Sólo puente entre el cielo y la tierra."
Cuando mejoró comimos juntos en una casa con manzanas y música. Ya para entonces se había hecho de unos cigarros de plástico con sabor a limón que guardaba en la bolsa de su traje y sacaba de vez en cuando para estarlos acariciando o chuparlos un rato. Me regaló uno y nos tomaron una foto. La tengo en mi estudio, al lado de la cajita en que guardo el cigarro de mentiras. Jaime había ido a Coahuila la semana anterior.
"Esa catedral tiene una torre, que dan ganas de traérsela en el bolsillo", dijo.
Decía cosas así.
Otro día nos reunimos con varios amigos célebres. Sabines hizo la tarde leyendo sus poemas como si estuviéramos en una cantina y él tuviera veinte años y nadie supiera de su nombre y él no supiera de la fama y el nombre de los otros.
"¡Si uno pudiera encontrar lo que hay que decir cuando todas las palabras se han levantado del campo como palomas asustadas!"
Leyó largo rato.
"¿En qué lugar, en dónde, a qué deshoras
me dirás que te amo? Esto es urgente
porque la eternidad se nos acaba."
Al anochecer estaba cansado y lo dejamos ir como quien ve irse al fuego.
Yo no volví a verlo, pero dejé en el coche su voz puesta en el tocadiscos hasta que el hombre que se hace cargo del volante, como de las riendas de un burro necio, empezó a declamar un desorden.
"Me hablas de cosas que sólo tu madrugada conoce,
de formas que sólo tu sueño ha visto."
A los pocos meses, una mujer inolvidable como el mismo Sabines, tomó de la mano la última noche de su vida y tras sonreír como nadie podrá volver a hacerlo, nos arrastró hasta la cubierta del barco en que viajábamos. La media luna del oriente iluminaba el aire y al conjuro del rigor con que ella sabía desvelarse, como quien teje en la oscuridad el deseo de alargar los días, nos sentamos a sentir la vigilia igual que una oración mientras oíamos a Sabines. A él le hubiera gustado saber que ella eligió su voz para cursar por el último de los mil sueños que cruzó despierta. Yo no alcancé a contárselo.
Al poco tiempo fui a despedirme de él a su velorio lleno de gente desolada. Abracé a sus hijos como si fueran mis hermanos, besé la caja de madera que guardaba sus huesos y agradecí el privilegio de haberlo visto vivir en el mismo siglo que yo.
Como el agua, Jaime Sabines pertenece a cada de uno de nosotros con una naturalidad que resulta única. En México sus libros se cargan y se leen como amuletos. Lo hemos querido de mil modos, cada quien a su modo, cada uno como nadie. A cada cual Sabines le ha dicho cosas como escritas nada más para sus ojos, para su exacta pena y su alegría. Por eso todos creemos que es más nuestro que de ningún otro. Y hemos oído a solas:
Lo que soñaste anoche,
lo que quieres, está
tan cerca de tus manos, tan imposible
como tu corazón,
tan difícil como apretar tu corazón.
Decimos a Sabines a media noche y de madrugada, toda una tarde y toda una semana. Llevamos y traemos sus libros como el testamento que nos explica de qué se trata el milagro de estar vivos. Y de casi cualquier mal nos alivia leer:
Si sobrevives, si persistes, canta,
sueña, emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama,
apresúrate. El viento de las horas
barre las calles, los caminos.
Los árboles esperan: tú no esperes,
Éste es el tiempo de vivir, el único.
Jaime Sabines. Poeta. 1926-1999.
VALIENTES Y DESAFORADAS:
Ella aún recuerda con ahínco la tarde en que bajó de un paraíso contando la inaudita historia de amor que dos pájaros tenían en el alero de una casa. Bajó por una larga escalera que fue acortándose mientras oía sus palabras. Iba abrazada de alguien como van abrazados quienes saben que el mar podría abrirse a su paso. No le temía a la nada en ese instante, ni buscaba el futuro como se busca el pan. Sólo venía de un cielo que ella había conquistado y hablaba de dos pájaros como quien teje sueños al escucharse hablar.
La escalera que recogió sus pasos de entonces terminaba en el quicio de una puerta cerrada, que ella tuvo que abrir con las únicas armas que tenía entre las manos. Las puertas que bajan del cielo se abren sólo por dentro. Para cruzarlas, es necesario haber ido antes al otro lado con la imaginación y los deseos.
Así lo hizo aquella tarde la mujer que hoy recuerdo y así tendremos que seguir haciéndolo, cada día nuestro, todas las mujeres. Después uno va y viene por el umbral como si fuera un pájaro, sin dejarse pensar ni cuándo ni hasta cuándo volverá hasta el alero que ha cobijado las migas de su eternidad. Sin miedo, o mejor dicho, aptas para desafiar a diario los miedos que les cierren el camino.
Se necesita valentía para cruzar cualquiera de los umbrales con que tropezamos las mujeres en el momento de decidir a quién amamos o a quiénes amamos y cómo, rompiendo con qué enseñanzas atávicas, qué hacemos con nuestros embarazos, qué trabajo nos damos, qué opción de vida preferimos o incluso en qué tono hablamos con los otros, de qué modo crecemos a nuestros hijos, si tenemos o no tenemos hijos, qué conversamos, qué no nos callamos, qué defendemos.
Yo creo que una buena dosis de la esencia de este valor imprescindible tiene que ver, aunque no lo sepa o no quiera aceptarlo un grupo grande de mujeres, con las teorías y la práctica de una corriente del pensamiento y de la acción política que se llama feminismo.
Saber estar a solas con la parte de nosotros que nos conoce voces que nunca imaginamos, sueños que nunca aceptamos, paz que nunca llega, es un privilegio de la estirpe de los milagros. Yo creo que ese privilegio, a mí y a otras mujeres, nos lo dio el feminismo que corría por el aire en los primeros años setenta. Al igual que nos dio la posibilidad y las fuerzas para saber estar con otros sin perder la índole de nuestras convicciones. Entonces, como ahora, yo quería ir al paraíso del amor y sus desfalcos, pero también quería volver de ahí dueña de mí, de mis pies y mis brazos, mi desafuero y mi cabeza. Y poco de esos deseos hubiera sido posible sin la voz, terca y generosa, del feminismo. No sólo de su existencia, sino de su complicidad y de su apoyo.
La política y el muchas veces inhóspito mundo de los hombres me resultaron aceptables y hasta me sentí capaz de entenderlos gracias a las tesis del feminismo, a la presencia clave de mujeres que dedicaron y dedican su vida a explicar y defender las diferencias y audacias que se valen en el mundo de las mujeres.
Toda mujer que pierde el miedo a cruzar la puerta de otros paraísos sabiendo que para volver a la inevitable tierra de todos hay que ser valiente, es una mujer feminista. Aunque no se considere una militante, aunque no pregone su filiación, es una feminista.
Aprender a mirar el mundo con generosidad y alegría es un sueño cuya ambición vale la pena. Un sueño y un privilegio que yo asocio mil veces en mi vida diaria a la benéfica aparición de las ideas, los sueños y desafueros del feminismo.
Vivimos en un mundo casi siempre más dispuesto a fomentar la desesperanza y el tedio que la paz interior, la serenidad y la precisa pasión por aquello que nos deslumbra. De ahí que me parezca un prodigio haber dado con una teoría dispuesta a cultivar en las mujeres el impulso de abrir los ojos y las manos a la maravilla diaria que puede ser la vida. La vida que se sabe riesgosa y ardua, pero propia.
Darle al espíritu el lujo de crecer no sólo sin temor sino con audacia es un aprendizaje y no el más común, pero sí el más crucial. Un aprendizaje que también es necesario fomentar en los hombres, pero que según mis ojos, en las mujeres ha sido fomentado de modo excepcional por el feminismo, en cualquiera de sus manifestaciones. Incluso, me atrevo a decir, el de las abuelas o las madres que sin ninguna teoría compleja quisieron libertad y valor para sus cuerpos y sus vidas, y se empeñaron en conseguirlos.
Educar seres humanos valientes, dueños de su destino, tendría que ser la búsqueda y el propósito primero de nuestra sociedad. Pero no siempre lo es. Empeñarse en la formación de mujeres cuyo privilegio, al parejo del de los hombres, sea no temerle a la vida y por lo mismo estar siempre dispuestas a comprenderla y aceptarla con entereza es un anhelo esencial. Creo que este anhelo estuvo y sigue estando en el corazón del feminismo. No sólo como una teoría que busca mujeres audaces, sino como una práctica que pretende de los hombres el fundamental acto de valor que hay en aceptar a las mujeres como seres humanos libres, dueñas de su destino, aptas para ganarse la vida y para gozarla sin que su condición sexual se los impida.
LO CÁLIDO:
Me encanta el calor. Quizás porque soy una persona de termostato bajo y afanes febriles. Cuando llega la escasa temporada de calor en el altiplano, yo un buen día, siempre tarde, ya que los demás se han quejado una semana o tres del sol que hay en la calle, despierto a la dicha de la primavera como una bendición.
Este año los pájaros empezaron a cantar con estrépito mucho antes de que yo notara que había llegado el calor, pero cuando las jacarandas iniciaron su asombro, entró a mi cuerpo el júbilo de los días que amanecen amarillos y anochecen con lentitud, después de tardes impávidas como naranjas. Días en que el perro se tira a dormir desde temprano bajo la luna que crece tibia, y yo no lo puedo remediar: imagino, ambiciono, sueño despierta. A veces hasta que nada me parece lógico sino el elogio y de preferencia la práctica de la locura. Invento personajes, los mando a Nueva York, a Buenos Aires, los enamoro en el parque de Chapultepec, aunque esté descuidado, los hago besarse como entonces, como nunca, como quizás. Y con la calidez del aire en las costillas empiezo a verlo todo con indulgencia, aún más noble la vida de lo que puede ser.
Sé de seguro que hay otros contagiados, los he visto en la calle, en las estrellas, con un toque de hadas iluminando la palma de sus manos. Al empezar la calidez de este año, un muchacho de apariencia escéptica le llevó a su novia, como regalo, algo escondido dentro de una cubeta de la que salía una cuerda con un recado en la punta: "¿Sabes lo que quiero? -decía-. ¡Sigue la cuerda!" Siguiendo la cuerda, ella tuvo que quitar la tapa, sacar un juguete y en el fondo del regalo verse en un espejo. Semejante calidez me llenó de alegría toda una tarde. Lo mismo que hace no sé cuánto tiempo, creí ver un incendio entre unas flores azafrán. Hay veces en que uno necesita tomar prestado el calor de otros para no sentir frío al pensar en nuestras pérdidas, nuestros deseos, nuestra gana de pasiones intensas, nuestra urgencia de vivir como en la cresta de una ola. La calidez de un buen amor pasa sin más por las lluvias y el invierno, pero yo creo que abril, mayo, junio, julio y sobra decir el intrépido agosto de Cozumel y Mérida, acaloran también con exactitud y bonhomía.
Pensando en Cozumel, hace poco tiempo, bajo la calidez del cielo iluminado y tras comer un boquinete, mientras el mar iba y venía como el canto de los amores impredecibles, pasamos la tarde en un lugar milagroso. Se llama Punta Azul, y el hombre que nos llevó hasta ahí se ha hecho entrañable de tanto mostrar lo inaudito. Punta Azul queda en un extremo de la isla de Cozumel, se llega primero por la carretera que cruza del malecón frente al mar cobijado, hasta el Caribe abierto de las olas altas. Al final hay que entrar por una brecha corta que conduce a la laguna. No se me ocurrió nunca lo que vería entonces, pero puedo decir que eso será para siempre mi más claro recuerdo de un lugar cálido.
Entramos en barca, poco a poco, por una laguna baja, y frente a nuestros ojos el sol de una tarde avanzada. Cientos de pájaros se resguardan ahí entre islotes con árboles pequeños, manglares y maleza. Era la hora de su regreso al cobijo. Los vimos volver, observarse, convivir regidos por una envidiable armonía. Hasta flamencos han llegado en los últimos años. Los nombres locales de los pájaros tienen un sonido tibio como el medio en que viven. Chocolateras se llama a unas aves casi moradas, cucas a unas que en la cabeza tienen un arrogante peluquín, garzas albas a las cientos de pequeñas voladoras incapaces de inquietarse ya con la presencia humana, camachos a unas que no sólo vuelan sino bucean. Vimos también radiahorcados y pelícanos volviendo a resguardarse en sus islotes. Se acababa la tarde en las lagunas y era imposible no sentir su abrigo.
El sol fue bajando mientras nosotros nos perdíamos en la contemplación y a nuestras espaldas empezaba a salir una luna inmensa, dorada y ardiente. Todo cabía en ese momento, cualquier calidez: el recuerdo de los ratos junto a la chimenea, la taza de café en las mañanas de frío, los brazos de alguien excepcional cobijándonos en la. más clara de las noches. ¿Quién no ambiciona alguna tarde, o siempre, la calidez como el mejor de los hechizos?
LA PLAZA MAYOR:
Recuerdo, con la claridad que empieza a tener lo entrañable cuando lo evocamos, la primera vez que la vi. Cerrada por los cuatro costados, al mismo tiempo misteriosa y nítida, secreta y sabida desde mucho antes de mirarla.
Me detuve en una de las puertas, como quien se detiene a descubrir un mundo que reconoce. Había llegado a España por primera vez, pero al pisar la plaza sentí como si estuviera de vuelta. Me estremeció de golpe el caprichoso vuelco que sale de uno mismo y a uno mismo regresa diciendo: aquí ya estuve.
Para mí: una mexicana que habla español, que ha crecido entre iglesias del barroco, pirámides altivas y plazas con cuatro lados, descendiente segura de quienes fundaron ciudades con el deseo de refundar el mundo, hija a medias de españoles cuya patria era un sueño con dos patrias, hija descreída de un pasado que ambiciona y le espanta, llegar a España, por primera vez, fue como recuperar un mundo que ya me pertenecía.
Algo de mí había estado antes en el centro de la Plaza Mayor. No sé si la cabeza o los pies de algún tatarabuelo, si la enagua o las fantasías de una bisabuela blanquísima. No sé si el ansia aventurera de un hombre que al ir a comprar habas, ahí donde antes estuvo el mercado más inquieto y festivo, dio con otro que le propuso irse de viaje para tener entre las manos algo más que un puchero a la semana. No sé si el temor o la audacia de una mujer prodigando su adiós como quien canta, si la imaginación de un niño o el sueño de un gitano. No sé qué de todo lo que intuía o si todo eso me hizo decir sin más: aquí ya estuve, este lugar fue mío desde antes de mirarlo, y bajo el cielo rectangular de esta plaza en silencio ya anduvieron mis pies.
Austera, ambiciosa, brillante, con los rincones sucios y el olor a guardado que aún tenía la España en letargo de mil novecientos setenta y seis, la plaza sabía secretos y oía canciones de antes, la plaza estaba segura de que un futuro habría, la plaza era bellísima como la misma vida.
No me pude mover de aquel cobijo, toda la tarde la pasé mirándola. El rectángulo de cielo azul se fue haciendo naranja y después plúmbeo, hasta que le brotaron las estrellas.
Qué lugar para reconocerse, para temer, para esperar las alas y el valor. ¿De dónde sacará fuerzas un sitio tan estrecho, tan construido adrede como para cercarnos, tan falto de horizonte para ser promisorio y ambiguo como el mar? ¿En cuál de sus ventanas, en qué ángulo estrecho, entre qué puerta y qué puerta estará este deseo de quedarse y dejarla que otros sintieron antes que yo?
Volví al día siguiente. Volví todos los días de esa semana, a mirarla y mirarla sólo para mirarla. ¿Quién cruzó por aquí antes de resolver que su vida continuara a la sombra de dos volcanes remotos? ¿Cuál de estas ventanas se abrió para buscar más allá del océano? ¿Las flores de qué balcón invocaba la mujer que procreó al padre de la madre de mi madre? ¿O al abuelo de la madre de mi padre? ¿Quién de todos aquellos que duermen en mi sangre soñó bajo estos muros hace ya cuántos años? No lo sabía. No lo sabré nunca. Pero me bastó y me basta con imaginar que la plaza lo sabe. Por eso me convoca y guarece. Por eso, cada vez que estoy en Madrid, vuelvo a la plaza como a una parte de mí misma.
Desde aquel primer día se convirtió en mi talismán. Ni una promesa me ha hecho jamás la majestad que alberga, y mil me ha cumplido sin que se las pidiera. Con los años se ha vuelto aún más hermosa, más radiante, más viva.
El corazón de la España que me he ido encontrando desde que la encontré, que me llevo y me traigo cada vez más acaudalado, pasa siempre por la plaza y le agradece los privilegios, vuelve a nombrarlos, sonríe con el íntimo recuerdo de cada uno.
Sin embargo, he visitado la Plaza Mayor menos veces que amores tengo bajo su sombra. Mi paisaje del alma está tramado con la índole de estos amores. Está hecho con las voces y la compañía que no hubiera alcanzado a soñar, menos aún a pedir, la primera tarde que llegué a España.
Lo creo cada vez con más fuerza y más abandono. Este aire también es mío, aquí he encontrado cómplices excepcionales y anhelos que me abrazan como algo suyo. No en balde he venido a buscarlos.
Guardo para mí sus nombres, los bendigo, son el inaudito tesoro que me confirma a diario cuánta razón tenía la plaza cuando me hizo sentir, hasta siempre, parte del mundo que señorea y abriga.
ESCENAS DE LA ALBORADA:
Tras una larga caminata por Venecia, nos detenemos en el puente del Rialto a mirarla brillar abajo. Yo la contemplo como una maravilla inolvidable, como el sueño al que acudo cuando no encuentro paz, como la perfecta metáfora de las mil fantasías que los humanos hemos sido capaces de sembrar en nuestro planeta. Y la idolatro de manera irracional, delirante, como todos los que idolatran.
A mi alrededor, los cuatro hijos con quienes he tenido la fortuna de viajar, y que me convierten en la madre más presuntuosa de cuantas cruzan la Italia con familias sin más de un hijo en que se ha convertido la patria del abuelo, me miran entre conmovidos y mordaces.
"A mí esta ciudad me provoca desconfianza"; dice Mateo. "Es demasiado perfecta, parece un examen copiado con errores a propósito"
Yo lo escucho con una idolatría superior a la que tengo por Venecia y me río de él y de mí frente a la video-cámara con la que Catalina registra cuanto puede: un balcón, mil palomas, la luna entre las nubes, los ojos de sus primos, las frases burlonas de Arturo, la mirada con que Daniela sedujo a un violinista en el centro de la plaza San Marcos.
Casi al día siguiente volvimos a México para participar en las elecciones más esperadas de cuantas me han tocado vivir en cincuenta años. Las elecciones en que de manera, para mi gusto, menos sorprendente de lo que puede resultar Venecia, pero de cualquier modo para muchos más sorprendente incluso que las pirámides egipcias, un candidato de oposición al PRI ganó la presidencia de la República. Cosa que según los expertos, entre los que no me cuento, nos otorgó de un día para otro el rango de país democrático, nos puso en el umbral de un nuevo régimen, nos colocó como por arte de magia frente a lo que a tantos les parecía imposible.
Y henos aquí en la nueva época, algunos a punto de empezar a empalagarnos con las sobrecantadas delicias de la alternancia y el nuevo régimen. Porque si hay quienes encuentran empalagosa a la dulce Venecia y el modo en que me asombra, hay quienes estamos a un instante de saciarnos con el éxtasis de quienes imaginan que el mundo se ha pintado de oro molido.
La naciente alborada democrática, misma que en mi opinión venía naciendo hace rato, trae consuelo para tantas imaginaciones ansiosas de un destino superior, que me asusta el posible desencanto de quienes en actitud de enamorados se han entregado a las dichas de la alternancia como bien supremo. Al mismo tiempo me alegra la fe enaltecida de mi madre y su esperanza en una vida mejor para tantos que no la tienen.
La vi, desde mi escepticismo por su causa como remedio para todos los males de la patria y al mismo tiempo desde mi pasión por su persona, trabajar en la campaña de Vicente Fox como si tuviera los veinte años de otros, como si su edad fuera sólo una marca del tiempo en su acta de nacimiento, pero de ningún modo en su cabeza o sus talones. Vino por fin desde Puebla al cierre de la campaña foxista en el Zócalo, y tras el viaje aguantó los discursos, las aglomeraciones y el griterío de estos eventos como si la acompañara el ánimo enaltecido de un adolescente esperando entrar a la discoteca. Cosa para la que, saben bien ellos, se necesita tanta tenacidad como la que pusieron muchos en conseguir que su candidato ganara la presidencia de la República. Al volver le comentó a mi hermana, conmovida como frente a un milagro, que cerca de ella estuvo siempre de pie un viejito de setenta y seis años. Mi hermana, que no se caracteriza por sus silencios oportunos, le contestó: "Mamá, el viejito ha de estar en su casa contando la misma historia. Tú también tienes setenta y seis años": A lo que ella respondió apacible: "Sí. Pero yo me recargué en unos tubos".
Euforias bien correspondidas por los resultados electorales como las de mi madre, seguramente hay muchas por todo el país. Del mismo modo en que también las hay como la de la madre de una amiga que irrumpió a las ocho y cuarto de la noche en la recámara en que la hija y la nieta veían una película, hartas ya del festival político del día, y les espetó sin más: "¡Ha sucedido una desgracia terrible!"
Hija y nieta se levantaron corriendo en busca de la explosión del viejo tanque de gas, cuyo cambio posponen todos los meses. Y ella las dejó en su sitio al decirles: "Es peor que eso. Perdió el PRI"
No han faltado tampoco los decepcionados con el hecho de que cuando al fin se consiguió un triunfo de la oposición, éste no fue para Cuauhtémoc Cárdenas, quien, como todos sabemos, lleva sexenios de pugnar por él. Somos menos los que votamos por Rincón Gallardo en espera de que nuestro país tenga un partido que coincida con nuestra certeza de que México necesita una opción política con propuestas inteligentes para la vida pública y las libertades privadas.
Sin embargo, todos, desde los más atribulados priistas hasta los más extasiados foxistas, pasando incluso por los escépticos que sólo desean que la vida resulte impasible y eterna como el fondo del mar, compartimos una tranquilidad esencial: hemos conseguido creer y que otros crean que en nuestro país son posibles las elecciones respetadas y democráticas. No me parece un logro menor, aunque tampoco me haga sentir transportada de júbilo alternante, ni plena como si acabara de hacer el amor con el hombre mezcla de poeta, sabio y memorioso lector del Kamasutra que está en los sueños de toda mujer urgida de alimentar sus fantasías, como toda mujer que se respete.
Así las cosas, bendito sea el bienamado arribo de la credibilidad electoral. Ya el futuro dirá qué tantas luces, progreso, honradez y buen juicio nos trae, por lo pronto ilumina nuestras emociones y con eso parece que nos bastará por un tiempo.
Sin embargo, hay a quienes les sucede con toda esta situación lo que a mi hijo Mateo con Venecia. Creen que es un examen copiado con errores a propósito, y desconfían del éxtasis en que están quienes desde la punta del Rialto electoral idolatran las bellezas de la alternancia con la misma entrega arrebatada que otros ponemos en contemplar los brillos del sol entibiando las aguas del Gran Canal.
Salve a la gran Venecia. Salve a nuestra señora de la democracia. Pero benditos sean también quienes siembran la duda en mitad de nuestros sueños y nos llaman a recordar que la hermosa vida no culmina ni en una ni en la otra.
LAS MIL MARAVILLAS:
Amanezco a un día de sol y cielo claro en la ciudad de México. Hay pájaros haciendo escándalo en el árbol frente a mi ventana, el café huele a promesas, los adolescentes duermen como los benditos que son y a la casa la conmueve un sosiego de sueños. Entonces, el historiador que no se pierde una mañana de periódicos ni aunque le robe toda la paz del mundo, y que entre otras cosas por eso tiene mi admiración rendida, trae a nuestra mesa el informe del World Economic Forum sobre el estado de la seguridad, la violencia, la evasión fiscal y el crimen organizado, entre las cincuenta y nueve economías más grandes del mundo. ¿Y qué me dice? En seguridad, México ocupa el lugar cincuenta y ocho, está después de Rusia, Venezuela y Colombia, sólo antes de Sudáfrica. Es para erizarse. Y en crimen organizado ocupa el lugar cincuenta y cinco. Sólo hay cuatro países de esos cincuenta y nueve en los que el crimen está mejor organizado que en México.
Tiemblo, bebo el café con sus promesas. Las cumple con un sabor intenso y convoca un ánimo contradictorio: esta casa, en mitad de un país con ese riesgo, tiene una estirpe de milagro, como dice el poeta que es la estirpe de todo privilegio. Tiemblo. Yo que había amanecido en el ánimo de citar a Bioy Casares y emprender un texto sobre la necesidad de acudir al recuento de aquello que nos maravilla. Yo que no quiero contar los desfalcos del mundo, porque ya están demasiado contados, los traigo hasta ustedes porque todo miedo disminuye en buena compañía. Así las cosas, no voy a negarles el recuerdo de Bioy Casares diciendo: "Mientras recorre la vida, el hombre anhela cosas maravillosas y cuando las cree a su alcance trata de obtenerlas. Ese impulso y el de seguir viviendo se parecen mucho" Sigamos pues, con la vida.
Ya se sabe que el mundo nuestro abunda en horrores, pero también es cierto que si seguimos vivos es porque sabemos que no le faltan maravillas, y que muchas de ellas está en nosotros tratar de alcanzarlas. Me lo digo aunque suene inocente y parezca que lo único que me importa es negar el espanto. Me lo digo, porque creo de verdad que el impulso que nos mueve a vivir está en esa búsqueda con mucha más intensidad que en el miedo. Hagamos entonces, para nuestro privadísimo remanso, el recuento de algunas maravillas. Cada quien las que primero invoque, yo por ejemplo: el aire tibio de una noche en el Caribe, las estrellas indómitas de entonces. La cara de mi hijo metiendo una mesa de billar en el comedor de nuestra casa, el ruido de las bolas chocando abajo mientras yo trato de leer arriba y oigo a mi abuelo como una aparición. Mi abuelo que jugaba al billar frente a mis ojos de niña y cuyo juego aún palpita en mis oídos como si apenas ayer. Mi abuelo contándome los huesos de la espalda, apoyado en el taco de billar, sonriendo como si adivinara. Qué maravilla era mi abuelo maravillado: frente al tocadiscos de alta fidelidad, frente al box y los toreros, frente al orden implacable que rige el ir y venir de las hormigas, bajo la luz de la tierra caliente cosechando melones, abrazado a la inmensidad inaudita de un trozo de firmamento impreso en el National Geografic Magazine. "¿Te fijas mi vida, si la tierra es un puntito en mitad de estos puntos, qué seremos nosotros?"
Hay maravillas que uno recuerda y maravillas que uno anhela, hay maravillas que uno descubre como tales en el momento mismo en que le llegan: en Venecia, juro que vimos la luna salir anaranjada contra un cielo lila. Y que en ese mismo instante le agradecimos al destino la luz de este siglo y los ojos en que guardamos la virtud extravagante de tal espectáculo.
Hay maravillas que pueden conseguirse todos los días, pero que necesitan precisión: cualquier párrafo de Gabriel García Márquez, el sabor aterciopelado del café cuando no hierve, una flauta de Mozart sonando en el coche mientras afuera ruge el tránsito más fiero, una aspirina a tiempo, un beso a destiempo.
Hay maravillas que no se pueden siempre: una copa de oporto a cualquier hora, una caricia a deshoras, una buena película traída por azar del videoclub, una ola de Cancún en mitad de la tarde aburrida. Pero hay maravillas que se pueden siempre: tres inclementes frases de Jane Austen, otro párrafo cualquiera de Gabriel García Márquez, un enigma de Borges, un juego de Cortázar, una vertiginosa página de Stendhal.
Hay maravillas inolvidables: Catalina mi hija vestida de ángel con unas alas de plumas y una aureola de alambre. Y maravillas inesperadas: la voz de mi madre suave y tímida saliendo por primera vez de su contestadora.
Hay maravillas que nos estremecen: la libertad de los veinte años, la audacia de los treinta, el desafuero de los cuarenta, las ganas de sobrevivir a los ochenta. Y maravillas que añoramos: Dios y el arco iris.
Hay maravillas que nunca alcanzaremos, ilusiones, pero ésas dice Bioy que no cabe ignorarlas. El puro anhelo de alcanzarlas es ya una maravilla. Está entre ellas mi casa en el mar. Es una casa sobre la playa blanca, una casa breve y llena de luz a la que el azul del agua, impávida o alerta, le entra por todas las ventanas. Una casa que me deja salir en las noches a sentarme en la arena que la rodea y adivinar las estrellas y oír el ruido del agua yendo y viniendo. No existe, quiero decir no es mía, pero eso es lo de menos, tal vez imaginarla es aún mejor que andar pensando en cómo sacarle los insectos, barrerla cuando estoy lejos, tener quien me la cuide, amueblarla y decidir a quiénes puedo invitar y a quiénes no. Así mejor, imaginaria y prodigiosa.
Uno tiene maravillas secretas y maravillas públicas. Las secretas dejémoslas así, que quizás también en su secreto está su maravilla; entre las públicas, tengo la vocación con que vi a mi hermana y a mi madre convertir un basurero enlodado en un parque con flores y laguna. Tengo el fuego en las noches de Navidad, y los ojos de todas mis amigas.
Hay maravillas escuchadas: están las dos Camín contando un diluvio en Chetumal, el tío Aurelio evocando a su madre detenida junto a un tren, mi hijo y sus amigos describiendo a las cuatro mujeres que los besaron en una disco, mi padre silbando al volver del trabajo. Y maravillas que nunca he visto: el río Nilo, Holbox.
Hay maravillas que aún espero, y maravillas que no siempre valoro.
Volviendo a esta mañana, he de decir que el país en que vivo y la casa y las cosas que protege, a pesar de todos sus peligros, es también, con todo y su estadística en contra, una maravilla.
DOS ALEGRÍAS PARA EL CAMINO:
La felicidad suele ser argüendera, egocéntrica, escandalosa. Su hermana, la dúctil alegría, es menos imprevista pero más compañera, menos alborotada pero también menos excéntrica. Y está en nosotros buscarla y en nuestro ánimo el hallazgo y no sólo el afán. Creo que es más tímida, pero más valiente la simple alegría de cada amanecer, acompañándonos, que la felicidad como una cresta impredecible. Depende más de nosotros dar con las alegrías, vaya o venga el destino, en la diaria devoción por la vida.
No es posible andar feliz, en vilo, abrazados, abrasándonos todo el tiempo, pero se puede andar alegre, serlo. Aunque estemos cavilantes o enfermizos, nostálgicos o abandonados, podemos tener alegría, no sólo encontrarla de pronto, efímera, como sucede con la felicidad. Sino, en medio de cualquier día y de todos, valorar el privilegio que es la vida misma, como venga. No se cree en la felicidad: se nos aparece. Sí se cree en la alegría, quienes la tienen, la construyen a diario.
Vivir en la ciudad de México, ver vivir a quienes nos atropellan las esquinas con su diario trabajo o su diario reproche, a quienes eligen uno u otro, necesita de un afán que si no está cruzado de alegría se desbarata entre las manos.
En honor a semejante certidumbre, hablaré de dos mujeres a quienes admiro por su alegría terca y su falta de piedad por sí mismas, incapaces de regalar culpas o reproches.
Todas las mañanas vuelvo de caminar como a las nueve y media. En la misma esquina encuentro siempre a las dos vendiendo los mismos dulces. Una es vieja como la vejez, pero sonríe de un modo infantil y ensimismado, como si mirara desde lejos. Nos hemos ido acercando por la ventana. Le pregunto cómo va, dice siempre que bien. No sé cómo, pero dice que está muy bien. De repente le llevo algo, pero muchas veces nada más el saludo. De cualquier modo ella se acerca y me pregunta si no quiero un dulce, aunque sea unas gomitas.
"Tómalo nomás así", me pidió el otro día ofreciéndomelas como su regalo de fin de año.
Tiene las manos llenas de arrugas y pecas, las piernas delgadísimas al terminar su falda de tablas brillantes.
Cada vez que se prende el rojo ella sube y baja la calle como si tuviera veinte años. Hace por lo menos diez que la encuentro, ha recorrido casi todas las esquinas del rumbo. Según me cuenta, ahora está en frente del Panteón de Dolores porque la última vez la corrieron de Tornel y Constituyentes. Quién sabe cuántos años tenga, pero por su aspecto podría tener noventa. No puedo decir que sea una mujer triste. Tampoco que se le vean motivos de sobra para vivir feliz, pero vive con el afán de estar viva entre las manos, eso puedo decirlo porque contagia la fortaleza de su andar por la ciudad como si navegara por ella bajo un aire luminoso y acogedor. Todos los días construye su alegría y en el modo como sonríe despacio, en paz, ofrece cada mañana su deseo de mantenerse viva mientras nos ve pasar.
La otra mujer es joven, aunque tiene la edad escondida entre la pobreza y el trabajo. Durante las vacaciones van con ella dos niñas. En la época de escuela sólo la menor, que ha crecido ante mis ojos jugando en la banqueta, llorando sus catarros, corriendo de un lado a otro, buscando el delantal de su madre cuando la cree perdida en la bocacalle.
-¿En dónde andaba usted que la busqué en la Navidad y no estuvo? -le pregunté ayer.
-Es que mi esposo compró focos y pusimos un puesto para vender -dijo, dando por hecho que yo sé que los focos son las series para los árboles de Navidad y que el puesto es uno de esas casualidades hechas hábito que hace que en esta ciudad cualquiera monte un puesto de temporada y venda focos lo mismo que durante el año vende
chicles.
-¿Y cómo les fue? -pregunto.
-Muy bien. Las niñas anduvieron ahí contentas -dice como si las hubiera llevado de vacaciones.
-Me alegro -le digo.
-Mañana aquí estamos -contesta.
Cuando se prende la luz verde está dicho que al otro día llevaré el aguinaldo que no les di antes. Y está dicha su tímida pero contumaz alegría.
Las dos mujeres son dos frases en mi mañana. Dos frases de otros mundos que son parte del mío, dos lecciones, un mismo canto.
No se puede decir que mirarlas me dé un golpe de felicidad, que no me dé pena, doble pena: de vergüenza y de tristeza, verlas vivir sin la vida cobijada y de privilegio en que vivo yo, a sólo tres esquinas de ellas. Pero sí digo, porque es tan cierto como sus palabras, que nunca reprochan su destino distinto, su país que es tan otro aunque es también el mío, su mundo, por azar del destino y nuestros desatinos, tan lejos de mi mundo. Puedo decir que son dos alegrías en mitad del camino, un ejemplo para llevarse entre los ojos a lo largo del largo día.
INVOCANDO A LA SEÑO PILAR:
Entre las múltiples argucias que tiene el tiempo, está esa que trastoca en el recuerdo los sentimientos que otros nos provocaron.
Pienso ahora en el ciego temor que alguna vez sentí ante el sólo nombre de la profesora Pilar Luengas. Directora del colegio María Luisa Pacheco, una pequeña escuela para niñas cuyos padres prefirieron educar a sus hijas bajo el extraño y feroz celibato de una laica, en vez de entregarlas sin más a los desvaríos de la colección de vírgenes ignorantes que eran las monjas poblanas de aquellos días.
Célebre por su rigidez y por la virulencia de sus disgustos, la señorita Luengas asustó a buena parte de nuestra infancia con su presencia reservada y arisca, con la blanca pulcritud de sus uñas cortas, con la dulzura de sus ojos azules echando llamas como si fueran rojos.
Las maestras de toda la escuela le tenían tanto miedo a su directora como el que podíamos tenerle las niñas engarzadas en un sencillo uniforme de algodón a cuadros rojo y blanco.
A veces incluso se volvían nuestras cómplices y eran ellas las que nos avisaban del día y la hora en que la drástica señorita Luengas revisaría mochilas y pupitres para requisar las muñecas de papel recortado, las cintas de hule para tejer llaveros, los chicles envueltos en papel metálico con dibujitos de colores, los larines o cualquiera de las baratijas que cada tiempo penetraban la escuela para enfrentarnos a los rigores de la clandestinidad.
Nada podía ser más atractivo que poseer un objeto inocente, convertido por la magia de la prohibición en el tesoro más cuidado del mundo. Quienes vendían o poseían uno de estos inocentísimos entretenimientos eran tratados como agentes del comunismo internacional, o como liberales del siglo XIX, que para la cabeza de la señorita Luengas eran sinónimos de un mismo peligro: la pérdida del tiempo que sólo conduce al equívoco.
Verla venir y sentir en el estómago un puñal atravesado eran una misma cosa. Extender frente a ella un trabajo de costura sobre el que podía hincar sus tijeras para desbaratarlo por mal hecho, enfrentar su presencia durante la lección de otra maestra a la que ella era capaz de amonestar frente a nosotras como si fuera la más fodonga de las alumnas, mirarla recorrer las páginas de un cuaderno en busca de una mancha de tinta, una letra chueca o cualquier otro desorden, podía paralizarme hasta el funcionamiento de los intestinos.
Pero lo peor de todo era saberla en campaña contra las baratijas que conducían al ocio.
La ociosidad como madre de todos los vicios, dispensadora de todos los talentos y pervertidora de cualquier alma que estuviera en el mundo para lo que había que estar: servir a Dios y regir su destino por los implacables rigores del deber, era su peor enemiga.
Yo no lo sabía entonces, pero había sido en el cumplimiento del deber que la señorita Pilar perdió al amor de su vida. Porque obedecer a la autoridad fue el primero de los deberes que aprendió, y obedeciéndola había tenido que renunciar a los brazos y las palabras de un amor.
Todo esto me lo contó ella misma algunos años después de mi paso por la escuela primaria, cuando me había yo convertido en la más ineficiente maestra de inglés que haya pasado por secundaria alguna.
En esos tiempos yo tenía por todo guardarropa tres minifaldas muy comunes y corrientes cuyo uso ella me mandó pedir que abandonara si pretendía seguir enseñando algo en su escuela. Para entonces, mi tardía adolescencia le había perdido parte del miedo y no hice caso de sus mensajes. Así que me llamó a conversar con ella tras el escritorio aquel en que siempre tuvo de pie una estatuilla de la virgen de Fátima reinando sobre la desolación de su helada superficie.
Ella había envejecido, y su ex alumna había crecido lo suficiente como para intuir que no era mala sino largamente infeliz. Así que pude sostener bajo sus ojos la primera conversación de nuestras vidas en que no me recorría hasta el pelo el temblor que me provocó siempre su presencia.
-Ten cuidado -me dijo-, porque ni a los hombres ni a casi nadie le gustan las mujeres que se portan como tú. Las mujeres así acaban quedándose solas.
-¿Por qué lo dice usted? -le pregunté, admirándome de tener voz con que hablarle.
-Por experiencia, muchacha -me contestó con una tristeza cuyo influjo desbarató para siempre mi viejo terror a su autoridad.
Desde entonces, recuerdo a la seño Pilar con devoción y sin miedo. La recuerdo pensando en que le debo mi actual facilidad para acercarme sin temor alguno a quienes ejercen el poder. A esa mañana de conversación con ella, le debo para siempre mi certeza de que mi deber no es resignarme, ni obedecer a ciegas, ni quedarme callada.
Yo normalmente desconfío de los poderosos. Por eso, entre otras cosas, me inclino frente al recuerdo de Pilar Luengas. Esa mujer que después de aceptar y callarse una vez, después de que semejante obediencia la dejó sola, supo ser fuerte y segura de sí misma en una época en que lo esperado y lo correcto en una mujer era dejar que alguien decidiera para siempre su destino. De ahí para adelante se ganó la vida como una mujer cabal. Y ahora sé que el sólo verla vivir marcó la actual destreza para decidir y trabajar en la construcción de nuestro propio destino, a la que nos apegamos tantos de nosotros. Ahora valoro de qué modo la fuerza de su extravagante ejemplo permeó para bien nuestras vidas.
"Enseñanzas nos da el tiempo", digo a veces recordándola. Luego le sonrío con humildad a la certeza con que ella aún acostumbra sermonearme desde quién sabe qué nube o qué tormenta en otro mundo.
UNA VOZ HASTA SIEMPRE:
Es junio y añoro a mi padre con la misma intensidad que pongo en ambicionar imposibles hasta que a ratos los consigo. Así como he conseguido que mi hija de diecisiete años tenga por el abuelo, a quien nunca vio, una veneración equiparable a la que otros pueden tener por su entera genealogía.
Mi padre murió una mañana de mayo. Hace tres décadas. Yo siento que hace de eso tanto tiempo que ya me resulta cercano. Mi padre solía hacerme reír. Desde niña tengo recuerdos de su voz jugando a provocar mi risa. Él, que en el fondo era un hombre triste si dueño de tristezas es quien sabe que no hay alegría imposible, quien ironiza con el mundo todo, empezando por su propia figura y sus magras finanzas.
Caminaba despacio, pero siempre llegó a tiempo a todas partes. No como sucede conmigo, que corro eternamente y a todo llego tarde. Aún temo estar a tiempo. Odio ser la que espera. Esperé una vez que la vida dejara suyo a ese hombre a quien quiero con devoción y sin matices, como sólo se quiere a los hijos. Esperé una vez como quien traga fuego, que mi padre viviera porque le rogué a su Dios que le dejara el aliento aunque fuera un tiempo. Hasta entonces, nada de lo que yo había querido pedirle a Dios me había negado. Así es Dios: todo lo concede hasta que lo deja de conceder. Y así fue mi fe en él, todo le creí hasta que dejé de creerle.
Con un tiempo -un año, pensé entonces-, hubiera tenido para aceptar que aquel silencio como remedo de la muerte era peor que la muerte. Pero en dos días, todo es mejor que la muerte. Cualquier trozo de vida, cualquier indicio de que ahí estaba. Un poco de la luz con que solía mirar, una mueca evocando el afán de su sonrisa.
No imaginaba yo lo que pasaría en un año, pero era tan joven que entonces los años eran largos y seguro creí que después de un año tendría las fuerzas que no tenía esa tarde, caminando de mi casa al hospital mientras miraba caer mis lágrimas sobre la piedra de las calles como si fueran lágrimas ajenas.
"Papá ¿por qué nos sigue la luna?"; le había preguntado a los cuatro años, una noche al volver del campo. Nunca he sabido recordar qué me respondió, sin embargo recuerdo que su respuesta me dejó en paz. Tampoco recuerdo cuándo se hizo la noche de aquel lunes, en que un pedazo de luna me acompañó abusiva cuando volví del hospital con la certeza de que el resto de mi vida mis preguntas, mis desfalcos y mis deseos tendría que vivirlos sin aquella voz con respuestas. Quién sabe qué tendría su voz, pero yo recuerdo que siempre me dio paz.
Mi padre silbaba al volver del trabajo. Adivinar por qué silbaba. Volvía de un trabajo extenuante y mal pagado, silbando como si volviera de una feria y entrara en otra. Yo lo escuchaba llegar y corría escalera abajo.
Ahora estoy envejeciendo y aún me estremece la memoria de aquellas manos en mi cabeza. Para todo lo que tiene que ver con recordarlo, tengo cinco, diez, catorce años inermes. Sin embargo, lo recuerdo casi siempre con alegría y conseguí sobrevivir al abismo de perderlo.
-¿A quién conmoverá mi desolada vejez de cinco años? -me pregunto.
-A mí -dice una amiga de mi alma-. A mí me conmueve y me espanta: tienes unos hijos como prodigios, de los que no te hablo más porque nadie mejor que tú sabe cuanto debía decirse, has podido encontrar unas lunas de milagro, tienes al lado un hombre que hace más de veinte años sobrevive a tus búsquedas, a tu para él siempre rara pasión por el mar, al hecho irrevocable de que no te interese ni quieras leer los periódicos y que desde siempre hayas pasado con pánico y desdén frente a la televisión en que él cambia canales o mira el fútbol como tú podrías perder los ojos, en el horizonte las tardes enteras. Tienes las mejores amigas que uno pueda soñar, amigas con las que hablas horas incluso en mitad de una mañana de trabajo, amigas como hermanas. Tienes una hermana llena de sortilegios a la que admiras y extrañas mucho más que a los dos volcanes que están frente a su casa, y que es tu amiga igual que quien es tu hermana, tienes una madre como una catedral que se ha ido construyendo durante años hasta convertirse en un ser extraordinario y adorable. Tienes tres hermanos de sangre con los que sabes que podrías contar millones. Y hasta te das el lujo de tener hermanos de elección con los que cuentas a diario como si fueran tus hermanos. Te ganas el dinero que gastas y hasta el que otros se gastan cuando se roban tus tarjetas de crédito. Tienes quienes acuden a tus palabras, algunos que incluso te quieren sin haberte visto y otros que te quieren a pesar de saber que no eres la misma que escribe o que están viendo. Tienes epilepsia y le has perdido el miedo, como quien tiene una cicatriz y se acostumbra a llevarla aunque a ratos le recuerde un dolor. Para más, algunas noches, como si fueras princesa de las óperas, tienes quien desde adentro te cante: "Guardi le stelle che tremmano d'amore e di speranza":
-Te sobra razón -le respondo-. Todos esos lujos y privilegios, más otros de los que sólo yo sé, tengo y venero. Mi padre, sin embargo, es todo lo que no tengo. Todo lo que muchas veces no sé siquiera qué cosa es. Todo eso, más el recuerdo lejano de las mañanas en que él caminaba cerca de mí por un campo cuyo olor aún tengo en la memoria.
RÉQUIEM POR UNAS MARGARITAS:
¿Por qué lloramos? ¿Por qué han llorado, a lo largo de la historia, en todas las culturas, todos los seres humanos? ¿Es llorar nuestro privilegio o nuestra debilidad? ¿Nuestra fortaleza o nuestro consuelo?
¿Por qué me hace llorar un prado que perdió las margaritas de un día para otro, como si con su desaparición hubiera perdido una especie de tesoro privado? Como si el hecho significara algo más que la simple respuesta de unos jardineros atropellando su belleza porque saben que si las dejan secarse será más arduo cortarlas. ¿Qué me puso a llorar frente a la sencilla desolación del prado vacío como no me dejé llorar mientras caminaba bajo las casas derrotadas por el temblor en mil novecientos ochenta y cinco?
¿Por qué lloro a mi amiga, una mañana entera, cuatro años después de su muerte? ¿Cómo pude ir a su entierro con el aire desesperado, pero sin una lágrima? ¿Por qué no lloré al responderle sí, cuando me preguntó si yo creía que iba a morirse? ¿Por qué el recuerdo de mi mano seca sobre su piel de aquella tarde me hace llorar ahora, tan tarde? ¿Por qué no me avergüenzan las lágrimas cuando escucho una conversación entre mis hijos y veo cómo crecen mientras hablan? ¿Por qué no lloro cuando lucho contra el sordo temor de que los hiera esta ciudad en que vivimos?
¿Por qué a veces es más inevitable la entereza frente a lo inevitable que las lágrimas al evocar lo sencillo? ¿A cuál mar van las lágrimas que lloramos hasta el cansancio, hasta que nos rinde el sueño o la esperanza?
No lloro en momentos desdichados, ni cuando hay que tomar decisiones o dilucidar destinos, lloro cuando Fátima Fernández me escribe una nota por mi cumpleaños, sobre la página del 9 de octubre en su agenda. Trae una cita de Nietzsche: "Uno debe seguir teniendo caos dentro de sí, para dar nacimiento a una estrella danzante",
Lloro como si llorar fuera un asalto y no una decisión. Lloro hacia adentro cuando en mí está que las cosas sigan adelante, y hacia fuera cuando no importa una llorona más. He llorado hasta el cansancio frente al abandono, con tal de no darme por vencida. Uno queda extenuado tras el llanto largo y sin embargo siente un descanso. El estremecimiento de las lágrimas cuando casi aparecen porque sí, como quien atestigua un milagro: ¿ése, quién lo explica? Sólo el arte. Como las noches con estrellas, como el enloquecido tránsito en la ciudad de México, como el hecho de que seamos capaces de vivir aquí, como el vértigo de cada enamoramiento, como la llegada de una garza gris al contaminado lago de arriba, como los chocolates belgas y las tortillas recién salidas del comal, como las cascadas y los atardeceres, como la intrépida memoria: las lágrimas no piden explicación, se explican solas.
DIVAGACIONES PARA JULIO:
Recuerdo a Cortázar a propósito de muchas cosas. En cualquier día del mes me detengo a mirar la foto en la que chupa un cigarro, viendo al frente con el gesto escéptico y al mismo tiempo lleno de pasiones e inteligencia que le salía a la cara como a otros les sale el desencanto, el recelo, la paz interior.
Cuántas cosas aprendí de Cortázar. Porque las aprendí de su voz, de sus audacias, del encanto y los afanes con que las escribió. A muchos de nosotros, Cortázar nos hizo leer lo que sentíamos, lo que nuestro tiempo ponía sobre la piel y el entendimiento sin decirnos cómo descifrarlo.
Cortázar me dijo antes que nadie, porque así vino el orden desordenado de mis lecturas, que esto de estar solo, de sentirse un día alegre y otro desconsolado, era de tantos otros, que por más original y devastadora que pareciera una pena, había sido ya en el cuerpo y la índole de seres que nos eran entrañables y resultaron sobrevivientes. Esto de siempre amar el mundo como se ama lo insólito, de no querer morirse nunca y andar muriéndose una mañana cualquiera, esto de enamorarse hasta un día parecer perros callejeros y al otro dioses repentinos, esto de querer salir a ahogarse una tarde y querer revivir a media noche, esto de perder el horario oyendo música, de perderse en el cuerpo de otro y luego no saber dónde quedó uno, de ser joven como quien es invulnerable y ser invulnerable hasta despertar envejeciendo. Tantas cosas: Cortázar. Julio.
Nunca hablé con él. Lo vi sólo una noche, entrando a Bellas Artes, en medio de una multitud. Mientras la víbora de gente se movía con nosotros dentro, yo, para mi sorpresa, justo tras él, tocaba su espalda, por casualidad, para luego perderla una y otra vez. Pensé que debía nombrarlo, esperar a que volteara y entonces decirle de qué modo lo sentía cerca.
"A las águilas no se les habla por teléfono", recordé que había escrito él en no sé en dónde y a propósito de no sé quién. Así que lo pensé mejor y le abrevié el agobio de escuchar mi proclividad por sus delirios.
Quienes lo acompañaron a vivir sienten por su memoria una devoción envidiable. He visto a García Márquez y a Fuentes venerar los recuerdos que se les atraviesan en una cena y reír al evocarse repitiendo con él tres líneas del Quijote o cantando corridos hasta las cinco de la mañana.
-Murió Cortázar -le dijo Carlos Fuentes a Gabriel García Márquez, una mañana, urgido de compartir la pena.
-¿Quién te lo dijo? -preguntó el Gabo.
-Ya está en el periódico -respondió Fuentes.
-Carlos, no hay que creer todo lo que sale en los periódicos.
Se consolaron. Lo habían sabido antes de esta conversación, y lo saben siempre; sin embargo, para pensar en él, siguen sin creer lo que dijeron los periódicos.
"Mis amigos no se mueren, se van a Nueva York", dice Gabriel, exorcizando el aire con el poder de su milagrosa imaginación.
Ya lo sabemos, algunos cronopios no se mueren. Cortázar aquí anda. Más aún en los meses que van y vienen con la lluvia trayendo su nombre.
Cuando yo era niña, en todo el centro de México había colegio en julio y vacaciones en diciembre. Sé que iba contra la costumbre internacional y que provocaba toda clase de complicaciones a la hora de cambiar de país o de estado, pero era mucho mejor tener vacaciones en el hermoso invierno nuestro, que en el julio de lluvias que se disfruta bien tras la ventana, viendo mojarse al mundo mientras uno le da vueltas a de qué está hecho y cómo funciona o se descompone.
Julio es un mes hermoso para pensar, para escribir, para tener nostalgia y contar historias. No sé por qué me voy de vacaciones cuando tengo cuatrapeada en el alma una novela que ahora empezaba a buscar rumbo. Pero uno es así, cuando ve cerca el fuego se echa a correr. Cuando el aire trae lluvia se echa a correr, cuando los hijos quieren aire corre tras ellos. Iré de viaje. Con Cortázar en el mes como una luz y un remordimiento, saldré corriendo de mi deber y aunque no quiera me siento culpable.
Si uno enciende la pasión por las palabras no puede andar perdiéndolas cada vez que le silba la curiosidad, cada vez que Florencia se pinta en el horizonte o Portugal aparece como una tentación desconocida y Madrid como la puerta a los amigos que no ha visto, a la sopa de almejas con azafrán, a las noches iluminadas y larguísimas.
Si uno quiere escribir sabe negarse al vamos, sabe decir me importan más los sueños como un deseo que los sueños mismos, sabe responder aquí me quedo, porque aquí están mi cuaderno de plasma y las ocurrencias de las que vivo.
Pero a mí me gana siempre la sonrisa de los otros, me gana siempre lo que oigo más que lo que podría contar, me gana el mundo moviéndose, desafiando, saliendo al paso de mi encierro. Me ganan los otros yéndose, sin mí o conmigo, a ver qué encuentran en Brasil, donde Mateo quiere ver a las mujeres, Catalina quiere descubrir a un director de cine, su papá quiere presentar un libro y yo sólo quiero ir tras ellos. Qué poca personalidad, qué corto aliento, yo a Brasil quiero ir porque irán ellos. Si no aquí me quedaría, con los dos julios en el pequeño cuarto que es mi estudio, viendo llover y pensando en cuando fui joven, como lo será siempre la Maga.
Cuántas locuras hice hace casi treinta años en nombre de la Maga y su destino incierto. Lo que fuera con tal de exorcizar la muerte, con tal de no quedarme una noche sin un Rocamadour entre los brazos, vivo hasta hacerse adulto y pedirme que lo acompañara a Brasil. Qué prodigio tener hijos. ¿Qué mejor destino?
Mientras leía a Cortázar quería ser escritora, hacerme de un amor eterno, aunque siempre durara tres meses, sobrevivir a la muerte de quien me dejó viva, entender la resolución con que vivía mi madre, volverme tan dueña de mí como veía a mi hermana ser dueña de sí misma. Quería encontrar un trabajo que me diera para vivir sin notar que trabajaba, quería aceptar sin más mi cuerpo, mi estatura, mi pasión por la música y el caos, mi terror al deber, mi pánico a perderlo. Mientras leía a Cortázar era una niña tibia que había dejado de serlo. No pude entonces haber encontrado mejor compañía. Julio es siempre un buen mes para recordarlo, para darle las gracias al destino que se fue apareciendo con las certezas y los abismos que tanto ambicioné entonces, hace tanto y tan poco, mientras leía a Cortázar.
NADA COMO LAS VACACIONES:
Las mujeres de la expedición estamos echadas sobre nuestros catres de a treinta pesos diarios, oyendo al mar altivo y contumaz que juega con la playa. Hemos buscado todos los días un lugar en el último rincón de arena soleada que puede albergarnos. A veinte metros de nuestra cabaña se amontonan decenas de cabañas apretadas de adolescentes. El revolcadero, que era un lugar remoto en el Acapulco de mi remota infancia, se ha vuelto la playa de moda en el Acapulco al que nos lleva la febril adolescencia de mi hijo y sus amigos. Sigue siendo un lugar de belleza privilegiada. Las olas vienen abruptas pero nobles, y uno puede jugar en ellas. Como antes, como mañana.
-Pensar que todo aquí va a seguir igual cuando ya no estemos para mirarlo -dice Daniela mi sobrina, que pronto deberá volver a la universidad en la que estudia leyes como quien las abraza.
-Todo -le contesta Catalina, que este año empezará el primer año de preparatoria-. Y no sé cómo pensar en eso sin que me aflija.
Están metidas en sus trajes de baño, jóvenes y lindas, en apariencia inofensivas, en verdad audaces. Yo las oigo caer en semejante conversación y finjo que duermo como quien se ha muerto.
El mar ha seguido viniendo a esta playa los mismos treinta años que llevaban mis ojos sin venir a mirarlo. Y ahora que he vuelto lo he encontrado intacto, idéntico, generoso, como estará cuando yo ya no pueda regresar a mirarlo. Irse de un sitio entrañable, dejar un paisaje que nos conmueve y arrebata, sin saber cuándo podremos verlo de nuevo, si volverá a existir para nosotros, nos estremece sin remedio como un atisbo de la muerte. Por más que vivamos como vivos eternos, al despedirnos, dice la canción, siempre nos morimos un poco.
Por eso alargamos las últimas horas de nuestro último día de playa, quedándonos sobre la arena hasta que el sol se perdió entre los cerros y el cielo se volvió de ese azul oscuro que amenaza con volverse noche. Hasta entonces recogimos las toallas y las camisetas, los bronceadores, los libros, y nos decidimos a ir en busca de los hombres de la expedición, que al contrario nuestro, tenían una cabaña en el centro mismo del hervidero de juventud y bikinis de la playa. Ahí se metían a esperar a unas bellezas rubias que no cayeron nunca entre sus brazos, pero que como todo sueño, fueron a ratos una realidad tan intensa como la mismísima realidad.
Al vernos levantadas recogiendo, don Tomás se acercó con su paso suave y su hijo de la mano. Nos hicimos amigos durante los días singulares en que él dejó su trabajo de herrero para trabajar vendiendo refrescos y armando cabañas en la playa. Ahí lo encontramos, entre la multitud de vendedores de todo tipo que atormenta a los turistas melindrosos y entretiene nuestra feliz ociosidad sobre la arena.
Hay a quien lo perturba el caos de vendedores y litigantes de la playa, yo debo decir que a mí me gusta su desorden, que el ir y venir de los únicos moradores de la playa que no están de visita, y que por lo mismo la miran con la indiferencia y precaución que sería imposible pretender entre los bañistas, me resulta una más de las diversiones que concede el alebrestado Acapulco.
Mientras uno pretende olvidar las mil cosas que no ha hecho en el año de trabajo, ellos acuden a nuestro comportamiento de lagartijas y le ofrecen a nuestro asueto toda clase de fantasías: tamarindos, vestidos, cocos, lentes, collares, caracoles, trencitas, tatuajes, quesadillas, caballos, canciones, refrescos, hieleras, lanchas, tablas, paseos, motos, sombreros, faldas, pulseras, plata. Y otra vez: tamarindos, vestidos, cocos, lentes. Si al rato se decide, me llamo Mario, Rosi, Tadeo, Juan, Luli, Toño, Meche, Guadalupe.
Yo les agradezco que insistan, porque si algo me urge es entrenarme en el "no" como posible respuesta, como tabla de salvación, y después de algunas compras, inevitablemente hay que entregarse a practicar el "no, gracias" como recurso para la supervivencia. Ni aunque uno cargue con un mes de sueldo en efectivo, alcanza para comprar todo lo que ahí venden a diario. Y uno no va a la playa cargando su sueldo, pero después del primer día de gastos y decepciones se aprende que algo del sueldo hay que llevar si pretendemos tener sombra y cobijo, antojos y tamarindos. Porque caballos no quisimos nunca.
La ecológica Daniela se encargó de hacernos ver la crueldad que se ejerce contra los pobres y huesudos animales que caminan la playa cargando gordos bajo el sol inclemente. En cambio ella y Cati se pusieron tatuajes temporales y ellos comieron quesadillas y desperdiciaron ceviches, mientras yo lamía el celofán de los tamarindos, como si algo del pasado irredento pudieran devolverme.
En la infancia íbamos a Acapulco en memorables viajes de cinco coches seguidos, y hacíamos nueve horas para recorrer el paisaje que esta vez recorrimos en tres y media. La última hora jugábamos a buscar el mar con un premio para el que primero lo viera. Y durante decenas de curvas despiadadas, lo íbamos buscando en el horizonte, hasta dar con una línea azul y lejana como la mejor de las promesas.
La tarde que les cuento, el mar acompañó nuestra despedida de don Tomás regalándole a su hijo una cantidad triplicada de los "chiquilites" que a diario recogía de entre la espuma en un juego obsesivo. Lo veíamos perderse, pequeño y escurridizo, entre las olas más bajitas, para luego aparecer con varios crustáceos de aspecto extravagante, mezcla de camarones con caracoles, entre las manos. Corría con ellos hasta nuestra cabaña, que para efectos prácticos era también la suya, y ahí buscaba la gran botella de agua que su padre le había conseguido para guardar los bien buscados chiquilites.
"Niño, quítale tus desórdenes a la señora", le decía don Tomás. Y él como que no lo oía y yo como que no me daba cuenta de sus desórdenes, y todos en paz.
El niño hizo su refugio junto a nosotros porque le caímos bien, y nosotros no podíamos sino agradecerle su preferencia rápida y sonriente. Podría haber puesto su botella con animales y sus gastadas chanclas en la cabaña de alguien más, pero escogió la nuestra, y ahí se metía entre pesquisa y pesquisa en busca de sombra, reconocimiento y agua.
-Mira señora este grandote -me decía, esgrimiendo al infeliz crustáceo que había sacado del mar retorcido y precioso. Luego lo ponía en la botella con los otros y volvía al agua corriendo para no quemarse los pies al ir despacio por la arena ardiente.
-¿Y qué les haces? -le pregunté el día que nos conocimos.
-Se los llevo a mi mamá para que los fría con ajo. O los olvido, como ayer que aquí se quedaron.
-¿Saben buenos? -pregunté.
-Saben como a camarón -dijo don Tomás, apareciendo con los refrescos de a diez pesos cada uno. Precio que podía parecer un escándalo si se le comparaba con los tres pesos que cuesta un refresco en la calle, pero que era una ganga en esa playa en la que el primer día los pagamos a quince pesos. Con ciento cincuenta, en lugar de cien por la cabaña.
-¿Y usted por qué da más barato? -le pregunté.
-Es que los otros aprovechan porque nada más de esto viven, y cuando ven gente, abusan -dijo don Tomás-. Yo, como tengo un oficio, durante el año trabajo allá por mi colonia y sólo ahora que anda el gentío, pues vengo para traer al niño y para descansar, como usted. Y si me disculpa, al rato seguimos la plática -dijo, yéndose.
Seguimos la plática a lo largo de la semana y nos amarchantamos de lleno con don Tomás como nuestro proveedor universal de aguas, cocos, Cocas y Yolis. También como el encargado de calibrar los precios de otras mercancías y de echarles un ojito a nuestras pertenencias mientras nos íbamos al mar como a la guerra, pero sin más arma que nuestro corazón alborotado y nuestras ganas de sal y golpes.
Yo no tardé en darme cuenta de que eran muy pocos mis contemporáneos entre las olas. Sólo jóvenes había regados por la playa, promisorios y omnipotentes. De mi edad había uno que otro vendedor o vendedora, pero al parecer casi nadie con mis años se expone a que le peguen sin tregua las aguas del revolcadero. Tan sola me vi, que en lugar de sentirme desolada, me consideré dueña del privilegio de representar a mi ruinosa generación. Ya ni siquiera tuve vergüenza de no poseer un cuerpo firme y atlético como los que me rodeaban, pasé sin más a considerarme original y protegible como se considera a los monumentos arqueológicos. Tuve la certeza de que si hubiera habido por ahí un representante del Instituto Nacional de Antropología e Historia, me hubiera puesto en su lista de ruinas por amparar. Y ya no me importó lucir la pátina, ni que me faltaran algunos escalones y me sobraran otros. Así somos las ruinas: altaneras y tercas, me dije, corriendo tras el niño en busca de las olas, sin tratar ni por juego de moverme como la chica de Ipanema o las chicas de mi alrededor. Daniela y Catalina venían conmigo, condescendientes y divertidas como arqueólogas.
Todos los días el mismo rito de flojear y cansarnos, perder los ojos en el horizonte y perdernos donde se perdían nuestros ojos. Seis milagrosos días de playa. ¿Quién sueña con otros privilegios? No nosotros.
La tarde que nos despedimos de don Tomás y su hijo, tras varias fotos y múltiples promesas de mutua fidelidad el próximo año, alcanzamos a sentirnos tristes, a pesar de tanto recontar nuestras dichas. La noche anterior habíamos visto la luna anaranjada crecer sobre Pichilingue como un planeta en fuego, y varias tardes nos tomaron la mirada entre el cielo y los cerros en el generoso balcón de los generosos Minkov.
-Salgan de la tele -les pedí a los hombres del grupo que tras la playa quedaban catatónicos frente a las peores películas de acción que haya dado un canal de cable. Se preparaban así para luego perderse en el ruidero de las discotecas hasta las seis de la mañana.
-Estamos de vacaciones -alegaron.
-Y están perdiéndose la mejor puesta de sol que haya yo visto en mi vida -dijo Catalina. Segura de que sus catorce años pueden considerarse una vida.
-Tú pareces vieja, Catalina -le dijo su hermano Mateo.
-Soy vieja -respondió Catalina, arrellanada en el blanco e inolvidable balcón de los Minkov. Y luego volvió a pedir conmigo-: ¡Vengan a ver!
Como vampiros salieron los tres de su cuarto oscuro a una tarde que había encendido todas las nubes del cielo, y se quedaron mudos. Todavía no sabemos si de pena o de gloria, pero consideramos mejor no preguntarles.
Al día siguiente los llevamos a Pie de la Cuesta. Donde yo recordaba como un sueño unas olas inmensas devorando al sol inmenso, al tiempo en que unos hombres se columpiaban en ellas, diminutos y frágiles, haciendo un circo para dioses. Llegamos tarde. El sol se había metido y las olas del verano son cortas. Quedé como una fantasiosa, pero lo mismo nos reímos todo el trayecto, que se ha vuelto un escabroso ir entre cerros sobrepoblados que antes fueron desiertos, un viaje largo al parecer hacia ninguna parte.
-Una hora y media de camino para llegar a unas olas más chicas que las nuestras. ¿No dijiste que eran inmensas? -preguntó Mateo con la hilaridad en que le fascina regodearse cuando fracasan mis recuerdos.
-Suelen ser inmensas -dije yo, sin poder creer lo que veía-. ¿Verdad señora que suelen ser inmensas? -pregunté, llamando en mi apoyo a la mujer que vendía cocadas.
-Son inmensas -dijo ella-. Hoy no, pero sí son inmensas.
-Perfecto mamá, te creemos. ¿Ahora hay que desandar el camino largo o hay uno corto?
-El regreso es más largo porque es oscuro -dije yo-. Pero para que veas que me disculpo, pon a cantar a Eros Ramazotti, aunque me desespere su voz desesperada.
Volvimos cantando:
"única como tú, no hay nada más bello que tú".
Y yo le dediqué la canción a la playa y él a una novia que un día tendrá, como quien tiene una esmeralda.
Más tarde caminamos por la ensordecedora costera recontando las estrellas que aún no se traga la luz de los hoteles y mirando a la gente iniciar su noche como una fiesta. Ningún día fue el mismo y todos se parecían en su idéntica armonía ociosa. Estuvimos felices. No sé qué pueda haber mejor que las vacaciones. Lo digo sin remordimientos, con la eterna nostalgia que me toma septiembre.
PLANES PARA REGRESAR AL MUNDO:
Me gusta invocar las tardes de lluvia frente a los volcanes, tengo nostalgia de la vida que transcurre como una conversación entre amigos: lenta, sin destino preciso, sin ansia de predominio, sin demasiadas ideas en litigio, con la certeza de que cada palabra, cada cosa que pasa entre ellos importa y no es prescindible. Llevo varios meses con la vida en vilo, sin conversar con muchos de quienes me resultan necesarios, sin caminar la tierra húmeda y enrojecida que rodea la casa de mi hermana, sin el placer hospitalario que puede otorgarnos una semana entera de no hacer otra cosa que ir leyendo los libros que se acumulan sobre el escritorio y la mesa de noche como una demanda y una promesa. Hacer eso y llamarlo trabajo, como si no fuera un juego.
Llevo meses convertida en una yo que vive más para afuera que para adentro. No he tenido tiempo para ir al cine ni siquiera una vez cada dos semanas, ni he sabido del gozo que es levantarse en la mañana con la sensación de que no necesito dormir más. Llevo meses perseguida por el deber como un loro perseguido a trapazos. Y a pesar de todas las cosas buenas que un año de prisas y viajes me ha dejado, ambiciono el regreso a la rutina, al silencio, al tiempo como un juego, al aire de las noches en que uno llega a la oscuridad con el deseo de mirar la luna y reverenciarla.
Siempre vuelvo de las vacaciones cargada con una lista de planes. Hacer planes, como bien lo sabía la lechera, entusiasma los pasos y ayuda a subir la cuesta. Si después se nos cae el cántaro de leche no necesitaremos llorar, porque estaremos en la cumbre de algún sueño y desde ahí será menos arduo volver al trabajo.
Quizás valga la pena y el divertimento hacerse una lista de planes para leerlos cuando el desasosiego quiera preguntarnos: ¿De qué sirve que vayas por el mundo? ¿A quién le dejas algo con tu presencia? ¿Y qué has hecho de bueno?
Para ese tipo de preguntas es para lo que la lista puede ser de una utilidad inalterable. Ahora que si no lo fuera, habría que hacer la lista sólo por el placer de hacerla. Me preguntarán qué tan grande puede ser tal placer, les diré que tan grande como uno quiera. La medida de la ambición no es siempre la misma.
Para quienes van al dentista cada seis meses, no será ningún acierto apuntar en su lista que este año irán dos veces, pero para alguien como yo, el solo hecho de registrar tal propósito me hace sentir medianamente buena, y si la fortuna me permitiera cumplir a medias el propósito, nadie podría sentirse más orgulloso de los cuidados que le prodiga al futuro de sus muelas.
¿Cuál podría ser la metodología más adecuada para organizar una lista de planes? Yo no lo sé porque siempre hago planes en desorden y me doy el lujo de suponer que en eso está la gracia de los planes. Sé que hay escritores que escriben tras haber diseñado el plan general que guiará su novela; es más, sé que entre esos escritores están algunos de los que admiro como a nadie. Ni con esto, yo he podido siquiera poner entre mis planes el plan de intentar un plan de novela. Sin embargo, ahora que he vuelto de un trayecto por los volcanes y el mar me da el ánimo para creer que es posible iniciar mi lista de planes así:
1. De diez a dos de la tarde, todos los días y hasta conseguirlo, redactar el plan que ordenará mi siguiente novela.
2. Conseguir una pianola.
3. Ir a la gimnasia.
4. Hacerme el análisis del colesterol.
3. Leer a Kant, a Dante, a Brocht. A Jane Austen en inglés y al Quijote sin saltarme páginas.
5. Dormir siete horas diarias.
8. Comprar plantas para el patio.
9. Escribir la conferencia para Gijón.
10. No aceptar conferencias ni aunque sean en Gijón.
11. Dejar en paz el pan y los chocolates.
12. No decirles a mis hijos que la disciplina es prescindible.
13. Tener esta certeza: todo sueño cabe en una lista de planes, incluso el que nos predispone a soñar, escribir, volver a las vacaciones, seguir buscándole los modos a la vida o, mejor aún, tratar de que la vida y lo que hemos elegido hacer cuando no estamos de vacaciones sea todavía más placentero que las mismas vacaciones.
JUGAR A MARES:
No a todo el mundo le sucede lo mismo con el mar. Hay quienes lo detestan o le temen. Cada quien descansa como puede y se busca la ruina y el éxtasis cerca de donde puede. Yo que nací bajo tres montañas, necesito del mar como de un consuelo único. Porque en ninguna parte, bajo ningún cielo, soy capaz de abandonarme a la sencillez y la generosidad como cerca del mar. Por eso ahora he puesto entre mis planes uno que me permita permanecer en el estado de inocencia y valor que predomina en mí cuando el mar está cerca. Aun cuando pretenda descifrar el mundo, y una vez tras otra no lo consiga, quiero imaginar que lo comprendo aunque sea un rato cada día. Por eso hay que poner en nuestros planes el deber de jugar.
Jugar, lo mismo que leer o enamorarse, es hacer un viaje a mundos redondos, asibles, perfectos. Jugamos para entregar todas nuestras emociones a un solo pensamiento, al lujo de olvidar todo lo que de insoportable pueda haber en el mundo. Por eso amamos los juguetes, por que sugieren, nos hablan, de lo mejor que tenemos y podemos ser. Los juguetes, como los sueños, nos permiten volar sin lastimarnos, tocar sin temer el rechazo, imaginar sin desencanto, conmovernos sin rubor. Y no hay edad que no los necesite, ni mujer ni hombre que pueda abandonarlos.
Al crecer, cambiamos las muñecas y los patines por las computadoras y las obras de arte, los libros, el amor y los teléfonos, los estetoscopios o los automóviles. Así, seguimos jugando. Incluso con más asiduidad que cuando éramos niños, jugamos cuando adultos urgidos de encontrar cobijo para nuestra memoria, olvido para nuestros litigios.
Alguna vez creí que la necesidad de sentirse parte del absoluto iría mermándose con el paso de los años, hasta que todo fuera un sosiego más regido por el desencanto que por la euforia. No sé si por fortuna, pero me equivoqué. El tiempo que nos aleja de la infancia, de la primera juventud, de lo que suponíamos la perfecta inocencia, no sólo no devasta la esperanza, sino que la incrementa hasta hacerla febril, hasta en verdad perfeccionar la inocencia haciéndola invulnerable.
Nadie más dispuesto a creer que un avión de papel puede cruzar el mundo, ni más apto para viajar en los entresijos del barquito que soltamos sobre una fuente, que un adulto desencantado. Nadie más listo para entregarse a su fantasía como al único camino que lo salve del tedio de vivir confiando sólo en lo que los periódicos o la ley consideran posible.
Los niños juegan con la concentración con que los dioses griegos se hacían la guerra. Los adultos inventamos juguetes más urgidos de juegos y de concentración que de guerra. El viento no se ve, la sombra que cae de los árboles no se toca, la luz que enceguece la mañana no se puede guardar, pero algo de toda esa magia puede caber en un juguete que por un momento nos explique el viento, la luz, las sombras, el árbol. La tierra siempre guarda secretos, los juguetes siempre nos ayudan a soñar que algún secreto desciframos, que algún paraíso nos pertenece.
FUERA DE LUGAR:
Si la envidia es el pesar por el bien ajeno, entonces no puedo decir que yo les tenga envidia a quienes gozan con el fútbol, porque me alegra que les guste. Tan es así, que cuando por alguna razón caigo en la sinrazón de enfrentar un partido de fútbol, me acomodo para ver más al público que a la tele. Puede ser fascinante el modo en que le gritan al aparato, en que se llenan de júbilo o incertidumbre, de risa o desconsuelo, de lágrimas y, a veces, creo que más de las que uno alcanza la dicha de contar durante una luna de miel, hasta del sagrado y pleno hálito que sólo se querría propio del orgasmo.
Me divierte mirarlos, por desgracia no tanto como para no temerles a los días en que sólo de eso se habla y nada más sucede. ¿Cómo portarse entonces? ¿Qué podemos hacer quienes nunca hemos entendido lo que es un fuera de lugar, quienes nos decretamos incapaces de pasión alguna cuando se discute durante horas si una patada fue o no fue patada, fue o no fue penalty, fue o no fue culpa del árbitro ciego?
Lo he pensado ya durante varios campeonatos mundiales, me conozco distintas actitudes a la hora de enfrentar la temporada y no sé cuál de todas haya sido la mejor.
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