Pero después de los shows que daría en Mar del Plata el mes próximo, tal vez tendría que alejarse de Buenos Aires, de manera que si la policía conseguía alguna pista ella estuviera bien lejos. Y, para mayor seguridad, en el exterior. Dinero no le faltaba: Giacomo, de acuerdo a lo convenido, había pagado por anticipado.
Thelma se incorporó, agarró la caja de pastillas y el vaso de agua y se tomó el segundo sedante de la noche. A veces tenía que recurrir hasta tres para poder dormir. Y se tiró en la cama.
Osvaldo estaba ubicado cerca de lo que sería una imitación de escenario por sus limitaciones de espacio. A pesar de pertenecer a un hotel, la confitería (que también era restaurante y sala de espectáculos) era informal: una estantería repleta de botellas de todos los colores, pintorescas mesas y sillas de madera, dos faroles de plaza e insólitas fotos en colores de miembros de una familia que ya debían haber muerto. El lugar tenía clima y no era para nada convencional.
Osvaldo sorbía con lentitud su whisky para mantenerse lúcido. Llevaba un vistoso conjunto sport y una remera celeste.
El primer número estuvo a cargo de un cantante y tecladista que tocó el repertorio de Serrat imitando su voz. Lo hacía muy bien, así que Osvaldo pasó un buen momento.
Luego intervino Thelma, y Osvaldo recibió una especie de shock. El amplio escote revelaba una piel blanca y tersa que prometía inusitados placeres. Sus pechos eran generosos pero proporcionados y estaban a punto de mostrar los pezones. Además era simpatiquísima.
Leonel nunca se la presentó: seguro que la cuidaba del asedio masculino. Osvaldo se lamentó de ser un marido fiel y conservador en sus costumbres. Pero para quedarse tranquilo pensó que ella fue la novia de su amigo y que ello para sus estereotipadas convenciones constituía una barrera infranqueable.
Thelma anunció que ese era el último show de la temporada porque se iría para la Costa, con más precisión a Mar del Plata, y suministró los datos del hotel en que actuaría.
El público, compuesto en su mayor parte de turistas –japoneses, norteamericanos y europeos– ya había cenado durante ese singular homenaje a Serrat. Entonces Thelma comenzó a interpretar temas brasileños, acompañada por la música del tecladista, y a incitar a las parejas a bailar. A partir de la tercer pieza, casi todo el mundo estaba en la pista.
Thelma, eufórica, se prodigaba entregándose por completo al público. Osvaldo pensó que la muerte de su novio parecía no haberla afectado, pero después se corrigió sintiéndose culpable: era su trabajo, no podía mostrarse triste.
Cuando se produjo un intervalo, Thelma concurrió a la mesa de Osvaldo. El sudor le corría por la frente y por sus sensuales hombros.
–¡La felicito, el espectáculo fue magnífico! –la alabó entusiasmado.
–¡Gracias! –respondió ella–. Lo que sucede es que me encanta lo que hago.
–Usted tiene poco tiempo porque pronto va a comenzar la segunda parte del show. Seré breve y conciso –apuntó Osvaldo– ¿Qué pueden haberle robado a Leonel?
–Eso es lo que a todos nos extraña –aseguró con firmeza Thelma mientras tomaba agua mineral–. Se sabía que ganaba poco y que no tenía ahorros ni objetos de valor.
–Pero algo debió de traer de su viaje a Florencia.
Ella observó como una amenaza los ojos vivaces e inteligentes de Osvaldo.
–Que yo sepa fue a hacer una tarea de investigación y sólo vino con apuntes.
–¿No le comentó nada que le haya llamado la atención?
–Él recorrió la ciudad, pero la mayor parte de su tiempo la pasaba consultando libros en una biblioteca de un conservatorio.
–¿Recuerda el nombre del conservatorio?
–No; tenga presente que a mi sólo me interesa la música popular, no poseo ningún conocimiento del mundo de la ópera y, además, no me gusta. Tampoco me agrada el resto de la música clásica.
Guerrero observaba los gestos de Thelma con atención. Ella lo notó y un vago temor le recorrió todo el cuerpo, pero le pareció que su interlocutor no había visto su perturbación.
–¿No conoció en Florencia a alguna persona?
–No me comentó nada. Según él, salvo varios paseos aislados, iba al conservatorio a la mañana y luego volvía a su affittacamere por la tarde. Ese era todo su recorrido.
Osvaldo, impaciente, tamborileó los dedos sobre la mesa.
-¿Y la dirección del affittacamere?
-No, tampoco. Si él me llamaba por teléfono, ¿qué importancia tenía para mí esa dirección? –exclamó como sobrándolo.
–Preguntaré a academias de música de Buenos Aires el correo electrónico de los principales conservatorios de Florencia. Luego les enviaré mails. No dudo que ubicaré al lugar donde fue Leonel. Después veremos.
Thelma se había puesto tensa. Para salir del paso dijo:
–Tengo que volver: ¡el trabajo es el trabajo!
–Por supuesto –respondió Osvaldo poniéndose de pie y estrechándole la mano–. Muchas gracias por su atención.
–¡Por favor! –contestó ella haciendo un gesto con la mano, como restando importancia a su colaboración.
–Tal vez vuelva a molestarla –le advirtió Osvaldo.
–¿Pero cómo?…Si me voy a Mar del Plata –replicó sorprendida.
–No importa. Es posible que me tome un fin de semana de descanso.
Osvaldo regresó a su despacho muy disgustado. Era una oficina que además de escritorio tenía una mesa ovalada para recibir gente. Los ventanales que se extendían desde el piso hasta el techo miraban el Río de la Plata. Era una vista espectacular.
La reunión de directorio resultó un desastre. La empresa había ganado una licitación para hacer un oleoducto en Arabia Saudita, lo que le dejaría una ganancia considerable, y él aprovechó para exponer la idea de crear una fundación que apoyara actividades artísticas, de modo de conquistar una buena imagen en el mercado.
Osvaldo no se explicaba cómo gente que ganaba bien, tenía estudios universitarios y había viajado por todo el mundo, en esa sala de reuniones sólo disparaba pensamientos amargos y cargados de ofensas.
Por supuesto, como siempre, estaban los rapaces que lo único que aspiraban era sacarle todas las ganancias a la empresa para llevarlas a su patrimonio personal. Pero también hubo quienes no desconocían que a la firma la beneficiaría tener prestigio, que ahora era común comunicar valores a la sociedad. Pero, claro, cada uno de ellos quería hacer las cosas a su manera.
Tuvo que intervenir constantemente para imponer el orden. ¿Qué habría pasado si no hubiera estado presente? ¿Se habrían agarrado a las trompadas?
Lo mejor sería no consultar. Era el presidente y el principal accionista de la firma, de manera que seguiría con su idea y la presentaría como un hecho.
Habría una sala de cine para proyectar ciclos de revisión; una biblioteca con un sector especial que englobase la literatura de ciencia ficción, la policial, la de terror y la de aventuras. Él donaría su colección "El séptimo círculo".
Mientras pensaba, se había incorporado de su sillón aerodinámico propio de un avión para pararse frente al ventanal y observar los reflejos del sol en el río marrón.
Pero la sala más importante sería la de conciertos, que se dedicaría a la música contemporánea.
Su hijo Roberto no se había destacado en la empresa a pesar del master que había cursado en los Estados Unidos. No le gustaban los presupuestos financieros que utilizaba la empresa como herramienta fundamental en sus licitaciones. Era un muchacho con cierta sensibilidad –le encantaba el cine–: tal vez se hallaría más a gusto haciéndose cargo de la administración de la fundación.
Aunque Elsa podría aportar sus conocimientos de abogada, descartaba que no le interesaría, se sentía muy ufana de su independencia económica y de su exitoso estudio. Jamás aceptaría acoplarse a una idea suya, quería proyectos separados en el matrimonio.
Su secretaria llamó a la puerta para anunciar a Flora, con quien se había citado.
Al verla, los esquemas de Osvaldo se volvieron a conmover. Era una hermosa mujer.
Su expresión triste y melancólica evidenciaba que la muerte de Gaspar la había afectado. Se vestía con elegancia pero a la vez con discreción: un sacón azul y una pollera gris. Pero lo más destacable de su físico eran sus incomparables ojos negros.
Por su parte Flora quedó impactada tanto por el edificio de la empresa como por el despacho de Osvaldo. Sólo había visto algo parecido en las películas de Hollywood.
La invitó a sentarse y le ofreció café y agua mineral. Una vez que la secretaria se retiró, Osvaldo le dijo a Flora:
–Como ya le adelanté por teléfono, mi intención es colaborar para que se esclarezcan los asesinatos de Leonel y de Gaspar. ¿Qué piensa usted sobre la causa de estos crímenes?
Ella ya había terminado el café y se sirvió el agua mineral en un vaso.
–La muerte de Leonel es una verdadera incógnita porque no sé qué pueden haberle robado, ya que lo que ganaba apenas le alcanzaba para vivir. –Tomó un sorbo de agua.
–¿Pero algún dato debe haber? –inquirió Osvaldo ansioso.
–Gaspar empezó a padecer de algo así como premoniciones. Una vez tuvo la visión de que se incendiaba una librería cercana a su trabajo, y al poco tiempo el hecho ocurrió.
Osvaldo escuchaba a Flora con la boca abierta, asombrado de sus encantos.
–Gaspar tuvo varias visiones del crimen. Y se lo comentó a Leonel. Pero en un principio eran imágenes difusas, nada claras, dónde sólo se distinguía a su amigo que caía muerto de un disparo.–Volvió a tomar agua–. Pero un día antes de que asesinaran a Leonel, distinguió con claridad la escena y los rasgos del asesino. Y estableció una cita con la policía, a la que jamás concurrió: antes lo mataron.
Una sombra de desesperación recorrió el rostro de Flora.
–¿Llegó a describirle al asesino?
–Muy poco, porque esos detalles sólo importaban para un identikit. Sólo llegó a decirme era un tipo muy alto, desgarbado y que parecía europeo.
–Le estoy muy agradecido, Flora. Perdóneme por mis preguntas, que deben haber removido su dolor, pero es el único camino que existe para hallar al culpable.
–No se preocupe, son amarguras que hay que afrontar.
–Nuevamente gracias. Tal vez tenga que volverla a llamar.
"La policía se encuentra desorientada en la investigación de los asesinatos del crítico Leonel Goyanes y del licenciado en Sistemas Gaspar Caetano. No ha encontrado una sola pista que le permita formular alguna hipótesis convincente sobre las causas de esos crímenes. Los amistades de ambas víctimas no han podido aportar informaciones que ayuden a esta pesquisa. Dado que en el ámbito de la plástica existe el tráfico de cuadros robados, la policía se pregunta si no se estará gestando en el mundo de la música una delincuencia similar vinculada con el robo de partituras no registradas o de instrumentos valiosos. Para ello consultará con el personal directivo de academias y de escuelas musicales. De no obtener datos significativos, se verá obligada a cerrar el caso."
(Noticia aparecida en el diario "La Nación".)
Osvaldo estaba sentado a la mesa de una confitería de la Recoleta. Ya había anochecido. Ese lugar lo conocía de mañana y era magnífico por la luz natural que entraba a través de las vidrieras y por el silencio imperante al concurrir poca gente. Daba gusto tomarse un café mientras leía el diario. En cambio, de noche, la iluminación artificial le quitaba encanto y, además, el bullicio era ensordecedor.
Había pedido un whisky y lo estaba saboreando con suma calma. Vestía una chomba roja y un conjunto sport de saco azul y pantalón claro.
Vio venir a Flora y se incorporó. Ella se había puesto una blusa blanca, un chaleco azul de gamuza y pantalones grises de botamanga ancha. Su cara estaba arreglada pero no caía en el exceso. Para Osvaldo era una mujer distinguida y rabiosamente atractiva.
Flora se sentó y también pidió también un whisky.
Osvaldo, impaciente, anticipó su explicación:
–Le voy contando cómo van las cosas. A través de un contacto que hizo el abogado de mi empresa, el juez de instrucción va a facilitarme los expedientes de Leonel y de Gaspar, que ahora están unificados.
Ella encendió un cigarrillo y comenzó a tomar de su vaso de whisky.
–Veremos si encuentro algo. ¿Usted no recuerda otro rasgo que le haya comentado Gaspar sobre el asesino?
–No ya le dije todo lo que sé: parecía de origen europeo.
Osvaldo tamborileó con nerviosismo los dedos sobre la mesa.
–Respecto al conservatorio donde Leonel realizó la investigación en Florencia, no pude encontrar nada por Internet –se lamentó Osvaldo–. Pero yo soy muy torpe con la computadora: le pediré ayuda a mi hijo Roberto.
Durante el intervalo de silencio que se produjo, ambos terminaron sus whiskies.
–¿Qué opina de Thelma? –arremetió Osvaldo.
Flora se mostró sorprendida.
–Hable sin inhibiciones. No me voy a asustar –apuntó Osvaldo riéndose.
–Yo la he visto pocas veces, así que no puedo opinar. Pero a Gaspar no le gustaba para nada. Decía que no podía comprender cómo una persona refinada como Leonel había elegido una tipa tan vulgar e ignorante.
Había cierto desprecio en sus palabras.
–Es una mujer sensual –dijo Osvaldo con un dejo de ironía.
–Es lo que suele suceder: un tipo de hábitos solitarios, que no hace otra cosa que escuchar música conoce a una mujer provocativa y pierde la cabeza.
Flora apagó la colilla del cigarrillo en el cenicero.
–Lo que le extrañaba a Gaspar es que, salvo sus compañeros del ambiente, a Thelma no se le conocían amigos. Tampoco familiares –acotó Flora.
–Para que se quede tranquila le comento que a mí tampoco me resulta simpática –rió Osvaldo.
Se quedaron callados, y todo parecía indicar que la cita había terminado.
–¿Nos vamos? –propuso ella.
Después de que Osvaldo pagara la cuenta, se levantaron y pasaron frente a los anuncios de las películas en cartel del complejo de cines.
–Mire, dan La maman y la putien –indicó Osvaldo–. Es una película de culto. ¿Le gusta el cine francés?
–Me apasiona, pero creí que era la única sobreviviente de una raza extinguida: los amantes de la nouvelle vague.
–¿Entramos? Mire que dura más de tres horas –señaló sonriendo Osvaldo.
–¡Vamos! –afirmó ella con repentino vigor.
Elsa y Osvaldo estaban conversando en el amplio living en L de su departamento. Del costado que conducía a la cocina sólo se veía una mesa circular rodeada de sillas. El matrimonio se había sentado en mullidos sillones de cuero separados por una alfombra de colores suaves y cálidos. Ella daba la espalda a un cuadro no figurativo pintado al acrílico; a sus costados dos mesas sostenían lámparas con voluminosas pantallas.
Detrás de Osvaldo estaba el enorme balcón –equivalente a un departamento de un ambiente– colmado de plantas de tamaño exuberante, que no impedían la distribución de sillas y mesas de madera, aptas para disfrutar de la diáfana claridad del día.
Elsa se hallaba demasiado arreglada, su aspecto no era nada natural. Estaba vestida como para salir, aunque era el mediodía de un domingo que se estaba tornando caluroso.
–Tenés demasiados problemas de salud como para emprender algo nuevo. Además, no me parece oportuno que con todos los dolores de cabeza que te trae la empresa te metas a constituir una fundación artística –opinó con voz aguda y contundente.
–Sabés que me gusta el arte en todas sus manifestaciones: por eso tengo el programa de radio –contestó Osvaldo, que llevaba puesto bermudas y remera–. Por otra parte, estoy esperando el resultado de los análisis médicos: no creo que sea nada.
–Con el programa de música es suficiente, ¿para qué buscarte más líos?
A él se lo veía molesto, como si le costase dar explicaciones.
–Sé que me he realizado como empresario, pero en este momento quiero abarcar otros campos –precisó–. Necesito hacer algo multidisciplinario en torno al arte. Aunque reconozco que mi mayor esfuerzo estará dedicado a la música. Y si bien entiendo que el compositor es imprescindible, éste no podría desarrollarse sin las salas de concierto y los medios de comunicación.
Se puso de pie y comenzó a caminar delante de Elsa, quien se disponía a replicarle, pero la frenó con un gesto de la mano.
–Y estoy en condiciones de hacer muchas cosas a través de una fundación. Puedo nuclear a grandes artistas que promoverían el nacimiento de nuevas escuelas y tendencias, no sólo musicales sino también pictóricas.
–Dijiste que a la fundación la vas a llamar Osvaldo Guerrero –subrayó ella, y añadió con cierto desdén-: ¿No te parece una actitud arrogante?
Él iba y venía dando pequeños pasos: se lo notaba inquieto y disgustado.
–Si yo pongo el dinero y el esfuerzo principal, no voy a ser tan estúpido como para no figurar.
Volvió a sentarse y se produjo un tenso mutismo.
–No me interesa colaborar como abogada –afirmó Elsa–. Esa es mi respuesta a tu oferta. Estaría mi nombre debajo del tuyo, la fundación sería tu obra y yo una simple –o si querés importante– asesora.
–Pero te daría mucho prestigio y numerosos contactos en el mundo del arte.
–Yo ya me he ganado mi prestigio con mi estudio y no necesito de tus contactos: poseo los míos.
Osvaldo se cruzó de piernas.
–Y te doy un consejo saludable –agregó ella con cierta dureza–: no se te ocurra proponerle nada a Roberto. Ya viste que no funcionó en la empresa a pesar de sus estudios en los Estados Unidos; dejalo que él halle su propio camino.
Osvaldo se tornó serio y taciturno. Estaba como queriendo armar infructuosamente un razonamiento.
–Creo que nos hizo mal tener éxito –reflexionó con desaliento–. Ahora en lugar de estar apegados a disfrutar de las cosas, vivimos pendientes del reconocimiento, de que nuestros nombres se mencionen, a tener cada vez mayor influencia sobre los demás.
Elsa lo escuchaba inmutable, como si estuviera esforzándose para que esas opiniones le resbalaran.
-En cierto sentido somos más débiles que cuando éramos recién casados y empezamos con la empresa –prosiguió Osvaldo-. Nos hemos transformado en personas vulnerables; no podríamos aceptar ni el error ni el fracaso.
–No estoy de acuerdo –objetó ella–. Por lo menos yo no lo siento así.
Había en él una necesidad de querer expresarse mejor, de comunicar el revoltijo de ideas que bullían en su interior.
–Lo que te voy a decir suena a fantasía, y ya sé que es imposible de concretar, pero a veces me siento tan abrumado por la empresa y por mis inquietudes artísticas que me gustaría mandar todo al demonio y tener una vida espontánea y natural. Desde chico me cautivaron los paisajes exóticos que veía en las películas de aventuras, goce que fomenté más tarde viendo documentales de viajes.
Ella lo miraba sorprendida ya que parecía perdido en sus especulaciones.
-Hay una hermosa película que se desarrolla en Djibouti, en el noreste de África, y se llama Bella tarea. La verdad es que a veces me vienen ganas de vivir una experiencia absoluta allí, en un ámbito sensual ajeno a todas nuestras estúpidas convenciones.
Elsa lanzó una brusca carcajada.
–¡No me hagas reír! ¿Serías capaz de irte a vivir a una choza y perder todos tus privilegios? ¡Con lo que te gusta a vos la buena vida!
Se produjo una nueva pausa. Luego agregó:
–Además, ahora, como si tuvieras pocos rollos, te surgió ese nuevo delirio de convertirte en detective. ¿Estás queriendo imitar a algún célebre personaje?
–Ya te lo expliqué, me dolió la muerte de Leonel, un tipo a quien quería y admiraba, y estoy seguro de que la policía no va a hacer nada para descubrir al asesino.
–¿Y vos te crees capaz de resolverlo? Así que vas a ser empresario, comentarista radial, presidente de una fundación y, de paso, detective privado. ¡Eso se llama omnipotencia!
Osvaldo se levantó.
–Fuiste demasiado dura conmigo, Elsa. –Y agregó-: ¡Implacable!
–No seas exagerado. Si no se te dice todo que sí, te sentís agredido. ¿Qué creés ? ¿Qué sólo vos podés tener la razón?
–Otro día la seguimos –replicó Osvaldo y se retiró por el costado que llevaba a la cocina. Estaba acalorado y fuera de sí.
Recorría una vez más con la mirada los numerosos diplomas que había obtenido su médico, una manera inconsciente de ratificar, por parte de Osvaldo, que se hallaba en buenas manos.
Era el único paciente que quedaba en la sala de espera –había otro que estaba siendo atendido por el doctor– y se sentía demasiado nervioso como para leer una revista o charlar con la verborrágica recepcionista.
Por fin salió el paciente y fue invitado a pasar al consultorio.
El médico lo recibió estrechándole con fuerza la mano. Como siempre, se lo veía fresco, descansado, con ese pelo azabache que no exhibía ni una sola cana a pesar de rondar –según sus cálculos– la cincuentena. En cambio, él, en ese último año, había empezado a tener algunos mechones blancos en su abundante cabellera castaña.
Osvaldo le entregó al médico el sobre tamaño carta con el resultado del análisis.
–Como le avisé por teléfono, me llamaron del Laboratorio para que autorizara una inmunomarcación y estar en condiciones definir algunas zonas de su biopsia de próstata –enunció el doctor mientras abría el sobre.
Osvaldo observaba la expresión indiferente y distante del médico al leer el informe. Tenía un aire autosuficiente, de amplia seguridad en sí mismo y en su capacidad profesional.
–Hay un tumor –afirmó como si se tratara de una simple irritación de garganta.
Osvaldo sintió un frío húmedo que lo inmovilizaba. Lo único que atinó a balbucear fue:
–¿Es importante?
–Mediano.
Hubo un mutismo por parte del médico que resultó insoportable para Osvaldo; su ansiedad empezó a galopar como un caballo desbocado.
–Yo creo que el tumor está confinado, pero debemos cumplir con dos pautas internacionales: debe hacerse un centellograma óseo y una tomografía computada con contraste.
–¿Y si no estuviera confinado? –preguntó Osvaldo sumergiéndose en las tinieblas del terror.
–¿Para qué adelantarnos? ¿Por qué no va ahora mismo al Laboratorio y solicita un turno? –le aconsejó el doctor mientras escribía las recetas.
Osvaldo asintió en silencio con un movimiento de cabeza.
–Le conviene hacer las dos cosas en el mismo día, pero va a tener que seguir una secuencia muy pautada: en el Laboratorio le explicarán todo.
Y le volvió a dar un fuerte apretón de mano.
Salió del consultorio con la sensación de que habían estado hablando de otra persona; él había sido un simple espectador de una conversación entre un médico y su paciente. Se hallaba como suspendido en el aire, en medio de una bruma que le hacía pensar que estaba emergiendo de un sueño angustioso.
Pero cuando volvió a la realidad, tomó conciencia de que era él quien padecía de un tumor. En ese momento tuvo la vivencia de que su vida acababa de dar un giro copernicano, y tomó una decisión terminante: no diría una palabra a nadie sobre su problema de salud: ni a su familia, ni a ninguno de sus amigos. Y mucho menos a Flora.
Osvaldo dice:
Ayer fue un día de grandes revelaciones. Con la ayuda de Roberto recurrí a varios buscadores de Internet y, por fin, encontré el Conservatorio Luigi Rossi, en Florencia. Mi primera intención fue enviarle un mail a su director, un tal Giacomo Ruggiero, para confirmar si por allí había estado Leonel. Pero después preferí esperar, como si una borrosa intuición me aconsejara no precipitarme.
Flora dice:
Yo hubiera mandado el mail. Es una manera de avanzar. Si contestan que Leonel estuvo allí se pueden hacer las preguntas pertinentes, y si la respuesta fuera negativa entonces habría que seguir buscando.
Osvaldo dice:
Sucede que después la intuición se fue aclarando, y aparecieron las razones de mi cautela. Leonel debe haber descubierto algo en Florencia que molestó a una persona o a un grupo. Si yo pido información los pondré sobre aviso y sabrán cómo defenderse. A la tarde, un dato me convenció de que me hallaba en el camino correcto.
Flora dice:
¿Qué dato?
Osvaldo dice:
¿Te acordás que un juez amigo había prometido mostrarme el expediente abierto por las muertes de Leonel y de Gaspar? Bueno, ese mismo día pude verlo. Y me encontré con los inventarios de los mobiliarios de sus viviendas. ¡Hicieron la lista de todos los compactos que tenía Leonel! Pero lo que me sorprendió fue que había un manuscrito suyo con una sinopsis de un libreto de ópera. Algo me había comentado antes de partir para Florencia. Lo leí y tuve una mala impresión: es caótico y confuso, hay una mezcla arbitraria de géneros y el resultado es un cóctel indigerible.
Flora dice:
No me gusta que critiqués el bosquejo de Leonel: como vos mismo decís se trata de un simple proyecto, algo que debía corregir y desarrollar. ¿Era éste el dato tan fundamental?
Osvaldo dice:
Lo siento: no puedo contener el alma de crítico que desarrollo en mi programa radial. En el libreto Leonel me menciona a mí, a vos y a Thelma. Lo hace para tomar ciertos aspectos nuestros y modelar sus personajes. Lo curioso es que en la historia hay un criminal, y para trazar su perfil tomó a un personaje real "entre viscoso y siniestro" –son sus palabras– como Giacomo Ruggiero, el director del Conservatorio. ¿No te parece sugestivo?
Flora dice:
Claro que sí. Encontraste una buenísima pista.
Osvaldo dice:
Para mí Thelma guarda algo. Es imposible que ignore el nombre del conservatorio y que no sepa que Leonel estaba escribiendo un libreto de ópera.
Flora dice:
Su actitud es sospechosa. Además, ella no me merece ninguna confianza.
Osvaldo dice:
Tendré que verla de nuevo.
Flora dice:
Así es. Y te vas a ver obligado a apretarla.
Osvaldo dice:
Ella está actuando en Mar del Plata. Este fin de semana me haré una escapada. ¿Querés acompañarme?
Flora dice:
Encantada. Lo vamos a pasar bárbaro.
Osvaldo dice:
El viernes paso a buscarte a esos de las cuatro de la tarde.
Flora dice:
De acuerdo. Seré puntual, como siempre.
La cafetería del hotel era un lugar común -con mesas de madera y una mínima barra donde estaban las botellas de bebidas y la máquina de café-, cuyo fin era atender al cliente que sólo quería tomar algo a la tarde, porque para los desayunos, almuerzos y cenas había un gran salón –que Osvaldo divisó de refilón–, precisamente donde en media hora iba a tener lugar el show de Thelma.
De repente ella se acercó a su mesa con un traje de fiesta con volados de pésimo gusto pero que resaltaba su busto prepotente. Estaba deslumbrante.
–Perdóneme, señor Guerrero, pero cuento con poco tiempo –le advirtió mientras le estrechaba la mano y se sentaba.
–Seré breve, y lo menos molesto posible.
Osvaldo observó que la gente empezaba a desfilar por un pasillo hacia el salón. Iba bien vestida pero sin exagerar: había tomado debida nota de que Mar del Plata era una ciudad balnearia.
–¿Usted sabía que Leonel estaba escribiendo el libreto de una ópera? –preguntó Osvaldo.
–Sí, por supuesto. Incluso él estaba tratando de darme algún papel. Quería introducir una escena en un club nocturno, así yo podría interpretar una canción melódica. ¡Para mí era una locura! –respondió Thelma riendo.
–¿Cómo es que no me comentó nada? –interpeló Osvaldo cortante.
El rostro de Thelma se ensombreció, y luego se iluminó con un relámpago de ira.
–¡Porque se trataba de algo obvio! Lo sabían todos sus amigos y conocidos. ¿Qué pretendía usted? ¿Tenía que hablarle también de sus clases de música? ¿O de cuantas veces íbamos a la cama?
Osvaldo se disponía a responder, pero ella lo interrumpió con un gesto rudo.
–No me gusta nada el carácter que está tomando esta conversación. Se está pareciendo a un interrogatorio, y usted no tiene ningún derecho. ¿De dónde le vienen esas ínfulas de parapolicial?
Osvaldo sintió herido su orgullo: una mujer de ínfimo nivel le estaba propinando una paliza.
–Perdóneme. Fui un grosero. Mi interés por hallar a los culpables de las muertes de Leonel y de Gaspar me hace despertar las manías autoritarias del empresario que soy.
Ambos permanecieron callados; durante esa tensión Osvaldo aprovechó para recuperarse.
–¿No le dice nada el Conservatorio Luigi Rossi?
–Ya le dije que a mí no me interesa la música clásica. Era un tema que no trataba con Leonel –replicó ella con una seguridad que Osvaldo consideró aparente.
–¿Tampoco el de Giacomo Ruggiero, su director?
–Jamás lo oí mencionar por Leonel –aseveró terminante Thelma.
Osvaldo captó que una rigidez le contracturaba el cuerpo.
–Yo tuve acceso al libreto y, además de preparar varios números para usted, Leonel tomó datos míos y de Flora con el propósito de diseñar sus personajes…Y también de Giacomo Ruggiero…
–Lo lamento, pero tengo que dejarlo porque debo atender mi show –concluyó Thelma después de ofrecerle una mano escurridiza a manera de saludo.
Osvaldo se quedó pensando un rato. Luego se levantó para regresar a su hotel. Allí le preguntaría a Flora si tenía alguna idea de cómo continuar con el asunto.
Thelma estaba sentada en una banqueta en la habitación del hotel. El show acababa de terminar y le había salido bien a pesar de sus nervios. Por su cara le caían gotas de sudor que no alcanzaban a arruinarle el maquillaje.
Tomó el teléfono y marcó un número. Frunció el ceño; parecía ensimismada.
–Hola, Giacomo, habla Thelma.
–¡Qué tal, Thelma! ¿Pasa algo? –respondió el italiano con voz tirante.
–Después le explico. Tome el teléfono de mi hotel en Mar del Plata.
–¿Dónde queda eso?
–Es una ciudad de veraneo que está a unos cuatrocientos kilómetros de Buenos Aires. Bueno, vaya hasta un teléfono público, comuníquese con el hotel y dígame el número desde el cual me habla. Yo entonces iré hasta un locutorio y lo llamaré a ese teléfono.
Mientras esperaba la llamada, Thelma se sacó el maquillaje y se cambió su vestido de fiesta por otro común.
Sonó el teléfono, y Thelma anotó el número desde donde hablaba Giacomo.
Salió del hotel y caminó por la calle San Martín, que estaba prácticamente vacía. Entró en un locutorio y pulsó el número del teléfono público de Florencia.
–Aquí estoy de nuevo, Giacomo.
–¿Qué está ocurriendo, Thelma?
–Osvaldo Guerrero es un importante empresario argentino y, además, comentarista de música; era amigo de Leonel. Me vino a ver hace un tiempo con la inquietud de esclarecer su asesinato. Yo lo tomé bien, como un deseo si se quiere ingenuo de un tipo que está dolido por la muerte de un colega.
–¿Y?
–Espere, yo también estoy ansiosa. Ayer viajó desde Buenos Aires a Mar del Plata sólo para seguir conversando sobre el tema de la muerte de Leonel. Y me preguntó si conocía el Conservatorio Luigi Rossi y a su director Giacomo Ruggiero.
–Thelma, eso no tiene nada de extraordinario. El conservatorio es uno de los mejores de Europa y ubicarlo no es difícil. De allí a averiguar que yo soy el director hay un mínimo paso.
–Déjeme que termine de explicarle…
–…Si ese Guerrero llega a escribirme, no tengo ningún problema en comentarle que Leonel vino a realizar una investigación sobre la Camerata Florentina.
–Pero Guerrero me interpeló, me sentí como acusada.
–Eso es problema de su paranoia.
–Guerrero también descubrió que Leonel estaba escribiendo un libreto de ópera donde tomaba datos de todos sus conocidos para construir sus personajes. Y lo mencionaba a usted, Giacomo.
–Ningún problema. Nuestra relación siempre fue excelente. Ni yo sabía que me robaría la partitura de Dafne y ambos tampoco sospechábamos que me iba a ver obligado a matarlo.
–Con sólo haberle dado un golpe y desmayarlo hubiera bastado pero es tarde, no vale la pena a discutir ese punto.
-¡Thelma me atacó con un cuchillo en cuanto me vio en el departamento!
-Terminemos: ya no tiene arreglo. Lo que puedo asegurarle es que yo husmeo que este empresario sospecha de nosotros.
–Voy a tener en cuenta su intuición femenina, Thelma…Lo único extraño es que Guerrero no se haya puesto en comunicación con el conservatorio…Quizás pueda estar tramando algo…Bueno, quedamos a la espera de los acontecimientos y nos mantenemos en contacto. Chau.
La habitación del hotel no era grande, pero sí lujosa y de buen gusto. El gris de la alfombra mullida se expandía por el piso mientras que las paredes lucían un pálido ocre y el techo un blanco inmaculado. Las mesas de luz ostentaban un diseño dinámico, como si estuvieran suspendidas en el aire; las pantallas de los veladores eran alargadas. En la pared frente a la cama había un pequeño espejo rectangular. Un perchero tenía una distribución horizontal y parecía una planta artificial. Por último, estaba el escritorio cuya tapa de vidrio se apoyaba en un soporte metálico en una punta y en una cajonera de madera en la otra. Un pequeño televisor se exponía más como adorno que como aparato funcional.
Flora y Osvaldo estaban recostados sobre el respaldo de la cama. Una sábana los cubría sólo hasta la cintura y permitía que exhibiesen sus torsos desnudos. Ella fumaba y él tomaba whisky.
–La verdad, que no sé cómo seguir este asunto. Si consulto a Giacomo Ruggiero, lo pondré sobre aviso y ocultará el descubrimiento que presumo realizó Leonel en Florencia. Para mí Thelma encubre algo, pero cómo averiguarlo: seguro que no aceptará una nueva entrevista conmigo. Es un callejón sin salida.
Osvaldo sorbió un buen trago de whisky y colocó el vaso sobre la mesa de luz de su lado.
–¿Y si vas al juez de la causa y le planteas tus inquietudes? –propuso Flora.
–Se trata de una amistad comercial, no tengo confianza para llevarle suposiciones que no puedo fundamentar.
Flora sacudió el cigarrillo sobre el cenicero que tenía sobre la cama.
De pronto Osvaldo pegó un respingo.
–Se me ocurrió una idea…¿Y si recurro a un detective privado?
–¿Conocés a alguno?
–En mi empresa se hace espionaje industrial y a veces nos vemos obligados a contratar los servicios de una agencia de detectives.
–Creo que encontraste la solución perfecta –afirmó Flora.
-Hablaré con Eugenio Malbert, un detective magistral, digno de una buena novela policial.
Osvaldo terminó su whisky y se puso pensativo. Se mantuvo callado un buen rato, como si estuviera ausentándose mentalmente. De pronto, nervioso, dijo:
–Flora, hagamos una abstracción. –Parecía que estaba tomando aire–. ¿No te gustaría que hiciéramos un viaje juntos?
–¡Sería fantástico!
–¿Dónde te gustaría ir?
–¿Vos qué pensaste?
–¿No te gustaría Djibouti?
–¿¡Qué!? ¿Y eso dónde queda?
–En África.
–¡Estás completamente loco, amor! –exclamó ella presionando con fuerza sus labios en los de Osvaldo.
-¡Es un lugar maravilloso! –contestó él abrazándola-. Ideal para vivir un romance como el nuestro.
Era la sala de espera del urólogo. Pero esta vez Osvaldo no repasó con la vista los diplomas y reconocimientos obtenidos por el médico. Tampoco necesitó ignorar la pesada conversación de la recepcionista. Se hallaba ido, como en una nube. Por un lado deseaba pasar al consultorio de inmediato y terminar de una vez por todas con la ansiedad que lo estaba devorando. Y, por otro, quería que la situación se congelara para siempre y que el doctor no lo llamara, de manera de postergar en forma indefinida una posible mala noticia.
El momento llegó y entró al consultorio. Saludó al doctor y le entregó los análisis, abrumado por una fuerte opresión anímica: estaba en juego su destino.
El urólogo abrió los sobres y empezó a mirarlos como si estuviera sentado a la mesa de un café leyendo un diario cuyas novedades por más monstruosas que fueran ya no lo conmovían.
–¡Hay problemas! –fue el contundente comentario del médico.
Osvaldo comenzó a agarrotarse.
–El tumor hizo metástasis y le ha tomado los huesos. Debemos atacar de inmediato.
–¿Es muy grave? –preguntó con inocencia Osvaldo.
–Sí, por supuesto. Tiene que operarse de próstata. Pero esta no es la operación común, de la que se opera la mayoría de los hombres. Es la radical, se le extirpa el órgano completo.
Osvaldo prefirió no hablar.
–Aunque no es de alto riesgo, perderá mucha sangre, se le hará una transfusión y estará unos cuatro días en terapia intensiva. Luego permanecerá una semana en el hospital y después se irá a su casa. Le pondremos una sonda y por un mes no podrá trabajar.
–¿Nada más? –consultó Osvaldo con una sonrisa, una forma de canalizar irónicamente su desesperación.
Ambos se miraron con fijeza.
–¿Qué consecuencias fisiológicas trae?
–Inevitables problemas sexuales que se pueden ayudar a corregir. Pero ahora no es el momento de hablar de ello. Antes está su vida –contestó el doctor llenando una receta–. Vaya ahora mismo al hospital y solicite un examen prequirúrgico.
Osvaldo tomó el papel, le dio la mano al médico y se retiró.
Estaba convulsionado. Se lamentaba que justo ahora, que tenía tantos proyectos con la fundación y que había conocido a Flora, recibiera esa terrible noticia. Era una circunstancia traumática y debía tomar resoluciones categóricas.
Y rompió la receta que solicitaba el examen prequirúrgico.
Caminó despacio hacia su automóvil. En ese breve trayecto sus neuronas trabajaron a una velocidad cercana a la de la luz. Nuevamente volvió a pensar que este problema no le pasaba a él sino a un simple desconocido.
Osvaldo se movía nerviosamente en su sillón aerodinámico. Estaba sentado a la mesa oval de su oficina frente a un hombre bien vestido, de no más de treinta años, delgado, de pómulos salientes, rubio y con el pelo prolijamente parado.
Del ventanal que daba al Río de la Plata provenía una fuente de luz estimulante, pero no se alcanzaba a divisar la línea del horizonte, así que sólo se veía una franja de cielo.
–Bueno, Eugenio, ya le enuncié todas mis deducciones: ahora le toca a usted –dijo señalándolo con una inclinación de cabeza.
–¿Tiene una fotocopia del libreto de Leonel? –preguntó Eugenio con voz ronca.
–Así es –contestó Osvaldo, quien se levantó, fue hasta su escritorio y de un cajón sacó un juego de fotocopias y se lo entregó.
–Tengamos presente, señor Guerrero, que lo único que me ha aportado son conjeturas y suposiciones. Y lo que cuentan son los hechos.
–Tal vez esté influido por la literatura policial, pero entiendo que las intuiciones son imprescindibles para orientar la búsqueda de las pruebas.
–No es mi metodología –respondió el detective contundente–. Para mí sólo cuentan el trabajo de laboratorio y las huellas dejadas por el asesino.
La sonrisa comprensiva de Osvaldo dio lugar a un pequeño impasse. Se veía que no estaba del todo convencido de los supuestos procedimientos científicos, que él indudablemente prefería el procedimiento deductivo.
–Primero voy a preparar un plan de trabajo y luego le presentaré un presupuesto por cada etapa que vaya emprendiendo –aclaró Eugenio abstraído y poniéndose de pie.
–Conforme.
El detective dijo riendo:
–A menos que prefiera que le cotice cincuenta dólares diarios más gastos, como hacen sus héroes de ficción.
Osvaldo respondió con una carcajada.
–¡Ese creo que era Lew Archer!
Thelma estaba moviéndose y cantando con un ritmo impresionante. La música tropical transmitía una alegría contagiosa. Ver que las parejas bailaban con entusiasmo y que se estaban divirtiendo era una satisfacción incomparable, que la hacía sentirse dueña del mundo. En ese momento no le importaba que le pagaran poco y que se quedara semanas enteras esperando trabajo: sentirse como una reina portadora de placer no tenía precio.
Otra gratificación la aportaban los hombres. A primera vista la miraban de reojo para escucharla cantar y seguir la cadencia que imponía su cuerpo, pero ella sabía que la devoraban con la mirada, que ardían de deseos de acostarse con ella, y que cuando terminara el show no tendrían más remedio que conformarse con sus esposas. Era una forma imaginaria de acostarse con todos esos hombres. ¡No estaba mal!
Sin embargo, esa noche notó un hecho extraño. Había un tipo joven, de pómulos prominentes, rubio y buen mozo que estaba solo en el fondo del salón. No hacía como los demás hombres que la miraban con prudencia y de vez en cuando. ¡Este no le sacaba los ojos de encima! Pero su expresión era imperturbable, como si estuviese conteniendo el tremendo deseo que lo desbordaba.
Thelma pensó que le vendría bien tener una auténtica aventura en lugar de fantasear con maridos que luego le hacían el amor a sus mujeres. El muchachito valía la pena.
Siguió bailando soñando con todas maneras posibles que tendría ese mozo para aproximarse. Y luego con él en la cama, sumergiéndose ambos en un delirio de excesos.
Se trataba de la misma confitería de la Recoleta donde Osvaldo se encontró con Flora antes de ir al cine a ver La maman et la putain. Pero era más tarde, casi la una de la mañana de un día de semana, y en consecuencia el lugar estaba casi vacío.
Iba por el tercer café; quería recuperarse de todo el whisky que había ingerido para atontarse y olvidar que los días de su vida estaban contados. No se hallaba en condiciones de ponerse de pie sin trastabillar y no le gustaba pasar papelones. Máxime que el azar y la casualidad a veces se convierten en enemigos feroces y pueden maltratarlo a uno en forma implacable. No quería que lo viese ningún ejecutivo o empleado de la empresa. Era difícil que Elsa pasara por allí porque seguramente estaría durmiendo, pero Roberto sí podía andar por la zona. Y no conocía bien los movimientos de Flora, de modo que si se topara con ella en ese estado no podría soportarlo.
Había dejado de pensar en su enfermedad para añorar ese otro momento que vivió con Flora en la zona. Cómo disfrutaron la película de Jean Eustache. Además, trabajaba la madura pero bella Bernadette Lafont, una de las tantas actrices de la que se enamoró de joven. La emoción los embargó a él y a Flora cuando en el filme apareció en un café, y rodeado por sus acólitos, nada menos que Jean-Paul Sartre. Se lo veía a lo lejos, en una imagen tan difuminada como resplandeciente: el actor que lo interpretaba respondía a su físico a la perfección. Claro que el personaje de Jean-Pierre Leaud y su amigo, que lo observaban desde otra mesa, no lo trataron bien y se refirieron a él como "el borracho", pero Osvaldo como Flora se conmovieron pasando por alto ese detalle, y estuvieron a punto de tomarse de la mano. Fue allí cuando nació en ellos ese soplo mágico de entusiasmo, ese magnetismo que recorre los cuerpos como producto de la atracción entre dos seres.
Pidió un cuarto café. Con ese creía que sería suficiente para salir del paso. Por suerte había venido sin auto. En su estado era toda una ventaja no tener que manejar. Iría en taxi hasta su casa, y trataría de que Elsa no advirtiera su estado lamentable.
Era una mañana destemplada; la noche anterior había llovido y la temperatura sufrido un violento descenso. Thelma caminaba por la Rambla abrigada con una campera de cuero. Le llamaba la atención la niebla que había caído sobre la ciudad: el mar no se veía, estaba oculto por una bruma celeste que parecía dispuesta a no retirarse jamás.
Se dirigió al centro y entró en una confitería de dos pisos, en la cual la superficie del primero apenas cubría la cuarta parte de la planta baja donde acostumbraba a ubicarse para desayunar y leer el diario.
Pero esta vez se hallaba completa. Pensó que era lógico: con ese tiempo, la gente se refugiaba en los bares y confiterías.
Subió al primer piso por una escalera en tirabuzón, y se llevó una gran sorpresa al ver sentado a una mesa tomando un café al presunto admirador que la había estado observando dos noches atrás en el show del hotel. Tenía puesto el mismo traje gris azulado con ligeras rayas blancas.
Se sentó a la mesa de enfrente, de modo que el buen mozo no dejara de notar su presencia. Sin embargo, este miró el ticket y, sin llamar al mozo, dejó el pago en la mesa y se retiró apurado, como si se estuviera escapando.
Apareció un mozo que recogió el dinero y luego se acercó a la mesa de Thelma para preguntarle qué deseaba. Ella no salía de su estupor, y apenas pidió en un susurro un café con leche y dos medias lunas.
Y dedujo que el hombre joven no estaba interesado en ella como mujer. De repente se dio cuenta que la mesa donde había estado sentado se hallaba situada justo al lado de la baranda y, desde allí, podía observarse toda la planta baja. Posiblemente el misterioso individuo –así podía llamarlo a partir de ese momento–, la había estado vigilando.
Y cuando despachó la tercera media luna, arribó a la conclusión que el individuo bien podría ser un detective privado contratado por Guerrero.
18
Estaban caminando por los alrededores de la placita Serrano, en Palermo. Ahora se hallaban frente a la vidriera de un negocio de artesanías. Por los ademanes se veía que Flora le indicaba las características de los artículos a Osvaldo, quien estaba fascinado por el destello de los colores. Ella lucía delgada y atlética; él, en cambio, había engordado unos kilos y su espalda se había encorvado ligeramente.
Después de cruzar la plaza pasaron a otra vidriera que sólo ofrecía artículos de papel, para lo cual los diseñadores habían desarrollado al máximo su imaginación.
Por último buscaron un boliche para sentarse. Todos estaban llenos de gente hasta la vereda: la tarde era espléndida e invitaba a tomar algo a plena luz del sol.
Encontraron una confitería que, además del interior y la vereda, ofrecía una pequeña entrada entre ambos sectores, un punto intermedio. Se sentaron a una mesa redonda y pidieron cerveza negra y tostados.
Flora hablaba con entusiasmo. Sus ojos negros brillaban de alegría, enmarcados por esas pestañas que parecían querer crecer indefinidamente. Ella comentaba los pormenores del fin de semana que estuvieron en Mar del Plata, donde lo habían pasado tan bien.
El rostro de Osvaldo mostraba satisfacción, aunque por momentos daba la impresión de que una perturbación interior lo estaba acechando. Su cabello seguía encaneciendo a paso lento.
El único momento de tensión ocurrió cuando Flora interrumpió su charla para preguntarle a Osvaldo si su esposa no decía nada de sus salidas y llegadas tarde. Él, lacónico, contestó que Elsa también estaba poco en casa.
Luego de pagar se retiraron de la confitería y fueron caminando hasta un garaje. De allí salió el auto de Osvaldo, que tomó por la calle Jorge Luis Borges.
Llegaron hasta un edificio de pésimo gusto: un hall con columnas dóricas, una escultura de mujer romana y, arriba, el frente del primer piso pintado de un color rosa intenso. Ingresaron por la cochera.
Pasaron casi dos horas intensas, que le permitieron a Osvaldo comprobar que su enfermedad aún no le hacía mella en su rendimiento sexual.
Se alejaron del hotel, y el auto tomó la avenida Santa Fe hasta el departamento de Flora. Se despidieron con un beso efusivo.
Osvaldo conducía hacia su casa en Belgrano. En el espejo retrovisor se reflejaba una cara en la cual había irrumpido la pesadumbre: profundas ojeras y rasgos que parecían trazados por un buril.
Eugenio había cambiado su look de traje azulado con ligeras rayas blancas. Ahora usaba remera, pantalón largo, anteojos negros, zapatillas deportivas y tenía el cabello aplanado.
Había estado el día entero frente al hotel donde actuaba Thelma y no la había visto salir. Cuando empezó a hacerse de noche decidió entrar. La primera sorpresa que recibió fue no ver el cartel que anunciaba el show.
Preguntó por Thelma al conserje, y este le respondió que ya no se alojaba allí. Cuando quiso averiguar adónde había ido, aquel le contestó que no lo sabía, pero aunque lo supiera no se lo diría.
Eugenio era un hombre de decisiones rápidas: se dirigió de inmediato al aeropuerto para tomar un avión hacia Buenos Aires.
Llegó a eso de las diez de la noche, y se dirigió a la pensión donde se hospedaba Thelma, cuya dirección conocía a través de los informes de Osvaldo. Quedaba en Constitución y se desconcertó cuando se halló frente a su puerta deteriorada: el establecimiento era de ínfima categoría.
Había un portero eléctrico y apretó el botón que correspondía a la habitación de Thelma. Como no recibió respuesta, insistió con el timbre de la encargada, quien contestó de mala manera protestando por la hora. Al preguntar por ella, le informó que había abandonado la pensión y que desconocía su paradero. Y colgó.
Eugenio pateó la pared para descargar su bronca. Seguro que se había ido del país, pero no tenía contactos ni vinculaciones como para averiguar qué medio de transporte había utilizado. Sospechaba que ella había alquilado una lancha particular para ir a Uruguay, y desde allí pasado a Brasil, en donde conseguiría un pasaporte con nombre falso. Después ¡vaya a saber en qué ciudad brasileña se establecería o hacia qué destino partiría!
Estaba seguro que le había perdido el rastro.
No sabía ni una pizca de italiano, como tampoco de inglés y de francés. Además, consideraba que hablaba mal el español y lo escribía aún peor.
Pero esas limitaciones eran ideales para dejarse llevar por los encantos de una ciudad como Florencia y no perder tiempo charlando (o chapurreando) trivialidades.
Así, esa mañana Eugenio se maravilló ante el esplendor del Duomo, pero no entró a ver su pinacoteca porque no le interesaba la pintura. Lo mismo le sucedió con Los Uffizi y con el Palazzo Pitti, aunque visitó los Jardines de Boboli. Curiosamente, tal vez por un misterioso fenómeno parapsicológico que engloba a vivos y a muertos, permaneció unos instantes frente a su pequeño anfiteatro, donde tuvieron lugar tantas representaciones de ópera. Allí se hallaba una clave que unía la Camerata Florentina y Dafne con el asesino de Leonel y de Gaspar. Pero era incapaz de captar esa señal y prosiguió su paseo.
Disfrutó del Ponte Vecchio y de sus tiendas y joyerías. No curioseó por el Mercado Centrale, pero saboreó un café en la Piazza della Repubblica.
Más tarde tuvo que cumplir con sus obligaciones y dobló por la Via De´Martelli y fue hasta el Conservatorio Luigi Rossi.
Se llevó la misma pésima impresión de esa instituto que Leonel en su primera visita: falta de recursos, escaso mantenimiento, instalaciones precarias.
En la mesa frente a la ventanilla había folletos mal impresos sobre los cursos del conservatorio y acerca de los festivales musicales que se llevarían a cabo en Florencia.
En la ventanilla apareció una chica joven –la misma que atendió a Leonel– y él, que era un hombre práctico, en lugar de intentar hablar mal el italiano escribió en un papel Giacomo Ruggiero.
Y la chica le respondió en italiano. Aunque él comprendió de inmediato lo que ella quería decirle, se lo hizo repetir varias veces, como si no lo pudiera creer.
–No lavora piú fra noi.
Con amarga resignación aceptó que también Giacomo se había esfumado.
La escena se parecía a la de la primera entrevista, pero sólo en la superficie. La oficina estaba inundada de luminosidad por el inmenso ventanal que daba al Río de la Plata, y sentados a la mesa oval se encontraban Eugenio, con su pelo parado y el traje azulado con rayas blancas, y Osvaldo, impecablemente vestido, como siempre.
La desazón los embargaba: lo único que había conseguido el detective eran las fotos de Giacomo.
–Al final tenía razón, señor Guerrero. Sin pruebas, sin ninguna constatación por parte del laboratorio, recurriendo a la argumentación analítica, usted detectó que Giacomo y Thelma estaban complicados en el asesinato de Leonel y de Gaspar. La desaparición de ambos confirma su hipótesis. Claro, con estos elementos no podemos recurrir a la policía ni a un juez.
–Su trabajo fue excelente, Eugenio. Es difícil apresar a personas que no tienen antecedentes penales y que sólo cometen un crimen en su vida. Pero logró confirmar mi teoría…Tal vez mis entrevistas a Thelma los puso sobre aviso y decidieron desaparecer –arguyó Osvaldo un tanto solemne.
–Son dos personas solitarias, sin vínculos con la gente. Se evaporaron fácilmente, como si no hubiesen existido –comentó Eugenio.
Osvaldo se puso de pie y se alejó de la mesa oval. Comenzó a mirar por el ventanal hacia el río, pero parecía como si quisiera recorrer con sus ojos distancias imposibles, acceder a lugares inaccesibles.
–Esto modifica mis planes –manifestó–. Mi intención era castigar a los culpables de los asesinatos de Leonel y de Gaspar, pero no pudo ser. Eso hubiera llevado más tiempo, de modo que tengo que adelantar un viaje que tenía proyectado.
–¿Se va a Europa?
–Iré a un lugar menos frecuentado por el turismo. Aún tengo que hacer varios ajustes en mis planes –respondió Osvaldo con desgano.
EPÍLOGO
"Lo peor de los muertos es que dejan vivos, pensó el Conde".
Leonardo Padura Fuentes: Máscaras
Osvaldo dejó de concurrir a su casa y a su trabajo sin dar ningún tipo de aviso. Su esposa hizo la denuncia a la policía, que realizó la correspondiente investigación en las compañías aéreas y en las de transporte terrestre y marítimo, y no localizó ningún pasaje a su nombre.
Elsa se vio obligada a ocupar la presidencia del directorio de la empresa. En su estudio jurídico contrató a un abogado para que hiciera sus tareas. Su hijo Roberto no quiso cambiar el puesto que tenía en la firma y ascender a otro superior.
En una asamblea de accionistas convocada por ella se resolvió cancelar el proyecto de la fundación para el fomento de las artes por el que tanto había bregado Osvaldo. Allí mismo se decidió no ampliar los rubros de la compañía e intensificar la concurrencia a licitaciones internacionales para la construcción de oleoductos.
Flora se hallaba desesperada por la ausencia de Osvaldo, cuyo celular estaba apagado: había llamado varias veces a la empresa, pero le contestaban con evasivas: que estaba en una reunión, que no había regresado de almorzar, que había salido en viaje de negocios.
Entonces decidió apelar a Eugenio Malbert, el detective que le había mencionado Osvaldo, que sólo tardó dos días para informarle sobre su misteriosa desaparición y las medidas tomadas por su esposa y la policía para tratar de hallarlo.
El detective comentó que el camino intuitivo utilizado por Osvaldo para el caso de Leonel y de Gaspar había dado resultado. Que, evidentemente, en ciertos procesos atípicos los tradicionales métodos de laboratorio parecían ser ineficaces. Por tanto, él apelaría en esta oportunidad a ese tipo de intuición copiado por Osvaldo de alguna novela policial.
Y empezó a razonar de este modo: de un secuestro extorsivo no se trataba, porque ya había pasado casi un mes y no se había producido ningún pedido de rescate. Que Osvaldo se hubiera visto obligado a huir al exterior por haber cometido una estafa en la empresa era impensable: su honestidad no admitía dudas.
Sin embargo, argumentó, había una ruta poco frecuentada para proseguir la investigación: preguntar a sus médicos. La había leído en una novela policial cuyo título no recordaba. Era increíble cómo los pacientes dejan en sus tratamientos una especie de radiografía de su comportamiento y de sus proyectos para el futuro.
Flora le dejó libertad de acción para continuar con la investigación. Y le adelantó una importante suma de dinero para gastos.
Eugenio no dudó en acudir a Elsa presentándose como un detective privado que trabajaba en espionaje industrial para el señor Guerrero. Ella lo recibió en un despacho de la empresa, detrás de un modesto escritorio; nadie se había atrevido a ocupar la oficina de su marido. Llevaba un sobrio dos piezas azul; él, como si hubiera querido combinar ambas vestimentas, se había puesto un traje gris oscuro.
-Su esposo debe haber dejado algún rastro en sus visitas a los médicos –disparó de golpe Eugenio-. Aunque en los consultorios sólo se habla de síntomas, es increíble cómo los pacientes transmiten sus problemas. Los análisis y las radiografías portan increíbles pistas de los propósitos de los enfermos.
-Voy a consultar los papeles que dejó en su oficina.
Volvió con una lujosa agenda de cuero y se sentó a hojearla.
-Sí, últimamente concurrió a un médico…a razón de una consulta por mes. –Elsa siguió mirando las anotaciones y luego se detuvo y frunció el ceño-. A ver, espere un momento…
Dejó la agenda sobre el escritorio y fue hasta un bolso de tienda que estaba en una silla junto a su cartera. De allí sacó un librito.
-Voy a ver si integra la plantilla de la Prepaga.
Eugenio miró a través del ventanal que daba al río, pero allí tampoco se lo podía entrever, aunque el panorama del cielo que había contemplado desde la oficina de Osvaldo era mucho más amplio. Mientras, no pudo dejar de pensar que para su gusto Elsa era más linda y distinguida que Flora.
-¡Aquí está! –exclamó ella-. Es un urólogo.
-Me permite tomar la dirección y el teléfono para hacerle una visita –solicitó Eugenio-. Es mejor que vaya yo, aunque usted sea la esposa –agregó ante el gesto de sorpresa de Elsa-. Tenga en cuenta que el señor Guerrero ha desaparecido y ésta es una tarea profesional.
-Tiene razón –aseveró totalmente convencida, y le mostró la página con los datos del médico.
Eugenio solicitó un turno urgente en el consultorio del urólogo alegando que tenía que salir de viaje.
El detective llegó antes de la hora. Mientras esperaba en la sala junto a varios pacientes, le siguió el tren a la farragosa conversación de la recepcionista sin prestar atención a los diplomas obtenidos por el doctor. No le fue fácil esa charla porque era un hombre de pocas palabras.
Luego, lo llamó el urólogo, que no le cayó para nada simpático; le pareció que era una persona arrogante, pero el hecho carecía de importancia. La consulta fue rápida: sólo le pidió una especie de chequeo prostático, y el médico extendió la orden.
Al retirarse, pidió a la recepcionista un nuevo turno para dentro de dos semanas. Y, armándose de valor, le entregó varios billetes y le dijo que quería la fotocopia de la historia clínica de Osvaldo Guerrero.
-Mañana la llamo, así concertamos una cita para que me la entregue –le advirtió a la anonadada mujer: esta vez su turbación le impidió abrir la boca.
Y Eugenio se retiró dudando si ella aceptaría el soborno o terminaría diciéndole que no acostumbraba a hacer esas cosas.
Pero cuando la llamó al día siguiente, escuchó un agradable "Tengo la fotocopia que me pidió".
Se encontraron en una esquina cercana a la casa de la recepcionista, y el acto de la entrega de un sobre afortunadamente duró escasos segundos.
La ansiedad de Eugenio lo forzó a concurrir a un bar y consultar la historia clínica.
Sin pelos en la lengua, Eugenio le comunicó a Flora que Osvaldo padecía de un cáncer terminal.
Ella sufrió un fuerte shock, entró en depresión e inició una terapia con un analista, quien a su vez le aconsejó recurrir a un psiquiatra para que la medicara. Por suerte podía levantarse de la cama y -aunque debía realizar tremendos esfuerzos- hacer su vida normal.
Y, en su desesperación, fue invadida por una conjetura reveladora; en cierto sentido podía considerarse que tuvo una inesperada clarividencia. Recordó la noche de amor en la cual Osvaldo le había comentado que Djibouti, en África, era "un lugar maravilloso".
Entonces hipotecó su casa para conseguir dinero: no quería exigirle nada a su padre, estaba muy disgustada con sus posición egoísta y mezquina. Además, de esta forma evitaría su desagradable e intimidante pedido de explicaciones.
Y le encomendó a Eugenio que buscara a Osvaldo en África, sin escatimar gastos. Debía empezar por Djibouti, la capital de un pequeño país del mismo nombre que lindaba con Somalia y Etiopía.
Para ese entonces ya habían pasado tres meses de su desaparición. Eugenio sabía que no había tiempo que perder si quería encontrarlo con vida.
Dos días después partió hacia África. Era la misión más difícil de su vida y estaba impregnada de demasiada carga afectiva.
Eugenio tardó un mes en regresar de África, pero no se entrevistó con Flora sino que le escribió el siguiente informe o, más precisamente, carta por su hondo patetismo.
"Estimada señora Flora,
Elijo esta vía porque tengo que contarle episodios muy dolorosos. Sabrá que los detectives debemos ser fríos en nuestros procedimientos y poco proclives a los sentimientos. Pero con el señor Osvaldo Guerrero mantuve un trato especial y su extrema bondad y actitud respetuosa no me fueron indiferentes: le tomé cariño y me costaría trasmitirle personalmente lo que vi en África. Desde ya quedo a su disposición para conversar con usted sobre el tema, pero lo principal va a estar contado en esta nota.
Ubiqué al señor Guerrero en Kenia; ya había abandonado Djibouti después de comprar un todoterreno para recorrer el continente. Visitó el Sahara, donde sacó muchas fotos de dunas y de oasis. También registró montañas con configuraciones caprichosas (acompaño una colección de ciento cincuenta fotografías).
Logré localizarlo en un hotel de Nairobi, la capital de Kenia. Había tenido que suspender los viajes porque su salud se hallaba bastante quebrantada. Había perdido peso y se le habían caído muchos años encima.
Me pidió con vehemencia que a mi regreso a Buenos Aires no dijera que lo había encontrado. Cuando le pregunté las razones de su insólita desaparición, me contestó que deseaba morir solo, que quería entrar en una especie de éxtasis al conectarse con un paisaje exuberante que lo había impresionado a partir de las películas de aventuras que vio de chico y de los documentales y libros de viaje que consultó desde su adolescencia. Era su última oportunidad para realizar esa preciada búsqueda interior imposible de intentar entre las presiones y las obligaciones de la vida moderna, máxime siendo un empresario.
Me confesó que estaba enamorado de usted, Flora. Y que fue el primer amor de su vida. Había sentido ternura por otras mujeres –por ejemplo, en los primeros años de su matrimonio– como también deseo. Pero las ganas de vivir que experimentó junto a una alegría desbordante cercana al frenesí, sólo las había conocido gracias a usted. Y, como si se tratara de una tragedia, no podía disfrutar esta pasión porque tenía que morir.
Puntualizó que estaba seguro que usted también lo amaba, y que la hubiere afectado terriblemente conocer su enfermedad. Pensaba que no le haría nada bien acompañarlo en esos dolorosos momentos finales, la marcarían para siempre y no podría rehacer su vida. Aunque finalmente se iba a enterar de su muerte, desconocería los pormenores horrorosos que estaban devastando su cuerpo hasta la degradación.
Al notar que esta la conversación lo había fatigado, decidí dejarlo descansar y volver al otro día.
Pero cuando a la mañana siguiente regresé al hotel, encontré el edificio rodeado por la policía de Nairobi.
Osvaldo se había suicidado pegándose un tiro.
Después de la correspondiente intervención del médico forense, lo enterraron en el foso común del cementerio de Nairobi.
Ahora creo que fue lo mejor, había decidido morir solo: transportarlo a la
Argentina hubiera constituido una traición a sus más íntimos deseos.
Suyo,
Eugenio Malbert".
El traqueteo del tren era infernal y no podía conciliar el sueño en la cama inferior del camarote. El señor de edad avanzada se había ofrecido a subir la incómoda escalerita para ocupar la litera de arriba y, pese a su negativa, insistió en instalarse en la molesta ubicación, pero ahora Eugenio suponía que no fue ningún gesto de urbanidad, que seguramente allí el movimiento debía sentirse mucho menos.
Para colmo, el anciano se había puesto a roncar en forma despiadada. Pero Eugenio admitió que su insomnio databa de varias semanas atrás, y no sólo era producto de los nervios provocados por las presiones y los peligros del espionaje industrial, sino también de esa ensoñación que tanto lo había impresionado.
Hace más de diez años se había borrado del club uno de los integrantes de su grupo de tenis porque se mudaba a La Plata. Luego se corrió la noticia de que había fallecido en un accidente en la ruta. Paulatinamente se fueron olvidando los detalles de esa desgracia, pero quedó grabado en sus camaradas el incuestionable hecho de su muerte.
Y he aquí que Eugenio soñó que al subir las escaleras de la estación Lima del Subte A se topaba con este compañero. Curiosamente, no lo visualizó como era hace diez años, sino en lo que posiblemente se hubiera transformado de continuar con vida: unos kilos de más, escaso pelo y algunas arrugas. Y usando un ajado traje azul. Cuando el hombre ensayó una amplia sonrisa al reconocerlo, Eugenio se despertó asustado de lo que consideró una pesadilla angustiosa.
Lo sorprendente fue que a los pocos días se encontró, en esas misma escaleras del subterráneo, y como si fuera una repetición del sueño, con dicho compañero, que al notar la extrema perturbación de Eugenio -no sólo por verlo vivo, sino tal cual se le había aparecido-, se echó a reír diciéndole: "Vos también me considerabas muerto. Al principio tomé a mal este rumor, pero cuando me enteré que la tradición popular afirma que así se viven diez años más, empecé a ponerme contento. Andá comentando a los muchachos del club que no sufrí ningún accidente, que fue un bolazo que hizo circular algún estúpido".
Evidentemente era una premonición parecida a las que solía tener Gaspar, y se asustó: no creía en ese don, pero sí en que su neurosis se estaba agudizando.
Harto de no poder dormir, Eugenio se vistió para dirigirse al salón comedor.
Las ventanillas estaban cerradas, de modo que no se podían contemplar las sombras del paisaje nocturno por donde avanzaba el tren. Se sentó a una mesa y pidió ginebra. No era el único insomne: había unas tres personas solitarias que estaban tomando bebidas alcohólicas. Eso sí, eran hombres que rondaban los sesenta años.
Se despachó tres ginebras y dos sedantes. No le importaba que al otro día se le partiera la cabeza de dolor, lo principal en ese momento era dormir a cualquier precio.
Regresó al camarote y el cóctel le dio resultado: cayó desmayado en su cama.
Pero soñó que era un cineasta.
No gobernaba sus movimientos, se comportaba como un simple robot extrañamente programado. Con una cámara de mano filmó las calles de una ciudad resplandeciente de lujo. Como esas insólitas instrucciones lo obligaban a desplazarse sin interrupción, no podía percibir con nitidez dónde estaba, pero tuvo la sensación de que deambulaba por un centro turístico de Oriente en el que había muchos europeos.
De golpe, se halló entrando en la habitación de un fastuoso hotel, y filmó un acto aberrante, que no pudo detener ni impedir porque su voluntad no le respondía. Un hombre mayor estaba abusando de un niño de alrededor de diez años.
El tipo se hallaba muy tostado por el sol; sin embargo Eugenio pudo identificarlo: era Giacomo.
Luego salió del hotel y arribó a un playa bañada por un sol rotundo. Y aunque lucía más delgada y rejuvenecida –debía haberse hecho un lifting– distinguió bajo un sombrilla a Thelma, más despampanante que nunca. Pero no posaba los ávidos ojos en el mar azul, sino en los jóvenes veinteañeros.
Repentinamente dejó de ser un camarógrafo y se convirtió en una especie de espectador de cine, porque el mar sereno se transformó en esa demoledora montaña de agua de la película La última ola, de Peter Weir.
Y el oleaje siguió amplificándose y cubrió la playa y la ciudad entera.
Pero no se veían restos humanos, ni automóviles que flotaban ni escombros de edificios. Sólo se percibía en la cresta de esa fantástica masa acuática a Thelma y a Giacomo, que gritaban gesticulando grotescamente, como si formaran parte de un filme mudo, hasta que por último se los tragó el agua.
Y se despertó agitado.
Después de vestirse, volvió al salón comedor. Y cambió de dieta: ahora no quería dormir sino despabilarse, de modo que le dio fuerte al café y a las aspirinas.
Al llegar el tren a Buenos Aires, buscó sin éxito en los diarios alguna noticia sobre una catástrofe natural.
Tampoco apareció en los días siguientes. Hasta que la visión quedó latente, un poco por debajo de la conciencia, sepultada por las urgencias de la rutina del trabajo.
Recién a los dos meses los medios de comunicación anunciaron que había ocurrido un tremendo maremoto en el sudeste asiático, una de las catástrofes más horrendas del siglo, que dejaría un saldo de cientos de miles de muertos.
Eugenio, aunque era escéptico en cuanto a su capacidad de predecir el futuro, no dudó que Thelma y Giacomo habían sido sepultados por ese cataclismo.
Autor:
Germán Cáceres
Obra inscripta en la Dirección Nacional del Derecho de Autor de la República Argentina Expediente Nº 234.342.
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