VOLANDO: COMO LAS BALLENAS:
Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.
Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.
Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres junto al remedo de árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y todo tipo de celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida.
Mi madre que, como le satisface decir, sacó adelante cinco de cinco, me miraba con cierta reticencia y algo de espanto cuando dejaba yo a los hijos brincar en los sillones de la sala, rentar más de dos películas en el videoclub o comer sobre la cama si era su gusto. Menos de diez veces lo dijo y más de cien debió pensarlo: "pues, o te sale muy bien o te sale muy mal":
Yo, como he dicho antes, estaba en un encanto. Había dado y seguía dando mi propia guerra, pero no sentía irse al mundo dejándome atrás mientras los acompañaba en las bicis o gastaba la tarde mojándome en las fuentes. Me sentía tan metida en el mundo como nadie, aunque el mundo, igual que siempre, rodara con sus trifulcas sin esperar.
Así pasaron para mis hijos las tres cuartas partes de los años que tienen y pasó para mí sólo un rato. Casi hasta ahora, cuando de repente crecieron para irse a la universidad, enamorarse de cuerpo entero y dejar de necesitarme para casi todo lo esencial. "Hola mami, adiós ma", los oigo decir como quien oye correr agua bendita. Todos los días resuelven con su solo andar la duda de mi madre: van saliendo muy bien.
El domingo pasado, frente a una puesta de sol tras el pedazo de mar Caribe que mejor me enloquece, un amigo dijo al ver a su cónyuge levantarse de un tirón tras el llamado de la hija: "Si está clarísimo: con las mujeres hay que ser padre o hijos, todo lo demás es un escuerzo inútil".
Lo soltó para hacernos reír, nos hizo reír con la hilaridad de que a las mujeres los hombres no nos tuercen la vida cuantas veces se les da la gana, y a otra cosa todos y cada uno. Menos yo, claro está, que acostumbro levantar las palabras con su carga de arena.
Durante la semana se lo comenté a mi hija. A los padres se les consagra por mucho menos de lo que a las madres apenas y se les dan las gracias.
-¿No te parece injusto y real al mismo tiempo? -le pregunté-. Pobres de las madres -dije por primera vez, poniéndome bajo semejante categoría con cierta pesadumbre.
-Tiene lógica -contestó ella con la sabionda lucidez que la caracteriza-. Todo se vuelve más intenso. Lo mismo las cosas buenas que los conflictos.
-Pues lo he venido a descubrir como algo triste.
-Sí -dijo, haciendo un gesto que descifré como: pero es lo inevitable, y siguió:
-El tiempo qué ponen las madres en los hijos es una prueba más de que la especie humana no es monógama. Creo que en todos los mamíferos son las hembras las que se hacen cargo de las crías. Los machos no están en la crianza.
Yo recordé el viaje a ver a las ballenas entrenando a sus hijos en el Mar de Cortés y hasta entonces me di cuenta de que ahí no vimos lo que cabalmente debería llamarse ballenos. No lo dije, pero debo haber hecho algún gesto como de resignación mientras ella explicaba más docta que nunca.
-En los pingüinos, que son monógamos, las hembras ponen los huevos, pero los machos los empollan. Y cuando nacen sus crías se turnan para ir a buscar comida. Parece ser que eso no pasa en el común de los mamíferos, eso de que los hombres estén cerca de los hijos es una moda reciente -sentenció, sacudiendo su melena oscura y abriendo aún más la franqueza de sus ojos.
Pertenezco con meridiana claridad a la generación de quienes quedamos entre unos padres a los que se acataba porque estuvo dicho que todo lo sabían y unos hijos que todo lo saben gracias al canal de Discovery. Sin embargo, y a pesar de la contundencia de sus reiteraciones, nunca tuvieron mis padres tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos. Yo les he concedido una devoción que hace años le niego a cualquier dios. "Pobres criaturas -me digo- haciéndose libres a pesar de tal culto."
De cualquier modo lo consiguen como si nada. Quizás si yo fuera ellos me odiaría, fortuna tengo de que sólo me aclaran que es verdad lo que temí. Con quien más tiene uno, tiene más de todo.
-Voy a cortarme el pelo -se me ocurrió decir dos días después.
-A mí me urge ir -dijo mi hija.
-Pues ven, y a ver si cabemos las dos en una cita -arriesgué.
Eran las seis de la tarde. No cupimos en una cita. La ballena que soy dijo: "que te lo corten a ti". Y la díscola pingüino que no supe ser, sintió: "la verdad es que deberían cortármelo a mí, a fin de cuentas acabará queriendo igual a su padre, que nunca la ha llevado al dentista, ni a ver diez veces la misma obra de teatro, ni muchísimo menos a la peluquería".
Sin embargo, como es lógico, pedí que se lo cortaran a mi hija, porque así hubiera hecho una digna ballena de Baja California si se hubiera tratado de cortarse las colas por el gusto. A fin de cuentas yo también soy mamífero, y si no he tenido que ser monógama, sí me encanta hacerme cargo de las crías. No me harán un altar, no importa, con que me hagan un sitio en el sillón donde conversan estaré a salvo.
-¿Te cortaron el pelo? -pregunta mi hijo acomodándose entre su hermana y yo.
-Sí -dijo mi hija.
-No se te nota -contestó el hermano.
-Mi mamá lo notó.
-A ella tampoco se le nota y también fue. ¿Qué están viendo?
-Out of África
-¿Otra vez? Cómo les gustan las películas tristes.
-Quédate un rato -le pido-. Verla es como mirar las fotos de familia.
-Un rato -dice-, total ya nos la sabemos, esta función se ha repetido tanto.
-Y las que faltan -dice mi hija.
-¿Traes un secreto? -le pregunto a Mateo, haciéndole un lugar en el sillón.
-Ya sabes que es misterioso -dice Catalina, viéndolo de arriba a abajo y sabiendo que sí, que anda con un secreto.
-Adelántale hasta la parte en que vuelan sobre los flamencos -pido.
-No mamá, espérate a que llegue. Tú todo el tiempo quieres volar.
-Todo el tiempo -digo, y me acomodo junto a ellos como quien vuela.
CELESTES RESPLANDORES:
Abrí los ojos a un día húmedo que puede sentirse aún dentro de las cuatro paredes de mi cuarto casi en penumbras. Afuera estará nublado, pienso. Afuera estarán los periódicos y el mundo como un reto infalible mezclado de inmisericordia. Afuera estará el dolor de tantos, la pena de tantos, la guerra de tantos, el miedo de tantos, la muerte.
Y estará la vida, conminándonos a mirarla como si fuéramos vivos eternos.
Subí al lago a las siete y media. Del agua salía un vapor frío y mágico. El chorro de la fuente bailaba sobre mi cabeza que iba tratando de no pensar. Me alegré de no ser talibán, de no ser suicida, de haber nacido aquí. Me alegré de no tener más religiosidad que la devoción por los seres humanos y la naturaleza que les da vida y el arte del que son capaces una y otros. Y cuando algo parecido a la tristeza quiso mezclarse en mis pasos, empecé a tararear una canción cualquiera.
El perro iba junto a mí, con su desorden y su dicha.
Había en el aire un rumor tibio de hojas claras. Me cobijé en ese pedazo de ciudad que es bello todavía. Caminé rápido, casi corriendo un rato. Ir de prisa en torno a ese misterio que puede ser el bosque despertando, los pájaros quitándose el agua de las plumas, los árboles aún húmedos, me devolvió la terca paz de contar siempre con mis fantasías.
Al rato salió el sol de entre las nubes. Un sol tímido y tenue, que no quería atreverse a desbaratar el encanto iluminándolo. Con la luz y la tibieza que traje de allá arriba, me enfrenté a los periódicos y a la guerra. No tengo ningún argumento para enfrentar la guerra. Sólo me da tristeza y no quiero mirarla. Si tú fueras Bush, me preguntan, ¿qué harías? Y entonces me da gusto no ser Bush. Creo que si fuera él, renunciaría. Creo que no sería él. Creo también que siempre habría alguien para ser él. Por desgracia.
¿Qué pensar?
Me había preguntado tantas veces: ¿cómo vivía la gente en México mientras la guerra se comía Europa pocos años antes de que yo naciera? Ahora empiezo a sentir que lo sé. La gente vivía.
Se enamoraba, tenía pasiones equivocadas, iba al trabajo, se desenamoraba, hacía hijos, los veía crecer, recorría un lago en velero, se metía al mar, contemplaba las montañas, tenía misericordia de sí misma, y en un hueco de su existir sentía pena por los otros, mientras trataba de olvidarlos. Vivía sin más, como vivimos ahora nosotros: hablamos de la guerra, le tememos, nos espanta, nos enerva, nos entristece, la espantamos. Hacemos el día y a la mañana siguiente volvemos cada uno al ritual con que empieza su jornada, mientras pueda empezarla.
Yo vuelvo a caminar llevando al perro que aún rumia su amor del domingo. Tuvo un romance de gran cumplidor, y seguramente buen memorioso de poesías inolvidables, con una perrita de raza indefinida. Sus dueños tienen un puesto de dulces en Chapultepec y hace meses que nos llamamos consuegros y que me tenían prometida a su no muy limpia pero adorada perrita para el perro de Quevedo. Los tres últimos días hemos ido a buscarlos infructuosamente, como llueve no han ido, y mi perro va oliendo cada rincón por el que pasó con su amada móvil. Se queda clavado cerca de un árbol, busca la camioneta en la que lo encerraron para que su permisiva luna de miel no la interrumpieran otros perros, busca el puesto de dulces, el aire del domingo, y no lo encuentra. Luego me alcanza triste y sigue nuestro camino hasta que la vuelta nos conduce de nuevo al rincón de sus pesares y repite la ceremonia de la nostalgia. Tenía que ser este perro, mi perro.
Luego el día volvió a llenarse de guerra y paz. En la única guerra que pude acompañar, la extraordinaria Verónica Rascón venció a la quimioterapia y como si no llevara varios días de sufrir la barbarie con que debió buscarse la salud, abrió los ojos con una sonrisa y pidió un poco de música. Quienes la rodeamos nos hemos rendido a sus pies y a su valor. Luego que te vi te amé, le ha dicho a la vida, una vez más.
A la mañana siguiente amanecí tarde y por fin sin encontrar antes que al sol la sensación de una patada entre las costillas quitándome el aire y doliendo por largo rato.
Eran como las nueve y media cuando abrí los ojos en definitiva. Dormí tan bien que al final alcancé a soñar hasta con el arrecife frente a Cozumel. El cielo seguía nublado. Bebí un té negro y con él la certeza, no sé qué tan duradera, de que algunas cosas, o todas las cosas, hay que aceptarlas como las va dando la vida. No en el orden, ni con la frecuencia, ni con la largueza que uno quisiera, sino en el caos del indeciso y vacilante azar, con lo que sus leyes tienen de asombroso, de fugaz, de cometas y oscuridad.
Luego me fui a caminar como a las once, la hora de las abuelitas y los nietos, las carreolas, los adolescentes de pinta, el despliegue completo del puesto de refrescos aderezado con galletas, papas, cuanto pueda ocurrírsele al dueño, instalado en todo su largo y confuso esplendor. La hora del tránsito menos arduo, la locura de la ciudad ajustada, por fin, a la de quienes la habitamos. Todo tan distinto de las siete, de las nueve de la mañana, tan casi en paz la diaria pelea que llevan temprano los automovilistas rumbo al colegio de sus hijos que ya van tarde; la muchacha que se va pintando en el espejo retrovisor camino a la oficina donde un jefe le gusta o lo detesta, pero de cualquier modo jugará todo el día a ser su jefe; el vendedor de periódicos empeñado en que alguien lo atropelle; el semáforo haciéndose eterno; el restorán Meridien repleto de hombres que imaginan posible gobernar el país, su empresa, su familia, y que por lo mismo miran poco al lago despertando frente a sus ojos. La hora temprana de los corredores con reloj, de las señoras que luego de dar dos vueltas lentas pasarán la mañana desayunando y de las mujeres que caminan aprisa como si su ritmo cardiaco no fuera a acelerarse jamás de otra manera. La hora que yo frecuento más, y en la que menos vengo al caso, con la que no hago juego, en la que no siempre quiero jugar.
En cambio las once y nublado, qué hora para andarla despacio, varias vueltas que den lo mismo como el gran ejercicio, pero que consientan mi ánimo de gozar la humedad que aún queda en los árboles, de honrar la extraña llegada de cinco patos salvajes, preciosos en su infinita y breve libertad, en el orden perfecto de sus plumas café con ribetes negros en la orilla. ¿Cuánto viven estos patos? No sé. Pero debe ser ardua su vida buscando lagunas y calor de un país a otro. ¿A dónde irán después de hoy, o de la próxima semana tras haber descansado en este lago falso que tiene a la mitad una fuente y un chorro? ¿A dónde irán tras permitirme disfrutarlos mirando su impasible mirada, sus picos más largos y delgados que aquellos de los que se han vuelto simples parásitos, torpes presos de las galletas que la gente les avienta de a poco, echando luego al agua la bolsa en que iban. Gente heroica en el arte de ensuciar porque sí, para dejarnos a otros el placer o el disgusto de maldecir el plástico flotando durante muchos días después de que ellos se han ido.
¿Cómo no va a faltarle tiempo a nuestro país? ¿Quién puede creer que las cosas cambiarán de un día para otro? ¿De dónde podría esta misma tarde, el mismo señor que practica, contra un tambaleante ciprés, la altísima patada de algún arte marcial recién llegado de Oriente, perderse en el fuego de algún poema, alabar al menos su propia destreza para ejercer la calamidad, diciéndole como Quevedo:
"Oh tú del cielo para mí venida,
de mí serás cantada,
por el conocimiento que te debo
[….] Tú, que cuando te vas,
a logro dejas,
en ajeno dolor acreditado,
el escarmiento fácil heredado […] ".
Las once y media, buena hora para empeñarme en necedades. Así que pretendo convencer al imaginario podador de un pasto que ha crecido sin cuidado por lo menos durante los últimos sesenta y cinco días, hasta volverse un pastizal tramado con pequeñas flores blancas y anaranjadas, pretendo convencerlo de que corte solamente el borde del camino, de que ordene y limpie, pero dejando las pequeñas flores que están detrás, salpicando el paisaje como estrellas diurnas, para que no desaparezcan de golpe sino poco a poco, cuando se vayan los aguaceros o todo se convierta en el pardo azafrán del otoño en esta ciudad. Necio empeño. El señor al que me dirigí no vino a arreglar nada. Así que corto dos de las flores blancas y dos de las amarillas y me voy caminando tras el perro, que desde lejos me mira como preguntándose por qué me detengo a defender la nimiedad indefendible. Cuando lo alcanzo, le cuento que hasta en otros lugares del mundo he visto cómo respetan las flores que crecen entre los pastos a la mitad de los ejes viales. Le seguiría hablando, pero se ha ido otra vez a correr por la vera del camino. Entonces continúo el soliloquio: es tan difícil como entrañable nuestro país, su gente a prueba de todo, poniendo, por lo mismo, todo a prueba.
Al volver por una calle estrecha en busca de Constituyentes, justo antes de encontrarla en el semáforo frente al Panteón Civil, ahí donde descansan algunos de los Hombres Ilustres y muchos de los héroes olvidados frente a los que se besan quienes se aman a perpetuidad, aunque no los ampare un documento, ahí donde aún suena, bajo un árbol, la inolvidable risa de mi amiga Emma, joven hasta el último día; me detengo tras un camión de carga convertido en carro de la basura. Va lleno hasta terminar en un cerro que luce bolsas desolladas, artefactos inservibles, cartón, periódicos, cáscaras de naranja, huesos de mango, pestilencia. En la punta, justo rematando el enclave, van dos hombres que parecen contentos: el más joven usa bigote a la Pedro Infante y unos anteojos negros como los que llevan en las películas los contrabandistas, el cuarentón tiene una barriga estable y la mirada de un camello al que no lo perturba el aire del desierto. Van conversando entre risas, mitad sentados, mitad echados sobre las cáscaras, comiéndose unas tortas. Sí: ¡comiéndose unas tortas! Me pregunto cómo harán a sus hijos estos señores, en qué lugar, entre qué piernas, con qué mujeres, diciendo qué palabras, olvidando qué promesas.
Vuelvo a la casa. Quiero escribir una novela. ¿Cómo podría caber todo esto en una novela? Y todo lo otro. Todo lo que resume Quevedo mientras nos dice a mí y a su perro:
De las cosas inferiores
siempre poco caso hicieron
los celestes resplandores;
y mueren porque nacieron
todos los emperadores.
Sin prodigios ni planetas
he visto muchos desastres
y, sin estrellas, profetas:
mueren reyes sin cometas,
y mueren con ellas sastres.
De tierra se creen ajenos
los príncipes deste suelo,
sin mirar que los más años
aborta también el cielo
cometas por los picaños.
PARÁBOLA PARA UN CUMPLEAÑOS:
Me he puesto en la palma de la mano un puñado de avena tostada con azúcar y lo como despacio, mientras trato de no aceptar la carga de melancolía que traen consigo las tardes de lluvia. Este octubre voy a cumplir cincuenta años. Me lo digo pensando que aún podría creer en las hadas y que el mar me conmueve tanto como la primera vez que lo vi. Me lo digo y apremio una sonrisa. Todavía estoy dispuesta a confiar en los desconocidos, todavía despierto en las mañana creyendo que algo nuevo encontraré bajo el sol, todavía les temo a las arrugas y soy capaz de cantar bajo la regadera. Todavía -¿quién lo creyera?- imagino el color que la luna de antier tuvo sobre otras tierras, y sueño con el mes próximo y con el siglo próximo. Así las cosas, cumplir años no será tan grave. Cincuenta, ochenta o cien, cuantos años quiera arroparnos el mundo, hay que estarse en calma, dispuestos a dar las gracias y a pedir más siempre que la vida pretenda voltear a vernos, para saber si aún la queremos.
"No pelona, todavía no quiero que me lleves", le decía a la muerte mi abuela materna, tras veinte años de silla de ruedas y uno de cáncer. Tenía más de ochenta y conservaba una dosis de inocencia que yo había perdido antes de entrar a la primaria.
Pienso en mi abuela porque a pesar de su apego a la vida, a la edad que yo cumplo en octubre ella había dejado de batallar con muchas de las obligaciones y placeres que las actuales mujeres de cincuenta nos empeñamos en mantener. Tampoco se veía en guerra, estaba dispuesta a cobijar nietos sobre los tersos almohadones que eran sus pechos, comía sin culpa tres largas veces al día y parecía retirada del sexo, las imprudencias, la angustia de las cosas que son para no ser, y por supuesto la obligación de la juventud.
Dice Verónica mi hermana que eso era más sabio. Tal vez. Lo cierto es que nosotras ya no podríamos regresar a ser así. Sin embargo, muchas cosas, a veces extraordinarias no sólo por efímeras, tendremos que ir perdiendo sin guardar rencor, sin estropearnos el alma, sin maldecir al tiempo que tanto nos bendice.
Tratando de aceptar estas pérdidas, que a veces me cuesta tanto asumir, he dado con el recuerdo de una anécdota llamada, para mi consumo personal, la parábola del avión.
En abril pasado, mi madre, mi hermana, mi hija y yo hicimos un viaje a Italia, vía Madrid. Tras un vuelo tan arduo como cualquier vuelo que cruce el océano, llegamos a Barajas a las dos de la tarde y corrimos a la sala en que estaba previsto que saliera, a las tres, el avión rumbo a Milán. La inolvidable sala doce.
Con toda calma, ahí se nos dijo que el vuelo estaba retrasado y que volveríamos a tener noticias en cuarenta minutos. Nos sentamos a esperar conversando, y al cabo de los cuarenta minutos una señorita de Iberia volvió a pedirnos que esperáramos cuarenta minutos más. Regresamos a esperar. Fuimos al baño, tomamos café, compramos libros y tras una hora revisamos el pizarrón en el que nuestro vuelo aparecía como demorado y sin horario. Así las cosas, nos dedicamos a ir de hora en hora revisando el pizarrón y acudiendo al mostrador de Iberia hasta que pasaron por el aeropuerto y nuestros pies, piernas, ojeras y humores, siete horas de tedio y vueltas. Ya para entonces, de hora en hora, habíamos recorrido todas las tiendas de perfumes, ropa, tarjetas postales y bisuterías varias que caben en el aeropuerto. Volvimos a ver el pizarrón, volvimos a preguntar en el mostrador de la puerta doce, y volvimos a tener como respuesta que preguntáramos en una hora. Así las cosas, nos fuimos a comer, y cuando estábamos recién instaladas frente al jamón serrano, por no dejar, miramos la pizarra. Entonces vimos que nuestro vuelo ya tenía hora: salía en tres minutos. Lo dejamos todo sobre la mesa y corrimos a la puerta doce, tan rápido como corríamos siendo jóvenes. Estaba lejos, pero a no más de cinco minutos. Verónica y yo llegamos jadeantes y entregamos los pases de abordar a una mujer morena, joven y alejada que había tomado posesión de la puerta doce. Ella los revisó despacio y nos dijo sin más: "El avión a Milán se ha marchado".
-¿Qué? -preguntamos incrédulas y asustadas. Ella fingió otras ocupaciones.
-¿Qué? -volvimos a decir conteniendo los gritos, pero temblando de cansancio y abandono.
-Se ha marchado -dijo de nuevo la mujer, sin siquiera pedir una disculpa.
Lo que siguió fue un largo alegato, con manoteo, explicaciones, demandas, y furias de nuestra parte, al que la mujer no hizo sino responder varias veces: "Pues se ha marchado".
Volvíamos nosotras a no poder creerlo, volvíamos a preguntar si podíamos correr a la pista, si no podíamos detener el avión que aún se veía desde la ventana y que dimos en llamar para más confundir las cosas y con gran fiereza el "pinche avión"; si no podíamos lo que fuera, incluso lo inaudito. Y así durante diez, quince, eternos minutos. Hasta que ella, tan impaciente como puede ser una impaciente burócrata de Iberia, nos dijo en el colmo de la contundencia hispánica:
-Señoras, tenéis que aceptarlo, entendedlo, el avión se ha marchado, iba completo y se ha marchado. ¡Aceptadlo! ¡Aceptadlo ya!
Junto a nosotros había otros quince italianos, a los que también había dejado el sobrevendido vuelo, tan enfurecidos y aún más gritones que nosotros. Los abandonamos como líderes del reclamo en castellano y nos miramos con una sensación de fracaso compartido cuyo recuerdo aún me conmueve. Mi hermana detesta darse por vencida.
"Esta pesada tiene razón -dijo, apoyándose en un sentido práctico que siempre ha ido adelante del mío-, más nos vale aceptar que el pinche avión se fue y nos dejó. No sólo a nosotros, sino a todos éstos. Y que ni regresándolo tendríamos lugar adentro."
Me dieron ganas de abrazarla, pero me contuve porque ella no es de las que sobrellevan con desparpajo las efusiones públicas. Así que sin decir palabra dimos vuelta sobre nuestros talones, reconocimos el alto coeficiente emocional de mi hija y nuestra madre, quienes se habían ahorrado la discusión con la azafata y discutían entre ellas si era correcto hacer unas últimas compras para exorcizar la desgracia, y aceptamos la pérdida del vuelo, y con él la de nuestras maletas, como algo irrevocable. Tomamos el primer taxi que quiso llevarnos a Madrid, que no fue ni remotamente el primero que pasó a nuestro lado, y nos fuimos a buscar un hotel cualquiera en el que dormir sin pijama, sin cepillo de dientes, sin medicinas, sin un pedazo de nuestras almas, y exhaustas.
Sucedió entonces un pequeño pero hermoso milagro: encontramos dos cuartos en un hotel perfecto, con vista a la hermosa noche, la fuente de Neptuno rodeada de tulipanes amarillos, la cúpula de la iglesia de los Jerónimos y el Museo del Prado. Encontramos una tina de agua caliente, una cena con postre de fresas y pan dorado, unas batas de toalla en las que arroparnos. Y sobrevivimos con facilidad al desfalco de que el avión se hubiera ido, sin esperarnos, tras ocho horas de esperarlo nosotras.
Así pasa en la vida muchas veces. Aunque nos empeñemos en negarlo, en no aceptar que las cosas no son como querríamos que fueran, como soñamos que fueran, que la piel no nos brille como brillaba, o el reloj no camine tan despacio como en la infancia, o las novelas no acudan como pájaros a la playa, los desfalcos se imponen sin más ley ni más argumento que su contundencia. Y uno tiene que aceptar que el avión se ha marchado y no morirse ni de rabia ni de pena, ni de vejez. Y no dejarse entristecer, al menos no entristecerse para siempre. Todo fuera como esperar otro avión o cumplir cincuenta años.
CANTO PARA LA VEJEZ:
Ayer, la voz cortándose de nuestra amiga común me avisó que había muerto la hermosa señora Conde. Hace ochenta años la llamaron Patricia, como si hubieran adivinado, quienes le dieron nombre, el destino de elegancia interior y lujo de alma que le esperaba.
Descanse en paz, que paz daba verla vivir como quien sueña. Hace ya dos décadas que la conocí. Quiero decir, la vi entrar al salón de belleza donde, hasta la fecha, han seguido acogiéndonos cada semana. Empecé a quererla bien, mucho más tarde. Porque durante años ella entraba en silencio escondida en un libro y en silencio se iba sin notarse más que por la fineza de su andar y la sobriedad de su gesto.
Era bonita entonces y siguió siéndolo hasta el día de su muerte. Esa mañana, como quien se va de pinta, entré en busca del solaz que puede ser mi salón de belleza por ahí de las once y media. La estaban peinando y ella veía hacia el espejo con desacuerdo.
"¡Qué guapa estás!", le dije, porque al verla me subió a la lengua una alegría. Estaba maquillada con mesura, tenía sobre el regazo las delgadas manos de un Greco con las uñas recién pintadas de rojo.
Movió la cabeza de un lado para otro como si mis palabras no hicieran sino confirmar su certeza de que la vejez desbarajusta cualquier belleza. Alguna tarde me había respondido a un elogio del mismo estilo: "A estas alturas, con no asustar tiene uno".
Se habían ido muriendo sus amores.
"Ya no dan ganas de contestar el teléfono. Sólo llaman para avisar de un entierro"; dijo otro día.
Nos encontrábamos a cada tanto, y cada vez descubríamos que era grato quererse. Yo acabé necesitando de su figura para pensar con claridad a un personaje al que quiero dedicar parte de la novela que me anda por dentro y con la que lidia en desorden mi desordenada cabeza. Ahora no me quedará sino inventarle la vida que ella había prometido contarme.
Tengo para mí el conocimiento de que a la una y media le entraba el antojo de un tequila, de que a las cinco, los martes, jugaba bridge, de que oía mal y lo confesaba, de que era tan coqueta y perfeccionista que murió el mismo día en cuya mañana nos encontramos frente al espejo.
-Estoy leyendo un libro espléndido sobre la vejez. -le dije, porque yo sabía que era una lectora apasionada.
-¡Qué tema! -contestó.
-Te lo voy a regalar. Está escrito por un sabio italiano llamado Norberto Bobbio que tiene ahora noventa y un años. Tres más de los que tendría mi padre si no se hubiera muerto.
-¡Qué horror vivir tanto tiempo!
-A él se le nota en paz. Dice que es pesimista, pero yo no creo que uno pueda vivir tantos años siéndolo.
-Quizás por eso ha vivido tanto. Los pesimistas nunca se decepcionan.
-¿Y tú crees que uno se muera de decepciones? Porque yo soy optimista hasta la idiotez y quiero vivir muchos años.
-Yo no sé de qué se morirá uno. Quizás de cansancio -me había dicho otro día-. A veces es cansado vivir siendo viejo. Nada más anda uno de un achaque para otro.
-Pues no los luces. ¿Cómo te fue en Acapulco?
-Muy bien. Todavía me deslumbra. Por eso fui a despedirme. Ya no voy a regresar.
-Todos tenemos una puerta que hemos cerrado hasta nunca. Eso ya lo escribió Borges. Pero a tu mar has de volver.
-No creo -dijo, y cambió de tema.
Días después la visité en su casa. Llovía como llueve en agosto, como si el cielo quisiera herirnos. Me alivió entrar a su estancia cobijada por una luz tenue.
"Siéntate de este lado porque de este otro no oigo nada y ya aprendí a decirlo. Así no le agrego al lío de no oír el de tener que inventar lo que no he oído. Si vieras las conversaciones inventadas que llegué a tener con mi marido. Horas y horas de adivinarnos y contestar sin saber ni uno ni otro de qué estábamos hablando. ¿Quieres tomar algo?"
Le pedí un té y me lo sirvió con misericordia. Ella prefirió beber whisky. Nos acomodamos a conversar hasta que la noche se hizo alta.
De nuestra conversación de aquella tarde obtuve mi certeza de que le hubiera gustado leer a Bobbio. Por eso la recuerdo mientras releo:
El dudar de mí mismo, y el descontento por las metas alcanzadas, inesperadas e imprevistas muchas de ellas, siempre han brotado si no cabalmente de la convicción, sí de la sospecha de que la facilidad con que logré recorrer mi camino, para muchos de mis coetáneos inaccesible, se debía más a la buena suerte y a la indulgencia ajena que a mis virtudes, cuando no incluso a algunos de mis defectos vitalmente útiles, como saber retirarme a tiempo.
O cuando leo: "Al no haber estado en paz conmigo mismo, traté desesperadamente de estar en paz con los demás .
Le conté de mi padre, que vivió en Italia veinte años y sólo volvió al finalizar la segunda guerra.
"Nunca dijo una palabra sobre el pasado", le comenté. Volví a pensar en eso cuando leí en Bobbio:
El fascismo fue una vergüenza en la historia de un país que se contaba hacía mucho en la historia de las naciones civilizadas. De esta vergüenza sólo nos libraremos si logramos comprender a fondo el precio que el país hubo de pagar por la prepotencia impune de unos pocos y la obediencia aunque forzosa y no siempre bien soportada de muchos.
Ya no pude prestarle el ensayo sobre la vejez a la señora Conde. Me hubiera gustado compartir con ella los subrayados que ahora quiero dejar aquí para compartirlos con quienes piensan que la vejez es triste, para los que piensan que no es sabia, para los que no quieren ni pensarla o para los que, como yo, la imaginan como un lujo y se atreven a anhelarla como parte de su futuro.
Siempre me han atraído los viejos. Desde niña quise verlos como quien mira por una esfera de cristal. Pero tras leer las reflexiones de Bobbio en torno a su vejez y la vejez, he querido atreverme a soñar que pasaré los cincuenta y ocho años en que murió mi padre, que estaré a los setenta y siete tan viva como ahora mi madre y que tendré en mi voluntad el arrojo que ella tiene en la suya cuando me promete. sin más este domingo que vivirá para alcanzar los noventa y uno en que Bobbio dice "Nunca hubiera imaginado que yo viviría tanto"
De senectute es un ensayo sobre la vejez.
Yo quiero, como quien dice una plegaria, transcribir algunos subrayados en homenaje a los viejos que he perdido, en invocación de los viejos que hemos de ser y en franca reverencia por el viejo sabio que los escribió.
No siempre quienes hablan uno con otro hablan de hecho entre sí: cada cual habla para sí y para el patio de butacas que lo escucha. Dos monólogos no constituyen un diálogo.
[…]
Podría hacer mía, aunque en forma paródica, la autodefinición de un poeta japonés: "No poseo una filosofía sino solamente nervios".
[…]
El elogio del diálogo y el elogio de la templanza pueden perfectamente ir unidos y sostenerse y completarse el uno al otro.
[…]
Hablar de sí es un hábito de la edad tardía. Y sólo en parte cabe atribuirlo a la vanidad.
[…]
Biológicamente, yo sitúo el comienzo de mi vejez en el umbral de los ochenta años. Pero psicológicamente siempre me consideré un poco viejo. Incluso cuando era joven. Fui un viejo de joven, y de viejo me consideré todavía joven hasta hace unos años. Ahora creo que soy un viejo-viejo.
[… ]
No conviene generalizar. Pero estoy dispuesto a reconocer que hay gran cantidad de obras filosóficas, literarias y artísticas que ya no logro entender y que rehuyo porque no las entiendo.
[…]
El viejo satisfecho de sí de la tradición retórica y el viejo desesperado son dos actitudes extremas. Entre estos dos extremos hay otros infinitos modos de vivir la vejez.
[…]
El mundo de los viejos, de todos los viejos, es de forma más o menos intensa el mundo de la memoria. Se dice que al final eres lo que has pensado, amado, realizado. Yo añadiría: eres lo que recuerdas… Que te sea permitido vivir hasta que los recuerdos te abandonen y tú puedas a tu vez abandonarte a ellos.
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Diré con una sola palabra que tengo una vejez melancólica, entendiendo la melancolía como la conciencia de lo no alcanzado y de lo ya no alcanzable. La melancolía está atemperada, no obstante, por la constancia de los afectos que el tiempo no consumió.
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La sensación que experimento al estar todavía vivo es sobre todo de estupor, casi de incredulidad.
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La fortuna tiene los ojos vendados, pero el infortunio nos ve perfectamente. Hasta ahora he estado bajo la protección de la invidente, cuyos protegidos, precisamente por ser elegidos a ciegas, no pueden jactarse de nada: Pero no estoy en condiciones de responder a la pregunta: ¿hasta cuándo?… No lo sé ni quiero saberlo. El azar explica demasiado poco, la necesidad explica demasiado.
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Los hombres son muy distintos entre sí. Se suele distinguirlos sobre la base de mil criterios. Imposible e inútil enumerarlos todos. Pero siempre me ha asombrado que se dé tan poca importancia a un criterio que debería marcar más profundamente su irreductible diferencia: la creencia o no en un más allá después de la muerte.
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Que los hombres son mortales es un hecho. Que la muerte real que hemos de constatar día tras día a nuestro alrededor y sobre la cual no cesamos de reflexionar, no es el fin de la vida sino el tránsito a otra forma de vida imaginada y definida de distintas maneras según los distintos individuos, las distintas religiones, las distintas filosofías, no es un hecho, es una creencia.
Cuando leo los elogios de la vejez que proliferan en la literatura de todos los tiempos, me asalta la tentación de sacar del proverbio erasmiano (en torno a la guerra) esta variante: quien alaba la vejez no le ha visto la cara.
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Desde que empecé a reflexionar sobre los problemas últimos, siempre me he sentido más cerca de los no creyentes.
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Para el no creyente, el argumento principal es la conciencia de la propia poquedad frente a la inmensidad del cosmos, un acto de humildad ante el misterio de los universos mundos.
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La respuesta del no creyente excluye cualquier otra pregunta.
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Siento curiosidad por saber cómo se imaginan la vida después de la muerte quienes creen en ella.
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Tomar en serio la vida significa aceptar firme y rigurosamente, lo más serenamente posible, su finitud.
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Todo lo que ha tenido un principio tiene un final. ¿Por qué no iba a tenerlo también mi vida? ¿Por qué el final de mi vida iba a tener a diferencia de todos los acontecimientos, tanto los naturales como los históricos, un nuevo principio?
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Dicen que la sabiduría consiste, para un viejo, en aceptar resignadamente sus límites. Mas para aceptarlos es preciso conocerlos. Para conocerlos es preciso tratar de explicárselos. No me he vuelto sabio. Los límites los conozco bien, pero no los acepto. Los admito únicamente porque no tengo otro remedio.
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He llegado al final sin ser capaz de una respuesta sensata a las vicisitudes de las que fui testigo me plantearon de continuo. Lo único que creo haber entendido, aunque no era preciso ser un lince, es que la historia, por muchas razones que los historiadores conocen perfectamente pero que no siempre tienen en cuenta, es imprevisible.
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Cuantos de la historia hacen una profesión y con mayor motivo los políticos, que son asimismo actores de la historia de un país, harían bien en comparar de vez en cuando sus previsiones, en las cuales entre otras cosas se inspira su conducta, con los hechos realmente acaecidos y en medir la magnitud y la frecuencia con que se corresponden unos con otros. A menudo realizo ese control sobre mí mismo. Es muy instructivo y, considerados los resultados del cotejo, mortificante.
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Ahora ya es demasiado tarde para entender todo lo que hubiera querido entender y me he esforzado por entender. Ahora he alcalizado la tranquila conciencia, tranquila pero infeliz, de haber llegado solamente a los pies del árbol del saber.
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El gran patrimonio del viejo está en el mundo de la memoria. Maravilloso, este mundo, por la cantidad y variedad insospechable de cosas que encierra. No te detengas. No dejes de seguir sacando. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudan a sobrevivir.
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DELIRIOS Y VENTURA DE LOS DESVENTURADOS:
Hay quien ni se suicida, ni se deprime, ni se alborota de más ni se alegra en exceso, ni llora durante días, ni se cree los amores repentinos, ni muchísimo menos se los inventa para ayudarse a sobrevivir cuando la vida no es todo lo altanera y hermosa que debería. Hay el mundo de los seres sensatos, de quienes aman la prudencia y jamás comen lo que les hace daño. No pertenezco a él, le temo, creo que a pesar de su buena fama está aún más lleno de tentaciones y falsas promesas que el desprestigiado mundo de la avidez y los delirios.
Este mundo de los que le hacen espacio a la nostalgia y a veces extrañan sin remedio. ¿A quién? A tantos. A uno mismo. A la yo que fui un mes de marzo, a la música que ya no me estremece, al aire que respiraba un hombre al bajarse de un auto cerca del Duomo en el Milán de 1938. ¿A quién? A ella. A la hechicera que deseó ser un abril ya remoto, a sus pies calientes, a la húmeda sonrisa de su noche y sus días. ¿Extrañar qué? Tantas cosas: la Plaza de San Marcos, un par de guantes, los corales inasibles bajo el agua, la cara de la niña que fue mi hermana rascando el fondo de su alcancía para sacarle el último peso, la Navidad de hace diez años y las de hace cuarenta. Porque uno pierde dos infancias: la suya y la de sus hijos.
Sin embargo, mil veces la vida diaria nos exige, igual que a tantos, acatar la cordura como una inexorable rutina a la que uno cede con tal de no perder para siempre lo que reconoce como las leyes de su destino desatinado.
Por más reverencia que uno le tenga al desafuero, se pliega a ir al trabajo cuando no querría ni quitarse la pijama, se hace al ánimo de que sus hijos ya no la necesiten para ir al cine o entretenerse en el parque, pero sí para que se haga comida en la casa aunque ellos no sepan si vendrán a comer o no.
Por más que haya jurado ir de vacaciones, si los demás no van, uno se queda en la ciudad de México cuando querría irse al agua del Caribe, opta cuando está segura de que quien elige abandona, acepta que su hermana tenga la razón cuando le habla del inútil abismo de tristezas que puede uno crearse si se empeña en desear lo que otros no pueden darle.
Semejante obediencia no deja de propiciar desfalcos. Lo supongo cuando tras el meticuloso escrutinio de una panza que me duele como la mordida de una tintorera, la en apariencia casual sabiduría del doctor Goldberg pregunta como al pasar: ¿Y has estado tranquila?
Yo sé que pregunta para cumplir con el protocolo profesional, pero él sabe, porque sabe, que yo no estoy ni soy, ni anestesiada podría ser tranquila. Y mejor así, tal vez el colon sea sólo ese lugar del cuerpo al que muchos mandamos nuestro terror a la tranquilidad, nuestra constante ambición de crestas o nuestro inerme deseo de encontrar, alguna vez, tal cosa como una euforia mezclada de armonía. Un tono de vida que pudiera sentirse como suena el adagio del concierto para clarinete de Mozart.
Quién sabe, es un dolor tan caprichoso. Y si uno lo padece y lo comenta descubre que no sólo es caprichoso, sino que abunda. Yo he ido de la dimeticona al té de comino, pasando por las últimas sofisticaciones de la ciencia gastrointestinal, y lo único que puedo recomendar es buscarse una tregua. Una tregua de esas que sólo uno conoce y sólo en uno está darse. Una tregua que se siente en el cuerpo como sé que el silencio puede sentirse en el aire tras un ciclón o en la tierra tras un terremoto. Una flexible y generosa tregua para dejar que la mente deambule sin más, para tirarse a oír Soave sia el vento, para ir al cine, comer un helado y aceptar que ni modo, la pasión de Flaubert por su trabajo fue mayor que la nuestra, ¿qué digo?, mucho mayor. Y a otra cosa. A la vida como el enigma persuasivo que puede ser. A los otros, al elogio de quienes, como dijo Borges, prefieren que otro tenga la razón. A quienes conversan de la trivia crucial de su cada día, su pena y sus esperanzas, ayudados por el orden de una sopa, el solaz de un postre con chocolate, el punto de un pescado a la sal.
Me doy una tregua y recalo en la fascinación que provocan las fábulas de Ovidio recién traducidas por un hombre que quiso traerlas a nuestro siglo como quien trae a la mesa el mejor vino. Voy a un concierto con mi amiga de la infancia. Viva a pesar de lo que había dicho su destino que debía ser. Y en mitad de la música, la bendigo por haber superado la tarde en que creyó desear la muerte como sólo la vida se desea. Creyó cualquier barbaridad, pero sobrevivió para salvar con ella desde un atisbo del cielo que sólo sus ojos atestiguaron hasta la memoria de aquel dulce de almendra que hacía su abuela. Y tantas cosas.
Me doy una tregua y pregunto mientras lo invoco: ¿quién hornearía el pan negro con pasitas que tuve un día de luz sobre mi mesa?
¿Quién le dio a mi madre la receta del bacalao y quién la rigurosa armonía con que lo guisa?
¿Cómo agradecer con precisión a quienes le han dado a José Mas, ciego desde la infancia, poeta y escritor de tiempo completo, la posibilidad de recibir en su computadora la carta que oye leída por una voz cibernética y puede imprimir en sistema Braille si le interesa?
Tantos otros nos hacen felices.
Los que pusieron la enorme rueda de la fortuna que ilumina las noches en París.
El cocinero que abrió en Venecia un restorán para vender su memorable pasta negra con mariscos.
Los adolescentes que trajeron a su casa la segunda temporada de Sex and the City y amanecen, tras su propia noche de fiesta y ciudad, amorosos y despeinados como en la infancia.
El adulto que se duerme ruidosamente en mitad de una escena de lágrimas que me tiene en vilo como a una de treinta. ¡Increíble! Mister Big resulta capaz de comprometerse. Pero claro, de ninguna manera con Carrie, sino con una dulzona espátula de veinte años, complaciente y aburrida. Entonces tres amigas le cuentan a una cuarta de cómo lo mismo pasó en Memories con Robert Redford. ¿Could it be that it was all so simple then? Cantan desentonadas ¿O podrá ser que el tiempo lo rescribe todo? Canto yo en un inglés que no escribo para que no se le note la mala pronunciación.
El pianista Gonzalo Romeu, tocando cubano, mientras los cinco que cenamos bajo su música tejemos el futuro como Penélope sus esperanzas. ¿Cómo agradecer?
El perro saltando seis veces más de lo que mide para celebrar que lo llevemos a caminar.
La voz de las hadas pidiéndome que no tiemble.
Y cuando menos la esperamos, la inaprensible ventura: omnipotente, quebradiza y a ratos tan fácil, tan insólita, en el milagro de una estrella naranja.
No hay más: sólo atisbarla unos segundos, creer en lo inaudito, estremecerse. ¿Quién pide más?
TERRITORIO MÍTICO:
Allí donde uno atesoró los amuletos de su infancia, donde la esquiva luna dijo una tarde nuestro nombre, donde aprendimos a oír como quien sueña y a evocar porque sí. Allí donde el deseo, altivo como nunca, nos insinuó lo que sería de por vida, donde por primera vez confundimos el miedo con la audacia, el amor con el imposible y el absoluto con lo verosímil, allí está para siempre el territorio prometido, el lugar mítico del que todo depende. Allí están sin duda nuestras pasiones más asiduas y el rescoldo de la memoria desde el que todo reinventamos.
Puebla es mi territorio mítico. Como tal se me cruzó en la vida y a cambio sólo me ha pedido el afán de recontar sus delirios, imaginar lo que tal vez conocen sus montañas, elogiar sus campanarios y sus atardeceres, deshacerla, reconstruirla, maldecir sus sospechas y bendecir las puertas de sus casas.
Aquí en Puebla, bajo mis ojos, envejecieron mis abuelos, se quisieron mis padres, nacieron mis hermanos. Aquí en Puebla, en el jardín de mi amiga Elena, está el fresno que habitamos mil tardes, en el que la recuerdo detenida, como a las hadas de su nombre, antes de conocer las letras de una pena. Aquí está el río transparente que veneró mi abuelo, el lago en cuyo cielo aprendí el orden estremecido que rige a las estrellas.
Aquí en Puebla vio mi padre a los primeros muertos de las varias guerras que acortaron su vida, aquí lo vi perderse mirando desde la puerta de nuestra casa cómo nos íbamos antes que él.
Aquí mi madre padeció la belleza con que aún nos deslumbra su perfil, aquí ha encontrado la paz y la sabiduría que muchos nunca encuentran.
Aquí en Puebla perdí los ojos tras el primer hombre, que entonces era un niño, y aquí vengo a reconocer que hasta el último hombre que me cruce la vida será siempre un niño.
Puebla, el siglo pasado, me concedió el descubrimiento de las misceláneas y las mercerías. Me enseñó los secretos de abril y el anhelo de diciembre. En Puebla siempre está lo que me urge. Siempre agosto como una promesa, siempre octubre con las flores moradas, siempre el primer deseo, siempre los viernes de Dolores, los viernes de luna llena, los viernes prodigiosos que abrían las vacaciones. Siempre el ambiguo temblar de la vuelta al colegio: con los libros radiantes y los lápices nuevos. Siempre el aire bendito de la primera papelería que conocí, siempre la gramática y sus leyes como el primer atisbo de una pasión que redime todos mis días. Siempre la nieve de limón con sabor a cinco de la tarde, siempre la primavera al mismo tiempo que el otoño, siempre la perfecta memoria de las lluvias: aunque arda una sequía o corra el aire denso de una polvareda. Siempre el mundo completo como creí de siempre que sería.
Para mí, en Puebla puede ser siempre Navidad y siempre está mi abuelo Guzmán sembrando flores, jugando ajedrez, amaneciendo como quien va de fiesta. Siempre mi abuela con los ojos clarísimos haciendo sumas al mismo tiempo en que repite un poema. Siempre el velero ineludible que construyó el tío Roberto, para irse por el lago en compañía de la niña que fui y de una botella de ron que se bebía mientras la proa tomaba cualquier deriva. Siempre la tía Nena caminando de prisa, entre lo inverosímil y catedral. Siempre la casa vacía del médico que fue mi bisabuelo y siempre adentro una tertulia del siglo diecinueve con una flauta y una mujer que empollaba elefantes cada vez que algo le dolía, y cuya heterogénea descendencia le ha dado al mundo desde matemáticos hasta bailarinas, pasando por toreros, cantantes, cirujanos, físicos, marineros, pintores, poetas y otros cientos de fanáticos aspirantes a la gloria diaria de seguir en el mundo.
En Puebla siempre está Alicia Guzmán vestida de blanco, volviendo de jugar frontón con la sonrisa premonitoria de quien se sabe eterna. Siempre la tía Maicha entre pinturas, distraída de todo, incluso de sí misma, preguntando en desorden si me siento feliz. Siempre el tío Sergio construyendo una casa de dos pisos a la que se le olvidó ponerle una escalera, siempre el tío Alejandro tocando el piano como quien juega solitarios, siempre la memoria de un rincón del jardín, cercano al árbol de nísperos, en el que estuvo la tumba de su perra Diana, dándome desde entonces la certeza de que en toda lápida, hasta en las de los perros, hay un pasado que se busca eterno. Siempre la diminuta escuela que dirigía con espíritu de heroína una mujer solitaria a quien entre más pasa el tiempo más admiro. Y siempre, basta sólo con detenerse en el barrio de Santiago, siempre hay una familia, hecha de varias familias, empeñada en salir a que los hijos conozcan el mar: mi larga e irrevocable familia de la infancia.
Aquí en Puebla está el jardín de Marcela con una jacaranda y todas las certezas de quien duda. Está Sergio mi hermano cavilando el futuro, memorizando los abismos de la sierra, despierto todas las madrugadas con el ansia de atestiguar un imposible tras las imposibles noticias diarias. Aquí están los eucaliptos que sembró mi abuelo paterno y que mi madre le defendió a una herencia como quien defiende un reino. Está el edén con sus hijos y sus nietos jugando un pertinaz fútbol de chicos contra grandes.
Aquí está Mónica con su aroma a chocolate y promesas, aquí anda aún mi prima María Luisa, con un loro en el hombro y un tigre en el anillo, viviendo como en África el amor de su vida. Aquí está Pepa jurándome que ella es una novela y Tere sonriéndole al olvido. Aquí Adriana con todo su buen juicio cuidando el de otros como quien cuida luces de bengala, y aquí María Isabel, que aún salta con la lengua entre los dientes, como si ganar el juego fuera ganar la gloria.
Aquí puedo pensar en Alis a los nueve años, vestida de ángel, con los ojos enormes como las matemáticas en las que después ha puesto la vida. Aquí está Checo armando un globo de papel para mandar al cielo una caja con nuestro viento y su fuego. Aquí José Luis Escalera ha reconstruido una casa para llenarla con libros y la ha llamado Profética, guiado por la inclinación de quien sabe que cada libro busca en sí mismo el cumplimiento de una profecía.
No es deber de escritores ser profeta. Los profetas adivinan el futuro, yo he andado una parte de la vida tratando de adivinar el pasado. Escribo libros que intentan la profecía al revés, y no sólo me cuesta trabajo hablar del futuro, sino incluso indagar en el presente. Por eso recuerdo los detalles más impensables y olvido los más preclaros.
Aquí en Puebla aprendí a decir Carlos para nombrar a mi abuelo paterno, un italiano suave y enigmático cuya voz aún oigo de repente en mis hermanos. Aquí mi padre se empeñó en heredarle a su hijo Carlos la pasión por los autos de carrera que él hoy hereda a sus hijos junto con otras pasiones de igual rango. Aquí lo vio Daniel mi hermano dibujar con tinta verde unas letras perfectas como las líneas que él ahora dibuja, mientras silba despacio una canción que sólo ellos comparten.
Aquí, sentada en los mosaicos rojos de una casa blanca, oí muchas tardes el ruido de unas manos emparentadas con la dicha mientras escribían.
La escritura y la felicidad me fueron enseñadas como una misma cosa. No tengo cómo pagar semejante herencia. Como una misma cosa aprendí las palabras y la fiesta, la conversación y la leyenda, el juego y la sintaxis, la voluntad y la fantasía. Como una misma cosa miro mi historia y la del mundo en que crecí y al que vuelvo sin tregua lo mismo que quien vuelve por agua.
Aquí perdí antes de mirarla a una tía de nombre Carolina, como el hermoso edificio en que hoy estamos. Aquí encuentro para toda la vida a la tía Tere horneando unas galletas con su fuego y a la tía Catalina dándole a cada quien el destino que quiere al extender la mano. Aquí recibió Marcos Mastretta las cartas que le llegaron desde Italia, contando las batallas y la esperanza de su hermano. Y aquí volvió Carlos Mastretta a dar con la insólita mujer que estaba destinada para él, con los hijos que nunca imaginó y que aún se empeñan en imaginar cómo sería su paso si, en vez de morir joven como su risa, hubiera conseguido vivir los noventa años que hoy tendría.
Aquí está la Iztaccíhuatl impávida, impredecible y sola como toda mujer dormida junto a un guerrero que, desde hace cuatro millones de años, estalla a cada tanto cubriéndola de cenizas y lumbre.
Yo no concibo el mundo sin los volcanes atestiguando las luces de este valle, acompañándonos la vida entera mientras pasa un instante de sus vidas. Ni siquiera imagino al mar que tanto venero, sin los volcanes como la contraparte de su inmensidad.
Quienes fundaron Puebla en este valle, movidos por la imaginación y los sueños del Renacimiento, supieron elegir el paisaje. Ser de Puebla, a pesar de la fama de insondables que no sé cómo hemos creado, es ser de todas partes, es heredar la vocación ecuménica de las muchas generaciones que han mezclado aquí su fantasía y sus linajes. Ser de Puebla, para nuestra fortuna, es ser mestizo, es ser hijo de viajeros, de peregrinos, de asilados. Por eso cuando ando por Puebla ando un poco por todas partes.
Basta ver el daguerrotipo del bisabuelo Juan para saber que algo de olmeca tiene mi familia. También algo de maya y algo de fenicia. El gesto de la bisabuela María es de una andaluza, lo cual nos hace también árabes, abisinios. Tuve un bisabuelo campechano y rubio, mitad hijo de Alsacia y mitad de Turquía. Un tatarabuelo judío, una griega mezclada de maya y seguramente una veneciana que casó de casualidad con un romano. Por eso viajo lo mismo a Mérida que a Oviedo, a Nepantla que a Granada, a Teziutlán que a Buenos Aires, a Cartagena que al Adriático, al Vesubio que a Tlaxcala, al desierto, a Cozumel o al Mediterráneo diciendo siempre: yo estuve aquí, bajo este firmamento tuve amores, por estas calles me perdí una tarde. Puebla es mi centro y mi destino porque es el inaudito cruce de muchas veredas.
Aquí en Puebla vi una mañana a Emilia Sauri atándose a Daniel Cuenca tras el mostrador de una botica, aquí me convenció Milagros Veytia de cuán urgente era contarla como si la hubiera conocido. Aquí supe la historia de un cacique implacable a quien en mi cabeza tuve a bien casar con una mujer que aprendería a burlarlo. Todo con tal de conjurar la carga que ese mundo llegó a tener en el recuerdo de quienes ni siquiera lo vivimos. Aquí aún me parece cierto que las hembras de la especie humana hayan logrado desde hace muchos años reírse de sí mismas, torcer el destino que les estaba señalado, mirar el mundo con la benevolencia y la dicha de quien se sabe parte de su travesía.
Aquí vive con todas sus luces la más intrépida, la mejor de cuantas hermanas puede alguien tener: Verónica, rápida como los pájaros, incansable, asida a la razón que según ella es su ley primera y según yo su debilidad única, cambiando de lugar todas las cosas sin perder de vista una sola, sin negarle a la agudeza de su lengua ninguno de sus mil deberes. Aquí está Daniela su hija con el rigor de la ley entre las manos y una sonrisa como un bálsamo. Desde aquí Lorena ayudándome a buscar a un perro capaz de enamorarse como sólo Quevedo y de perderse de mí como sólo yo suelo perderme. Aquí los dos Arturos: el que vivió conmigo para mi fortuna y el que vive con mi hermana como quien teje su fortuna.
Aquí crecieron todas la vacaciones de mis hijos, aquí su extraordinaria abuela les enseñó a jugar ajedrez y a tener paciencia, aquí aprendieron a andar en bicicleta y a venerar la tierra y sus prodigios, aquí vuelven cada vez que les urge saber quiénes son y dónde está la imprescindible métrica de sus vidas. Aquí anda su padre, leyendo siempre un libro, inteligente y ensimismado como si estuviera en todas partes. Aquí también están cada uno y todos mis grandes amores: los posibles, los imposibles y los que siendo inconfesables se volvieron perennes. Aquí, como si todo esto que nombro no fuera suficiente, la Universidad de Puebla me entrega hoy un grado que me enaltece y me alegra, un privilegio al que pretendo hacer honor el resto de mis días.
Nada me asombra y me regocija más que los seres humanos. Trato a diario de contar su vida y sus milagros porque imagino que al contarlos conseguiré asir uno que otro de sus deseos y sus contiendas. Sé que imagino mal: la gracia de los demás está en que sabemos de ellos tan poco como conseguiremos saber de nosotros. Yo querría ser audaz, pero creo que escribo por temor. Le temo al día en que no veré más cómo llega la noche, cómo se crece el mar, cómo entra la llovizna leve sobre el cauce de las montañas, cómo crecen mis hijos, cómo se enamorarán los hijos de mis hijos. Y le temo todos los días, con más reticencia que a la muerte, a la posibilidad de que no me quieran aquellos a quienes reverencio. Este premio será siempre un conjuro contra semejante temor.
Las venturas, como la vida misma, son un regalo impredecible. Acepto con alegría el espléndido estímulo que es estar aquí, acogida por ustedes y por este claustro, símbolo de cuantos caminos cruzan nuestra ciudad. Lo acepto con la única sensatez de la que soy capaz, la que me dice que es imperioso aceptar la generosidad con que nos miran otros, porque nos urge aprender a mirar a los otros con la misma generosidad.
IGUAL QUE UN COLIBRÍ:
Arrebatada, repentina, inevitable, la felicidad cruza dejándonos el silencio como hacen los ángeles y las luciérnagas, igual que un colibrí o las hadas.
No se busca la felicidad, se encuentra. Aparece cuando menos la esperábamos y es huidiza, quebrantable, embaucadora. Como la luz de las mañanas, como el ruido del mar, como el amor desordenado, las hojas de los árboles o el azul de los volcanes.
Uno puede recontar sus momentos de felicidad, aunque no siempre pueda explicarlos y no a todos les resulten deseables. Quien se apasiona por el mar es feliz de sólo verlo, quien lo teme o le parece prescindible pasa frente a la orilla de su prodigio sin conmoverse. Quien juega a la lotería goza con el atisbo de un premio. Quien siente que su vida está signada por el azar vive jugando a la lotería, y entreverada con la diaria existencia se va encontrando la felicidad. A cualquier hora, como una gota de agua: en el aire o al fondo de un abismo.
Hará un mes que una voz pedregosa irrumpió en el teléfono a las dos de la mañana. Me preguntó si yo era yo. Dije que sí.
-Véngase rápido al puente Conafrut, su hijo chocó, se desbarató el coche.
-¿Y él? -pregunté, volviendo a creer en el infierno.
-Él está bien, pero véngase rápido. Rápido.
Le pedí que me dejara oírlo, quise saber quién llamaba, pero del otro lado sólo respondió el aire oscuro de una ausencia.
Su papá y yo nos vestimos en segundos y salimos tras la voz creyendo en ella tanto como desconfiábamos. Casi sin hablarnos, con tal de no decir lo que íbamos pensando. Fuimos hasta la carretera a Toluca, anduvimos por su oscuridad como a tientas, tratando de recordar en dónde está el puente por el que hemos pasado tan pocas veces y con tanta luz como nuestro hijo lo tiene en la memoria de quien transita a diario la descabellada carretera.
Él y la voz que nos llamó debían estar del otro lado, llegando a la ciudad, no abandonándola. De lejos vimos el coche colgado de una grúa bajo las luces de una patrulla.
¿Y el hijo?
Un pánico mudo nos recorrió el cuerpo. Cruzamos la eternidad en tres kilómetros: y ahí estaba el hijo. Inmensamente vivo, entero, agitando los brazos. Y ahí estaba, indeleble, fortuita: la felicidad.
¿Cómo agradecer ese instante? ¿Qué premio de cuál lotería nos lo dio un jueves cualquiera? No se busca la felicidad: se encuentra.
Quizás lo más inquietante de todo lo suyo es que mil veces resulta imprevisible.
Ayer pasé la tarde sola en mi casa. A las nueve de la noche aún no había oído a nadie llegar. Estuve un tiempo largo frente a la computadora, entretenida con sus letras haciendo las mías. Ni un solo ruido. Semejante silencio comparado al trajín que agobia las mañanas me pareció una humilde manera de vislumbrar la felicidad.
Abrí el correo electrónico: varias cartas, dos contraseñas. Una fue de mi hermana: "ven a Puebla, caminaremos" dice. Y dice tanto. La pienso. Ella nunca pregonaría: "¡qué feliz soy!" Es mucho más enigmática y mucho más clara que eso: sabe hacer felices a otros. ¿Quién puede lo segundo sin lo primero?
Como a las diez un cansancio sin alas me cayó en los párpados. Terminaba otro día de lluvia. Apagué la luz de mi estudio. El perro se levantó de su rincón, adormilado y perezoso. Dos chispas negras le juegan en los ojos y con ellas lo mismo se entristece que se encandila. Me siguió moviendo la cola sin causa cierta. Tiene el don de los perros: me hace creer que traigo en mí su felicidad. ¿Qué mejor podría darme?
Iluminé la escalera, canté el final de un tango. Me lo sé mal, pensé, pero me gusta. Arriba los cuartos estaban a oscuras. Yo querría que los hijos tuvieran diez años y me llamaran al terminar la Historia sin fin, para ver por centésima vez cuando el niño vuela sobre el mundo montado en su blanquísimo perro dragón. Ahí estuvo entonces la felicidad: en ellos, en el niño, en el sonriente dragón volando sobre nuestras cabezas.
Pero mis hijos han crecido tanto que de seguro el niño del dragón ya tuvo un hijo. Y arriba los cuartos estaban oscuros. Caminé hasta la puerta del mío. "¿Ma?"; llamó la voz de la cineasta que es Catarina cuando usa los anteojos, y también cuando no. En la penumbra de su cuarto estaba viendo la tele, con medio cuerpo sobre el sillón y el otro medio recostado en su novio. Me la encontré sin más, sin saber que ahí estaba.
Hace tan poco tiempo que volvió dichosa, con una estrella pegada en la frente tras su primer día de colegio. Me la enseñó como una novedad. Yo supe, y sigo sabiendo, que ya la traía puesta el día que nació.
-¿Cómo andan? -pregunté para ocultar el pueril regocijo con que los descubrí como a un tesoro inesperado.
-Estamos viendo La guerra de las galaxias hasta sabernos todos los parlamentos. Te invitamos -condescendió conmigo como si la chiquita fuera yo.
¿Qué podía ser su voz sino la inexpugnable felicidad? Y otra vez, como tantas, le vi una estrella en la frente.
Dos frases célebres tiene mi madre: "la vida es difícil" y "no todo se puede". Sin decírselo ni decírmelo, yo he pasado la vida intentado probar la improbabilidad de sus decires. He hecho de todo con tal de que todo se pueda, he puesto cara de que no me duele lo que sí me duele, de que fue muy fácil lo que resultó tan arduo. Una y otra vez he caído de bruces sobre las dos certezas clave de mi madre, sin por eso dejar de empeñarme en que no tenga razón.
Hace unos días me despedí de su paz y su jardín para volver a mi ajetreo. La vi como siempre: hermosa, con sus setenta y ocho años y su espíritu indómito.
-Sabes madre, creo que terminaré dándote la razón. No sé bien cuándo, de momento pienso seguir en mi empeño, pero a la larga, lo veo llegar, acabaré aceptando que no todo se puede y que la vida es difícil. Hasta mi último día les pondré matices y reparos a tus dos grandes certidumbres, pero acabaré dándote la razón.
-Porque la tengo hija. Ni modo -sentenció serena y sonriente. Y tras la sentencia vi sus labios y el rabito de sus ojos y vi en ellos la complacida felicidad de quien convence a la inconvencible: no se puede todo, la vi pensar, pero hoy pude contigo. La besé para decir adiós. Y me sentí torpe y necesariamente feliz.
El señor de la casa entró silbando. Trae en la cabeza diez periódicos, cuarenta conversaciones cruciales, setecientos pendientes. Oigo sus pasos llegar y me doy cuenta de lo atrasada que ando en mis arreglos para ir a la cena. Me pinto las pestañas espantando al sueño como a un mal pensamiento. Tengo un letrero enmarcado que advierte desde siempre: "si me corretean me tardo más". Él nunca le ha hecho ningún caso.
Oigo subir el silbido y la danza del silbante. Lo que sigue es un "vámonos" como una sentencia. En un segundo los pasos andan el camino entre la escalera y nuestro cuarto, y el señor de la casa detiene el silbido: "¿Qué crees? -dice-. Se suspendió la cena".
Suelto el rimel y recupero el alma. Que no todo se puede, dijo mi madre, pero a veces se puede lo imposible, digo yo. Y entra la felicidad: discreta, imperceptible casi, a dar su guerra tibia.
No se busca la felicidad: se encuentra.
PASIÓN POR EL TIEMPO:
No sé ni cómo, pero mi ventana se abre a la gloria de tres árboles. Dos enfrente, uno a la izquierda. El de la izquierda es un fresno inmenso. Está del otro lado de la calle, pero no importa, en los asuntos cruciales ha estado siempre aquí, a veces demasiado cerca. Hoy en la tarde, que de pronto se ha hecho clara cortando su camino a través de una polvareda, alrededor del fresno vuelan decenas de pájaros jóvenes. Parece que andan adiestrándose en el arte, porque salen de entre las ramas y cruzan tramos breves, luego dan la vuelta y recalan en el árbol. Hacen lo mismo una vez tras otra mientras el cielo, que asombra de tan claro, empieza a volverse rojizo. Cerca ha salido una luna pálida, casi transparente. Uno diría que la tarde es inaudita en una ciudad como esta. Pero no lo es. Se repiten las tardes así en esta ciudad tan apretada de tan fea o tan bella que aquí estamos apretados. ¿Quién mira la tarde aquí? ¿Quién se detiene a intentar asirla?
Yo sé, vanamente, que yo. Y sé que hay quienes. Incluso sé que hay quien las ama, quienes bajo ellas se aman.
A veces, de saberlo, tiemblo. Ya no está de moda vivir así. Soy una anticuada, una cursi, una perdedora del tiempo. Tengo pasión por perder el tiempo. Y tengo tantas pasiones por las que no dan título en la universidad.
Yo sé cuándo hay luna llena aunque la noche esté nublada, y sé por qué sale temprano a veces y muy tarde otras. No lo sé por astrónoma, sino por lunática. Del mismo modo en que no sé un ápice de ecosistemas, pero me angustia no mirar el horizonte para reconocer en cuál habito. Igual que me pasmo bajo las estrellas y deliro de furia porque aquí no se ven. Miro el tiempo alargarse entre las nubes, dicen que no existe. Lo bien creo.
Mi madre solía justificarme diciendo: "es que ella es muy intensa". Lo decía con toda la boca, entre asustada y compadecida. Otros lo piensan. No falta quien lo teme, quienes lo censuran y lo encuentran de plano muy, pero muy fuera de lugar. O de verdad aburridísimo, inapropiado y necio.
Afuera hay un ruido como el que debería decirse que hay en algún infierno. Se oye pasar una sirena, un avión y otro, una parvada de automóviles desde hace rato inmóviles. Todo el que puede tocar la bocina y quiere, la toca como si estuviera en una orquesta. Y eso sucede justo aquí afuera, en mi calle. Además, de la ciudad toda llega un incesante pavor al silencio.
Evoco el mar, la costa abriéndose al Caribe que se abre al infinito. Ese ruido sí que vale su escándalo. No atormenta, no cansa, no ensordece. Oigo a Chopin. Atormentado. Ése sí que era intenso. No yo. Pálida copia mal habida. Viviendo aquí, en la ciudad de México, en el año dos mil tres. Ya podría yo ser más actual. ¿Qué hago buscando cómo se cambia de color el cielo entre los árboles y la ventana? ¿Qué hago donde se acaba el horizonte al otro lado de la calle, justo donde un hombre gordo y atrabiliario ha tatuado en la pared de su casa un letrero que reza como si aullara de tan feo: "Centro Médico Oncológico"? ¿Qué hago?
Aquí vivo. Aquí ando buscándole a la vida todos los días una emoción cabal. Una tras otra las pasiones como si tuviera los veinte años de mis hijos. ¡Qué vergüenza!
"¡Carajo!"; decía mi hermano Sergio por cualquier cosa, y digo yo por ésta.
"¿Qué tal? ¡Adiós! Me voy, me voy, me voy"; dice el doctor Aguilar y dijo el conejo de Alicia mirando su reloj.
"¿Ma?"; dicen mis hijos y rasgan el universo abriendo el tiempo en que eran niños y todo el tiempo era nuestro.
"Cuídate"; dice alguien más para no decir más y dicen mis amigas que así dicen más.
"Me voy a meter en la carrera de los once kilómetros" dice Luisa mientras pica una cebolla para la sopa.
"¿Por qué nos regresamos de Cozumel?", pregunta el correo de Verónica mi hermana.
Fuimos a Cozumel y estuvimos de tal modo en la cuesta de la ola, que, en las noches, exhaustas, volvíamos a la casa de quienes nos prestaron el mundo con su mundo, y nos acostábamos a mirar las estrellas y a conversar hasta ponernos bizcas, para irnos a la cama con la beatitud entre los ojos. Fuimos a Cozumel, al mar cerrado y al abierto, a comer boquinete en la playa y la mejor pasta con los Arenal, tamales con doña Migue y horizonte en la casa de Nahíma y Pedro. A beber café con don Nassim, cambiarnos el color de la piel y contarnos desde los grandes amores hasta la mugre de las uñas. Fuimos a Punta Sur, a la laguna, a ver cómo anochecen los pájaros más dichosos de la tierra y los más impasibles cocodrilos. Al día siguiente nos perdimos en Chankanab sobre los peces de colores que nadaron bajo nosotros sin ninguna sorpresa, sin siquiera lo que debía parecerles nuestro insoportable fervor frente a ellos.
Cozumel es el sueño de un dios arrebatado por la paz y la perfección. Un sueño que en vano intentan arruinar a saltos las bocinas gritonas de alguna mala tienda. Cozumel todavía es un sueño, quizás siempre sea un sueño. Mientras yo viva, será uno de mis sueños, una de mis pasiones, uno de mis imposibles. ¿Por qué nos regresamos de Cozumel?
Supongo, me digo, que porque ahí no vivimos. Yo vivo aquí en el Distrito Federal y mi hermana, mucho más sabia, vive frente a los volcanes.
Yo aquí vivo porque esto elegí, no me tocaba vivir aquí. Vine a la ciudad de México movida por la pasión de sentir cosas. Y aquí podían estar todas las cosas. Sería presumido y mentiroso decir que vine porque la universidad, las oportunidades, una manera distinta de ver el mundo me esperaban. Vine a buscar. Y ni por atrevida ni por guerrera, sino por curiosa. Porque nunca he tenido claro lo que busco, siempre lo que me urge es encontrar.
Esta ciudad ya era horrible y bellísima hace treinta años. No es ninguna sorpresa que no exista el horizonte ni en mi barrio ni en ningún otro. No existían desde entonces. Sólo sucede que la ciudad ha crecido en horrores tanto como le brotan maravillas. La verdad es que los jóvenes de entonces tenían un toque divino parecidísimo al que tienen los de ahora. Sólo que entonces yo estaba entre ellos y ahora estoy sólo para tenerles devoción. Algunos viejos había entonces que aún añoro, a pesar de que ahora tanta gente se enferma y envejece porque siempre son muchos los que se nos parecen. Hay que estar embarazada para notarlo. Nunca mira uno tantas mujeres preñadas como cuando lo está. Por todas partes hermosas mujeres barrigonas a las que entonces yo veía más bien horribles. Eran preciosas, lo sé ahora. Igual que lo es la vida en todo el que la tiene. Ni se diga en los viejos, en cuyas filas empiezo a formarme: los de setenta ya dicen frente a mí: "en nuestros tiempos" y se refieren también a "mis tiempos" cuando lo dicen, aunque yo tenga veinte, dieciocho años menos.
Para conversar y escribir me he vuelto una anciana en el asunto de que las cosas tengan alguna lógica. ¿No estaba yo contando cómo vuelan los pájaros? ¿Dije que algunos tienen la cabeza enrojecida?
Se hizo la noche clarísima y yo aún sigo pensando en las pasiones. ¿Qué haría uno sin pasiones? Yo, morirme, porque mi pasión crucial es andar viva. Por eso tengo tan poco sentido de lo que significa perder el tiempo. Mientras por aquí yo ande y mi ventana se abra a la gloria de tres árboles en los que duermen hasta otra luz cientos de pájaros, tendré siempre pasión por soltar el tiempo como quien juega arena entre las manos.
Autor:
Ángeles Mastretta
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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