aquella intriga que acababan de presenciar.

Pero Denise, entre aquellos ardorosos hálitos que, poco a poco, despertaban en ella a la mujer, conservaba aún su infantil placidez. Sólo si veía a Hutin se le alborotaba el corazón. Pero sólo lo interpretaba como gratitud; pensaba que la única causa de su turbación era la amabilidad del joven. Cada vez que éste acompañaba a alguna cliente al departamento de confección, Denise se azoraba. En varias ocasiones, al regresar de alguna caja, se sorprendió a sí misma dando un rodeo, cruzando sin necesidad por la sección de la seda, con la emoción atenazándole la garganta. Una tarde, se topó allí con Mouret, que parecía seguir sus movimientos con una sonrisa. Ya no le hacía ningún caso; sólo le dirigía la palabra muy de vez en cuando, para darle algún consejo acerca de su indumentaria, sin tomarla en serio, como si la considerase un caso perdido, un chicazo indómito que él nunca lograría convertir en una mujer presumida, pese a su ciencia de mujeriego; a veces hasta se reía de ella, y llegaba incluso a pincharla, sin querer reconocer en su fuero interno cuánto lo turbaba aquella insignificante empleada que tenía un pelo tan peculiar. Denise se echó a temblar, al ver aquella mirada muda, como si Mouret la hubiera sorprendido cometiendo alguna falta. ¿Sabría acaso por qué cruzaba por la sedería, cuando ni ella misma habría podido explicar qué la impulsaba a dar semejante rodeo?

Hutin, por lo demás, no parecía haberse fijado nunca en las miradas de agradecimiento de la joven. Las dependientes no eran su tipo y las trataba con ostensible desprecio, jactándose más que nunca de extraordinarias aventuras con las clientes: una baronesa había sucumbido a un flechazo nada más verlo tras el mostrador; y la mujer de un arquitecto se le había arrojado en los brazos el día que acudió a su casa para remediar un error en los metros de un corte de tela que ésta había comprado. Tras aquella fanfarronería normanda sólo había muchachas que sacaba de las cervecerías y de los cafés cantantes. Al igual que todos los jóvenes que trabajaban en el comercio de novedades, sentía una rabiosa necesidad de gastar; batallaba en su departamento durante toda la semana, con encarnizada avidez de avaro, con el único propósito de poder despilfarrar el dinero a manos llenas, los domingos, en las carreras, en los restaurantes y en los bailes. Sin un ahorro, sin una previsión, gastándose todo el sueldo recién cobrado, con una absoluta despreocupación por el día de mañana. Favier no participaba en aquellas diversiones. Hutin y él, tan compenetrados en los almacenes, se despedían en la puerta y no volvían a verse; como ellos, muchos otros dependientes pasaban gran parte del día juntos y se convertían en extraños, sin saber nada de sus respectivas existencias, en cuanto pisaban la calle. Pero Hutin sí era amigo íntimo de Liénard. Ambos vivían de pensión en el Hotel de Esmirna, de la calle de Sainte-Anne, un establecimiento lóbrego donde sólo se alojaban empleados de comercio. Por la mañana llegaban juntos; y, por la noche, el primero que se quedaba libre, tras recoger el mostrador, se iba a esperar al otro al café Saint-Roch, de la calle de Saint-Roch, un cafetín donde solían reunirse los dependientes de El Paraíso de las Damas, hablando a voces, bebiendo y jugando a las cartas entre el humo de las pipas. A menudo se eternizaban allí y no se marchaban sino a eso de la una, hora a la que el cansado dueño del local los echaba a la calle. Por lo demás, desde hacía un mes, pasaban la velada tres veces por semana en un cabaretucho de Montmartre; y llevaban consigo a algunos compañeros para que contribuyesen al éxito de la última conquista de Hutin, la señorita Laure, robusta cantante cuyo talento jaleaban dando tales voces y pegando tales golpes en el suelo con el bastón que la policía ya había tenido que intervenir en dos ocasiones.

Así transcurrió el invierno. Denise consiguió al fin un sueldo fijo de trescientos francos. No podía llegar más oportunamente el dinero, pues los zapatones se le caían a pedazos. Durante el último mes había intentado, incluso, salir lo menos posible para no acabar de destrozarlos.

-¡Por Dios, señorita! ¡Hace usted un ruido con esos zapatos! -repetía a menudo la señora Aurélie, con tono de profundo fastidie-. No hay quien lo soporte… ¿Qué lleva usted en los pies?

El día en que Denise bajó calzando unas botinas de paño, que le habían costado cinco francos, Marguerite y Clara manifestaron su sorpresa a media voz, aunque procurando que pudiera oírlas.

-¡Mire! Parece que la desgreñada se ha deshecho de las abarcas -dijo una.

-¡Vaya! -añadió la otra-. Se habrá llevado un disgusto… Se las había dejado su madre.

Existía, por añadidura, un movimiento de desaprobación general en contra de Denise desde que el departamento se había enterado de su amistad con Pauline, pues tales lazos de afecto con una dependiente del departamento enemigo no podían interpretarse sino como una provocación. Sus compañeras hablaban de traición, la acusaban de contar a las de al lado cuanto allí se decía. La guerra entre la lencería y las confecciones cobró renovada violencia; nunca había sido tan encarnizada. Hubo duros intercambios de palabras, que silbaban como balas, e incluso una bofetada, cierta noche, detrás de unas cajas de camisas. Quizá el origen de aquella antigua rivalidad fuera el hecho de que las señoritas de la lencería llevaban vestidos de lana, mientras que las de las confecciones vestían de seda. Sea como fuere, las lenceras hablaban de sus vecinas con mohínes indignados de jóvenes decentes. Y los hechos les daban la razón: estaba comprobado que la seda parecía ejercer cierta influencia en los excesos de conducta de las «confeccionistas». Vituperaron a Clara por sus tropeles de amantes, e, incluso, le echaron en cara su hijo a Marguerite, al tiempo que acusaban a la señora Frédéric de vivir secretas pasiones. ¡Y todo por culpa de la Denise aquella!

-¡Señoritas, nada de palabras malsonantes! ¡Compórtense! -decía la señora Aurélie, muy digna, terciando en la furibunda indignación de su gente-. Procuren estar a la altura de su categoría.

Prefería no inmiscuirse. Como confesó cierto día, respondiendo a una pregunta de Mouret, aquellas señoritas podían medirse todas por el mismo rasero. Pero empezó a tomarse el asunto a pecho, de repente, cuando Bourdoncle le contó que acababa de sorprender a su hijo, en un rincón del sótano, besando a una lencera, esa misma a la que entregaba cartitas con disimulo. Aquello era una abominación; y acusó rotundamente al departamento de lencería de haberle tendido una trampa a Albert. Tenía que tratarse de una conspiración contra ella, trataban de desprestigiarla pervirtiendo a un joven inexperto, tras haberse convencido de que su departamento era irreprochable. A decir verdad, sólo armaba tanto escándalo para embrollar más la situación, pues no se hacía ilusión alguna en lo tocante a su hijo y sabía que era capaz de cometer cualquier tontería. A punto estuvo el asunto, en un momento dado, de convertirse en algo más grave, pues el guantero Mignot estaba implicado también; era amigo de Albert y daba un trato de favor a las amiguitas que éste le enviaba, muchachas de trapillo que se pasaban las horas muertas revolviendo en las cajas de guantes. Y había además una historia que nunca acabó de aclararse, relacionada con unos guantes de Suecia que había recibido como regalo la lencera. El escándalo acabó por silenciarse por consideración a la encargada de las confecciones, a quien el propio Mouret trataba con mucha deferencia. Bourdoncle se conformó con despedir, al cabo de ocho días y con un pretexto cualquiera, a la dependiente culpable de haber permitido que la besaran. Los caballeros de la dirección se desentendían de las desaforadas juergas de puertas para afuera, pero no toleraban el más mínimo desliz dentro de la casa.

Y fue Denise quien pagó las consecuencias. La señora Aurélie, aun sabiendo a que atenerse, le guardó un sordo rencor; la había visto reírse con Pauline y lo tomó como una provocación, suponiendo que andaban de chismorreos acerca de los amoríos de su hijo. Contribuyó, pues, a que la joven estuviera cada vez más aislada en la sección. Llevaba tiempo planeando llevarse a las señoritas a pasar un domingo a Rigolles, en los alrededores de Rambouillet, donde había comprado una finca con los primeros cien mil francos que había ahorrado; y, de súbito, se decidió: era una manera de castigar a Denise, de hacerle el vacío abiertamente. Fue la única a quien no invitó. Durante los quince días anteriores a la excursión, no se habló en el departamento de otra cosa. Todas miraban el cielo, que templaba el sol de mayo; decidían las ocupaciones de cada hora del día; prometíanse todo tipo de cosas gratas: paseos en burro, leche y pan moreno. ¡Y sólo irían mujeres, lo que resultaba aún más divertido! Así era como la señora Aurélie solía matar el tiempo los días de fiesta: saliendo a pasear con otras señoras, pues tenía tan poca costumbre de estar con su familia, se encontraba tan a disgusto, tan fuera de lugar, las pocas noches en que podía cenar con su marido y su hijo, que prefería, incluso aquellas noches, no ir a casa y cenar en un restaurante. Lhomme se iba por su lado, contentísimo de volver a su vida de soltero y Albert, aliviado, corría a reunirse con sus golfas. Los tres habían perdido los hábitos de la vida en familia; se estorbaban y aburrían mutuamente cuando pasaban juntos los domingos, de modo que se limitaban a pasar por su casa como si fuera un hotel cualquiera al que sólo se vuelve para meterse en la cama. En lo tocante a la excursión de Rambouillet, la señora Aurélie manifestó, sin más, que la presencia de Albert no sería decorosa y que incluso el padre debería tener tacto suficiente para no participar en ella. Y a los dos hombres les pareció de perlas. A medida que se iba acercando el venturoso día, aumentaba la locuacidad de las señoritas, que explicaban lo que iban a ponerse como si fueran a emprender un viaje de seis meses de duración. Mientras, a Denise no le quedaba más remedio que oírlas, pálida y callada en su abandono.

-¿Qué, siguen haciéndola rabiar? -le dijo cierta mañana Pauline-. Si yo estuviera en su lugar, las dejaría con tres palmos de narices. ¿Que ellas salen a divertirse? ¡Pues yo también, no faltaba más!… Venga con nosotros el domingo, Baugé va a llevarme a Joinville.

-No, gracias -respondió la joven, con su sosegada obstinación.

-Pero ¿por qué?… ¿Sigue teniendo miedo de que la fuercen?

Y Pauline se reía con tanto cariño que Denise no pudo por menos de sonreír a su vez. Sabía muy bien cómo pasaban las cosas: todas sus compañeras habían conocido en excursiones como aquélla a su primer amante, un amigo que alguien había llevado como por casualidad; y ella no quería que le sucediera lo mismo.

-Vamos -siguió diciendo Pauline-, le prometo que Baugé no llevará a nadie. Estaremos los tres solos… No se apure, que si usted no quiere, no seré yo quien le busque pareja.

Denise seguía sin decidirse a acompañarlos, aunque lo deseaba tanto que la sangre le quemaba las mejillas. Desde que sus compañeras andaban alardeando de deleites campestres, sentía que se ahogaba, que necesitaba el aire libre y el cielo; soñaba con hierba alta que le llegase a los hombros; con árboles gigantescos, cuya sombra le corriese por el cuerpo como agua fresca. La añoranza del sol despertaba en ella el recuerdo de los años de infancia, que había pasado entre las verdes y densas frondas del Contentin.

-Está bien; de acuerdo -dijo, al fin.

Se pusieron de acuerdo. Baugé las esperaría en la plaza de Gaillon a las ocho; desde allí, irían en coche de punto a la estación de Vincennes. Denise, cuyos veinticinco francos de sueldo fijo se iban todos los meses en atender las necesidades de los niños, tan sólo había podido remozar su vestido viejo de lana con una guarnición de popelín de cuadritos, cosida al bies; también se había hecho ella misma un sombrero: una capota de seda adornada con una cinta azul. Con aquel sencillo atavío, parecía muy joven, una niña que hubiera crecido demasiado deprisa; en su humilde pulcritud, se mostraba un tanto avergonzada y molesta por la desbordante exuberancia del cabello, que le rebosaba del sencillo sombrero. Pauline por el contrario, lucía un primaveral vestido de seda, de rayas blancas y violeta; una toca a juego, recargada de plumas; y joyas en el cuello y las muñecas: todo un lujo de comerciante acaudalada. Era como si con la seda de los domingos quisiera tomarse la revancha del resto de la semana, en que el trabajo la obligaba a vestir de lana; en cambio Denise, que soportaba la seda del uniforme de lunes a sábado, recuperaba los domingos la raída lana de su pobreza.

-Ahí está Baugé -dijo Pauline, señalando a un mocetón que esperaba de pie, junto a la fuente.

Hizo las presentaciones y a Denise le pareció el joven tan buen muchacho que no tardó en sentirse a sus anchas con él. Era un gigantón, con la pausada fuerza de los bueyes que tiran del arado. Tenía un rostro alargado de flamenco, en el que los ojos vacuos reían con puerilidad infantil. Era el segundo hijo de un tendero de ultramarinos de Dunkerque, y si había venido a París era porque su padre y su hermano, que lo tenían por demasiado bruto, lo habían puesto como quien dice en la calle. No obstante, en El Económico ganaba tres mil quinientos francos, pues, aunque no era inteligente, tenía muy buena mano con las telas. Y a las mujeres les parecía muy agradable.

-¿Y el coche? -preguntó Pauline.

Tuvieron que ir hasta el bulevar. El sol ya había empezado a calentar y la hermosa mañana de mayo sonreía en los adoquines de las calles; en el cielo no había ni una nube; el aire azul, transparente como el cristal, estaba impregnado de gozo. Una sonrisa involuntaria entreabría los labios de Denise, que respiraba muy hondo. Le parecía que se liberaba el pecho de una asfixia de seis meses. ¡Por fin salía del ambiente cerrado y los agobiantes muros de El Paraíso de las Damas! ¡Así que tenía por delante un día entero de libertad en el campo! Y se sentía como si hubiera recuperado la salud, inmensamente feliz, dejándose llevar por nuevas sensaciones de chiquilla. Ya en el coche, no obstante, desvió la vista con apuro cuando Pauline estampó un sonoro beso en los labios de su amante.

-¡Anda! -exclamó, aún con la cabeza asomada por la ventanilla-. Por ahí va el señor Lhomme… ¡Cómo corre!

-Lleva la trompa -añadió Pauline, asomándose también-. ¡Qué viejo loco! ¡Si parece que tiene prisa por no llegar tarde a una cita!

Lhomme, efectivamente, con el estuche del instrumento debajo del brazo, iba a buen paso por la calle de Le Gymnase, mirando al frente y riéndose solo, de gusto, al pensar en el deleite que lo esperaba. Iba a pasar el día con un amigo que tocaba la flauta en un modesto teatro, en cuya casa se reunían los domingos varios músicos aficionados, nada más apurar el tazón de café con leche del desayuno, para interpretar música de cámara.

-¡A las ocho de la mañana! ¡Menudo vicio! -añadió Pauline-. Y ya sabe que la señora Aurélie y toda su tropa han debido de coger el tren de Rambouillet, que sale a las seis y veinticinco… No hay peligro de que el marido y la mujer se encuentren.

Y las dos se pusieron a comentar la excursión de Rambouillet. No deseaban que les lloviera a las demás, porque también a ellas se les pasaría el día por agua; pero ¡qué divertido sería que cayera por allí un chaparrón que no salpicara hasta Joinville! Luego la tomaron con Clara, una manirrota que no sabía qué inventar para despilfarrar el dinero de sus tres protectores. ¿Pues no se compraba tres pares de botinas a la vez? Y tiraba los tres al día siguiente, tras haberlos cortado con unas tijeras, porque tenía los pies llenos de juanetes. Por lo demás, las dependientes de las tiendas de novedades demostraban tener tan poca sensatez como sus compañeros varones: derrochaban a manos llenas, sin ahorrar nunca un céntimo; no les importaba gastarse al mes, en trapos y golosinas, doscientos o trescientos francos.

-¡Pero si sólo tiene un brazo! -exclamó de repente Baugé-. ¿Cómo se las apaña para tocar la trompa?

No había perdido de vista a Lhomme. Entonces Pauline, que, a veces, se divertía a costa de su inocencia, le contó que el cajero apoyaba el instrumento contra la pared. Y él la creyó a pies juntillas, opinando que era una solución muy ingeniosa. Pero cuando ella, arrepentida, le explicó cómo Lhomme se colocaba en el muñón un sistema de pinzas, que utilizaba luego como si fuera una mano, Baugé meneó la cabeza con desconfianza, al tiempo que aseguraba que no pensaba tragarse semejante trola.

-¡Ay, pero qué tonto eres! -acabó por decirle Pauline, entre risas-. Aunque me da lo mismo; yo te sigo queriendo igual.

El coche seguía adelante. Llegaron a la estación de Vincennes en el preciso momento en que salía un tren. Baugé era quien pagaba; pero Denise había manifestado su intención de contribuir a los gastos; ya echarían cuentas por la noche. Subieron en segunda: de los vagones rezumaba un zumbido de alegría. En Nogent, irrumpió una boda, entre carcajadas. Por fin llegaron a Joinville; y cruzaron a la isla en seguida, para encargar el almuerzo. Se quedaron en ella, paseando por las márgenes del río, bajo los altos álamos que bordeaban el Marne. Hacía frío a la sombra; al sol, soplaba un hálito vivaz que ensanchaba, en la lontananza de la otra orilla, la límpida pureza de una llanura, que desplegaba sus cultivos. Denise iba a la zaga de Pauline y su amante, que caminaban cogidos por la cintura; había cortado un ramo de botón de oro y miraba cómo corría el agua, feliz, sintiendo que le desfallecía el corazón, desviando la vista cada vez que Baugé se inclinaba para besar la nuca de su amiga. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Y, no obstante, no se sentía desgraciada. ¿Qué emoción era aquella que la dejaba sin respiración? ¿Y por qué aquellos anchos campos, donde contaba con despreocuparse de todo, la llenaban de una nostalgia imprecisa cuya causa no acertaba a explicar? Luego, durante el almuerzo, la aturdieron las sonoras carcajadas de Pauline. Esta, que sentía por los alrededores de París la misma vehemente afición que una cómica condenada a vivir con luz de gas en el viciado aire de las aglomeraciones, se había empeñado en comer bajo el emparrado, pese a que el aire era todavía muy fresco. Se regocijaba con las súbitas ráfagas que levantaban el mantel, le hacía gracia el cenador, aún sin hojas, y la rejilla de rombos, recién pintada, cuya sombra se recortaba encima de la mesa. Por lo demás, comía con ansia, con hambrienta glotonería de muchacha a la que no alimentaba la comida de los almacenes y, en sus salidas, se atracaba de todos los platos que le gustaban. Ese era su vicio; todo el dinero se le iba en pasteles, en embutidos, en suculencias bien guisadas, que saboreaba despreocupadamente durante sus horas de libertad. Como Denise parecía tener más que de sobra con los huevos, el pescado frito y el pollo salteado, Pauline se contuvo y no se atrevió a pedir fresas, por ser fruta aún temprana y, por lo tanto, cara, temiendo que subiera mucho la cuenta.

-¿Y, ahora, qué hacemos? -preguntó Baugé, cuando les hubieron servido el café.

Por la tarde, Pauline y él solían volver a París para cenar y terminar la velada en un teatro. Pero, por expreso deseo de Denise, decidieron quedarse en Joinville; sería divertido darse un atracón de campo. Y estuvieron paseando toda la tarde. Momento hubo en que pensaron en montar en barca; pero, al final, renunciaron a la idea, pues Baugé remaba muy mal. Pero, como en aquel deambular por donde los llevasen los senderos siempre llegaban, a la postre, a las orillas del Marne, atrajo su atención lo que sucedía en el río, las escuadras de yolas y botes que lo surcaban, y los equipos de remeros que navegaban en ellos. El sol iba bajando, y ya se disponían a regresar a Joinville cuando dos yolas, que iban corriente abajo, compitiendo en velocidad, empezaron a lanzarse andanadas de injurias, entre las que predominaban los gritos de «torrezneros» y «horteras».

-¡Anda! -dijo Pauline-. Si es el señor Hutin.

-Sí -añadió Baugé, que se protegía del sol con la mano-, reconozco la yola de caoba… En la otra debe de ir un grupo de estudiantes.

Y explicó la tradicional hostilidad que, a menudo, enfrentaba a la juventud de las aulas y a los empleados de comercio. Denise, al oír nombrar a Hutin, se había parado en seco; y, clavando los ojos en la esbelta embarcación, seguía su trayectoria, buscando al joven entre los remeros, sin lograr distinguir más que las manchas blancas de dos vestidos de mujer: una de ellas, sentada al timón, llevaba un sombrero rojo. Las voces se perdieron en medio del fluir de las aguas del río.

-¡Al agua con los torrezneros!

-¡Horteras al agua, al agua!

Al caer la tarde, volvieron al restaurante de la isla. Pero había refrescado tanto que tuvieron que cenar en uno de los dos comedores, donde la humedad del invierno impregnaba aún los manteles con un frescor de colada. Desde las seis, habían empezado a escasear las mesas; los excursionistas se apresuraban a coger sitio. Y los camareros no paraban de traer sillas y bancos, de juntar los platos, de meter con calzador a la gente. El ambiente era ahora tan sofocante que tuvieron que abrir las ventanas. Fuera, el día iba palideciendo; de los álamos bajaba tan deprisa una verdosa penumbra crepuscular que el dueño, que no estaba preparado para las cenas bajo techo, mandó poner una vela en cada mesa, al no contar con lámparas suficientes. El ruido era ensordecedor: risas, voces, entrechocar de loza; con el aire que entraba por las ventanas, se estremecían, como asustadas, las llamas de las velas, y chorreaba la cera mientras las mariposas nocturnas aleteaban en el aire, que caldeaba el olor de las viandas y por el que cruzaban breves ráfagas de viento helado.

-Hay que ver cómo se divierten, ¿verdad? -decía Pauline, muy ocupada con una caldereta de pescado que, según afirmaba, era algo extraordinario.

Y añadió, inclinándose hacia delante:

-¿Se ha fijado en quién está allí? El señor Albert.

Se trataba, en efecto, de Lhomme hijo, en compañía de tres mujeres de aspecto equívoco: una señora de edad, con sombrero amarillo y soez aspecto de celestina, y dos menores, dos chiquillas de trece o catorce años, cuyo descarado contoneo avergonzaba a cualquiera que las mirase. Él, que estaba ya muy borracho, golpeaba la mesa con el vaso, amenazando con zurrar al camarero si no traía los licores inmediatamente.

-¡Pues menuda familia! -añadió Pauline-. La madre en Rambouillet, el padre en París y el hijo en Joinville… No hay cuidado de que se estorben.

Denise, que aborrecía el ruido, sonreía pese a todo, disfrutando, en medio de tamaño barullo, de la alegría de no pensar en nada. Pero de repente, en el comedor contiguo, estalló un griterío que cubrió las demás voces. Sonaron atronadores gritos, a los que, sin duda, siguió algún que otro bofetón, pues hubo ruido de empujones y sillas volcadas, una pelea en toda regla en la que volvieron a oírse los gritos del río:

-¡Al agua con los horteras!

-¡Torrezneros al agua, al agua!

Y, cuando el vozarrón del tabernero hubo calmado los ánimos, apareció inesperadamente Hutin. Llevaba una chaqueta marinera roja, un gorro echado hacia atrás y, cogida del brazo, a la joven alta vestida de blanco del timón, quien, para lucir los colores de la yola, se había colocado un ramillete de amapolas detrás de la oreja. Ovaciones y aplausos acogieron su presencia; Hutin estaba radiante: sacaba pecho imitando, al andar, el balanceo de los marineros, y se ufanaba del puñetazo que le amorataba la mejilla, reventando de gozo por verse el centro de la atención. Tras ellos, venía todo el equipo de remeros. Tomaron por asalto una mesa y el alboroto fue ya formidable.

-Parece ser -explicó Baugé, que había estado escuchando a los que hablaban detrás de él- que los estudiantes han reconocido a la amiga de Hutin, una antigua buscona del barrio que ahora canta en un cabaretucho de Montmartre. En vista de lo cual, se han sacudido por culpa de ella… ¡Los estudiantes nunca pagan a las mujeres!

-Pues es redomadamente fea, la verdad -dijo Pauline, muy digna-, con esos pelos color zanahoria. Francamente, no sé de dónde las saca el señor Hutin, pero son todas a cual más arrastrada.

Denise se había puesto pálida. Notaba un frío de hielo, como si la sangre se hubiese retirado de su corazón gota a gota. Ya antes, en la orilla, al ver la veloz yola, había sentido un primer escalofrío. Yahora no podía quedarle duda de que aquella muchacha iba con Hutin. Tenía un nudo en la garganta, le temblaban las manos y había dejado de comer.

-¿Le pasa algo? -le preguntó su amiga.

-Nada -balbució Denise-, es que hace mucho calor.

Pero la mesa de Hutin estaba muy cerca de la de ellos; y cuando éste vio a Baugé, que era conocido suyo, le dirigió la palabra con voz chillona, para seguir acaparando la atención del comedor.

-¡Oiga! -voceó-. ¿En El Económico siguen siendo tan virtuosos como siempre?

-No tanto, no tanto -contestó Baugé, muy encarnado.

-¡Quite de ahí! Pero si para contratar a una empleada le exigen que sea virgen. Y tienen un confesor permanente para los dependientes que se atreven a mirarlas… Unos almacenes donde hay bodas entre empleados. ¡Eso no es para mí!

Empezaron a oírse risas. Liénard, que pertenecía al equipo, añadió:

-No pueden decir lo mismo en El Louvre… Tienen una partera fija en el departamento de confecciones. ¡Les doy mi palabra!

El regocijo fue en aumento. Ni siquiera Pauline pudo contener la risa, pues le hacía mucha gracia el invento de la partera. Pero Baugé seguía muy ofendido por las bromas acerca de la inocencia de los empleados de sus almacenes. Y arremetió sin previo aviso:

-¡Como si en El Paraíso de las Damas tuvieran de qué presumir! ¡De patitas en la calle a las primeras de cambio! Y, encima, el dueño parece que anda siempre queriendo liarse con las clientes.

Hutin ya no le hacía caso y había empezado a cantar las alabanzas de La Plaza de Clichy. Conocía él allí a una joven tan decente que la clientela no se atrevía ni a dirigirle la palabra, por temor a ofenderla. Luego, arrimando el plato, contó que aquella semana había sacado ciento quince francos: ¡una semana fantástica! Favier se había quedado bien atrás, con cincuenta y dos francos. Y él había barrido con todos los turnos de la pizarra. ¿Es que no se notaba? ¡Buen aire le estaba dando al dinero! No pensaba irse a la cama antes de haber acabado con los ciento quince francos. Y, como cada vez estaba más borracho, la tomó con Robineau, aquel alfeñique de segundo encargado al que tanto le gustaba mantener las distancias, hasta tal punto que no quería que lo vieran por la calle con sus dependientes.

-Cállese -dijo Liénard-; habla demasiado, amigo mío.

Hacía cada vez más calor. Las velas goteaban en los manteles manchados de vino; y, por las ventanas abiertas, cuando callaba de pronto la algarabía de los comensales, entraba una voz lejana e incesante, la voz del río y de los altos álamos, que se iban quedando dormidos en la paz de la noche. Baugé acababa de pedir la cuenta, al ver que Denise no se reponía: estaba muy pálida y le temblaba la barbilla de tanto aguantar las lágrimas. Pero el camarero tardó en aparecer; y no le quedó más remedio que continuar soportando las voces de Hutin, que, ahora, se jactaba de ser más chic que Liénard, porque éste sólo despilfarraba el dinero de su padre, mientras que él despilfarraba el dinero que se ganaba, el fruto de su inteligencia. Por fin pagó Baugé, y las dos mujeres salieron del restaurante.

-Ahí hay una de El Louvre -susurró Pauline en el primer comedor, al ver a una muchacha alta y delgada que se disponía a irse.

-Tú qué sabrás, si no la conoces -dijo el joven.

-¡Ni falta que hace! ¿No has visto con qué garbo se pone el abrigo? Departamento de la partera, te lo digo yo. Si ha oído lo de antes, debe de estar que trina.

Cuando se vieron fuera, Denise suspiró, aliviada. Se había sentido morir, entre aquel calor sofocante y aquel griterío. Y volvió a explicar que se había puesto mala por falta de aire. Ahora ya se podía respirar. Del cielo estrellado bajaba un fresco relente. Las dos jóvenes se disponían a salir del jardín del restaurante cuando una voz tímida susurró, entre las sombras:

-Buenas noches, señoritas.

Era Deloche. No lo habían visto al fondo del primer comedor, donde cenaba solo, después de haber venido andando desde París, por el simple gusto de caminar. Al reconocer aquella voz amiga, la dolorida Denise cedió instintivamente a la necesidad de apoyarse en alguien.

-Señor Deloche, vuelva con nosotros -dijo-. Déme el brazo.

Pauline y Baugé ya habían echado a andar delante de ellos, comentando su sorpresa. Nunca hubieran creído que las cosas sucedieran así, ni con aquel muchacho. Como aún les quedaba una hora antes de coger el tren, fueron paseando por la orilla del río hasta la punta de la isla, bajo los altos árboles; y, de vez en cuando, miraban hacia atrás y decían en voz baja:

-¿Dónde se han metido? ¡Ah, ahí están!… La verdad es que tiene gracia…

Al principio, Denise y Deloche permanecieron en silencio. El barullo del restaurante se iba apagando, poco a poco; se tornaba suavemente musical a lo lejos, en la oscuridad. Se adentraron cada vez más bajo el frescor de los árboles, sintiendo aún el calor febril de aquel horno, cuyas velas se iban apagando una a una entre las frondas. Frente a ellos parecía alzarse un muro de tinieblas, una mole de sombras tan densa que ni siquiera distinguían el blanco trazado del sendero. Aun así, avanzaban sin temor, despacio. Al cabo, se les acostumbraron los ojos a la oscuridad y vieron, a la derecha, los troncos de los álamos, cual negras columnas que sustentasen la bóveda salpicada de estrellas de sus copas; y, algo más allá, el agua relucía, a ratos, en la oscuridad, como un espejo de estaño. El viento amainaba; tan sólo se oía ya el murmullo del río.

-Me alegro mucho de haberme encontrado con usted -tartamudeó al fin Deloche, que fue el primero en decidirse a hablar-. No sabe lo feliz que me hace al acceder a pasear conmigo.

Y, amparándose en la oscuridad, tras una serie de torpes intentos, se atrevió a decirle que la amaba. Hacía tiempo que quería escribírselo; y quizá Denise no hubiera llegado a saberlo nunca de no haber sido por la complicidad de aquella hermosa noche, por el canto del agua y por los árboles que los arropaban en la cortina de su sombra. Sin embargo, ella no respondía nada y seguía caminando, de su brazo, con el mismo paso de penitente. Estaba él intentando verle la cara, cuando oyó un leve sollozo.

-¡Ay, Dios mío! -dijo, entonces-. ¿Llora usted, señorita, llora usted?… ¿Acaso la he disgustado?

-No, no -murmuró ella.

Intentaba contener las lágrimas, pero no lo conseguía. Ya antes, en la mesa, había creído que iba a estallarle el corazón. Y, ahora, entre las sombras, había dejado de contenerse y los sollozos la ahogaban al pensar que si hubiera sido Hutin, en lugar de Deloche, quien estuviera a su lado, diciéndole cosas tiernas, no tendría fuerzas para resistirse. Confesárselo al fin a sí misma no hacía sino azorarla más. Le ardía la cara de vergüenza, como si ya hubiese caído, bajo aquellos árboles, en brazos de ese hombre que no vacilaba en mostrarse en pública con mujerzuelas.

-No era mi intención ofenderla -repetía Deloche, que también estaba a punto de echarse a llorar.

-No, escúcheme -dijo Denise, con voz aún trémula-, no estoy enfadada con usted. Sólo le suplico que no vuelva a hablarme como acaba de hacerlo… Lo que usted me pide es imposible. Bien sé que es usted un buen muchacho y estoy dispuesta a ser amiga suya, pero sólo eso… ¿me oye? ¡Amiga suya!

El temblaba. Tras caminar unos pasos en silencio, balbució:

-Que no me quiere usted, vamos.

Y, al intentar ella evitarle el disgusto de un rechazo tajante, prosiguió con voz dulce y consternada:

-De todos modos, ya me lo esperaba… Nunca he tenido suerte; sé que la felicidad no es para mí. En casa, me pegaban. En París, siempre he sido el que se llevaba todos los palos. Ya lo ve, cuando uno no sabe quitarles las amantes a los demás y es demasiado torpe para ganar tanto dinero como ellos, más le valdría reventar cuanto antes en un rincón… No, no se preocupe, no la molestaré más. Pero no puede impedirme que la quiera, ¿verdad? La querré sin pedir nada a cambio, como un perro… ¡Otra vez me he quedado sin nada! Así es la vida que me ha tocado.

Esta vez le tocó a él llorar. Denise lo consolaba; y, durante aquellas amistosas efusiones, se enteraron de que eran de la misma comarca -ella de Valognes y él de Briquebec-, a trece kilómetros. Y sintieron que los unía un nuevo vínculo. Era hijo de un humilde alguacil, pobre y aquejado de unos celos enfermizos, que lo zurraba y lo llamaba bastardo, pues lo sacaba de quicio aquel hijo, que tenía una cara alargada y lívida y un pelo

color cáñamo que, según él, nunca se habían visto en la familia. Acabaron ambos hablando de los prados de alta hierba, rodeados de setos vivos; de los senderos sombreados que se perdían bajo los olmos; de las carreteras herbosas como paseos de un parque. A su alrededor, la noche seguía aclarándose: ya podían ver los juncos de la orilla, el calado encaje de las ramas, recortando su silueta negra contra el resplandor de las estrellas. Y se iban apaciguando, olvidándose de sus males, unidos por la desdicha en una amistad de buenos compañeros.

-¿Y bien? -preguntó, impaciente, Pauline a Denise, llevándosela aparte cuando llegaron frente a la estación.

Por la sonrisa y el tono de tierna curiosidad de su amiga, la joven comprendió a qué se refería. Contestó, poniéndose muy encarnada:

-¡De ninguna manera, querida! Ya le he dicho que no quiero saber nada de esas cosas… Somos paisanos y hemos estado hablando de Valognes.

Pauline y Baugé se quedaron perplejos al tener que renunciar a todas sus suposiciones, sin saber ya qué pensar. Deloche se despidió en la plaza de La Bastille; al igual que todos los empleados sin sueldo fijo, dormía en los almacenes, en donde debía estar de vuelta a las once. Denise, que no deseaba regresar con él y había pedido un permiso de teatro, accedió a ir con Pauline a casa de Baugé. Este se había mudado a la calle de Saint-Roch para estar más cerca de su amante. Cogieron un coche de punto y Denise se quedó estupefacta cuando, por el camino, se enteró de que su amiga pensaba pasar la noche con el joven. Era de lo más sencillo, bastaba con darle cinco francos a la señora Cabin, todas las dependientes lo hacían. Baugé hizo los honores de su cuarto, amueblado con antiguos muebles estilo imperio que le había mandado su padre. Se enfadó cuando Denise quiso echar cuentas, aunque acabó aceptando los quince francos con sesenta que ésta había dejado encima de la cómoda; pero, a cambio, quiso invitarla a una taza de té y, tras pelearse con el infiernillo de alcohol, tuvo que volver a bajar a la calle para comprar azúcar. Cuando sirvió las tazas, estaban dando las doce.

-Tengo que irme -repetía Denise.

YPauline contestaba:

-Dentro de un rato… Los teatros no acaban tan temprano. Denise se sentía muy violenta en aquel cuarto de soltero. Había visto cómo su amiga se quedaba en enaguas y corsé, y la observaba mientras preparaba la cama, abriéndola y mullendo las almohadas, con los brazos al aire. Denise se sentía turbada y avergonzada por presenciar aquellos domésticos preparativos de una noche de amor, que volvían a traerle al corazón herido el recuerdo de Hutin. ¡Nada bueno le reportaban aquellas salidas! Por fin, se despidió a las doce y cuarto. Pero se fue muy avergonzada, pues, al desearles con toda inocencia las buenas noches a sus amigos, Pauline contestó, atolondradamente:

-Gracias; va a ser una noche muy buena.

La puerta particular que conducía a la vivienda de Mouret y a los cuartos del personal estaba en la calle Neuve-Saint-Augustin. La señora Cabin abría la puerta, tirando del cordón, y echaba un vistazo para tomar nota de quién iba llegando. Una lamparilla iluminaba tenuemente el vestíbulo. Y, al verse en

aquella penumbra, Denise titubeó, presa de inquietud, pues al doblar la esquina de la calle había visto cómo se cerraba la puerta tras la sombra imprecisa de un hombre. Debía de ser el dueño, que volvía de alguna velada. Y sólo de pensar que podía estar allí, en la oscuridad, esperándola quizá, le entraba uno de aquellos miedos extraños que, sin justificación alguna, aún seguía notando en su presencia. Alguien se movió en el primero, oyó el crujido de unas botas. Entonces, perdiendo la cabeza, empujó una puerta que conducía a los almacenes y quedaba abierta para las rondas de vigilancia. Se encontraba en el departamento del ruán.

-¡Dios mío! ¿Y ahora qué hago? -balbució, en su nerviosismo.

Se acordó de que arriba había otra puerta de comunicación que llevaba a los cuartos, pero era necesario cruzar los almacenes de punta a punta. Prefirió aquel recorrido, pese a las tinieblas en que estaban sumidas las galerías. No había ni una lámpara de gas encendida; tan sólo algún que otro candil de aceite colgando de los brazos de las arañas. Y aquellas luces espaciadas, semejantes a manchas amarillas, cuyos rayos se perdían en la oscuridad, eran como los faroles de las minas. A su alrededor, flotaban gigantescas sombras; apenas si distinguía las mercancías amontonadas, que cobraban formas pavorosas: columnas derruidas, fieras agazapadas, ladrones al acecho. El pesado silencio, que interrumpían lejanas respiraciones, dilataba aún más las tinieblas. Logró orientarse, empero: a la izquierda, la ropa blanca trazaba una estela pálida, como una hilera de casas que azulearan bajo un cielo de verano. Entonces, quiso cruzar el patio sin más tardanza, pero tropezó con unas pilas de indiana y decidió que sería más seguro pasar por la calcetería y, luego, por los géneros de lana. Al llegar allí, la asustó el retumbar de un trueno: los sonoros ronquidos de Joseph, el mozo, que dormía detrás de los géneros de luto. Se abalanzó hacia el patio, que la cristalera iluminaba con luz crepuscular; parecía más amplio, colmado del pavor nocturno de las iglesias, con los inmóviles casilleros v las siluetas de las largas varas de medir, que dibujaban cruces invertidas. Ahora, Denise iba huyendo. En la mercería, en los guantes, a punto estuvo de tener que saltar por encima de los mozos de servicio dormidos; y no se sintió a salvo hasta dar, por fin, con la escalera. Pero arriba, delante del departamento de confección, volvió a invadirla el terror al descubrir que se le acercaba el parpadeante ojo de un farol: era una ronda, dos bomberos que iban dejando constancia de su paso en los relojes de los controladores. Tardó un minuto en darse cuenta de qué se trataba; los vio pasar de los chales a las tapicerías y, luego, a la lencería, espantada de aquella maniobra extraña, del chirrido de la llave y del estruendo de las portezuelas de chapa al caer. Cuando los tuvo cerca, Denise se escondió al fondo de la sección de encajes, de donde, acto seguido, la obligó a salir corriendo hasta la puerta de comunicación el sonido de una voz. Había reconocido la de Deloche, que dormía en su departamento, en un catre de hierro que él mismo montaba todas las noches; y en él se hallaba tendido, aún despierto, reviviendo con los ojos abiertos, las dulces horas de aquella velada.

-¡Cómo! ¡Es usted, señorita! -dijo Mouret, que estaba en la escalera con una vela pequeña en la mano, al toparse con Denise.

La joven tartamudeó, quiso explicar que volvía de buscar una cosa en su departamento. Pero él no estaba enojado, sino que la miraba con aquella expresión suya, a la vez paternal y curiosa.

-¿Así que tenía usted un permiso de teatro?

-Sí, señor.

-¿Y se ha divertido? ¿A qué teatro ha ido usted?

-He ido al campo, señor Mouret.

Él se echó a reír y, luego, preguntó, recalcando las palabras:

-¿Usted sola?

-No, señor, con una amiga -contestó Denise, con las mejillas arreboladas, avergonzada de lo que él debía de estar pensando.

Mouret entonces calló. Seguía mirándola, con su vestidito negro y aquel sombrero sin más adorno que una cinta azul. ¿Acabaría aquella fierecilla por convertirse en una muchacha bonita? Olía bien tras haber pasado el día al aire libre, y estaba encantadora con aquel pelo tan hermoso revuelto sobre la frente. Y él, que llevaba seis meses tratándola como a una niña; que le daba, incluso, a veces, consejos, dejándose llevar por su experiencia y por el deseo enfermizo de enterarse de cómo nace una mujer y de cómo París acaba por perderla, ya no la tomaba a broma, sino que notaba un indescriptible sentimiento de sorpresa y temor, al que se sumaba la ternura. Lo más probable era que estuviera tan guapa porque venía de ver a su amante. Aquel pensamiento le dolió, como si el pájaro predilecto con el que solía jugar lo hubiese picado hasta hacerle sangre.

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