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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 3)


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Habían avanzado una milla con suma rapidez, cuando partió de la barquilla otro tiro que derribó a uno de aquellos demonios que se encaramaba por la cuerda del ancla. Un cuerpo sin vida cayó de rama en rama y quedó colgado a veinte pies del suelo, con las piernas y los brazos extendidos.

-¿Por dónde diablos se sostiene ese bárbaro? -exclamó Joe.

-¿Qué nos importa? -respondió Kennedy-. ¡Corramos! ¡Corramos!

-¡Ah, señor Kennedy! -exclamó Joe, sin poder contener la risa-. ¡Por el rabo! ¡Es un mono! ¡Un asalto de monos!

-Mejor, más vale que sean monos que hombres -replicó Kennedy, precipitándose hacia el grupo vociferante.

Era una manada de cinocéfalos bastante temibles, feroces y brutales, con un hocico de perro que les daba un aspecto repugnante. Sin embargo, unos cuantos tiros bastaron para obligarles a abandonar el campo de batalla, donde dejaron no pocos cadáveres.

Kennedy se encaramó por la escala. Joe subió al sicomoro, desenganchó el ancla y subió a la barquilla sin dificultad. Algunos minutos después, el Victoria volvió a remontarse y se dirigía hacia el este a impulsos de un viento moderado.

-¡Vaya un asalto! -exclamó Joe.

-Creíamos que estabas rodeado de indígenas.

-Afortunadamente, no eran más que monos -respondió el doctor.

~De lejos, la diferencia no es grande, amigo Samuel.

-Ni de cerca tampoco -replicó Joe.

-De cualquier modo -repuso Fergusson-, este ataque de monos podía haber tenido funestas consecuencias. Si, con sus repetidos tirones llegan a desenganchar el ancla, no sé adónde me hubiera llevado el viento.

-¿No se lo decía yo, señor Kennedy?

-Tenías razón, Joe; pero, aun teniéndola, en aquel momento estabas asando unas chuletas de antilope cuya visión me abría el apetito.

-Lo creo -respondió el doctor-. La carne de antílope es exquisita.

-Ahora la probaremos señor; la mesa está puesta.

-En verdad -dijo el cazador- que estas lonchas de venado echan un humillo montaraz nada desdeñable.

-¡Ya lo creo! -respondió Joe con la boca llena-. Yo me comprometería a no comer mas que antílope todos los días de mi vida, con tal que no me faltase un buen vaso de grog para digerirlo más fácilmente.

Joe preparó la codiciada pócima y los tres la paladearon con recogimiento.

-La cosa marcha -dijo.

-A pedir de boca -respondió Kennedy.

-¿Qué tal, señor Dick? ¿Siente habernos acompañado?

-¿Quién hubiera sido capaz de impedírmelo? -respondió el cazador resueltamente.

Eran las cuatro de la tarde. El Victoria encontró una corriente más rápida. El terreno se elevaba insensiblemente, y muy pronto la columna barométrica indicó una altura de mil quinientos pies sobre el nivel del mar. El doctor se vio entonces obligado a sostener el aeróstato mediante una dilatación de gas bastante fuerte, y el soplete funcionaba incesantemente.

Hacia las siete, el Victoria planeaba sobre la cuenca de Kanyemé. El doctor reconoció al momento aquel vasto desmonte de seis millas de extensión, con sus aldeas ocultas entre baobabs y güiras. Allí se encuentra la residencia de uno de los sultanes del país de Ugogo, donde la civilización está menos atrasada y se comercia rara vez con carne humana; sin embargo, hombres y animales viven juntos en chozas redondas sin armazón de madera, que parecen haces de heno.

Después de Kanyemé, el terreno se vuelve árido y pedregoso; pero a una hora de distancia, cerca de Mdaburu, hay un valle fértil donde la vegetación recobra todo su vigor. El viento cesó al anochecer, y la atmósfera pareció dormirse. El doctor buscó en vano una corriente a diferentes alturas; al constatar la calma de la naturaleza, resolvió pasar la noche en el aire y, para mayor seguridad, se elevó unos mil pies. El Victoria permanecía inmóvil, y la noche, magníficamente estrellada, cayó en silencio.

Dick y Joe se tumbaron en su apacible cama y se sumieron en un profundo sueño durante la guardia del doctor, que fue reemplazado por el escocés a medianoche.

-Si se produce cualquier incidente -le dijo a Dick-, despiértame y, sobre todo, no pierdas de vista el barómetro. El barómetro es nuestra brújula.

La noche fue fría; llegó a haber 270 de diferencia con la temperatura del día. Con las tinieblas había empezado el concierto nocturno de los animales, a quienes la sed y el hambre obligaban a abandonar sus guaridas. Se oyo la voz de soprano de las ranas, acompañada de los aullidos de los chacales, mientras que los imponentes graves de los leones sostenían los acordes de aquella orquesta viviente.

Por la mañana, al volver a su puesto, el doctor Fergusson consultó la brújula, y observó que durante la noche había variado la dirección del viento. Hacía cosa de dos horas que el Victoría derivaba unas treinta millas hacia el noreste. Pasaba por encima de Mabunguru, país pedregoso, sembrado de bloques de sienita bellamente pulida y de gibosos montículos; masas cónicas, análogas a los peñascos de Karnak, erizaban el terreno cual dólmenes druídicos; numerosas osamentas de búfalos y elefantes salpicaban el suelo de blanco, y, exceptuando la parte del este, en que se levantaban profundos bosques bajo los cuales se ocultaban algunas aldeas, había pocos árboles.

Hacia las siete, una roca esférica, que tendría dos millas de extensión, apareció como inmensa concha de galápago.

-Vamos bien encaminados -dijo el doctor Fergusson-. Allí está Jihoue-la-Mkoa, donde nos detendremos un rato. Quiero renovar la provisión de agua necesaria para alimentar el soplete. Busquemos un sitio donde agarrarnos.

-Pocos árboles hay -respondió el cazador.

-Probemos. Joe, echa las anclas.

El globo, perdiendo poco a poco su fuerza ascensional, se acercó a tierra; las anclas corrieron hasta que una de ellas hincó una uña en la hendidura de una roca, y el Victoria quedó sujeto.

No se crea que el doctor, durante las paradas, pudo apagar completamente el soplete. El equilibrio del globo había sido calculado al nivel del mar, y como el terreno se elevaba sin cesar, al hallarse a una altura de seiscientos o setecientos pies, el globo habría tenido una tendencia a descender más abajo que el propio suelo; por eso era preciso sostenerlo mediante una dilatación del gas. Sólo en el caso de que, en ausencia total de viento, el doctor hubiera dejado la barquilla descansar en el suelo, el aeróstato, libre de un peso considerable, se habría mantenido en el aire sin ayuda del soplete.

Los mapas indicaban vastas cienagas en la vertiente occidental de Jihoue-la-Mkoa. Joe se dirigió allí solo con un barril que podría contener unos diez galones; encontró sin trabajo el punto indicado, no lejos de un poblado desierto, hizo su provision de agua y en menos de tres cuartos de hora estuvo ya de vuelta. No había visto nada de particular, aparte de enormes trampas para cazar elefantes; incluso estuvo a punto de caer en una de ellas, en la que yacía un esqueleto medio roído.

Trajo de su excursion una especie de nísperos que los monos comían ávidamente. El doctor reconoció el fruto del mbenbú, árbol que abunda en la parte occidental de Jihoue-la-Mkoa. Fergusson aguardaba a Joe con cierta impaciencia, porque en aquella tierra inhospitalaria una detención, por breve que fuese, le inspiraba siempre zozobra.

El agua fue embarcada sin dificultad, pues la barquilla descendió casi al nivel del suelo; Joe, tras desenganchar el ancla, subió con presteza junto a su señor. En cuanto éste reavivó la llama, el Victoria reemprendió su ruta por los aires.

Se hallaba entonces a unas cien millas de Kazeh, importante establecimiento del interior de África, donde, gracias a una corriente del sureste, podían prometerse los viajeros llegar durante aquel día. Avanzaban a una velocidad de catorce millas por hora. La conducción del aeróstato se hizo entonces bastante difícil; no era posible elevarse a gran altura sin dilatar excesivamente el gas, porque el terreno se hallaba ya a una altura media de tres mil pies. El doctor prefería, en la medida de lo posible, no forzar su dilatación, por lo que siguió muy hábilmente las sinuosidades de una pendiente bastante empinada, y pasó casi rozando las aldeas de Thembo y de Tura-Wels. Esta última forma parte del Unyamwezy, magnífica comarca donde los árboles alcanzan las más colosales dimensiones, especialmente los cactos, que son gigantescos.

Hacia las dos, con un tiempo magnífico, bajo un sol ardiente que devoraba la menor corriente de aire, el Victoria planeaba sobre la ciudad de Kazeh, situada a trescientas cincuenta millas de la costa.

-Partimos de Zanzíbar a las nueve de la mañana -dijo el doctor Fergusson, consultando sus notas-, y en dos días de travesía hemos recorrido más de quinientas millas geográficas. ¡Los capitanes Burton y Speke invirtieron cuatro meses y medio en hacer el mismo camino!

 

XV

-Kazeb. – El mercado bullicioso. – Aparición del

Victoria. – Los waganga. – Los hijos de la Luna. –

Paseo del doctor. – Población. – El tembé real. – Las

mujeres del sultán. – Una borrachera real. – Joe,

adorado. – Cómo se baila en la Luna. – Peripecia. –

Dos lunas en el firmamento. – Inestabilidad de las

grandezas divinas

Hablando con propiedad, Kazeh, punto importante del África central, no es una ciudad; a decir verdad, en el interior no hay ciudades. Kazeh no es mas que un conjunto de seis vastas excavaciones, repleto de barracas y chozas con patios y huertecillos cuidadosamente cultivados; allí crecen cebollas, patatas, berenjenas, calabazas y setas de un sabor delicioso.

El Unyamwezy es la tierra de la Luna por excelencia, el fértil y espléndido jardín de África. En el centro se encuentra el distrito de Unyanembé, deliciosa comarca donde viven perezosamente algunas familias de omaníes, que son arabes de origen muy puro.

Durante mucho tiempo se dedicaron al comercio en el interior de África y en Arabia; traficaban en gomas, marfil, telas de algodón y esclavos; sus caravanas surcaban aquellas regiones ecuatoriales, y aún van a buscar a la costa objetos de lujo y de placer para mercaderes ricos, los cuales, rodeados de mujeres y criados, llevan en aquella encantadora comarca la existencia menos agitada y más horizontal posible, siempre tumbados, riendo, fumando o durmiendo.

Alrededor de esas excavaciones, numerosas barracas de indígenas, grandes extensiones para los mercados, campos de cannabis y de datura, hermosos árboles y frescas sombras: eso es Kazeh.

Es el punto de cita general de las caravanas: las del sur, con sus esclavos y cargamentos de marfil, y las del oeste, que exportan algodón y abalorios a las tribus de los Grandes Lagos.

Así es que en los mercados reina una agitación perpetua, una algarabía indescriptible donde se mezclan gritos de vendedores ambulantes mestizos, ruido de tambores y cornetas, relinchos de mulos, rebuznos de asnos, cantos de mujeres, chillidos de chiquillos y golpes de vara del imadar, que en aquella sinfonía pastoral es quien marca el compás.

Allí se exhiben desordenadamente, o, por mejor decir, con un desorden encantador, telas vistosas, sartas de abalorios, objetos de marfil, dientes de rinoceronte y de tiburón, algodón, miel, tabaco; allí se llevan a cabo las más extravagantes transacciones mercantiles, en las que cada objeto sólo tiene valor en función de los deseos que excita.

De repente, aquella agitación, aquel movimiento, aquel ruido cesaron como por encanto. El Victoria acababa de aparecer en el aire; planeaba majestuosamente y descendía poco a poco, sin desviarse de la vertical. Hombres, mujeres, niños, esclavos, mercaderes, árabes y negros, todos desaparecieron, agazapándose más que deprisa en los tembés y las chozas.

-Amigo Samuel -dijo Kennedy-, si seguimos causando el mismo efecto en todas partes, trabajo nos ha de costar establecer con estas gentes relaciones mercantiles.

-Sin embargo -dijo Joe-, podríamos realizar una operación comercial muy sencilla. Consistiría en bajar tranquilamente y cargar con las mercancías de más valor, sin cuidarnos de entrar en tratos con los vendedores. Nos haríamos ricos.

-¡Sí! -replicó el doctor-. Pero esos indígenas, pasado el primer sobresalto, no tardarán en volver, movidos por su superstición o su curiosidad.

-¿Usted cree, señor?

-Pronto lo veremos. Por si acaso, será una medida prudente no acercarse demasiado a ellos. El Victoria no es un globo blindado ni acorazado; por lo tanto, no está a salvo de balas y flechas.

-¿Piensas, amigo Samuel, entrar en tratos con esos africanos?

~¿Por qué no, si se puede? -respondió el doctor-. En Kazeh debe de haber mercaderes árabes más instruidos y menos salvajes. Recuerdo que Burton y Speke no tenían bastante boca para alabar la hospitalidad de los habitantes de este pueblo. Podemos, pues, intentarlo.

El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la plaza del mercado.

En aquel momento toda la población salía de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspeccion. Varios waganga, a quienes se reconocia por sus insignias de conchas conicas, se acercaron resueltamente a los viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una suciedad verdaderamente doctoral.

Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo; salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.

-Ésa es su manera de orar -dijo el doctor Fergusson-. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.

-Pues bien, señor, represéntelo.

-Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un dios.

-No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del incienso.

En aquel mismo momento, uno de los magos, un myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo silencio. El hombre les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en una lengua desconocida.

El doctor Fergusson, que no había entendido absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.

El orador pronunció, con una verbosidad suma, una arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en comprender que el Victoria había sido tomado por la Luna en persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres hijos, honra incomparable que permanecería eternamente grabada en la memoria de aquella tierra tan amada del Sol.

El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le diesen a conocer sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.

El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos años, imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.

El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la invitación.

-¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro? -preguntó el cazador.

-¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro favor; la atmósfera está tranquila, no se mueve ni la hoja de un árbol. Por el Victoria, nada tenemos que temer.

-¿Y qué harás?

-No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina saldré del paso. -Luego, dirigiéndose al público, añadió-: La Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!

Los gritos, los cantos y las demostraciones se multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en movimiento.

-Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir rápidamente. Así pues, Dick se quedará en la barquilla y, por medio del soplete, mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sólidamente sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se quedará al pie de la escala.

-¡Cómo! -exclamó Kennedy-. ¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?

-¡Señor! -le secundó Joe-. Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta la conclusión de la aventura?

-No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.

-Si ése es tu deseo… -respondió el cazador.

-Vigila la dilatación del gas.

-Puedes marcharte tranquilo.

Los gritos de los indígenas iban en aumento; reclamaban la intervención del cielo.

-¡Escuche! -dijo Joe-. Percibo una actitud un tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.

El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como exigían las circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su alrededor.

Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas religiosas, marchó lentamente hacia el tembé real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol, haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto, resplandecía.

El doctor andaba con dignidad; los waganga lo rodeaban y contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco se unió a la comitiva el hijo natural del sultán, un jovencito de buena figura que, según la costumbre del país, era el único heredero de los bienes paternos, con exclusión de los hijos legítimos. El príncipe se prosternó reverentemente ante el hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo levantarse.

Después de tres cuartos de hora de marcha por senderos sombríos, entre el lujo de una vegetación tropical, la entusiasmada procesión llegó al palacio del sultán, una especie de edificio cuadrado, llamado Ititenya, situado en la ladera de una colina. El techo de bálago, apoyado en postes de madera que querían parecer esculpidos, formaba como un alero. Adornaban las paredes largas líneas de arcilla rojiza que intentaban reproducir figuras de hombres y de serpientes, pareciéndose más al natural éstas que aquéllos. No había ventanas; sólo una puerta de muy poca consideración. Sin embargo, el aire circulaba interiormente con la mayor libertad, gracias a la abertura que dejaba la techumbre al no descansar directamente sobre las paredes del edificio.

El doctor Fergusson fue recibido con grandes honores por los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África central. Eran hombres fuertes y robustos, sanos y bien formados. Caían sobre sus hombros los cabellos divididos en mechones minuciosamente trenzados, y desde las sienes hasta la boca surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de madera y placas de copal, y cubrían su cuerpo con telas pintadas de colores brillantes. Los soldados iban armados con azagayas, arcos, flechas envenenadas con zumo de euforbio, cuchillos y largos sables llamados simes, dentados como sierras, amén de con un sinfín de hachas.

El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de címbalo hecho con el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban a puñetazos.

La mayor parte de las mujeres parecían muy guapas, y fumaban, riendo, thang y tabaco en grandes pipas negras; revelaban muy buenas formas bajo las largas túnicas dispuestas con gracia y ceñidas al talle con su kilt de fibras de calabaza entretejidas.

Seis de ellas formaban un grupo separado de las demás a causa del cruel suplicio a que se las tenía destinadas, pese a lo cual demostraban la misma alegría que el resto. A la muerte del sultán debían ser enterradas vivas junto al cadáver de éste, para proporcionarle alguna distracción en su eterna soledad.

El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de madera del soberano. Allí vio a un hombre de unos cuarenta años, completamente embrutecido por orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enfermedad, que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.

Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido. El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del médico.

Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre sus demasiado entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.

Durante su ausencia, Joe aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de trato familiar con las jóvenes africanas, que no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía las más amables frases.

-Adorad, señoritas, adorad -les decía-. ¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre diablo!

Le presentaron ofrendas propiciatorias, que normalmente se depositaban en los mzimu o chozas-fetiches, y que consistían en espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó en la obligación de probar aquella especie de cerveza fuerte, pero su paladar, aunque acostumbrado a la ginebra y el whisky, no pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus adoradores tomaron, por una amable sonrisa.

A continuación, las jóvenes, cantando a coro una melopea, ejecutaron a su alrededor una danza muy grave.

-¡Conque sabéis bailar! -exclamó el muchacho-. Pues yo no he de quedarme corto con vosotras. Os enseñaré un baile de mi país.

Y empezó una giga aturdidora, estirándose, encogiéndose, retorciéndose, bailando apoyado en los pies, en las rodillas, en las manos, girando de mil maneras a cuál más extravagante, adoptando actitudes increíbles, haciendo gestos imposibles, en definitiva, dando a aquellas gentes una extraña idea de la manera que tienen los dioses de bailar en la Luna.

Y todos aquellos africanos, imitadores como monos, quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos; no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un delirio, una tremolina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse al doctor.

Éste regresaba precipitadamente, en medio de una chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empujaban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedido? ¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su médico celestial?

Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin comprender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba, impaciente por elevarse.

El doctor llegó al pie de la escala. Un temor supersticioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia contra su persona. El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le siguió con agilidad.

-No hay que perder un instante -le dijo su señor-. ¡No intentes desenganchar el ancla! ¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!

-Pero ¿qué pasa? -preguntó Joe, entrando en la barquilla.

-¿Qué ha sucedido? -dijo Kennedy, con la carabina en la mano.

-Mirad -respondió el doctor, señalando el horizonte.

-¿Y bien? -preguntó el cazador.

-¿Y bien? ¡La Luna!

La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el Victoria!

¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!

Tales habían sido las reflexiones naturales de la muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los acontecimientos.

Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó prolongados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.

Pero uno de los magos hizo un signo y todos bajaron las armas; el mago se encaramó al árbol con intención de coger la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.

Joe cogió un hacha.

-¿Corto? -dijo.

-Aguarda -respondió el doctor.

-Pero, ese negro…

-Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.

El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del aire.

Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzarse al espacio a uno de sus waganga.

-¡Hurra! -exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder ascensional, subía con gran rapidez.

-Se agarra bien -dijo Kennedy-; un paseíto no le vendrá mal.

-¿Lo soltaremos de golpe? -preguntó Joe.

-¡No! -replicó el doctor-. Le dejaremos en tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.

-Capaces son de convertirlo en dios -exclamó Joe.

El Victoria había alcanzado una altura de aproximadamente mil pies. El negro se agarraba a la cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija. Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el globo más allá de la ciudad.

Media hora después, el doctor, viendo el país desierto, moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.

XVI

Signos de tempestad. – El país de la Luna. – El porvenir

del continente africano. – La máquina de la última

hora. – Vista del país al ponerse el sol. – Flora y fauna.

– La tempestad. – La zona de fuego. – El cielo estrellado

-He aquí las consecuencias -dijo Joe- de hacerse pasar por hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite ha querido jugarnos una mala pasada. ¿Acaso, señor, ha comprometido su reputación con su medicina?

-En resumidas cuentas -intervino el cazador-, ¿quien era el sultán de Kazeh?

-Un borracho medio muerto -respondió el doctor-, cuya pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de todo lo que ha pasado es que los honores son efímeros y no conviene aficionarse a ellos demasiado.

-Es una lástima -replicó Joe-. La cosa me iba a pedir de boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a mi arbitrio! Pero ¿qué le vamos a hacer? Ha aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente que estaba enfadada.

Durante estos razonamientos y otros varios, en los que Joe examinó al astro de la noche bajo un punto de vista enteramente nuevo, en el cielo, por la parte del norte, se acumulaban densas nubes, nubes siniestras y pesadas. Un viento bastante fuerte, que soplaba a trescientos pies del suelo, impelía al Victoria hacia el norte-noreste. Encima del globo, la bóveda azulada estaba límpida, pero resultaba abrumadora.

Hacia las ocho de la noche, los viajeros se encontraron a 320 40’ de longitud y 40 17’ de latitud. Las corrientes atmosféricas, bajo la influencia de una tormenta próxima, los empujaban a una velocidad de treinta y cinco millas por hora. Pasaban rápidamente bajo sus pies las llanuras onduladas y fértiles de Mfuto. Los aeronautas admiraron aquel espectáculo.

-Nos hallamos en pleno país de la Luna -dijo el doctor Fergusson-. Sin duda ha conservado este nombre que le dio la antigüedad, porque en él siempre se ha adorado a la Luna. Es verdaderamente una comarca magnífica, y difícilmente se encontraría en el mundo otra vegetación más bella.

-Si se la encontrase cerca de Londres -respondió Joe-, no sería natural, pero sí muy agradable. ¿Por qué tales bellezas están reservadas a países tan bárbaros?

-¿Quién sabe -replicó el doctor- si no se convertirá algún día esta comarca en el centro de la civilización? Tal vez se establezcan aquí los pueblos del futuro, cuando, extenuadas, las regiones de Europa no puedan ya nutrir a sus habitantes.

-¿Tú crees? -preguntó Kennedy.

-Sin duda, mi querido Dick. Observa la marcha de los acontecimientos; considera las migraciones sucesivas de los pueblos y llegarás a la misma conclusion que yo. ¿No es verdad que Asia es la primera nodriza del mundo? Por espacio tal vez de cuatro mil años, trabaja, es fecundada, produce, y después, cuando no se ven mas que piedras donde antes brotaban las doradas mieses de Homero, sus hijos abandonan aquel seno agotado y marchito. Entonces se dirigen a Europa, joven y vigorosa, que los está alimentando desde hace ya dos mil años. Pero su fertilidad se agota; sus facultades productoras disminuyen de día en día; esas enfermedades nuevas que atacan cada año los productos de la tierra, esas malas cosechas, esos recursos insuficientes, todo ello es indicio cierto de una vitalidad que se altera, de una extenuación próxima. Así es que ya vemos a los pueblos precipitarse a los turgentes pechos de América, como a un manantial que no es inagotable, pero que aún no está agotado. A su vez, el nuevo continente se hará viejo: sus bosques vírgenes desaparecerán bajo el hacha de la industria; su suelo se debilitará por haber producido en exceso lo que en exceso se le ha pedido; allí donde anualmente se recogían dos cosechas, apenas saldrá una de esas tierras al límite de sus fuerzas. Entonces África ofrecerá a las nuevas razas los tesoros acumulados por espacio de siglos en su seno. Estos climas fatales para los extranjeros se sanearán por medio de la desecación y las canalizaciones, que reunirán en un lecho común las aguas dispersas para formar una arteria navegable. Y este país sobre el cual planeamos, más fértil, más rico, más lleno de vida que los otros, se convertira en un gran reino donde se producirán descubrimientos más asombrosos aún que el vapor y la electricidad.

-¡Ah, señr! -exclamó Joe-. Quisiera ver todo eso.

-Te has levantado demasiado temprano, muchacho.

-Además -dijo Kennedy-, tal vez sea una epoca muy desdichada aquella en la que la industria lo absorba todo en su provecho. A fuerza de inventar máquinas, los hombres acabarán devorados por ellas. Yo siempre he imaginado que el último día del mundo será aquel en que alguna inmensa caldera calentada a miles de millones de atmósferas haga estallar nuestro planeta.

-Y yo añado -dijo Joe- que no serán los americanos los que menos contribuyan a la construcción de esa caldera.

-¡En efecto -respondió el doctor-, son grandes caldereros! Pero, prescindiendo ahora de semejantes discusiones, limitémonos a admirar esta tierra de la Luna, ya que nos hallamos en disposición de verla.

El sol, filtrando sus últimos rayos por el cúmulo de nubes amontonadas, adornaba con una cresta de oro los menores accidentes del terreno: árboles gigantescos, hierbas arborescentes, musgos a ras del suelo, todo recibía su parte de aquel luminoso efluvio. El terreno, ligeramente ondeado, formaba de vez en cuando pequeñas colinas cónicas. Ninguna montaña limitaba el horizonte. Inmensas empalizadas cubiertas de maleza, impenetrables setos y junglas espinosas delimitaban los claros donde se levantaban numerosas aldeas, que los gigantescos euforbios cercaban de fortificaciones naturales, entrelazándose con las ramas coraliformes de los arbustos.

Luego, el Malagarasi, principal afluente del lago Tanganica, empezó a serpentear bajo el follaje. En su seno recogía numerosos riachuelos, derivados de los torrentes que se formaban en la época de las crecidas y de los estanques abiertos en la capa arcillosa del terreno. Aquel panorama, para los que observaban a vista de pájaro, era una red de cascadas tendida sobre toda la superficie occidental del país.

Animales provistos de gibas monstruosas pacían en las fértiles praderas y desaparecían bajo las altas hierbas. Los bosques, que exhalaban magníficas esencias, se ofrecían a la vista como inmensos ramilletes; pero en aquellos ramilletes se refugiaban de los últimos calores del día leones, leopardos, hienas y tigres. De vez en cuando, un elefante hacía ondear la cima de las selvas, y se oía el crujido de los árboles que cedían a sus ebúrneos colmillos.

-¡Qué país de caza! -exclamó Kennedy, entusiasmado-. Una bala disparada al azar, en medio del bosque, tropezaría siempre con una res digna de ella. ¿No podríamos cazar un poco?

-No, amigo Dick, se acerca la noche, una noche amenazadora, escoltada por una tormenta. Y las tormentas son terribles en esta comarca, cuyo suelo esta dispuesto como una inmensa batería eléctrica.

-Tiene razón, señor -dijo Joe-; el calor se ha vuelto sofocante y el viento ha cesado por completo. Este bochorno me dice que se prepara algo.

-La atmósfera está sobrecargada de electricidad -respondió el doctor-. Todo ser viviente es sensible a este estado del aire que precede a la lucha de los elementos, y confieso que nunca había experimentado tanto como ahora su influencia.

-¿No convendría, pues, descender? -preguntó el cazador.

-Al contrario, Dick, preferiría subir; pero temo ser arrastrado más allá de donde vamos durante estos cruzamientos de corrientes atmosféricas.

-¿Quieres, pues, abandonar el rumbo que seguimo desde la costa?

-Si puedo -respondió Fergusson-, me dirigiré má directamente hacia el norte durante siete u ocho grados y procuraré subir hacia las presuntas latitudes de las fuentes del Nilo. Quizá encontremos algún rastro de la expedición del capitán Speke, o incluso de la caravana del señor De Heuglin. Si mis cálculos son exactos, nos hallamos a 320 40’ de longitud, y quisiera subir directamente hasta más allá del ecuador.

-¡Mira! -exclamó Kennedy, interrumpiendo a su compañero-. ¡Mira esos hipopótamos que se deslizan fuera de los estanques, esas masas de carne sanguinolenta y esos cocodrilos que aspiran el aire con estrépito!

-¡Parece que se ahogan! -dijo Joe-. ¡Ah! ¡Qué manera de viajar tan deliciosa la nuestra, que nos permite despreciar a toda esa chusma dañina! ¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Miren esas manadas de animales que marchan en columna cerrada! No bajan de doscientos; son lobos.

-No, Joe, son perros salvajes; una famosa raza que no teme luchar contra el león. Su encuentro es para los viajeros el peligro más terrible. El que tropieza con ellos es inmediatamente despedazado.

-Pues no será Joe quien se encargue de ponerles bozal -respondió el buen criado-. Por lo demás, si tal es su naturaleza, no se les puede reprochar.

Poco a poco, bajo la influencia de la tempestad se imponía el silencio; parecía que el aire condensado resultaba impropio para transmitir los sonidos; la atmósfera estaba como acolchada y, al igual que una sala forrada de gruesos tapices, perdía toda sonoridad. El pájaro remero, la grulla coronada, los arrendajos rojos y azules, el sinsonte y la moscareta se ocultaban entre las ramas de los grandes árboles. Toda la naturaleza presentaba los signos de un cataclismo proximo.

A las nueve de la noche el Victoria permanecía inmóvil sobre Msené, un gran grupo de aldeas difíciles de distinguir en la penumbra. Algunas veces, la reverberación de un rayo extraviado en el agua dormida indicaba hoyos regularmente distribuidos, y, gracias a un último resplandor crepuscular, pudo la mirada captar la forma tranquila y sombría de las palmeras, los tamarindos, los sicomoros y los euforbios gigantescos.

-¡Me ahogo! -dijo el escocés, aspirando a pleno pulmón la mayor cantidad posible de aquel aire enrarecido-. ¡No nos movemos! ¿Vamos a bajar?

-Pero ¿y la tormenta? -objetó el doctor, bastante inquieto.

-Si temes ser arrastrado Por el viento, me parece que no puedes hacer otra cosa.

-Tal vez la tormenta no estalle esta noche -repuso Joe-. Las nubes están muy altas.

-Una razón más que me impide traspasarlas. Sería menester subir a mucha altura, perder la tierra de vista y estar toda la noche sin saber si avanzamos, ni hacia dónde nos dirigimos.

-Pues decídete, Samuel, porque la cosa urge.

-Ha sido una fatalidad que cesase el viento -repuso Joe-. Nos habría alejado de la tormenta.

~En efecto, amigos, es lamentable, ya que las nubes suponen un peligro para nosotros. Contienen corrientes opuestas que pueden envolvernos en sus torbellinos y rayos capaces de incendiarnos. Además, la fuerza de las ráfagas puede precipitarnos al suelo si echamos el ancla en la copa de un árbol.

-¿Qué hacemos, pues?

-Es preciso mantener el Victoria en una zona media entre los peligros de la tierra y los del cielo. Tenemos suficiente agua para el soplete, y conservamos intactas las doscientas libras de lastre. En caso necesario, las utilizaré.

-Haremos la guardia contigo -dijo el cazador.

-No, amigos. Poned las provisiones a cubierto y acostaos; yo os despertaré si sobreviene alguna novedad.

-Pero, señor, ¿por qué no se echa también un poco, puesto que nada nos amenaza aún?

-No, muchacho, prefiero vigilar. Estamos inmóviles, y, si no varían las circunstancias, mañana amaneceremos exactamente en el mismo sitio.

-Buenas noches, señor.

-Buenas noches, si es posible.

Kennedy y Joe se acostaron, y el doctor permaneció solo en la inmensidad.

Sin embargo, la cúpula de nubes bajaba insensiblemente y la oscuridad se hacía profunda. Aquella negra bóveda se condensaba alrededor del globo terrestre como si intentara aplastarlo.

De repente, un potente relámpago, rápido e incisivo, rasgó las tinieblas; aún no se había cerrado la grieta cuando un espantoso trueno conmovió las profundidades del cielo.

-¡Alerta! -gritó Fergusson.

Los dos compañeros del doctor, a quienes había despertado el estampido del trueno, estaban ya a sus órdenes.

-¿Vamos a bajar? -preguntó Kennedy.

-¡No! El globo se haría pedazos. ¡Subamos antes de que esas nubes se conviertan en agua y se desencadene el viento!

Acto seguido, activó la llama del soplete en las espirales del serpentín.

Las tempestades de los trópicos se desarrollan con una rapidez comparable a su violencia. Un segundo relámpago desgarró la nube, y otros muchos le sucedieron inmediatamente. Cruzaban el cielo destellos eléctricos que chisporroteaban bajo las gruesas gotas de lluvia.

-Hemos tardado demasiado -dijo el doctor-. ¡Ahora tenemos que atravesar una zona de fuego con nuestro globo lleno de aire inflamable!

-¡A tierra! ¡A tierra! -repetía sin cesar Kennedy.

-El peligro de ser fulminados por un rayo sería casi el mismo, y las ramas de los árboles no tardarían en rasgar el globo.

-¡Subimos, señor Samuel!

-¡No tan deprisa como yo quisiera!

Durante las borrascas ecuatoriales es muy común, en aquella parte de África, contar de treinta a treinta y cinco relámpagos por minutos. El cielo se convierte materialmente en una inmensa fragua, y los truenos se suceden sin interrupción.

En aquella atmósfera inflamada, el viento se desencadenaba con una violencia aterradora y retorcía las nubes incandescentes; parecía que el soplo de un ventilador inmenso activase aquella hoguera.

El doctor Fergusson mantenía el soplete a pleno rendimiento; el globo se dilataba y subía, mientras Kennedy, de rodillas en el centro de la barquilla, sujetaba las cortinas de la tienda. El globo se arremolinaba hasta el punto de producir vértigo, y los viajeros experimentaban peligrosas oscilaciones. Formábanse grandes huecos en la envoltura del aeróstato, y el viento se introducía en ellos con fuerza, golpeando el tafetán. Una especie de granizada, precedida de un rumor tumultuoso, surcaba la atmósfera y crepitaba sobre el Victoria. El globo, sin embargo, seguía su curso ascensional; los relámpagos trazaban en su circunferencia tangentes inflamadas que le daban la apariencia de una esfera de fuego.

-¡Confiémonos a Dios! -dijo el doctor Fergusson-. Estamos en sus manos; sólo Él puede salvarnos. Preparemonos para cualquier cosa, incluso un incendio. Nuestra caída puede ser gradual y no súbita.

La voz del doctor llegaba apenas a oídos de sus compañeros, pero éstos podían ver su semblante tranquilo en medio de los surcos que abrían los relámpagos. Observaba los fenómenos de fosforescencia producidos por el fuego de San Telmo que ondeaba en la red del aeróstato.

Éste giraba, se arremolinaba, pero no dejaba de subir, y al cabo de un cuarto de hora había traspasado la zona de las nubes tempestuosas. Las emanaciones eléctricas se extendían debajo de él como una gigantesca corona de fuegos artificiales suspendida de su barquilla.

Aquél era uno de los más bellos espectáculos que la naturaleza puede ofrecer al hombre. Abajo, la tempestad. Arriba, el cielo estrellado, tranquilo, mudo, impasible, con la luna proyectando sus pacíficos rayos sobre las nubes enfurecidas.

El doctor Fergusson consultó el barómetro. Marcaba doce mil pies de elevación. Eran las once de la noche.

-¡Gracias a Dios, el peligro ha pasado! -dijo-. Ahora basta con mantenernos a esta altura.

-¡De buena nos hemos librado! -respondió Kennedy.

-Bien -replicó Joe-, estas cosas animan el viaje. No me pesa haber visto una tempestad desde cierta altura. ¡Es un espectáculo grandioso!

XVII

Las montañas de la Luna. – Un océano de verdor. –

Se echa el ancla. – El elefante remolcador. – Fuego nutrido. –

Muerte del paquidermo. – El horno de campaña. –

Comida sobre la hierba. – Una noche en tierra

Hacia las seis de la mañana del lunes, el sol se elevó sobre el horizonte, las nubes se disiparon y un agradable vientecillo refrescó el ambiente durante la alborada.

La tierra, intensamente perfumada, reapareció ante los viajeros. El globo, girando alrededor de sí mismo en medio de las corrientes antagonistas, había derivado muy poco, y el doctor, dejando que el gas se contrajera, descendió con objeto de tomar una dirección más septentrional. Sus tentativas fueron durante mucho tiempo infructuosas. El viento lo empujó hacia el oeste, hasta avistar las célebres montañas de la Luna, que forman un semicírculo alrededor de un extremo del lago Tanganica.

La cordillera, poco accidentada, destacaba en el azulado horizonte; parecía una fortificación natural, inaccesible a los exploradores del centro de África. Algunos conos aislados ostentaban el sello de las nieves perpetuas.

-Nos encontramos en un país inexplorado -dijo el doctor-. El capitán Burton avanzó mucho hacia el oeste, pero no pudo llegar a estas montañas célebres; incluso negó su existencia, defendida por su compañero Speke, pretendiendo que eran fruto de la imaginación de éste. Para nosotros, amigos, ya no hay duda posible.

-¿Las traspasaremos? -preguntó Kennedy.

-No lo quiera Dios. Espero hallar un viento favorable que me devuelva hacia el ecuador; si es necesario, me detendré, igual que un barco echa el ancla para evitar vientos que le harían perder el rumbo.

Pero las previsiones del doctor no tardaron en realizarse. Después de haber tanteado diferentes alturas, el Victoria fue impelido hacia el nordeste a una velocidad moderada.

-Avanzamos en la dirección correcta -dijo, consultando la brújula-, y escasamente a doscientos pies de tierra. Tales circunstancias nos favorecen para explorar estas nuevas regiones. El capitán Speke, cuando iba en busca del lago Ukereue, remontó más al este, en línea recta con Kazeh.

-¿Iremos mucho tiempo así? -preguntó Kennedy.

-Tal vez. Nuestro objetivo es reconocer el nacimiento del Nilo, y aún nos quedan por recorrer seiscientas millas antes de llegar al límite extremo que han alcanzado los exploradores procedentes del Norte.

-¿Y no echaremos pie a tierra para estirar un poco las piernas? -preguntó Joe.

-Por supuesto; tenemos que conseguir víveres. Tú, mi buen Dick, nos aprovisionarás de carne fresca.

-Cuando quieras, amigo Samuel.

-Tendremos tambien que reponer la reserva de agua. ¿Quién nos asegura que no seremos arrastrados hacia comarcas áridas? Todas las precauciones son pocas.

A mediodía, el Victoria se hallaba a 290 15’ de longitud y 30 15’ de latitud. Había pasado la aldea de Uyofu, último límite septentrional del Unyamwezy, a la altura del lago Ukereue, que los viajeros no tenían aún al alcance de sus miradas.

Los pueblos que viven cerca del ecuador parecen algo más civilizados, y están gobernados por monarcas absolutos cuyo despotismo no conoce límites. Su aglomeración más compacta constituye la provincia de Karagwah.

Quedó resuelto entre los tres viajeros echar pie a tierra en cuanto encontrasen un sitio favorable. Debían hacer un alto prolongado para inspeccionar cuidadosamente el aeróstato. Se moderó la llama del soplete y se echaron fuera de la quilla las anclas, que corrían rozando las altas hierbas de una inmensa pradera; desde cierta altura parecía cubierta de menudo césped, pero este césped tenía en realidad de siete a ocho pies de largo.

El Victoria acariciaba aquellas hierbas sin curvarlas, como si fuera una mariposa gigantesca. La vista no tropezaba con ningún obstáculo. Parecía un océano de verdor sin ningun rompiente.

-No sé cuándo pararemos de correr -dijo Kennedy-, pues no distingo un solo árbol al cual podamos acercamos. Me parece que tendré que renunciar a la caza.

-Aguarda, amigo Dick, aguarda. Imposible te sería cazar en medio de estas hierbas, que son más altas que tú; pero acabaremos por encontrar un lugar propicio.

Verdaderamente era un paseo delicioso, un auténtico crucero por aquel mar tan verde, casi transparente, con suaves ondulaciones provocadas por el soplo del viento. La barquilla justificaba su nombre, pues parecía realmente que hendía las olas, levantando de vez en cuando bandadas de pájaros de espléndidos colores que escapaban emitiendo alegres gritos. Las anclas se sumergían en aquel lago de flores y trazaban un surco que se cerraba tras ellas, como la estela de un barco.

De pronto, el globo recibió una fuerte sacudida. Sin duda el ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca oculta bajo la gigantesca alfombra de césped.

-Estamos anclados -dijo Joe.

-Pues bien, echa la escala -replicó el cazador.

No bien hubo pronunciado estas palabras, un grito agudo retumbó en el aire, y de la boca de los tres viajeros escaparon las siguientes frases, entrecortadas por exclamaciones:

-¿Qué es eso?

-¡Un grito singular!

-¡Y seguimos avanzando!

-Se habrá desprendido el ancla.

-¡No! ¡Está asegurada! -exclamó Joe, tirando de la cuerda.

-¡Sin duda con el ancla arrastramos la roca!

Las hierbas se removieron a bastante distancia, y encima de ellas apareció una forma alargada y sinuosa.

-¡Una serpiente! -exclamó Joe.

-¡Una serpiente! -repitió Kennedy, al tiempo que cargaba su carabina.

-¡No! -replicó el doctor-. Es la trompa de un elefante.

-¡Un elefante, Samuel!

Y así diciendo, Kennedy apuntó con la escopeta.

-Aguarda, Dick, aguarda.

~No, no tire, señor; el animal nos remolca.

~Y en buena dirección, Joe, en muy buena dirección.

El elefante, que avanzaba con cierta rapidez, no tardó en llegar a un raso, donde se le pudo ver entero. Por su gigantesco tamaño, el doctor reconoció a un macho de una magnífica especie. Los brazos del ancla habían quedado trabados entre sus dos blancos colmillos, admirablemente curvados, cuya longitud no bajaba de ocho pies.

El animal forcejeaba en vano para desprenderse con la trompa de la cuerda que lo sujetaba a la barquilla.

-¡Adelante, valiente! -exclamó Joe en el colmo de la alegría, animándolo con entusiasmo-. ¡He aquí una nueva manera de viajar! Mejor tira este animal que un buen caballo.

-Pero ¿adónde nos lleva? -preguntó Kennedy, que agitaba con impaciencia la carabina como si le quemase las manos.

-Nos lleva a donde queremos ir, amigo Dick. Ten un poco de paciencia.

-Wig a more! Wig a more!, como dicen los campesinos escoceses -gritaba el alegre Joe-. ¡Adelante, adelante!

El animal empezó a galopar muy deprisa. Agitaba la trompa de derecha a izquierda, y con sus bruscos movimientos sacudía violentamente la barquilla. El doctor, hacha en mano, estaba preparado para cortar la cuerda en caso necesario.

-Pero no nos separaremos del ancla hasta el último momento -dijo.

Aquella carrera a remolque del elefante duró cerca de hora y media. El animal, al parecer, no sentía la menor fatiga. Esos enormes paquidermos pueden estar mucho tiempo galopando, y de un día para otro se los encuentra a distancias enormes, como las ballenas, con las que coinciden en velocidad y dimensiones.

-Si bien se mira -dijo Joe-, hemos hincado el arpón en una ballena y no hacemos mas que remedar la maniobra de los balleneros durante la pesca.

Pero un cambio en la naturaleza del terreno obligó al doctor a modificar su medio de locomoción.

Al norte de la pradera, a unas tres millas, se veía un espeso bosque, por lo que era necesario separar el globo de su improvisado conductor.

Kennedy tomó a su cargo detener al elefante en su carrera; apuntó, pero estaba mal colocado para herir al animal con éxito. Una primera bala, dirigida al cráneo, quedó tan chafada como si hubiese dado contra una plancha de hierro fundido, sin causar la menor impresión a la enorme bestia; ésta, al estampido del arma, no hizo más que acelerar el paso, alcanzando la velocidad de un caballo lanzado al galope.

-¡Diablos! -dijo Kennedy.

-¡Vaya una cabeza dura! -exclamó Joe.

-Lo intentaremos con unas balas cónicas -repuso Dick, cargando la carabina con cuidado.

Cuando el escocés hizo fuego, el animal lanzó un grito terrible y siguió galopando como si tal cosa.

-Señor Dick -dijo Joe, cogiendo una escopeta-, si no le ayudo esto va a ser el cuento de nunca acabar.

Y dos balas entraron en los costados del elefante.

Éste se detuvo, levantó la trompa y emprendió de nuevo la marcha a todo escape hacia el bosque. Sacudía su colosal cabeza, y la sangre empezaba a brotar copiosamente de sus heridas.

-Sigamos haciendo fuego, señor Dick.

-¡Y que sea muy nutrido! -añadió el doctor-. Tenemos el bosque a menos de veinte toesas.

Sonaron otros diez disparos. El elefante dio un salto tan espantoso que la barquilla y el globo crujieron como si se hubiesen partido, y al doctor se le cayó el hacha de las manos.

La pérdida del hacha, que fue a parar al suelo, complicaba la situación de una manera terrible, pues el cable del ancla, reciamente asegurado, no podía ni ser desatado ni cortado por los cuchillos de los viajeros. El globo se aproximaba rápidamente al bosque cuando el animal, en el momento de levantar la cabeza, recibió un balazo en un ojo. Entonces se detuvo, vaciló, sus rodillas se doblaron y presentó su pecho al cazador.

-Una bala en el corazón -dijo éste, descargando una vez más la carabina.

El elefante lanzó un grito de dolor y de agonía; se incorporó momentáneamente, haciendo ondear la trompa, y cayó desplomado sobre uno de sus colmillos, que se rajó de arriba abajo. Estaba muerto.

-¡Se ha partido un colmillo! -exclamó Kennedy~. En Inglaterra, el marfil se paga a treinta y cinco guineas las cien libras.

-¿Tanto? –dijo Joe, bajando a tierra por la cuerda del ancla.

-¿De qué sirve echar cuentas, amigo Dick? -respondió el doctor Fergusson-. ¿Traficamos acaso nosotros con marfil? ¿Hemos venido aquí para hacer fortuna?

Joe contempló el ancla, sólidamente agarrada al colmillo que había quedado ileso. Samuel y Dick también bajaron, mientras el aeróstato, medio deshinchado, se balanceaba sobre el cuerpo del animal.

-¡Magnífica pieza! -exclamó Kennedy-. ¡Qué mole! ¡En la India nunca había visto un elefante de este tamaño!

-Claro que no, amigo Dick; los elefantes del centro de África son los más corpulentos. Los Anderson y los Cumming los han perseguido con tal encarnizamiento por las inmediaciones de El Cabo que emigran hacia el ecuador, donde los encontraremos con frecuencia en nutridas manadas.

-Entretanto -intervino Joe-, creo que podremos saborear un poco de éste. Me comprometo a ofrecerles una suculenta comida a expensas de este animalazo. El señor Kennedy irá a cazar durante una o dos horas; el señor Samuel inspeccionará el Victoria y yo desempeñaré mis funciones de cocinero.

-Muy bien ordenado -respondió el doctor-. Tienes carta blanca para obrar culinariamente como mejor te parezca.

-Y yo -dijo el cazador- haré uso de las dos horas de libertad que Joe se ha dignado otorgarme.

-Sí, amigo; pero no cometas ninguna imprudencia. No te alejes.

-Puedes estar tranquilo.

Y Dick, armado con su fusil, se internó en el bosque.

Entonces Joe empezó a desempeñar sus funciones. Primero cavó un hoyo de dos pies de profundidad y lo llenó de ramas secas, que cubrían el suelo procedentes de los boquetes hechos en el bosque por los elefantes, cuyas huellas se veían. Una vez estuvo lleno el agujero, levantó encima una pila de leña de dos pies y le prendió fuego.

A continuación se dirigió a los inanimados restos del elefante, que había caído a unas diez toesas del bosque; cortó diestramente la trompa, que medía aproximadamente dos pies de ancho en su base, escogió la parte más delicada y a ella unió una de las esponjosas pezuñas del animal, porque, en efecto, estas partes son el mejor bocado, como la giba del bisonte, las patas del oso y la cabeza del jabalí.

Cuando la hoguera se hubo consumido del todo, interior y exteriormente, el agujero, limpio de cenizas y brasas, ofreció una temperatura muy elevada. Los trozos del elefante, envueltos en hojas aromáticas, fueron depositados en el fondo de aquel horno improvisado y cubiertos de ceniza caliente, sobre la cual Joe encendió una nueva hoguera. Cuando se hubo consumido la leña, la carne estaba a punto para ser comida.

Entonces, Joe sacó la apetitosa carne del horno, la colocó sobre hojas verdes y la dispuso en medio de una magnífica alfombra de hierba, añadiendo galletas, aguardiente, café y un agua fresca y cristalina que cogió de un arroyo inmediato.

Daba gusto ver aquel festín tan bien presentado, y Joe, sin ser demasiado vanidoso, era de la opinión de que más gusto daría comerlo.

-¡Un viaje sin fatigas ni peligros! -repetía-. ¡Una comida a tiempo! ¡Una hamaca perpetua! ¿Qué más se puede pedir? ¡Y el bueno del señor Kennedy que no queria venir.l

Por su parte, el doctor Fergusson realizaba una inspeccion minuciosa del aeróstato, el cual no había sufrido en la tormenta avería alguna. El tafetán y la gutapercha habían resistido a las mil maravillas. Teniendo en cuenta la altura actual del terreno y calculando la fuerza ascensional del globo, el doctor vio con satisfacción que había la misma cantidad de hidrógeno y que, hasta entonces, la envoltura se mantenía perfectamente impermeable.

No hacía más que cinco días que los viajeros habían salido de Zanzíbar. La provisión depemmican estaba incólume; la de galletas y carne en conserva bastaban para un largo viaje; por consiguiente, lo único que había que renovar era la reserva de agua.

Los tubos y el serpentín se hallaban en perfecto estado. Gracias a sus articulaciones de caucho, se habían prestado dócilmente a todas las oscilaciones del aeróstato.

Terminado su examen, el doctor puso en orden sus apuntes. Trazó un croquis muy exacto del terreno circundante, con la pradera que se extendía hasta perderse de vista, el bosque y el globo inmóvil sobre el cuerpo del monstruoso elefante.

Pasadas las dos horas que tenía a su disposición, Kennedy volvió con una sarta de rollizas perdices y un pernil de oryx, animal perteneciente a la especie más ágil de antílopes. Joe se encargó de guisar este aumento de provisiones.

-La mesa está puesta -anunció luego con cierta solemnidad.

Y los tres viajeros no tuvieron más que sentarse sobre la alfombra de verdor. Las pezuñas y la trompa del elefante fueron declaradas exquisitas por unanimidad; se bebió a la salud de Inglaterra, como de costumbre, y deliciosos habanos perfumaron por primera vez aquella encantadora comarca.

Kennedy comía, bebía y hablaba por los codos; estaba un si es no es achispado, y propuso seriamente a su amigo el doctor establecerse en aquel bosque, construir en él unas cabañas y comenzar la dinastía de los robinsones africanos.

La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se propuso a sí mismo para desempeñar el papel de Viernes.

La campiña parecía tan tranquila, tan desierta, que el doctor resolvió pasar la noche en tierra. Joe formó un círculo de hogueras, barricadas indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los naguardos y los chacales atraídos por el olor de la carne del elefante, vagaban por los alrededores. Kennedy tuvo que hacer algunos disparos para ahuyentar a visitantes demasiado audaces; pero, finalmente, la noche transcurrió sin incidentes desagradables.

XVIII

El Karagwah. – El lago Ukereue. – Una noche en una

isla. – El ecuador. – Travesía del lago. – Las cascadas. –

Vista del país. – Las fuentes del Nilo. – La isla de

Benga. – La firma de Andrea Debono. – El pabellón

con las armas de Inglaterra

A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había tenido la fortuna de encontrar, rompió los colmillos del elefante. El Victoria, recobrando su libertad, arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad de dieciocho millas.

Durante la noche anterior, el doctor había calculado cuidadosamente su posición guiándose por la altura de las estrellas. Se hallaba a 20 4’ de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta millas geográficas. Atraveso numerosas aldeas sin hacer ningún caso de los gritos que provocaba su aparición; tomó nota de la conformación de los lugares basándose en observaciones sumarias; salvó las cuestas del Rubembé, casi tan pinas como las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga, encontró las primeras lomas de las cordilleras de Karagwah, que, en su opinión, derivan necesariamente de las montañas de la Luna. La antigua leyenda que convertía aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba a la verdad, puesto que confinan con el lago Ukereue, presunto receptáculo de las aguas del gran río.

Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del país, distinguió por fin en el horizonte aquel lago tan buscado que el capitán Speke entrevió el 3 de agosto de 1858.

El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principales puntos de su exploración y, sin soltar un momento el anteojo, observaba el menor accidente de aquella comarca misteriosa, estudiándola con todo detalle.

Debajo de él se extendía una tierra generalmente estéril, que no presentaba más que algunas laderas cultivadas; el terreno, sembrado de conos de mediana altura, se hacía llano en las inmediaciones del lago; campos sembrados de cebada reemplazaban a arrozales, y allí crecían el llantén de donde se saca el vino del país y el mwani, planta silvestre sucedánea del café. Un conjunto de unas cincuenta chozas circulares cubiertas de bálago en flor constituía la capital de Karagwah.

Se percibían sin dificultad las expresiones atónitas de una raza bastante bella, de tez morena amarillenta. Mujeres de una corpulencia inverosímil se arrastraban por las plantaciones, y el doctor asombro a sus compañeros diciéndoles que aquella obesidad, allí muy apreciada, se obtenía por medio de un régimen obligatorio de leche cuajada.

A mediodía el Victoria se hallaba a 10 45’ de latitud austral, y a la una de la tarde el viento lo empujaba hacia el lago.

Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de Nyanza Victoria. En aquel punto tenía unas noventa millas de ancho. En su extremo meridional el capitán encontró un grupo de islas al que llamó archipiélago de Bengala. Llegó hasta Muanza, el este, donde fue bien recibido por el sultán. Hizo la triangulación de aquella parte del lago, pero no pudo conseguir una barca para atravesarlo, ni tampoco para visitar la gran isla de Ukereue, que es muy populosa, está gobernada por tres sultanes y, al bajar la marea, no forma más que una península.

El Victoria abordaba el lago más al norte, lo cual apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determinar sus contornos inferiores. Las orillas, erizadas de matorrales espinosos y maleza inextricable, desaparecían literalmente bajo miríadas de mosquitos de un color pardusco.

Aquel país debía de ser inhabitable y estar deshabitado. Se veían manadas de hipopotamos revolcándose en los cañares o sumergiendose en las blanquecinas aguas del lago.

Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia el oeste un horizonte tan ancho que parecía un mar. La distancia impide establecer comunicaciones entre una y otra orilla; además, las tempestades son allí fuertes y frecuentes, pues los vientos no encuentran obstáculo alguno en aquella cuenca elevada y descubierta.

Trabajo le costó al doctor dirigir el globo. Temía ser arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una corriente le llevó directamente al norte y, a las seis de la tarde, el Victoria se situó sobre una pequeña isla desierta, a 00 3’ de latitud y 320 52’ de longitud, y a veinte millas de la costa.

Los viajeros lograron anclar en un árbol; al anochecer calmó el viento y pudieron quedarse allí tranquilamente. Era impensable tomar tierra, porque allí, lo mismo que en las orillas del Nyanza, las legiones de mosquitos cubrían el suelo como una densa nube. Joe volvió del árbol acribillado; pero, como le parecía muy natural que los mosquitos picasen, no se desazonó ni poco ni mucho.

El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó toda la cuerda que le fue posible para librarse de aquellos despiadados insectos que ascendían con un murmullo inquietante.

El doctor estableció la altura del lago sobre el nivel del mar, tal como lo había determinado el capitán Speke, es decir, tres mil setecientos cincuenta pies.

-¡Conque estamos en una isla! -dijo Joe, que se desollaba rascándose.

-Una isla que podríamos recorrer en menos que canta un gallo -respondió el cazador- y donde, salvo esos amables insectos, no se ve un solo ser vivo.

-Las islas de que está el lago salpicado -respondió el doctor Fergusson- no son, en realidad, más que crestas de colinas sumergidas, y no hemos tenido poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las orillas del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues, ya que el cielo nos prepara una noche tranquila.

-¿Y no harás tú otro tanto, Samuel?

-No; yo no podría cerrar los ojos. Mis pensamientos me lo impedirían. Mañana, si el viento es favorable, marcharemos directamente hacia el norte y tal vez descubramos las fuentes del Nilo, ese secreto hasta ahora impenetrable. Tan cerca de las fuentes del gran río me sería imposible conciliar el sueño.

Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal extremo las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse profundamente bajo la vigilancia del doctor Fergusson.

El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la mañana, el Victoría zarpaba. El cielo estaba ceniciento; la noche abandonaba difícilmente las aguas del lago, envueltas totalmente en una densa niebla que un viento violento enseguida disipó. El Victoría se balanceó por espacio de algunos minutos y por fin remontó directamente hacia el norte.

El doctor Fergusson palmoteó con alegría.

-¡Estamos en el buen camino! -exclamó-. ¡Si hoy no vemos el Nilo, no lo veremos nunca! ¡Amigos! pasamos el ecuador, entramos en nuestro hemisferio!

-¡Oh! -exclamó Joe-. ¿Usted cree, señor, que el ecuador pasa por aquí?

-¡Justo por aquí, muchacho!

-Pues bien, con su permiso, me parece conveniente que sin pérdida de tiempo lo rociemos con un buen trago.

-¡Estupendo, venga un trago de grog! -respondió el doctor Fergusson, riendo-. Tienes una manera nada tonta de entender la cosmografía.

Y así se celebró el paso de la línea a bordo del Victoria.

Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al oeste la costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas más elevadas del Uganda y el Usoga. La velocidad del viento era excesiva: casi treinta millas por hora.

Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza, espumeaban como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le indicó al doctor que el lago era muy profundo. Durante aquella rápida travesía apenas vieron una o dos embarcaciones toscas.

-Este lago -dijo el doctor- es evidentemente, por su posición elevada, el depósito natural de los ríos de la parte oriental de África, dándole el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me parece indudable que el Nilo nace aquí.

-Lo veremos -replicó Kennedy.

Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que parecía desierta y poblada de árboles. El viento aumentó un poco hacia el este, y se pudo distinguir la otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que terminaba en un ángulo muy abierto, a 20 40’ de latitud septentrional. Altas montañas erguían sus áridos picos en aquel extremo del Nyanza; pero entre ellas una garganta profunda y sinuosa daba paso a un río que hervía con violencia.

El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el aeróstato, examinaba el terreno con ávida mirada.

-¡Mirad! -exclamó-. ¡Mirad, amigos míos! ¡Las narraciones de los árabes eran del todo exactas! Hablaban de un río por el cual desagua hacia el norte el lago Ukereue, y ese río existe, y nosotros seguimos su curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra propia velocidad. ¡Y esa gota de agua que discurre bajo nuestros pies va indudablemente a confundirse con las olas del Mediterráneo! ¡Es el Nilo!

-¡Es el Nilo! -repitió Kennedy, que se dejaba contagiar por el entusiasmo de Samuel Fergusson.

-¡Viva el Nilo! -dijo Joe, que, cuando estaba alegre, vitoreaba gustoso cualquier cosa.

Enormes rocas obstaculizaban en diversos puntos el curso de aquel misterioso río. El agua espumeaba; formaba rápidos y cataratas que confirmaban al doctor en sus previsiones. De las montañas circundantes partían numerosos torrentes; se podían contar a centenares. De la tierra se veía brotar delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se confundían, rivalizaban en velocidad y se precipitaban en aquel riachuelo que, después de absorberlos, se convertía en caudaloso río.

-He aquí el Nilo -repitió el doctor con convicción-. El origen de su nombre ha apasionado a los sabios no menos que el origen de sus aguas. Se lo ha hecho derivar del griego, del copto, del sánscrito; después de todo, es lo de menos, ya que finalmente ha tenido que revelar el secreto de su procedencia.

-Pero ¿cómo podremos estar seguros -preguntó el cazador- de que este río es el mismo que exploraron los viajeros del norte anteriormente?

-Tendremos pruebas seguras, irrecusables, infalibles -respondió Fergusson-, si el viento sigue siéndonos propicio aunque no sea mas que una hora.

Las montañas se separaban, dando paso a numerosas aldeas y a campos cultivados de sésamo, dourrab y caña de azúcar. Las tribus de aquellas comarcas se mostraban agitadas y hostiles. Presintiendo extranjeros, y no dioses, parecían más propensas a la cólera que a la adoración. Se diría que el hecho de dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles algo. El Victoria tuvo que mantenerse fuera del alcance de los mosquetes.

-Difícil será abordar aquí -dijo el escocés.

-¡Peor para esos indígenas! -replicó Joe-. Les privaremos del encanto de nuestra conversación.

-Y sin embargo, es preciso que yo baje -respondió el doctor Fergusson-, aunque no sea más que un cuarto de hora. De otro modo, no puedo comprobar los resultados de nuestra exploración.

-¿Es, pues, indispensable, Samuel?

-Tan indispensable que bajaremos aunque tengamos que andar a tiros.

-No lo sentiría -respondió Kennedy, acariciando su carabina.

-Dispuesto estoy a bordo, señor -dijo Joe, aprestándose al combate.

-No será la primera vez -respondió el doctor- que la ciencia haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado a recurrir en las montañas de España un sabio francés cuando medía el meridiano terrestre.

-Mantén la calma, Samuel, y confía en tus dos guardaespaldas.

-¿Bajamos ya, señor?

-Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para conocer con exactitud la configuración del terreno.

El hidrógeno se dilató y, en menos de diez minutos, el Victoria planeaba a una altura de dos mil quinientos pies del suelo.

Desde allí se distinguía una inextricable red de arroyos que el río acogía en su lecho. La mayor parte venían del oeste, atravesando fértiles campos y numerosas colinas.

-Nos hallamos a menos de noventa millas de Gondokoro -dijo el doctor, señalando el mapa-, y a menos de cinco del punto alcanzado por los exploradores procedentes del norte. Acerquémonos a tierra con precaucion.

El Victoria descendió más de dos mil pies.

-Ahora, amigos, preparaos para cualquier cosa.

-Lo estamos -respondieron Dick y Joe.

-¡Bien!

Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo el lecho del río y apenas a cien pies de éste. En aquel punto, el Nilo medía cincuenta toesas, y en las aldeas de las orillas los indígenas se agitaban tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma una cascada vertical de unos diez pies de altura y, por consiguiente, infranqueable.

-Aquí tenemos la cascada indicada por Debono -exclamó el doctor.

El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado de numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada; parecía buscar un punto de referencia que no encontraba.

Unos negros se habían acercado en una barca hasta quedar situados debajo del globo. Kennedy les saludó con un disparo, y, aunque no hirió a ninguno, todos huyeron precipitadamente a la orilla.

-¡Buen viaje! -les deseó Joe-. Si yo fuera quien estuviese en su pellejo, no volvería; me daría miedo un monstruo que lanza rayos a voluntad.

De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y examinó la isla que había en medio del río.

-¡Cuatro árboles! –exclamó-. ¡Mirad allá abajo!

En efecto, en su extremo se alzaban cuatro árboles aislados.

-¡Es la isla de Benga! -añadió.

-¿Y qué? -preguntó Dick.

-Allí bajaremos, si Dios quiere.

-¡Pero parece habitada, señor Samuel!

-Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo de unos veinte indígenas.

-Los asustaremos para que huyan -replicó Fergusson-. No será empresa difícil.

-De acuerdo -asintió el cazador.

El sol estaba en el cenit. El Victoria se acercó a la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de Makado, prorrumpieron en gritos desaforados. Uno de ellos agitaba su sombrero de corteza. Kennedy apuntó hacia el sombrero, disparó y lo hizo pedazos.

Se produjo una desbandada general. Los indígenas se echaron al río precipitadamente y lo atravesaron a nado. Enseguida partió de las dos orillas una granizada de balas y una lluvia de flechas, pero sin peligro para el aeróstato, cuya ancla había hincado sus uñas en la hendidura de una roca. Joe se deslizó por la cuerda.

-¡La escala! -gritó el doctor-. Sígueme, Kennedy.

-¿Qué vas a hacer?

-Bajemos; necesito un testigo.

-Heme aquí.

-Joe, alerta.

-Respondo de todo, señor. Esté tranquilo.

-¡Ven, Dick! -dijo el doctor al llegar a tierra.

Y llevó a su companero hacia un grupo de rocas que se levantaban en la punta de la isla. Una vez allí, se pasó un rato buscando, escudriñó entre la maleza y se llenó las manos de sangre.

De repente, agarró con fuerza el brazo del cazador.

~Mira -le dijo.

-¡Letras! -exclamó Kennedy.

En efecto, aparecían dos letras grabadas con toda claridad en la roca. Se leía perfectamente:

A. D.

-A.D. -especificó el doctor Fergusson-. ¡Andrea Debono! ¡La firma del viajero que más se ha acercado a las fuentes del Nilo!

-El hecho es irrebatible, Samuel.

-¿Estás convencido ahora?

-¡No cabe duda, es el Nilo!

El doctor miró por última vez aquellas preciosas iniciales, cuya forma y dimensiones copió exactamente.

-Y ahora -dijo-, al globo.

-Rápido, porque veo algunos indígenas que se preparan para cruzar el río.

-¡Ya poco nos importa! Que el viento nos empuje hacia el norte durante algunas horas: llegaremos a Gondokoro y estrecharemos la mano de nuestros compatriotas.

Diez minutos después, el Victoria se elevaba majestuosamente, en tanto que el doctor Fergusson, en señal de triunfo, desplegaba el pabellón con las armas de Inglaterra.

XIX

El Nilo. – La montaña temblorosa. – Recuerdos de

casa. – Las narraciones de los árabes. – Los nyam-

nyam. – Reflexiones sensatas de Joe. – El Victoria da

bordadas. – Las ascensiones aerostáticas. – Madame

Blanchard

-¿Cuál es nuestra dirección? -preguntó Kennedy a su amigo, que estaba consultando la brújula.

-Norte-noroeste.

-¡Entonces no es norte!

-No, Dick, y creo que nos resultará difícil llegar a Gondokoro. Lo siento; pero, en fin, hemos enlazado las exploraciones del este con las del norte y, por consiguiente, no podemos quejarnos.

El Victoria se alejaba poco a poco del Nilo.

-Quiero dirigir una última mirada -dijo el doctor- a esta altitud infranqueable que nunca han podido traspasar los más intrépidos viajeros. Ahí están esas intratables tribus que mencionan Petherick, D'Arnaud, Miani y el joven viajero Lejean, a quien se deben los mejores trabajos sobre el Alto Nilo.

-¿Quiere eso decir -preguntó Kennedy- que nuestros descubrimientos concuerdan con los presentimientos de la ciencia?

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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