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La dama de la bicicleta (Novela) (página 2)


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-Estaba desprevenido, no contaba que picaría alguno de estos resabiados barbos, al parecer me topé aquella tarde con uno que estaba hambriento, llevo un sin fin de tardes intentando hacerme con alguno y nada, no he tenido suerte, hasta hoy que no estaba atento al maldito se le ha ocurrido darle un bocado a mi anzuelo, y torpe de mi, no supe qué hacer-, dije intentando excusarme.

Le conminé a que me ayudara a rescatar la caña perdida, – Oye, ayúdame a buscar la caña, veamos si todavía podemos hallarla enredada entre los juncos de algún remanso-.

Iniciamos la búsqueda riachuelo abajo, ni rastro de ella, en uno de los recodos mi compañero se agachó para intentar atrapar una rana que se había enredado en las algas de la orilla, su posición invitaba a darle un empujoncito para que visitara el líquido, no pude contener por más tiempo mi impulso primario y, con el pié le di un empellón que hizo que perdiera el equilibrio zambulléndose como un sapo en el riachuelo.

-Ja,ja,ja- , ahora reía yo con todas mis fuerzas.

En lugar de enojarse conmigo, me acompañó con las risas y siguió nadando unas brazas. Al salir, se tumbó a mi lado, puso los brazos en cruz y el compás de las piernas abierto, al igual que estaba yo. Justet era un muchacho franco y llano, como suelen ser los muchachos campesinos, era sobrino de los dueños de la casa en la que veraneábamos todos los años. Su tío Lluís Vivet le llamaba "el pinsá" ya que era sumamente delgado y alto con un aspecto que asemejaba al pajarillo del mismo nombre, se pasaba el día subiendo con una gran facilidad a los árboles para fisgonear en los nidos de las aves.

Tumbados allí a pleno sol olíamos el heno recién cortado que unos campesinos habían amontonado en una era muy cercana aguardando para ser trillado, el cielo estaba teñido de azul intenso y una ligera brisa empujaba algunos jirones de nubecillas que lentamente lo cruzaban de vez en cuanto con mil formas distintas. Justet me invitó a buscar similitudes en ellas, -¡¡ Mira aquella, parece la gran nariz de una bruja !!-, gritó.

-Aquella se diría que es un águila-, respondí.

Captó nuestra atención el limpio sonido del timbre de una bicicleta que rompía con la monotonía del canto de las cigarras y el silencio del lugar, ¡Clinc, Clinc!. Nos incorporamos al unísono apoyando los codos sobre el césped, el sonido nos pareció que procedía del viejo puentecillo románico, el sol incidía frontalmente restándonos una óptima visibilidad, pero pudimos distinguir al autor, era una muchacha de más o menos nuestra misma edad, que llevaba un sombrero de paja cuya ala le proyectaba la sombra suficiente para que desde nuestra posición no pudiéramos ver con detalle su rostro, vestía toda ella de blanco y, estaba de pie junto a un ciclo de dos ruedas que asía por el manillar.

Justet, levantó el brazo agitándolo con gesto de saludo mientras le decía -¡¡Hola!!-.

La muchacha giró la cabeza, tal como si el saludo la hubiese importunado, agitando una larga cabellera que le caía por su recta y escotada espalda, a continuación y sin más, montó en la bicicleta y se marchó de regreso en dirección al pueblo.

-¿Quién es ésta misteriosa damita de la bicicleta?- pregunté a mi amigo.

-Creo que es la niña de la Gran Casa Soladrigas. Desde hace años, viene todos los veranos como las golondrinas, pero casi nunca se la ve por el pueblo, es muy estirada y no tiene amigas, anda siempre con la cabeza alta y la nariz mirando al cielo, tiene un porte altivo y diría que hasta arrogante-, abundó mi compañero.

Las gentes del pueblo solían citar con cierta reverencia a la Gran Casa Soladrigas, una regia edificación anexa al núcleo urbano. Rodeaba el jardín un sólido muro de piedra de casi tres metros de altura que más bien parecía una muralla. El acceso principal estaba situado frente a la fachada noble de la casa y a la plaza del pueblo, era una edificación de dos plantas, se interrumpía el muro en una gran puerta de hierro forjado, con reja de doble hoja, que permitía ver una buena parte del cuidado jardín.

-¿Conoces la casa?- me preguntó Justet.

-En cierto modo si, acompañé un día a tu tío Lluís que les llevaba un saco de patatas de su cosecha y algunas verduras de la huerta. El servicio no nos dejó pasar de la

verja, aguardamos de pie casi quince minutos a que le trajeran el importe de la entrega, sin tan siquiera invitarnos a un vaso de agua, los sirvientes también son bastante estirados, diría yo-.

-No creas que todos lo son, la dueña, la señora Soladrigas, una vez al año, por Navidades, abre las puertas de la casa de par en par e invita entrar a todo el que lo desee y sea del pueblo para que coma turrón de las bandejas dispuestas en una larga mesa del salón y beba, si le apetece, una copita de cava. Le complace que la feliciten por el belén que todos los años le hace un pesebrista de Barcelona que viene a propósito para ello. Atiende personalmente a quien se atreva a entrar, saludando y deseándole cariñosamente las Felices Pascuas, en una ocasión fui con mis padres y hasta me dio la mano sonriendo, tiene una cara bondadosa y, a pesar de que se la ve muy poco por el pueblo, conoce los nombres y sobrenombre de la mayoría de nosotros-.

Una hora después, Helio con sus rayos nos había secado las ropas, de regreso debíamos pasar precisamente por las proximidades de la puerta de la Gran Casa, al llegar frente a ella, vimos a través de la reja de la puerta, la que probablemente sería la montura de "la dama de la bicicleta", como yo la había bautizado, estaba apoyada en una de las barandillas de la escalinata, pero nadie en el jardín daba señales de vida. Mi compañero y yo nos detuvimos unos instantes mirando la bella fachada de aquel señorial edificio. Era una impresionante construcción que quizás contaba con más de ciento cincuenta años de vida, el estilo arquitectónico era el propio de la zona, piedra de sillería trabajada con algunos toques de gótico incrustado, la cubierta era de tejas árabes esmaltadas en color verde intenso.

Súbitamente Justet tiró de uno de mis brazo gritando al mismo tiempo -¡¡ corre Guillermo, corre !!-.

Eché a correr por mimetismo, mientras corríamos le pregunté a mi compañero ¿cuál era el motivo de nuestra carrera?.

-He tirado de la cadena de la campanilla de la casa-.

-¿ Pero Justet, por qué lo has hecho ?, no somos ya niños para eso-, le dije.

-Para fastidiarles un poco-, dijo soltando una sonora risotada.

Casi sin darnos cuenta llegamos a la plaza principal de pueblo, teníamos la respiración algo entrecortada. Formando esquina con la calle Nueva estaba la iglesia del pueblo, famosa ésta por haber sido bautizado en ella a un sacerdote y escritor e insigne ciudadano nacido en el lugar, de profesión religioso, junto a ella el café del pueblo, conocido familiarmente por "El Casinet", y cuyo verdadero nombre era Cal Pascual y con anterioridad Cal Cisteller ya que padre e hijo se iniciaron en su día en el mundo empresarial haciendo cestos de mimbre. En el lado opuesto el colmado de alimentación del padre de Emili, uno de los componentes de la cuadrilla de muchachos a la que Justet y yo pertenecíamos, y casi en el centro de la misma, un monumento de piedra de unos cuatro metros de altura en conmemoración al insigne poeta y sacerdote, Jacinto Verdaguer.

Mi compañero se fue para su casa y yo me dirigí a la biblioteca municipal, cercana a la mía..

José Soto, el bibliotecario a su cuidado, llevaba al frente de ella casi desde su inauguración, ingresó poco tiempo después de finalizada nuestra guerra Civil, era persona querida y respetada por todos.

Contaría con algo más de cincuenta años, y aunque aparentaba algunos más, tenía un profundo conocimiento del contenido de la mayoría de los libros que se hallaban clasificados en los estantes, que a decir verdad no eran demasiados. Le pillé algo adormilado y sentado en la silla giratoria detrás de su mesa de trabajo, sobre ella tenía abierto un libro que probablemente estaría leyendo, se trataba de una obra teatral : "Don Gil de las calzas verdes", de Tirso de Molina. Se llevó un sobresalto cuando al entrar le di las buenas tardes.

Al verme, me recordaba de otros años. -Hola ¿de nuevo tu por aquí?-, me dijo con voz algo cansina.

-Si, como las cigüeñas que regresan todos los años al mismo nido, llevo ya un par de semanas en el pueblo. Don José ¿puede recomendarme algún libro interesante? tengo muchos ratos para poder llenarlos con la lectura, y ahora que se me acabó la pesca, con mayor motivo-.

-Aguarda un momento- dijo levantándose perezosamente.

Al poco rato regresó con unos ejemplares, se trataba de dos novelas, la primera que me alargó era una novela de caballería, seudo histórica, Ivanhoe, cuyo autor era el romántico escocés nacido en Edimburgo, Sir Walter Scott, precisamente, en el finalizado curso académico, la asignatura de literatura hacía una cita bastante dilatada de la vida y obras de éste abogado, autor de otras muchas más novelas de corte histórico, sin embargo con las que cosechó mayores éxitos y fama mundial fueron : "El canto del trovador" , "Ivanhoe", además de "Quintín Durward", estas dos últimas llevadas al cine con gran éxito.

-Léelo con atención, te adentrará en las historias de caballería de la Edad Media, conocerás el sentido del honor caballeresco de la época, cuya meta era defender al débil del opresor y el honor de las damas. Disfrútalo-, me dijo con cierta solemnidad.

Luego me entregó el segundo, algo más grueso que el primero, al mismo tiempo que me decía : – Éste otro es totalmente distinto al anterior, trata sobre la labor de los médicos y de los dramas humanos que se viven en los hospitales, el autor es un escritor belga llamado Maxence Van der Mersch, en muchos momentos su lectura te hará sufrir, pero eso también es bueno para el alma, es un libro sobre todo de alto contenido humano, se titula : "Cuerpos y Almas", no te lo pierdas y léelo muy despacio para asimilar bien su gran contenido vocacional, te abrirá el alma a la sensibilidad-.

El bibliotecario José Soto era un pozo de sabiduría, había nacido en una ciudad de Castilla la Vieja; Salamanca, y según me dijo en una ocasión, fue alumno de Miguel de Unamuno. Los avatares de la guerra civil lo trajeron al lugar que ahora ocupaba, con toda seguridad don José hubiese podido dar clases de literatura en más de un instituto, en cuanto me era posible me acercaba a charlar con él, siempre salía habiendo aprendido alguna cosa nueva, hablaba además un castellano muy puro y yo sentía gran interés en familiarizarme y expresarme correctamente con el universal y rico idioma de Cervantes, luego con los años, este aprendizaje me sería muy útil.

Agradecí aquel buen hombre sus consejos y, metiéndome ambos libros bajo el brazo me fui para casa.

En casa había mucho ajetreo, tal parecía que habían tocado a zafarrancho, mi madre y la dueña, a la que todos llamaban "La Padrina", se afanaban en la limpieza de la casa, entré en mal momento, me pillaron para que diera el pienso a los animales del corral, conejos y gallinas, y ordeñar las dos vacas.

-¡Maldita sea!-, mascullé por mis adentros, pero no tenía más remedio que colaborar, me habían pillado. Cogí un cubo de cinc que había a propósito para la ocasión y un pequeño y sobado taburete de madera de tres patas. No era la primera vez que ordeñaba a las dos vacas, el año anterior Lluís, el yerno de la Padrina, me había "ilustrado" en la materia.

Situé el taburete en el costado posterior derecho de uno de los rumiantes y me senté en él, coloqué el cubo justo debajo de las ubres cogí con ambas manos dos de ellas e inicié la acción de ordeñado, recibí dos latigazos consecutivos en mitad de la cara como saludo del vacuno, que me obligaron a detener el trabajo para poder conservar la integridad física, la vaca en su afán de ahuyentar las molestas moscas, sacudía con el rabo a diestro y siniestro alcanzándome en un par de ocasiones en una de las mejillas, fui a por algo con que pudiera atar aquel inquieto y duro flagelo, tuve suerte, colgado de un clavo en la pared del establo había un sobado cordel de algodón, que posiblemente ya hubiese sido utilizado en otras ocasiones para aquel mismo menester y até el rabo del animal a una de sus patas posteriores. Mi nariz se había habituado ya al olor acre que desprendía el estiércol, y ya casi ni lo notaba. Al terminar de ordeñar, me quedaron todavía arrestos para con una pala amontonar todo el estiércol depositado durante el día y luego echarlo al estercolero fuera del corral.

Subí a la primera planta para ducharme, tumbándome un poco en la cama para descansar pero pronto quedé adormilado.

Me despertó mi madre, -¡Guillermo a cenar!- gritó desde la cocina.

CAPÍTULO IIº

El "embalat"…..

A mis recién cumplidos diez y seis años, y aunque pueda parecer inmodestia, no podía tener queja de mi aspecto físico, tres años atrás había pegado un estirón y me planté en un metro y setenta y ocho centímetros, me quedé en lo que vienen en llamar ; un muchacho "espigado". Tenía el cabello negro azabache, como el de mi padre, sin embargo él lo tenía ondulado y yo liso, solía llevarle casi siempre cortado muy cortito, ojos verde aceituna, como los de mi abuelo paterno, y un simpático hoyuelo en la barbilla que me infundía al mismo tiempo carácter, el apéndice nasal anunciaba un ligero caballete, lo suficiente para que no pasara por una nariz helénica, ni tampoco hebrea, componían mis características principales, el resto estaba bien equilibrado gracias al gimnasio que acudía casi todos los días a la salida de las clases. Sencillamente me definiría con la perspectiva de ahora como de, simplemente; "interesante" para las damas.

Aquella mañana, no sé por que, me levanté con una gran dosis de euforia, producto quizás de la estación del año en combinación con las hormonas que giraban en mi joven cuerpo a gran velocidad, me enfundé los ajustados "tejanos" y una camiseta blanca de manga corta, que hacía resaltar todavía más el tostado de mi piel adquirido por la exposición al sol, me calcé las "wambas" Pirelli azules, y bajé a desayunar. Mi madre había ido a efectuar

algunas compras al colmado del padre de Emili, pero la Padrina estaba en la cocina montando guardia, en cuanto me vio se puso a preparar el desayuno.

La obsesión de aquella bondadosa mujer, era que yo comiera, afirmaba que estaba demasiado delgado, desnutrido, decía, me senté en el largo banco de roble junto a la larga mesa rectangular situada en el centro de la espaciosa estancia, más allá estaban los fogones de la cocina cuyo combustible era leña o carbón, en la pared opuesta se hallaba una enorme chimenea hogar con una especie de cadena que colgaba en su centro sosteniendo un gran caldero de cobre bruñido, que según me dijeron, en los fríos y largos inviernos, cuando las condiciones climatológicas impedían efectuar los trabajos del campo, la familia se reunía alrededor del hogar para mantenerse confortables, era el momento de conversar y hasta de hacer volar la fantasía con historias mayormente fantásticas, las gentes en los pueblos suelen ser muy supersticiosas y ancestrales.

La casa en la que pasábamos los veranos, era conocida como Ca la Manela al principio de la calle Nueva, como ya dije en algún momento, era propiedad de La Padrina, ésta vivía con su hija única, Mercé, casada felizmente con Lluís, todos ellos muy buena gente, excelentes sería la palabra, no suele ser habitual encontrar en nuestra andadura por la vida, a personas de aquella bondad y calidad humana, desde el primer día, me habían acogido como el hijo que nunca Dios les premió y, yo también les quería y respetaba en igual medida, aún ahora cincuenta y algunos años después sigo recordándoles con entrañable cariño y, siempre que puedo me escapo a visitar el pueblo de Folgueroles que tan gratos recuerdos me trae y me reconforta el alma, siendo un lugar donde "me siento bien".

Un par de grandes rebanadas del pan redondo, del llamado de "payés", tostadas y untadas con tomate maduro bien restregado sobre su superficie, y regadas de abundante dosis de aceite puro de oliva, soportaban una recién elaborada tortilla a la francesa, que hicieron las delicias de mi paladar y de mi famélico estómago. Me lo zampé en un santiamén, y a continuación cogiendo uno de los libros que había sacado el día anterior de la biblioteca, salí dispuesto a iniciar su lectura en mi lugar favorito.

Enfilé calle Nueva abajo, ésta venía a dar a la plaza Verdaguer, paré unos instantes en la puerta de Cal Pascual que desde el umbral ya olía a Ratafía, una bebida típica de la comarca elaborada con hierbas campestres y una reducida dosis de alcohol, para ver si alguno de la cuadrilla andaba por ahí. En verano habitualmente los muchachos de pueblo solían tener las mañanas ocupadas ayudando a sus padres en las labores del campo.

Un estruendoso ruido de motores rompió la paz reinante en el pueblo, llegaron varios camiones que se estacionaron en hilera cerca de una explanada a unos pocos metros de la plaza Mayor, casi en frente de la casa Villa Esperanza, también conocida por Can Dachs, unos quince individuos con vestimenta azul propia de mecánicos, descendieron de los mismos y se afanaron en iniciar la descarga de hierros, lonas, maderas, tablas, y un sin fin de variados objetos y cachivaches. Un anciano que estaba sentado protegiéndose del calor por la frondosa sombra que proyectaba una vieja morera y apoyando su barbilla sobre el arco de su bastón, observaba al igual que yo, el trajín que aquellos individuos se llevaban, al ver mi cara de sorpresa y curiosidad, se dirigió a mi diciéndome : -son los del "embalat", que vienen a montarlo-, casi no entendí lo que el hombre deseaba comunicarme, ya que por la falta de muchas de sus piezas bucales se le escapaba el aire a través de ellas y era difícil entender los vocablos.

No sabía a ciencia cierta qué era un "embalat", el estruendo y griterío que organizaron los instaladores hizo que salieran las gentes de sus casas y hasta algún campesino de los huertos más inmediatos a la población se acercó para ver qué ocurría.

Acertó a pasar por allí el cura de la parroquia, al que en ocasiones había ayudado en la misa ejerciendo de monaguillo, en el pueblo no habían demasiados muchachos dispuestos para este menester. Yo estudiaba bachillerato en un colegio religioso de Barcelona y, en turnos rotativos nos enseñaban a ayudar al sacerdote celebrante de la misa y a dar las respuestas del ritual en latín. Siempre que lo necesitaba, el mosén me mandaba llamar para que le ayudara en la misa dominical, a lo que yo me prestaba gustosamente.

-Buenos día mosén-, le saludé al pasar junto a mi mientras me doblaba para besarle en la mano, gesto que el siempre trataba de evitar, no permitiendo que así lo hiciera.

-Buenos nos los dé Dios, Guillermo-, correspondió éste.

-Dígame mosén, ¿qué es un embalat?- pregunté.

-Verás, es una gran carpa desmontable, cubierta con lona, parecida a las que se utilizan para los circos itinerantes-.

-¿Y para que van a utilizarle?- .

-Pues para el baile de la Fiesta Mayor del pueblo, y también para algunos juegos y distracciones para los más pequeños-. -Recuerda que la semana próxima se inician las fiestas patronales de pueblo-.

-Ah, pues no había caído en ello-. Le dije.

-Veo que llevas un libro, ¿vas a leer?-, dijo mientras lo cogía de debajo de mi brazo.

-Si, me gusta hacerlo si no tengo que otra cosa que hacer-.

-Has escogido un buen ejemplar de novela caballeresca, te gustará-, me dijo devolviéndolo. Se despidió con un gesto de la mano.

El mosén era un buen hombre, llano de trato, e hijo de campesinos de la comarca, tendría poco más de cincuenta y cinco años, era bajito y robusto, de cara redonda y afable, mejillas coloradas, el poco pelo que le quedaba en la cabeza era aún algo rubio con filtraciones

de blancos, ojos azules sumamente vivaces, lucía una prominente barriguita, motivo de las bromas que Lluís le solía dedicar, ambos eran amigos desde la infancia.

Seguí mi camino, a la salida del pueblo enfilé un senderito que subía suavemente a una pequeña colina que llevaba a un lugar en el que había un centenario y enorme roble, cuya redonda y espesa copa abarcaba casi quince metros de diámetro, un bello y robusto ejemplar de los que con poca frecuencia la naturaleza nos regala y que algunos pocos humanos respetamos. Era un lugar tranquilo y solitario, solo se oía el sonido del temblor de las hojas moverse impulsadas por la brisa, casi nadie solía pasar por allí ya que el sendero no conducía a ninguna otra parte.

Pasé por al lado de un buen tramo del muro de la parte trasera de la gran Casa Soladrigas , el roble en cuestión se hallaba a pocos metros de la trasera del caserón.

La densa sombra que el roble proyectaba invitaba a tumbarse debajo de ella, con la mano tuve aparté de suelo donde pretendía sentarme los frutos caídos del majestuoso árbol con el fin de evitar que se me clavaran en algunas de las partes menos nobles de mi cuerpo. Me tumbé cómodamente, reclinando la espalda en el tronco e inicié la lectura del libro, a la vez que gozaba de la ligera brisa que soplaba.

Llevaba algo más de una hora enfrascado en la lectura, cuando llamó mi atención el sonido de unas notas procedentes de un piano, levanté la cabeza y agucé el oído en la dirección que me parecía que podían proceder, parecía que provenían de la Gran Casa.

Mi sempiterno espíritu curioso, me llevó a trepar al formidable roble aprovechando una de sus gruesas ramas, que casi descansaba sobre el muro que rodeaba la casa, pude acercarme hasta casi tocar éste. A pesar de la espesura del follaje, podía ver con cierta facilidad la terraza posterior de la casa solariega, protegida ésta del sol por un amplio toldo de lona a rayas azules y blancas. En un lado de la misma, se hallaba un piano de color negro de los llamados verticales o de pared, en el que alguien estaba ejecutando ejercicios de agilidad digital interpretando escalas, estaba de pie junto a éste, una mujer que me daba su espalda, me pareció joven, permanecía junto a algún ejecutante pianista que no podía distinguir desde mi posición, parecía ser ésta una profesora, a poca distancia del piano se hallaban unas butaquitas de mimbre acompañadas de una mesita redonda, en una de ellas estaba sentada una señora de edad avanzada que me hizo pensar si sería la dueña de la casa.

La que yo imaginé como la profesora, se separó por un instante para beber de un vaso de agua que tenía sobre la cercana mesita. Ahora pude ver perfectamente quien estaba al piano, era nada menos que la misteriosa "dama de la bicicleta" como yo la había bautizado, ahora me permitía verla con más detalle que la ocasión anterior, mantenía la espalda sumamente recta como ya pude apreciar en el otro y fugaz encuentro del puente, la mantenía casi cubierta por una larga y brillante cabellera de color castaño claro, casi rubia, y por la posición que ocupaba se me ofrecía de perfil, me pareció que era una muchacha francamente bella y de porte sumamente distinguido.

Me quedé unos instante mirándola, al poco apareció por una de las cristaleras que daban a la terraza un muchacho grandote que probablemente tendría algo más de diez y ocho años, guardaba un cierto parecido con la muchacha, lo que me inclinó a pensar que podían ser hermanos.

Moví con sumo cuidado, algunas ramitas que me impedían ver con claridad una parte de la terraza, con tan mala fortuna que el muchacho me vio fisgoneando subido en el árbol.

Se acercó corriendo en dirección a donde yo me hallaba, lanzándome improperios como un energúmeno, al llegar cerca del muro cogió algunas piedras y las tiró en dirección a donde yo estaba, por fortuna mía su puntería no era demasiado certera y no llegó a darme, sin embargo con mi afán de ocultarme y huir del lugar, resbalé de la rama cayéndome y dando con mi cuerpo en el duro suelo, sentí un fuerte dolor en una de mis caderas que casi no me permitía levantarme, como pude hice acopio de todas mis fuerzas, me puse en pie, cogí el libro y cojeando marché para casa. Por el camino me encontré con Justet.

-Pero ¿qué te ha ocurrido Guillermo que cojeas de este modo?- me dijo preocupado.

-Luego te cuento– le dije. Mi buen amigo no dejó que me marchara solo, hizo que me apoyara en su hombro y me acompañó hasta casa. Para eso están los amigos, me dije.

Mi madre y la padrina al vernos entrar de aquella guisa, vinieron a auxiliarme muy azoradas.

-Hijo, ¿que te a ocurrido?, ven siéntate aquí-, me dijo acercándome una de las sillas de la cocina.

Les conté que me había caído de la rama de un árbol y que fui a dar al suelo con la cadera.

-Padrina, por favor, acérqueme el frasco verde del estante de abajo-, solicitó mi madre.

La Padrina le acercó. El contenido, según mi progenitora, era una pócima milagrosa que curaba todos los males. Mi madre era una mujer sumamente activa y decidida, con vivas inclinaciones terapéuticas, tenía un remedio para cualquier dolencia física y si mucho apurabas hasta psíquica. Yo bromeando la decía que aquel líquido era el bálsamo de Fierabrás, pócima pseudocurativa que aparece en algún pasaje del "Ingenioso Hidalgo Caballero Don Quijote de la Mancha".

Dado a que mi madre fue amamantada en su infancia por un ama de cría aragonesa, de Escatrón, por más señas, de todos es sabido la tozudez de los oriundos de aquellas tierras, algo se le pegó, no cejó en su empeño de sanarme, hizo que me bajara el pantalón y el calzoncillo de la parte afectada por el impacto, aplicando acto seguido una enérgica friega de aquel "milagroso" líquido que olía a rayos. No sabía que era peor, si el dolor o el olor de la pócima.

Subí a mi habitación acompañado del bueno de Justet, me tumbé sobre la cama y éste se sentó en el borde.

-Bien, Guillermo, cuéntame, cuéntame-, me acució éste muy intrigado.

Se lo conté todo, de la a hasta la zeta, con todo detalle.

-Qué bobo has sido, ¿quién te manda subir al árbol para fisgonear?-.

-Pues la verdad, no sé, cada vez que lo pienso no le hallo razón alguna justificable, posiblemente fuera un lapsus mental o un exceso de curiosidad-.

-¿No será que te gusta la muchachita?-, me lanzó acompañando una maliciosa sonrisa.

Creo que me ruboricé algo, yo era sumamente tímido en lo que a relacionarme con las féminas se refería, cuando estaba con ellas, me atropellaba con las palabras y no atinaba en la conversación que debía mantener.

-No, no creo, realmente no la he visto lo suficiente como para poder opinar si me gusta o no-, dije evasivamente frunciendo el ceño.

-Bueno me voy, ponte bueno pronto, tenemos el embalat en ciernes, bailaremos con las muchachas del pueblo y las que puedan venir de los aledaños-, decía esto mientras, iniciaba una imaginaria danza por la habitación como si llevara una pareja en volandas.

CAPÍTULO IIIº

La Fiesta Mayor…..

A las ocho de la mañana, un fuerte estallido despertó a todos los habitantes del lugar. Era el cohete que lanzado desde la casa Consistorial anunciaba el inicio de las fiestas patronales.

El día anterior, casi toda la muchachada del pueblo estuvo colaborando con los organizadores de los festejos ayudando a colgar los adornos de tiras de papelines de "flequillo" y de colores, que cruzaban la calle mayor de lado a lado en todo su recorrido hasta la plaza mayor, al finalizar, allá a las dos de la madrugada, invitaron a todos a tomar chocolate con churros recién hechos, generoso detalle que fue celebrado con alegría y buen humor.

Después de desayunar salí a la calle, lucía un sol esplendoroso y el cielo estaba pintado de un azul inmaculado. Las golondrinas volaban muy bajas obsequiándonos con sus grititos, afanándose en construir sus nidos de barro debajo de los alerones de los tejados, pasé por casa de Justet, entré hasta la cocina, estaba todavía sin asearse frente a un gran bol de leche con migas de pan fritas que flotaban en la superficie, al verme se apuró para acabar el desayuno.

-Aguarda un poquito Guillermo, acabo en un santiamén-, dijo dándose prisa en finalizar de desayunar y atusándose el flequillo que casi le cubría la visión ocular.

-¡Hola a todos y buenos días!-, saludó Emili con voz eufórica y en tono alto al entrar en la casa, -¿acaso no os habéis enterado de que hoy comienzan las fiestas del pueblo?. -¡Venga "pinsá" espabila!-, le dijo mientras le daba un cariñoso pescozón en el cogote a Justet. Emili era un muchacho bajito y bastante enclenque, sin embargo tenía un carácter tenaz y osado, se atrevía con todo, no se arredraba ante nada.

Sin asearse y tan siquiera peinarse, Justet apareció en un minuto donde le aguardábamos, iban llegando otros compañeros de la cuadrilla, todos juntos nos acercamos a la plaza mayor por que se habían anunciado algunas actividades lúdicas. En la puerta del ayuntamiento habían plantado los gigantones y algunos cabezudos aguardando la hora de que se les metiera debajo de los faldones alguien que les hiciera bailar al son del flautín o gralla y el tamboril.

En el embalat unos cuantos cómicos representaban un cuento infantil para los más menudos a los que también les habían pintado las caras, los peques armaban un barullo ensordecedor. Para más tarde se habían previsto baile de sardanas y de "bastons" en la plaza Mayor. Por la noche, después de cenar, sobre las diez, se estrenaba oficialmente el baile social en la gran carpa.

Nos apuntamos casi toda la pandilla a una romería que subía caminando hasta un montecillo cercano en cuya cúspide se hallaba una pequeña y milenaria ermita románica dedicada a la Virgen María.

Se podría decir que casi todo el pueblo participaba en la caminata. Durante el recorrido los más jóvenes cantábamos canciones y nos gastábamos bromas, así sin darnos cuenta, casi una hora después habíamos coronado la cúspide. Muchos de los romeros habían traído de sus casas cestos con bocadillos y fruta que repartieron buenamente con los que no habían atinado en hacer tal previsión.

Andaban de una mano a otra varias botas de cuero llenas de vino tinto de cosecha propia, Emili y Justet que estaban más familiarizados que yo en beberlo, las empinaron en varias ocasiones, hasta el punto que a Emili pronto le comenzó a hacer efecto lo ingerido, los síntomas eran cada vez más claros, a medida que bebía se iba volviendo más hablador y osado en sus expresiones y actitud, al fin Dionisos se adueñó de su voluntad y cayó profundamente dormido.

-Justet, cuida de Emili, creo que ha bebido demasiado y en cualquier momento puede organizar una buena-, le dije.

-No te preocupes por él, está habituado, en su casa le permiten beber vino con gaseosa en las comidas-, repuso éste.

Al fin Emili, por los efectos del alcohol ingerido y el fuerte calor reinante, se tumbó cuan largo era bajo la sombra de un alcornoque preso de un sopor que le dejó profundamente dormido por un buen rato.

Casi se me erizan los pelos al ver que en uno de los lados de la blanca ermita estaba sentado sobre una gruesa piedra, el energúmeno que intentó apedrearme unos días atrás y causante de mi caída del árbol, todavía tenía yo un moratón de recuerdo en mi costado como recordatorio del evento.

Llamé a Justet que había ido a por un par de manzanas del cesto de una de nuestras vecinas.

-¡ Ven, corre, acércate !- le apremié.

-¿Mira, le ves allí?- le dije algo azorado.

-¿Qué he de ver?- repuso.

-Si hombre, el grandullón que intentó apedrearme el otro día-.

-¿ El de la Casa Soladrigas ?-.

-Si, el mismo, está allá sentado sobre aquella piedra junto a la ermita-.

-No veo….-.

-Mira aquel que ahora se está levantando-, le dije señalando con el dedo índice.

-Ya veo, pues si que es grandote, llevabas razón, éste tío es mayor que nosotros-. -Pero no nos arrugaremos por su tamaño-, sentenció mi camarada.

-Aguarda, nada de peleas ni escándalos, por favor te lo pido eso es una fiesta popular-, le rogué.

-Bien, pero éste no se va de aquí tan tranquilo-.

Se levantó acercándose al resto de los camaradas que componían la cuadrilla, éstos estaban sentados en el suelo formando un círculo, contaban chistes y bromeaban, se agachó para cuchichearle algo a al oído a uno de ellos, éste afirmó con la cabeza varias veces sonriendo maliciosamente.

La agradable y suave brisa que soplaba en aquel cerro, mitigaba ligeramente la fuerte canícula reinante. Desde aquella elevación, se divisaba todo el vallecito en el que se hallaba nuestro pueblo y algunas aldeas cercanas. Más allá en la lejanía se veían con cierta nitidez, los farallones o "singles" de rocas basálticas, cual gigantes pétreos, centinelas permanentes del joven pantano de Sau y, del antiguo pueblo sumergido hoy bajo sus aguas que dio nombre a éste, del que solo una parte de su viejo y orgulloso campanario románico asoma por encima del nivel de las aguas que en su día le inundaron, cual náufrago que intenta mantener la cabeza fuera del agua para poder respirar, fue una barbaridad que la iglesia y el campanario, verdaderas obras de arte no hubiesen sido desmantelados y reconstruidos en el nuevo pueblo de Vilanova de Sau.

Mis pensamientos y recuerdos viajaron hasta aquel bucólico lugar. Recordaba que con mi padre y varios compañeros del Centro Excursionista al que pertenecíamos, en una de nuestras muchas travesías por las Guillerías, antaño tierras de míticos bandoleros, habíamos dormido en aquel pequeño pero bonito pueblo, precisamente en la misma casa en la que había vivido hacía muchos años, el bandido y salteador de caminos conocido por: "El Fadrí de Sau". Fueron también las tierras de las correrías de otro famoso y mítico bandido conocido por su alias : "Don, Juan de Serrallonga", cuyo verdadero nombre era: Joan Sala nacido en Viladrau en el siglo XVI, del que aun hoy, se cuentan mil y una historias, todas ellas adornadas de tintes románticos y la mayor parte de ellas absolutamente inciertas.

Grandes risotadas y gritos me regresaron a la realidad, todos los romeros convergían sus miradas en la misma dirección, el muchachote que yo había tachado de energúmeno, estaba de pie increpando a mis compañeros de cuadrilla que le rodeaban y del que se estaban riendo a carcajadas, me acerqué allí y pregunté a uno de los que estaban mirando el espectáculo -¿qué ocurre?-.

-Pues no se muy bien pero creo que le han puesto no se qué en la bebida-.

A continuación, el grandullón se puso a vomitar desaforadamente, casi se ahogaba, me apené por el, estaba pasando muy mal rato, me acerqué a él y le sujeté con la palma de mi mano la frente, ya que sus arcadas eran muy fuertes, se había doblado hacia adelante para no ensuciarse las ropas.

Me dio un manotazo y una especie de gruñido para que me apartara, luego se fue a toda prisa monte abajo hasta perderse de nuestro campo de visión.

Los muchachos siguieron riéndose a todo meter un buen rato, alguno hasta se había caído por el suelo de la risa, cogí de un brazo a Justet para preguntarle qué le habían hecho al sujeto, entre risas me contó que en un momento de distracción le substituyeron la botella de Cola que estaba bebiendo por otra a la que le habían añadido vinagre y un buen chorro de aceite.

Como el calor apretaba e invitaba a beber algo fresco, el muchacho sin apercibirse de la substitución, se echó al coleto un largo trago del brebaje, produciéndole tales náuseas que el instinto natural de su estómago le provocó el vómito para expulsar lo ingerido.

Algunos de los adultos presentes increparon a la cuadrilla, en especial el jardinero de la Gran Casa.

Alrededor de las dos de la tarde regresamos todos los romeros al pueblo. Por la tarde estaban previstas más actividades para los pequeñuelos en el embalat.

Al llegar a casa, me encontré con una preciosa y reluciente bicicleta apoyada en la entrada junto al antiguo pesebre en el que antaño comían los animales de tiro. Entré en la cocina y vi a mi padre sentado en la mecedora conversando con Lluís y su esposa Mercé, al verle tuve una gran alegría, él procuraba cuando le era posible venir todos los fines de semana para poder estar con nosotros, tomaba el tren hasta Vic y luego debía aguardar a que llegara un destartalado autobús que recogía a los pasajeros con destino a los pueblos de los alrededores.

Me abracé a el y le pregunté: -¿De quién es la bicicleta que hay junto al pesebre?-.

-Tuya hijo, la compré para ti-.

-¡¡¡ Bien !!!-, dije saltando sin poder contener mi alegría, al tiempo que le propinaba un fuerte achuchón a mi progenitor.

La verdad es que la bicicleta había sido de un hermano de mi madre y desde que la compró casi no la había utilizado, a mi padre se le ocurrió preguntarle si se la vendería, el asintió, fijaron un precio que convino a ambos y aquí estaba la bicicleta, no la estrenaba yo pero a mi no me importaba lo más mínimo.

No cabía de gozo en mi piel, salí corriendo de estampida a por ella y, con ella a la calle, no había tenido nunca la oportunidad de aprender a montar en bici, por aquellos tiempos no era fácil disponer de una, pero la llevé rodando a mi lado sujetándola por el manillar hasta la casa de Justet.

Entré con la bici en casa de mi amigo hasta el mismísimo comedor, acababan de sentarse alrededor de la mesa para almorzar, había la confianza suficiente para permitirme ésta licencia.

-Guillermo, ¿es tuya esta bicicleta?-, me dijo mi compañero mientras se levantaba de su asiento y se acercaba despacio admirándola como si de un objeto sagrado se tratara.

-Si, es un regalo de mi padre, la ha traído en el tren. ¿Sabes montar en bici?- pregunté.

-O si, luego por la tarde nos iremos a la era y allí te enseñaré, es muy fácil-.

-Bien, gracias, nos vemos después, ven a por mi, hasta luego. Pídeles excusas a tus padres por haber interrumpido tan precipitadamente vuestro almuerzo-, le dije ya en la puerta.

Intenté regresar a casa pedaleando pero no aguantaba el equilibrio, desistí y terminé la andadura a pie.

Después de almorzar, subí a mi habitación a tumbarme y leer un poco, esperaba que me llamara Justet para ir a la era que estaba frente al ayuntamiento para que me enseñara a montar. Abrí el libro por la página en que le había dejado la última vez, dejé el punto puesto en el momento que comenzaba el torneo entre el caballero Ivanhoe y un rival normando afín al Rey Juan, por el amor a la judía Rebeca, poco después me dormí.

Clinc, Clinc, me despertó el sonido de un timbre de bicicleta, todavía algo adormilado pensé que podía proceder de la bicicleta de la "damita misteriosa", me sentí algo turbado, me devolvió a la realidad la voz de mi amigo que era quien lo había hecho sonar.

De un salto me levanté y salí a la calle, Justet se había marchado con la bici a la era próxima a casa, donde me aguardaba, sonriente y alegre y con el flequillo del pelo cubriéndole la frente.

Perdí el equilibrio y me caí en más de cinco ocasiones, pero la paciencia del "maestro" y mi tenacidad, tuvo su premio, una hora después salía pedaleando por mi mismo y sin ayuda. Sentí en aquellos momentos como si fuera más independiente y más libre. Lo que pueden llegar hacer un par de delgadas ruedas y un manillar.

Me alejé del pueblo por la carretera asfaltada hasta perderle de vista, a medida que seguía pedaleando, me sentía más seguro sobre la montura, el aire me llenaba la camisa hinchándola como si fuera un globo, casi una hora después me acordé que me había alejado demasiado y que quizás estuvieran intranquilos por mi ausencia, me detuve en una fuentecilla que estaba junto a la cuneta bajo una sombra de un grueso nogal, me eché unos puñados de agua fresca en la cara y el cogote para paliar algo el sudor, luego me senté, todavía algo sudoroso en una especie de banco de piedra. Al bajar de la bicicleta mis piernas temblaban un poco, probablemente debido al esfuerzo sostenido por el pedaleo al que todavía no estaba habituado.

Un buen rato después pasó un automóvil por allí, me saludaron con un bocinazo al que correspondí, por una de las ventanillas abiertas unos críos asomaban sus cabezas para curiosear el exterior experimentando la presión del aire que les azotaba sus caras.

Subí de nuevo a la bicicleta para regresar al pueblo, apuré algo más la velocidad, no tenía reloj pero intuí que habían pasado ya casi dos horas desde que salí. Un rato después comencé a divisar a mi izquierda la iglesia del pueblo, la carretera en aquel tramo iniciaba un descenso algo pronunciado por lo que el vehículo fue tomando velocidad hasta el punto de que el aire que me daba en la cara me hacía llorar los ojos, la velocidad que fui alcanzando era cada vez mayor, comencé a accionar los frenos y reduje en parte ésta, comprendí que todavía no dominaba suficiente el ciclo y debía ser más cauto y prudente en su manejo, o podría pagar cara mi temeridad.

Entré en el pueblo ufano y orgulloso montado en mi bici, cual triunfal César y sus legiones entrando en Roma por la vía Augusta después de haber vencido en las cruentas guerras de las Galias.

En casa todos andaban atareados arreglándose para ir al baile del embalat.

-Guillermo ¿dónde te habías metido?, has estado casi tres horas sin que supiéramos de ti?- me dijo mi madre con semblante serio y preocupado.

-Mamá, he ido pedaleando por la carretera que va Sau y he perdido la noción del tiempo-.

-Hijo, cuando te vayas del pueblo con la bicicleta te rogaré que nos lo adviertas a alguno de nosotros-, añadió mi padre.

Os prometo que no volverá a ocurrir-, andaba yo tan contento con mi montura que estaba dispuesto a conceder todo lo que me pidieran.

La Padrina, ya había puesto mi cena sobre la mesa de la cocina. -Venga Guillermo, cena alguna cosa, o no tendrás fuerzas para bailar-, me dijo.

-Pero Padrina, si no se bailar-, me excusé.

-¿Cómo es posible que un muchacho espigado y de ciudad como tú, no sepa todavía bailar?-, dijo con cara de asombro y poniendo los brazos en jarras.

-Pues no, no sé y ni me importa, no tengo intención de bailar en toda la noche-, le respondí algo azorado.

-Verás como si, con lo buen mozo que eres las muchachas se te van a disputar para sacarte a bailar -, añadió ésta.

Me sentó a rayos que me dijera eso, no había caído que quizás pudiera encontrarme en una situación parecida, o que mis amigos me obligaran a bailar con alguna de las muchachas del pueblo. Solo de pensarlo me ruboricé.

Subí a mi habitación, me lavé la cara y las manos en la jofaina de porcelana que tenía sobre la consola y me puse una camisa blanca recién planchada, unos tejanos recién lavados y para aquella ocasión zapatos mocasines. Mi madre desde abajo me gritó : -Guillermo llévate un sueter, por la noche puede que refresque-

Cogí uno de lana fina que tenía y lo até a la cintura, a continuación baje a la cocina, estaban todos ya arregladitos, se habían puesto las mejores galas, apenas

pude contener la risa, no les había visto nunca a todos juntos tan endomingados. Lluís y mi padre con traje y corbata, en especial Lluís por no estar habituado en llevarla, parecía un horcado, tenía el cuello de la camisa con una de sus puntas alzándose por encima de la solapa de su chaqueta y la corbata algo torcida a un lado.

Marcé, su esposa, se había puesto su mejor vestido, el de las fiestas, un estampado de hojitas a tonos marrones que bien parecía un paisaje otoñal, en las mejillas se había dado "colorete" en abundancia, y en los labios rojo carmín, lo que le daba la apariencia de una de aquellas muñecas que las llamaban Peponas o el personaje de dibujos animados: Betty Boo. Guardé silencio, pensé que ellos se sentían bien y no les iba aguar las fiestas que aguardaban todo el año para celebrarlas, era la única diversión de aquellas sencillas gentes.

Salimos de casa los seis, la Padrina me cogió del brazo mientras me decía : -Desde que falleció mi Narcís, no me había llevado del brazo tan buen mozo-.

Por el camino Lluís y mi padre, comenzaron a bromear conmigo por lo del baile, yo no sabía que decir, estaba algo avergonzado, casi quería desistir de ir al embalat, pero la Padrina como si leyera mis pensamientos, se giró para decirles : – ¡Dejad en paz al muchacho, bailará conmigo!-.

La calle Nueva lucía preciosa, adornada con las tiras de guirnaldas de papel que la brisa agitaba trémulamente, junto a los farolillos esféricos de papel llamados "chinos" de mil colores, bajamos hasta llegar a la gran carpa, por el camino se fueron uniendo a nuestra comitiva algunos de los vecinos.

Allí estaba, inundada de luz, la orquesta estaba compuesta por siete músicos que afinaban sus instrumentos, me quedé en el umbral de una de las entradas mientras mis padres y el resto tomaban sitio en uno de los palcos situados alrededor de la pista de baile. Me dieron un empellón por la espalda, acompañado de algunas risotadas, era la cuadrilla con Emili a la cabeza.

Fuimos toda la muchachada a ocupar otro de los palcos, el más cercano a la orquesta, ésta inició su actuación con un conocido pasodoble, creo que se titulaba "España Cañí", la gente de más edad, entre ellos mis padres, se animó de inmediato y se lanzaron a la pista, se diría que estaban ansiosos de ello, me quedé observando como efectuaban los pasos de baile intentando aprender, en mi fuero interno la música y el baile me gustaban, pero nunca había tenido oportunidad ni interés en ello. Mis compañeros pronto estuvieron en la pista bailando con muchachas del pueblo, a decir verdad si yo debía aprender a bailar como ellos lo hacían, prefería no hacerlo. Los sincopados pasos siguiendo la música, más bien parecía que pateaban terrones en la huerta que bailando.

Me marché a tomar un refresco de naranja al cercano Casinet, mientras mis compañeros "hacían el oso", al regresar, vi a la "misteriosa dama de la bicicleta" acompañada de aquel muchachote que también se dirigían al mismo lugar al que yo iba. Sentí un vuelco en el corazón, no se porque pero me sentía algo turbado con su sola presencia. Ambos entraron en el embalat, di un rodeo y entré por la puerta del lado opuesto.

Con la abundante iluminación del interior, pude ver con toda claridad a ambos, el muchacho llevaba al igual que yo unos tejanos y una camisa algo floreada con faldones por fuera. La "misteriosa dama de la bicicleta", llevaba un vestido algo escotado de color azul celeste de finos tirantes y, el cuerpo del mismo ajustado resaltándole discretamente el busto, la falda tenía bastante vuelo y le quedaba como si flotara al aire. Reconozco que me impactó profundamente su imagen, tal era el magnetismo que me infundía que no podía quitarle ojo de encima, era realmente bella, a mi entender, casi una diosa, como siempre, se mantenía algo estirada, llevaba su larga cabellera recogida detrás de unas pequeñas y bien formadas orejas con dos lacitos del mismo color que el de su vestido, todos sus movimientos respiraban armonía, elegancia, y a la vez firmeza, y muy especialmente seguridad en si misma.

La orquesta finalizó de tocar el pasodoble e hizo unos instantes de descanso, la pareja aprovechó el momento para ir a ocupar un palco en el que habían dos personas de cierta edad, luego alguien me dijo que el hombre era Ton, el jardinero de la Gran Casa, y su esposa Eulalia, éstos se levantaron un instante a modo de respetuoso saludo. Yo seguía mirando a la muchacha, por la proximidad confieso que había quedado prendado por su belleza y porte, jamás había tenido la ocasión de ver y conocer una muchacha que tan siquiera pudiera igualarla. Pensé si no sería demasiada osadía por mi parte fijarme en una muchacha como aquella.

Vencí mi impertérrita timidez y tuve el atrevimiento de acercarme e instalarme en una de las sillas del palco inmediato al que ellos ocuparon, apenas nos separaban un par de metros, desde allí me llegaba el olor del perfume que ella desprendía. En una ocasión giró la cabeza en sentido donde yo me hallaba, se quedó mirándome unos instantes con sus grandes ojos color miel, el corazón me dio un tremendo vuelco y toda la sangre de mi cuerpo se acumuló repentinamente en las mejillas enrojeciéndolas como si fueran un semáforo, estoy seguro que ella captó mi azoramiento y sonrojo, aguantó unos instantes la mirada y creí adivinar que esbozaba una ligera sonrisa, o eso me pareció. Casi doy un salto para salir corriendo de allí, no sabía que hacer ni donde mirar, pero no podía apartar la mirada de aquellos ojos que parecían estar leyendo en mi interior.

Opté por seguir firme en el lugar, una voz femenina me sacó de mi azorada abstracción, una de las hermanas de Emili, Maite, vino a pedirme para bailar, me tiró decidida del brazo para llevarme en dirección a la pista de baile, yo estaba algo timorato y desconcertado, no me atreví a negarme, no sabía cómo situarme ni nada, ella tomó la iniciativa y me arrastró hasta el centro de la pista.

-No sabes bailar ¿verdad?-, me dijo con toda naturalidad y sin un atisbo de reproche en su pregunta.

-¿Es necesario confesarlo?-, contesté todavía con las mejillas como pimientos.

-No necesariamente-, Maite se sonrió, era muy simpática y locuaz, me explicó : -Debes hacer tres pasos en la misma dirección juntando a cada uno de ellos los pies, verás , un, dos, tres, gira, otra vez, un, dos, tres…., y así sucesivamente, mantén tu cuerpo algo rígido, estirado diría, pásame el brazo derecho por detrás de la cintura y con la mano del izquierdo agarra la de mi derecho y mantenlo a la altura de tu hombro ligeramente doblado, formando casi un ángulo recto. Seguimos bailando tres piezas más, Maite era una delicia de muchacha, la conocía poco, solo de saludarla por que era hermana de mi amigo Emilio, pero me sentía muy a gusto con ella, hablábamos como si nos conociéramos de toda la vida, no sentía con ella el rubor y la timidez que experimentaba con las demás chicas. Era menudita y muy rubia, tenía la cara llena de pecas doraditas que con su nariz algo respingona la daban un aire simpático y aniñado, tenía dos mese más que yo, sobrepasaba ya los diez y siete, estudiaba también bachillerato en el instituto de Vic, y era la única muchacha del pueblo que estudiaba por encima de la enseñanza básica.

-¿Qué piensas estudiar cuando acabes el bachiller?-, la pregunté por decir algo.

-Quiero ser enfermera de quirófano, ¿y tu?.

-Qué coincidencia, en más de una ocasión he pensado en ser cirujano-.

-Tu médico y yo enfermera, casi podríamos poner una clínica, jajaja-, dijo acompañando una cantarina carcajada.

-Solo que nos faltarán pacientes, aquí en éste pueblo todo el mundo se le ve muy sano, jajaja..- añadí riéndome con ganas.

En un descanso miré al palco de la dama de la bicicleta, pero ya no estaba, tampoco al que creí que sería su hermano. Me encogí de hombros y fui con Maite y algunos más a tomar unos refrescos fuera de la carpa, con el ejercicio y los focos prendidos, el calor era insostenible. Nos acercamos al Casinet todos juntos, al entrar vi a la "dama de la bicicleta" y su gigantesco acompañante de pie junto a la barra, éste al vernos entrar cambió la cara, se le endureció el gesto y vino en dirección nuestra, al primero que pilló fue al pobre Emili, lo cogió por la camisa zarandeándole e insultándole. Levantó el brazo con intención de pegarle, yo era el que estaba más cerca de los dos, le cogí con firmeza por la muñeca justo en el momento que iba a descargar el golpe, me quedé mirándole fijamente a los ojos, él también a mi, era como si con la mirada estuviéramos midiéndonos las fuerzas y deseáramos fulminarnos.

Mantuvimos esta posición unos segundos, que me parecieron una eternidad. Al fin mi opositor dejó de ejercer presión y yo también, bajamos ambos los brazos y seguimos mirándonos fijamente a los ojos todavía por unos instantes. El gigantón se dio media vuelta y cogiendo a su acompañante de la mano, se marchó diciendo ; -Vamos Laura, aquí huele muy mal-.

Sin desearlo me convertí en el héroe del día. Los de la cuadrilla comentaban como había dominado con la mirada al gigante. No sabían ellos que pasé tanto miedo o más que el pobre Emili, pero no podía tolerar que éste pagara por la broma que los demás le habían gastado, en la que él, precisamente, no había participado por hallarse en aquellos momentos durmiendo la "mona" por el vino que había ingerido.

Regresamos al embalat, Maite volvió a cogerme por su cuenta para bailar, me dijo: -No te vas de aquí hasta que no hayas aprendido a bailar con soltura-.

Me dejé conducir por ella, su conversación era agradable y divertida, así como su compañía, logrando que me sintiera cómodo y relajado, pero mi mirada se dirigía con frecuencia al palco en el que estuvo la "damita" que ahora ya sabía que su nombre era Laura, pero estaba vacío, entristeciéndome sin saber por que.

La orquesta emprendió una romántica pieza del compositor norteamericano, entonces de moda, Glenn Miller, "Serenata a la luz de la Luna", la melodía te transportaba a otro mundo, el de los enamorados. Maite se acercó más a mi, apoyó su rubia cabeza sobre mi pecho cerrando los ojos, me sorprendió algo su actitud que definiría de romántica. A este baile le llamaban el del "farolillo" por ser el último baile de la velada. Seguimos así, meciéndonos muy juntos hasta el final de la melodía. Como decía mi padre: Las mujeres son seres adorables pero imprevisibles. Alrededor de las tres de la madrugada nos retiramos a nuestras casas.

Tumbado boca arriba sobre mi cama, ya con el pijama puesto y en la penumbra de la habitación, hice una revisión de los acontecimientos vividos aquella jornada, estaba eufórico y me parecía no tener contacto con la sábana que debía tener debajo de mi cuerpo, tal como si levitara, apagué la luz, la suave brisa que entraba por la ventana, mecía levemente los visillos blancos permitiendo que penetrara un rayo de luz de un blanco lechoso de la luna llena de aquella bella y apacible noche estival, e imaginé que bailaban un vals.

Había aprendido a bailar, o al menos eso yo creía, me convertí, por casualidad y sin desearlo, en el héroe de la jornada y de la cuadrilla, y hasta tenía una amiga ¡mujer!, podía estar conversando con ella horas y horas sin ruborizarme y, al fin pude saber el nombre de la que yo bauticé como: "la dama de la bicicleta", Laura, al igual que la musa del inmortal escritor florentino Petrarca.

Y así me quedé dormido como un bendito.

CAPÍTULO IVº

La "Dolce Vita"…..

Algunos días después de finalizadas las fiestas del pueblo, muchos compañeros de mi cuadrilla, digo bien, "mi cuadrilla", ya que después de aquel breve enfrentamiento con el grandote de la Casa Soladrigas, pasaron a considerarme, sin yo desearlo, jefe del grupo, todos me consultaban y no daban un paso si no era con mi beneplácito. Ésta situación me hacía sentir algo abochornado e incómodo, ya que no iba con mi manera de ser.

La bicicleta se había puesto de moda entre nosotros, algunos de mis compañeros presionaron a sus padres para que les compraran un ciclo de dos ruedas, los progenitores de Justet y Emili, después de soportar una ardua y tenaz insistencia, les compraron bicicletas de segunda mano en un establecimiento especializado de Vic.

Un recadero las trajo dos días después de haberlas adquirido. Eran algo viejas, ya casi no se sabía de que color fueron en sus orígenes, sin embargo la cadena, los engranajes, pedales y neumáticos estaban todavía en buen estado de uso.

Las llevamos al corral de la casa de Justet, compramos un botecito de pintura de esmalte rojo, unos pinceles y nos pusimos a pintar el cuadro de ambas del mismo color, rojo sangre, mientras ellos pintaban yo que era algo mañoso con la mecánica, procuré revisarles los frenos, no se me dio del todo mal, más tarde pudimos comprobar que frenaban con la eficacia necesaria.

A la mañana siguiente se había secado ya totalmente la pintura, el aspecto de ambas bicicletas había mejorado notablemente su aspecto.

Me pasé la mañana leyendo bajo el gigantesco roble, puse la bicicleta apoyada en el tronco, a eso del mediodía vi que se acercaba por el sendero la hermana de Emili, Maite, mi profesora de baile.

-Hola, ¿estás estudiando?- preguntó.

-Hola Maite, simplemente leo una novela de caballería-.

-Que bicicleta tan bonita, tengo entendido que te la han regalado tus padres, que buenos son y que ricos deben ser para poderte hacerte este regalo-, dijo inocentemente.

-Estás muy equivocada-, respondí, -mis padres no son ricos en dinero, la bicicleta la compró de segunda mano a mi tío y posiblemente la esté pagando a plazos-

Nos quedamos charlando un buen rato. A medida que la iba conociendo me sentía más cómodo en su compañía. Estaba sentada frente a mi con sus piernas cruzadas como si fuera un buda, llevaba pantalón corto de color beige que combinaba con una camisa blanca bien planchada y chancletas con dos tiritas de cuero rojo, llevaba su rubio pelo recogido atrás, un poco más alto de la nuca, a modo de cola de caballo, que le daba todavía un aire aún más juvenil.

Sin pensarlo demasiado le confesé : -Hoy tienes el guapo subido Maite, me siento muy bien en tu compañía y, aunque no te lo pueda parecer, soy muy tímido, hablar con las chicas me pone muy nervioso, sin embargo éste fenómeno no me ocurre cuando estoy contigo-.

Tenía los ojos azules, sumamente grandes y muy vivaces, cuando se reía se le achicaban de tal modo que casi no se le veían, su sonrisa resultaba simpática y cautivadora y mostraba una hilera de bien formados y blancos dientes, toda ella transmitía confianza, franqueza y lealtad.

Me cogió de la mano para apoyarse mientras se ponía en pie y me decía: -te propongo que nos vayamos a dar un baño al río, ¿te vienes?-.

-Maite, ahora sí lograrás que me ruborice, no llevo el bañador puesto-, le dije bromeando.

-Vamos a por ellos en tu flamante bici-, -¿te atreves a llevarme?-.

-No se, pero puedo intentarlo-.

Tiró de mi ayudándome a terminar de ponerme en pie, monté en la bicicleta y ella se sentó de lado sobre el tubo horizontal del cuadro, agarrándose en el manillar, inicié el pedaleo pero a los pocos metros perdí el equilibrio y dimos los dos en el duro suelo, la casualidad quiso que cayésemos uno encima del otro, las caras nos quedaron una frente a la otra a escasos centímetros, podía sentir su aliento, se me nubló todo y tuve un impulso incontenible, no premeditado, que me llevó a besarla suavemente en sus frescos y sonrosados labios, no opuso resistencia alguna, al contrario lo devolvió con algo más de ímpetu del que yo había puesto en el mío.

Mi sangre se aceleró, el corazón comenzó a batir locamente, sentí en mi interior algo inexplicable que jamás hasta ahora había experimentado, era la primera vez que besaba a una muchacha en los labios. De un salto me puse en pie excusándome :. -Discúlpame Maite, no me explico lo ocurrido, te ruego no te formes de mi un mal concepto por éste irresponsable acto-, le dije muy nervioso y azorado.

-Guillermo, no debes preocuparte, ha sido muy bonito y espontáneo-, dijo con absoluta naturalidad y serenidad, -y ahora ¿vamos a por nuestros bañadores?-, añadió mientras se sacudía el polvo como si nada hubiese sucedido.

Era magnífica por su sencillez y tino, con la respuesta que dio hizo desaparecer de mi conciencia cualquier atisbo de culpabilidad.

Le presté mi vehículo y, ¡o sorpresa!, sabía ir en ella. La seguí corriendo hasta nuestras respectivas casas, al poco rato nos encontrábamos de nuevo en el portal, yo todavía jadeaba un poco por la carrera que hice tras ella, sugerí que cogiera la bicicleta de su hermano, -creo que ya habrá secado la pintura y, él probablemente no la va a necesitar en toda la mañana, debe estar ayudando a tu padre en el colmado, como hace todos los días-.

Montamos en sendos ciclos, Maite haciéndome un guiño, me instó a correr, -Vamos a ver quién llega antes al río, ¿vale?-.

Yo tenía mayor potencia en el pedaleo, pero Maite era más veloz al tener mucha más práctica que yo y pesar menos, llegó la primera, bromeando la dije : -Me has ganado por un cuerpo, pero juegas con ventaja, tú la dominas mucho más que yo-.

-No tiene importancia alguna-, dijo bromeando mientras hacía un gesto con la mano como rechazando mi frase.

Me alejé unos pasos situándome detrás de unos matorrales para ponerme el bañador, Maite hizo lo propio en otro.

-¿Te gusta mi bañador?-, me dijo intentando imitar con mucha gracia los gestos propios de una modelo desfilando.

No pude más que reírme a gusto con sus atinadas salidas. Realmente su pequeño cuerpo estaba muy bien proporcionado, el bañador azul eléctrico le sentaba divinamente bien y, ella lo sabía.

-Todavía no me has dicho si te gusta mi bañador, ¡sonso!-, casi me chilló con simpatía.

-Si mujer, si, estás que quitas el hipo, a pesar de que eres tan menudita-, le dije riéndome a carcajadas al ver el mohín de enfado que puso.

Me lanzó una de sus zapatillas que cogí al vuelo, -Acércate a cogerla si te atreves- le dije mostrándola como si se tratara de una valiosa prenda. -Ven a por ella-.

Muy decidida vino a mi, al llegar a mi altura levanté la zapatilla para que no pudiera alcanzarla, se puso de puntillas intentando cogerla, ocasión que aproveché para darle un empellón que dio con ella en el agua.

-¡¡Socorro, no se nadar!!- gritó con desespero mientras caía.

-¡Dios mío que he hecho!-.

De un salto me zambullí en el río para auxiliarla, pero no asomaba por ninguna parte su cuerpo, llegué a pensar que estaba ahogándose.

Mientras buceaba para encontrarla, la muy pícara se había salido y estaba de pie en la orilla. Salí para tomar aire y la encontré riéndose de mi.

-Te voy a matar-, la dije riéndome por su travesura. -Eres de la piel de Barrabás, a partir de ahora voy a llamarte "Polvorilla"-.

-¡¡Eh muchachos, dejad un poco de agua para mi!!-, se oyó a lo lejos.

Era Justet que venía pedaleando con su flamante bicicleta roja. Llevaba el pantalón de baño puesto, dejó la

bici tumbada en el suelo donde nos hallábamos Maite y yo.

-Maite, tu hermano cuando vea que le has quitado la bici, te cortará esta rubia cabellera de la que tanto presumes-.

-Se guardará muy mucho de ello, lo que hay en casa es de todos, mi padre ha comprado ésta bicicleta y no dijo a quién pertenecía-.

-Ahora pareces un picapleitos-. Le dije.

Se zambulló de nuevo en las refrescantes aguas, nadaba con soltura y estilo, se movía dentro del líquido elemento como un delfín. Justet y yo la imitamos. Estuvimos un buen rato gozando de aquellas nítidas y frescas aguas que procedían del deshielo de los cercanos montes.

Poco después salimos para tumbarnos sobre la hierba y secarnos. Allí en el silencio del campo en el que solo las cigarras marcaban el compás de la temperatura con sus monótonos cri, cri, éste se rompía por la melodía de un piano que sonaba algo lejano.

Justet se quedó quieto aguzando el oído, tal parecía un perro de caza efectuando lo que los cazadores suelen llamar la "parada", que se produce cuando el can perseguidor se detiene y queda inmóvil al localizar la madriguera del animal perseguido refugiado en la misma.

-No te rompas la cabeza, la música proviene de la Casa Soladrigas-, le dije.

-¿Y como sabes tu eso?-.

-Por que éste fue el motivo de mi caída del árbol hace algunos días-.

-Vistámonos y vayamos a curiosear, veamos quién es el pianista-, dijo mi compañero.

-Si, vamos allá-, añadió Maite con entusiasmo.

-Nos pusimos de nuevo nuestras ropas de calle y cogimos las bicicletas. Tomé la cabecera del "pelotón" atravesando la huerta de Lluís y la era, enfilamos después un senderito que llevaba directamente al enorme roble junto a la pared de la Gran Casa.

Mis dos "colegas" propusieron subir al árbol para poder ver dentro de la casa, cosa que me negué rotundamente por la experiencia sufrida. Propuse quedarnos allí debajo del árbol y escuchar la Rapsodia Húngara de F. Litz que alguien estaba ejecutando con singular destreza, nos quedamos los tres embelesados. Acabada la pieza, Maite y yo rompimos en aplausos con entusiasmo. Cuando ya nos marchábamos, apareció el jardinero de la casa en la reja de la entrada principal, llevaba un sombrero de paja bastante deshilachado y en las manos unas grandes tijeras de podar.

-¿Habéis sido vosotros los que aplaudíais?-, preguntó.

Nos miramos los tres con expresión de sorpresa, -si-, le dije tímidamente.

-La señora me ha encargado que os dijera si os apetece entrar para oír la música con más comodidad-.

Ahora estábamos los tres todavía más sorprendidos y atónitos ante tan inesperada invitación.

-Pues si, nos gustaría mucho- le dije.

-Acompañadme-, dijo dando media vuelta. Le seguimos como corderillos y algo recelosos, dejamos las bicicletas apoyadas en la verja de la entrada y fuimos en fila como si fuéramos los sobrinitos del Pato Donald.

Mientras le seguíamos mirábamos en todas direcciones, como si esperásemos que en cualquier momento desde algún lugar nos abroncasen por hallarnos allí, en aquel recinto, que para nosotros como si fuese un lugar prohibido.

Rodeamos la casa pasando por el jardín hasta llegar a la parte trasera de la misma, al doblar la esquina vi la terraza que yo ya conocía, con el piano y la mesita redonda, y las sillas de mimbre a su alrededor. Sentada en un balancín columpiándose suavemente se hallaba una dama de bastante edad que vestía de oscuro y, sentada en el taburete del piano, una señorita que aparentaba tener una treintena de años.

-Acercaros, acercaros-, nos dijo la señora en tono amable.

No temáis, no vamos haceros ningún daño-.

Nos quedamos de pié al inicio de la escalinata que subía a la terraza. El jardinero se retiró.

-Subid, donde estáis no os veo bien, acercaros a mi-, dijo la señora.

Subimos los tres peldaños que nos separaban de ella, hasta llegar al nivel del piso de la terraza, quedando a una distancia prudencial de la dama.

-¿Erais vosotros tres los que aplaudíais detrás del muro de la casa?-, preguntó.

-Sí, fuimos nosotros-, dijimos Maite y yo casi al unísono. Justet estaba algo cohibido, se había quedado mudo y detrás de nosotros, no dijo palabra alguna.

-¿Os gusta la música?-.

-Mucho señora-, dije.

-¿Cómo te llamas muchacho?- preguntó dirigiéndose a mi.

-Guillermo, señora-.

-¿Y dónde vives?- siguió preguntándome.

-En casa de la Padrina-, respondí.

-Ah, a Ca la Manela-, dijo con una ligera sonrisa. -Les conozco, son buena gente, en verano nos proveen de las verduras y los huevos. ¿Cómo no te había visto por aquí?-.

-Por que no me han dejado entrar-, le solté con sinceridad, inmediatamente intuí que había metido la pata por mi ligera y poco meditada respuesta.

La señora sonrió y puso cara de cómo haber encajado el "directo". -Acércate Guillermo- me dijo, -tu y yo tenemos mucho de que hablar-.

-Vosotros acercaros también y sentaros en alguna de éstas sillas- les dijo señalando a los otros dos. -Señorita Amalia, siéntese usted también, haga el favor, vamos a ver que dice el pueblo-, dijo sonriendo.

-Con el debido respeto señora, el pueblo no habla, las personas se expresan-, me atrevía a decir, me había parecido impropio que nos tratara de pueblo, era como si condescendiera hablar con los de más abajo, o al menos esa fue mi impresión del momento.

-Bien dicho muchacho, admito tu corrección, aunque no era esa mi intención, lo dije en sentido figurado, pero veo también que tienes la piel fina-. -Acércate un poquito más, tengo problemas de visión y no distingo muy bien las caras, a mi edad, aparecen las cataratas en los ojos y nos impiden gozar de uno de los mayores bienes que la naturaleza ha dotado a los humanos, la visión-, dijo mientras me inspeccionaba de arriba a bajo. -Tienes una cara franca, me gustas-.

-Mi abuelo también está casi ciego por el mismo motivo, le han dicho que le van a operar y que verá mejor que antes-, se atrevió a decir Maite.

-¿Y quién es tu abuelo y cómo te llamas pequeña?.

-Soy Maite del colmado de ultramarinos, señora-.

-Si también les conozco, tu abuelo se llama Antoni, es conocido por "El Grabat", son muy buena gente, lo cual me satisface -. -Y tu muchacho que estás tan callado, ¿quién eres?-, dijo dirigiéndose a Justet.

A éste parecía que la lengua se la hubiese comido el gato, no le salían las palabras, -Se llama Justet Vivet-, dije yo en su lugar.

-¿A caso es mudo?- preguntó la señorita no sin cierta ironía, y que hasta aquel momento había permanecido en silencio.

-No, pero está muy sobrecogido por la ocasión- apostilló Maite entre risitas.

-Tienes buenos embajadores Justet, saben hablar por ti, no los pierdas como amigos-, le dijo la señora. Éste se encogió de hombros, estaba algo compungido.

-Disculpe, usted debe ser la señora Soladrigas ¿no?-, osé preguntar.

-Si, lo soy, ¿has oído hablar de mi?- me preguntó.

-Si señora, usted y la casa son conocidos en todo el pueblo, y diría que hasta en la comarca, también la muchacha y el muchacho que viven aquí- añadí.

-Ah, ellos son Laura y Joaquín, mis nietos-.

-¿Viven con usted aquí todo el año señora?- pregunté.

-No, no, viven conmigo en Barcelona, aquí solo venimos en los meses de verano y algunos días de las Navidades-.

-¿Acaso no tienen padres?-, pregunté.

-No, verás, fallecieron en un accidente de aviación cuando ellos eran todavía muy niños, es por eso que están a mi cuidado-.

-Lo siento- dije con sinceridad. Me vino a la mente la posibilidad de que en algún momento pudiera ocurrirme a mi una tragedia parecida.

La señora Soladrigas pareció que adivinaba mis pensamientos: -No debes afligirte muchacho, no por eso tiene que ocurrirle nada de eso a tus padres, está todo en las manos de Dios-.

Reaccioné e intenté quitarme de la cabeza aquella idea, le respondí: -Estoy seguro señora, que nada de eso les va a ocurrir, ya que nunca suben a un avión- acabé la frase con una nerviosa risita.

Mi interlocutora captó la cómica ironía y también se rió, María y Justet hicieron lo propio.

-Eres muy ocurrente Guillermo- dijo la señora. -¿Vives en Barcelona?-.

-Si señora, vivo allí todo el año, a excepción de un par de meses que vengo invitado por la Padrina a disfrutar de este delicioso pueblo-.

Lo de delicioso le agradó, -¿te gusta el pueblo?- .

-Si mucho, y sus gentes, son francos y espontáneos-.

Clinc, clinc, oímos. -Abuela ¿de quién son las tres bicicletas que hay fuera apoyadas en la verja?- dijo una voz femenina, que al doblar la esquina de la casa y vernos se quedó algo cortada.

-Ven acércate Laura, tenemos visita- dijo la señora. -Las bicicletas pertenecen a nuestros visitantes.

La misteriosa "dama de la bicicleta", que ahora ya podía llamar por su nombre de pila, se acercó con cara de sorpresa, seguramente era lo último que esperaba ver en su casa, nuestra presencia. La seguía el grandullón de su hermano, que por sus dimensiones parecía su guarda espaldas.

Joaquín al verme frunció el ceño. Su abuela observó el cambio de expresión e intervino para romper el hielo.

-Laura, Joaquín, acercaros voy a presentaros a nuestros visitantes. Éste que está más próximo a mi es Guillermo, un barcelonés veraneante y enamorado del pueblo, la señorita es Maite, hija del colmado y el caballerete que no dice nada, es Justet, de la casa de los Vivet-.

Me levanté de mi asiento, gracias a mis padres y a las clases de urbanidad que impartían todos los sábados por la mañana en mi colegio, sabía como comportarme, les estreché la mano a ambos al mismo tiempo que les decía:. -Mucho gusto en conocerte-. Maite hizo lo propio y Justet dijo hola sin levantarse ni estrechar la mano a ninguno de los dos, estaba realmente encogido y sin su habitual desparpajo, parecía otro.

Laura me saludó con una leve sonrisa y su hermano Joaquín me apretó la mano con más fuerza de lo debido. Aguanté bien el apretón y no quise darle mayor importancia pero seguí mirándole con fijeza a los ojos, como en nuestro anterior encuentro.

La señorita pianista que había permanecido callada todo el tiempo, le dijo a Laura, -fíjate, a éste joven le ha gustado lo que yo tocaba al piano para tu abuelita-.

-La Rapsodia Húngara número dos de Franz Liszt- precisé.

Quise hacer particular énfasis de mis flacos conocimientos de música, para que no pudieran pensar que se hallaban frente a unos ignorantes paletos pueblerinos, aunque reconozco que fue una gota de pedantería por mi parte.

-¿Acaso eres estudiante de música? preguntó la señorita profesora.

-No, verá, mi hermana estudia profesorado en el Conservatorio del Liceo de Barcelona, en casa se vive en primera persona todo lo referente a ésta, comenzando por

mi padre que es un gran aficionado a la ópera y a la música de cámara, afición que nos ha transmitido a nosotros. Precisamente la Rapsodia que usted ha estado tocando con tanta maestría, la estuvo ensayando mi hermana hace algunas semanas para tocarla en un festival benéfico para los niños de un orfanato-. Lo de "maestría" hizo mella en la concurrencia, me pareció percibir cierto sonrojo en las mejillas de la profesora pianista. Después de éste golpe de efecto, mi cotización había subido algunos enteros más.

-Además de buenos modales tienes buen oído Guillermo-, afirmó la señora Soladrigas.

La dueña de la casa, a pesar de sus dificultades de visión se apercibía de todo lo que la rodeaba, hizo sonar una campanilla que tenía a su alcance sobre la mesita, al son del tintineo en pocos segundos se plantó en la terraza una mujer vestida con el uniforme clásico de sirvienta, -¿ha llamado la señora?-, dijo.

-Si Eulalia, trae algunos refrescos para estos jóvenes, seguro que con el calor que estamos soportando les deberá apetecer-.

La tal Eulalia tardó bien poco en aparecer con una bandeja con vasos y botellines de Cola. Abrió una para cada uno de los presentes sirviéndonos un poco del contenido en cada vaso.

Joaquín cogió directamente el botellín prescindiendo del uso del vaso, al ir a ponérselo en la boca con la intención de beber directamente de el, se me ocurrió tomarme una

pequeña licencia y gastarle una broma; -Joaquín, cuida cuando bebas de la botella, no vaya a ser que te hayan dado un cambiazo-, le dije riendo.

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