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El paraíso de las damas – de Emile Zola (página 4)


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Cuando Mouret, tras haber vuelto a decir a Vallagnosc que quería mostrarle su máquina en marcha, se acercó al barón para despedirse, éste lo retuvo en el hueco de la ventana, frente a los jardines sumidos en tinieblas. Cedía por fin a la seducción; al verlo en el corro de señoras, había creído en él. Charlaron ambos unos instantes en voz baja y, al cabo, el banquero manifestó:

-Me comprometo a estudiar el asunto… Si la inauguración de la venta del lunes resulta tan brillante como me ha anunciado usted, puede darlo por hecho.

Se dieron un apretón de manos y Mouret, que parecía encantado de la vida, se fue a su casa, pues no cenaba a gusto si no echaba una ojeada, todas la noches, a la recaudación de El Paraíso de las Damas

Aquel lunes, 10 de octubre, un claro sol, heraldo de victorias, atravesó las nubes grises que llevaban una semana ensombreciendo París. Hasta la noche anterior había estado cayendo una pertinaz llovizna, un polvillo de agua que mojaba y ensuciaba las calles; pero, de madrugada, fuertes y veloces ráfagas habían arrastrado consigo las nubes y oreado las aceras. El cielo azul mostraba una límpida alegría primaveral.

Como era de esperar, El Paraíso de las Damas lanzaba mil fulgores desde las ocho de la mañana, bajo los rayos de aquel sol tan claro, en todo el esplendor de la inauguración de la gran venta de novedades de invierno. En la puerta ondeaban banderas; las piezas de lana palpitaban en el aire fresco de la mañana, animando la plaza de Gaillon con un tumulto de verbena; mientras, en ambas calles, los escaparates desplegaban sinfonías de telas, cuyos resplandecientes tonos avivaba aún más la limpidez de las lunas. Era algo así como una orgía de colores, un regocijo callejero que estallaba en aquella esquina, en aquel rincón dedicado por completo al consumo, abierto de par en par, al que todo el que quisiera podía acudir a alegrar la vista.

Pero a aquella hora entraba poca gente, unas cuantas clientes apresuradas, amas de casa del vecindario, mujeres que querían ahorrarse los empujones de por la tarde. Tras los tejidos que los empavesaban, se notaba que los almacenes estaban vacíos, en pie de guerra y esperando a la clientela, con las tarimas enceradas y las secciones rebosantes de artículos. La presurosa muchedumbre matutina apenas miraba los escaparates de reojo y sin acortar el paso. En la calle Neuve-Saint-Augustin y en la plaza de Gaillon, donde estaba previsto que esperasen los vehículos, sólo había, a las nueve, dos coches de punto. Tan sólo formaban grupos en los portales y en las esquinas de las aceras los vecinos del barrio, sobre todo los pequeños comerciantes, a quienes conmocionaba semejante despliegue de pendones y penachos; y no perdían detalle, rebosantes de acerbos comentarios. Lo que más los indignaba era ver, en la calle de la Michodiére, delante del servicio de envíos, uno de los cuatro carruajes que Mouret acababa de mandar a recorrer París: destacaban las letras en amarillo y rojo, sobre fondo verde; y los acharolados entrepaños lanzaban al sol destellos de oro y púrpura. El coche, recién pintado, luciendo el nombre de la casa en todos los cuarteles y rematado, además, con una pancarta que anunciaba la inauguración de la venta, se alejó al fin, en cuanto acabaron de cargarlo con los paquetes que habían quedado sin repartir la víspera, al trote de un espléndido caballo; y Baudu, lívido en el umbral de El Viejo Elbeuf siguió con la vista, hasta que se perdió por el bulevar, aquel vehículo, radiante como un sol, que paseaba por toda la ciudad el aborrecido nombre de El Paraíso de las Damas.

Entre tanto, ya iban llegando y tomando la fila algunos coches de punto. Cada vez que aparecía una cliente, se inmutaba la hilera de mozos de almacén que formaban bajo la elevada puerta, vestidos de librea: frac y pantalón verde claro, chaleco a rayas amarillas y naranja. Y el inspector Jouve, el ex capitán retirado, estaba allí, con levita y corbata blanca, luciendo la condecoración que daba fe de una añeja probidad, recibiendo a las señoras con severa cortesía, inclinándose hacia ellas para indicarles los departamentos. Luego, las clientes se internaban por el vestíbulo, convertido en salón oriental.

Ya desde la puerta, las arrebataba el pasmoso y sorprendente espectáculo. Se trataba de una creación de Mouret, que había sido el primero en tener la ocurrencia de adquirir, en excelentes condiciones, y traer de tierras levantinas toda una colección de alfombras, antiguas y modernas, esas alfombras difíciles de conseguir que, hasta entonces, sólo vendían, a elevados precios, los comerciantes de curiosidades y rarezas. Pensaba inundar el mercado con ellas, las daba casi a precio de coste, sin aspirar a más ventaja que usarlas para componer un soberbio decorado que atrajese a sus almacenes a refinados compradores de arte. Desde el centro de la plaza de Gaillon podía divisarse aquel salón oriental, formado únicamente con alfombras y portiers que los mozos habían colgado ateniéndose a las instrucciones del dueño. Para empezar, cubrían el techo alfombras de Esmirna, cuyos complicados dibujos destacaban sobre un fondo rojo. Luego, por los cuatro costados, pendían portiers: de Karamán y de Siria, con zigzagueantes trazos verdes, amarillos y bermellón; de Divarbekir, más bastos, rudos al tacto como sayos de pastor; y también otras alfombras que podían hacer las veces de tapices: alfombras largas y estrechas de Isfahán, de Teherán, de Kermashán; alfombras más anchas de Shumaka y de Madrás: curiosas floraciones de peonías y palmas, fantasías sin trabas en el jardín de los sueños. Por el suelo, seguía habiendo alfombras, una siembra de espesos toisones; la del centro, que venía de Agra, era una extraordinaria pieza de fondo blanco y ancho reborde azul pálido, que recorrían adornos violáceos fruto de una exquisita inspiración. Se desplegaban, luego, por doquier, las alfombras de La Meca, de aterciopelados reflejos; las alfombrillas de oración de Daguestán, con su simbólico pico; las alfombras del Kurdistán, salpicadas de abiertas flores; y, por fin, apilado en una esquina, un alud de alfombras baratas de Guerdés, de Cula y de Kirshehir, de quince francos en adelante. Sillones y sofás confeccionados con alforjas de camello amueblaban aquella tienda digna de un suntuoso bajá: en algunas se cruzaban vistosos rombos; en otras se abrían ingenuas rosas. Allí estaban Turquía, Arabia, la India, tras vaciar los palacios y desvalijar las mezquitas y los zocos. El oro leonado prevalecía en las desdibujadas alfombras antiguas, cuyos tonos ajados conservaban una oscura tibieza, un degradado de ascuas apagadas, un bello color de barro cocido como el que vemos en los antiguos maestros de la pintura. Y flotaban visiones de Oriente tras el lujo de aquel arte bárbaro, entre aquel penetrante olor de comarcas de miseria v sol que las lanas viejas conservaban.

Cuando Denise, que empezaba a trabajar precisamente ese lunes, había cruzado, a las ocho, el salón oriental, se había quedado sobrecogida al no reconocer ya la entrada de los almacenes; y aquel decorado de harén colocado ante la puerta había acabado de trastornarla. Un mozo la condujo al sotabanco y la puso en manos de la señora Cabin, encargada de la limpieza y la vigilancia de los cuartos; y ésta la instaló en el número 7, adonde ya le habían subido el baúl. Era una estrecha celda abuhardillada, con un tragaluz que daba al tejado; la amueblaban una cama pequeña, un armario de nogal, un tocador con jofaina y palangana, y dos sillas. Veinte habitaciones iguales se alineaban a lo largo de un corredor conventual pintado de amarillo. Y, de las treinta y cinco dependientes de la casa, las veinte que no tenían familia en París dormían allí, mientras que las otras quince vivían en sus casas, algunas en casa de supuestas tías o primas. Denise se quitó en el acto el raído vestido de lana, tantas veces cepillado, remendado en las mangas, el único que había traído de Valognes. Se puso luego el uniforme de su departamento: un vestido de seda negra que le habían arreglado y la esperaba encima de la cama. Le seguía estando algo grande, ancho de espalda. Pero se dio tanta prisa en vestirse y estaba tan turbada que no paró mientes en esos detalles de coquetería. Nunca había llevado ropa de seda. Mientras bajaba, endomingada e incómoda, miraba el brillo de la falda y se avergonzaba de los ruidosos susurros de la tela.

Cuando llegó abajo y entró en el departamento, acababa de estallar una riña. Oyó que Clara decía con voz chillona:

-Yo he llegado antes que ella, señora Aurélie.

-No es cierto -contestaba Marguerite-. Me ha dado un empujón en la puerta, pero yo tenía un pie dentro del salón. Lo que andaba en juego era el orden de inscripción que regulaba los turnos de venta. Las dependientes se apuntaban en una pizarra, según iban llegando. Y cada vez que una de ellas había atendido a una cliente, volvía a anotar su nombre debajo de los demás. La señora Aurélie acabó por darle la razón a Marguerite.

-¡Siempre con injusticias! -susurró Clara, rabiosa.

Pero la llegada de la nueva reconcilió a las jóvenes. La miraron y, luego, cruzaron una sonrisa. ¿Cómo era posible tener tan malas trazas? Denise se dirigió torpemente hacia la pizarra para apuntarse al final de la lista, en tanto que la señora Aurélie la examinaba con mohín preocupado y exclamaba, sin poder contenerse:

-Hija mía, en ese vestido caben dos como usted. Habrá que estrecharlo… Y, además, no sabe usted arreglarse. Venga aquí, que la voy a retocar un poco.

Y la condujo ante uno de los altos espejos, que alternaban con las puertas macizas de los armarios en donde se guardaban las prendas de confección. Rodeaban la amplia estancia lunas y entrepaños de roble tallado, cubría el suelo una moqueta roja rameada, y parecía el trivial salón de un hotel por el que cruza un continuo desfile de presurosos viandantes. Ese parecido lo acentuaban las jóvenes dependientes, reglamentariamente vestidas de seda, que paseaban por allí su mercantil cortesía sin sentarse en ninguna de las doce sillas reservadas exclusivamente para las clientes. Todas llevaban, como hincado en el pecho, prendido entre dos ojales del corpiño, un lapicero grande con la punta hacia fuera. Y, asomando a medias de un bolsillo, se veía la mancha blanca del talonario de ventas. Algunas se atrevían a lucir joyas: sortijas, broches, cadenas. Pero de lo que presumían sobre todo era de un lujo en el que rivalizaban y que les permitía salirse de la impuesta uniformidad del atuendo: todas tenían puesta su vanidad en el cabello, y se esmeraban en peinarlo y rizarlo, abultándolo con trenzas y moños cuando les parecía poco abundante.

-A ver, tírese del cinturón por delante -repetía la señora Aurélie-. Ve, así, por lo menos no se abolsa el vestido por la espalda… ¿Y cómo es posible que vaya tan desastrosamente peinada? Tendría un pelo espléndido, si quisiera.

Ésa era, en efecto, la única belleza de Denise. La melena, de un rubio ceniciento, le llegaba hasta los tobillos. Y le costaba tanto peinarla que se contentaba con recogerla y apelotonarla, sujetándola con los fuertes dientes de una peineta de hueso. Clara, muy contrariada al verle aquel pelo, fingía burlarse de la torpeza del peinado, que no le quitaba su montaraz encanto. Hizo una seña a una de las dependientes del departamento de lencería, una muchacha de cara carnosa y expresión agradable. Los dos departamentos eran contiguos y vivían en permanente rivalidad; pero las dependientes de ambos se ponían de acuerdo a veces para reírse de alguien.

-Señorita Cugnot, fíjese en esas crines -repetía Clara, mientras Marguerite le daba codazos y fingía también estar muerta de risa.

Pero la dependiente de lencería no tenía ganas de broma. Llevaba un rato mirando a Denise y acordándose de cuánto habría sufrido ella, en su departamento, los primeros meses.

-Bueno, ¿y qué? -respondió-. Más de una querría tener unas crines así.

Y regresó a su puesto, dejando a las otras dos muy molestas. Denise, que la había oído, la siguió con mirada agradecida, en tanto que la señora Aurélie le entregaba un talonario de ventas a su nombre, al tiempo que le decía:

-Bueno, ya se arreglará usted mañana con más maña… Y ahora intente hacerse a las costumbres de la casa y espere su turno de venta. Hoy vamos a tener un día muy duro y podremos ver lo que da usted de sí.

No obstante, el departamento seguía vacío. A aquella hora tan temprana, pocas clientes subían a confección y las dependientes ahorraban fuerzas, envaradas y despaciosas, preparándose para el cansancio de la tarde. Denise, intimidada al pensar que andaban acechando sus primeros pasos, afiló el lapicero para no estar mano sobre mano. Luego, imitando a las demás, se lo hincó en el pecho, entre dos ojales. Se daba ánimos a sí misma: tendría que ganarse el puesto, a ver qué remedio. La víspera le habían dicho que, al principio, no le pagarían un sueldo fijo; cobraría nada más el tanto por ciento y la comisión sobre las ventas que hiciese. Pero tenía esperanzas de conseguir así mil doscientos francos, pues sabía que las buenas dependientes llegaban a los dos mil si ponían mucho empeño. Ya se había hecho un presupuesto: con cien francos al mes podría pagar la pensión de Pépé y atender a Jean, que no cobraba ni un céntimo; e incluso podría vestirse y comprarse algo de ropa blanca. Pero para conseguir esa cantidad tan elevada tenía que ser trabajadora y fuerte; no permitir que la afectasen las antipatías que notara a su alrededor; luchar y, si era preciso, arrebatar a sus compañeras la parte que le correspondía. Mientras intentaba sacar fuerzas de esos razonamientos, un joven alto, que pasaba por delante, le sonrió y, al reconocer a Deloche, que había entrado el día anterior en los encajes, le devolvió la sonrisa, feliz de volver a encontrarse con un amigo y viendo en aquel saludo un buen presagio.

A las nueve y media, una campana había anunciado el primer turno del almuerzo. Volvió a sonar para anunciar el segundo. Y las clientes seguían sin llegar. La segunda encargada, la señora Frédéric, cuya hosca intransigencia de viuda se complacía en anunciar desastres, aseguraba con frases lapidarias que el día estaba perdido: no vendría ni un alma; ya podían cerrar los armarios e irse. Tal predicción le nublaba el rostro a Marguerite, que rabiaba por el dinero, mientras que Clara, con su aspecto de caballo desbocado, soñaba ya con irse de merienda al bosque de Verriéres si la casa se hundía. En cuanto a la señora Aurélie, muda, muy seria, paseaba su facies de César por el departamento vacío, como un general responsable de la victoria y la derrota.

A eso de las once, aparecieron unas cuantas señoras. Iba a llegarle el turno a Denise. Y precisamente entonces anunciaron que se acercaba una cliente.

-La provinciana gorda, ya sabéis a quién me refiero -susurró Marguerite.

Se trataba de una mujer de cuarenta y cinco años que, de tarde en tarde, acudía a darse una vuelta por París desde su remota provincia, donde se pasaba los meses ahorrando, céntimo a céntimo. Y luego, en cuanto se bajaba del tren, se metía en El Paraíso de las Damas y se lo gastaba todo. Pocas veces compraba por correspondencia porque le gustaba ver la mercancía y disfrutaba tocándola; llegaba incluso a llevarse remesas de agujas, alegando que le costaban un ojo de la cara en la ciudad pequeña en que vivía. Todos la conocían en los almacenes; sabían que se apellidaba Boutarel y que vivía en Albi, y no sentían interés por enterarse ni de su vida ni de las circunstancias de ésta.

-¿Qué tal está usted, señora Boutarel? -le estaba preguntando la señora Aurélie, que le había salido al encuentro-. ¿En qué podemos servirla? En seguida la atienden.

Luego se dio la vuelta: -¡A ver, señoritas!

Denise ya se estaba acercando, pero Clara se abalanzó hacia la cliente. Solía mostrarse perezosa a la hora de vender, pues le importaba un ardite el dinero, ya que ganaba más fuera de las horas de trabajo, y de forma más regalada. Pero la espoleaba la idea de quitarle una buena cliente a la nueva.

-Lo siento, pero me toca a mí -dijo Denise, soliviantada.

La señora Aurélie la apartó con mirada severa, diciendo en voz baja:

-No hay turno que valga; aquí mando yo… Espere usted a haber aprendido para atender a las clientes de la casa.

La joven retrocedió; y, al notar que se le llenaban los ojos de lágrimas, quiso ocultar aquel exceso de sensibilidad y se volvió de espaldas, de pie ante los ventanales, haciendo como si mirase la calle. ¿Acaso iban a impedirle vender? ¿Iban a ponerse todas de acuerdo para arrebatarle de aquella forma las buenas ventas? La invadía el miedo al futuro, notaba cómo la aplastaban tantos intereses cobardes. Cediendo a la amargura de sentirse abandonada, miraba El Viejo Elbeuf, en la acera de enfrente, y pensaba que habría debido rogar a su tío que la dejara quedarse en su comercio. A lo mejor él estaba deseando cambiar de opinión, pues la víspera le había parecido verlo muy afectado. Ahora estaba completamente sola en aquellos enormes almacenes donde nadie la quería, donde se sentía maltrecha y extraviada. Pépé y Jean, que nunca habían salido de sus faldas, vivían en casa de extraños, y eso le dolía como un desgarro. A través de dos gruesas lágrimas, que no quería dejar correr, veía temblar la calle entre una neblina.

Entre tanto, unas voces zumbaban a su espalda.

-En éste me tira la sisa.

-La señora está en un error -repetía Clara-. Los hombros le quedan perfectamente… A menos que la señora prefiera una polonesa en vez de un abrigo.

Denise se sobresaltó al notar una mano en el hombro: la señora Aurélie la interpelaba con tono severo.

-¡Muy bien! Ahora me la encuentro a usted mano sobre mano, mirando por la ventana. ¡Esto no puede seguir así!

-Si es que no me dejan vender, señora Aurélie.

-Otras cosas hay por hacer, señorita. Empiece por el principio… Recoja y doble las prendas.

Ya estaban manga por hombro los armarios, pues había habido que seguirles la corriente a las pocas clientes que habían pasado por el departamento. Y encima de las dos largas mesas de roble, a derecha e izquierda del salón, se apilaba un desbarajuste de abrigos, de polonesas, de tapados, de prendas de todas las tallas y formas. Denise, sin responder, empezó a seleccionarlas, doblándolas primorosamente para volver a colocarlas en los armarios. Tal era la tarea de poca monta que hacían las principiantes. No volvió a protestar, pues sabía que debía mostrarse pasiva y obediente y esperar a que la encargada tuviera a bien dejarla vender, como parecía haber sido su intención al principio. En esa ocupación seguía cuando apareció Mouret. Al pensar que iba a dirigirle la palabra, le dio un brinco el corazón, se ruborizó y sintió que volvía a invadirla aquel extraño miedo. Pero él no la vio; ni se acordaba ya de aquella pobre muchacha a la que había prestado apoyo cediendo a una fugitiva impresión de delicioso agrado.

-¡Señora Aurélie! -llamó con voz cortante.

Estaba algo pálido, pero con la mirada clara y resuelta empero. Al hacer la ronda por los departamentos, acababa de encontrárselos vacíos y, de pronto, la posibilidad de una derrota había empañado su tozuda fe en el éxito. Por supuesto que acababan de dar las once; sabía por experiencia que pocas veces había aglomeraciones antes de comer. Pero algunos indicios lo habían preocupado: en otras inauguraciones de ventas, había ya cierto movimiento desde por la mañana; y, además, ni siquiera veía mujeres vestidas de cualquier manera, esas clientes del barrio que bajaban a comprar como si fueran a casa de la vecina. Del mismo modo que les sucede a todos los grandes capitanes al entablar la batalla, se había apoderado de él un desfallecimiento supersticioso, pese a sus acostumbrados bríos de hombre de acción. Iba a ser un fracaso; estaba perdido; y no habría sido capaz de decir el porqué. Leía la derrota incluso en los rostros de las señoras con las que se cruzaba.

Y, precisamente, la mismísima señora Boutarel, que siempre acababa comprando algo, se iba, declarando:

-No, no tienen nada que me agrade… Ya veremos; me lo pensaré.

Mouret la siguió con la vista. Y, al acudir la señora Aurélie a su llamada, se la llevó aparte; cruzaron unas cuantas palabras rápidas. Ella hizo un ademán de desconsuelo; estaba claro que le contestaba que la venta no acababa de arrancar. Por un momento, se miraron cara a cara, mientras los atenazaba una de esas dudas que los generales ocultan a los soldados. Luego, él dijo en voz alta, muy campechano:

-Si necesita usted más personal, que venga alguna chica del taller… Siempre podrá echar una mano.

Y siguió con la ronda, desesperado. Llevaba toda la mañana eludiendo a Bourdoncle, cuyos desasosegados comentarios lo irritaban. Al salir de la lencería, donde las ventas iban aún peor, se topó con él y tuvo que soportar que enumerase una retahíla de temores. Y entonces lo mandó al demonio sin más miramientos, con esa brutalidad con que trataba incluso a sus subordinados inmediatos cuando estaba (le malas.

-¡Déjeme tranquilo! Todo va bien… Acabaré por poner de patitas en la calle a todos los timoratos.

Se quedó, solo y a pie firme, junto a la barandilla que daba al patio central. Desde allí, con los departamentos de la entreplanta a su alrededor y los de la planta baja a sus pies, dominaba los almacenes. Al verse en medio de un desierto, se quedó consternado: en los encajes, una señora de edad obligaba al dependiente a rebuscar en todas las cajas, pero no compraba nada; y, mientras, en la lencería, tres bribonas llevaban ya un buen rato escogiendo cuellos de noventa céntimos. Se fijó, a la luz que entraba a trechos desde la calle, en que abajo, en las galerías cubiertas, empezaba ya a haber más animación: un desfile lento, un paseo espaciado, con muchos claros, ante los mostradores repletos; en la mercería y en la calcetería se agolpaban mujeres de trapillo. Pero no había casi nadie en la ropa blanca ni en los géneros de lana. Los mozos, con sus fracs verdes, con anchos botones de cobre que relucían al sol, seguían de brazos caídos, esperando a la clientela. De tarde en tarde, pasaba un inspector de aspecto ceremonioso, muy estirado y con corbata blanca. Lo que más metía a Mouret el corazón en un puño era la mortecina paz del patio central: la luz caía desde arriba, desde una cristalera esmerilada que tamizaba la claridad y la convertía en un polvillo blanco, difuso, que flotaba quietamente y bajo el que parecía dormir el departamento de la seda, en medio de un estremecido silencio de capilla. No se oían más ruidos que los pasos de un dependiente, unos cuantos cuchicheos, el roce de alguna falda que cruzaba por allí, sonidos leves y como sofocados en la tibieza del calorífero. Y, no obstante, iban llegando carruajes: se oía cómo los caballos se detenían bruscamente, cómo se cerraban de golpe las portezuelas. Llegaba desde fuera un lejano guirigay; curiosos que se agolpaban ante los escaparates; coches de punto que paraban en la plaza de Gaillon, toda una muchedumbre en marcha que se iba acercando. Pero, al ver que los cajeros, desocupados, se arrellanaban en el asiento, detrás de la ventanilla; al comprobar que las mesas en donde se hacían los paquetes seguían desnudas, con sus cajas de bramantes y sus manos de papel azul, a Mouret, que se indignaba consigo mismo por tener aquel miedo, le parecía que su gigantesca máquina se le iba quedando quieta y fría bajo los pies.

-Fíjese, Favier -susurró Hutin-, fíjese en el patrón, allá arriba… No parece muy animado que digamos.

-¡Vaya unos almacenes de tres al cuarto! -respondió Favier-. ¡A quien se le diga que todavía no he vendido nada!

Ambos intercambiaban en voz baja frases breves, sin mirarse, mientras acechaban a las clientes. Los otros dependientes del departamento, con Robineau al mando, estaban apilando piezas de París-Paraíso; entre tanto, Bouthemont llevaba un buen rato hablando con una joven flaca y parecía estar concertando a media voz un pedido de importancia. Los rodeaban estanterías de elegante fragilidad en las que se amontonaban las piezas de seda, dobladas y envueltas en forma de alargados paquetes de papel crema, que se asemejaban a cuadernillos de inusitado tamaño. Y, por encima de los mostradores, abarrotándolos, las sedas de fantasía, los moarés, los rasos y los terciopelos parecían arriates de flores cortadas, toda una cosecha de tejidos delicados y de precio. Aquél era el departamento más suntuoso, un auténtico salón donde las mercancías, tan livianas, no eran sino una lujosa decoración.

-Necesito cien francos para el domingo -siguió diciendo Hutin-. Si no me saco una media de doce francos diarios, estoy perdido… Yo que había contado con esta venta.

-¡Caray! ¡Cien francos! ¡Pues no es poco! -dijo Favier-. Yo me conformo con cincuenta o sesenta… ¿Qué pasa? ¿Se pemite usted andar con mujeres de mundo?

-De ninguna manera, amigo mío. Una bobada que he hecho, figúrese, he apostado y he perdido… Así que les debo una invitación a cinco personas, dos hombres y tres mujeres… ¡Maldita sea! ¡A la primera que pase le coloco veinte metros de París-Paraíso!

Siguieron charlando un rato más; se contaron lo que habían hecho el día anterior y lo que pensaban hacer a la semana siguiente. Favier apostaba a las carreras; Hutin iba a remar y mantenía a artistas de café cantante. Pero a ambos los hostigaba la misma necesidad de dinero; sólo pensaban en el dinero; luchaban por el dinero de lunes a sábado y se gastaban todas las ganancias el domingo. Aquélla era la tiránica preocupación de la casa, un combate sin tregua e inmisericorde. Y Bouthemont, siempre tan hábil, acababa de acaparar a la enviada de la señora Sauveur, la mujer flaca con la que estaba hablando. Un negocio redondo, dos o tres docenas de piezas, porque la famosa modista siempre compraba mucho. ¡Y, hacía un momento, también Robineau había tenido el capricho de soplarle una cliente a Favier!

-¡Huy! A ése hay que darle su merecido -siguió diciendo Hutin, que se aprovechaba de los menores incidentes para soliviantar a la sección contra el hombre cuyo puesto ambicionaba-. ¿Es que hay derecho a que los encargados vendan?… Le doy mi palabra, querido amigo, de que si llego alguna vez a segundo encargado va usted a ver qué bien me porto con los demás.

Y con toda su complexión normanda, simpática y corpulenta, interpretaba enérgicamente el papel de hombre campechano. Favier no pudo contenerse y lo miró por el rabillo del ojo; pero no perdió su flema de hombre bilioso y se limitó a responder:

-Sí, va… Si por mí…

Luego, al ver que se acercaba una cliente, añadió, bajando más la voz:

-¡Ojo! ¡Esta que viene es toda suya!

Era una señora con el cutis manchado de venillas encarnadas; lucía un sombrero amarillo y un vestido rojo. Hutin intuyó en el acto que era de las que no compraban. Se agachó rápidamente tras el mostrador, como si se estuviera atando los cordones de un zapato; y, desde su escondite, cuchicheó:

-¡Ni hablar! ¡Que cargue otro con ella!… ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¡Y perder el turno!

Pero Robineau ya estaba llamándolo:

-¿A quién le toca, señores? ¿Al señor Hutin?… ¿Dónde está el señor Hutin?

Y, en vista de que éste no respondía, fue el dependiente que lo seguía en la lista el que atendió a la señora de las venillas encarnadas. Esta, efectivamente, sólo quería llevarse unas muestras y preguntar precios y tuvo al dependiente entretenido más de diez minutos, agobiándolo a preguntas. Pero el segundo encargado había visto cómo Hutin se incorporaba y asomaba detrás del mostrador y, cuando se presentó otra cliente, intervino con cara severa y detuvo al joven, que ya se abalanzaba hacia ella.

-Se le ha pasado el turno… Lo llamé y como estaba usted ahí detrás…

-Pero, señor Robineau, si no lo oí.

-¡Ya está bien!… Apúntese el último… Venga, señor Favier, le toca a usted.

Favier, al que, en el fondo, divertía mucho la aventura, le lanzó a su amigo una mirada de disculpa. Hutin había vuelto la cabeza, con los labios blancos. Lo que más rabioso lo ponía era que conocían muy bien a la cliente recién llegada, una rubia muy bonita que venía con frecuencia al departamento y a la que los dependientes llamaban: «la belleza», pues no sabían nada de ella, ni siquiera el apellido. Compraba mucho, mandaba que le llevasen los paquetes al coche y, luego, se esfumaba. Era alta y elegante; vestía con exquisito encanto; y parecía muy rica y de la mejor sociedad.

-¿Qué? ¿Qué tal su mujer de vida alegre? -preguntó Hutin a Favier al regresar éste de la caja, adonde había acompañado a la señora.

-No creo que sea una mujer de vida alegre -respondió éste-. Se la ve demasiado decente. Debe de estar casada con un corredor de bolsa o con un médico, en fin, qué sé yo, algo por el estilo.

-¡Quite, quite! ¡Menuda pelandusca!… Con los aires de distinción que ahora se gastan todas, ya no sabe uno con quién trata.

Favier miraba su talonario de ventas.

-¡Qué más da! -añadió-. Le he vendido ciento noventa y tres francos. Me tocan casi tres francos.

Hutin frunció los labios y se desahogó echando pestes de los talonarios: otro maldito invento. Y lo que estorbaban en el bolsillo. Había entre ambos hombres una lucha solapada. Favier solía hacer como si le cediese el sitio a Hutin, como si reconociera su superioridad, pero no por eso le ponía menos zancadillas por la espalda. Y a éste lo desesperaban aquellos tres francos que tan poco le había costado ganar a un dependiente que le parecía menos capaz que él. ¡Vaya día! Si no cambiaba la suerte, no ganaría ni para invitar a sifón a sus comensales. E, inmerso en aquella batalla cada vez más fragorosa, se paseaba por delante de los mostradores, con los dientes largos, ansiando la parte que le correspondía, envidioso hasta de su jefe, que estaba despidiéndose de la joven flaca, a la que repetía:

-¡Puede irse tranquila! Dígale que haré cuanto pueda para que el señor Mouret se avenga a tener esa consideración con ustedes.

Hacía mucho que Mouret no estaba ya en la entreplanta, de pie junto a la barandilla del patio. Volvió a aparecer, de pronto, en lo más alto de la escalera principal, que conducía a la planta baja; también desde allí dominaba por completo la tienda. Le había vuelto el color al rostro, la fe renacía en él y lo iba inundando, al ver las oleadas de gente que, poco a poco, iban invadiendo los almacenes. Al fin llegaba la esperada aglomeración, los empujones vespertinos de los que había llegado a dudar, por un momento, con febril desesperanza; todos los dependientes estaban en sus puestos, una última campanada acababa de indicar el final del tercer turno; aún tenía remedio la desastrosa mañana, debida sin duda al chaparrón que había caído a eso de las nueve; ahora, había vuelto el cielo azul de las primeras horas de la mañana, con su alegría victoriosa. Ya iba llegando gente a los departamentos de la entreplanta; tuvo que hacerse a un lado para dejar pasar a las señoras que, en grupos pequeños, subían a la lencería y a las confecciones; y, en tanto, detrás de él, corría el dinero a raudales en los chales y los encajes. Pero lo que más lo tranquilizaba era mirar las galerías de la planta baja: no cabía un alfiler en la mercería; la invasión llegaba hasta la ropa blanca y los géneros de lana; el desfile de clientes era cada vez más prieto y, ahora, casi todas llevaban sombrero, aunque todavía se viesen las cofias de algunas amas de casa rezagadas. En el patio de las sedas, bajo la rubia claridad, las señoras se quitaban los guantes para palpar despacio las piezas de París-Paraíso mientras charlaban a media voz. Ya le resultaban inconfundibles los ruidos que llegaban de la calle: rodar de coches de punto, portazos, creciente algarabía. Sentía cómo, bajo sus pies, se ponía en marcha la maquinaria, calentaba motores y volvía a la vida, desde las cajas donde tintineaba el oro, desde las mesas donde los mozos envolvían presurosos las mercancías, hasta, en lo más hondo del sótano, el servicio de envíos, que iban colmando los paquetes que bajaban, y cuyo subterráneo rugido hacía estremecerse toda la casa. El inspector Jouve se paseaba muy serio entre el barullo, al acecho de las mecheras.

-¡Hombre! ¡Tú por aquí! -dijo Mouret, de pronto, al reconocer a Paul De Vallagnosc, que venía acompañado de un mozo-. No, no, no me molestas… Lo que tienes que hacer es venir conmigo, si es que quieres verlo todo, porque hoy pienso pasarme el día en la brecha.

Seguía sin estar del todo tranquilo. Cierto era que la clientela iba afluyendo, pero ¿sería la venta tan triunfal como había esperado? Sin embargo, bromeaba con Paul; y lo llevó consigo, risueño.

-Parece que la cosa se va animando un poco -dijo Hutin a Favier-. Pero está visto que estoy de malas. ¡Le aseguro que hay días aciagos!… Acabo de dar otro resbalón: esa pelma no me ha comprado nada.

E indicaba con la barbilla a una señora que se iba, mirando con ojos asqueados todos los tejidos. Si seguía sin vender nada, no sería con sus mil francos de sueldo fijo con los que conseguiría medrar. Solía sacarse siete u ocho francos de porcentaje y de comisión que, sumados al sueldo, le proporcionaban alrededor de diez francos diarios por término medio. Favier sólo llegaba a ocho; y, de pronto, aquel torpe le quitaba el pan de la boca, porque acababa de despachar otro corte de vestido. Un muchacho tan frío, que nunca había sabido arrancar una sonrisa a una cliente… ¡Era para desesperarse!

-Parece que no les van mal las cosas a los calceteros y a los bobineros -susurró Favier, refiriéndose a los dependientes de la calcetería y la mercería.

Pero Hutin, que escudriñaba con la vista los almacenes, dijo de repente:

-¿Conoce a la señora Desforges, la amiguita del patrón?… Mire, la morena de allí, en los guantes, esa a quien le está probando guantes Mignot.

Calló y prosiguió, luego, más bajo, como si le hablase a Mignot, al que no quitaba ojo:

-Duro, muchacho, acaríciale bien los dedos. ¡Para lo que te va a servir! Bien sabemos qué clase de conquistas haces.

Existía entre el guantero y él una rivalidad de hombres bien parecidos que fingían, ambos, coquetear con las clientes. Por lo demás, ninguno de los dos habría podido jactarse de ningún éxito real; Mignot vivía de la leyenda de que la mujer de un comisario de policía se había enamorado de él, mientras que Hutin había conquistado de verdad, en su departamento, a una pasamanera harta de rodar por todos los hoteles de mala fama del barrio. Pero mentían y les agradaba que los demás creyesen que tenían aventuras misteriosas y que las condesas les daban citas entre compra y compra.

-Debería usted trasteársela -dijo Favier, poniendo cara de inocencia.

-¡No es una mala idea! -exclamó Hutin-. Si viene por aquí, me la camelo. ¡Necesito sacar cinco francos!

En los guantes, había una hilera de señoras sentadas ante el estrecho mostrador forrado de terciopelo verde con cantos de metal niquelado. Los dependientes les ponían delante, entre sonrisas, las delgadas cajas, rosa fuerte, tras sacarlas de debajo del mostrador, que parecía un fichero con cajones etiquetado. Mignot era el que más arrimaba a las clientes su cara de muñeco; el que imprimía inflexiones más tiernas a su acento gutural de parisino. Ya le había vendido a la señora Desforges doce pares de guantes de cabritilla, los guantes Paraíso, la especialidad de la casa. Le había pedido ella luego tres pares de guantes de piel de Suecia. Y ahora se estaba probando otros, de piel de Sajonia, para asegurarse de que eran de su talla.

-¡Le sientan perfectamente! -repetía Mignot-. La seis y tres cuartos sería demasiado grande para una mano como la de la señora.

Medio echado encima del mostrador, le tenía cogida la mano y le iba tomando los dedos, uno a uno, para calzarle despacio el guante con una prolongada caricia, repetida e insistente. Y la miraba como si hubiera esperado ver en su rostro el desfallecimiento de una voluptuosa satisfacción. Pero ella, apoyando el codo al filo del terciopelo, alzaba la muñeca y le brindaba los dedos con la misma expresión apacible con que brindaba el pie a su doncella para que le abrochase las botinas. No lo consideraba un hombre y le permitía que se tomase confianzas sin mirarlo siquiera, con el mismo talante familiar y desdeñoso con que trataba a sus criados.

-¿Le hago daño a la señora?

Le respondió que no con la cabeza. El olor de los guantes de piel de Sajonia, ese olor a fiera que parecía endulzar el almizcle, solía turbarla. A veces lo comentaba, en broma, y confesaba que le agradaba aquel aroma equívoco, donde había un toque de animal en celo caído en la caja de polvos de arroz de una cortesana. Pero, en aquel mostrador tan trivial, los guantes no le olían a nada, no creaban ningún ardiente vínculo sensual entre ella y el vulgar dependiente que cumplía con su cometido.

-¿Qué más desea la señora?

-Nada más, gracias… Tenga la bondad de llevarlo todo a la caja diez. A nombre de la señora Desforges, ya sabe.

Como cliente habitual de la casa, daba su nombre en una de las cajas y enviaba allí todas las compras, para que no tuviera que ir siguiéndola un dependiente. Cuando se hubo alejado, Mignot le hizo un guiño a su vecino, pues le habría gustado hacerle creer que acababan de suceder acontecimientos extraordinarios.

-¿Has visto? -susurró sin el menor reparo-. ¡Quien pudiera vestirla así de pies a cabeza!

Entre tanto, la señora Desforges seguía con sus compras. Giró a la izquierda y se detuvo en la ropa blanca para adquirir paños de cocina; luego, tras dar una vuelta por los almacenes, llegó a los géneros de lana, al fondo de la galería.

Como estaba satisfecha de su cocinera, quería regalarle un vestido. El departamento de lanas y géneros de punto estaba a rebosar, repleto de una muchedumbre compacta; allí era adonde acudían todas las pequeñas burguesas, que palpaban los tejidos y se quedaban absortas en silenciosos cálculos. La señora Desforges tuvo que sentarse un momento. En las casillas de las estanterías se apilaban gruesas piezas que los dependientes bajaban una a una, con un brusco impulso de los brazos. Ya empezaban a no saber por dónde se andaban entre aquella invasión que cubría los mostradores, sobre los que se mezclaban y se desplomaban las telas. Y aquella marea de colores neutros, de tonos apagados, característicos de las lanas, seguía subiendo: grises acerados, grises amarillentos, grises azulados, entre los que destacaban, acá y acullá, el abigarramiento de algunos tejidos escoceses, el fondo rojo sangre de alguna franela. Y las etiquetas blancas de las piezas eran como un vuelo ralo de copos blancos que salpicasen un pavimento oscuro en un mes de diciembre.

Detrás de una pila de popelines, Liénard bromeaba con una muchacha alta que llevaba la cabeza destocada, una operaria del barrio que su maestra había enviado a buscar un merino, para igualar con el que ya tenía. Aborrecía aquellos días de mucha venta, que le destrozaban los brazos, e intentaba escurrir el bulto. Le importaba un ardite vender poco, pues su padre lo mantenía con holgura, y se limitaba a hacer lo imprescindible para que no lo despidieran.

-¡No se vaya, señorita Fanny -estaba diciendo-. Lleva usted siempre tanta prisa… ¿Acertamos con la vicuña cruzada del otro día? Ya sabe que pienso ir a cobrarme la comisión a su casa.

Pero la operaria se marchó corriendo, entre risas, y Liénard se encontró cara a cara con la señora Desforges, a la que no le quedó más remedio que preguntar:

-¿Qué desea la señora?

La señora quería un corte de vestido barato, pero resistente. Liénard, pendiente de su única preocupación, que era no forzar los brazos, hizo lo posible para que eligiera una de las telas que estaban ya desplegadas encima del mostrador. Había allí casimires, sargas, vicuñas, y él le aseguraba que todos aquellos tejidos eran de estupenda calidad y daban un resultado excelente. Pero ninguno parecía agradar a la señora Desforges. Había divisado, en una casilla, una sarga cruzada tirando a azul. Él acabó por decidirse a bajarla; pero a ella le pareció demasiado áspera. Luego, miró un cheviot, tejidos diagonales, diferentes tonos de grises, todas las variedades de la lana, que quiso palpar por curiosidad, por el mero gusto de hacerlo, decidida en el fondo a comprar cualquier cosa. Y el joven tuvo, pues, que vaciar las casillas más altas; le crujían los huesos de los hombros, el mostrador estaba oculto bajo el sedoso grano del casimir y el popelín, bajo el áspero pelo de los cheviots, bajo la pelusa afelpada de la vicuña. Desfilaron todos los tejidos y todos los colores. E, incluso, aunque no tenía la menor intención de comprarlas, la señora Desforges pidió que le enseñase granadinas y gasas de Chambéry. Luego, ya cansada, dijo:

-Bien pensado, la que más me gusta es la primera de todas. Es para mi cocinera… Sí, la sarga de puntitos menudos, la de dos francos.

Y cuando Liénard, pálido a fuerza de contener la ira, la hubo medido, le dijo:

-Tenga la bondad de llevarla a la caja diez… A nombre de la señora Desforges.

Cuando ya se iba, reconoció, a su lado, a la señora Marty, que estaba con su hija Valentine, una jovencita de catorce años, flaca y descarada, que ya lanzaba a los artículos miradas culpables de mujer adulta.

_¡Qué sorpresa! ¡Es usted, querida amiga!

-Pues sí, amiga mía… ¿Ha visto? ¡Cuánta gente!

-¡Quite, por Dios! No me hable. Si es que se asfixia una. ¡Todo un éxito!… ¿Ha visto usted el salón oriental? -¡Espléndido! ¡Inaudito!

Y, entre codazos, entre los zarandeos de las oleadas de gente, cruzándose con las compradoras modestas que se abalanzaban sobre los géneros de lana baratos, se hicieron lenguas de la exposición de alfombras. Luego la señora Marty explicó que andaba buscando un corte de abrigo; pero no estaba decidida y había querido ver guatas de lana.

-Fíjate, mamá -susurró Valentine-; son muy vulgares.

-Vengan a la seda -dijo la señora Desforges-. Tenemos que ver esa dichosa París-Paraíso.

La señora Marty vaciló unos instantes. No quería gastar mucho. ¡Le había jurado muy en serio a su marido que sería sensata! Llevaba una hora comprando y ya la seguía todo un surtido de artículos: un manguito y unos encañonados para ella, unas medias para su hija. Al final, le dijo al dependiente, que le estaba enseñando la guata:

-No, no. Voy a la seda… No veo nada de lo que tenía pensado.

El dependiente cogió las compras y fue abriendo paso a las señoras.

También a la seda habían llegado los apretones. En donde más se agolpaba la muchedumbre era delante de la exposición que había instalado Hutin y a la que Mouret había dado unos cuantos toques maestros. Estaba al fondo del patio central: las telas parecían fluir alrededor de una de las delgadas columnas de hierro colado que sostenían la cristalera, como si cayese desde lo alto una capa hirviente de bullones, que se fuera ensanchando hasta rozar el entarimado. Primero, manaban rasos claros y sedas de tonos suaves: los rasos de la reina y los rasos renacimiento, con matices nacarados de agua de manantial; las sedas livianas, de transparencias cristalinas, verde Nilo, cielo indio, rosa de mayo, azul Danubio. Luego, venían, en olas cada vez mayores, los colores cálidos de los tejidos con más cuerpo, los rasos maravillosos, las sedas duquesa. Y en la parte baja, descansaban, como en el pilón de una fuente, las telas pesadas, las armaduras labradas, los damascos, los brocados, los perlés y los lamés de seda, en el centro de un hondo lecho de terciopelo, de todos los terciopelos: negros, blancos, de colores, estampados sobre fondo de seda o raso, cuyas movedizas manchas se ahondaban como un lago quieto en donde parecían danzar reflejos de cielos y paisajes. Las mujeres, pálidas de deseo, se agachaban como para mirarse en él. Todas se quedaban quietas ante aquella desenfrenada catarata, con el miedo sordo de naufragar en aquel lujo desbordado y con el irresistible deseo de arrojarse y perderse en él.

-¡Así que estabas aquí! -dijo la señora Desforges, al encontrarse con la señora Bourdelais, instalada ante un mostrador.

-¡Anda! ¿Qué tal? -respondió ésta, dándoles la mano a las otras señoras-. Sí, he entrado a echar un vistazo.

-¿Te has fijado? ¡Qué prodigio de exposición! Todo un sueño. ¿Y el salón oriental? ¿Has visto el salón oriental?

-Ya lo creo. Extraordinario.

Pero, aun compartiendo aquel entusiasmo que ya estaba claro que iba a ser la nota elegante del día, la señora Bourdelais conservaba su sangre fría de ama de casa con sentido práctico. Estaba examinando minuciosamente una pieza de París-Paraíso, pues sólo había venido para aprovechar la excepcional baratura de aquella seda en el caso de que le pareciera realmente ventajosa. Debió de parecerle bien, porque pidió veinticinco metros, de los que pensaba sacar un vestido para ella y un paletó para su hijita.

-¿Cómo? ¿Ya te vas? -siguió diciendo la señora Desforges-. Da una vuelta con nosotras.

-No, gracias, me están esperando en casa… No he querido meter a los niños en estas apreturas.

Y se fue, tras el dependiente que llevaba los veinticinco metros de seda y la condujo a la caja, en donde el joven Albert andaba de cabeza, en medio de todos los talones que lo tenían asediado. Cuando el dependiente pudo acercarse, tras haber anotado la venta a lápiz en su talonario, la anunció en voz alta para que el cajero la anotase en el libro de registro; éste la repitió y ensartó la hoja arrancada del talonario en una varilla de hierro que estaba al lado de la estampilla de los recibos.

-Ciento cuarenta francos -dijo Albert.

La señora Bourdelais pagó y dio su dirección, pues había venido a pie y no quería ir cargada. Detrás de la caja, Joseph había cogido ya la seda y la estaba envolviendo; echó el paquete en un cesto de ruedas que bajaron al servicio de envíos, que en aquellos momentos parecía querer desaguar todas las mercancías de los almacenes entre un fragor de esclusa.

Entre tanto, era tal el gentío en la seda que la señora Desforges y la señora Marty tardaron en encontrar un dependiente libre. Esperaron de pie, mezcladas con el tropel de señoras que miraban las telas, las palpaban, se quedaban allí las horas muertas, sin acabar de decidirse. Pero ya no cabía duda del éxito, sobre todo de la París-Paraíso, en torno a cuyas piezas iba creciendo uno de esos entusiasmos repentinamente febriles que lanzan una moda en un solo día. Todos los dependientes andaban atareados en medir aquella seda; por encima de los sombreros, se veía brillar el pálido destello de las piezas desplegadas, entre un continuo vaivén de dedos que corrían por los metros de roble, colgados de varillas de cobre; se oía el ruido de las tijeras al cortar la tela. Y todo ello sin pausa, a medida que desempaquetaban las piezas, como si faltasen brazos para contentar todas las manos ávidas y tendidas de las clientes.

-La verdad es que no está nada mal por cinco sesenta -dijo la señora Desforges, que había conseguido hacerse con una pieza, en el filo de una mesa.

La señora Marty y su hija Valentine estaban algo decepcionadas. Los periódicos habían hablado tanto de aquella seda que se la esperaban con más cuerpo y más brillo. Pero Bouthemont acababa de reconocer a la señora Desforges y, deseoso de quedar bien con una mujer tan guapa y que, a lo que decían, tenía dominado al dueño, se acercó a ella con su cortesía un tanto chabacana. ¿Cómo? ¿No la estaban atendiendo? ¡Era imperdonable! Pero tenía que disculparlos; porque andaban de cabeza. Y buscó sillas por entre las faldas que lo rodeaban, riéndose con aquella risa bonachona en la que se traslucía un gusto feroz y zafio por las mujeres y que no parecía desagradar a Henriette.

-¿Ha visto? -susurró Favier, al ir a coger una caja de terciopelo de una casilla que estaba detrás de Hutin-. Bouthemont le está trasteando a su individua.

Hutin no se acordaba ya de madame Desforges, pues lo había sacado de quicio una señora de edad que, tras haberlo entretenido un cuarto de hora, acababa de comprar un metro de raso negro para un corsé. Cuando la afluencia era mucha, ya no se respetaba el turno y los dependientes despachaban al azar. El aviso de Favier lo sobresaltó cuando estaba atendiendo a la señora Boutarel, que, tras haber pasado tres horas por la mañana en El Paraíso de las Damas, remataba el día en los almacenes. ¿Iban a robarle a la amiguita del patrón, a la que se había jurado sacarle cinco francos? Sería el colmo de la mala suerte, porque en todo el día no había conseguido ni tres francos. La culpa la tenían aquellas clientes de medio pelo que andaban rodando por allí.

En ese mismo instante, Bouthemont repetía, alzando la voz:

-¡A ver, señores, que venga alguien aquí!

Entonces Hutin remitió a la señora Boutarel a Robineau, que estaba desocupado:

-¡Mire, señora! Pregúntele al segundo encargado, que le sabrá contestar mejor que yo.

Se abalanzó hacia el dependiente del departamento de géneros de lana, que había acompañado a las señoras, y se hizo cargo de las compras de la señora Marty. Los nervios debían de estar embotándole aquel día el fino olfato. Solía saber, con sólo lanzarle una ojeada a una cliente, si iba a comprar algo, y en qué cantidad. Luego, se imponía a ella y la despachaba a toda prisa para pasar a otra, haciendo prevalecer su criterio y convenciéndola de que sabía mejor que ella qué tela le convenía.

-¿Qué tipo de seda quiere la señora? -preguntó con su tono más galante.

Antes de que la señora Desforges hubiera despegado los labios, ya estaba él diciendo:

-Ya veo. Tengo lo que busca.

Cuando desplegó la pieza de París-Paraíso en una esquina del mostrador, entre otras muchas sedas que allí se amontonaban, la señora Marty y su hija se acercaron. Hutin se sintió entonces algo preocupado al darse cuenta de que, en realidad, las compradoras eran ellas. Las señoras hablaban a media voz y la señora Desforges aconsejaba a su amiga.

-Desde luego -decía, en un murmullo-, una seda de cinco sesenta nunca será como una de quince francos, ni siquiera como una de diez.

-Parece un poco endeble -repetía la señora Marty-. Mucho me temo que no tenga bastante cuerpo para un abrigo.

Aquel comentario hizo que interviniera el dependiente, con la extremosa cortesía de un hombre que no puede equivocarse.

-Tenga en cuenta, señora, que la principal virtud de esta seda es la flexibilidad. No se arruga… Es precisamente lo que anda buscando la señora.

Las tres mujeres callaban, impresionadas por tal seguridad. Habían vuelto a coger la tela y la estaban examinando otra vez cuando notaron que alguien les daba un golpecito en el hombro. Era la señora Guibal, que llevaba una hora paseando con calma por los almacenes, disfrutando con la vista de las riquezas acumuladas sin comprar siquiera un metro de calicó. Y otra vez volvió a enzarzarse la charla.

-¡Cómo! ¿Usted por aquí?

-Pues sí, aquí me tienen. Un poco baqueteada, desde luego.

-¿Verdad que sí? Cuantísima gente; no se puede ni andar… ¿Qué le ha parecido el salón oriental?

-¡Una preciosidad!

-¡Dios mío! ¡Qué éxito!… No se vaya y subiremos juntas.

-No, muchas gracias, acabo de bajar.

Hutin esperaba, ocultando la impaciencia bajo aquella sonrisa que no se le iba de los labios. ¿Lo iban a tener mucho tiempo de plantón? Las mujeres, desde luego, no tenían consideración con nadie; era como si le estuvieran robando el dinero del bolsillo. Por fin se fue la señora Guibal, quien, con cara embelesada, prosiguió el sosegado paseo, recorriendo de cabo a rabo la gran exposición de sedas.

-Yo que usted compraría el abrigo hecho -dijo la señora Desforges, volviendo a referirse a la París-Paraíso-; le saldría más económico.

-La verdad es que con la guarnición y la hechura… -murmuró la señora Marty-. Y, además, hay dónde elegir.

Las tres se habían levantado ya. La señora Desforges, de pie ante Hutin, le dijo:

-Tenga usted la amabilidad de acompañarnos a la confección.

El dependiente se quedó de una pieza, pues no estaba acostumbrado a semejantes derrotas. ¡Cómo! La señora morena se iba sin comprar nada. Su olfato lo había engañado. Dejó de ocuparse de la señora Marty y le insistió a Henriette, probando en ella su poder de buen vendedor.

-Y usted, señora, ¿no desea ver nuestros rasos, nuestros terciopelos? Tenemos unas oportunidades extraordinarias.

-Otro día, gracias -respondió ella muy tranquila y sin mirarlo, como tampoco había mirado a Mignot.

A Hutin no le quedó más remedio que cargar con las compras de la señora Marty y acompañar a las señoras a la confección. Pero antes tuvo que soportar el padecimiento de ver que Robineau despachaba a la señora Boutarel bastantes metros de seda. Estaba claro que había perdido el olfato; no iba a sacarse ni cuatro perras. Tras los buenos modales y la amable corrección, se le iba agriando una rabia de hombre robado al que los demás privan de lo suyo.

-Vamos al primer piso, señoras -dijo, sin dejar de sonreír.

No era empresa fácil llegar hasta la escalera. Una compacta corriente de cabezas circulaba por las galerías y se ensanchaba en el centro del patio, como un río desbordado. Crecía aquella pugna de negociantes; los dependientes tenían a su merced a todas las mujeres y se las pasaban de mano en mano, rivalizando en velocidad. Había llegado la hora del gran tráfago vespertino, cuando la máquina, calentada al máximo, arrastraba consigo a las clientes y las hacía bailar a su aire, sacándoles el dinero a dentelladas. En el departamento de la seda, sobre todo, arreciaba la locura como un vendaval. La París-Paraíso atraía a una muchedumbre tal y tan tumultuosa que Hutin tardó unos minutos en poder dar un paso. Y Henriette, asfixiada, alzó los ojos y vio, en lo más alto de la escalera, a Mouret que regresaba a intervalos a aquel lugar, desde el que asistía a la victoria. Sonrió, con la esperanza de que bajase a rescatarla. Pero él ni siquiera la divisó entre el gentío. Le seguía enseñando la casa a Vallagnosc, con la cara radiante por el triunfo. Ahora, la trepidación de dentro ahogaba los ruidos de la calle. Ya no se oía ni el rodar de los coches de punto, ni los golpes de las portezuelas al cerrarse; por encima del gigantesco rumor de la venta, ya sólo quedaba la sensación de un París inmenso, tan inmenso que no dejaría nunca de proporcionarle compradoras. En el aire quieto, entre el olor de los tejidos, que caldeaba el bochorno del calorífero, no dejaba de crecer una algarabía en que se mezclaban todos los ruidos: el continuo roce de tantas pisadas; las mismas frases repetidas cien veces en torno a los mostradores; el oro que tintineaba contra el cobre de las cajas, que asediaba una barahúnda de monederos; el rodar de las cestas, cuyas cargas de paquetes caían sin tregua por la abierta boca del sótano. Y todo se confundía en la tenue nube de polvo; ahora era imposible distinguir un departamento de otro. Allá lejos, se difuminaba la mercería; más allá aún, en la ropa blanca, un esquinado rayo de sol que entraba por el escaparate de la calle Neuve-Saint-Augustin era como una flecha de oro sobre la nieve; más acá, en los guantes y los géneros de lana, una prieta aglomeración de sombreros y moños impedía que la vista se perdiera en la lontananza de los almacenes. Ya ni siquiera era posible divisar los atuendos; sólo asomaban los tocados, que abigarraban plumas y lazos; las manchas oscuras de algunos sombreros masculinos salpicaban el conjunto; y el cansancio y el calor prestaban transparencias de camelia al cutis pálido de las mujeres. Hutin acabó por conseguir, con vigorosos codazos, abrir paso a las señoras, que caminaban detrás de él. Pero cuando Henriette hubo subido la escalera, ya no encontró allí a Mouret, que acababa de perderse con Vallagnosc entre la muchedumbre para acabar de aturdir a su amigo y porque sentía una necesidad física de sumergirse en aquel baño de triunfo. Le resultaba deliciosa la sensación de no poder respirar y las apreturas, que no lo dejaban moverse, le parecían el prolongado abrazo de sus clientes.

-A la izquierda, señoras -dijo Hutin, muy atento, aunque se sentía cada vez más irritado.

En el primer piso, la aglomeración era la misma. Incluso el departamento de tapicería, que solía ser el más tranquilo, estaba invadido. En los chales, en las pieles y en la lencería no cabía un alfiler. Al cruzar las señoras por el departamento de encajes, tuvieron otro encuentro. Allí estaba la señora De Boves, con su hija Blanche, ambas absortas en la contemplación de los artículos que les estaba enseñando Deloche. Y Hutin tuvo que soportar otro plantón, con los paquetes en la mano.

-¿Qué tal?… Me estaba acordando de usted.

-Yo la he estado buscando. Pero es imposible encontrar a nadie con tantísima gente.

-Es algo espléndido, ¿verdad?

-Deslumbrador, querida amiga. Estamos rendidas.

-¿Y qué compran?

-¡Huy, nada! Sólo estamos mirando. Así nos sentamos y descansamos un poco.

Efectivamente, la señora De Boves no llevaba en el monedero más que el dinero para pagar el coche de vuelta y hacía que le sacasen todo tipo de encajes sólo por el gusto de verlos y tocarlos. Había adivinado que Deloche era un principiante, torpe y lento, que no se atrevía a resistirse a los caprichos de las señoras, y estaba abusando de su medrosa condescendencia; llevaba media hora fastidiándolo y pidiéndole sin cesar nuevos artículos. Cubría el mostrador una creciente marea de guipures, de encajes de Malinas, de Valenciennes y de Chantilly, en la que hundía las manos con los dedos trémulos de deseo; y, poco a poco, un gozo sensual iba arrebolando su rostro, mientras que Blanche, a su lado, presa de idéntica pasión, estaba muy pálida, con la cara hinchada y blanca.

Y seguían charlando. A Hutin, que esperaba, quieto y sometido a sus caprichos, le habría gustado abofetearlas.

-¡Anda! -dijo la señora Marty-. Está usted mirando corbatas y velos de sombrero como los míos.

Era cierto; los encajes de la señora Marty habían estado reconcomiendo a la señora De Boves desde el sábado anterior; y no había podido resistir la tentación de manosear, al menos, las mismas piezas, ya que la escasez en que la hacía vivir su marido no le permitía llevárselas a casa. Se ruborizó levemente y explicó que Blanche había querido ver las corbatas de blonda española. Luego, añadió:

-¿Van ustedes a la confección? Pues luego nos vemos. ¿Les parece bien en el salón oriental?

-Eso, en el salón oriental… Soberbio, ¿verdad?

Se despidieron con grandes aspavientos, entre una aglomeración de compradoras de puntillas y entredoses baratos. Deloche, que no quería quedarse mano sobre mano, siguió vaciando cajas ante la madre y la hija. Y el inspector Jouve se paseaba, muy calmoso, por entre los grupos que se apelotonaban ante los mostradores, luciendo su condecoración y velando por aquellas mercancías valiosas y delicadas, tan fáciles de esconder dentro de una manga. Al pasar por detrás de la señora De Boves, sorprendido al verla hundir los brazos en tal cúmulo de encajes, lanzó una rápida mirada a aquellas manos febriles.

-A la derecha, señoras -dijo Hutin, reanudando la marcha.

Estaba fuera de sí. ¿No les bastaba con haberle hecho perder una venta? ¡Ahora, además, le hacían perder el tiempo en todos los recodos de los almacenes! Intervenía en su irritación, en gran medida, el rencor que los departamentos de tejidos sentían por los de confección; reinaba entre ellos una continua pugna, se disputaban la clientela y se robaban los porcentajes y las comisiones. Los dependientes de la seda se indignaban aún más que los de los géneros de lana cuando tenían que llevar a la confección a una señora que se decidía por un abrigo hecho tras haber estado mirando tafetanes y fayas.

-¡Señorita Vadon! -dijo Hutin, con voz cada vez más molesta, al llegar junto al mostrador.

Pero ella pasó sin hacerle caso, ocupada en una venta que estaba rematando de cualquier manera. El salón estaba a rebosar; cruzaba por él una fila de gente, que entraba por la puerta de los encajes y salía por la de la lencería, que estaban una enfrente de otra. Y mientras, al fondo, unas clientes, que se habían quedado a cuerpo para probarse, se cimbreaban ante los espejos. La moqueta roja ahogaba el ruido de pisadas; el lejano bullicio de la planta baja llegaba amortiguado, y no se notaba ya sino el discreto murmullo y el caldeado ambiente de un salón, que aquella aglomeración de mujeres tornaba agobiante.

-¡Señorita Prunaire! -voceó Hutin.

Y como ésta tampoco se detuvo, añadió entre dientes, de forma que nadie pudiera oírlo:

-¡Hatajo de monas!

Él, desde luego, las aborrecía; allí estaba, con las piernas rendidas de haber subido la escalera, para traerles unas compradoras. Y lo enfurecía la ganancia que le estaban robando del bolsillo. Era una lucha sorda, en las que ellas se empecinaban con la misma avidez que él. El cansancio compartido de aquellos cuerpos derrengados, que no podían sentarse nunca, borraba las diferencias de sexo; y sólo quedaban ya, frente a frente, unos intereses rivales que la fiebre del negocio exacerbaba.

-¿Qué pasa? ¿No atiende nadie? -preguntó Hutin.

Pero entonces vio a Denise. La tenían doblando prendas desde por la mañana y sólo le habían dejado unas pocas ventas no muy prometedoras, de las que, por cierto, no había sacado nada en limpio. Cuando Hutin la reconoció, se apresuró a ir a buscarla hasta la mesa que ella estaba despejando de un enorme montón de ropa.

-¡Mire, señorita! ¡Atienda a estas señoras, que están esperando!

Y se apresuró a ponerle en los brazos las compras de la señora Marty, que ya estaba harto de llevar de un lado para otro. Recobraba la sonrisa, y había en ella la secreta perversidad de un dependiente avezado que se maliciaba el engorro que iba a causar a las clientes y a la joven. A ésta, en tanto, la embargaba la emoción de aquella venta inesperada que se le acababa de presentar. Por segunda vez veía a Hutin como a un amigo desconocido, fraternal y tierno, siempre agazapado en la sombra y dispuesto a salvarla. Le brillaron los ojos de gratitud y lo siguió largamente con la mirada mientras él se alejaba dando codazos para volver a su departamento lo antes posible.

-Querría un abrigo -dijo la señora Marty.

Entonces, Denise empezó a hacerle preguntas. ¿Qué clase de abrigo? Pero la cliente no lo sabía, no tenía ni la más remota idea, quería ver los modelos de la casa. Y la joven, que estaba ya muy cansada y a la que aturdía tanta gente, perdió la cabeza. La Casa Cornaille de Valognes no tenía mucha clientela. Y, además, aún no sabía cuántos modelos había y en qué lugar de los armarios estaban. Atendió, pues, a las dos amigas con dificultad y ya se estaban impacientando éstas cuando la señora Aurélie divisó a la señora Desforges, de cuyos amores debía de estar enterada, porque se apresuró a acercarse y preguntar:

-¿Están atendiendo a las señoras?

-Sí, esa señorita que anda revolviendo por allí -respondió Henriette-. Pero no parece muy al tanto, no encuentra nada.

En vista de lo cual, la encargada acabó de confundir a Den¡se al decirle a media voz:

-Ya ve usted que no está capacitada. Estése quieta, por favor. Y llamó:

-¡Señorita Vadon, un abrigo!

Permaneció junto a las señoras mientras Marguerite les enseñaba los modelos. Esta adoptaba con las clientes un tono de seca cortesía, un comportamiento antipático de joven vestida de seda, en continuo contacto con todas las minucias de la elegancia, contra la que sentía, incluso sin saberlo, celos y rencor. Cuando oyó decir a la señora Marty que no quería pasar de los doscientos francos, hizo un mohín despectivo. ¡Por descontado que la señora tenía que gastarse más; era imposible que la señora encontrase algo adecuado por doscientos francos! E iba echando encima del mostrador los abrigos corrientes, con un ademán que quería decir: «¡Pero fíjense qué cosa tan pobre!». La señora Marty no se atrevía a llevarle la contraria. Se inclinó para susurrarle al oído a la señora Desforges:

-¿A usted no le gusta más que la atienda un hombre? Está una más a sus anchas.

Al fin trajo Marguerite un abrigo de seda con adornos de azabache que trataba con mucho respeto. Y la señora Aurélie llamó a Denise.

-A ver si sirve usted para algo… Échese el abrigo por los hombros.

Denise, herida en lo más hondo, perdida la esperanza de llegar a algo en aquella casa, se había quedado quieta, con los brazos caídos. Seguramente la iban a despedir y los niños no tendrían para comer. El runrún de la muchedumbre le zumbaba en la cabeza; sentía que se tambaleaba; le dolían los músculos tras haber levantado en vilo brazadas de ropa; era aquélla una tarea de peón que nunca había hecho. No obstante tuvo que obedecer y dejar que Marguerite la vistiera con el abrigo como si fuera un maniquí.

-Póngase derecha-dijo la señora Aurélie.

Pero, casi en el acto, se olvidó de Denise. Mouret acababa de entrar, en compañía de Vallagnosc y de Bourdoncle. Saludó a las señoras, que le dieron la enhorabuena por aquella espléndida exhibición de novedades de invierno. Como no podía ser menos, todas ponían por las nubes el salón oriental. Vallagnosc, cuyo paseo por todos los departamentos acababa allí, se mostraba más sorprendido que admirado, pues, en fin de cuentas, pensaba con su indolencia habitual, todo aquello no era sino un montón de metros de tela reunidos. En cuanto a Bourdoncle, olvidando que era de la casa, le daba también la enhorabuena a su jefe, para que no se acordase de que, por la mañana, había andado con dudas y preocupaciones.

-Sí, sí, la cosa marcha bastante bien; estoy satisfecho -repetía Mouret, radiante, correspondiendo con una sonrisa a las tiernas miradas de Henriette-. Pero no quiero interrumpirlas, señoras.

Entonces, todas las miradas volvieron a clavarse en Denise, que dejaba que la mangonease Marguerite. Esta la obligaba a dar vueltas despacio.

-¿Qué le parece? -preguntó la señora Marty a la señora Desforges.

Y ésta zanjó, en su papel de árbitro supremo de la moda:

-No me disgusta; el corte es original… Pero me parece que la cintura no queda bien.

-Bueno -intervino la señora Aurélie-, es que habría que vérselo puesto a la señora. Ya se darán ustedes cuenta de que, en la señorita, que es muy poquita cosa, no luce como debiera… Vamos, señorita, enderécese y llévelo con más garbo.

Cundieron las sonrisas. Denise se había puesto muy pálida. Se avergonzaba al verse convertida en un objeto que todos miraban y del que se reían sin recato. La señora Desforges, cediendo a la antipatía que le inspiraba aquella joven tan distinta a ella y a la irritación que le producía su dulce rostro, añadió, con maldad:

-Es muy probable que el abrigo le sentase mejor a la señorita si no le estuviera tan ancho el vestido.

Y lanzó a Mouret la burlona ojeada de una parisina a la que divierte el ridículo atuendo de una provinciana. No se le escapó a éste la amorosa caricia de aquella mirada, el triunfo de la mujer dichosa de su belleza y de su arte. Y pensó que su gratitud de hombre muy querido lo obligaba a mofarse él también, pese a la benevolencia que sentía por Denise, ante cuyo secreto encanto no permanecía indiferente su talante de conquistador.

-Si al menos no llevase esos pelos -dijo a media voz.

Aquello fue el colmo. El director se dignaba bromear. Todas las señoritas soltaron el trapo. Marguerite dejó escapar un leve cloqueo de muchacha distinguida que se contiene; Clara había dejado plantada a una cliente para poder disfrutar a gusto; incluso se habían acercado algunas dependientes de la lencería, atraídas por el barullo. Las señoras se divertían con mayor discreción, poniendo cara de mujeres de mundo. El único rostro serio era el perfil imperial de la señora Aurélie, como si los hermosos e indomables cabellos y los delicados hombros de la principiante fuesen una deshonra para la buena marcha de su departamento. Denise había palidecido aún más, rodeada de toda aquella gente que se burlaba de ella. Se sentía violentada, desnuda, indefensa. ¿Qué pecado había cometido para que se metieran así con su complexión menuda y su moño excesivo? Pero lo que más la hacía sufrir era la risa de Mouret y la de la señora Desforges; el instinto la avisaba de la complicidad de ambos y un dolor desconocido hacía desfallecer su corazón. ¡Qué mala era aquella señora que se ensañaba así con una pobre chica que no se metía con nadie! Y Mouret, definitivamente, le inspiraba un temor que la dejaba helada y en el que naufragaban todos sus demás sentimientos, que no conseguía analizar. Entonces, en aquel abandono de paria en que se hallaba, vulnerada en sus más íntimos pudores femeninos y rebelada contra la injusticia, ahogó los sollozos que le subían a la garganta.

-¿Ha quedado claro? Que venga peinada mañana. Así no está presentable -le repetía a la señora Aurélie el terrible Bourdoncle, que, desde el primer momento había descartado a Denise, lleno de desprecio por aquel cuerpo menudo.

Al fin se acercó la encargada a la joven y le quitó el abrigo de los hombros, al tiempo que le decía en voz baja:

-¡Bonito comienzo, señorita! La verdad es que si lo que pretendía usted era demostrar de lo que es capaz… ¿Cómo se puede ser tan necia?

Denise se apresuró a regresar junto a las prendas amontonadas, por miedo de que le asomasen las lágrimas a los ojos, y las fue llevando a un mostrador, en donde las iba clasificando. Allí, al menos, estaba perdida entre la muchedumbre y el cansancio le impedía pensar. Pero se dio cuenta de que tenía al lado a la dependiente de la lencería que ya por la mañana había salido en su defensa. Acababa de presenciar toda la escena y le estaba susurrando al oído:

-No sea tan sensible, mujer. Disimule, porque si no le harán muchos más desaires… Yo, aquí donde me ve, soy de Chartres: Pauline Cagnard, hija de molineros… Bueno, pues los primeros días me habrían comido viva si no me hubiese puesto firme… ¡Vamos, ánimo! Déme la mano. Cuando usted quiera, ya charlaremos como dos buenas amigas.

Aquella mano tendida aumentó la turbación de Denise. La estrechó a escondidas y se apresuró a cargar con un pesado montón de paletós, temiendo volver a hacer algo mal y que la riñesen por tener una amiga.

Entre tanto, la señora Aurélie le había puesto el abrigo por los hombros a la señora Marty y todo el mundo se deshacía en alabanzas. ¡Ay, muy bien! ¡Precioso! ¡Es que hay que ver, en seguida parece otra cosa! La señora Desforges afirmó que era imposible encontrar prenda más acertada. Se intercambiaron adioses; y Mouret se despidió, en tanto que Vallagnosc, que había visto al pasar, en el departamento de encajes, a la señora De Boves y a su hija, se apresuraba a ofrecer el brazo a la madre. Ya estaba Marguerite en una de las cajas de la entreplanta, haciendo el cómputo de las compras de la señora Marty; ésta pagó y ordenó que le llevasen el paquete al coche. La señora Desforges tenía todos sus paquetes en la caja diez. Luego, las señoras volvieron a encontrarse en el salón oriental. Ya se iban, pero les entró un locuaz ataque de admiración. Incluso la señora Guibal se entusiasmaba.

-¡Ay, delicioso! ¡Si es que le parece a una que está en aquellas tierras!

-¿Verdad que sí? Un auténtico harén. ¡Y qué barato!

-Las alfombras de Esmirna… ¡Ay, las alfombras de Esmirna! ¡Qué colores, qué delicadeza!

-¿Y esa del Kurdistán? ¡Fíjense, un verdadero Delacroix!

La muchedumbre se iba aclarando poco a poco. Con una hora de intervalo, ya habían llamado sendos toques de campana a los dos primeros turnos de la cena, y estaban a punto de servir el tercero. En los departamentos, que se iban quedando gradualmente vacíos, sólo había ya algunas clientes rezagadas, a las que el frenético afán de gasto hacía olvidar la hora. De la calle sólo llegaba el rodar de los últimos coches de punto, interrumpiendo la pastosa voz de la ciudad, que era como el ronquido de un ogro ahíto, en plena digestión de los hilos, los paños, las sedas y los encajes con que lo habían estado atiborrando desde por la mañana. El interior de los almacenes, bajo el destello de las luces de gas, que lucían en la penumbra del crepúsculo y habían iluminado los estertores finales de la venta, parecía un campo de batalla en el que aún palpitaba la hecatombe de los tejidos. Los dependientes, rendidos de cansancio, acampaban entre el saqueo de las casillas y mostradores, que parecía haber asolado el furioso aliento de un huracán. Costaba trabajo caminar por las galerías de la planta baja, que una desbandada de sillas tenía taponadas; en los guantes, había que saltar por encima de una barricada de cajas de cartón, que tenían sitiado a Mignot; en los géneros de lana, era completamente imposible pasar. Liénard dormitaba ante un mar de piezas, cuyas pilas, aunque medio derrumbadas, aún se mantenían de pie y parecían ruinas de casas que arrastraba la corriente de un río desbordado; y, más allá, la ropa blanca cubría de nieve el suelo y quien anduviese por allí tropezaba con banquisas de toallas y hollaba los leves copos de los pañuelos. Idénticos destrozos se veían en los departamentos de la entreplanta: las pieles yacían en el entarimado; las prendas de confección se amontonaban como capotes de soldados fuera de combate; los encajes y la lencería, desdoblados, arrugados, caídos al azar, evocaban una multitud de mujeres que se hubieran desnudado con la desordenada prisa de un deseo apremiante. Y mientras, abajo, en las entrañas de la casa, el servicio de envíos, en plena actividad, seguía expulsando los paquetes que lo llenaban a rebosar y que se llevaban los carruajes, en un último tráfago de la recalentada máquina. El departamento de la seda era el que más habían saqueado las hordas de compradoras. Había quedado arrasado y se podía circular por él sin el menor impedimento. El patio estaba desnudo; las colosales remesas de París-Paraíso habían desaparecido, en mil pedazos, como si las hubiera barrido una nube de voraz langosta. Y, en medio de aquel vacío, Hutin y Favier hojeaban las matrices de sus talonarios y calculaban los correspondientes porcentajes, jadeantes aún tras la batalla. Favier había sacado quince francos; Hutin sólo había podido llegar a trece y despotricaba de su mala suerte. La pasión por las ganancias les encendía la mirada; y, a su alrededor, los almacenes al completo anotaban hileras de cifras y ardían con idéntica fiebre, invadidos por ese feroz júbilo de las noches que siguen a una hecatombe.

-¿Qué, Bourdoncle? -exclamó Mouret-. ¿Aún le dura el susto?

Había regresado a su lugar favorito, en lo alto de la escalera de la entreplanta, apoyado en la barandilla; y, al ver el desbarajuste de telas que tenía a los pies, reía victoriosamente. Tras los temores de la mañana, de aquel momento de imperdonable flaqueza que nadie había de saber nunca, sentía la imperiosa necesidad de un bullicioso triunfo: así que había ganado definitivamente la batalla; había aniquilado el pequeño comercio de la zona y conquistado al barón Hartmann, con sus millones y sus solares. Mientras miraba a los cajeros, que, inclinados sobre los libros de registro, sumaban las largas columnas de números, mientras escuchaba el leve tintinear del oro, que fluía de sus dedos hacia los platillos de cobre, veía ya cómo El Paraíso de las Damas crecía de forma desmedida, ampliaba el patio central, prolongaba las galerías hasta la calle de Le-Dix-Décembre.

-¿Se convence usted ahora de que los locales son demasiado pequeños? -añadió-. Podríamos haber vendido el doble.

Bourdoncle hacía profesión de humildad, satisfechísimo, por cierto, de haberse equivocado. Pero se pusieron serios ante el espectáculo que se avecinaba. Lhomme, el jefe de cajeros, acababa de centralizar las recaudaciones parciales de los demás. Tras sumarlas, sacaba la cifra total y ensartaba en la correspondiente varilla de acero la hoja en que la anotaba. Llevaba luego las ganancias del día a la caja central, en una cartera y en bolsas, a tenor del tipo de moneda. Aquel día, como predominaban el oro y la plata, subía la escalera despacio, cargado con tres enormes bolsas. Como le faltaba el brazo derecho y no tenía sino un muñón cuyo remate era el codo, las oprimía contra el pecho con el brazo izquierdo y sujetaba una con la barbilla para que no se le resbalase. Se oía desde lejos su fuerte jadear; e iba avanzando, agobiado por el peso, esponjado, rodeado del respeto de los dependientes.

-¿Cuánto, Lhomme? -preguntó Mouret.

-Noventa mil setecientos cuarenta y dos francos con diez céntimos.

Una risa de gozo alzó en vilo El Paraíso de las Damas. La cifra corría de boca en boca. Era la mayor de cuantas había alcanzado en un único día una tienda de novedades.

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