EL CONSERVATORIO
"Yo conocía esa mirada de despedida, la mirada del adiós. La había visto en la guerra, y demasiadas veces a partir de entonces."
Ross Macdonald: La mirada del adiós
Leonel miraba por la ventanilla sin reparar en las escurridizas nubes blancas, cuyos jirones permitían ver con intermitencias el acerado azul del firmamento y el ala del avión.
Estaba pensando en la conversación que mantuvo con Gaspar café de por medio. Su amigo le señaló que había tenido una imagen confusa en la que era asesinado. Leonel había evitado hacerle comentarios sobre sus estados de trance, a los que consideraba fuera de la normalidad.
La amistad que mantenían era muy particular: sólo se veían para tomar un café y conversar sobre sus respectivas vidas. La relación provenía del secundario. No consideraba a Gaspar una persona equilibrada. Así, le resultaba inimaginable compartir una vacación o una escapada a la playa, ni siquiera una salida al cine y a cenar, con sus respectivas parejas. Era evidente que Gaspar y Flora despreciaban a Thelma; para ellos no era más que una cantante de ínfima categoría. Y a él Flora le resultaba insoportable, con esa suficiencia que se manifestaba en la voz impostada, como si entonara un recitativo. Pero lo peor de todo sería soportar la histeria de Gaspar, que ya le costaba manejar durante sus charlas.
Nunca prestó verosimilitud al episodio de la librería. Era una de las tantas cosas sin pie ni cabeza que uno se veía obligado a escuchar y a dejar pasar porque no encajaban en ninguna lógica. La gente a veces no sabe lo que ve y menos lo que dice.
Él podría sufrir un robo o un atraco callejero y en consecuencia perder la vida. Pero ¡un asesinato premeditado! ¡Imposible! Por más que hurgara en su vida, no existía ningún motivo por el cual alguien quisiera matarlo.
Sin embargo, tal premonición, por más estúpida que fuera, le ensombrecía el viaje. Lo mejor era olvidarla abocándose desde ese mismo momento a reflexionar sobre el libreto de ópera que pensaba escribir durante su estada en Florencia.
El argumento debía ser moderno, con gancho, por ejemplo, una historia de ciencia ficción. Así, había visto la remake de El planeta de los simios, de Tim Burton, y le había encantado. Podría tomar bastantes ideas de la película, hacer una especie de versión operística. Aunque tal vez fuera imposible pagar los derechos cinematográficos.
Debía reservar algún número para que Thelma cantara un tema melódico. Si adaptaba El planeta de los simios su voz acompañaría a las bailarinas que entretenían a los monos que detentaban el poder.
Dotaría al libreto de fuertes exigencias escenográficas, para que se luciera el regisseur. Se desarrollarían varias escenas a la vez, para lo cual necesitaría concebir un escenario múltiple. La proyección de un filme le otorgaría belleza visual a la puesta. Recordaba haber visto Lulu en la versión cinematográfica de Humphrey Burton, dentro de la cual se desarrollaba otro filme de gran sugestión plástica.
Encargaría la partitura a un compositor argentino que tuviera una concepción moderna y actualizada de la música. Nada de actitudes solemnes ni de sonoridades complejas: tenía que contar con ese aire de comedia musical que otorgó Igor Stravinsky a su ópera La carrera del libertino.
Pero por ahora convenía dejar de pensar en el libreto, de manera de no cerrarse en unas pocas ideas y permitir así que la acción lograra abrirse a nuevos horizontes.
Unas horas más y estaría en Roma. Allí haría una conexión hacia el aeropuerto de Pisa, desde donde se dirigiría en tren hasta Florencia.
¡Lástima que no viviera su mamá para que se sintiera orgullosa! Ella que enviudó tan joven y que pudo mantenerlo dando clases de apreciación musical: ¡cómo hubiera valorado su brillante desempeño! Su madre no pudo salir de dar clases en su casa, nunca llegó a hablar en público, y menos a ser conocida y respetada en el ambiente como lo era él.
Leonel se sentía exhausto, y entonces resolvió descansar en un bar pintoresco de tonos pastel, cuyo un toldo recogido anunciaba las exquisiteces que ofrecía. Se sentó a una pequeña mesa redonda y pidió un ristretto. Observó la barra que había en su interior: era de roble y brillaba a la vez que reflejaba las luces y los cristales de las copas. Arriba del toldo había un diminuto balcón, cuya baranda señalaba en letras ornamentadas el nombre del bar.
Observó que el establecimiento estaba ubicado enfrente del Mercado Centrale, de allí la romería de gente que pasaba.
Pero quería bajar los decibeles de su excitación. Cuando disfrutaba tan intensamente que llegaba a ponerse fuera de sí, prefería frenar su entusiasmo porque la alegría se transformaba en sufrimiento.
La experiencia lo había conmocionado. Había comenzado esa mañana de noviembre, que era luminosa y templada, primaveral pese a estar en otoño, visitando El Duomo, o sea la Catedral de Florencia, llamada Santa María del Fiore. Quedó impresionado por el techo del Baptisterio, que representaba con mosaicos el Juicio Final. Allí también pudo contemplar las bellas puertas de bronce dorado, conocidas como Puertas del Paraíso.
El Campanile, diseñado por Giotto y de ochenta y cinco metros de altura, ostentaba un revestimiento de mármol rosa, blanco y verde de un esplendor impresionante, que hacía juego con la fachada neogótica de la catedral. Pero lo verdaderamente descollante era la cúpula de Brunelleschi, a cuya cima se llegaba después de ascender cuatrocientos sesenta y tres escalones y cuyo piso parecía un laberinto. Y desde esa altura disfrutó de un restallante panorama de Florencia, con sus rojos techos de pizarra. Era como haber retrocedido en el tiempo y estar gozando de la exhuberancia del período más radiante del Renacimiento.
Desde allí distinguió el palacio de Los Uffizi, con su peculiar forma de herradura, y su ansiedad lo llevó a tomar un autobús para llegar hasta allí, en lugar de gozar del placer de una caminata.
Si bien el Duomo le había encantado, en Los Uffizi por poco sufrió un infarto. No prestó mucha atención a la vista de la Piazza della Signoria que le proponía la terraza del café para disfrutar mejor de la pinacoteca de la familia Medici. Se maravilló antes las pinturas de Giotto, Piero della Francesca, Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y Rafael. Pero más le interesaron La virgen con el niño entre ángeles, de Fra Filippo Lippi, por sus exquisiteces tonales en la gama del azul; La Venus de Urbino, de Ticiano, con una perfecta composición en diagonal y, por sobre todas las cosas, La primavera y El nacimiento de Venus, de Botticelli. Ambos cuadros exhalaban como un canto celebratorio, le pareció estar escuchando uno de los tantos conciertos de Vivaldi: había en ellos una suerte de alegría pletórica llena de vitalidad. El desnudo de Venus era de una perfección inigualable, como también el movimiento de Eolo y de la ninfa. En La primavera, el fondo paisajístico parecía un tapiz cubierto por primorosos filigranas. Y dos mantas rojas estaban ubicadas en la tela con sabia precisión.
Recordó a su papá, al que no había llegado a conocer porque murió cuando él sólo tenía tres meses. Fue un notable crítico de pintura, y su mamá le había mostrado varios álbumes con los recortes de los artículos que publicó en diarios y revistas. Además, estaba su estupenda colección de libros de arte, la cual Leonel jamás se cansaba de admirar.
Ya se había calmado y estaba en condiciones de continuar su marcha, y decidió dedicar lo que restaba de la tarde a trabajar. Transitó por la Via del canto de´Nelli pasando al lado de la iglesia de San Lorenzo, que visitaría en cualquier momento que se le presentara para conocer Las Cappelle Medici, donde estaban las tumbas que diseño Miguel Ángel. Después pasó por la Via de´Gori y observó la espléndida entrada del Palazzo Medici Riccardi –que recorrería en cuanto tuviera tiempo–, dobló por Via de´Martelli y llegó hasta el Conservatorio Luigi Rossi.
La entrada era bastante lamentable: una puerta de hierro común, el de una casa vieja y de poco valor. Tocó el timbre y le abrieron a través del portero eléctrico. Subió una empinada escalera de madera, pasó frente a una oficina con la puerta abierta en la que había un hombre mayor frente a una computadora, y llegó hasta una ventanilla. Al lado de ella una simple mesa exhibía folletos de los cursos que dictaba el conservatorio y de los próximos festivales de música que tendrían lugar en Florencia.
Lo atendió una chica joven y pidió por el director mostrando su tarjeta: Leonel hablaba el italiano sin dificultades. La joven lo hizo pasar a una modesta oficina, con una mesa gastada, dos sillas comunes y, al lado de una vitrina con instrumentos de percusión, un sillón donde estaba sentado el director.
Era un tipo alto, delgado, que tenía puesto un pulóver gris gastado. Fue muy atento con Leonel y prestó suma atención a la tarea de investigación sobre la Camerata Florentina que se proponía emprender. Sin embargo, a Leonel no le convenció la actitud de Giacomo Ruggiero (así se presentó). En su mirada oblicua percibió que en realidad no le prestaba demasiada atención, que solamente se limitaba a cumplir con un rito social de buenas costumbres. Giacomo parecía ido, en otro mundo. Leonel se preguntó si acaso no escucharía aún más música que él.
Giacomo –un hombre de muy pocas palabras- lo llevó a la biblioteca, que lo decepcionó aún más. El conservatorio tenía mucha fama porque de él habían egresado grandes instrumentistas, y lo había imaginado como una especie de palacio renacentista. En cambio, parecía la biblioteca de un club deportivo, con sus anticuadas vitrinas y su sensación de abandono. Los bancos para sentarse y leer eran deplorables, y el viejo bibliotecario, calvo y casi con joroba, atendía una computadora obsoleta y daba la sensación de que se había podrido de todo, de que ya no le interesaba nada de nada, ni siquiera la música.
Leonel disimuló su desencanto, respiró hondo y le dijo a Giacomo que al día siguiente comenzaría su investigación.
Retornó al affittacamere que había alquilado en la Via Ricasoli. Era una casa particular de un hombre de unos sesenta años, que vivía sólo y que trabajaba en la Biblioteca Medici-Laurenziana. Tenía una habitación minúscula, pero suficiente para las necesidades de Leonel. Además, lucía limpia y equipada con calefacción y buenas mantas. Y aunque el baño estaba en el corredor, era sólo para él, de modo que lo podía considerar privado.
Sinopsis del libreto de ópera en cuatro actos
Acto 1°
El protagonista es un tenor argentino de brillante trayectoria, reconocido en el exterior. Alto y joven –unos treinta años–, su fuerte complexión revela que se preocupa por concurrir con asiduidad al gimnasio. (Reconstruir mentalmente toda su vida, aunque no se la mencione en el libreto, de manera que el personaje posea convicción dramática). El tenor es soltero, vive solo y reside en Buenos Aires, aunque viaja a menudo al exterior.
Ensaya la ópera Attila, de Verdi, en la cual interpreta a Foresto. Subestima como artista a la soprano que hace de Odabella, pero está prendado de ella por sus formas generosas, más propias de una vedette (describirla con las características de Thelma).
Una escena muestra al tenor durmiendo en su casa. La habitación es lujosa y moderna, parecida al soberbio departamento que tiene Flora, la novia de Gaspar. En una pantalla se proyecta el sueño del tenor, que es una sucesión de imágenes bellas, con fuerte carga surrealista. En este corto se puede lucir un cineasta imaginativo que sepa dotarlo de sugestión plástica.
De repente, aparece la escena de Attila en la cual Foresto y Odabella, interpretados por el tenor y la soprano, dialogan en un bosque cercano al campamento del jefe de los hunos, muy cercano a Roma. Inesperadamente, de uno de los palcos alguien dispara un tiro y mata al tenor.
El tenor se despierta sobresaltado. Cesa la proyección del filme. A pesar de la hora, llama por teléfono a su productor para que levante la ópera Attila. Le explica que ha tenido un significativo presagio y no quiere correr riesgos. Es tan alto el prestigio del tenor, así como el fuerte respaldo de público que lo acompaña –y la consecuente repercusión taquillera–, que el productor acepta. Además, recién habían comenzado los ensayos y aún no se había gastado demasiado dinero en propaganda. Y la reemplazan por otra ópera verdiana de mayor aceptación por parte de los espectadores: Falstaff. El tenor tendría una participación menor –haría el papel de Fenton–, pero a veces esa limitación atrae aún más a los fanáticos.
Comienzan los ensayos de Falstaff.
Durante una escena en el jardín de la casa de Alice Ford, ésta dialoga con su amiga Meg, mientras el tenor observa desde la platea las bellas formas de la hermosa soprano que en esta ocasión interpreta a Alice. Su excitación extrema lo lleva a la desesperación.
De pronto, se escucha un disparo y la soprano cae muerta. Como estaba vestida de blanco, la sangre se destaca sobre su esbelto cuerpo.
El tenor, espantado, grita desconsolado. En sus lamentaciones exclama que sólo se escapará de la muerte apelando a la invisibilidad.
Ese día Leonel no tenía mucho tiempo porque debía empezar la investigación; además, aunque estaba encantado con los cuadros que vio en Los Uffizi, se sentía agobiado de ver tanta obra de arte. Esta vez quería hacer una visita más liviana –light como le dicen–, algo conectado con la vida al aire libre y, en caso de aparecer interiores, centrarse sólo en los detalles decorativos.
Empezó con el Ponte Vecchio, ese puente único que a Leonel lo hacía evocar un castillo medieval. O en una fortaleza si se atendía a la defensiva Torre Mannelli, que el corredor de Vasari –que sale del Palazzo Vecchio y pasa por Los Uffizi– rodeaba para continuar hasta el Palazzo Pitti. La coloración ocre de las paredes del puente y las tejas rojas conformaban una combinación estimulante y bella, que realzaban las ampliaciones de los talleres de orfebrería que se abrían al río Arno y eran apuntalados por soportes.
Apenas dio un vistazo a los estupendos cuadros –había pintores de la talla de Rembrandt y de Hogarth–, y se limitó a pasear por las joyerías y tiendas.
Luego fue caminando hasta el Palazzo Pitti y quedó deslumbrando ante su imponente y majestuosa fachada de doscientos metros. Lo impresionaron el tamaño descomunal de las ventanas que recorrían el frente.
Visitó la galería Palatina, situada en el primer piso del palacio, y apenas vislumbró las obras maestras de Perugino, Caravaggio, Van Dyck, Tintoretto y tantos otros. Prefirió observar los frescos del techo, que representaban la educación de un príncipe por parte de dioses romanos. La opulencia de las ornamentaciones doradas lo conmovieron, hecho que se acentuó al visitar los Appartamenti Monumentali del ala sur, con techos de estuco y deslumbrantes arañas que parecían astros luminosos provenientes del espacio exterior.
Dio una recorrida por el Museo degli Argenti, que estaba ubicado debajo de la galería Palatina, donde encontró hermosas piezas de orfebrería y de cristal.
Iba a desembocar en los Jardines de Boboli, pero al observar la hora tomó conciencia de que se le había hecho demasiado tarde y fue en autobús hasta el Conservatorio Luigi Rossi.
Allí, en la biblioteca, su decepción se acrecentó aún más. El anciano era muy torpe y la computadora contaba con un software obsoleto. Aunque le suministró varios libros, lo desconcertaron las escasas páginas que dedicaban a la Camerata Florentina. Es más, todos decían prácticamente lo mismo, no agregaban conceptos diferentes.
Hablaban del movimiento barroco, y de músicos de la talla de Monteverdi, Vivaldi, Johann Sebastián Bach y Haendel. Y de temas demasiado conocidos como la base armónica del bajo continuo y la monodia. El único dato que citaba uno de los libros –y que él ignoraba– era la célebre comedia madrigalesca L´antiparnaso, de Orazio Vecchi.
Entonces decidió tener un conversación con Giacomo; tal vez él podría orientarlo para consultar otras fuentes más informadas, aunque no estaba seguro de contar con su ayuda dado su extraño carácter.
Ahora tenía que volver al affittacamere y tratar de eludir al dueño, un tipo que, a medida que se lo conocía, se descubría su insoportable humor. Como el tipo era un solterón, Leonel se dijo que no casarse aparentaba ser un mal negocio.
Leonel cruzó el Ponte Vecchio. Se había citado con Giacomo en un café de la Piazza della Repubblica. Después de dejar atrás el Arno, todas las calles se dirigían hacia allí, de modo que caminó por Chso delle Misure y Pellicceria y desembocó en la plaza. Allí estaba su famoso arco de triunfo, de estilo romano, en homenaje al período en que Florencia fue capital de Italia.
El café era convencional. Más de las tres cuartas partes de sus vidrieras estaban cubiertas por cortinas de voile. Ni bien transpuso la puerta, se encontró con una mesa de tortas; atrás resaltaba una vitrina repleta de masas de confitería. Las paredes eran rosadas y embellecidas por una guarda gris con arabescos. Había maceteros rectangulares atiborrados de plantas, y las mesas cubiertas de manteles coloreados tenían pequeños jarrones con flores artificiales.
Se sentó junto a una ventana, y pidió un macchiato. Examinando los cuadros del lugar comprobó que eran fotos del convento de San Marcos, en su mayoría pertenecientes a su impresionante biblioteca con columnas. Había también una hermosa reproducción de La Anunciación, de Fra Angelico, uno de los tantos frescos que embellecían el convento, como pudo comprobar en su visita de la tarde anterior.
Por la ventana pudo a ver a Giacomo que se acercaba caminando. Tan alto que era y sin embargo miraba hacia arriba en lugar de estar observando el suelo. Llevaba su característico uniforme de pulóver gris y jeans, ambos con manchas. Leonel sospechaba que debía ser un hombre sucio.
El italiano pidió un lungo después de saludarlo, y Leonel comenzó a enumerarle lo poco que había encontrando en la biblioteca del conservatorio sobre la Camerata Florentina. Hablaban en castellano porque Giacomo lo entendía bastante bien.
–Luigi Rossi es un conservatorio, y allí se enseña música: no pretende ser una fuente de documentación para realizar investigaciones –respondió Giacomo.
Su dicción no era clara, y Leonel tenía que prestar atención para entenderlo. Además, esa costumbre de no mirar de frente, sino a uno u otro costado, le molestaba bastante.
–Del conservatorio han surgido instrumentistas gloriosos, que han recorrido el mundo dando conciertos y recibiendo elogios.
Leonel se limitaba a escuchar: quería recibir toda la información antes de contestar.
–Lo que sucede es que usted ha enfocado mal su trabajo –sentenció Giacomo.
Leonel absorbió el golpe y esperó.
–¿Cómo quiere encontrar estudios sobre la Camerata si se perdieron casi todas las partituras de sus integrantes? Se rescató muy poco de Peri, Caccini y Galilei. ¿Por qué no se dedica a músicos de los cuales ha quedado obra, por ejemplo Monteverdi?
Giacomo empleaba un tuno brusco, pero Leonel consideró que no le convenía interrumpirlo porque estaba diciendo cosas que podía sacarles provecho.
–¿Por qué no escribe otro tipo de libro? Podría ser un viaje musical por Florencia. ¿Ya fue a los Jardines de Boboli?
–Visité el Palazzo Pitti, pero no hice a tiempo para recorrer los jardines.
–Allí está el anfiteatro donde se representaron las óperas que quiere rastrear en los libros. –Hizo un paréntesis para tomar agua–. Ya que va a ir, no deje de pasear por el camino de cipreses, ni se pierda L´Isolotto, una islita rodeada de agua con estatuas.
La idea le estaba gustando.
–También podrá describir las casas patricias donde se representaron madrigales. Búsquelas. –Volvió a servirse agua–. Y tome todo el período barroco e incluya a Vivaldi, que tanto le gusta al público.
–No es malo su plan –contestó Leonel con seriedad–. Lo pensaré con detenimiento.
–Además, el libro puede ir acompañado de un cedé. –Miró al techo, como si estuviera gestando un pensamiento–. Si es interpretado por músicos egresados del Luigi Rossi, tal vez convenga hacer una edición bilingüe y, en ese caso, yo podría ayudarlo.
Leonel debió reconocer que, si bien Giacomo era antipático, no carecía de creatividad.
–Le agradezco sus consejos –dijo dando a entender que el encuentro había finalizado–. De paso, ¿dónde podría comprarle algún regalito a mi novia?
–Siga derecho por Calimala; allí se topará con el Mercato Nuovo, que está lleno de puestos con souvenirs.
Leonel llamó al mozo.
–¡Lo hacía casado y con hijos! –comentó Giacomo.
–Aún no –replicó Leonel riendo–. Para eso tengo tiempo de sobra…¿Y usted?
–Estoy entregado a la soltería en cuerpo y alma. La música y el conservatorio no me dan tregua. –Cuando llegó el mozo el italiano no hizo ningún ademán de pagar–. Además, soy huérfano, así que sacando a algunos amigos y conocidos, estoy completamente solo.
Mientras abonaba, Leonel juzgó que sería conveniente para su salud mental que fuera pensando en casarse. Thelma no era fina ni culta, pero como mujer le encantaba, es más, como tantas veces le había confesado, sus encantos lo emborrachaban de lujuria.
Leonel entró bien temprano a la biblioteca del conservatorio, a pesar de haberse acostado tarde porque había continuado escribiendo la sinopsis, a la que dio un toque disparatado como una manera de convocar ideas. Siguiendo el consejo de Giacomo, pidió textos acerca de Vivaldi, Monteverdi y la historia del barroco. De paso, vio en un estante un libro de tapa gruesa sobre los instrumentos musicales y también lo solicitó. Pero, curiosamente, según el bibliotecario no estaba registrado en la base de datos, y anotó su título y el del autor –al que no conocía– en un bloc de papel ubicado al lado de la computadora.
La iluminación del lugar era pésima: las ventanas daban a un patio interior y había que estar siempre con luz artificial.
Otro aspecto que le molestaba sobremanera era el mobiliario. En lugar de contar con pupitres inclinados debajo de una fila de lámparas, tenía esas bancos con uno de sus brazos diseñados como una diminuta mesita que servía para escribir: típico de las escuelas primarias. Seguro que cuando en algún horario pico el conservatorio necesitaba un aula, se utilizaba la biblioteca.
Leonel tomaba notas en una libreta; no iba con la notebook porque le resultaba incómoda y allí no podía enchufarla y su batería apenas duraba dos horas. Luego la usaba en su affitacamere.
Le vino a la memoria la charla que mantuvo con Giacomo al día siguiente de encontrarse en el café de la Piazza della Repubblica. Lo había ido a buscar a la biblioteca y lo invitó a pasar a su despacho.
Allí le dijo que había seguido pensando en ese tema de la Camerata Florentina y se le había ocurrido una idea: reunir los fragmentos de óperas y madrigales de los compositores Giulio Caccini, Jacopo Peri y Vicenzo Galilei y celebrar un festival en el anfiteatro de los Jardines de Boboli. Lo organizaría para el año próximo, de manera que, si se apuraba con el libro, podría presentarlo en cualquiera de sus funciones. O en todas.
Las propuestas del italiano eran más que estimulantes, pero no podía dejar de lado tanto ese costado sombrío que presentaba su mirada oblicua como sus modales toscos y la dejadez de su vestimenta. Para él, Giacomo era un tipo siniestro, y no sabía por qué pero algo ocultaba. Por el lado de la sexualidad, le parecía que tenía todo el aspecto de un impotente.
Al empezar a hojear el libro de tapa dura se llevó una gran sorpresa. Contenía muchas ilustraciones, pero estaba escrito en Word. Parecía un libro casero, es decir como si no hubiera sido impreso, aunque el colofón hacía alusión a una supuesta editorial napolitana.
Inopinadamente, se le despegó la tapa. Leonel cerró el libro, puso encima los otros que había solicitado y le dijo al bibliotecario que salía un rato y volvía enseguida. Fue hasta una librería y compró una barra de plasticola.
Cuando estaba por pegar el libro, descubrió con sorpresa que en la contratapa había una abertura, un espacio que funcionaba como un sobre. Metió los dedos y sacó unos papeles viejos y gastados.
Eran pentagramas con notas musicales un poco desleídas por el paso del tiempo: se trataba de un partitura.
Al rato se quedó helado cuando vio el título: Dafne, la ópera perdida de Jacopo Peri.
Rápidamente se guardó la partitura en el bolsillo del gabán, y pegó la tapa del libro.
Luego, con el corazón palpitándole, se quedó un rato pensativo, tratando de asimilar su descubrimiento.
Aprovechando que el bibliotecario se había retirado un momento para ir al baño, se acercó al escritorio y arrancó del anotador la hoja donde había registrado los datos del libro de instrumentos musicales.
Volvió a sentarse a meditar. Con toda seguridad, esta partitura había sido encontrada por Giacomo, que la escondió en ese libro de instrumentos musicales fuera de catálogo que nadie consultaba, y que debió componer él mismo con su PC. ¿Qué pensaba hacer con ella? ¿Publicarla?
Cuando regresó el bibliotecario, le devolvió los libros y le explicó que el de instrumentos musicales ni siquiera había tenido tiempo de abrirlo.
Regresó de inmediato a su affittacamere. Tenía que organizar un plan de acción: en sus manos había caído un tesoro y no debía desperdiciar esa oportunidad única.
Sinopsis de libreto de ópera en cuatro actos
Acto N° 2
El tenor decidió pedir ayuda a un investigador aficionado. No recurrió a la policía porque desconfiaba de su eficacia; tampoco a un detective privado dado que podía ser tan torpe como aquella. Lo más conveniente era acudir a un empresario amigo que, además, era un estudioso de la novela negra y había publicado varios ensayos sobre el tema. (Este nuevo personaje tendría el perfil del comentarista radial Osvaldo Guerrero, quien es un fanático de la novela policial.)
El empresario aceptó oficiar de detective porque así podría poner en práctica todo lo que leyó.
Este investigador aficionado decidió desarrollar una estrategia especial. Como primera medida leería las últimas novelas del género para estar al día con las novedades. Después, trataría de asistir a un ciclo de cine negro. Por último, iría a un video club y alquilaría las películas policiales que no hubiera visto.
El detective-empresario le comentó esta ideas al tenor mientras caminaban por la calle (podría expresarse vía recitativo).
De pronto, el tenor entró en un casa de música y compró varios compactos. Con gran sorpresa del detective aficionado, eran de grupos que interpretaban la cumbia villera.
El tenor hizo una encendida defensa del género y alegó que no hay música popular o culta, sino buena o mala, y que desde el punto de vista sociológico la cumbia era apasionante. Además, le servía para despejarse: ya estaba bastante harto de la música clásica. (Esta podía ser una buena introducción para que luego Thelma cantara un bolero.)
El aprendiz detective comenzó a concurrir a los ensayos del tenor, que estaba por estrenar una nueva ópera con temática de ciencia ficción. (Queda descartada la adaptación de El planeta de los simios.)
Al detective se le ocurrió una nueva idea: como el tenor tenía visiones de los crímenes, lo más conveniente sería que consultara con un psicólogo, porque sospechaba que sus predicciones tenían bastante que ver con el inconsciente. (Tomar datos de los síntomas que tiene Gaspar en sus alucinaciones.)
El tenor fue a una psicóloga. Como lo que ganaba con su profesión no le alcanzaba para vivir, la analista a la noche cantaba música melódica en pubs. (Ver si la puede interpretar Thelma.)
La psicóloga indicó como tratamiento estimular al tenor en las futuras sesiones, de manera de provocar en él una nueva visión y estar así en condiciones de analizar sus correspondencias con la futura realidad.
Gaspar se encontraba trabajando con su computadora. Estaba probando un programa que había diseñado a medida para un cliente; al parecer contenía bastantes errores, de allí su tensión que se manifestaba en los ojos desorbitados y en la frente perlada de sudor.
El despacho era amplio, con paredes pintadas de celeste y cubiertas por los diplomas de los cursos que había realizado. Una de ellas comunicaba con un estrecho balcón. Gaspar había encendido el aire acondicionado. También había cerrado la puerta para que sus empleados no lo molestaran: eran cuatro muchachos ubicados en una oficina rectangular enorme, cada uno con su correspondiente computadora.
El nerviosismo de Gaspar iba en aumento y, como era su costumbre, comenzó a ladearse. De repente, una de las aplicaciones del programa se borró de la pantalla y en su lugar apareció la escena de una película.
Gaspar no recordaba haber clickeado el mouse, de manera que no se explicaba cómo se había metido en un sitio destinado al cine.
La acción se desarrollaba en el interior de una habitación pequeña, que en su techo tenía un aparato de iluminación natural, de modo que tenía que ser el último departamento de un cuerpo del edificio.
Las paredes estaban repletas de anaqueles llenos de cedés. Había un moderno equipo de música.
¡Gaspar reconoció el lugar! Era uno de los ambientes del departamento de Leonel; el otro lo utilizaba como dormitorio y tenía una ventana sobre el pulmón de manzana.
¡Y allí estaba su amigo que lo revolvía todo buscando vaya a saber qué!
Sorpresivamente entró desde el dormitorio una persona que Gaspar no conocía, se oyó un disparo y Leonel cayó al suelo.
La escena se esfumó de la pantalla y reapareció la aplicación con la que Gaspar había estado trabajando.
Entonces tomó conciencia de que había vuelto a tener una visión.
Su palidez era verdosa; se incorporó, abrió la puerta de su despachado. Fue hasta el baño, se inclinó frente al inodoro, pero sólo tuvo arcadas: no logró vomitar.
Gaspar, pálido y ojeroso, marcó el número en el teléfono que estaba sobre una mesita baja, en su loft, al lado del sillón de cuero.
–Hola, Leonel, ¿cómo la estás pasando?…¡Qué suerte! ¡Así que todavía no llegó el frío!…¿Qué raro que estés en el affittacamere? ¿No salís a pasear?
Gaspar escuchó las vagas explicaciones de su amigo, que no podía decirle que había encontrado la partitura de Dafne.
-Leonel, me vas a tener que disculpar; no es mi intención asustarte ni arruinarte el viaje, pero acabo de tener una nueva visión: ¡te asesinaban en tu departamento!…No pude ver al culpable…No sé si te llegaron a robar porque la escena se interrumpió…No te enojés, mi conciencia no puede guardarse lo que vio.
Gaspar escuchó las quejas de su amigo con evidente disgusto.
-¡No me llames lunático!; te estoy protegiendo…No te acordás que vi una librería que se estaba incendiando y al final el hecho se produjo…No, Leonel, no estoy diciendote que estás condenado a muerte, te estoy dando un dato para que puedas modificar tu futuro.
Gaspar caminaba alrededor de la mesita.
-Vamos a terminar, no creí que mi advertencia te iba a caer tan mal…Chau, que lo pasés bien, y perdoná por el llamado.
Después de haber cortado, Gaspar comenzó a sentir culpa. Lo iban a considerar un demente que sólo lanzaba noticias tremendistas. Pero no había podido callarse, no tuvo otra salida que avisarle a Leonel.
Sinopsis del libreto de ópera en cuatro actos
Acto N° 3
El detective –que prácticamente oficiaba de guardaespaldas– comenzó a aburrirse de asistir a los ensayos del tenor. Tantas reiteraciones y discusiones entre los cantantes y el director de orquesta terminaron por abrumarlo. También se cansó de observar la fastuosa decoración del teatro. De modo que para combatir el tedio se llevó un celular para comunicarse con su empresa y estar al tanto de sus negocios.
El tenor le prohibió usar el celular porque hablaba en voz alta y perturbaba los ensayos.
Entonces el detective optó por leer novelas policiales sentado en la platea mientras los cantantes y músicos ensayaban. (De vez en cuando, a través de un recitativo, el detective-empresario comentaba el argumento de los libros que leía.)
Pero eran demasiadas horas de lectura, y el detective invariablemente se quedaba dormido.
Hasta que una tarde, un sonido tan potente como un trueno lo despertó.
Y vio al tenor desangrándose en el escenario: había recibido un disparo fatal.
Miró alrededor, y salvo los gritos escandalosos de los cantantes, no encontró ningún rastro del asesino.
La llamada de Gaspar cayó como un terremoto sobre el ya abrumado Leonel. Hasta ahora sus visiones las había tomado en broma y las había incluido en su libreto a manera de exorcismo que le facilitara la asociación de nuevas ideas. No había cambiado su opinión acerca de que su amigo era un alienado, pero esta segunda visión había ocurrido en circunstancias muy distintas a la primera. Entonces, él no tenía nada que temer, nadie podía querer asesinarlo, su actividad se circunscribía a dar charlas de apreciación musical. Pero ahora había robado una partitura valiosísima, su vida podía correr peligro, ya que Giacomo había ocultado su descubrimiento porque debía estar preparando hacer un gran negocio: tal vez el estreno mundial de Dafne.
Alarmado, Leonel decidió abandonar Florencia lo antes posible, sin dejar rastros. Giacomo sólo sabía –además de su nombre– que vivía en Buenos Aires: nada más. Ni siquiera le había dado la dirección del affittacamere. Claro, no tenía por qué comunicarle esos datos ya que sólo concurría a la biblioteca del conservatorio para consultar libros.
Leonel reservó su vuelo por teléfono, hizo las valijas y le dejó una nota al hosco dueño en la que decía que se vio obligado a partir de improviso porque había fallecido un familiar. Le aclaraba, además, que el mes de alquiler lo había pagado por adelantado.
Pero no podía librarse del tormento de pensar que cuando Giacomo llegara a enterarse del robo de la partitura, podría sospechar de él y viajar a Buenos Aires, y entonces no tardaría en localizarlo: sus charlas de música tenían difusión en las radios y en las agendas de los diarios.
Eran alrededor de las cuatro de la tarde y una intensa luz penetraba por la ventana que daba al pulmón de manzana de la otra habitación del departamento de Leonel, la que le servía de dormitorio.
Una pared se hallaba cubierta por estanterías repletas de cedés. Había un sillón amplio de tela que oficiaba también como cama y que se veía arrugado, como si recientemente se le hubiera dado ese uso. Thelma y Leonel, desnudos, estaban sentados en el suelo apoyando sus cabezas en la base del sillón.
Ella había engordado desde que se encontraron en la confitería, y él lucía raquítico al estar desprovisto de ropa. La pareja transmitía la impresión de que no funcionaría: eran físicos demasiado diferentes.
Frente a ellos había una mesa rodante con dos vasos de cerveza y platos desbordantes de quesitos, papas fritas y rodajas de salame.
–Yo tenía la idea de que te ibas a quedar más tiempo en Florencia –dijo Thelma demostrando cierto asombro.
–Más o menos era lo previsto: un mes y días. Por suerte pude reunir enseguida todo el material que necesitaba –mintió Leonel.
Thelma atacaba los platitos de queso y salame con un escarbadientes, asumiendo una actitud compulsiva. Leonel, menos ansioso, se centraba en las papas fritas.
–Así que prácticamente no hizo frío.
–Sí, tuve mucha suerte –fue la respuesta lacónica de Leonel. Los anteojos acentuaban su aspecto enclenque y un tanto ridículo.
–Yo aquí en Buenos Aires me la vi fieras. Por suerte la semana que viene me voy a Mar del Plata para la temporada.
–¿Tuviste algún show?
–¿Podés creer que no ninguno…? Vamos a ver qué tal me va en la playa. Espero que me salve, como siempre.
Thelma, descalza, se levantó dirigiéndose hacia la pequeña cocina, que estaba al lado de la habitación que tenía iluminación natural. De la heladera sacó dos porrones de cerveza y un trozo de salame.
Regresó al sillón balanceándose. En su hombro derecho llevaba tatuada la figura de un dragón.
–¿Y vos qué vas a hacer en el verano? –le preguntó a su novio.
–Bueno, lo de siempre: preparar los ciclos que daré el año que viene…–su mirada parecía perdida–. También voy a ver si adelanto mi trabajo sobre la Camerata Florentina…
–¿Pensás terminar el libro en este verano?
–No creo…–Se mostraba dubitativo, como si estuviera ordenando sus pensamientos–. No sé muy bien cómo lo voy a enfocar…
Se produjo un largo silencio, que ella aprovechó para cortar rodajas de salame.
–En Florencia encontré una partitura que se consideraba perdida, la ópera Dafne, de Jacopo Peri –confesó Leonel en un susurro.
–No la conozco, por supuesto –respondió riendo Thelma.
–Se trata de un hallazgo muy valioso. –Él seguía manteniendo su actitud reflexiva–. El problema es que no sé cómo hacer dinero con esa partitura.
–En eso creo que no te puedo ayudar –contestó Thelma, y repentinamente un brillo de codicia cruzó por sus ojos.
–No se trata de un problema técnico –aclaró Leonel–. Lo que sucede es que estamos hablando de un montón de guita…Y no sé si en realidad la partitura me pertenece…
–¿Cómo es eso? –interrogó asombrada–. ¿Qué me querés decir?
–La partitura la encontré oculta en un libro, en un hueco que había en la tapa. Es posible que allí la hubiese escondido Giacomo, el director del conservatorio.
–De manera que hablando claro y pronto, ¡la robaste! –afirmó contundente Thelma.
–¡No seas tan terminante! ¡Yo no robé nada!
No hablaron durante un rato.
–No te hagas tanto problema –soltó ella aliviando la tensión; en su mirada volvió a surgir el relumbrón de codicia–. Tal vez él también en su momento la robó.
–Pero tengo miedo. Si la partitura aparece, Giacomo sospechará de que soy el culpable, y no sé qué acción sería capaz de tomar.
-¿Por ejemplo?
-No sé…Tal vez matarme.
-¡No seas paranoico!
-¡Gaspar tuvo una visión en la que yo moría asesinado!
-¡Gaspar está loco de remate!
-En eso tenés razón –corroboró Leonel.
-Tranquilizate y andá pensando en cómo sacarle jugo a esa ópera.
Se abrió la puerta y apareció Giacomo, con su característico uniforme de pulóver gris y jeans, ambos con manchas de grasa. Cruzó un living modesto, cuya ventana tenía la persiana levantada y permitía constatar que era de noche.
Después atravesó un mínimo pasillo que comunicaba a la vez con el baño, el dormitorio y la cocina.
Entró a la cocina, abrió la puerta de la heladera y sacó un vaso de leche y un plato con sandwiches, y los colocó sobre una mesa de mármol. Luego volvió al living, tomó un compacto y lo puso en un equipo de música, que comenzó a transmitir "¿Pourquoi me réveiller?", de Wherter.
Antes de volver a la cocina, entró al dormitorio y fue hasta el teléfono para escuchar los mensajes del contestador automático. Una voz de mujer dijo en castellano:
–Señor Giacomo, le hablo desde Buenos Aires…Más tarde lo volveré a llamar…Tengo que decirle algo importante…
Se quedó atónito. Se trataba de un mensaje tan inesperado como incomprensible.
A la única persona que conocía de Buenos Aires era a Leonel, que se había ido de repente, cuando a su entender aún no había recopilado toda la información que necesitaba. Además, no le hizo ningún comentario acerca de su oferta de hacer una edición bilingüe de un trabajo sobre un viaje musical por Florencia. Su actitud le había resultado extraña y precipitada, porque, además, le había propuesto realizar un festival en los Jardines de Boboli. Hacía más de quince días que había partido y no lo había llamado por teléfono ni le había enviado un mail
En la cocina se sentó en una silla con respaldo de cuero y patas de metal. Comenzó a comer los sandwiches sin prestarles atención y pronto la cara y el regazo se le llenaron de migas. Hacía ruido al masticar y al tomar la leche.
Muy preocupado, Giacomo estaba pensando que ese mensaje no anunciaba nada bueno.
Apuntes para el libreto de ópera
Antes de proseguir con el cuarto y último acto introduciré un cambio que incidirá en los tres primeros.
Giacomo me parece un tipo entre viscoso y siniestro, pero riquísimo en facetas. Él puede servirme de modelo para el asesino. No lo voy a describir en el libreto como director del Conservatorio Luigi Rossi; sólo registraré su aspecto físico dado que se ajusta al de un criminal inescrupuloso.
Será un gran tenor que mata por envidia y soberbia: no puede permitir que ningún cantante –sea hombre o mujer– se destaque más que él.
Tal vez lo convierta en ciudadano alemán (cuando vuelva a Buenos Aires estudiaré guías y libros de ese país hasta encontrar la ciudad apropiada para enriquecer escénicamente la ópera).
Además, creo que el libreto por momentos se vuelve demasiado disparatado e incoherente, de modo que aprovecharé esta revisión para suavizar esos desvíos y darle a la historia mayor verosimilitud.
También daré menos rienda suelta a mis desbordes fantasiosos: hay demasiados devaneos y ramificaciones. Además, dejaré de lado la temática de la ciencia ficción.
–Hola, ¿el señor Giacomo Ruggiero?
–Sí, ¿quién habla?
–Thelma, de Buenos Aires. Yo fui la que le dejó un mensaje en el contestador. Le hablo en castellano porque sé que usted lo comprende como si fuera su propia lengua. En cambio, yo en italiano sólo sé decir addio y algunas palabras más.
–¿A qué se debe su llamada?
–Voy a ser cruda y directa. Usted tenía escondida la partitura de Dafne, de Peri, pero se la han hurtado. Yo puedo ayudarlo a recuperarla.
–¡Qué está diciendo! ¡No es posible!
–Vaya a la biblioteca del Conservatorio Luigi Rossi y verá que no está en su lugar.
–¿Qué se propone?
–Decirle dónde se encuentra la partitura, así podrá recobrarla. Pero no podemos hablar este asunto por teléfono.
–¿Entonces?
–No tendría sentido que yo viaje a Florencia. Además, no tengo plata. ¿Por qué no se viene a Buenos Aires?. Es una hermosa ciudad a pesar de los problemas económicos que padece. Bien vale la pena pagarse un pasaje: sé que la partitura es valiosísima…señor Giacomo, ¿está allí?, no lo escucho.
–Antes que nada quiero verificar la falta de la partitura. Llámeme mañana a esta misma hora.
–De acuerdo; mañana sin falta me comunicaré con usted.
Leonel estaba escondiendo algo en el cajón de la alacena de su departamento. De repente apareció un señor alto, delgado, vestido con un gastado pulóver gris y jeans descoloridos; lo apuntó con una pistola y disparó. El arma tenía silenciador; Leonel cayó muerto.
El hombre, fuera de sí, se lanzó a revisar los anaqueles. Era tal su nerviosismo que tiró cedés al suelo. Se obligó a contener la ansiedad y siguió revisando; para llegar a los estantes más altos hizo pie en los inferiores. Contrariado pasó al pequeño baño, y sólo registró un armario metálico que contenía medicamentos, cremas y lociones.
Pasó al dormitorio; estaba transpirando. Su palidez enfermiza acentuaba el color violáceo de sus ojeras. Revolvió la biblioteca infructuosamente. En su mirada relampagueó la alarma de la desesperación.
Inspeccionó debajo de la cama; luego en el placard, donde se topó con pantalones, camisas, remeras y el raído traje de Leonel.
Ya sin esperanzas se metió en la cocina. Abrió el primer cajón de la alacena, donde había un portacubiertos; lo levantó y encontró allí unas hojas ajadas. Era lo que buscaba.
Se retiró pasando los pies por encima del cuerpo de Leonel y cerró la puerta.
Gaspar despertó sobresaltado: su sudor había empapado las sábanas de la cama.
Giacomo había cambiado su atuendo: ahora llevaba un traje de pésima confección, con los bolsillos del saco abultados y una corbata retorcida por la falta de plancha. Thelma estaba sentada a su lado en el borde de la pileta de la Fuente de los Bailarines de la Plaza Lavalle. El mediodía lucía embellecido por un cielo radiante y sin nubes a la vista.
Thelma había dejado el vestuario propio de su trabajo nocturno y lo había reemplazado por shorts y una remera ajustada: parecía una mujer lista para ir a una clase de gimnasia.
Ambos daban la espalda a las columnas jónicas de la Escuela Roca y a la bella arquitectura renacentista del Teatro Colón. Frente a ellos estaba el inmenso Palacio de Justicia, un tanto alejado para que pudieran percibir el bullicio de la gente que transitaba por la vereda o entraba y salía del edificio. La escultura de los bailarines apenas se veía: la tapaban los frondosos árboles que la rodeaban.
–Es una lástima que Ud. no quiera participar en el proyecto. Me facilitaría las cosas a mí y, además, ganaría más dinero –dijo Giacomo desalentado.
–Lo lamento, pero yo no sé nada de óperas y festivales. Entiendo que mi proposición es mejor para los dos: yo cobro por anticipado sin esperar resultados y usted podrá ganar con la partitura toda la plata del mundo sin rendirme cuentas.
–Pero a mí me cuesta conseguir los dólares que me está pidiendo. Tendría que solicitar un giro a Italia. –Giacomo inclinó su espalda hacia atrás haciendo palanca con manos y brazos para sostenerse–. Además, usted no me da ninguna seguridad; me va a suministrar los datos del departamento y el lugar preciso donde está escondida la partitura, pero ¿y si él la cambió de lugar?
–Nadie lo obliga a aceptar mi propuesta. Es sabido también que en todo negocio hay que enfrentar riesgos. Y le aseguro que la partitura va a estar en el departamento y en el escondite que yo le indique: si no la encuentra es cosa suya.
Había hastío en el rostro arrebatado de Giacomo.
–Lo que le pido es que no haya violencia –reclamó Thelma nerviosa–. Por eso le voy a dar los horarios en que Leonel se halla ausente, porque siempre encuentra cualquier excusa para organizar un ciclo musical. Además, antes de entrar al departamento puede llamar por teléfono para comprobar que él no esté.
Giacomo continuaba impasible, como si no tuviera nada que ver con la conversación. Thelma siguió hablando:
–Un tal Gaspar, que para mí está loco, sueña a menudo con el asesinado de Leonel. No creo en este tipo de anuncio, pero no deja de producirme escalofríos.
-¿Y quién es Gaspar?
-Un amigo de Leonel.
–¿Y qué está viendo ese Gaspar?
–La escena del crimen: hasta ciertos rasgos del presunto asesino.
Hubo un mutismo cargado de tensión. El ceño de Giacomo parecía surcado por dos tajos.
–¡Está bien! ¡Ud. gana! –aceptó el italiano con resignación–. En pocos días le entregaré los dólares y usted me dirá el domicilio de Leonel y el escondite donde se encuentra la partitura.
"Ayer fue encontrado sin vida en su departamento el destacado crítico y profesor de música licenciado Leonel Goyanes (ver recuadro `Perfil de un melómano`). Su fallecimiento provocó una profunda conmoción en el ambiente artístico.
El informe del forense determinó que fue muerto de un balazo hace tres días. La policía acudió a instancias del portero porque del interior del departamento salía mal olor y no contestaban el timbre.
Aparentemente el motivo del crimen fue el robo, aunque los allegados y amigo del licenciado Goyanes afirman que, salvo el departamento, el equipo musical y los discos, no poseía bienes ni inversiones. Tampoco tenía cuadros de valor. El comentarista llevaba una vida sumamente frugal, propia de un idealista que amaba la música por sobre todas las cosas.
Sin embargo, la policía encontró el departamento todo dado vuelta. Él o los ladrones revisaron con ahínco y nerviosismo en la discoteca del living, en el placard del baño, en los cajones de la cocina y en la biblioteca del dormitorio. El desorden era absoluto. Tanto la policía como las amistades del licenciado Goyanes se preguntan desorientados ¿qué pudieron haber robado los asesinos? También se especula con la posibilidad de que pudo tratarse de un asesinato por equivocación.
Leonel Goyanes acababa de retornar de un viaje a Florencia, donde realizó una investigación musical."
(Noticia aparecida en el diario "Clarín".)
Gaspar, en cuanto leyó en el diario la noticia del asesinato de Leonel, intentó ese mismo día ponerse en contacto con la policía. Como tenía la jornada muy comprometida con los clientes, no podía concurrir a la comisaría ese mismo día, pero igualmente se comunicó por teléfono y solicitó una cita para la mañana siguiente: reveló que contaba con datos que ayudarían a realizar el idendikit del criminal.
El policía que lo atendió, en cuanto se enteró que había entrevisto al asesino en una especie de sueño, intentó sacárselo de encima porque estaba cansado de recibir mensajes de lunáticos que anunciaban con bombos y platillos tener pistas fundamentales para resolver los casos que se presentaban.
Gaspar se dio cuenta y, ofendido, enarboló sus antecedentes profesionales y sus vinculaciones comerciales. Pero su reclamo no surtió efecto.
Entonces amenazó con recurrir al juez de instrucción para denunciar la obstrucción del caso por parte de esa comisaría. Y de inmediato consiguió que le dieran una cita.
Flora subió al taxi alterada: acababa de tener una fuerte discusión con su padre.
Estaba ayudando a sus dos hijos con los deberes cuando aquél apareció sorpresivamente. Pasaron al living y ella se sentó en la silla de esterilla y él en el sillón de tela. No se podían ver las hermosas plantas del balcón porque era de noche.
Como siempre, el padre estaba vestido con un traje de excelente corte. Era alto, erguido, de mirada penetrante y dura, que reflejaba a una personalidad acostumbrada a mandar y sin demasiados escrúpulos.
Tal como Flora se imaginó, había venido a hacerle un planteo. Le iba a reducir el dinero que le entregaba por mes porque en el campo las cosas no andaban bien. Le propuso contratar a un auditor para que verificara las cifras; si quería podía elegirlo ella, los honorarios se pagarían con los recursos del campo.
Flora perdió el control: sabía que el auditor sería fagocitado por el contador del padre, que le mostraría las cuentas a su antojo. Con sus enormes ojos ensangrentados por la ira, lo insultó con malas palabras y lo echó del departamento.
Después bajó a la calle, llamó a un taxi y le dio la dirección del loft de Gaspar.
En el taxi comenzó a controlarse. Debería evitar descargar la bronca con su novio ya que no tenía nada que ver en el asunto. Además, si sacaba el tema le daría motivo para criticar la actitud que mantenía el padre hacia él.
El taxi la dejó en el edificio donde estaba el loft. Ella tenía llaves, de manera que abrió la puerta de calle y tomó el ascensor que la llevó al quinto piso. Antes de entrar tenía la costumbre de tocar el timbre para que Gaspar le abriera.
Pero, cuando lo hizo sonar por tercera vez sin obtener respuesta, decidió abrir la puerta.
Encendió la luz y observó que todo estaba en su lugar y en perfecto orden. La lámpara en forma de campana que enfocaba el techo, la mesa con tapa de vidrio, el sillón de cuero, el televisor, el equipo de computación.
Se dirigió a la cocina y se dispuso a subir por la escalera metálica que conducía al dormitorio y al baño.
Sintió mal olor y un inesperado malestar le dio una punzada en la boca del estómago. Le comenzaron a temblar las piernas.
Cuando llegó al dormitorio, no pudo reprimir un alarido de espanto. En la cama yacía el cuerpo ensangrentado y sin vida de Gaspar.
PISTAS
"Una brecha", pensó. " En todas las investigaciones de los crímenes que se solucionan hay un punto en que atravesamos la pared. No sabemos exactamente lo que vamos a ver. Pero en algún lugar estará la solución."
Henning Mankell: Asesinos sin rostro
Osvaldo Guerrero conducía su automóvil con sumo cuidado: la llovizna era suave pero persistente, y el cielo encapotado convertía esa tarde de otoño en un prematuro anochecer más propio de invierno. Era un hombre de mediana edad, de rasgos marcados aunque no duros. Su cara lucía un suave bronceado y llevaba puesto un traje costoso.
Acababa de salir de la radio, donde transmitió su acostumbrado programa semanal de una hora. Pensaba que había salido bien, como siempre, aunque notaba que se había encasillado: pese a que continuamente aportaba nueva música (por ejemplo, esa tarde transmitió El Mikado, de Gilbert y Sullivan), la estructura era siempre la misma. En realidad, el programa lo estaba aburriendo.
Qué diferencia con las charlas del difunto Leonel, que eran verdaderas clases de música, en las cuales su amigo difundía conocimientos formales. En cambio, él sólo daba datos de la grabación y ciertos chismes simpáticos sobre el compositor.
Mientras seguía manejando con precaución siguió pensando en Leonel, y en la firme determinación que días atrás había tomado de vengar su muerte desenmascarando al asesino. Pero el asunto era muy complejo porque además habían matado a Gaspar, a quien había visto una sola vez en un bar.
Estaba lloviendo con más intensidad, lo que no le gustaba para nada: transitaba por Plaza Italia y debía llegar a su casa en Belgrano.
Claro, él había leído muchas novelas policiales (tenía la colección completa de "El séptimo círculo") y confiaba en su intuición: se creía con capacidad para vislumbrar un camino, una idea sobre el motivo del crimen. Después, obviamente, tendría que recurrir a la policía o a un detective privado.
La lluvia se tornó torrencial y decidió dejar el coche en una playa de estacionamiento. Luego fue a un café y se sentó al lado de la ventana para abismarse contemplando la catarata de agua que caía. Hubiese sido ideal tener alguna novela de Ross Macdonald, y comenzó a evocar escenas de El hombre enterrado, El caso Galton, La bella durmiente, en las que el detective Lew Archer recorría la bella costa californiana. ¡Qué manera de soñar!
Y preguntándose que haría Archer en su situación, y pensó que seguramente empezaría la investigación siguiendo una regla de rigor en el género: tendría una charla con las únicas amistades de Leonel, es decir Thelma y Flora. Esa era la metodología que siempre había llevado a un detective a solucionar el caso.
El tosco y viejo ropero se hallaba a punto de desvencijarse, las paredes exhibían amplias zonas de humedad. Un bombita que colgaba del techo oficiaba de araña. Una mesa pequeña con una pata floja sostenía un velador cuya pantalla estaba manchada por las moscas; también había una caja de pastillas y un vaso con agua. El colchón de la cama estaba vencido y el jergón ya no daba más. El baño quedaba fuera, en el pasillo.
Thelma, en combinación, estaba llorando en la cama pero no por esa precariedad. Ya se había acostumbrado a la pobreza de la pieza de pensión, así como le parecía de lo más natural viajar apretada en subte y parada en colectivo. Lloraba porque sentía cargos de conciencia por las muertes de Leonel y de Gaspar. Al final todo se originó por su ardid para negociar la venta de la partitura de Dafne.
¿Por qué Giacomo había matado a su novio? Si ella le pidió que no quería violencia. Su habitación estaba revuelta, como si Giacomo hubiese buscado algo con desesperación: ¿Leonel habría cambiado la partitura de escondite? ¿O habría aparecido de improviso?
Y el inescrupuloso Giacomo había eliminado también a Gaspar. Se veía que era un asesino nato. ¿Dónde habría obtenido el domicilio? Ella no recordaba habérselo dado. ¿Lo habría sacado de la libreta de direcciones de Leonel?
¡Como quisiera espetarle su indignación! Pero no sólo le tenía miedo, sino que ahora él estaba en Florencia. Y no le convenía comunicarse por teléfono: ignoraba los pasos que estaba dando la policía en su investigación, y cuanto menos hablara con el italiano, tanto mejor.
Tenía que cambiar todos sus planes. Ya había pensado dejar a Leonel en cuanto consiguiera el dinero por la partitura. No sólo por los remordimientos de conciencia, sino porque la aburría con sus comentarios sobre música clásica.
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