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La dama de la bicicleta (Novela) (página 10)


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Poco a poco fui recobrando algo la consciencia, pero me hablaban y casi no entendía nada de lo que trataban de comunicarme. Recuerdo que mi secretaria me dio un vaso con agua y una pastilla de no se que, que tragué como si fuera un autómata. En mi interior se libraba una terrible lucha de pasiones y dolor, el bien contra el mal y viceversa, hasta el punto que culpaba a Dios del maldito destino que nos había deparado y haberme arrebatado la vida de lo que más quería, de aquella brutal e implacable manera, como si un ladrón se la hubiese llevado silenciosamente. Le pedí a Dios que me llevara a mi también, pues ya la vida sin ella no tenía sentido. Me pasó por la cabeza la imagen de Laura tirada allá en la carretera entre los hierros retorcidos y exhalando sus últimos suspiros, me desmayé.

Me quedé algo adormilado, luego supe que la pastilla que Priscila me había administrado era un fuerte tranquilizante que producía sueño. Me desperté sentado en una de las butacas de mi despacho, sentía un fuerte dolor de cabeza, pero estaba algo más sereno y relajado por los efectos secundarios de ésta. Julius se acercó a mi.

-Guillermo, ¿cómo te encuentras ahora?-.

-Desesperado, pero algo más sereno-, le respondí.

-En cuanto creas que estás en condiciones de viajar te acompañaremos hasta el lugar, no te dejaré solo en estos momentos. Mis hermanas están yendo para allá-.

Le miré a los ojos y vi que le bailaban todavía algunas lágrimas que luego le resbalaron lentamente por ambas mejillas.

-Gracias Julius, agradezco tu valiosa y reconfortante compañía en estos trágicos momentos, cuando lo desees estoy dispuesto a viajar-, me levanté todavía con paso inseguro, Priscila me ayudó a ponerme el abrigo.

Fuimos en el automóvil de Julius, no me sentía en condiciones de conducir. Por el camino éste fue contándome lo que le habían comunicado también telefónicamente. Al parecer ellas habían tomado por la carretera 90 y 91 hasta Albany, para posteriormente desviarse por la ruta 88, a la salida de una población llamada Oneonta Muni próxima ya a las Cataratas, llovía con bastante intensidad, se añadía a ello una densa niebla que dificultaba la buena visibilidad de la carretera, la carga de un camión de grandes dimensiones que llevaba en el remolque se le desplazó perdiendo la estabilidad y comenzó a desplazarse de un lado otro de la pista como si de un gigantesco látigo de acero se tratara, en uno de estos bandeos alcanzó al Cadillac de Peggy propinándole un fuertísimo impacto que lanzó al automóvil contra un poste de la iluminación lateral de la pista, quedando este destrozado así como sus ocupantes.

Hundí la cabeza entre las manos, procurando aguantar mis sollozos y desesperación, Horace se había turnado con Julius en la conducción del auto, él estaba algo más sereno que nosotros dos. Un par de horas después Horace estacionaba el coche en la estación de policía de Oneonta Muni. Nos identificamos y uno de los policías nos acompañó hasta la morgue para que identificáramos los cadáveres. Un largo y lúgubre pasillo comunicaba la estación de policía con la sala en que se hallaban los cadáveres, mi corazón sentía como un nudo que lo estrujaba y mi alma temía ver la imagen del cadáver de mi adorada Laura.

Una de las paredes de la sala estaba llena de cajones de acero inoxidable, el policía se acercó a uno de ellos y tiró de la manecilla para que éste saliera hacia fuera, en la parte plana del cajón estaba cubierta por un lienzo blanco con uno de los dos cadáveres, todavía este tenía algunas manchas de sangre, nos solicitó que nos acercáramos y levantó uno de los extremos del lienzo, pude ver lo que parecía ser la cara de Peggy, sin duda era ella, sus cabellos pelirrojos ayudaron a la identificación, Julius asintió y le dijo al policía que era su madre. Después de regresar el cajón a su posición primera, tiró del asa del cajón vecino, pude ver unos centímetros por encima del asa una etiqueta pegada con un número que identificaba el contenido de su interior, el número dos.

Me temblaban las piernas quisiera haber estado en aquellos momentos a miles de kilómetros de allí, puede parecer una cobardía por mi parte, pero es así y no me avergüenzo de confesarlo, estaba bajo un terrible schock psíquico que iba a marcarme para el resto de mis días, pero no podía dejar a mi Laura allí sola, ello me dio fuerzas para continuar de pié.

Respiré profundamente intentando sacar fuerzas de donde no había, pero traté de tener algo de entereza. El policía levantó con un gesto mecánico el extremo del lienzo que cubría a mi esposa, era Laura, no había duda, mantenía el rostro en perfecto estado, sin tan siquiera un rasguño, la piel estaba tersa y de color de la cera, los labios ligeramente amoratados, parecía como si quisieran sonreírme, me agaché para darle el último beso en ellos, estaban gélidos y rígidos, habían perdido la elasticidad y el calor que tantos miles de veces había gozado de ellos. Mis brazos necesitaban de ella, yo era como un barco sin mar o un campo sin flores. Que gran soledad sentía ahora.

Respiré profundamente. -Es mi esposa Laura afirmé-, el agente anotó no se qué sobre una hoja de papel que llevaba en una carpeta, seguidamente cerró de nuevo el cajón y nos conminó a que le acompañásemos a la oficina.

En aquellos momentos entraba el sheriff que me había comunicado por teléfono la fatal noticia. Se presentó a nosotros y leyó el informe de la identificación que el agente le entregaba. Nos invitó a café recién hecho, luego nos entregó en una bolsa de papel las pertenencias de cada una de ellas. Revisé la bolsa de Laura, en ella había además del bolso de mano, el anillo de compromiso que le había comprado con mis ahorros, unos guantes de fina piel y un gorro de lana. Julius se hizo cargo de las pertenencias de Peggy además de las maletas de ambas.

El sheriff nos requirió a que firmáramos unos documentos en los que certificaba que nos entregaban los cadáveres además de las pertenencias de los mismos. Le pregunté si había en la población alguna empresa funeraria que tuviera servicio de incineración.

Me dijo que la había una en la población vecina y, me dio el teléfono de la misma. Llamé y me dijeron que hasta la mañana siguiente no podían venir a buscar los cadáveres. Yo había decidido incinerar a Laura para poder regresar con ella a nuestro a nuestro país, quería enterrar sus cenizas bajo el enorme y majestuoso roble de Folgueroles, "nuestro árbol" como ambos le llamábamos y en el que yo había grabado nuestras iniciales en su fornido tronco.

Nos fuimos los tres a un Motel cercano e intentamos dormir unas horas, a mi no me fue posible, tumbado en la cama boca arriba me iban pasando las imágenes de nuestros momentos felices, intenté dejar de pensar en ello para no mortificarme más, pero no podía y aquel negro puñal seguía clavado en mi corazón sin que pudiera desprenderme de él.

A la mañana siguiente con gran puntualidad un vehículo especial vino a recoger los dos cadáveres, les acompañamos hasta la funeraria en la que iban a proceder a incinerarlos. En poco más de cinco horas nos entregaban las cenizas colocadas en unas sencillas urnas que cerraban con bastante seguridad y hermetismo, iban acompañadas de unos certificados de incineración. Cogí la urna y la estreché contra mi pecho, como si ella todavía viviera y no quisiera que se apartara de mi.

Pagamos los cuatrocientos dólares de cada una de las incineraciones y regresamos a Boston. Me senté en el asiento posterior del automóvil abrazado todavía a los restos de Laura. Algo más sereno tuve tiempo de meditar lo que iba hacer. Decidí dejar mi trabajo en los Estados Unidos y regresar a Barcelona, cogería el primer vuelo que me fuera posible después de despedirme del consejo de administración de la Corporación por la que trabajaba y compraría un billete de avión solo de ida.

Decidí no llamar a mis padres y a Joaquín, quería comunicárselo personalmente, posiblemente de este modo quizás sería menos doloroso. Seguí aferrado a las cenizas de mi amor, mi subconsciente no había asimilado todavía la desaparición de Laura, me parecía imposible llegar a casa y no encontrarla, siempre venía a recibirme para darme un apasionado y reconfortante beso de bienvenida.

Horace detuvo el coche frente la puerta de nuestra casa, me ayudaron a llevar la maleta de Laura hasta la puerta, allí les pedí que me dejaran solo, -tu Julius debes ocuparte de los asuntos de Peggy e intentar localizar a tu padre, nos veremos más tarde, llámame por teléfono para irme informando-.

Entré en casa, estaba silenciosa y fría, todo estaba tal cual lo había dejado Laura poco antes de irse, sólo que olía a algún producto que habría utilizado la mujer de la limpieza. Deposité la hornacina con las cenizas de Laura sobre la repisa de la chimenea del hogar y me dejé caer absorto en mis pensamientos en una de las butacas del salón, parecía que la cabeza me iba a estallar, por más que lo intentaba, el negro puñal no podía quitarlo del corazón.

Un par de horas después, salí a pasear, sin apenas saber donde dirigía mis pasos, algunos minutos después pasé por delante de una iglesia católica del lugar, empujé la pesada puerta que estaba sin echar el cerrojo y entré, estaba todo en penumbra solo iluminada por algunas velas encendidas quizás por algún devoto, las imágenes parecían soldados en posición de firmes mirándome como si quisieran acompañarme en mi dolor, reinaba un silencio sepulcral solo oía el suave ruido que producían las suelas de goma de mis zapatos sobre el encerado pavimento de madera.

Inconscientemente como un autómata cogí agua bendita de la pileta e hice la señal de la cruz sobre mi pecho y enfilé lentamente por el pasillo central hasta llegar a los dos peldaños que separaban el altar mayor del lugar que ocupaban los feligreses. Me arrodillé lentamente apoyándome a un barandilla de mármol tan frío que me recordó los labios de Laura cuando la besé por última vez en la morgue. Miré hacia arriba y vi una imagen de la Virgen Inmaculada María, cubría su figura con el manto azul celeste y su serena faz esbozaba una sonrisa que irradiaba bondad y misericordia, inicié un diálogo con ella, le pedí que intercediera por el alma de Laura ante el Señor y que la tuviera bajo su tutela hasta que Dios dispusiera de la mía.

Ensimismado en este etéreo y piadoso diálogo noté que me ponían una mano sobre el hombro, giré la cabeza y vi un hombre vestido de negro con alzacuellos blanco que me miraba con cara bondadosa. -Soy el padre Derry, el párroco de esta iglesia, discúlpeme que quizás haya interrumpido sus oraciones pero es que ha llegado la hora de cerrar-.

Me levanté pesadamente como si me fallasen las fuerzas, frente a mi tenía un sacerdote entrado en años que me recordó muchísimo a mi amigo el mosén de Folgueroles, tenía una faz rubicunda con mofletes colorados y una afable sonrisa, le acompañaba una prominente barriguita, me miró con ojos escrutadores, posiblemente vio en mi rostro algunos rasgos o señales de que algo grave me ocurría.

-¿Le ocurre a usted algo hermano?-, me dijo en un tono suave, sin levantar la voz, como si el silencio que gozaba el recinto fuera pecado romperle.

-Si, padre, he venido a hablar con Dios, lo necesitaba, soy como una llama sin luz, hoy ha sido para mi un día muy trágico, más me valdría no haber nacido, pero no obtengo respuesta- le respondí.

-Quizás pueda tener yo alguna, ¿te parece descargar el peso de tus penas conmigo?, quizás pueda orientarte o consolarte, este es uno de mis menesteres-, me dijo mientras me cogía del brazo y me conducía a un lateral del templo.

Me dejé conducir, unos pasos más allá había una puerta de madera tallada que el sacerdote abrió, penetramos en una sala bastante amplia que se hallaba en penumbra, iluminada únicamente por un poco de luz que atravesaba una cristalera emplomada de cristales de varias tonalidades. El padre Derry pulsó un interruptor y se encendió una pequeña lamparita de luz tenue que se hallaba sobre una mesita, deduje que nos hallábamos en la sacristía.

El padre Derry era de estas personas que inspiran confianza con solo verles, me abrí plenamente a él contándole toda mi vida con Laura y el triste y dramático final, le expliqué mi desespero y mi confusión.

-Los caminos de Dios son inescrutables hijo, no es fácil ahora saber el motivo por el que tu esposa se ha ido de tu lado, quizás algún día alcances a saberlo-, se quedó mirándome con bondad a los ojos para seguir diciéndome:-¿deseas tomar confesión hijo?, quizás ello haga que te sientas más reconfortado-.

-Si, lo necesito-. El sacerdote se había sentado en otra silla frente a mi a muy poca distancia, me arrodillé para iniciar la confesión, él trató de que me levantara, pero me

resistí, deseaba abrir mi corazón y soltar todo el lastre que había acumulado en estos dos último días.

-Padre me acuso de que he pecado………..

CAPÍTULO XXVIIIº

Folgueroles, verano del 2009…..Siglo XXI

A través de la niebla del tiempo…

Algunas tardes suelo venir con Guillermo, Álvaro, Ignacio y Daniela, mis cuatro nietos, a sentarme bajo el majestuoso roble en cuyo pie descansan a unos treinta centímetros bajo tierra, una parte de las cenizas de Laura que yo mismo deposité. Suelo ir allí en verano para practicar una de mis aficiones favoritas, leer, ellos como yo antaño, también suelen venir acompañados de sus padres, mis hijos, a Folgueroles para pasar unas semanas de las vacaciones estivales.

Guillermo el mayor de los tres tiene ahora ya siete años, su hermano Álvaro cinco, ambos son de mi hija Beatriz, el tercero, Ignacio que va para seis, es de mi otra hija Elena y la pequeña Daniela también que cuenta ahora escasos meses, poco a poco les he ido inculcando la afición de amar y respetar la naturaleza, han ido adquiriendo aficiones similares a las mías, se quedan embelesados con los relatos que les cuento y, a menudo damos largos paseos por los alrededores, nos llevamos la merienda en una mochila y algunos refrescos para saciar la sed, recuperamos fuerzas sentándonos alrededor de alguna fuentecilla, en particular en una que la bautizamos como; "la fuente escondida", por el recóndito lugar del bosque en que se halla en plena umbría……………….

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A mi regreso de los Estados Unidos fui con mi cuñado Joaquín a Folgueroles para depositar una parte de las cenizas de Laura en el pie del que vinimos a llamar ella y yo, "nuestro árbol", el resto lo deposité en el pequeño campo santo del pueblo, en la tumba familiar en que habían sido enterrados los restos de su abuela, fue para mi muy emotivo y doloroso, especialmente cuando uno de los empleados del cementerio desplazó la pesada losa de mármol blanco que la cubría quedando al descubierto el ya maltrecho ataúd de la señora Soladrigas. Un escalofrío recorrió por toda mi columna vertebral y no pude evitar que unas lágrimas asomaran en mis ojos en recuerdo a los buenos momentos y al mutuo cariño que nos habíamos dispensado.

Coincidimos con mi amigo el viejo doctor a la salida del cementerio, seguía éste desplazándose de un lugar a otro con su viejo carrito tirado por el rocín, éste último era ahora más joven y ligero que el anterior, al vernos se detuvo apeándose para saludarnos, fuimos caminando un buen trecho hasta la entrada al pueblo, en este espacio de tiempo le puse al corriente de mis pesares, se quedó atónito y me dio sus condolencias, inequívocamente sinceras.

-¿Vas a regresar de nuevo a los Estados Unidos?-, preguntó.

-Pues la verdad doctor que todavía no se que voy hacer, estoy aturdido todavía, pero creo que decidiré quedarme en nuestro país ejerciendo la medicina-.

-¿Abandonarás la investigación?-.

-Creo que si, necesito refugiarme con la gente, tener contacto con el día a día, como usted sabe en la investigación se pasan muchas horas solo en el laboratorio y ahora es lo que menos necesito-.

Joaquín permanecía en silencio a nuestro lado siguiendo el diálogo que mi colega y yo manteníamos.

Al despedirnos del doctor, ya desde el pescante de su carrito nos dijo: -Guillermo, ¿por qué no os venís a cenar esta noche a mi casa?, tengo algunas ideas que discutir contigo, ¿qué me respondes?-.

Miré a Joaquín que asintió con los ojos, -Será un placer compartir mesa y mantel con usted y su señora esposa-.

-Entonces os espero alrededor de las ocho, hasta luego, ¡¡arre Mariano!!-, exclamó a la vez que daba un tirón a las riendas del corcel para que este iniciara la marcha. A la cuenta al caballo le había "bautizado" con ese nombre.

Bajamos por todo lo largo de la calle Nueva o carrer Nou hasta llegar a la plazoleta en la que estaba el colmado de ultramarinos de los padres de Maite. Entramos para saludar a Emili y a su madre que le ayudaba en los menesteres, éste al vernos dio un salto de alegría y dando la vuelta al mostrador vino a nosotros para abrazarnos. -¡¡Guillermo, Joaquín!!, ¿vosotros por aquí?, con la de tiempo que no sabía de vosotros-, al vernos más serios de lo habitual y advertir que ambos vestíamos de negro se quedó un momento callado para preguntarnos: -¿Oye ocurre algo que yo no sepa, para que estéis tan callados y vestidos ambos de luto?-.

Le cogí por los hombros y le llevé hasta la trastienda. Nos sentamos en unas sillas de alrededor de la mesa y le puse al corriente de nuestra tragedia. No sabía que decirnos, tartamudeaba y se le pusieron brillantes los ojos, se levantó se acercó a mi y me abrazó, su cabeza quedaba por debajo de mi barbilla pero en mi pecho notaba los sinceros sollozos de mi amigo.

Pregunté por Maite, su hermana, me dijo que estaba en Vic, pero que precisamente aquella tarde regresaría coincidiendo que al día siguiente libraba de su trabajo. -Le diré que venga a veros, ahora al salir te ruego no le cuentes nada de esto a mi madre, no se si sabes que sufre del corazón y evitamos en todo lo posible que tenga noticias de algo que la pueda disgustar, y en este caso con lo que os quería a ambos podría ser fatal, yo le iré explicando a mi manera poco a poco-.

-Así lo haré, no debes preocuparte, ah y recuerda decirle a Maite que venga a vernos, tengo muchas ganas de estar y conversar con ella, más que un deseo, tengo necesidad de ello-.

-Pasa cuidado, se lo diré-.

Maite vino a vernos un poco antes de que nos fuéramos a cenar en casa del doctor. Entró como un torbellino al salón donde Joaquín y yo nos hallábamos, precisamente en el momento que mi cuñado estaba relatándome todo el pleito que le tenían puesto al administrador que gracias a las investigaciones realizadas por mi compañero Doménec, pudo ser demostrada documentalmente la infidelidad de éste. Pesaba sobre él una acusación por falsificación de documentos y malversación de fondos.

Me levanté del sofá para saludarla, pero era tal el ímpetu de la carrera de ella hacia mi, que volví a quedarme sentado con ella sobre mis rodillas. Estaba contenta, no podía negarlo, nos volvimos a poner de pie y me abrazó para darme un par de besos, luego fue a Joaquín para saludarle con el mismo afecto. Con los años, aquella extrovertida y simpática muchacha, hoy toda una mujer, no había sufrido cambio alguno en su manera de ser y de expresarse. Era un adorable torbellino.

-¿Y Laura, está arriba?-, preguntó con la espontaneidad que la distinguía.

Joaquín y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro, no sabíamos como comenzar ni que decir.

Maite se quedó también callada mirándonos a ambos, su vivaz instinto notó que algo extraño ocurría, se dirigió a mi preguntándome: -¿Y Laura, es que no ha venido contigo?-, había dejado de sonreír.

Yo estaba compungido, no sabía como darle la noticia, aquel maldito y negro puñal seguía allí clavado en mi pecho y no lograba extirparlo.

-Maite acércate, ven siéntate a mi lado, tengo que contarte una desgraciada noticia-. Quise tenerla cerca y sentada, no sabía como reaccionaría.

Se sentó junto a mi muy despacio, sin dejar de mirarme a los ojos, pienso que se temía ya lo peor.

-Verás, Laura, mi Laura, falleció de un accidente automovilístico hace apenas una par de semanas, allá en los Estados Unidos-.

Repentinamente Maite dio un salto como impelida por un resorte, se levantó y, con los brazos cruzados sobre el pecho y algo encogida se refugió en una esquina del salón sollozando, -¡no, no es posible, no puede ser!-, casi gritaba, mientras se iba encogiendo y se agachaba hasta quedar como una bola humana sentada en el suelo.

Joaquín y yo nos acercamos y la ayudamos a levantarse, tenía la cara desencajada, pero no tenía lágrima alguna en sus ojos. Se sentó de nuevo a mi lado con la cabeza gacha y los hombros encogidos, no decía palabra alguna, estaba como ensimismada, ausente y sudorosa. Le acaricié la cabeza y la atraje hacia mi, apoyó la cabeza en mi hombro, me miró con sus ojos azules como si quisiera pedirme explicaciones de lo ocurrido.

Ya algo más serena le conté lo sucedido, no sabía que decir ni hacer. Me sorprendió con una sola frase que me dejó desconcertado y a la vez que atónito al mismo tiempo que me miraba con sus ojos azules llenos de lágrimas: -Guillermo, sigo soltera-, sin más se levantó y sin despedirse se marchó.

Me quedé muy desconcertado con la reacción de mi amiga, esperaba cualquier cosa excepto ésta. Era como si estuviera ofreciéndose a mi. Quizás por piedad.

Con Joaquín nos fuimos a la casa del doctor comentando por el camino la extraña e inesperada reacción de Maite. La sirvienta nos abrió la puerta y nos condujo hasta el salón que se hallaba en la parte trasera de la planta baja, un gran ventanal acristalado daba al cuidado jardín y a un bosquecillo de encinas cercano. El doctor estaba sentado en su butaca preferida fumándose una pipa de tabaco holandés sumamente perfumado que embargaba el ambiente. Se levantó con cierta agilidad, a pesar de su edad, tendría ya unos ochenta años, pero al ser de constitución enjuta, pocas carnes había que desplazar, una cuidada alimentación le mantenía en muy buen estado físico. Nos invitó a sentarnos al tiempo que nos preguntaba si nos apetecería beber algo. Joaquín pidió una Ratafía, bebida típica de la zona y yo me conformé con un vaso de agua fría.

Mientras conversábamos entró la esposa del doctor, nos levantamos para presentarle nuestros respetos, nos dio las condolencias, su marido la había puesto al corriente del luctuoso suceso. La velada transcurrió apaciblemente, como era habitual en el estilo de vida del doctor. No podía alejar de mis pensamientos la inesperada frase que mi querida y entrañable amiga Maite me había dicho en el momento de abandonar la reunión.

Durante la conversación de la sobremesa, el doctor manifestó el deseo de retirarse de la práctica de la medicina, llevaba más de cincuenta años ejerciéndola, siempre en poblaciones rurales, en Folgueroles había ayudado a nacer a más de la mitad de la población en los treinta años que llevaba allí. Me propuso que le efectuara el relevo como médico en el pueblo, -Aquí hallarás la paz y la tranquilidad que tanto necesita tu alma-, me dijo.

Particularmente yo no había llegado a considerar jamás esta posibilidad. -Gracias doctor lo consideraré, pero puede que sea muy duro para mi soportar la constante carga de tener que enfrentarme diariamente con el fantasma de Laura vagando por el pueblo por todos los rincones y lugares que frecuentábamos que me recordarían constantemente a ella-.

-Si, cierto, al principio puede que tuvieras que enfrentarte a ello, pero algún día deberás afrontar la situación definitivamente y sobreponerte, ¿qué mejor que hacerlo aquí para superar la tragedia y rehacer tu vida?-.

-Gracias doctor, lo pensaré, es todo tan reciente que estoy desorientado, todavía no he asimilado que Laura no esté a mi lado-, en este punto tuve que parar de hablar e inhalar una bocanada de aire para evitar que me afloraran algunas lágrimas.

La esposa del doctor, que estaba sentado a mi lado, me puso cariñosamente la mano sobre la mía y me dijo,: -Lo superarás, no te quepa la menor duda, y el mejor lugar para hacerlo es aquí, haciendo frente a ello, hazle caso a mi esposo-.

Alrededor de las diez nos despedíamos de nuestros amigos, Joaquín regresó a Barcelona, al día siguiente tenía una importante cita profesional muy temprano. Le acompañé hasta su coche y me quedé de pié en la acera mientras se alejaba calle abajo para tomar la carretera de Calldetenes y Vic.

Metí las manos en el bolsillo del abrigo, le di un par de vueltas a la bufanda alrededor del cuello, me apetecía pasear, el frío era bastante soportable, detuve mis pasos frente la puerta de Cal Pascual, aquellas horas no estaba demasiado concurrido, empujé la puerta para entrar y me acerqué al mostrador, me atendió una muchacha que no conocía, habían pasado ya algunos años desde la última vez que había estado en el local. Pedí un café con unas gotas de leche, mientras estaba dándole vueltas con la cucharilla al azúcar que acababa de echar, entró Emilio.

Me dio un abrazo y pidió un carajillo, que se trata de un café regado con un chorrito de coñac y que en ocasiones puede ser de ron, -¿Qué tal la cena en casa del doctor?-, creo que me formuló esta pregunta por decir algo, no creo que le importase demasiado, realmente la situación no era para menos, quizás Emilio pensara que cualquier tema del que pudiéramos hablar podría herir mis sentimientos por que todo allí podría recordarme a Laura.

Le miré con la gratitud que se le puede tener a un viejo y entrañable camarada de la adolescencia, con el que tantas y tantas horas gratas se han compartido, le agradecía su silenciosa compañía y su discreción.

-Sabes Emilio, el doctor me ha ofrecido ejercer la medicina en el pueblo, el ha decidido jubilarse ya para al fin poder descansar, aunque un médico nunca deja de ejercer la medicina, es médico hasta el día en que muere-.

-¿Esto sería fantástico Guillermo, y a ti que te parece?-.

-No se amigo mío, pero si tengo muy claro que no regresaré a los Estados Unidos, no me preguntes el motivo, es todavía un íntimo sentimiento de rechazo que hay en mi, pero lo tengo decidido, a pesar de que allí he dejado grandes y buenos amigos. No se, estoy todavía en un océano de dudas-.

Se hicieron unos instantes de silencio, los dos estábamos de pie junto a la barra del mostrador nos mirábamos en el gran espejo que había al otro lado del mismo. Emilio me puso su mano sobre el antebrazo haciendo presión sobre el, giré la cabeza para mirarle a los ojos directamente y vi que le resbalaban unas lagrimas por el canalillo que forma la nariz y la comisura de los ojos que recibió con la punta de su legua para evitar que cayeran más abajo. Sin mediar palabra le pasé el brazo por encima de los hombros y traté con ello de reconfortarnos ambos.

Intenté variar el camino que tomaba la situación preguntándole por nuestro común y entrañable amigo Justet del que no sabía nada desde el día de la celebración de nuestra boda.

-Ah ¿no sabes?-

-Pues no, no se de él desde hace casi un año-.

-Le salió un trabajo de representante en Puigcerdá, una representación de alimentos enlatados, se ha casado con una muchacha de allí, y allí vive, algunas veces viene a visitarme y le compro algunas cosas de las que lleva, de ese modo justifica a su empresa el desplazamiento hasta esta zona-.

-¿Y que tal sigue?-.

-Bien, como siempre, ya sabes tú como es, siempre tan alegre y positivo, nunca tiene problemas, muestra a todo el mundo la fotografía de su esposa, es un hombre feliz.

Justet, era otro de mis entrañable camaradas de la cuadrilla de mis veraneos, quizás el que más. Sin darme cuenta dejé volar la imaginación viniéndome a la memoria sus clases para enseñarme a montar en bicicleta, o los agradables ratos en la orilla del riachuelo, allí fue la primera vez que vi a Laura, sobre el viejo puente de piedra, erguida junto a su bicicleta y que a partir de aquella imagen la bauticé como "La dama de la bicicleta". Se me hizo un nudo en la garganta y regresé de nuevo a la realidad, en estas se abrió la puerta del establecimiento, por el espejo vi que quien entraba era Maite, me sorprendido mucho su presencia aquellas horas y en aquel lugar.

Se aproximó con cierta lentitud, como si temiera algo de mi, lo cual no dejó de sorprenderme.

-Hola Guillermo-, me dijo suavemente y con la cabeza algo gacha.

-Hola Maite, veo que todavía no te has acostado-, le dije.

-Lo hice, pero no podía conciliar el sueño y he vuelto a levantarme, necesitaba hablar contigo, estuve antes muy descortés, tu tragedia y mi conciencia no me permitían dormir-.

Estuvimos hablando hasta el cierre del establecimiento, luego la acompañé hasta la puerta de su casa, la charla mantenida fue muy beneficiosa y gratificante para ambos, ella me contó su vida y sus sentimientos, yo también descansé mis pensamientos y la tormenta interna que mi alma llevaba, fue una mutua terapia.

En esta charla, Maite me convenció de que aceptara el ofrecimiento del doctor para echar raíces como médico del pueblo, sus habitantes estarían encantados de que uno de ellos les asistiera, por que así, como después pude comprobar, me consideraban las gentes del pueblo uno de ellos, llegó a decirme que si yo aceptaba el cargo, ella abandonaría su trabajo en el hospital en que trabajaba como enfermera de quirófano y sería mi asistente, sus ojos de nuevo chispeaban con entusiasmo.

CAPÍTULO XXIXº

Raíces……………

Busqué una casa en el pueblo para establecer mi vivienda y consultorio. En el pueblo no había demasiadas donde escoger, pero encontré una muy próxima a la plazoleta Verdaguer que cumplía a la perfección con lo que yo necesitaba. Era una construcción que probablemente sobrepasaba los cien años desde que fue habitada por primera vez, pero era sólida y en perfecto estado de mantenimiento. Disponía de una espaciosa planta baja con jardín en la parte trasera, y un piso, en el que establecí mi vivienda, la planta baja la destiné a consultorio y enfermería.

Desistí de fijar mi residencia en la casa Soladrigas, a pesar de que tenía todo el derecho para ello, mi cuñado Joaquín me había insistido en varias ocasiones que la ocupara pero pensé que en conciencia no me pertenecía, aquella había sido y es la casa solariega de una prestigiosa familia muy arraigada en la comarca, y consideraba que sería como una intrusión por mi parte vivir en ella. Pesó también en mi decisión que era la casa en que conocí y vivió el amor de mi vida, fue también el lugar en que Laura y yo tuvimos nuestro primer encuentro del profundo y anhelado amor carnal que probablemente fuese el motivo de que se hubiera engendrado el fruto de nuestro amor, el hijo que también Caronte y la Parca, se llevaron en el mismo viaje.

Ya establecido y abierto el consultorio, inicié mi actividad. Mi primer paciente fue casualmente mi amigo el mosén que tenía un considerable ataque de gota. Tuvimos una interesante charla, eran las ventajas de ejercer la medicina en un pueblo de pocos habitantes, permitía poder conversar con los pacientes y con ello podías enterarte de las novedades que sucedían en la comunidad, era una especie de periódico vivo.

Unos meses después de haberme posicionado, recibí una carta del consulado de los EE.UU. en Barcelona invitándome a personarme en el mismo para un asunto de "sumo interés", decía. Francamente me sorprendió el recibirla, ya que yo había abandonado el país en toda regla, sin haber dejado deuda alguna pendiente de satisfacer, no se me ocurrió otra cosa.

Aproveché un viernes para tomar el tren en Vic y desplazarme al Consulado que se hallaba en la Vía Layetana, cerca de la catedral. Me identifiqué en recepción y en unos instantes vino a por mi un secretario para acompañarme hasta el despacho del señor Cónsul.

El diplomático era un hombre de aspecto ascético, alto, vestía como un dandy, se levantó para saludarme con cierta cordialidad estudiada. Me invitó a sentarme en una de las butacas del tresillo tapizado en cuero de color rojo situado en uno de los lados del despacho cercano al ventanal que daba a la Vía Layetana, el lo hizo en una esquina del sofá cercana a mi. Llevaba en su mano un sobre algo grande con la solapa cerrada por un sello de lacre rojo y que había cogido de su mesa de trabajo.

Con voz algo grave me dijo al tiempo que me alargaba el sobre que llevaba en la mano : -Le hemos invitado a que viniera doctor por que en la valija diplomática de la semana anterior recibimos este sobre lacrado con expresa indicación de que debía serle entregado a usted en mano. Lamentablemente hemos demorado unos días en conocer su paradero, por lo que le ruego me disculpe el pequeño retraso en comunicárselo-.

Lo cogí algo sorprendido a la vez que le daba las gracias. Procedí a abrirlo en su presencia, su secretario me alargó una especie de pequeña espada para que me ayudara abrir la solapa del envoltorio. Rompí el lacre, que me pareció que llevaba el sello de la embajada estampado en la cera, o algo parecido, no entendía demasiado de estas cosas.

Saqué el contenido de su interior, eran tres folios de papel de excelente calidad doblados por la mitad. Procedía efectivamente de un notario de Boston, leí con atención su contenido. A medida que avanzaba en su lectura aumentaba mi sorpresa respecto al contenido del mismo, al finalizar ésta me quedé unos segundos en silencio, mientras el cónsul y su secretario que se mantenía todavía de pie junto a éste me observaban. En definitiva el escrito no dejaba de ser una comunicación de una parte de las últimas voluntades en el que se explicaba que unos días posteriores al fallecimiento de la señora Margaret Hagarty, se había procedido a abrir el testamento depositado por ésta en la notaría algunos meses antes de su fallecimiento.

En uno de los apartados, dejaba a mi nombre una considerable parte de las acciones que Peggy poseía de la sociedad farmacéutica en la que yo había trabajado en los Estados Unidos, el resto lo legaba a sus dos hijas y también hacía partícipe a Julius, su hijastro, en igual cantidad a la mía. No sabía que hacer ni que decir, le alargué al señor cónsul los tres folios para que el también los leyera.

-Es usted un hombre verdaderamente afortunado doctor, las acciones que la señora Hagarty le ha legado son de gran valor, sin ser un experto en estos temas de bolsa diría que el valor podría sobrepasar algunos millones de dólares, ya que pertenecen a una de las sociedades farmacéuticas más importantes de mi país-

Me quedé atónito, no esperaba este exceso de generosidad por parte de aquella dama a la que tanto debía y admiraba, no sabía que responderle al señor cónsul que se quedó mirándome en espera de una respuesta por mi parte. El sonido de algunas bocinas de automóviles que se colaba por el ventanal de la oficina, probablemente protestando de algún atasco de circulación en Vía Layetana, me volvió de nuevo a la realidad del momento.

-No se que decir señor cónsul, jamás hubiese esperado esta generosa donación a mi persona, debo pensar que haré con ella, dudo de si aceptarla, puede que hayan gentes con mayor necesidad que yo, de todos modos lo pensaré. ¿Hay alguna cláusula que ponga límite al tiempo de la aceptación por parte mía?-.

-Permítame que lo lea con más atención, como comprenderá el sobre venía lacrado y no me era permitido abrirle y no le acompañaba informe alguno con indicaciones, simplemente una nota en la que se ordenaba su entrega en mano a usted-.

El funcionario se tomó su tiempo para leer de nuevo el documento, una vez efectuada la lectura lo dobló y me lo devolvió al tiempo que me decía: -No veo ninguna cláusula resolutoria por este concepto, no obstante enviaré hoy mismo a la notaría que nos efectuó el encargo, una solicitud aclaratoria sobre este punto y tan pronto tenga respuesta me pondré en contacto con usted-.

Le agradecí al cónsul su atención y le di mi domicilio en Fogueroles, éste se interesó por conocer dónde se hallaba ubicada la población, -¿tiene usted un plano de la provincia de Barcelona?-, le solicité. El secretario no tardó nada en extender sobre la mesita cercana un plano, nos aproximamos al mismo y le señalé con un círculo el lugar. El señor Ronnie Miller, que así era como se llamaba el cónsul, se interesó por el pueblo y por mi trabajo en el mismo, intuí que no acababa de comprender el motivo de ejercer la medicina en un lugar casi desconocido, cuando su interlocutor había llegado a alcanzar cotas muy altas en el mundo de la investigación y dirigir uno de los laboratorios más importantes de su país y quizás del mundo.

-Señor cónsul, le conmino a usted a que se acerque un día a visitarme, será mi invitado, y le aseguro que comprenderá en un instante uno de los motivos por los que tomé la decisión de quedarme aquí, en este lugar, a ejercer mi oficio-. Quizás adivinó en mi rostro que mis palabras tenían un contenido que ocultaba.

-Intuyo doctor que la razón por la que determinó usted prescindir del estatus alcanzado en mi país, debió ser muy poderosa-.

-En efecto, lo fue, lo sigue siendo y lo será por toda la vida que Dios tenga decidido concederme-, le dije con aire grave.

El señor Miller, me dio una amistosa palmadita en el hombro y prometió hacer lo posible para traerme personalmente la respuesta que obtuviera a la consulta, -Así conoceré este pueblecito del que interpreto es usted un enamorado-.

-Así es señor cónsul, no le quepa la menor duda-.

Me acompañó hasta la puerta del despacho para despedirse con mayor cordialidad que con la que me había dispensado al recibirme y, de la que yo no tenía en realidad queja.

A la salida, comprobé que todavía disponía de algo de tiempo hasta tomar el primer tren que partía desde la plaza de Catalunya, dirección Puigcerdá. Tenía tiempo para dar un breve paseo por los alrededores de la catedral, tuve la fortuna que estaba abierta, dirigí mis pasos a la capilla en la que se halla el Cristo de Lepanto, era ésta una de las que más me atraían, desconozco el motivo, pero siempre he sentido una especial devoción por aquel Cristo que sobrevivió a la batalla de Lepanto. Recé unas oraciones por el alma de Laura.

Cuanto la extrañaba en mi triste soledad, sin ella los días se me hacían tremendamente largos y vacíos, habían

pasado ya casi seis meses de la tragedia y no era todavía capaz de convencerme de que nunca más ella estaría a mi lado. Por las noches cuando me acostaba miraba a mi lado y ella no estaba allí, desolador panorama, temía tener que soportar cada noche casi sin poder conciliar el sueño, éstas se me hacían eternas, pero me resistía a tomar algún fármaco que me ayudara a dormir.

Salí de la catedral por la puerta lateral, la del claustro que da a la calle del Obispo, para seguir luego hasta la plaza de San Jaime, admiré los dos edificios principales; el ayuntamiento en el Sur y en el lado opuesto el palacio de la antigua Generalitat, todavía ésta no restituida, me quedé unos minutos de pié en el centro de la plaza para ver toda su perimetría, habían edificios antiguos, quizás tanto o más que los dos palacios dedicados a dirigir la administración de la ciudad uno, y los destinos de la que fue la nación Catalana en el pasado en el otro.

Continué mi paseo por la calle de Fernando hasta converger con las Ramblas, no tenía excesiva prisa, deseaba impregnarme de la ciudad, éste tesoro artístico que los que en ella hemos tenido la fortuna de haber nacido y vivido, que en ocasiones no apreciamos ni valoramos en toda su dimensión. En la esquina de ésta calle con las Ramblas estaba abierta la tienda de material deportivo Bevillaset, dónde mi padre me compró mis primeras botas montañeras para ir a las excursiones que con sus compañeros organizaban una vez al mes, me vinieron a la mente el claveteado especial que éstas llevaban en las suelas para evitar resbalones y el ruido que hacía sobre el pavimento.

Escopetas de caza, cartucheras y munición para éstas, sacos de dormir, tiendas desmontables, piolets para escaladores, mochilas, y un sin fin de artículos deportivos se agolpaban en sus vitrinas y estanterías.

Salí por la puerta de las Ramblas, éstas como era tradicional siempre con gente ajetreada, timadores con su mesita portátil, algunos limpiabotas que ofrecían sus servicios, cafeterías con algunas prostitutas tempraneras mientras su "chulo" probablemente todavía dormía, un par de empleados municipales cargaban con una pesada manguera de riego dedicados a limpiar las calles con el agua a presión que de ésta salía. Pasé por delante del Gran Teatro del Liceo, como yo le había bautizado en una ocasión : La Catedral de la Música, orgullo de los melómanos de la ciudad, era después del Teatro Alla Scala de Milán uno de los más importantes y bellos de Europa. Me lo quedé mirando, aunque sinceramente su exterior no tenía demasiado que ver y gozar, su fachada era sumamente austera y no distaba mucho en cuanto a presencia arquitectónica exterior de su hermano mayor lombardo, incluso guardaban hasta cierto parecido.

Aquel sector de las Ramblas me trajo el bello recuerdo de unos días en que mi buena amiga Maite vino invitada por mis padres a conocer la ciudad y yo fui su guía. No pude evitar también la imagen de una Laura feliz a mi lado. Traté de alejar estos pensamientos que me entristecían, y me metí en el mercado de la Boquería, seguía tal y como la había conocido, las frutas colocadas primorosamente y al alcance del cliente, eran viandas muy seleccionadas, al igual que las carnes y pescados, en este mercado era tradicional el exquisito gusto en la presentación y la calidad de los productos, naturalmente era también el más caro de la ciudad. Acudían a comprar personas de clase social bien aposentada que se desplazaban desde la zona norte de la ciudad para adquirir los selectos productos que allí se ofrecían.

Miré el reloj de pulsera y vi que no me quedaba demasiado tiempo para llegar al tren, apresuré algo el paso Ramblas arriba, me apetecía tomar un buen café, entré en la cafetería Moka. Excelente el café que como siempre sirven, lo tomé de pié apoyando la espalda en la barra, desde allí podía ver a través de la gran cristalera el paso de transeúntes y vehículos en su afanoso trasiego de ir y venir.

Treinta minutos después bajaba las escaleras de acceso a los andenes subterráneos del ferrocarril en la Plaza de Catalunya y, cuarenta minutos más tarde me apeaba en la estación de Vic. Fui caminando hasta la plazoleta en la que había dejado estacionado mi automóvil. Al llegar junto a él me lleve una grata sorpresa, la encantadora "polvorilla" estaba apoyada en él aguardándome. Luego me confesó que la clínica donde ella trabajaba esta muy cerquita y al pasar por allí por la mañana había visto mi automóvil estacionado, ella sabía que habitualmente cuando iba a la ciudad lo hacía en ferrocarril y por la hora que era imaginó que no podía tardar demasiado, había aguardado casi una hora.

Me abrazó y me dio dos sonoros besos en las mejillas, sin separarse de mi retiró unos centímetros su cabeza de la mía y se quedó mirándome a los ojos. ¡!Dios Santo ¡¡, su proximidad me permitió oler su perfume, era el mismo que mi Laura había usado, de nuevo aquel suave olor a miel volvía a embargarme y reverberar de nuevo mis sentimientos.

La aparté de mi, quizás con algo de innecesaria brusquedad. -¿Maite que has hecho?-, le dije con aspereza . -¿Porqué te has puesto este perfume?-pregunté.

Se quedó muy sorprendida por mi repentina y brusca reacción, de inmediato sus azules ojos se anegaron de lágrimas, pronto me di cuenta de que mi reacción había sido inmerecida, comprendí que quizás habría comprado aquel caro perfume creyendo que me agradaría y me traería gratos recuerdos. La tomé del brazo y la acompañé hasta la puerta del auto, se sentó en la butaca y cerré la puerta, fui a sentarme en el lado del conductor, mi conciencia me decía que no había actuado correctamente con mi querida amiga, se apoderó de mi un sentimiento de injusticia.

-Maite, ¿puedes disculpar mi torpe brusquedad?, tu no te mereces eso-, la dije.

-Guillermo eres tu quién ha disculparme, debí pensar que quizás pudiera molestarte volver a sentir el olor que Laura siempre desprendía y debí intuir que ello quizás pudiera herir tus recuerdos y sentimientos-. Dijo todo esto sollozando y con el rostro bañado en lágrimas.

Saqué mi pañuelo del bolsillo para secarle la cara, con las lágrimas el rimel de los ojos se le había escurrido, dándole un aspecto algo cómico, – échate una ojeada en el espejo-, le dije al tiempo que desdoblaba el parasol de su lado que contenía un pequeño espejo de cortesía. Al verse me miró sonriente y la acompañé en ello, realmente su cara tenía un aspecto algo circense.

Fuera había caído la tarde y comenzaba a oscurecer. Nos quedamos los dos mirándonos a los ojos, Maite pasó sus brazos alrededor de mi cuello y nos besamos profundamente, ella con amor y pasión, yo solo podía hacerlo por pasión y cariño, todavía llevaba aquel negro puñal clavado en el corazón y que mientras allí estuviera me incapacitaría de volver a amar a otra mujer.

Estuvimos así, besándonos un largo tiempo, hasta que ya algo más serenos nos separamos lentamente sin apenas decirnos nada, en silencio, era innecesario cualquier comentario. Arranqué el coche y lo dirigí a buscar la carretera que nos llevaría a Folgueroles.

Dejé a Maite en la puerta de su casa y me fui a la mía, no sin antes haber quedado vernos al día siguiente, sábado, la propuse que me acompañara a un pueblecito cercano para visitar a una paciente en estado muy avanzado de gestación. Maite era una titulada y eficiente enfermera, la hizo muy feliz que contara con ella. Nos despedimos en la puerta del colmado, con un dulce y suave beso.

-Hasta mañana, Guillermo-.

-Hasta mañana-.

Por el camino de regreso a mi cercana casa, sentía en mi interior algo más de paz y sosiego en el alma, el encuentro con la dulce Maite me había hecho mucho bien. Abrí la puerta de casa y me encontré en el suelo una nota escrita que había echado alguien por debajo de ella, desdoble el papel y comprobé que era de mi amigo Justet, venía a decirme que se hallaba en el pueblo con su esposa y me invitaban a cenar en un conocido restaurante de Vic, vendrían a por mi sobre las nueve de la tarde. Me causó una grata sorpresa a la vez que alegría, desde nuestra boda no había vuelto a ver a mi estimado amigo.

Subí las escaleras para aposentarme en el salón y ver un poco la televisión, en especial si daban las noticias o alguna película de mi agrado. Me sentía bien, hacía meses que no experimentaba esta tranquilidad de espíritu, Maite me hizo mucho bien con su amoroso beso, mediamos pocas palabras, no eran necesarias, ambos sabíamos lo que hacíamos y mi subconsciente estaba falto de amor. Me acordé del sobre que el cónsul de los Estados Unidos me había entregado, se había quedado en el bolsillo del abrigo que dejé colgado en el perchero de la consulta, fui a por él y me senté en mi butacón preferido, volví a leer el contenido del documento, no había duda alguna, Peggy me había legado en vida una considerable fortuna en acciones de la compañía. Cogí el teléfono y pedí a la centralita del pueblo una conferencia con un número de Boston, media hora después Joana, la telefonista, me avisaba de que tenía en línea a una voz masculina.

-Hola, ¿con quién hablo?- pregunté.

-Julius Hagarty-respondió.

Julius querido amigo, ¿cómo estás? soy Guillermo-.

-Qué alegría me das, ¿estás bien?, cuanto tiempo sin saber de ti-.

Realmente mi ex alumno y querido amigo no podía ocultar la alegría de volver a saber de mi, estuvimos hablando un largo rato. Me contó que unos días después del accidente la embajada en Brasil pudo localizar a su padre y que éste regresó a Boston en una jet privado de la compañía. Estaba muy afectado, a pesar de que él y Peggy no hacían casi vida marital, sin embargo la convivencia era exquisitamente correcta, guardaban con todo celo las apariencias sociales.

Le comenté la sorprendente noticia del legado de Peggy , me respondió que ya lo sabía por haber estado presente en la apertura y lectura del testamento de su madrastra.

-Realmente Julius estoy tan sorprendido que todavía no he tenido oportunidad de pensar que determinación tomar al respecto. Siento dentro de mi como si fuera algo a lo que yo no tuviera derecho a poseer, y esa si que es una firme convicción-.

-Pero Guillermo, es una donación efectuada en toda regla, con plena consciencia de la voluntad de Margaret, nada debe interferir en tu pensamiento respecto a la legalidad y justicia de la donación-.

-Lo se Julius, pero no me refiero a la legalidad del acto, lo se sobradamente, me refiero a que es algo conciencial, la cuestión es que no tengo ningún vínculo familiar que me de cierto derecho a recibirlo. No se si me comprendes-.

-Te comprendo Guillermo, solo puedo decirte que no tomes una decisión precipitada, tómate tu tiempo, no es urgente. ¿Qué tal te sienta ejercer la medicina rural?-, me preguntó interesándose cariñosamente. Julius era hombre de gran sensibilidad.

-Esto es un remanso de paz, deberías conocerlo, venid este próximo verano tu y Horace, mi casa es sencilla pero espaciosa, dispondréis de una amplia habitación, no os lo perdáis-.

-Me encantaría, haremos todos los posibles para venir, lo hablaré con Horace, prometo decirte algo-.

Colgué el teléfono después de despedirnos. Me quedé pensativo un buen rato con la espalda apoyada al marco de una de las ventanas, ni tan siquiera el gol que acababa de endosarle el Barcelona al Real Madrid distrajo mis pensamientos, apagué el televisor y me fui a la cama, confiaba poder dormir algo mejor aquella noche.

No pude conciliar el sueño demasiado pronto, pasó por mi cabeza el beso que Maite y yo nos habíamos dado en el automóvil, fue espontáneo, como el que ya nos habíamos dado en cierta ocasión cuando yo todavía era un inexperto con el manejo de la bicicleta y las féminas, no teníamos más allá de dieciséis años. Con este beso, mi conciencia parecía culparme de haber cometido una traición al recuerdo de Laura, era todavía todo tan reciente y tan hondo mi penar que era un constante sufrir. Finalmente me quedé dormido.

CAPÍTULO XXXº

Una primavera llena de vida….

Marzo se había quedado atrás y los primeros días de abril habían sido lo suficientemente lluviosos para que sobre los campos de labranza del valle se extendiera un manto de intenso de luminoso verdor salpicado efímeras florecillas y la mayoría de árboles frutales se adornaran con la floración.

Me desperté alrededor de las ocho de la mañana, mi ánimo no estaba tan alicaído como el día anterior. Sentía necesidad de hacer cosas, me puse un chándal de deporte y salí a correr por el campo. Estuve casi una hora corriendo, a ratos forzaba la carrera y hacía que mis músculos sufrieran, gozaba con ello, quizás pudiera parecer algo masoquista pero después de haberme entregado a la carrera me sentía sumamente relajado.

Al regresar de nuevo por las calles del pueblo, me saludaron el panadero y la madre de Maite, les correspondí con la mano, no quise detenerme para conversar con ella, sudaba a mares y corría el peligro de que si se enfriaba el sudor podía pillar un resfriado.

Después de una reconfortante ducha fui al Casinet para que me sirvieran un desayuno al estilo de como se solía hacer en las casa de los campesinos de la comarca, la empleada del mostrador me sirvió un porrón con vino tinto del que bebí solo un traguito, el vino tenía bastante graduación y me levantó algo el ánimo.

Un rato después entraba por la puerta mi amiga Maite, estaba como siempre radiante y llena de vitalidad, se había puesto unos apretados pantalones tejanos azules que combinaban con una blusa camisera azul celeste y una gruesa chaqueta de lana negra. Se sentó frente a mi y me cogió una de mis manos, -¿Qué tal has dormido?-, me preguntó mientras me miraba a los ojos con su viva mirada.

-Hoy he dormido algo mejor, anoche estuve hablando un largo rato por teléfono con mi ex alumno y amigo Julius Hagarty-.

-¿A si?, ¿por algún motivo en especial?-.

Le conté a Maite todo lo referente al legado de acciones de Peggy y mis dudas sobre qué debía hacer con ellas.

-Entiendo tu dilema-, me dijo, -pero creo que debieras hacer lo que tu le aconsejaste a Justet en una ocasión-. –Se tu mismo y actúa según tu conciencia-.

Me quedé mirándola, su natural desenvoltura y espontaneidad le confería una frescura difícil de encontrar en otras personas. Experimenté que mirarla y conversar con ella me aliviaba de mis todavía lúgubres pensamientos. Necesitaba olvidar para poder vivir.

Mientras desayunábamos entraban y salían algunos parroquianos que nos miraban con cierta sorpresa, el pueblo era conocedor de mi viudedad, no obstante algunas comadres probablemente opinarían que todavía todo era muy reciente y debía guardar luto más tiempo antes de tontear con otras féminas. A decir verdad no me preocupaba en exceso la opinión de los demás, era su problema.

Le propuse a Maite ir a efectuar mi visita médica en bicicleta. -¡Fantástico!- exclamó, -como en los viejos tiempos-, agregó.

Pagué la cuenta y fuimos a por mi maletín de galeno, era el que había utilizado durante más de cincuenta años mi amigo el anciano doctor Alfonso, que envuelto con gran solemnidad me lo obsequió cuando inauguré mi consultorio, también acompañó al regalo todo el instrumental quirúrgico que a través de los años había ido adquiriendo. Fue verdaderamente para mi un muy preciado presente el suyo a la vez que emotivo. -Lo tendré conmigo siempre doctor-, le dije solemnemente.

Unos días antes de marcharnos a los Estados Unidos, Laura y yo habíamos guardado nuestras bicicletas en el garaje de la gran casona.

Empujé la puerta de la verja de hierro omitiendo hacer sonar la campanilla, bordeamos el jardín hasta llegar a la parte posterior de la casa, pude ver en una de las esquinas el templete donde celebramos la fiesta que había organizado Laura unos años atrás, me estremecí tal como si hubiese tocado unos cables eléctricos de baja intensidad, me detuve un instante y me apoyé en la barandilla de piedra de la terraza y eché un vistazo al resto de aquella parte del jardín, observé que no estaba tan exquisitamente cuidado como cuando la señora Soladrigas todavía vivía, me entristeció.

Terminamos de dar la vuelta a la casa hasta llegar al garaje, abrí la puerta con el rechinar de las oxidadas bisagras, en su interior permanecía todavía el Citroën Stromberg ahora cubierto de polvo y que utilizamos los días previos a nuestra boda. En uno de los rincones estaban nuestras bicicletas con algunas telarañas y bastante polvo depositado encima de ellas.

Con la ayuda de Maite las sacamos al exterior, con un pedazo de tela que se hallaba tirada en el suelo del garaje las libramos del polvo, -Señorito, nos les había oído entrar-, era Eulalia la sirvienta, que había oído ruidos y se acercó para ver lo que ocurría.

-Hola Eulalia, hemos venido a por las bicicletas, ¿dónde está tu marido?-.

-Se ha quedado en cama, le dolían todos los huesos-.

-Luego iré a visitarle, ¿tenía fiebre?-.

-No se, pero tenía muchos escalofríos-.

-Son síntomas de fiebre, tendrá un clásico trancazo, luego iré a visitarle, en el entretanto dale un par de aspirinas y un vaso de leche bien calentita haz que se quede guardando cama hasta que yo regrese-. -Voy a una visita y a mi regreso me paso por vuestra casa-.

Montamos en las bicicletas y tomamos por el sendero del cementerio, anduvimos pedaleando uno junto al otro casi veinte minutos, en todo el camino no hablamos, simplemente nos mirábamos de vez en cuanto y alguno de los dos hacía una ligera sonrisa al otro, la verdad es que en ningún momento hicimos el menor comentario a los besos que el día anterior nos habíamos dado en el interior del automóvil, y que me habían dejado algo intranquilo.

El camino era algo sinuoso y ganaba lentamente altitud hasta tomar la suficiente para poder divisar desde allí una buena parte del valle, llegamos a la casa de la familia Serra casi resoplando después de atravesar un bosquecillo de frondosas hayas. Nos recibieron algunas escandalosas ocas que andaban sueltas por allí, éstas últimas eran el mejor vigilante de las casas en el campo, con su escandalera advertían de la presencia de cualquier extraño, eran una alarma infalible.

Salió a recibirnos Quimet el esposo, también conocido por "el caliqueño", por llevar siempre prendido de sus labios una colilla de estos apestosos cigarros.

-Buenos días doctor, veo que hoy trae usted una bella ayudante-, saludó socarronamente.

-Buenos días Quimet, ¿dónde tienes a tu esposa?-, no hice el menor caso al inoportuno comentario de éste.

-Arriba, en la cama, creo que tiene lo que le llaman contracciones, suba usted mismo, ya conoce la casa-.

Quimet era un hombretón de unos cincuenta años, que cuidaba de una granja heredada de su padre y éste de los abuelos, me conocía desde mis años de veraneante, se casó siendo ya algo mayor con una muchacha de un pueblo vecino bastante más joven que él, tenía ella por aquel entonces escasamente cumplidos la veintena de años, tres meses después de su boda tuvieron una niña, fue el escándalo del pueblo por quedarse embarazada antes de casarse, a la niña que tuvieron la llamaba familiarmente "pubilla", por ser la heredera, aunque su nombre de pila era el de Cristeta, una niña extrovertida y sumamente simpática, iba siempre con unas largas y rubias trenzas correteando por la granja.

Maite y yo subimos a la primera planta donde se hallaban las habitaciones de la casa, llamé a la puerta y una temblorosa voz nos invitó a entrar:

-¿Cómo estás hoy Inés?-.

-Siento muchos dolores doctor, van i vienen-, dijo poniéndose la mano sobre el promontorio de su abultado vientre.

Pregunté por la frecuencia de aquellos "dolores", me dijo que más o menos cada hora, desde el día anterior, pero que últimamente se producían con más frecuencia. Comprobé que ahora las contracciones se repetían cada diez minutos.

Miré a Maite, ésta, como experta enfermera, asintió con la cabeza y sin tan siquiera que yo le efectuara comentario alguno salió de la habitación para dirigirse a la cocina y poner una gran olla con agua en los fogones para que hirviera. En el entretanto procedí a efectuar el reconocimiento físico a la paciente, no tenía la menor duda de que a Inés se le estaba acercando el momento del parto, la frecuencia de las contracciones eran muy indicativas y la dilatación de su útero lo reafirmaban. Maite regresó con unas cuantas toallas colgadas de uno de sus brazos. Administré a Inés una dosis de pentotal para adormecerla y mitigarle los dolores de expulsión, estaba nerviosa y algo asustada.

La hablé para tranquilizarla, -ánimo Inés, se va a producir en ti otra vez el milagro de la vida, eres una mujer fuerte y ya tienes la experiencia de un parto anterior-.

Mirándome con ojos llorosos me cogió la mano para estrecharla coincidiendo con uno de los momentos de lo que ella llamaba "dolores", miré el reloj para comprobar la frecuencia de éstos respecto al anterior. Maite extendió una toalla debajo de las piernas de la parturienta por que ya empezaban a aparecer las primeras señales del inicio del parto con la salida de algo del líquido amniótico.

Un par de horas después un precioso y rubicundo bebé hinchaba sus pulmones para echar a llorar con todas sus fuerzas llenando toda la habitación con su llanto. Una nueva vida llena de esperanzas venía a acompañarnos en la andadura por el largo y a veces cruel camino de la vida.

Maite dedicó ahora su atención a la paciente, ayudándola a componerse para que su esposo Quimet la encontrara aseada. Examiné y acabé de preparar al recién nacido, luego Maite le vistió con una ropitas adecuadas y le colocó al abrigo de su madre. Mi ayudante y yo nos quedamos mirando por unos momentos muy satisfechos por el resultado de nuestro trabajo. Fue para ambos nuestra primera intervención en un parto, no lo olvidé jamás, luego vinieron otros, muchos más, pero me sentí en aquellos momentos mucho más médico y creció todavía más mi la vocación de sanar a mis congéneres, sentí dentro de mi una gran sensación de paz que compensaba en parte mis pesares.

Desde la ventana de la habitación llamé a Quimet que estaba echando puñados de granos de maíz a las aves. -¡Quimet, sube, ven a ver a tu nuevo hijo!-, le dije.

Apareció por la puerta del dormitorio como una tromba, se quedó de pié junto a su esposa a la que besó cariñosamente en la frente, señaló con su calloso dedo índice al bebé que en aquellos momentos dormitaba apaciblemente.

-¿Este es mi hijo?, me lo ha sacado usted algo pequeño ¿no le parece doctor?-, Quimet decía esto mientras daba un sonoro beso en la frente del recién nacido. -¿Puedo cogerle?-.

-Si pero antes deberías lavarte las manos con jabón-, le dije bromeando.

Quimet estaba que no cabía en su piel por el hijo varón que su mujer acaba de darle. Mientras Maite recogía todo el instrumental utilizado y lo metía dentro del maletín, bajé a la planta baja de la casa, Quimet acababa de lavarse las manos en la pica de la cocina, me miró sonriente y me dijo con su vozarrón : .-¡Acompáñeme doctor!-, le seguí hasta llegar al gallinero, allí habían no menos de setenta aves de corral, -¡Elija doctor la gallina que más le plazca-.

Le agradecí el regalo pero le dije que no sabría que hacer yo con una gallina. Se rió lo suyo, se agachó y cogió por el pescuezo a la más cercana, una gallina de plumaje blanco níveo con una pequeña cresta roja. En un santiamén le retorció el cuello y la gallina dejó de existir, no me dio tiempo a evitarlo. Se reunió a nosotros Maite llevando mi maletín de galeno asido de una mano. -Maite ¿sabes que hacer con la gallina que acabo de regalarle al doctor?-.

-No, pero mi madre si sabe, ella me dirá que hacer con la gallina, es una buena cocinera-.

-Te digo; en primer lugar para desplumarla fácilmente, tienes que sumergirla en agua hirviendo, así te será más sencillo quitarle todo el plumaje, luego la acercas a una llama para que se acaben de eliminar las pequeñitas plumas que son muy difíciles de hacerlo manualmente, con una tijera grande le abres la tripa y le quitas las vísceras e intestinos, córtales las patas y también la cabeza y luego la despiezas a cuartos y, la tendrás lista para guisar-.

Le di las gracias a Quimet por su obsequio y regresamos al pueblo. Era frecuente entre las gentes campesinas mostrar su agradecimiento de éste modo al médico que les atendía. Maite y yo nos sentíamos satisfechos de nuestro "grand debú".

Nos separamos en el portal de la tienda de su hermano, coincidió que Emilio salía de ella para ir a comprar el periódico, me saludó y me invitó a almorzar en su casa, -así hablaremos de los viejos tiempos-, me dijo para animarme. Acepté encantado, era precisamente lo que yo necesitaba, distraer la mente que no cesaba de afligirme.

-Me queda por visitar al esposo de Eulalia y luego voy para allá, hasta luego-.

Me fui a visitar al jardinero que viví en una vieja casita de dos plantas en la calle Nueva, Eulalia su esposa todavía no había regresado de sus labores en la Gran Casa, pero en el pueblo las casas durante el día no se cerraban con llave, después de llamar con el picaporte entré sin aguardar que alguien me abriera, entré hasta llegar a la habitación del matrimonio. El bueno del jardinero no tenía nada más que un buen resfriado. Le administré un jarabe que llevaba en el maletín muy apropósito para su dolencia y le recomendé algunos días de cama sin salir a la calle.

Fui directamente a mi casa para dejar el maletín y la bicicleta, y asearme, debía acudir a la invitación para almorzar en casa de Emilio.

Una hora más tarde entraba en el colmado, la madre de mis amigos estaba tras el mostrador atendiendo y charlando con una clienta, la Pepeta, una anciana muy conocida en el pueblo por lo chismosa que era, en cuanto me vio se excusó con ésta y vino a saludarme con gran ternura, sabía que sentía una gran debilidad por mi persona, venía ya desde muchos años atrás. Mientras me abrazaba pude ver cuanto había envejecido en pocos años, tenía ya el pelo completamente gris, el rostro mostraba las huellas de sufrimiento a través de las múltiples arrugas cinceladas por la vida en su cara , sus ojos habían perdido toda la vivacidad de antaño, era ya una joven-vieja. Sentí un hondo penar por aquel ser tan tierno y cariñoso. La rodee con los brazos y la estreché contra mi pecho hasta oír los latidos de su maltrecho corazón. Durante mi estancia en los Estados Unidos, había sobrevivido a dos infartos de miocardio, sus hijos y su esposo cuidaban de ella cual muñeca de cristal.

A pesar de llevar yo algunos meses viviendo en el pueblo, no había tenido oportunidad de verla demasiadas veces, sabía por Emilio que le habían contado mi desgracia, le dosificaron la noticia de modo que no la sobresaltara.

-Guillermo- me dijo, -cuan caro eres de ver, llevas meses en el pueblo y casi no nos hemos visto, ¿acaso no eres amigo mío ya?-.

Le levanté la cabeza apoyando el dedo índice por debajo de la barbilla para que me mirara a los ojos. -¿usted cree que yo puedo dejar de ser amigo de ustedes?-, le pregunté.

Le resbalaron dos grandes lagrimones de sus enrojecidos ojos, pero mi pregunta le había arrancado una sonrisa de felicidad, ella sabía que no era posible que dejara de estimarles.

Sube al piso, Maite y Cristina están preparando la mesa y Emilio cocina un arroz caldoso que te vas a chupar hasta los dedos de rico que estará, yo acabo de servir a la Pepeta y me uno a vosotros en un momento.

Mientras subía por la escalera pude olisquear el aroma del guiso que Emili estaba preparando, me encontré a Cristina, la esposa de Emilio, atareada ordenando los enseres de la mesa, Maite revoloteaba por el fondo de la casa canturreando y en la cocina Emilio andaba ataviado con un delantal que casi le llegaba hasta los pies, entré en la cocina: -hola matasanos- me dijo el cocinero como saludo y cuchara de madera en ristre.

-Que bien huele amigo-, dije levantando la tapadera de la cazuela en la que guisaba.

-Mejor sabrá, anda prueba a ver como está de sal este arroz-, me dijo mientras sacaba una pequeña cucharadita del guiso de la cazuela de barro en la que Emilio volcaba todo su arte culinario.

-Umm, está perfecto de sal, y exquisito de sabor, eres un cocinilla muchacho-, le dije dándole un cariñoso capón en el cogote.

Emilio tenía a sus alcances un vaso ratafía y unas aceitunas negras de las que iba picando y de las que le cogí unas cuantas, las aceitunas eran mi debilidad.

Se unió a nosotros Maite y luego Cristina, que ya iniciaba a mostrar síntomas de su futura maternidad, Maite se sirvió una bebida de cola que sacó del frigorífico, bebió un largo trago y luego me alcanzó su vaso para que bebiera de el.

-Hoy Guillermo y yo hemos ayudado a nacer un bebé-, dijo con cierto aire de importancia.

Se sentía muy orgullosa de haber colaborado en un alumbramiento, respeté sus aires, era humano, yo sentía lo mismo pero intentaba no lo manifestarlo. Maite seguía siendo sumamente extrovertida y espontánea, una cualidad que no había perdido.

A esto de las dos del medio día regresó el padre de mis amigos, hubo mercado en Vic y como siempre había asistido para efectuar compras para el habituallamiento del colmado, en especial frutas y verduras frescas que los campesinos llevaban semanalmente a éste. Hacía pocos días que había estrenado una furgoneta 4L de la marca Renault, ante la presión de Emili al fin había dejado de trasladarse en su carrito y el burro.

Hizo sonar la bocina del vehículo, Maite y yo bajamos para ayudarle a descargar las mercancías. -No puedo permitir que un médico descargue mi furgoneta- me dijo muy serio.

-¿Pero se olvidado usted que yo sigo siendo el mismo de cuando venía los veranos?-, le dije bromeando mientras cogía una caja repleta de manojos de tiernas y jugosas acelgas recién cogidas del campo.

Poco después nos sentamos todos alrededor de la mesa, Emilio puso sobre la mesa con gran solemnidad la cazuela de barro en la que había cocinado su arroz caldoso, situando a ésta en el mismo centro de la mesa. Todos alabamos las excelencias del aromático guiso y felicitamos al cocinero que dicho sea de paso se ufanó como un pavo real. Acabado el almuerzo la familia se sentó frente al televisor para ver un programa que merecía su interés, al ir a sentarme en una de las sillas, oímos que desde la calle venían gritos de: -¡¡doctor, doctor!!-.

Nos asomamos al balcón para ver a que se debía el alboroto, abajo estaba una de las vecinas que decía que a su esposo se le había atragantado la comida y no podía respirar, bajé inmediatamente y corrimos calle abajo hasta llegar a la casa, afortunadamente el hombre había podido salir por si mismo del apuro, la fortuna hizo que le diera un ataque de tos que le ayudó a expulsar un trozo de manzana que se le había quedado atrancado en el recorrido hacia el estómago.

Regresé de nuevo a casa de Maite, sentía frío en el cuerpo, con las prisas no atiné ponerme la chaqueta para ir en auxilio del paciente, el día era tristón con el cielo encapotado y el sol casi no calentaba, me apresuré en regresar.

Estaba toda la familia viendo la interesante película que el canal nacional estaba echando, la señora Martí se había dormido en su cómoda butaca, mientras el resto permanecíamos atentos a la pequeña pantalla. Tomé asiento en la silla cercana a Maite, ésta se interesó en voz baja por el resultado de la intempestiva visita, le expliqué que casi no fue necesaria mi intervención.

Poco después acabó la película, y Emilio apagó el televisor. Invité a Maite a dar un paseo por la ciudad de Vic, a lo que ella asintió con el entusiasmo habitual en ella. Fuimos a por el automóvil que tenía estacionado cerca de mi casa, me sentía bien con la compañía de mi amiga, su carácter alegre y las charlas que manteníamos me hacían mucho bien, me ayudaban a soportar la soledad que aun reinaba en mi ser.

Al iniciar la maniobra de salida del estacionamiento vi por el retrovisor del coche a Emilio acercarse corriendo y gesticulando con los brazos, paré y asomé la cabeza por la ventanilla de mi lado para poder oír lo que éste intentaba decirme, a medida que se acercaba pude ver que tenía la cara demudada, -¡¡¡ mi madre, mi madre !!!- gritaba con toda la fuerza de sus pulmones.

Maite y yo nos bajamos del auto, Emilio me agarró con fuerza de un brazo y tiró de mi con fuerza mientras me decía: -¡¡ corre ven, mi madre no se despierta, creo que ha muerto !!-, Maite dio un grito -¡¡ nooo !!-, los tres corrimos. En un par de zancadas subí al piso, por el camino tropecé con una caja de manzanas que se desparramaron todas por el suelo.

La madre de mis amigos seguía sentada en la butaca en la misma posición que la dejamos Maite y yo al marcharnos, arrodillado junto a ella y sosteniéndole una mano estaba su esposo, su cara reflejaba incredulidad y dolor al mismo tiempo, Cristina, la cuñada de mi amiga, lloraba sentada en una de las sillas del saloncito.

Le toqué la frente y comprobé que estaba fría, helada, lo que indicaba que ya se iniciaba el endurecimiento de los músculos procediéndose pocos minutos después del fallecimiento, conocido como el rigor mortis, probablemente llevaba ya un buen rato sin vida, su cara no transmitía ningún rictus de dolor, todo lo contrario, mantenía una sombra de felicidad, tal y como ella había sido en vida, una mujer buena y feliz. Le tomé las pulsaciones y no había latido alguno, le pedí a Maite, que mantenía una gran serenidad, que me facilitara un espejito, acerqué éste a escasamente un centímetro de la boca para poder comprobar si había respiración y éste se empañaba, nada que pudiera dar una señal de vida, a falta de un fonendoscopio apliqué mi oído sobre el pecho, ningún síntoma de vida. El corazón le dejó de latir mientras ella dormía. Su debilitado corazón no pudo resistir un tercer infarto.

El fallecimiento de la madre de Maite, fue para mi otro revés cuyo embate tuve que resistir, había sido para mi una mujer entrañable y querida. Al entierro asistió el pueblo de Folgueroles en pleno, era una persona muy apreciada por todos, para la ocasión Maite y el resto de la familia, nos unimos todos en las condolencias. Permanecí todo el tiempo junto a mi amiga tratando de reconfortarla, tengo que manifestar que Maite se comportó en todo momento con gran serenidad y entereza.

CAPÍTULO XXXIº

El viaje y Maite…….

Pasaron las semanas y los meses, y el negro puñal seguía clavado en mi corazón, no conseguía quitármelo completamente. Al llegar la noche cuando mis quehaceres de la jornada finalizaban, era cuanto más echaba en falta a mi amada Laura, solo la dedicación a mi trabajo por sanar a los demás o cuando me visitaba Maite, lograban aliviarme de este hondo pesar que arrastraba como alma en pena, parecía como si un intangible lobo estuviera comiéndome el corazón.

En mi consulta de las tardes y mientras atendía a una paciente afectada de amigdalitis, sonó el teléfono, al atenderle una voz femenina preguntó por mi y me identifiqué, se trataba de la secretaria del señor Cónsul de los Estados Unidos en Barcelona.

-Le paso con el señor Cónsul doctor-.

El señor Millar se puso en unos segundos al otro extremo de la línea, me saludó con mucha amabilidad me informó que ya tenía una respuesta oficial a la consulta que yo le había efectuado cuando estuve visitándole unos meses atrás, me confirmó que podía disponer de todo el tiempo que yo deseara para aceptar o rechazar el legado de Margaret. Le pedí que tuviera la gentileza de enviarme el documento por correo.

-Ahora mismo doy instrucciones a mi secretaria para que le sea remitido-.

Después de colgar me quedé pensativo, casi me había olvidado de la paciente que tenía frente a mi. No había todavía decidido qué hacer con aquella fortuna, pero ahora sabía que no había prisa para tomar una decisión. Decidí tomarme mi tiempo para ello.

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