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La partitura fantasma-Novela

Enviado por Germán Cáceres


Partes: 1, 2, 3, 4

    1. Sincronicidad
    2. El Conservatorio
    3. Pistas
    4. Epílogo

    Prólogo

    Leonel llegó agitado a su departamento. Estaba arrepentido de haberle contado a Thelma el asunto de la partitura de la ópera Dafne.

    Confiaba en Thelma, ya que se proponía ir a vivir con ella, pero no creía en su discreción.

    Encontró la partitura en el mueble de los cedés y comenzó a buscarle desordenadamente un nuevo lugar. Fue a su dormitorio e intentó ocultarla entre los libros de la biblioteca, pero no le pareció un buen escondite.

    Aunque reconoció que estaba trastornado, dado que Thelma no sólo tenía que irse de lengua, sino hacerlo con una persona dispuesta a robar, en vez de frenarse prefirió darle rienda suelta a su ansiedad.

    ¿Para qué le había hablado de Jacopo Peri y de la Camerata Florentina si a ella no le interesaba la ópera? ¿Qué le importaba que la partitura tuviera un gran valor económico porque se consideraba perdida?

    Su departamento era pequeño, así que mucho sitio para buscar no había. Pensó que lo mejor era dejar la partitura en uno de los cajones de la alacena que estaba en la diminuta cocina.

    Mientras, se reconfortó de no haberle comentado a Thelma que Dafne era muy superior a otras composiciones de Peri, que, inesperadamente, había forjado una obra maestra comparable a las mejores óperas de Monteverdi.

    Puso la partitura debajo del portacubiertos.

    De pronto, un frío intenso le recorrió todo el cuerpo. Jamás en su vida había sentido tanto miedo. Vaya a saber si por olfato, por intuición o por algún ruido imperceptible, tuvo la sensación de que en su departamento se encontraba un intruso.

    -¡¿Quién está ahí?! –gritó alelado.

    SINCRONICIDAD

    "Al principio pensó que eso era obra de su imaginación, una especie de sueño, dentro de otro sueño si ello era posible, pero al cabo de un lapso indeterminado la luminosidad fue tan evidente que ya no pudo catalogarla como una ilusión."

    Stephen King: La zona muerta

    Gaspar esperaba sentado en una silla de respaldo abombado frente a un escritorio pequeño, cuya tapa tenía forma de boomerang. Todo el mobiliario era de madera clara. Detrás de él había una camilla, y las paredes estaban repletas de diplomas, muchos de ellos obtenidos en universidades de los Estados Unidos en la especialidad de Neurología. En el escritorio se destacaban las típicas fotos con esposa e hijos.

    Entró el médico y se saludaron. Era un hombre que recién había pasado los cincuenta; tenía algunos kilos de más, aunque se notaba saludable. Vestía de traje azul y camisa blanca, pero su saco colgaba de un perchero de pie. Se sentó del lado opuesto a Gaspar y comenzó a llenar una receta.

    –La próxima vez no pida una consulta por una simple receta; hable con mi secretaria y luego pase a buscarla directamente –dijo el médico en tono formal, casi en un susurro.

    –Bueno. –Gaspar se tomó un respiro-.Es que además quería hacerle una pregunta, doctor.

    – ¿Así? –dijo el médico con suma curiosidad, e interrumpió su escritura–. ¿Qué le anda pasando?

    Gaspar vestía ropa informal, casi desprolija, pero se notaba que su remera y sus jeans eran de calidad.

    –Tuve una visión –afirmó solemne.

    –No me diga que sufrió otra pesadilla…

    –No, doctor, no se trató de una pesadilla –respondió Gaspar. Por la ventana se veía, desde arriba, como si se la estuviera sobrevolando, una plaza bien iluminada aún por el sol vespertino.

    –Entonces…

    –Caminaba apurado hacia las oficinas de un cliente.

    –¿Se sentía nervioso?

    –Sí, y muy preocupado. Le había vendido un soft importante y se le había colgado. Tenía miedo de que hubiera cometido algún error de programación.

    Aunque Gaspar mantenía una postura erguida, por momentos su cuerpo se inclinaba, como si ello fuera consecuencia de algún mal hábito derivado de su trabajo delante de la computadora.

    –Continúe –apuró el médico: sus labios entreabiertos revelaban ansiedad.

    –De repente, me vi en otro lugar. Estaba frente a la librería que está a la vuelta de mi estudio, y de la que soy cliente. –En el rostro de Gaspar había asombro, como si la escena volviera a repetirse.

    –¿Librería de artículos de oficina?

    –No, doctor, de libros. Se especializa en literatura esotérica.

    El médico no hizo comentarios.

    –Le aclaro que no me interesa el esoterismo, sino las religiones y filosofías orientales, y esa librería tiene un surtido fantástico –quiso dejar aclarado Gaspar.

    Se hizo un silencio, y entonces Gaspar prosiguió lentamente, como si quisiera dotar de suspenso a su historia:

    –Lo curioso es que la librería se estaba incendiando, era una masa amorfa de llamas y de humo,…

    El médico se estaba poniendo nervioso y golpeaba el talonario de recetas con la lapicera.

    –…y todo se desarrolló demasiado rápido: debe haber durado sólo unos segundos.

    –Pero ¿cómo imagina usted que pudiera haber ocurrido ese incendio…?

    –Un simple accidente: algún cortocircuito o un plástico que al recalentarse entró en combustión –contestó inseguro Gaspar.

    –Prosiga.

    –Y allí se terminó la visión, y otra vez me encontré caminando apurado hacia la empresa de mi cliente.

    El médico terminó de redactar la receta anterior y empezó a escribir otra nueva.

    –Lo mejor es hacer un nuevo electroencefalograma.

    –¿Qué puede ser, doctor? –interrogó Gaspar mostrando gran preocupación.

    –No nos apresuremos; veamos que nos dice el electro –contestó el urólogo casi con brusquedad.

    Aunque la persiana estaba baja, por el resplandor que lograba atravesarla se notaba que era de día. No se distinguían los adornos de la pared, pero sí algo de la cama y de los dos cuerpos que se movían en ella; parecía un claroscuro realista, a la manera de las reproducciones de Millet y de Corot que lucían en el living que comunicaba con el dormitorio.

    La mujer –de espaldas en la cama y con los ojos cerrados– exhibía una expresión serena y relajada, como si no quisiera perder nada de ese inmenso placer que estaba disfrutando. El hombre se balanceaba sobre ella, pero sus gestos era tensos, como si estuviera preocupado por la posibilidad de fallar, de no hacerla feliz.

    Finalmente, se llegó a la culminación, y un gemido –o una exclamación– de mutua satisfacción fue lanzado por ambos. Él se echó de espaldas con la cara transfigurada por la satisfacción de haber podido lograr que ella gozara a pleno.

    Permanecieron callados. Luego, él se levantó, bordeó la cama y entró en el baño que estaba del lado de la mujer, y encendió la luz, que se vislumbraba por debajo de la puerta. Se escuchó la ducha.

    Ella encendió un cigarrillo. Era joven –como él– y lucía un físico bien formado que evidenciaba la persistente frecuentación del gimnasio.

    Se abrió la puerta del baño y apareció el hombre secándose con una toalla.

    –Ya podés ir vos, Flora.

    La mujer apagó el cigarrillo en un cenicero que había sobre el piso alfombrado y entró al baño.

    Él apartó la colcha que estaba tirada sobre su lado, y levantó jeans, chomba y zapatillas deportivas, y empezó a vestirse.

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