Manual de derecho penal III, por Renen Quiros Pirez (página 11)
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Ese conflicto de intereses se entabla entre el interés derivado de la norma jurídica que faculta el ejercicio de un derecho y el interés derivado de la norma jurídica que define el delito cometido por el propio sujeto. El mencionado conflicto debe resolverse según el principio del interés preponderante, a favor del interés representado por la norma legal que autoriza el ejercicio del derecho, por cuanto procura satisfacer exigencias de contenido social. La ley reclama que para justificar el acto previsto en la correspondiente figura de delito, el ejercicio del derecho se realice de manera legítima, o sea, que el titular del derecho no se exceda de los límites establecidos por la norma jurídica de la que el derecho emana. Si bien la eximente de obrar en el ejercicio legítimo de un derecho, que en su origen pudo haber sido una concesión al absolutismo de los romanos (el ius utendi et abusendi) no puede tener hoy tal alcance. Para argumentar lo expresado bastaría con señalar, por ejemplo, que el Código Penal sanciona al que, en lugar de recurrir a la autoridad competente para ejercer un derecho que le corresponde o que razonablemente cree corresponderle, lo ejerza por sí mismo, en contra de la voluntad expresa o presunta del obligado (artículo 159.1), figura de delito a la que jamás podría alcanzar la eximente, limitada al ejercicio legítimo de un derecho.
El ejercicio autorizado por el artículo 25.1 del Código Penal tiene como límite insuperable el "abuso del derecho". Hay abuso en el ejercicio del derecho en los casos siguientes:
Cuando se trata de los actos realizados por el sujeto traspasando los límites de su derecho, tanto respecto al objeto de este, como respecto a la forma de ese ejercicio.
Cuando se trata de los actos realizados por el sujeto que carezcan de utilidad propia, los realizados con la finalidad exclusiva de perjudicar a otro y los realizados por motivos éticamente reprochables (como, por ejemplo, la venganza).
Se abusa del derecho siempre que su titular lo ejerza sin tener en cuenta el fin que con él debe pretenderse y el indispensable equilibrio de intereses individuales y colectivos que la vida social presenta y exige. La conciencia social reprueba el uso arbitrario del derecho, su ejercicio contra el destino económico-social del propio derecho subjetivo. Por ejemplo, el artículo 347 del Código Penal sanciona al que "sin causa justificada destruya, deteriore o inutilice bienes propios, que tienen un valor evidente para la colectividad". Por supuesto, el ejercicio de un derecho no tiene siempre igual extensión; el ámbito de su aplicación y la fijación de sus límites en cada caso concreto, se halla determinado por la propia naturaleza del derecho de que emana y por la relación valorativa que el tribunal debe establecer entre el interés ajeno que se lesiona al ejercitarlo y el interés preponderante que tiene la sociedad en que algunos derechos se ejerzan aun cuando lesionen o pongan en peligro intereses. ajenos. La justificación por el obrar en el ejercicio de un derecho ampara no sólo al acto formalmente punible ejecutado para ejercer el derecho, sino también todos los actos que la ejecución de aquel presupone.
b) El ejercicio legítimo de una profesión u oficio El Código Penal (artículo 25.1) instituye también, como eximente de la responsabilidad penal la de obrar en el "ejercicio legítimo de una profesión […] u oficio" [3].
En ocasiones los vocablos "profesión" y "oficio" han sido asociados dentro de la denominación común de "derecho profesional", aunque tal vez esta designación resulte aún demasiado estrecha para el complejo contenido de derechos y obligaciones que se le otorgan e imponen a la persona que "ejerce" una profesión, "practica" un oficio o "desempeña" un cargo. Lo cierto es, sin embargo, que esta propia denominación de "derecho profesional" está indicando la real aproximación conceptual que existe entre los mencionados vocablos, lo cual contribuye también a complicar la labor definitoria. No obstante pudieran proporcionarse algunas ideas en torno a dichas nociones, con la única finalidad de procurar cierta distinción. En tal sentido, por "profesión" se entenderá aquella dedicación laboral que requiere, para su ejercicio, de título o certificado expedido por centro de enseñanza superior o universitario. El Estado, por intermedio de entidades especializadas (universidades, escuelas e institutos superiores, etc.) otorga al individuo que ha cumplido los requisitos académicos correspondientes, título que lo autoriza para el ejercicio de una determinada actividad profesional. El título mencionado lleva implícita la facultad de ejecutar aquellos actos necesarios para la consecución de los fines propios de la respectiva profesión, aun en el caso que la realización de tales fines implique la amenaza o lesión de bienes jurídicamente protegidos. Por "oficio" se entenderá toda ocupación laboral que exija determinados conocimientos técnicos, no universitarios, fundamentalmente de naturaleza práctica, pero cuyo ejercicio pueda estar amparado o no por título expedido por centro de enseñanza tecnológica.
El haber obrado en el ejercicio de una profesión u oficio constituye una causa de justificación cuando los actos realizados, con formal adecuación a una figura de delito, se ejecutan en la estricta esfera de derechos y deberes que la profesión o el oficio facultan o imponen (sentencia No. 86 de 9 de marzo de 1960). De otro modo, equivaldría a conceder impunidad a los profesionales o a los que ejercen un oficio por toda acción que perpetren, lo cual es inaceptable frente al texto del Código Penal que se refiere al "ejercicio legítimo de su profesión u oficio ". En ocasiones se ha negado la utilidad de la previsión legal de esta eximente, aduciéndose que con haber aludido el Código Penal al "ejercicio de un derecho" hubiera sido suficiente, por cuanto quien obra en ejercicio de una profesión u oficio, si está exento de responsabilidad penal, es a consecuencia de que ejerce un derecho reconocido en atención a su profesión o a su oficio. Tal criterio, a mi juicio, resulta demasiado limitativo para el complejo contenido de derechos y obligaciones que se le otorgan o imponen a la persona que ejerce una profesión o un oficio. Notables diferencias existen entre el obrar en ejercicio de un derecho y el obrar en ejercicio de una profesión u oficio, diferencias que justifican la previsión normativa de ambas modalidades. La eximente de ejercicio legítimo de una profesión u oficio exige, para su apreciación, la concurrencia de los requisitos siguientes
El sujeto debe ejercer alguna profesión u oficio lícitos. El oficio o la profesión son lícitos cuando están legalmente reconocidos o cuando, pudiéndose ejercer sin permiso legal, tienen finalidad socialmente útil.
El sujeto debe tener idoneidad para actuar en la esfera de la respectiva profesión u oficio. Se entiende por "idoneidad", en este caso, la capacidad del sujeto para aplicar adecuada y eficientemente los conocimientos propios de su profesión u oficio a una concreta situación.
El sujeto debe cumplir estrictamente las normas de conducta legalmente establecidas para el ejercicio de la profesión o del oficio. Con arreglo a este requisito, el sujeto no sólo debe ostentar el título o licencia que demuestra su idoneidad, sino adecuar estrictamente su conducta profesional a la respectiva reglamentación
El sujeto, con su acción, debe perseguir la finalidad propia de su oficio o profesión (el médico ha de actuar en el caso concreto para curar, el abogado para que se haga justicia).
Deja de ejercerse legítimamente una profesión o un oficio cuando se exceden los límites de la ley y se comete un hecho delictivo en el ejercicio de sus funciones o en ocasión de ellas. A este respecto, han de tenerse en cuenta la naturaleza de las funciones que se ejerzan y los fines a los que propenden la profesión o el oficio, para estimar autorizado el empleo de un medio dañoso sin que en todo caso sean permitidos a su amparo extralimitaciones o abusos.
Esto significa que el ejercicio legítimo de una profesión u oficio no excusa del cumplimiento de los elementales deberes que la prudencia y la diligencia imponen para evitar consecuencias socialmente peligrosas, y no puede servir de fundamento para eximir de responsabilidad penal cuando esta se deriva de un acto imprudente que ha ocasionado un resultado delictivo.
c) El ejercicio legítimo de un cargo El artículo 25.1 del Código Penal también instituye como eximente de la responsabilidad penal, la de haber obrado el sujeto en el ejercicio legítimo de un cargo. [4] No constituye una tarea sencilla la de elaborar un concepto de "cargo" que defina con exactitud sus diferencias con los otros conceptos (el de profesión y, en particular, el de oficio), así como que no reduzca su contenido al de "tener asignadas determinadas funciones de dirección, porque asimilaría el concepto genérico de "cargo" al específico de "cargo de dirección" o sea, al de "autoridad" y excluiría, sin razón, a los "empleados". Con vista a lo expresado podría llegarse a la conclusión de que lo más aceptable es patrocinar un concepto alcanzable por la vía, poco deseable, de la eliminación. Por "cargo" se entendería entonces el ejercicio de aquellas plazas con funciones administrativas que pueden requerir o no de titulación profesional, pero que implican predominante actividad de índole administrativa. La primera cuestión que debe dilucidarse es la relativa a la extensión del contenido de dicho artículo 25.1 del Código Penal, en lo que concierne al tipo de "cargo" a que se refiere la ley penal. Se ha dicho que el concepto jurídico-penal de "cargo" es el que los refiere únicamente a los que son de índole estatal. Sin embargo, a mi juicio existen suficientes razones para pensar que tal interpretación es demasiado restrictiva en relación con la aplicación de la eximente.
En el artículo 25.1 del Código Penal no se distingue respecto a la clase de cargo que debe ostentarse, ni se le califica, como se hace en otras ocasiones: por ejemplo, se alude al "funcionario del Estado o del Gobierno" (en el artículo 101.1 del Código Penal); al "funcionario judicial o administrativo" (en el artículo 134); al "funcionario público" (en los artículos 133, 136, 137, 141.1, etc.). De la comparación de estos casos, en mi opinión, se infiere que al no señalarse en el artículo 25.1 del Código Penal la clase de cargo a que se refiere, deba entenderse que cualquier tipo de cargo, sea estatal o no estatal, se halla comprendido en el indicado artículo. . Además, si al aludirse al "ejercicio de las profesiones" no se hacen distinciones, quedando comprendidos dentro del ámbito del artículo 25.1 del Código Penal tanto el jurista que desempeña sus funciones profesionales en un organismo administrativo del Estado como el abogado que labora en alguno de los Bufetes Colectivos, implicaría una interpretación restrictiva del precepto el limitar el ámbito de la eximente a quienes exclusivamente ocupan cargos estatales. Para que el hecho delictivo cometido en el ejercicio de un cargo quede amparado en esta eximente se requiere la concurrencia de los requisitos siguientes:
El sujeto debe tener competencia para llevar a cabo el hecho (este debe hallarse dentro de la esfera de atribuciones del sujeto)..
El sujeto debe cumplir, en la ejecución del hecho, las formalidades establecidas por la ley.
Particular atención merece el problema de las facultades discrecionales, tema que en lo concerniente a la eximente de obrar en el ejercicio de un cargo, suscita serias dificultades para concretar la legitimidad del ejercicio de ellas, por cuanto a diferencia de las facultades regladas, en las discrecionales el funcionario disfruta de una libertad de actuación tan solo limitada por la idea del "abuso o desviación del deber".
Cuando un funcionario ejecuta un hecho que sería delictivo si no estuviera justificado por el ejercicio legítimo del cargo, y ese deber no viene establecido por una norma concreta, sino que se deriva del fiel cumplimiento de esa misión, será preciso determinar con la máxima precisión si al obrar el funcionario usó legítimamente de las facultades inherentes a sus funciones o si, por el contrario, existió abuso o desviación de poder, caso en el cual, no podrá ser justificada su conducta, porque lejos de ejercer legítimamente el cargo, habrá faltado a sus deberes funcionales.
La solución de este problema no es sencilla. Personalmente comparto la opinión de quienes consideran que la fórmula preferida es la siguiente: si la acción, para ser considerada oficial, requiere, por parte de quien desempeña el cargo, un previo examen conforme a deber, sólo podrá estimarse como ejercicio legítimo del cargo, si concurre tal examen y la decisión se formula dentro de dichos límites de arbitrio. Lo que interesa al respecto no es si ex ante el funcionario realizó un examen adecuado al deber, apareciendo la medida adoptada, como la correcta. Naturalmente, para que la conducta resulte justificada, no basta con que al funcionario actuante le parezca correcta; la apariencia de corrección no ha de medirse con el criterio individual del funcionario que actúa, sino con un criterio social y genérico.
La diferencia entre la eximente de obrar en el cumplimiento de un deber y la relativa a obrar en el ejercicio legítimo de un cargo radica en que en aquella (el cumplimiento de un deber) las obligaciones se imponen al individuo en atención a circunstancias particulares y en el obrar en el ejercicio de un cargo las facultades y obligaciones son inherentes al cargo de que se trate.
4. LA OBEDIENCIA DEBIDA El artículo 25.1 del Código Penal dispone, en lo atinente, que "está exento de responsabilidad penal el que causa un daño al obrar […] en virtud de obediencia debida". [5] Esta eximente se hallaba regulada en el Código Penal de 1879 (artículo 8, inciso 13), en el Código de Defensa Social (artículo 36, inciso j), y en el Código Penal de 1979 (artículo 25.1). La fórmula empleada en todos es prácticamente la misma, aun cuando en el Código Penal de 1879 y en el Código de Defensa Social estaba prevista de modo independiente, separada de las eximentes de cumplimiento de un deber y de ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio, mientras que en los Códigos Penales de 1979 y 1988, se halla formulada conjuntamente con las mencionadas eximentes.
A) CONCEPTO DE OBEDIENCIA DEBIDA
El artículo 25.2 del Código Penal define la obediencia debida del modo siguiente: "Se entiende por obediencia debida la que viene impuesta por la ley al agente, siempre que el hecho realizado se encuentre entre las facultades del que lo ordena y su ejecución dentro de las obligaciones del que lo ha efectuado". La obediencia debida no puede ser alegada por quien no está legalmente obligado a obedecer- Por "ley" ha de entenderse, a los efectos del señalado artículo, cualquier tipo de norma jurídica, con independencia de su jerarquía normativa.
B) ESTRUCTURA DE LA EXIMENTE DE OBEDIENCIA DEBIDA
La eximente de obediencia debida se estructura sobre la base de dos elementos principales: la existencia de una determinada relación jerárquica entre dos personas; y la existencia de una orden impartida por un superior a su subordinado..
a) La relación jerárquica
La obediencia debida se fundamenta, en primer término en la existencia de una relación jerárquica constituida entre el superior (que es quien de acuerdo con las correspondientes normas jurídicas tiene facultad legal para imponer su voluntad a otros) y el subordinado (que es quien en razón del vínculo jerárquico está obligado a obedecer las órdenes que se le impartan por su superior). El deber de obediencia equivale, por lo tanto, a la obligación de cumplir los mandatos impartidos por un cierto sujeto. Para determinar los supuestos en que dicha obligación se constituye, es preciso acudir a todos los preceptos del ordenamiento jurídico que den lugar a un tal deber, porque en este caso se trata de un deber jurídico. De ordinario se ha afirmado que la eximente de obediencia debida se refiere exclusivamente a la llamada "obediencia jerárquico-administrativa", o sea, aquella que se establece entre la autoridad administrativa que imparte la orden y el subordinado que está obligado a obedecer, con lo cual quedaría excluido cualquier otro tipo de obediencia (la laboral, la familiar, etc.). De tal modo, se ha entendido que a los efectos de la aplicación de esta eximente debe considerarse que existe relación de dependencia jerárquica siempre que alguna persona que cumple función pública, se encuentra, con respecto a otra que también desempeña iguales funciones, en relación de subordinación (sentencias Nos. 549 de 29 de septiembre de 1966, 754 de 21 de diciembre de 1967, 110 de 17 de febrero de 1970).
Tal criterio, a mi juicio, debe ser revisado. La formulación de una orden por parte de un superior con respecto a su subordinado, puede ciertamente ocurrir con más frecuencia en las relaciones desarrolladas en el ámbito de la administración estatal, pero ello no significa que en las restantes esferas de la vida social sea imposible. Cualquier relación jerárquica motivadora de un deber de obediencia puede originar la apreciación de la eximente de obediencia debida. Dos argumentos a favor de este criterio son alegables: primero, si se tiene en cuenta la definición que de la obediencia debida se formula en el artículo 25.2 del Código Penal, se advertirá que en ella no se alude expresamente a una relación jerárquica determinada, sino que en el concepto son subsumibles las relaciones jerárquico-administrativas (que siempre resultarán las más frecuentes), pero también otras relaciones que tienen lugar fuera del ámbito de la administración estatal; y segundo, hasta los mismos defensores del criterio restrictivo de la relación jerárquica (los que lo reducen a las relaciones desenvueltas exclusivamente en la esfera de la administración estatal) tienen que aceptar que en ocasiones los particulares han de obedecer órdenes expedidas por autoridades judiciales o administrativas (por ejemplo, la orden de presentarse ante la autoridad judicial, etc.). En cuanto a la relación jerárquico-administrativa, no basta que quien dé la orden sea un funcionario de superior categoría a quien la recibe, sino que resulta preciso que este se halle con respecto a aquel en situación de dependencia. En tal sentido, no está obligado a obedecer y, por lo tanto, no puede alegar esta eximente un jefe de departamento que haya recibido una orden de un director que pertenece a distinto servicio administrativo, por más que tenga superior categoría.
No obstante, aún tratándose de funcionarios de distinto servicio, cuando se dé el caso de que quien recibe la orden tenga el deber de obedecer al otro, la eximente puede ser de aplicación. Tal es lo que ocurre, por ejemplo, entre las autoridades judiciales y los funcionarios de establecimientos penitenciarios. Por consiguiente, lo fundamental en esta materia es el hecho de la existencia del deber concreto de obediencia.. En general, la relación de dependencia jerárquica tiene carácter permanente, pero también puede ocurrir que se presente con carácter eventual, como cuando un particular, por obligación o voluntariamente, viene a hallarse a las órdenes de una autoridad estatal para el cumplimiento de una función o un servicio público. Por ejemplo, en el artículo 147 del Código Penal se sanciona "al particular que desobedezca las decisiones de las autoridades o los funcionarios públicos, o las órdenes de los agentes o auxiliares de aquellos dictadas en el ejercicio de sus funciones".
b) La orden El otro elemento de la estructura de la eximente de obediencia debida es la emisión de una "orden" por el superior jerárquico. Si no consta probado que el superior diera "orden" alguna al subordinado no es de apreciarse la exención por obediencia debida (sentencia No. 137 de 8 de mayo de 1959). La conducta del sujeto debe ser consecuencia de la orden y no deberse a otra causa. : Por "orden" ha de entenderse la manifestación de voluntad de un superior que este dirige a su subordinado para que haga u omita algo. Se trata de un mandato con pretensión de vinculación con respecto a la voluntad ajena. Una simple indicación no puede motivar la apreciación de la eximente de obediencia debida, por cuanto aquella carece de fuerza vinculante. Si se tiene en cuenta la definición que de ella se contiene en el artículo 25.2 del Código Penal, se llegará a la conclusión de que los requisitos de esa orden deben estar relacionados con los tres aspectos siguientes: :la competencia para impartir la orden; las características formales de la orden; y el deber de obedecer la orden.
a") La competencia para impartir la orden La orden debe provenir de un superior jerárquico competente para emitirla, lo cual implica que ese superior jerárquico no puede, al expedir la orden, exceder los límites ordinarios o extraordinarios de sus atribuciones. La práctica judicial (sentencias Nos. 137 de 8 de mayo de 1959, 2 de 16 de enero de 1962, 71 de 2 de febrero de 1966, 548 de 29 de septiembre de 1966, 549 de 29 de septiembre de 1966, 754 de 21 de diciembre de 1967, 511 de 17 de noviembre de 1969). ha declarado, en torno a la competencia para impartir la orden que:
La eximente de obediencia debida sólo puede ser apreciada si la orden del superior ha sido dictada dentro de la esfera de sus funciones.
No es posible apreciar la eximente de obediencia debida cuando consta que el sujeto ha obrado por propia iniciativa.
La orden debe referirse a las relaciones regulares y las obligaciones habituales entre el que manda y el que obedece.
La obediencia al superior jerárquico tiene el carácter de un deber jurídico.
Si el acto ordenado constituye una desviación de los fines sobre los cuales se asienta la relación jerárquica, deja de existir el deber de obediencia y con ello se carecería de base para apreciar esta eximente.
b") Las características formales de la orden El problema de las características formales de la orden se ha abordado conforme a dos criterios: de una parte, en la práctica judicial se ha exigido para la apreciación de la eximente de obediencia debida que la orden haya sido dictada con observancia de todas las formalidades legales (sentencia No. 133 de 2 de mayo de 1966); y de otra parte, en el artículo 25.2 del Código Penal (en el que se define la obediencia debida) no se halla prevista la exigencia de los requisitos formales de la orden. Esto requiere, por lo tanto, de conveniente y previa decisión.
Los partidarios de exigir la concurrencia de los requisitos formales en la orden para que el subordinado que la cumpla pueda ampararse en la eximente de obediencia debida, aducen que si bien su demanda no aparece en el artículo 25.2 del Código Penal, en cambio tal exigencia se encuentra consignada en la definición del delito de desobediencia (artículo 134 del Código Penal): "el funcionario judicial o administrativo que no dé cumplimiento a resolución firme u orden dictada por tribunal o autoridad competente y revestida de las formalidades legales". A este argumento se ha respondido alegándose que resulta absolutamente infundado apelar a requisitos ajenos al concepto legal de la obediencia debida como eximente, o sea, recurrir a los requisitos que se requieren para todo lo contrario, es decir, para configurar la infracción del deber de obedecer como delito y, por lo tanto, teniendo como consecuencia una sanción, lo cual constituye una situación jurídica completamente opuesta al caso de la obediencia debida como eximente.
Personalmente entiendo que una u otra posición no constituyen fórmulas adecuadas a los apremios de la práctica y a los postulados de la teoría de las eximentes. En mi opinión, debe exigirse, en la emisión de la orden el cumplimiento de las formalidades legales, para apreciar la eximente de obediencia debida, pero las soluciones para los casos de infracción de esas formalidades deben fundarse en la repercusión jurídica que pueda tener el incumplimiento de la formalidad concreta. Esto significa descartar la aplicación abstracta de las consecuencias por el incumplimiento de la formalidad y sustituirla por un criterio concreto que tome como punto de partida la distinción que hace el Código Civil respecto a los actos nulos y a los actos anulables (artículos 67 al 74). El acto jurídico nulo no puede ser convalidado y es impugnable en todo momento por parte interesada o por el fiscal (artículo 68.1), mientras que el acto anulable surte sus efectos mientras no sea anulado a instancia de parte interesada (artículo 74) Sólo en los casos en que los defectos determinen la nulidad del mandato, corresponderá desestimar la apreciación de la eximente de obediencia debida; por incumplimiento de las características fiormales de la orden; pero cuando los defectos formales de la orden sean de aquellos que determinen únicamente la "anulabilidad" del mandato podrá apreciarse dicha eximente, a pesar de adolecer de defectos formales.
c") El deber de obedecer la orden La cuestión de la licitud o ilicitud del acto ordenado constituye el tema de más interés y ardua discusión en torno a la eximente de obediencia debida, por cuanto se halla relacionado con los límites del deber de obedecer la orden y con las facultades de inspección de ella, por parte del subordinado, a los efectos de comprobar esa licitud o ilicitud del mandato. Desde este punto de vista, la orden puede ser de tres tipos: de licitud manifiesta, de ilicitud clara y de ilicitud dudosa.
a") La orden de licitud manifiesta El problema del deber de obedecer surge, en realidad, cuando el contenido del mandato traspasa el terreno de la licitud jurídica, aun cuando la práctica judicial haya declarado, con demasiada generalización, que para la apreciación de la eximente de obediencia debida, el mandato vinculante tiene que recaer sobre actos lícitos y permitidos, por cuanto fuera de la ley no hay obediencia debida (sentencias Nos. 137 de 8 de mayo de 1959, 133 de 2 de mayo de 1966). Si este criterio fuera totalmente exacto, la eximente en examen, no tendría finalidad, por cuanto los hechos realizados en acatamiento de las regulaciones previstas en una disposición legal estárían comprendidos dentro de la eximente de cumplimiento de un deber y la de obediencia debida sería innecesaria. En estos casos el subordinado carece de toda facultad de inspección, en virtud de la existencia de una norma que le ordena obedecer. Es manifiesto que, con respecto al subordinado, la justificación no radica en la circunstancia de que obedezca, sino en que está obligado a obedecer porque la "ley" le impone una obligación específica de cumplir la norma, la disposición legal. . Por consiguiente, si la orden se basa en una disposición legal, corresponderá estimar entonces la eximente de cumplimiento de un deber, sin que se suscite la cuestión de la aplicabilidad de la eximente de obediencia debida. De lo expuesto se colige que la existencia de la exención por cumplimiento de un deber conduce a limitar el ámbito de la eximente de obediencia debida a los supuestos en los que el contenido del mandato del superior es de índole ilícita (clara o dudosa)
b") La facultad de inspección de la orden Descartado del ámbito de aplicación de la eximente de obediencia debida el caso en que el acto ordenado ejecutar por el superior sea manifiestamente lícito (puesto que entonces la causa de exención aplicable sería la de obrar en cumplimiento de un deber), habrá que abordar la cuestión de la facultad de inspección de la orden del superior llevada a cabo por el subordinado. A tal efecto se propuesto tres criterios: el de la obediencia debida absoluta, el de la obediencia debida relativa y el criterio intermedio o mixto. En la obediencia debida absoluta, se excluye de manera absoluta la posibilidad de que el subordinado examine críticamente el contenido de la orden recibida: ¨el subordinado debe cumplir la orden impartida por el superior jerárquico sin discusión o reservas.
Los partidarios de este criterio absoluto sostienen que cuando se trata de una subordinación de tipo jerárquico existe una presunción de mayor capacidad a favor de la autoridad superior y ello suprime la facultad del subordinado de examinar si el superior había interpretado o aplicado con exactitud una regla jurídica. .
En la obediencia debida relativa se le atribuye al subordinado el derecho a inspeccionar la orden impartida por el superior, a discutirla y a no cumplirla cuando resulte evidente que se trata de una orden ilícita y, por lo tanto, si el inferior, a pesar de comprobar la ilegalidad de la orden, la cumple, será penalmente responsable del hecho (no lo ampara la eximente de obediencia debida). De la obediencia debida relativa se ha dicho, para combatirla, que la interpretación de las leyes corresponde a la autoridad superior, no a la inferior; que en muchas ocasiones la legalidad depende de condiciones concretas que el inferior puede y tal vez debe ignorar; que el poder de inspección motivaría constantes discusiones entre el superior y el inferior, lo cual es contrario al orden y a la disciplina; y que al convertirse el inferior en juez de la competencia del superior, provocaría el triunfo del desorden en el ámbito de la administración estatal.
Los reparos que se han formulado tanto a la obediencia debida absoluta como a la obediencia debida relativa, han conducido a descartar una y otra posición, predominando un criterio intermedio entre la absoluta inspección de la legalidad de la orden impartida y la absoluta obligación de acatar la orden. Ese criterio intermedio o mixto ha seguido diversas direcciones. Según una de esas direcciones intermedias, en la obediencia debida mixta se instituye una regla general: la posibilidad de examinar la orden y si procede de un superior que la ha dictado dentro de la esfera de sus atribuciones y con todos los requisitos legales, siempre que no tenga evidente apariencia delictiva, en principio debe ser obedecida. Esa regla general tiene dos excepciones, una objetiva (no hay obligación de obedecer cuando lo que se ordena es la comisión de un delito), y otra subjetiva (aquellos casos en que la orden tiene apariencia de legalidad material por tener atribuidas el inferior facultades de apreciación de las que hace un uso indebido, y entonces el subordinado ha de obedecer si no tiene conocimiento de la ilegalidad). Una variante está constituida por la llamada "obediencia debida reflexiva", en la que el subordinado debe advertir al superior jerárquico la ilegalidad de la orden impartida, pero si se reitera la orden, está en la obligación de cumplirla, liberándose de responsabilidad.
c") La orden de ilicitud clara En mi opinión, la fórmula más convincente es la intermedia, aun cuando soy partidario de otra vía, dentro de ese propio sistema mixto. En la actualidad resulta un criterio generalizado el que considera que ninguno de los deberes de obediencia establecidos por el ordenamiento jurídico puede ser entendido en un sentido absoluto, o sea, como una obligación de acatar todos los mandatos del superior, cualquiera que sea su naturaleza. Todos y cada uno de estos deberes crean una obligación de obediencia en relación con un cierto orden de actividades, o lo que es lo mismo, únicamente imponen la necesidad de acatar determinado tipo de mandatos. El criterio intermedio que me parece más conveniente parte de la distinción entre la "ilicitud clara" y la "ilicitud dudosa". Según esto, hay órdenes que ninguna persona medianamente sensata, previsora y diligente, puede estimar lícita (casos de "ilicitud clara") y existen otras cuya apariencia puede inducir al error consistente en creerla legítima cuando en realidad no lo es (casos de "ilicitud dudosa").
De esta distinción se ha inferido que si la ilicitud de la orden es evidente, manifiesta, clara y terminante, por no poder inducir a error, el subordinado no debe obedecer. La orden no debe ser acatada y si lo es, la eximente de obediencia debida queda excluida, porque ante tales mandatos el subordinado no debe prestar obediencia. La práctica judicial ha reconocido que no procede la apreciación de la eximente de obediencia debida cuando la orden constituya la realización de un hecho que "evidentemente", o sea, clara y manifiestamente constituya un delito (sentencia No. 71 de 2 de febrero de 1966), por cuanto esta eximente reclama entre sus requisitos que lo ordenado se halle entre las facultades del que imparte la orden y en ningún caso está, entre esas atribuciones, la de perpetrar un delito.
d") La orden de ilicitud dudosa La cuestión más compleja radica en los casos de ilicitud dudosa, por cuanto al no ser manifiesta la ilicitud de la orden puede surgir la errónea creencia por parte del inferior de que se halla frente a un mandato legítimo y, por lo tanto, obligatorio. Esto responde al hecho de que no es fácil decidir, previamente, cuándo una orden es clara y, especialmente, cuándo es dudosa su ilicitud. De esto se ha derivado la idea de que es en tales casos en los que está justificada la previa inspección de la orden por parte del inferior. La fórmula más fiable para decidir los casos de ilicitud dudosa es la de aplicar la teoría del error y en particular, las categorías del error vencible y del error invencible, según la mayor o menor posibilidad de que el inferior a quien se le dirige la orden, descubra la ilicitud, después de ejercer su derecho a la inspección de la orden.
Se estará frente a un error vencible cuando la orden presenta tal carácter de ilegalidad que el inferior hubiera podido, con una mayor atención, descubrir dicha ilicitud. En este caso, si el inferior cumplió la orden no podrá ampararse en la eximente de obediencia debida.
Se estará frente a un error invencible, cuando la orden, aun siendo ilícita en el fondo, presenta apariencia de legalidad, de tal magnitud que al subordinado le resultará si no imposible, al menos difícilmente desentrañable su ilicitud. En este caso, si el inferior cumplió la orden podrá ampararse en la eximente de obediencia debida.
Si se tiene en cuenta que es el error (vencible o invencible) lo que decide la aplicación de la eximente de obediencia debida en los casos de ilicitud dudosa, tendrá que decidirse si tal creencia del subordinado tiene carácter personal (subjetivo) o carácter objetivo, o sea, si el criterio que debe tomarse en consideración es el correspondiente al subordinado de que se trate o si es el correspondiente a un hombre medio. A mi juicio, no debe llegarse a la estimación de ilicitud clara o dudosa sobre la única base del examen objetivo de la naturaleza de la orden, sino aplicar un concepto subjetivo, o sea, que debe tomarse en consideración las condiciones personales concurrentes en el inferior, o sea, que este, personalmente, no tenga la orden por ilícita. Lo decisivo vendrá determinado por este criterio personal, sin que frente a él pueda prevalecer el objetivo, referente a la esfera de previsiones atribuibles a un hombre medio.
Si el inferior estima ilícita la orden y en virtud de su cumplimiento lleva a cabo un hecho delictivo, no podrá ser favorecido con la apreciación de la exención de obediencia debida, aun cuando para el hombre medio la ilicitud no fuera manifiesta. Si el inferior, en cambio, desconoce que la orden acatada es ilícita, quedará sometido a la eximente de obediencia debida, aun cuando para un hombre medio, la ilicitud de la orden fuera evidente.
C) LA OBEDIENCIA DEBIDA Y LOS DELITOS POR IMPRUDENCIA Si el error en que ha incurrido el subordinado al momento de apreciar la ilicitud de la orden es un error vencible se suscitará el problema del tratamiento jurídico-penal de ese error vencible, o sea, se planteará la interrogante de cuál es la justa calificación de los supuestos en los que el inferior ha creído, por un error evitable, en la licitud de la orden impartida. Cierto es que no quedará amparado por la eximente de obediencia debida, pero lo que ahora se procura dilucidar es si por haber cometido un delito por error vencible, podría calificarse ese acto punible como un delito por imprudencia, conforme a los términos del artículo 23.2 del Código Penal A mi juicio, difícilmente podrá aceptarse, en el caso de error vencible, la incriminación a titulo de imprudencia. La presunción de licitud de la orden dictada por el superior y la consiguiente creación de una situación de confianza en el subalterno son las condiciones fundamentales (e indebidas) que han propiciado que dicho sujeto (el sdubordinado) no se haya cerciorado (como era su deber) respecto a la licitud de la orden dictada, o sea, que la concurrencia de esas condicioners han implicado visiblemente la supresión o, al menos, la reducción al mínimo, del deber de examen. Si la imprudencia se caracteriza por la infracción del deber de cuidado, y dicho deber de cuidado aparece aquí suprimido, o al menos claramente disminuido, la estimación de la imprudencia, en el referido supuesto, representaría una clara incongruencia.
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C) NATURALEZA JURIDICO-PENAL DE LA EXIMENTE DE OBEDIENCIA DEBIDA La eximente de obediencia debida se ha considerado, en la teoría penal, conforme a dos criterios: el de que es una causa de justificación y el de que es una causa de inculpabilidad. La propia práctica judicial ha sido, en esta cuestión, vacilante, por cuanto si bien en algunas ocasiones ha declarado, directa o indirectamente, que es una causa de inculpabilidad (sentencia No. 2 de 16 de enero de 1962), en otras la ha estimado causa de justificación (sentencia No. 133 de 2 de mayo de 1966).
a) La obediencia debida como causa de justificación La opinión tradicional en la teoría penal ha sido la de considerarestimar la obediencia debida como causa de justificación, criterio que predominó, de manera absoluta, hasta principios del siglo XX, en que el jurista alemán Max Ernst Mayer empezó a concebirla (en 1915) como causa de inculpabilidad. Este criterio se basa en la teoría del interés predominante en una colisión de intereses, fundamento común de toda causa de justificación: la obligatoriedad de la orden injusta constituye un mal de menor entidad con respecto al derecho del subordinado a examinar la legalidad de la orden y rehusar su cumplimiento. En su contra se ha dicho que de ser aceptada, se llegaría a una conclusión totalmente ilógica: como la acción ejecutada por el subordinado se tendría por lícita desde el punto de vista objetivo (consecuencia obligada en todas las causas de justificación), no podría hacerse responsable de ella al superior que impartió la orden, conclusión a la que nadie llega, ni incluso los propios partidarios de este criterio, pero que es conforme a la lógica y a las propias previsiones legales.
b) La obediencia debida como causa de inculpabilidad La noción de la obediencia debida como causa de inculpabilidad ha seguido tres direcciones: la que fundamenta la causa de inculpabilidad en la coacción; la que la basa en la exigibilidad; y la que la sustenta en el error. Según la tesis de la coacción existe un punto de contacto entre la obediencia debida y la coacción: en ambas, atendiendo a la personalísima situación en que se hallan los que actúan (tanto en obediencia debida como en coacción), no se les puede exigir que hagan del cumplimiento del deber jurídico el motivo de sus actos y que, por consiguiente, actúen conforme a Derecho, por lo cual tampoco se les puede reprochar lo que han realizado (Cuello Calón, Morillas Cuevas).
Según la tesis de la inexigibilidad, a quien obra en virtud de obediencia debida no se le puede exigir otra conducta distinta, porque el propio Derecho le impone cumplir el mandato de sus superiores, de modo que tampoco se le puede reprochar su proceder (Cury).
Según la tesis del error (que es la predominante y la que personalmente comparto) quien obra en obediencia debida cree que lo ordenado es legítimo y por eso actúa. Cuando la orden proviene de un superior impartida dentro de la esfera de sus atribuciones funcionales y llega hasta el subordinado, en la forma requerida, el error es invencible y por serlo, es por lo que al subordinado se le excluye totalmente de culpabilidad. Se trata de un error de prohibición porque el subordinado "cree" en la adecuación al Derecho de una orden que se le da y cuya ejecución entra en el tipo penal (Jiménez de Asúa, Maurach, Ferrer Samá).. Sin embargo, hay dos supuestos en los que la eximente de obediencia debida constituye una causa de justificación: primero, cuando se trata de mandatos legales que precisan completarse con una orden de la autoridad (por ejemplo, el policía que cumple la orden que legítimamente le imparte un tribunal para que proceda a la detención de una persona, ejecuta un acto intrínsecamente justo aunque con él se prive de la libertad a una persona); y segundo, cuando se trata de una orden de índole lícita y suponiendo que concurren los requisitos propios de la orden legítima, no parece haber duda alguna de que quien al cumplirla realiza una conducta subsumible en un tipo penal, actúa conforme a derecho y, por lo mismo, su acción está justificada, por cuanto el subordinado se ha limitado a cumplir el deber legal que le incumbe de obedecer la orden del superior jerárquico.
5. EL EXCESO EN CUANTO A LAS EXIMENTES PREVISTAS EN EL ARTICULO 25 DEL CODIGO PENAL El artículo 25.3 del Código Penal dispone que: "En caso de exceso en los límites de la obediencia debida al afrontar alguna de las situaciones anteriores, el tribunal puede aplicar la atenuación extraordinaria de la sanción" [prevista en el articulo 54 del Código Penal]. . El primer problema que debe dilucidarse en cuanto a esta disposición es el concerniente a su alcance, o sea, determinar si el artículo 25.2 del Código Penal sólo se refiere a la obediencia debida o si en él están comprendidas las tres eximentes mencionadas en el artículo 25.1 del Código Penal. A mi juicio, si bien en el comienzo de ese apartado 3 se formula una referencia al "exceso en los límites de la obediencia", el término "obediencia" no está limitado a la "obediencia debida", (como eximente concreta), por cuanto el cumplimiento de un deber implica también, hasta cierto punto, la obligación de acatar una orden emitida en este caso por la ley; en realidad, en mi opinión, se alude a todas las eximentes mencionadas en el apartado 1, si se tiene en cuenta que en el propio artículo 25.3 se dice: "al afrontar alguna de las situaciones anteriores".
A esta misma conclusión se arriba si se toma en consideración los antecedentes histórico-normativos del precepto. En el derogado Código de Defensa Social se enunciaban las eximentes de cumplimiento de un deber y de ejercicio de un derecho, profesión, oficio o cargo (en el artículo 36-I), así como la de obediencia debida en el artículo 36-J). Más adelante, en el artículo 38-B se establecía que eran circunstancias atenuantes provenientes del hecho el haberse excedido el agente en los casos a que se referían, entre otros, los apartados I y J del artículo 36; o sea, que comprendía dentro de las posibles situaciones de exceso, tanto el cumplimiento de un deber, como el ejercicio legítimo de un derecho, profesión, cargo u oficio y la obediencia debida.
Para que pueda apreciarse el exceso en el cumplimiento de un deber, en el ejercicio de un derecho, profesión, cargo u oficio o en la obediencia debida, es imprescindible la existencia del deber, del derecho o de la orden de que en concreto se trate, por cuanto ello es condición esencial de los respectivos casos de exención. Por eso no es dable considerar como excesos aquellos casos en los cuales no exista realmente tal deber, derecho u orden.
El exceso habrá de ser estimado cuando el agente, al cumplir el deber, ejercer el derecho u obedecer la orden, rebasa los límites de estos, o sea, hace más de lo que debe hacer (en el cumplimiento de un deber o en la obediencia debida) o de lo que puede hacer (en el ejercicio de un derecho, profesión, cargo u oficio). Esto significa que el exceso consiste en una intensificación de la acción (exceso intensivo). Ello da por resultado que la acción excesiva es de la misma naturaleza, del mismo género, de la acción inicial y no de un género distinto.
El exceso podrá determinar la atenuación extraordinaria de la sanción cuando el sujeto conozca su propio exceso, porque si la actuación del sujeto rebasa lo debido y esto lo hace en la creencia de que no se extralimita, el caso ha de ser comprendido en la eximente de error (artículo 23 del Código Penal) y con arreglo al mismo criterio expuesto al tratar del exceso en la defensa.
El exceso en la obediencia debida se resuelve conforma a las reglas del exceso en el cumplimiento de un deber, por cuanto dada la licitud de lo ordenado, el deber del sujeto es cumplirlo, y si al hacerlo se extralimita, este exceso lo es en el cumplimiento de un deber. Lo que realmente ocurre es que respecto a la eximente de obediencia debida no puede hablarse de exceso, ya que consistiendo esta en la ejecución por error de una orden ilícita, toda la conducta en sí constituye un exceso, puesto que el inferior obedeció un mandato que no debía haber obedecido.
NOTAS
1. Sobre el cumplimiento de un deber ver, Alfonso Reyes Echandía: Antijuricidad, cit., pp. 300 y ss.; Mariano Jiménez Huerta: La antijuricidad, cit., pp. 196 y ss.; Ricardo C. Nuñez: Derecho penal argentino, cit., t. I, pp. 399 y ss.; Everardo Da Cunha Luna: Ob. cit., pp. 271 y ss.; Luis E. Romero Soto: Derecho penal, Editorial Temis, Bogotá, 1969, vol. I, pp. 350 y ss.; Francisco de Assis Toledo: Ob. cit., pp. 199 y ss.; Sebastián Soler: Ob. cit., t. I, pp.359 y ss.; Luis Jiménez de Asúa: Tratado de Derecho penal. cit., t. IV, pp. 508 y ss.; José Antón Oneca: Ob. cit., pp. 252-253; Juan Córdoba Roda y Gonzalo Rodríguez Mourullo: Ob. cit., t. I, pp. 360 y ss.; Antonio Ferrer Samá; Comentarios al Código Penal, cit., t. I, pp. 236 y ss.
2. Sobre el ejercicio de un derecho ver, Alfonso Reyes Echandía: Antijuricidad, cit., pp. 218 y ss.; Mariano Jiménez Huerta: La antijuricidad, cit. pp. 253 y ss.; Ricardo C. Nuñez: Derecho penal argentino, cit., t. I, pp. 402 y ss.; Sebastián Soler: Ob. cit., t. I, pp. 362 y ss.; Eduardo Novoa Monreal: Curso de Derecho penal chileno, cit., t. I, pp. 399 y ss.; Francisco de Assis Toledo: Ob. cit., pp. 201-202; Luis Jiménez de Asúa: Tratado de Derecho penal, cit., t. IV, pp. 517 y ss.; Juan Córdoba Roda y Gonzalo Rodríguez Mourullo: Ob. cit., t. IV, pp. 362 y ss.; José Antón Oneca: Ob. cit., pp. 253 y ss.; Antonio Ferrer Samá: Comentarios al Código Penal, cit. t. I, pp, 239 y ss.
3. Sobre el ejercicio de una profesión u oficio ver, Ricardo C. Nuñez: Derecho penal argentino, cit., t. I, pp. 410 y ss.; Milton Cairoli Martínez: Ob. cit., p. 54; José Antón Oneca: Ob. cit., pp. 256 y ss.; Luis Jiménez de Asúa: Tratado de Derecho penal, cit., t. IV, pp. 553 y ss.; Antonio Ferrer Samá: Comentarios al Código Penal, cit., t. I, pp. 244 y ss.; Juan Córdoba Roda y Gonzalo Rodríguez Mourullo: Ob cit, t. I, pp. 364 y ss.
4. Sobre el ejercicio de un cargo ver, Ricardo C. Nuñez: Derecho penal argentino, cit., t. I. pp. 410 y ss.; Juan Córdoba Roda y Gonzalo Rodríguez Mourullo: Ob. cit., t. I, pp. 366 y ss.
5. Sobre la obediencia debida ver, Alfonso Reyes Echandía: Antijuricidad, cit., pp. 205 y ss.; Eduardo Novoa Monreal: Curso de Derecho penal chileno, cit., t. I, p. 430; Luis Cousiño Mac Iver: Ob. cit.., t. Ii, pp.. 458-459; Sebastián Soler: Ob. cit., t. II, pp. 384 y ss.; Virginia Arango: Ob. cit., pp. 93 y ss.; Ricardo C. Nuñez: Derecho penal argentino, cit., t. I, pp. 410 y ss.; Milton Cairoli Martínez, Ob. cit., p. 55; Antonio Ferrer Samá: Comentarios al Código Penal, cit., t. I, pp. 251 y ss.; Juan Córdoba Roda y Gonzalo Rodríguez Mourullo: Ob. cit. t. I, pp. 386 y ss.; Luis Eduardo Mesa Velázquez: Ob. cit., pp. 253-254; Raúl Peña Cabrera: Tratado de Derecho Penal, 3ª. ed., Editorial Sesatur, Lima, 1983, p. 236; Enrique Cury: Ob. cit., p. 90; Reinhard Maurach: Ob. cit., t. I, p. 419.
CAPITULO XIX
1. EVOLUCION HISTORICA DE LA EXIMENTE DE MIEDO NSUPERABLE El miedo insuperable, como eximente independiente, se ha manifestado en una etapa avanzada del desarrollo de un concepto jurídico, el de "violencia", cuyo punto de partida se halla, conforme al criterio más generalizado, en la institución romana de la vis, término precisamente traducido como "violencia" y utilizado en oposición al de ius. [1] Si bien el concepto de vis fue, en su origen, de probable naturaleza civilista y limitado a la violencia física, más tarde, por el progresivo proceso de subjetivización que se llevó a cabo en la esfera de la responsabilidad jurídica, tal término se extendió al campo penal y se amplió para comprender tanto la violencia física (vis absoluta) como la violencia moral (vis relativa), por cuanto en definitiva los efectos de una y otra eran idénticos: la anulación de la voluntad del sujeto actuante y su suplantación por la del sujeto que ejercía la violencia.
En una etapa posterior, la vis relativa, se identificó, en el terreno del Derecho penal, con la "coacción", entendida en dos sentidos, o sea, como particular comportamiento delictivo y como modalidad de exención de la responsabilidad penal. Esa concepción de la eximente favoreció la extensión de su contenido, proceso de modificaciones que se materializó tanto en el ámbito legislativo como en el teórico. La pauta, en el orden legislativo, la proporcionó el Código Penal francés de 1810 (artículo 64) que integró, en una sola fórmula, ambas modalidades de la violencia (la física y la moral), por cuanto en él se aludía a "la fuerza a la que no se ha podido resistir", fórmula que, además, toleraba la inclusión, de la coacción, la obediencia debida, la legítima defensa, el estado de necesidad, etc., dentro de un solo concepto: el de la violencia moral (vis relativa). La pauta, en el orden teórico la proporcionó Carrara, quien dentro del rubro de "violencia moral" (vis compulsiva) comprendió la legítima defensa, el estado de necesidad, la obediencia jerárquica, la coacción, etc. [2] Sin embargo, tan desmesurada amplitud llegó a constituir un freno al avance teórico de las propias eximentes y un factor nocivo a la debida configuración de la naturaleza jurídico-penal de cada una de ellas. La legislación y la teoría comenzaron a materializar, a principios del siglo XX un proceso de separación de las causales de exención de la responsabilidad penal. De la violencia moral (ya concebida como coacción) fueron paulatinamente desagregándose, a medida que alcanzaban aceptable desarrollo teórico y normativo, la legítima defensa, la obediencia jerárquica y el estado de necesidad. No obstante, dentro de la genérica "violencia moral" se han conservado la coacción y el miedo insuperable, que guardan estrecha relación conceptual, aun cuando con sus denominaciones se pretenda instituir una separación que la realidad de sus requisitos condicionantes se encarga de desvirtuar. Ejemplo ilustrativo de lo expresado lo constituye el jurista español Groizard que a principios del siglo XX aludía a la coacción en sus comentarios al artículo referido a la eximente de miedo insuperable. [3] De todo lo expuesto pueden colegirse dos conclusiones importantes:
La esfera propia del miedo insuperable no se ha definido con sentido de universalidad. Algunas legislaciones lo han previsto de manera independiente; en otras su previsión se ha llevado a cabo dentro de la coacción como causa eximente.
El miedo insuperable y la coacción constituyen conceptos afines, estrechamente vinculados.
La evolución histórica de la eximente de miedo insuperable ha culminado en la actualidad en las dos líneas normativas siguientes:
Códigos Penales que han previsto la eximente de miedo insuperable (el de Cuba en el artículo 26: el de España en el artículo 20, inciso 6º ; el de México en el artículo 20, inciso VI).
Códigos Penales que han previsto la eximente de coacción (el de Panamá en el artículo 37; el de Colombia en el artículo 40, inciso 2º; el de Brasil en el artículo 22).
No pretendo agotar la lista de una u otra dirección normativa, sino únicamente demostrar como se ha bifurcado el curso de las legislaciones en esta materia y cómo la reglamentación de los requisitos del miedo insuperable y de la coacción, son similares. Hay por consiguiente una real identificación entre estas dos eximentes. Lo expresado se pone de manifiesto, con todo énfasis en el Código Penal cubano. El miedo insuperable exime de responsabilidad penal pero ¿qué ocurre al que atemoriza al ejecutor de un hecho a tal punto que este pierde la libertad de su voluntad y actúa como si fuera un mero instrumento? En realidad se estaría frente a un caso de autoría mediata, pero el artículo 12.2-d del Código Penal no menciona al miedo, sino a la coacción, lo cual demuestra que una y otra causal de exención resultan identificadas. El articulo 26.1 del Código Penal establece que "está exento de responsabilidad penal el que obra impulsado por miedo insuperable de un mal ilegítimo, inmediato e igual o mayor que el que se produce". Por consiguiente, el miedo insuperable implica el constreñimiento que se ejerce sobre una persona que por estar dominada por ese serio temor, no se halla en condiciones de dirigir libremente su voluntad. La esencia de esta eximente es la coerción, el ataque a la voluntad ajena, la cual se pliega al querer de quien la constriñe El miedo insuperable, en última instancia puede ser concebido como el método predominante para ejercer la coacción.
2. ESTRUCTURA DE LA EXIMENTE DE MIEDO INSUPERABLE La eximente de miedo insuperable se estructura sobre la base de tres elementos fundamentales: A) La existencia de una situación de miedo insuperable.
B) La causa del miedo tiene que ser un mal.
C) La consecuencia del miedo tiene que ser otro mal.
A) El MIEDO INSUPERABLE La base fundamental de esta eximente se halla constituida por una particular situación psíquica: el miedo insuperable. [4] En sentido general, por "miedo" se entiende un estado de perturbación psíquica más o menos profundo, provocado por la previsión de ser víctima o que otro sea víctima de un daño. Sin embargo, no todo estado emotivo de miedo es capaz de motivar la aplicación de la eximente en examen, sino únicamente aquel que la ley califica de "insuperable". El concepto de lo "insuperable" equivale al de lo irresistible, lo invencible, lo incontenible, lo incontrolable, o sea, al miedo del cual no es humanamente posible desprenderse ni sobreponerse. El miedo insuperable no es el simple temor, más o menos ordinario o corriente, que se manifiesta ante una situación complicada, dificil o peligrosa pero de escasa gravedad, que no anula totalmente el contenido volitivo del acto (sentencia No. 7 de 5 de enero de 1973), sino aquel otro que, por sus características, suprime de tal modo la capacidad de decisión de quien lo sufre que este no se halla en condiciones de contrarrestarlo exitosamente ni de evitarlo. El miedo insuperable para eximir de la responsabilidad penal se ha llegado a asociar al pánico, al terror (sentencias Nos. 33 de 14 de marzo de 1962, 842 de 25 de agosto de 1975).
El miedo insuperable, por consiguiente, implica la concurrencia de una intensa y grave perturbación del funcionamiento de las facultades psíquicas que, en el caso concreto, impide al individuo la determinación libre de su voluntad, el vencimiento de las propias circunstancias que han generado el aludido estado de temor (sentencia No. 472 de 24 de agosto de 1966), de forma tal que realmente no sea justo decir que quien ha actuado impulsado por el miedo de esa índole, ha ejecutado un acto libremente dirigido por su voluntad, sino impuesto de modo implacable por el pavor de que no efectuándolo le sobrevendrá con seguridad un daño.
La determinación práctica del nivel que debe alcanzar el miedo ha representado una cuestión complicada. Para precisar su magnitud, se han seguido dos criterios fundamentales: el objetivo y el subjetivo.
Según el criterio objetivo, "insuperable" será aquel miedo que no puede ser vencido por el hombre medio, por el "común de los hombres" o sea, aquel temor capaz de imponer la obligación de actuar o de abstenerse de actuar a una persona de constitución psíquica sana y de reacciones normales.
Según el criterio subjetivo, la insuperabilidad se determina con vistas al caso concreto y al hombre concreto. La idea del miedo representa un estado psicológico personal, determinado por factores subjetivos, por cuanto no todas las personas son igualmente susceptibles de sentir con la misma intensidad los efectos del miedo. Se trata de un estado psíquico "personalizado" y por ello deberá valorarse teniendo en cuenta la personalidad, el carácter, el temperamento y las condiciones y características individuales del sujeto (sentencia No. 33 de 14 de marzo de 1962). Este es, a mi juicio, el criterio preferible. Si se tiene en cuenta que la esencia de la eximente en examen está determinada por el "miedo" y este representa realmente un estado psíquico de índole "personal", habrá que convenir que la eximente rechaza los juicios absolutos, por dos razones: primera, porque no pueden exigirse actitudes heroicas a quienes experimentan el miedo insuperable; y segunda, porque no ha de admitirse que cualquiera se doblegue fácilmente ante la más leve coacción psíquica.
Lo que es o no susceptible de ser superado, únicamente puede ser determinado en atención a las cualidades concretas de quien lo sufre y de quien lo causa. Lo que el tribunal ha de resolver en cada caso es si, dadas las características antes mencionadas, la víctima del miedo insuperable podía y debía contrarrestar el miedo, vencerlo o apartarlo para eludir el comportamiento antijurídico que pretendía imponérsele (caso en el que deberá responder penalmente de su acto), o si, por el contrario no le era exigible conducta distinta de la de someterse a la voluntad ilícita del coaccionador (caso en el que la responsabilidad desaparecerá por falta de culpabilidad). En resumen, el "miedo insuperable" debe concebirse como el constreñimiento psíquico que un mal ilegítimo e inminente ejerce sobre la voluntad del sujeto, violentando sus determinaciones en términos tales que suprime la voluntariedad del acto, aun cuando no elimina la conciencia del sujeto (el sujeto sabe que existe un mal que lo amenaza y comprende el alcance de sus acciones); se trata de en un estado coactivo de orden psíquico que inhibe la voluntad del sujeto y lo lleva, obedeciendo a esa situación de coacción psicológica a obrar contraviniendo las normas jurídico-penales.
B) EL MAL TEMIDO
El mal temido [5] como elemento de la estructura de la eximente de miedo insuperable, ha de resultar de tal vinculación con el miedo que debe constituir la causa directa y fundamental que lo justifique o fundamente (sentencia No. 7 de 5 de enero de 1973). Por "mal temido" se entiende el peligro de un perjuicio para un bien jurídico. En la determinación de los bienes jurídicos que pueden ser atacados o puestos en peligro por el mal amenazante y, por lo tanto, que pueden causar miedo insuperable se han seguido dos direcciones principales:
La de quienes con un criterio restrictivo, consideran que sólo los bienes personalìsimos, en particular, la vida y la integridad corporal de las personas pueden tomarse en cuenta a los efectos de admitir la concurrencia del mal amenazante (Mir Puig).
La de quienes con un criterio amplio rechazan toda limitación en cuanto a los bienes jurídicos susceptibles de ser puestos en peligro o dañados por el mal temido (Higuera Guimerá). A mi juicio, este es el criterio acogido por el Código Penal, por cuanto en el artículo 26 no ha establecido limitación alguna, aun cuando siempre predominarán los bienes jurídicos de carácter personalísimo, en particular la vida y la integridad corporal.
El mal temido ha de proceder de algún acto humano, extraño a la voluntad del propio sujeto, que racionalmente le haga suponer la perspectiva del mal (sentencia No. 6 de 13 de enero de 1960).y puede materializarse de diversas formas, de palabra o por escrito, de modo expreso o tácito. La eximente de miedo insuperable será aplicable no sólo cuando el mal temido amenace bienes jurídicos propios del sujeto actuante, sino también cuando sea otra persona (padres, hijos, cónyuges, etc.) la que resulte amenazada por el peligro: la madre que es obligada a abrir la caja de caudales de su centro de trabajo, al ladrón que con la pistola colocada en la cabeza del pequeño hijo de aquella la conmina a que le facilite la sustracción del dinero que se halla depositado en dicha caja de caudales. C) EL MAL OCASIONADO El otro elemento de la estructura de la eximente de miedo insuperable es el relativo al mal ocasionado. Se entiende por "mal ocasionado" el perjuicio inferido a un bien jurídico ajeno, o sea, el hecho cometido por el sujeto, que reúne las características propias de alguna figura delictiva. El miedo debe resultar el único motivo del delito. No hay base psicológica en que apoyar esta eximente si cuando el sujeto comete el delito no se hallaba bajo los efectos del miedo insuperable.
No obstante, si se tiene en cuenta que el miedo insuperable constituye el despliegue de energía para vencer una resistencia, despliegue que no solo supone la perspectiva de un mal, sino que en sí mismo lo contiene, aquel que por deber legal está obligado a sufrir ese mal no podrá alegar en su favor la eximente.
3. REQUISITOS DE LA EXIMENTE DE MIEDO INSUPERABLE Los requisitos que debe reunir el miedo insuperable según el artículo 26 del Código Penal, son: la ilegitimidad y la inmediatividad del mal temido, así como la proporcionalidad entre el mal temido y el mal ocasionado. No obstante, en ocasiones se ha exigido la concurrencia de otros dos requisitos: la realidad y la gravedad del mal temido. A) LA ILEGITIMIDAD DEL MAL TEMIDO El miedo debe provenir de una causa ilícita. El mal temido debe ser ilegitimo. Por "mal ilegítimo" se entiende aquel perjuicio que carece de razón legal, de justificación, de derecho. Por consiguiente, quedará excluida la eximente cuando el mal temido se halla amparado por una causa de justificación. De la ilegitimidad del mal temido se colige también la necesidad de que este no haya sido provocado ni buscado de propósito por el sujeto actuante.
B) LA INMEDIATIVIDAD DEL MAL TEMIDO El concepto de "mal inminente", [6] en la eximente de miedo insuperable, puede tomarse en dos sentidos: desde un punto de vista temporal o desde un punto de vista causal. Conforme al criterio temporal, "mal inminente" es aquella situación de peligro que por su estado de desarrollo y circunstancias, está próxima a materializarse en daño. Con arreglo a esta opinión, si el peligro ha cesado o si es remoto no puede apreciarse esta eximente. La inminencia del mal temido se concibe como un vínculo de mera proximidad temporal. Para fundamentar esta tesis se ha alegado que el empleo del verbo "impulsar", en el artículo 26.1 del Código Penal, confirma este criterio, por cuanto podría entenderse que tal verbo significa "obrar súbito, de improviso, de reacción inmediata".
Según el criterio causal, la inmediatividad del mal temido se ha concebido como un nexo de causa (el mal temido) y efecto (el miedo insuperable). A favor de esta opinión se han alegado fundamentos jurídicos y psiquiátricos. El argumento basado en la interpretación gramatical del verbo "impulsar" ofrecida por los partidarios del criterio temporal, no me parece convincente, por cuanto este puede significar también un actuar sin voluntad, como arrastrado precisamente por el miedo. Además, los que entienden la inmediatividad como un vínculo de mera proximidad temporal han pasado por alto un hecho evidente: es cierto que el miedo puede surgir como efecto de la particular vivencia de un riesgo sin antecedente anterior, pero también hay que aceptar como cierto que ese estado de miedo puede originarse como resultado de un lento y extenso proceso en el que el último estímulo, o sea, el desencadenante, puede tener muy escasa significación.
En Psiquiatría se ha señalado que cuando la reacción ha estado ya influida por contenidos de conciencia arraigados en el pasado, la reacción puede adoptar la forma de la llamada "reacción de fondo". Un suceso penoso deja un estado de temor o de inquietud que se prolonga sin limitación en el tiempo, y que puede resultar agravado por posteriores acontecimientos psíquicos, incluso de reducida consideración. Puede también ocurrir que un contenido de conciencia de carga fuertemente depresiva (trauma psíquico) provoque una seria afectación en la psiquis del lesionado que con el tiempo desaparezca, pero no de tal modo que se excluya necesariamente la posibilidad de resurgir al presentarse otro contenido de conciencia del mismo género. Por ejemplo, una serie de amenazas, agresiones, etc., va creando en el individuo una situación de inquietud y temor que llega a alcanzar una elevada tensión anímica y estalla en un momento determinado, por un estímulo que, aisladamente considerado, carece de relevancia. Lo que importa en el miedo insuperable es, además, que la voluntad del agente sea doblegada por el serio temor; no debe importar que la conducta del sujeto se materialice en seguida o en un momento ulterior; lo que interesa a los efectos de la exención es que determinada situación considerada peligrosa por el sujeto (causa) psíquicamente lo constriña de manera directa.
C) LA REALIDAD DEL MAL TEMIDO
El tema de la realidad del mal temido [7] se ha suscitado también en la eximente de miedo insuperable, aun cuando en esta tiene caracteres particulares. De lo que se trata es de determinar si el mal temido tiene que ser un fenómeno realmente existente en el medio objetivo o si también puede admitirse que sea imaginario, supuesto.
En algunas ocasiones, tanto en las disposiciones normativas como en la práctica judicial se ha requerido que el mal temido sea cierto, en el sentido de que debe presentarse al sujeto con suficientes características de objetiva realidad capaces de mover su ánimo amenazado, o sea, que el mal temido constituya una realidad fundada, un peligro apreciable de manera evidente, real y determinada (sentencia No. 7 de 5 de enero de 1973). Sin embargo, este criterio es insatisfactorio por su incompatibilidad con la naturaleza eminentemente subjetiva de esta eximente. Lo razonable es admitir que la simple "creencia" de la existencia del mal, la mera sospecha de que el mal pudiera realizarse, es suficiente para apreciarla. Esta opinión se fundamenta, de una parte, en que ella resulta más coherente con la regulación legal de la eximente (el artículo 26 del Código Penal no exige que el mal temido sea real); y, de otra, en que tal criterio ha sido reafirmado por la práctica judicial (sentencias Nos. 228 de 2 de octubre de 1959, 6 de 13 de enero de 1969). Desde el punto de vista psicológico no hay duda de que miedo lo es tanto el estado emotivo ante un peligro real, como el surgido ante uno objetivamente inexistente, pero supuesto por la víctima. La realidad o suposición del mal en nada afecta a la existencia del miedo. Además, tal estado emotivo puede afectar las facultades cognoscitivas (restricción del campo de la conciencia, falsa o incompleta interpretación de la realidad, dirección de la atención sólo al objeto del momento, restricción de la emotividad a pocos temas del pasado o del futuro). Si el miedo es una noción psicológica para la que tal objetividad no es necesaria, dicha causa de exención deberá ser estimada con independencia de la existencia del mal en la realidad externa: también actúa por miedo insuperable quien obra como consecuencia de un mal sólo existente en su imaginación. La dificultad más significativa puede presentarse respecto a aquellos supuestos en los que el sujeto ha creído en la existencia de un mal amenazante de naturaleza igual o mayor que el que él causa por impulso del miedo, siendo así que el error en que incurre es de naturaleza vencible: cualquier persona medianamente previsora hubiera podido descubrir la ficción de tal mal. Personalmente entiendo que aún en estos casos, como lo determinante es la situación de miedo, si ella resulta probada, la eximente subsiste, tanto más si se tiene en cuenta que al apreciar el fenómeno de la vencibilidad o invencibilidad del error deben tenerse en cuenta las especiales condiciones personales del sujeto que lo sufrió. Por consiguiente, la existencia del mal amenazante debe apreciarse tanto si ese mal tiene existencia real, como en todos aquellos casos en que el sujeto creyese firmemente que se hallaba ante la amenaza de ese mal, aun cuando no exista en la realidad. Ese carácter subjetivo, que confiere a esta eximente la naturaleza de causa de inculpabilidad, impedirá la aplicación de la eximente de error (artículo 23.1 del Código Penal), en sustitución de la de miedo insuperable, en aquellos casos en que "habiendo supuesto, equivocadamente, la concurrencia de alguna circunstancia que, de haber existido en realidad, hubiera convertido el hecho en lícito".
D) LA GRAVEDAD DEL MAL TEMIDO La gravedad del mal temido [8] es cuestión controvertida. Ni el derogado Código de Defensa Social, ni los Códigos Penales de 1979 y de 1988, la previeron. Sin embargo, la práctica judicial, en ocasiones, ha reconocido su exigencia (sentencias Nos. 326 de 15 de octubre de 1947, 164 de 24 de mayo de 1957, 842 de 25 de agosto de 1975). Se entiende que sólo un peligro grave, poderoso, puede originar la intensidad del miedo capaz de eximir de responsabilidad penal. El problema de la gravedad del mal temido está vinculado a la naturaleza del miedo que ese mal temido debe engendrar en el sujeto. Sin embargo, dos aspectos ponen en duda la exigencia de tal requisito en cuanto a la eximente de miedo insuperable. Esos dos aspectos son los siguientes:
Si se tiene en cuenta que la naturaleza de esta eximente es subjetiva habrá que llegar a la conclusión que, en realidad, la cuestión en examen no alude a que el mal sea grave en sí mismo, sino que sea lo suficientemente poderoso para cohibir la voluntad del agente, impidiéndole racional y naturalmente sobreponerse a él.
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