Ella salió del baño: se había duchado mucho más rápido que el hombre. En sólo unos instantes se calzó unos ajustados pantalones de cuero que hacían juego con una casaca. Así, vestida, se veía más interesante y sugestiva que sin ropas; era como si prometiera encantos imprevisibles.
Flora levantó la persiana del dormitorio, y la luz del día se encargó de revelar el carácter de los adornos: eran relojes de pared detenidos en distintas horas. Se desprendía de ellos un aire de misteriosa belleza.
Pasaron al living, casi enceguecidos por la inundación de luz del amplio balcón colmado de plantas que daba sobre la avenida Santa Fe. Había una mesa grande de madera, sillas de esterilla y un amplio sillón de tela donde él se sentó.
– ¿Querés café, Gaspar?
–Bueno –respondió él, con un gesto que revelaba que el día era positivo y que había que seguir sacándole provecho.
Flora fue hasta el extremo de la habitación contrario al balcón, y se escuchó su murmullo: estaba dando indicaciones a la mucama. Después regresó seguida de una alta muchacha que portaba una bandeja con una jarra de café y dos pocillos; sirvió a ambos y se retiró.
Lo tomaron en silencio.
–Gaspar, están por llegar lo chicos del colegio –dijo Flora mientras sus ojos negros resplandecían con la luz natural.
–¿Y?
La cara de Flora se ensombreció.
–No empecemos –respondió molesta–. Sabés que no quiero que te vean aquí.
Gaspar endureció su expresión; se lo notaba contrariado, como si lo estuvieran echando.
–¿No será que no le gusta a tu papá? –dijo irónicamente.
–No insistas con mi viejo, dejalo tranquilo –contestó ella con vehemencia.
–¡Es él quien no me puede ver!
–Por favor, seamos razonables. –Ella se mostraba agobiada, como si fuera una explicación ya reiterada–. Vos sumás dos separaciones y yo una y dos hijos. ¡Tenemos que andar con cautela! No apresuremos las cosas.
Gaspar asimiló el impacto de tales razonamientos y cambió de actitud aflojándose.
–Te quiero, Flora, ya lo sabés. Lo paso muy bien con vos. Creo que alguna vez llegaremos a vivir juntos.
Ella se le acercó con ternura, se sentó en su pierna derecha y lo abrazó.
–Yo también, Gaspar. Por eso, para cuidarnos y hacer que esto dure, debemos ir despacio.
Se besaron.
Gaspar estaba sentado en un pequeño sillón de cuero mirando televisión: un periodista entrevistaba a un grupo de gente. La habitación –un moderno loft– se hallaba a oscuras. No obstante, se podía ver en un ángulo varios porta cedés de música y, más atrás, hacia el fondo, una PC, una impresora y otros elementos de computación como micrófono y lectograbadoras de cedé y de devedé.
Vestía pijama de verano y tomaba cerveza. En la oscuridad no se distinguía su incipiente calvicie. En una mesita había varios porroncitos vacíos. Los rasgos de la cara, como siempre, los tenía marcados, y los ojos brillaban y parecían moverse, como si quisieran salirse de las órbitas.
El periodista era joven, de no más de treinta años y, vestido de traje y corbata, reporteaba a un muchacho que usaba camisa y pantalones.
–Yo no vi nada –respondió el muchacho–, estaba repartiendo libros. Nos hacen pedidos y la librería sin costo adicional los entrega a domicilio.
–¿Utilizan el comercio electrónico? –preguntó el periodista fijando la mirada en ninguna parte.
–No, la dueña no quiere saber nada con la informática: prefiere un trato personalizado con el cliente. Recibimos los pedidos por teléfono.
–Pero ¿qué podés decirnos del incendio?
–Cuando volvía a la librería, a una cuadra pude ver que en la vereda de enfrente había un tumulto de gente. Pregunté qué había pasado y me dijeron que los bomberos acababan de apagar un incendio.
–¿Cómo es eso? Si no vino ningún camión de bomberos –lo acosó el periodista.
–Ya le dije que no había estado presente –contestó el chico disgustado–. Yo supuse que ya se había ido.
Gaspar se levantó del sillón, fue hasta la heladera y agarró otro porrón. Se lo notaba ensimismado, como pensando varias cosas a la vez.
En la pantalla aparecieron dos mujeres mayores: se las veía pálidas y tensas.
–Pueden explicar a las cámaras qué pasó, ya que estaban dentro de la librería –continuó el periodista con una voz impersonal.
–Yo soy la dueña –dijo, nerviosa, la que parecía de más edad–. En cuanto estalló el incendio, en vez de escapar, intenté llamar a los bomberos, aunque sabía que ponía en juego mi vida. ¡Hace treinta años que tengo la librería! ¡Tenía que salvarla!
La señora se puso a llorar. La otra mujer le palmeó la espalda y el periodista se mantuvo expectante sin hacer comentarios.
–Por eso cuando ella –y señaló a la empleada– quiso apartarme del teléfono para sacarme de la librería, le pegué una cachetada y le di una patada. –La dueña volvió a emitir un llanto crispado–. ¡Ya le pedí perdón! ¡Fue un momento de desesperación!
El periodista se dirigió a la empleada, como si desconfiara de lo que le estaban informando.
– ¿Y usted qué puede decirnos?
–La situación era peligrosa, y no había tiempo de convencerla, así que quise hacerla salir de la librería a la fuerza. Y fue entonces cuando me pegó.
Siguiendo una costumbre, Gaspar se había inclinado en el sillón, como si fuera un muñeco articulado. Mientras, se frotaba frenéticamente las manos.
– ¿Y luego qué siguió? –interrogó el periodista.
–De golpe, el fuego y la humareda se evaporaron, como por milagro, y todo volvió a ser como antes: la librería estaba intacta.
– ¿Cómo es posible? –cuestionó el periodista–. Esto no se puede creer, alguien lo alucinó.
–Pero fue así –insistió la empleada–. Hay testigos que ya le dijeron lo mismo.
–¿Y qué interpretación le dan a este fenómeno? –inquirió el periodista disgustado.
La dueña dejó de lamentarse y cambió su expresión. Se puso firme y segura.
–Mi librería se especializa en temas de esoterismo y en filosofía y religiones orientales. Pero yo leo mucha ciencia ficción, lo que me hace imaginativa y ver un poco más allá de mis narices –comentó con suficiencia.
Aunque ella marcó una pausa, el periodista no la interrumpió con una nueva pregunta.
–Yo creo que esto fue obra de un ilusionista de gran calidad, de la talla de David Copperfield. No me extrañaría que pronto apareciera por TV alguna propaganda que anunciara su próxima presentación y a la vez mencionara que fue el autor de este acto de magia moderna.
– Me parece muy fantasiosa su opinión, señora. Además, si fuera así usted estaría en condiciones de iniciarle una demanda.
–Se olvida de la parte comercial –replicó con sarcasmo la dueña–. Tenga en cuenta que le haría una promoción gratis a la librería y seguramente que el mago antes de iniciar la campaña publicitaria intentaría llegar a algún acuerdo conmigo.
El neurólogo estaba recostado en su sillón examinando las páginas de un electroencefalograma. Sentado frente a él se encontraba Gaspar vestido con un conjunto sport.
–Esto está muy bien, Gaspar –sostuvo el médico–. Creo que pronto rebajaremos la dosis del medicamento.
Gaspar no se mostró conforme.
–¿Y cómo se explica lo de la librería? –increpó con cierta hosquedad-. El episodio tuvo cobertura televisiva.
El médico lanzó una carcajada.
–¿Ese espejismo de un incendio?
–Si quiere llamarlo así…No olvide que yo soñé algo similar –sostuvo ofuscado.
–Mire, Gaspar, yo soy médico, sé que practico una ciencia nada exacta, pero para diagnosticar recurro a análisis y radiografías. Sobre cosas extrañas o insólitas no estoy en condiciones de darle respuesta. –Se produjo un largo silencio–. En realidad, no sé si alguien puede darle alguna explicación de ese suceso –agregó muy serio.
Era una sala amplia y circular, como un anfiteatro cubierto. Había unas cincuenta personas de variada edad, pero su mayoría eran ancianos, entre los que prevalecían las mujeres. Vestían en general con modestia; se advertía que muchos debían ser jubilados.
Las sillas eran de plástico con patas de metal, anticuadas y pasadas de moda, como la decoración del lugar. Más que por falta de mantenimiento, la sala acusaba la carencia de una adecuada modernización, o por lo menos de una mínima cosmética edilicia.
En la tarima central había una mesa con un equipo de música y, parado detrás de ella, estaba Leonel, que llevaba un traje gastado. No llegaba a los cuarenta, era delgado, ligeramente desgarbado, con una nariz tirando a lo prominente y unos anteojos que no se destacaban por su armazón moderno. Sin embargo, no alcanzaba a ser feo, y su voz era pausada y agradable: caía simpático a la gente.
–Hoy vamos a hablar de L´Orfeo, de Claudio Monteverdi. Está considerada la primera ópera de la historia de la música: hubo anteriores pero se han perdido. De Monteverdi se conserva, además, El retorno de Ulises a su patria y La coronación de Popea. –Leonel se paseaba por la tarima sin olvidarse jamás de observar al público–. La ópera surgió como fruto del trabajo experimental que se llevó a cabo en el seno de la Camerata Florentina a fines del siglo XVI. –De pronto interrumpió su caminata y comentó–: Pienso hacer un viaje a Florencia para realizar una investigación sobre la reforma musical que impulsó la Camerata.
–¡Licenciado, no diga que nos va a abandonar!– se quejó uno de los concurrentes.
–No, por favor, ¡cómo los voy a abandonar! –rió él–. Va a ser en noviembre, después de terminar este ciclo de charlas.
–Pero en esa época se va a morir de frío, licenciado –le advirtió una mujer del público.
–Bueno, yo voy a estudiar, no a pasear. Visitaré academias y conservatorios la mayor parte del tiempo. ¡Y allí no voy a sufrir frío!…Pero continuemos con L´Orfeo. De la Camerata Florentina participaron músicos como Jacopo Peri, Guilio Caccini y Vincenzo Galilei, padre del célebre Galileo. Compusieron una enorme cantidad de madrigales y dieron nacimiento a lo que se llama recitativo, algo así como hablar con una ligera entonación. En un primer momento, ilustraban pequeños dramas que se representaban entre los actos de una obra teatral.
Leonel se pasó la mano por su inmanejable cabello crespo.
–Ya conocen el argumento de la ópera debido al libretista Alessandro Striggio: Orfeo desciende al reino de los muertos para rescatar a su amada Euridice. Cuando a través de la insistencia de Proserpina ante Plutón, se le concede a Orfeo la posibilidad de huir con Euridice del reino de los muertos con la sola condición de no volverse para mirarla hasta llegar a la región de los vivos, Orfeo no cumple su pacto y pierde a su amada.
Un señor mayor levantó la mano para decir:
–Yo vi hace muchos años una magnífica película de Jean Cocteau que trata sobre la misma temática. Se llama también Orfeo.
–Hay innumerables ejemplos: el Orfeo de Gluck, la Eurydice de Peri. Pero estamos limitados de tiempo y conviene centrarnos en nuestro mayor interés: la música. –Leonel se acercó a un equipo y colocó un cedé–. Yo iré comentando las alternativas de la historia así como el uso de los instrumentos. La versión que van a escuchar es la de John Eliot Gardiner al frente de The English Baroque Soloists y con el tenor Rolfe Johnson.
El público se dispuso a escuchar con una actitud de sumo recogimiento.
El neurólogo terminó de examinar al paciente (un hombre alto y corpulento) y le abrió la puerta del consultorio para pudiera retirarse después de atravesar la sala de espera. Le quedaban unos quince minutos libres hasta el próximo turno.
Se quitó el saco –no usaba guardapolvo- y lo colgó en el perchero. Tenía ganas de fumar pero no quería dejar rastros en el consultorio, de modo que fue hasta la ventana, la levantó y luego de encender el cigarrillo comenzó a echar el humo hacia la calle. Estaba en un cuarto piso y desde allí podía percibir el vital movimiento de la plaza ubicada frente al edificio. Era un día espléndido y de temperatura agradable.
Se dio vuelta dando la espalda al exterior y se fijó en la fotografía de su esposa con los dos hijos que se encontraba sobre el escritorio con tapa en forma de boomerang. Enseguida lo asaltó una sucesión de ideas insoportables que no tardó en reprimir: los conflictos con su mujer se estaban profundizando y era muy posible que pronto se viera en la necesidad de reemplazar esa foto por otra en la que figuraran solamente los chicos.
Caminó por el consultorio y mecánicamente abrió la puerta: la sala de espera continuaba vacía y su secretaria leía una revista.
Desplazar a los suyos de la conciencia lo llevó hacia Gaspar, el paciente que lo tenía desorientado. En principio andaba bien, ya que no sufría más de esas ligeras lagunas o ausencias que por escasos segundos lo alejaban de la realidad; además, sus encefalogramas señalaban una evolución muy positiva. Pero ahora aparecían esas insólitas visiones tan perturbadoras.
El médico no tenía dudas de que eran alucinaciones y que Gaspar debía ser atendido por un psiquiatra. Siempre percibió en él un carácter neurótico y no era de extrañar que su patología se hubiera acentuado y surgieran esos nuevos síntomas. Pero, antes de derivarlo, prefería esperar que completara su tratamiento para poder darle el alta y eliminar así toda la medicación neurológica.
El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos: había llegado el paciente y la secretaria le preguntaba si podía hacerlo pasar.
Thelma no estaba vestida acorde con esa tarde de pleno sol, cuya luz penetraba por los amplias vidrieras de la confitería ubicada frente a una calle transitada y bulliciosa. Pequeñas mesas cuadradas con tapas de vidrio, sillas de madera, vitrinas con tartas y tortas, la barra con licores y, detrás, las tolvas con distintos tipos de café conformaban la decoración de ese local que seguramente pertenecía a un franchising, y cuyos mozos y mozas, casi adolescentes, usaban delantales de un rojo violento.
El vestido negro entallado de Thelma tenía un generoso escote que arrancaba del comienzo de sus senos y le llegaba hasta la mitad de la espalda. Los hombros blancos resaltaban la intensidad de la larga cabellera castaña y el fuerte carmín de sus abultados labios. Era una linda mujer, de unos treinta años, cuyos verdes ojos rasgados parecían relampaguear.
–Cuando tengo un show por semana me defiendo –le dijo a Leonel, que estaba sentado a la mesa al lado de ella–, pero en cuanto empiezan a espaciarse cada quince días o una vez por mes me desespero.
–Ya sabés que el gimnasio te lo puedo pagar yo –le comentó Leonel mientras encendía un cigarrillo. Estaba vestido con el mismo gastado traje de la tarde en que dio la charla sobre L´Orfeo, de Monteverdi.
–Sé que cuento con ello y no te imaginás cuánto te lo agradezco. –Con la cucharita comenzó a remover una de las tazas vacías de café que había sobre la mesa–. Cuando estoy así de nerviosa me pongo a comer y a chupar y necesito ir al gimnasio más que nunca: conservar la línea es imprescindible para mi trabajo.
–¿Y por qué no agregás tango a tu repertorio? –propuso él pasándose una mano sobre su ensortijado cabello.
–Lo estoy haciendo –contestó ella casi en tono de reproche–. Pero ya canto temas melódicos en castellano y en inglés, de vez en cuando lo hago en francés y en italiano con una pronunciación lamentable, y los ritmos brasileños poco a poco se van adueñando de mi repertorio. ¡Mis tangos parecerían tipo exportación! –y lanzó una carcajada junto con Leonel.
El barullo del tránsito los interrumpió y debieron permanecer en silencio. Ella cruzó sus bien torneadas piernas.
–Por eso el verano marplatense me salva. En enero llego a tener a veces un show todas las noches. Eso me sirve para mantenerme el resto del año.
–¿Y tu ex no te ayuda? – le preguntó Leonel fijando su mirada sobre el inicio de sus redondos pechos.
–No, y por desgracia está en su derecho porque no tenemos hijos. Pero, la verdad, que no le costaría nada tirarme unos pesos.
Thelma se miraba sus largas manos que culminaban en uñas pintadas de verde.
–¿Cuándo te vas a Florencia?
–Falta todavía. Es en noviembre.
–Qué frío. ¿También vas a escuchar música ocho horas por día?
–No –respondió Leonel bastante molesto–. Allá voy más que nada a revisar documentos. –Se sujetó los anteojos y tensó los músculos de la cara–. Además, mi profesión me obliga a escuchar ocho horas de música diaria, y no me disgusta, al contrario, me hace feliz.
–Eso sí que no me lo creo, pero no discutamos que no ganamos nada –respondió ella con contundencia.
La conversación se detuvo, esta vez sin que interviniera el ruido del tránsito, que se había calmado.
–¿No te animás a venir conmigo? –propuso intempestivamente Leonel.
Thelma volvió a reírse con ganas, lo que le hacía bambolear los senos.
–¡Estás loco! ¡Con este panorama de guita!
Leonel no respondió. Quería esperar que ella terminara su pensamiento.
–Además, si viajo prefiero el Caribe o algo por estilo, que haya sol y playa.
Él se tomó el mentón con la mano derecha. Parecía estar sopesando lo que iba a decir.
–Está bien; además, no estoy en condiciones de pagarte el pasaje. –Hizo una pausa–. Una de las cosas que también pienso hacer en Florencia es bosquejar el argumento de una ópera.
–¡Que bien! –exclamó ella emocionada–. ¡Por fin te largás a escribir un libreto!
–Así es. –Leonel prosiguió restregándose el mentón–. Quiero generar algo moderno, acorde con los tiempos y que permita el lucimiento del reggisseur. Por ejemplo, una versión libre de El planeta de los simios.
Thelma no salía de su asombro. Había entreabierto la boca como si estuviera contemplando algo insólito.
–¿No te parece demasiado arriesgado?
–Lo que importa es el resultado. Me gustaría que la puesta contenga también proyecciones de cine.
El nuevo mutismo indicaba que Leonel seguía meditando y Thelma aguardando el resultado de esas reflexiones.
–Podría hacer que los protagonistas de la ópera concurrieran a un show nocturno. Y entonces armaría un número para que vos pudieras intervenir.
–¿Yo cantante de ópera? –preguntó ella perpleja y con tono mordaz.
–No te estoy proponiendo que te conviertas en una soprano –se defendió Leonel–. Como los personajes visitan una especie de pub, vos tendrías que cantar como siempre.
–No me imagino cantando un tema de Luis Miguel en el Colón –se burló Thelma ante un irritado Leonel.
Flora estaba de pie, hablando por el teléfono situado en la mesa del living. Llevaba un pantalón ajustado de cuero gris que resaltaba sus nalgas y un discreto pulóver marrón claro que intentaba disimular la generosidad de sus senos, con lo cual lograba un equilibrio en su atuendo.
Por los constantes y aparatosos movimientos del cuerpo, se la notaba nerviosa.
–¡Papá: no podés sentirte molesto porque te vuelva a pedir plata! –Taconeó el piso con las altas plataformas de sus zapatos–. Vos también gastás, papá. Siempre andás con pendejas jóvenes y eso cuesta mucho dinero.
Miró las variadas plantas del amplio balcón.
–El campo es de los dos; es la herencia que nos dejó mamá. –Los ojos le brillaban de furia–. Vos sabés los que me das a mí, pero yo ignoro lo que vos retirás y jamás te exigí que me rindieras cuentas.
Se dio vuelta y se apoyó contra el borde de la mesa. En un extremo de ella estaba abierto un diario y a su lado había un vaso largo con jugo de naranja.
–No, papá, no exageres, no insinúo ponerte un auditor. –Flora cambió el auricular de la oreja derecha a la izquierda–. ¡Tampoco estoy celosa por tus minas!
Había ira en su rostro, sobre todo en esos labios carnosos que mantenía apretados. Se la notaba descontrolada por lo que escuchaba.
–¡Otra vez Gaspar! –gritó–. ¡Qué tendrá que ver en esto!¡Será posible que siempre tenés que meterte con él!…¿No serás vos el celoso?
Se puso rígida; era evidente que se estaba conteniendo.
–¡Me divorcié por tu culpa! ¡Criticaste a mi ex en forma despiadada, no le dejabas pasar nada. …Decías que no tenía título, que era un ignorante. ¡Gaspar es licenciado en Sistemas! ¿Ahora qué carajo querés?
Ella inició una larga pausa. Su padre debía estar dándole extensas y complicadas explicaciones.
–¡Acabala, papá! Traeme pronto la guita mensual que me corresponde y terminemos el asunto.
Flora colgó violentamente.
Luego se sentó frente al diario y al vaso con jugo de naranja. Lo leyó de prisa, dando una mínima ojeada a los titulares. En dos tragos se despachó todo el jugo.
De pronto, se detuvo en una de las últimas páginas. Sus facciones revelaban estupor.
Fue hasta el teléfono y digitalizó un número.
–¿Gaspar? –Su voz era suave, como si tuviera miedo de hablar–. ¿Miraste el diario? –Las aletas de la nariz le latían agitadas–. ¿Tampoco la televisión?
Tomó el aparato con la otra mano y se puso a caminar por el living.
–¿Te acordás de la librería de teosofía?
Se puso más ansiosa y volvió a taconear el piso.
-Sí, la del espejismo.
Tomó aire para aire para exclamar con dramatismo, al borde de la desesperación:
-¡Se incendió! ¡Sólo quedaron escombros!
El día prometía ser caluroso, pero a esa hora de la mañana se respiraba aire fresco. Alrededor del lago el neurólogo y un amigo trotaban a ritmo firme.
Tenían zapatillas, shorts y remeras blancas. Estaban pasando frente al Museo Sívori, una mezcla de chalet y petit hôtel que otorga un toque pintoresco a esa zona de El Rosedal.
-La verdad es que me estoy agitando –confesó el neurólogo.
-Tenés algunos kilos demás –comentó su amigo: un tipo alto, de unos treinta y cinco años, y con un cuerpo esquelético, típico del que corre varias veces a la semana-. Deberías cuidarte en las comidas e ir al gimnasio.
-No me da el tiempo para los aparatos, ya bastante esfuerzo hago con trotar.
Como estaban sudando fuerte, se sacaron las remeras, se las ajustaron a la cintura, y continuaron corriendo con el torso desnudo.
-Estoy ante un caso curioso –dijo el neurólogo alzando la cabeza hacia un cielo azul iluminado como por una luz blanca-. Un paciente que estoy a punto de dar de alta empezó a sufrir alucinaciones.
El amigo guardó silencio. Ambos miraban con atención a las mujeres deportivas que pasaban a su lado corriendo en dirección contraria.
-Lo estoy por mandar a un psiquiatra –continuó el neurólogo.
Se produjo un paréntesis.
– Pero ocurre que tuvo una alucinación especial: una librería se estaba incendiando cerca de su lugar de trabajo –le costaba hablar porque acentuaba su agitación-. Gente vinculada a la librería también vislumbró ese incendio imaginario.
-¿Y que pasó?
-Finalmente la librería fue destruida por las llamas.
El amigo prorrumpió en una estruendosa carcajada.
-¿De qué te reís? –preguntó el neurólogo fastidiado, mientras salían del asfalto de la calle para desplazarse por el pedregullo que bordeaba esa parte del lago.
-Bueno, que mis ideas no son tan locas. Al fin y al cabo ocurren hechos aparentemente inexplicables.
-Siempre te fui franco y jamás te mentí: no creo en el esoterismo ni en nada que se le relacione –aseveró dogmáticamente el neurólogo-. Poseo un pensamiento estructurado y racionalista.
-¿Recorriste bien mi sitio? –preguntó intrigado el amigo-. ¿Viste los links?
-Me limité a leer tus artículos sobre ovnis y ver las fotos que sacás en tus excursiones ufológicas –comentó sonriendo el neurólogo-, pero al resto de las columnas y secciones no les presté atención. –Como su amigo no hacía comentarios agregó-: No me gusta Internet, y trato de salir de la computadora lo más rápido posible.
-Pero, ¿por qué me hacés esta confidencia? Algo querrás saber.
-Antes de derivarlo al psiquiatra me gustaría, por simple curiosidad, indagar un poco sobre los fenómenos paranormales.
-Tu paciente es un psíquico y evidentemente está dotado para tener premoniciones.
-¿Me podés prestar algún libro o artículo sobre el tema?
El amigo sonrió.
-Justamente en el sitio hay una sección que se llama "Fenómenos paranormales".
Volvieron a pasar una vez más frente al Museo Sívori. El calor empezaba a apretar.
-Creo que lo mejor será que yo te muestre toda la información que brinda la página. Podemos hacerlo en tu casa o en la mía.
-Prefiero ir la tuya –respondió el neurólogo-. Con tu computadora podrás explayarte mejor.
Para:
Asunto: Viaje a Florencia
Querido Gaspar,
Como ya sabés, voy a viajar a Florencia y allá necesitaré una notebook para escribir el ensayo sobre la Camerata Florentina. Juntar la plata para el viaje me costó mucho esfuerzo. Mis ingresos son bajos y no obtuve ni un mísero auspicio de ningún organismo de cultura. De modo que sería una suerte que te sobrara alguna notebook –aunque sea muy vieja– y me la pudieras prestar. Yo sólo utilizo el Word. En caso de tener que comprarla, por favor, decime dónde puedo conseguir una usada. De paso vas a tener que darme unas lecciones sobre su empleo: soy muy torpe con mi PC, todos mis amigos–incluso vos– opinan que escribo a máquina con una computadora, y aunque el manejo de una notebook debe ser similar, alguna diferencia debe existir.
Además, yo sé que sos un tipo que ha andado por el mundo. ¿Tenés algo sobre Florencia? ¿Una guía, algún folleto?
Recibe un abrazo de
Leonel
Para:
Asunto: Viaje a Florencia
Leonel, hay buenas noticias. Tengo una notebook vieja que a mí no me sirve y nadie me la va a querer comprar. Te la regalo. Si sabés usar el Word con una PC no vas a tener ninguna dificultad con la notebook. Lo único que cambia es el mouse, pero su manejo es muy sencillo.
No conozco tanto el mundo, sino algunas ciudades de Estados Unidos, y en cuanto a Europa sólo visité Londres y París. Siempre viajé por cuestiones profesionales, es decir por la informática. Pero cuento con una excelente y voluminosa guía turística que se llama Europa Mediterránea, en la que podrás hallar suficientes datos sobre Florencia.
Te envía un saludo,
Gaspar
Era la media mañana de un día cuyo cielo celeste estaba abarrotado de nubes blancas que se deshilachaban. Si se mirara la Panamericana desde un helicóptero se vería un imponente desfile de automóviles y camiones que circulaban por sus carriles y por las colectoras laterales. Nadie diría que se trataba de un país asolado por las dificultades económicas, que los diarios, la televisión y la radio se encargaban de anunciar en todo momento.
Gaspar iba en dirección Norte y llevaba la radio encendida. Estaba escuchando el programa de Osvaldo Guerrero, que transmitía música clásica con breves comentarios ilustrativos sobre la obra y el compositor.
Por el parabrisas observaba los carteles verdes que indicaban las salidas y los azules que señalaban los servicios. También veía los puentes que a tramos pasaban sobre la autopista.
Osvaldo Guerrero informaba que iba a transmitir el Adagio, de Samuel Barber, y comentaba que el músico norteamericano además fue cantante. Gaspar compartía la admiración que tenía el comentarista por esa obra. Pensar que el placer que sentía por la música clásica se lo debía a Leonel, que con suma paciencia le fue prestando compacto para despertarle poco a poco el gusto musical.
Gaspar aceleraba y a los costados veía pasar pequeños terraplenes cubiertos de césped, árboles, casas y los postes de iluminación.
Guerrero era amigo de Leonel, quien una vez se lo presentó en un bar mientras tomaban café. Lo recordaba alto, corpulento, tostado por el sol y con cierto aire arrogante que no llegaba a molestar debido a su desbordante simpatía. Leonel le había dicho que el programa de radio de Guerrero no tenía auspiciante, y que él pagaba el espacio ya que, además de melómano, era un próspero empresario que quería gratificarse con la música.
Gaspar dirigió su automóvil hacia el ramal San Fernando–Tigre. Ahora había más árboles y césped y tenía la impresión de estar introduciéndose en un parque monumental.
Pronto llegaría a la estación de peaje.
De pronto dejó de ver por el parabrisas los carriles y los vehículos que lo precedían. En su lugar apareció una especie de escenario con un amplio telón de raso blanco en el fondo, que daba sensación de profundidad, como si se perdiera en el horizonte. De pie, en el medio, estaba Leonel con su atuendo característico: el traje gris gastado, una corbata con un nudo endeble, los anteojos y, como novedad, un echarpe raído.
Escuchó un potente disparo; sin duda provenía de un pistola que alguien empuñaba oculto detrás del telón.
Leonel, con el pecho ensangrentado, cayó sobre el piso de madera.
El escenario se borró del parabrisas y de nuevo surgió el panorama de la autopista.
Pero era demasiado tarde. La voluminosa columna de la estación de peaje se le vino encima.
Cuando Gaspar abrió los ojos le bastaron pocos segundos para bosquejar una idea de la situación.
La confortable habitación pintada de amarillo, con cuadritos de paisajes asépticos en las paredes, y un ventanal que se abría a un jardín, del que por ahora sólo podía apreciar las frondosas ramas de un palo borracho, pertenecía a un hospital.
Él estaba en una cama cubierto con una camisola blanca y su cuerpo no exhibía ningún vendaje ni yeso. Sólo notó algunos moretones en el brazo izquierdo, el que iba apoyado en la ventanilla del auto.
Flora estaba sentada en una silla al lado de la cama y se incorporó para darle un suave beso en la frente y acariciarle las mejillas.
–¿Cómo te sentís?
–¿Qué pasó? –preguntó abruptamente Gaspar.
–Chocaste contra una estación de peaje camino a San Fernando –le respondió Flora entretanto apretaba un botón de un aparatito que había en la mesa de luz situada entre la cama y la silla.
–¿Y el auto?
Flora compuso una expresión de incómodo asombro en su cara apenas maquillada, como si la pregunta estuviera fuera de lugar.
–Te diste una piña en la trompa. Un auxilio lo llevó hasta tu garaje. –Marcó una pausa mientras se arreglaba su pulóver negro estilo Morley, la única prenda ajustada o relevante que llevaba para esa ocasión–. Ya vas a poder ocuparte de él cuando salgas de aquí.
–¿Quedó muy estropeado?
–Gaspar, ahora lo que importa es tu salud –le advirtió un tanto enfadada.
–Parece que no me hice nada, salvo algunos moretones en el brazo.
–Pero estuviste una hora sin conocimiento.
–¡Una hora desmayado! –exclamó Gaspar con preocupación. Su palidez le hacía adquirir una expresión que oscilaba entre el temor y el desvarío.
Flora caminó alrededor de la cama fijando sus enormes ojos negros en la puerta de la habitación: le extrañaba la demora de la enfermera en acudir al llamado que hizo desde la botonera de la mesa de luz. Usaba holgados pantalones azules, que no se ajustaban para nada a sus formas, y unas zapatillas deportivas blancas. Gaspar pensó que su novia esta vez estaba discreta, se había adecuado a la asepsia de un hospital.
Se abrió la puerta y apareció una enfermera que rondaba los sesenta años. Debía ser la jefa.
–Veo que está mejor –comentó contenta.
–Tengo hambre –se quejó Gaspar–. ¿Cuándo puedo irme a mi casa?
–No sea apresurado …–le recriminó suavemente la enfermera–. Ya avisamos a su médico particular: está a punto de llegar.
–¿Qué médico? –requirió sorprendido Gaspar.
–Su neurólogo –le contestó con firmeza la enfermera y se retiró de la habitación.
Se produjo un incómodo silencio. Gaspar se tocó la cabeza con ambas manos.
–¡No tengo ningún chichón! –exclamó como si hiciera un reclamo.
–Parece que el doctor quiere hacerte un chequeo.
La frente de Gaspar se llenó de arrugas.
Flora hizo el camino de vuelta alrededor de la cama y se sentó en la silla.
-Dentro de un rato tengo que ir a retirar a los chicos del colegio. –Se restregaba las manos con nerviosismo–. Después vuelvo, y si tenés que pasar la noche me quedo a dormir.
–No es necesario –replicó secamente Gaspar.
–No seas tontito –objetó ella.
En él se dibujó una expresión pensativa, y arrugó aún más su frente y frunció el entrecejo.
–Tuve una visión, Flora.
–¿Como la del incendio?
–Algo muy similar.
–¿Qué fue? –inquirió ella volviéndose a poner de pie para mirarlo más de cerca.
–Fue una sensación borrosa que cubrió el parabrisas…Más que borrosa era clara pero indefinida, es decir no sabía dónde estaba.
Se sentó en la cama y se rascó la barbilla.
–Porque no era realmente un escenario, ni siquiera un lugar cerrado…En realidad, lo único que sé es que el ámbito era blanco y resplandeciente.
Flora prefirió mantenerse callada.
–De repente, apareció Leonel, con su traje habitual. Suena un disparo y cae al suelo sin vida.
Flora se tapó la boca con las manos para no emitir una exclamación de espanto.
Hubo un largo mutismo que indicaba que ambos estaban pensando a mil por hora.
–¡Hay que decírselo a Leonel! –gritó Flora casi desesperada.
–¡Lo voy a asustar inútilmente! –replicó fuera de sí Gaspar–. No tengo ningún indicio que darle para que pueda protegerse.
–¿Y si se cumple tu visión? –dijo alarmada Flora.
Nueva pausa.
–Seguro que voy a tener una imagen más precisa. Y entonces sí podré advertirle para que tome las medidas del caso y pueda…-Gaspar titubeó-…desviar el futuro –completó.
–Sí ¡desviar el futuro! ¡Es correcta tu expresión! –corroboró Flora-. Pero, ¿por qué quieren matarlo?
Se abrió la puerta y entró el médico vestido con traje y corbata; lucía un tenue bronceado en su cara. No parecía estar usando la ropa apropiada para visitar pacientes, sino para asistir a una función nocturna en el teatro Colón.
Estrechó la mano de ambos.
–Lo veo muy bien –mintió el médico omitiendo la palidez verdosa de Gaspar.
Antes de responderle, Gaspar pensó un momento y optó por lo más directo.
–¿Cuándo podré irme, doctor?
–Tenemos que hacerle exámenes neurológicos y sería un pecado desaprovechar la oportunidad de que esté internado…Además, no quiero que usted salga sin antes comprobar que se encuentra en perfecto estado de salud y que no se ha hecho ningún daño.
–Doctor…–dijo dubitativo Gaspar.
–¿Si…?
–Tuve una nueva visión y perdí de vista la autopista. Esa fue la razón del choque.
En la cara del médico se dibujó un gesto de decepción que bordeaba el enojo.
–Entonces ya tendría que hacer una consulta con un psiquiatra…-aseguró tajante.
–¿Por qué, doctor?…¿Qué puede ser?
–Ahora no puedo decirlo. Hay que hacer varios análisis.
–¿Podrían ser alucinaciones?
–Yo no dije tal cosa –respondió malhumorado el médico-. Pero no las descarto.
Era un cuarto chico, sin ventanas, pero tenía suficiente espacio para un amplio escritorio, tras el cual podían sentarse los dos frente a la computadora.
El neurólogo escuchaba con atención las explicaciones de su amigo.
-Este es un artículo sobre vampirismo psíquico. Trata sobre los tipos que chupan la energía de otros para aumentar las propias. Después de charlar con estos vampiros quedás agotado y no tenés ganas de nada. Hasta te podés agarrar una depresión.
Una sonrisa irónica se bosquejó en la cara del médico, que sirvió agua mineral en los dos vasos que estaban sobre el escritorio, a la izquierda de la computadora.
-Yo no emplearía tanto tecnicismo: no son más que tipos agrios, con mala honda y de los que hay que escapar –dijo con sorna.
Ambos lanzaron sonoras carcajadas.
-Esta sección es de Parapsicología –continuó el amigo a la vez que trabajaba con el tecleado y clickeaba el mouse-. Comprende la telepatía, la telekinesis, la psimetría y la precognición.
-No me la hagas excesivamente difícil, que sólo soy un simple médico –dijo el neurólogo en tono burlón.
El amigo no hizo caso del comentario y prosiguió con su exposición.
-La telepatía es la comunicación mental a distancia. Parece que el cerebro podría transmitir información comprimida a través de señales eléctricas. Los seres humanos poseen muchas potencialidades no exploradas ya que nunca se necesitó de ellas. Para apoyar estas hipótesis los biólogos citan sentidos en principio desconocidos para nosotros, como el agudo poder auditivo de los delfines, las vesículas de los tiburones que captan los campos electromagnéticos producidos por sus presas cuando se mueven y la facultad de los murciélagos de localizar los objetos por un sistema de sonar muy desarrollado. Es posible que contemos con capacidades similares u otras distintas.
El neurólogo se mantenía imperturbable. Observó que las paredes del cuarto estaban cubiertas por fotografías de aparentes ovnis sorprendidos en medio de maravillosos paisajes.
-La telekinesis es la facultad de transportar objetos con la mente, como ser sillas, jarrones. En cambio, la psimetría consiste en localizar a un individuo tocando algún objeto personal, por ejemplo, un reloj.
-¿Por qué no vamos directamente a la premonición?
-Ya estamos –aclaró el amigo-. La premoción es un fenómeno paranormal comprendido dentro de la precognición. Te advierto que esta cuestión no es mi fuerte: yo me dedico a los ovnis porque su estudio me permite dar rienda suelta a mis dos pasiones: los viajes y la fotografía.
-¿Viajás solo?
-Como todavía estoy soltero, siempre aprovecho la ocasión para irme con una nueva novia.
Los dos volvieron a reírse a carcajadas.
-La próxima vez avisame, así le invento una excusa a mi mujer y te acompaño. ¡Vamos a pasarlo de primera!
-Pero la amiguita tenés que conseguírtela vos –le señaló su amigo con una sonrisa irónica que no ocultaba la firmeza de su recomendación.
El neurólogo prefirió no responder.
-La precognición es la facultad de ver el futuro, y se da especialmente en púberes y adolescentes. Pero como el futuro depende de muchos factores aleatorios y de innumerables decisiones de un conjunto de personas, se dice que es imposible saber lo que va a pasar. –Tomó agua de uno de los vasos-. Además, sería una manera de no aceptar el libre albedrío, de afirmar que todo está escrito y predeterminado.
Se despatarró en la silla y, mirando fijamente al neurólogo, continuó:
-Pero también se sostiene que la precognición no supone un fatalismo, pues quien conoce la posibilidad de que un acontecimiento se produzca debido a una interacción de hechos y acciones, puede modificar ese suceso con su decisión, es decir se reivindica la indiscutible autoridad del individuo para dirigir su vida y forjar su propio destino.
-¿No hay ningún intento científico de explicar la precognición? –preguntó el neurólogo.
-Por supuesto. Está la idea de sincronicidad del famoso psicólogo Carlos Gustavo Jung.
-¿Qué dice? –inquirió el médico tomando del otro vaso de agua.
-Vos sabés que hasta hace poco prevaleció el paradigma mecanicista de Newton, que concebía el universo como una gran máquina y cualquier suceso se regía por el patrón de la causalidad. Los seres humanos seríamos meros números dentro de este modelo.
El amigo no apartó la mirada de la cara del médico.
-En el siglo XX, con las teorías de la relatividad de Einstein y de las partículas elementales de Wolfgang Pauli, la física cuántica de Planck y el principio de incertidumbre de Heisenberg, el universo dejó de ser esa máquina para convertirse en un conjunto de sucesos que dependen de la probabilidad y en donde onda, energía y materia constituyen conceptos intercambiables. Y de allí surgió la noción de sincronicidad, que aborda las coincidencias con significado especial para la vida de una persona, aquellas que encajan en su historia particular. Según Jung, al producirse el fenómeno de la sincronicidad, el inconsciente capta un arquetipo vinculado a patrones cósmicos que señalan una relación espacio temporal que no responde a la secuencia causa-efecto, sino a principios de la física cuántica.
El neurólogo estaba rumiando en qué medida se podían aplicar esos principios a las visiones de Gaspar. Pero resultaba lógico que no pudiera contradecir años de estudios basados en conceptos médicos ampliamente fundamentados por investigaciones y congresos. Él, además, consultaba las definiciones de la Organización Mundial de la Salud, de manera que su paciente incuestionablemente sufría de alucinaciones.
Dos hileras de spots que colgaban del techo y una lámpara de pie enfocada hacia arriba iluminaban el loft de Gaspar. Las paredes estaban pintadas de blanco, salvo una de ellas que tenía ladrillos a la vista. Frente a ésta se encontraban arrinconados el televisor y todo el equipo de computación.
Gaspar y Flora se hallaban sentados en un sillón de cuero frente a una mesa con tapa de vidrio adornada con un florero. Ambos, desnudos, habían cubierto sus cuerpos con toallas.
–Ya estoy podrido de análisis. Primero fueron las pruebas neurológicas, que en el fondo no encontraron absolutamente nada. Y luego vinieron los tests, que lo único que han aportado es que el psiquiatra me considera un neurótico, cosa que ya todos sabíamos.
Los dos se rieron. Gaspar se llevó a los labios uno de los dos vasos de whisky que había sobre la mesa.
–Pero, entonces, ¿qué puede ser? –preguntó ella.
–Es indudable que soy un tipo distinto. –Pensó un instante y soltó–: ¡Tal vez sea un freak!
Y los dos descargaron eufóricas carcajadas.
–El problema es que Leonel pronto se va a Florencia y lo que puedo avisarle y nada es prácticamente lo mismo. Ayer tomamos un café y le di una guía de Europa. Estaba muy entusiasmado con el viaje y me mostró un montón de mapas de la ciudad.
–¿No hay alguna manera de provocar una nueva visión? –indagó Flora tomando el vaso de whisky que estaba al lado de un celular.
–No, me viene de golpe y así se va –contestó Gaspar–. Yo intuyo que la próxima imagen va a ser mucho más nítida, como la anterior del incendio de la librería.
-Gaspar, tus visiones me atemorizan. Tenés que buscar otro psiquiatra o un psicólogo…Para mí son síntomas, algo muy similar a una alucinación.
Se instaló en el ambiente una angustia demoledora, como si estuvieran pensando la forma de proseguir la conversación. Flora se miraba las estilizadas manos. De su lado se veía la cocina, de la que ascendía una escalera metálica hacia el baño y dormitorio.
–Es posible que haya un método –afirmó con contundencia Gaspar–. No cabe dudas de que sufro de fenómenos paranormales, y tal vez una manera de provocar una nueva visión sea leyendo libros de la especialidad. –Rió con picardía–. Cuando uno no sabe qué hacer cualquier método vale. Como los que recurren al curandero porque los médicos no pueden acertar con su enfermedad.
Se interpuso el sonido del celular. Flora atendió.
–¿Cómo se te ocurrió ir a casa sin avisarme, papá? –Flora se incorporó y la toalla cayó al suelo dejándola completamente desnuda–. Ahora no puedo. ¡Estoy ocupada!
Colgó, se tapó de nuevo con la toalla y volvió a sentarse. Su cara revelaba una gran enfado.
–Tu viejo no puede dejar de vigilarte –comentó, provocativo, Gaspar.
–¡No te vuelvas a meter con mi padre! ¡Dejalo tranquilo!
–Está bien, está bien –respondió Gaspar exhibiendo las palmas de las manos en señal de apaciguamiento–. No tengo nada contra él. Ya dejó de ser un problema. Lo tomo como es y listo.
La tensión disminuyó y ambos volvieron a beber whisky. Gaspar empezó a rascarse la cabeza, como si quisiera extraerle algún pensamiento.
–¿Sabes que mi última ex se casa? –dijo cambiando de tema.
–Ah, ¿si?
–Y con un tipo más joven que ella y al parecer con bastante guita. –Hizo un ademán como si señala una montaña de dinero–. La verdad que salió ganando al separarse de mí.–Y emitió una risa nerviosa.
–¿Te preocupa? –sondeó Flora sintiéndose molesta.
–No, para nada…Lo que sucede es que a veces los hombre nos creemos irreemplazables. Y tenemos la ilusión de que a nuestras ex mujeres les va costar encontrar pareja y no tendrán otro remedio que resignarse con un tipo inferior a nosotros. ¡Bah! ¡Una pavada!
Ella se veía ofuscada, pero no hizo comentarios.
–Volviendo a Leonel, si la nueva visión no aparece, antes de que viaje a Florencia le tengo que hacerle algún comentario de la imagen que vislumbré sobre su asesinato.
Flora movió la cabeza aprobatoriamente, y subió la escalera metálica con la intención de vestirse.
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