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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 7)


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XXXVIII

Travesía rápida. – Resoluciones prudentes. –

Caravanas. – Chubascos continuos. – Gao. – El Níger.

– Golberry, Geoffroy y Gray. – Mungo-Park. – Laing

y René Caillié. – Clapperton. -John y Richard Lander

El día 17 de mayo fue tranquilo, y sin ningún incidente. El desierto empezaba de nuevo. Un viento no muy fuerte volvía a empujar al Victoria hacia el sudoeste; el globo no oscilaba ni a derecha ni a izquierda, trazando su sombra en la arena una línea absolutamente recta.

El doctor, antes de partir, había renovado prudentemente su provisión de agua, temiendo no poder tomar tierra en aquellas comarcas plagadas de tuaregs.

La meseta, cuya elevación era de mil ochocientos pies sobre el nivel del mar, descendía hacia el sur. Cortando el camino de Agadés a Murzuk, en el que se distinguían muchas pisadas de camellos, los viajeros llegaron por la noche a 160 de latitud y 40 55' de longitud, después de haber recorrido ciento ochenta millas de prolongada monotonía.

Durante aquel día, Joe condimentó las últimas aves, que no habían recibido más que una preparación preliminar; para cenar sirvio unos pinchitos de chocha sumamente apetitosos. Como el viento era favorable, el doctor resolvió proseguir su camino durante la noche, muy clara por alumbrarla una luna casi llena.

El Victoria ascendió a una altura de quinientos pies, y en toda aquella travesía nocturna, de unas sesenta millas, no se habría visto turbado ni el ligero sueño de un niño.

El domingo por la mañana varió de nuevo el viento hacia el noroeste. Algunos cuervos cruzaban los aires, y en el horizonte se distinguían numerosos buitres, que afortunadamente no se acercaron.

La aparición de aquellas aves indujo a Joe a cumplimentar a su señor por su feliz idea de embutir un globo dentro de otro.

~¿Qué sería de nosotros a estas horas -dijo- con un solo envoltorio? Este segundo globo es como la lancha del buque que reemplaza a éste en caso de naufragio.

-Tienes razón, Joe; pero mi lancha me causa alguna zozobra, pues no vale tanto como el buque.

-¿Qué quieres decir? -preguntó Kennedy.

-Quiero decir que el nuevo Victoria es inferior al otro; bien porque la tela se haya desgastado a causa del roce, o bien porque la gutapercha se haya derretido al calor del serpentín, lo cierto es que noto cierta pérdida de gas. Hasta ahora no es gran cosa, pero no deja de ser apreciable. Tenemos tendencia a bajar, y para impedirlo me veo obligado a dar mayor dilatación al hidrogeno.

-¡Demonios! -exclamó Kennedy-. No se me ocurre ninguna solución.

-No la tiene, amigo Dick, por lo que creo que deberíamos darnos prisa, e incluso evitar detenernos de noche.

-¿Estamos aún lejos de la costa? -preguntó Joe.

-¿Qué costa, muchacho? ¿Sabemos acaso adónde nos conducirá el azar? Todo lo que puedo decirte es que Tombuctú todavía se encuentra cuatrocientas millas a oeste.

-¿Y cuánto tiempo tardaremos en llegar?

-Si el viento no nos desvía demasiado, cuento con encontrar dicha ciudad el martes al anochecer.

-Entonces -dijo Joe, señalando una larga comitiva de bestias y de hombres que avanzaba por el desierto llegaremos antes que aquella caravana.

Fergusson y Kennedy se asomaron y vieron una gran aglomeración de seres de toda especie. Había allí más de ciento cincuenta camellos, de esos que por doce mutkabas de oro van de Tombuctú a Tafilete con una carga de quinientas libras. Todos llevaban bajo la cola un talego destinado a recoger sus excrementos, que es el único combustible con que se puede contar en el desierto.

Aquellos camellos de los tuaregs son de una especie superior a todas las demás, pues pueden pasar de tres a siete días sin beber y dos sin comer; además, superan en ligereza a los caballos y obedecen con inteligencia al khabir o conductor de la caravana. Son conocidos en el país con el nombre de meharis.

Tales fueron los pormenores dados por el doctor, mientras sus compañeros contemplaban aquella multi-

tud de hombres, mujeres y niños que caminaban penosamente por una arena movediza, contenida únicamente por algunos cardos, hierbas agostadas y zarzales muy ruines. El viento borraba casi instantáneamente la huella de sus pasos.

Joe preguntó cómo lograban los árabes orientarse en el desierto y encontrar los pozos esparcidos en aquella soledad inmensa.

-Los árabes -respondió Fergusson- han recibido de la naturaleza un maravilloso instinto para reconocer su rumbo. Donde un europeo se desorientaría, ellos no vacilan nunca. Una piedra insignificante, un guijarro, una hierbecita, el indiferente matiz de las arenas les bastan para avanzar con seguridad completa. Durante la noche se guían por la estrella Polar; no andan más que dos millas por hora y descansan a mediodía, que es cuando hace más calor. No hace falta decir más para comprender cuánto tiempo invertirán en atravesar el Sahara, que es un desierto de más de novecientas millas.

Pero el Victoria ya se encontraba lejos de las miradas atónitas de los árabes, que debieron de envidiar su rapidez. Por la tarde pasaba por los 20 26' de longitud, y durante la noche avanzó más de un grado.

El lunes cambió el tiempo completamente. Empezó a diluviar, y fue preciso resistir el exceso de peso con que la lluvia cargaba el globo y la barquilla. Aquel aguacero continuado explicaba que toda la superficie del país fuese una inmensa ciénaga; reaparecía la vegetación, con mimosas, baobabs y tamarindos.

Era el Sonray, con sus aldeas pobladas de chozas, cuyos techos presentan cierta semejanza con gorros armenios. Había pocas montañas, reduciéndose éstas a colinas muy bajas que forman barrancos y despeñaderos incesantemente cruzados por chochas y pintadas. Un impetuoso torrente cortaba en diversos puntos las sendas, que los indígenas atravesaban agarrándose a un bejuco tendido entre dos árboles. Los bosques iban poco a poco siendo reemplazados por junglas donde se agitaban caimanes, hipopótamos y rinocerontes.

-No tardaremos en ver el Níger -anunció el doctor-; el terreno se metamorfosea en la proximidad de los grandes ríos. Esos caminos andantes, según una feliz expresion, han traído con ellos primero la vegetación y más adelante traerán la civilización. Así es como el Níger, en su trayecto de doscientas cincuenta millas, ha sembrado en sus márgenes las más importantes ciudades de África.

-Eso -dijo Joe- me recuerda la historia de aquel gran admirador de la Providencia, de la cual decía que era acreedora a sus aplausos por haber hecho pasar los ríos por las grandes ciudades.

Hacia mediodía, el Victoria pasó sobre una población llamada Gao, que fue en otro tiempo una gran capital y a la sazón se hallaba reducida a una aglomeración de chozas bastante miserables.

-He aquí el sitio -dijo el doctor- por el cual Barth atravesó el Níger a su regreso de Tombuctú, el Níger, ese río famoso de la antigüedad, el rival del Nilo, al cual la superstición pagana atribuyó un origen celestial. El Níger, como el Nilo, ha atraído la atención de los geógrafos de todos los tiempos, y su exploración, más aún que la del Nilo, ha costado numerosas víctimas.

El Níger corría entre dos orillas muy separadas una de otra, y sus aguas fluían hacia el sur con cierta violencia; pero los viajeros apenas tuvieron tiempo de observar sus curiosos contornos.

-Me dispongo a hablaros de ese río -dijo Fergusson-, ¡y está ya lejos de nosotros! El Níger, que casi puede competir con el Nilo en longitud, recorre una extensión inmensa del país, y según la comarca que atraviesa toma los nombres de Dhiuleba, Mayo, Egghirreou, Quorra y otros, todos los cuales significan «el río».

-¿Siguió el doctor Barth este camino? -preguntó Kennedy.

-No, Dick. Al dejar el lago Chad atravesó las principales ciudades de Bornu, y cruzó el Níger por Sau, cuatro grados más abajo de Gao. Luego penetró en el seno de las inexploradas comarcas que el Níger encierra en su recodo y, después de ocho meses de nuevas fatigas, llegó a Tombuctú, lo que nosotros, con un viento tan rápido, haremos en tres días escasos.

-¿Se ha descubierto el nacimiento del Níger? -preguntó Joe.

-Hace ya mucho tiempo -respondió el doctor-. El reconocimiento del Níger y de sus afluentes atrajo numerosas exploraciones, de las cuales os indicaré las principales. De 1749 a 1758, Adamson reconoce el río y visita Gorea. De 1785 a 1788, Golberry y Geoffroy recorren los desiertos de la Senegambia y suben hasta el país de los moros, que asesinaron a Saugnier, Brisson, Adam, Riley, Cochelet y otros muchos infortunados. Viene entonces el ilustre Mungo-Park, amigo de Walter Scott y escocés como él.

Enviado en 1795 por la Sociedad africana de Londres, alcanza Bambarra, ve el Níger, recorre quinientas millas con un traficante de esclavos, explora la costa de Gambia y regresa a Inglaterra en 1797; vuelve a partir el 30 de enero de 1805 con su cuñado Anderson, el dibujante Scott y un grupo de operarios; llega a Gorea, se une a un destacamento de treinta y cinco soldados y vuelve a ver el Níger el 19 de agosto; pero entonces, a consecuencia de las fatigas, de las privaciones, de los malos tratos, de las inclemencias del cielo y de la insalubridad del país, no quedaban ya vivos más que once de los cuarenta europeos; el 16 de noviembre llegaron a manos de su esposa las últimas cartas de Mungo-Park, y un año después se supo por un comerciante del país que, al llegar a Busse, a orillas del Níger, el 23 de diciembre, el desventurado viajero vio cómo arrojaban su barca por las cataratas del río antes de ser degollado por los indígenas.

-¿Y un fin tan terrible no contuvo a los exploradores?

-Al contrario, Dick, porque entonces no sólo hubo que reconocer el río, sino también buscar los papeles del viajero. En 1816 se organizó en Londres una expedición, en la cual toma parte el mayor Gray; llega a Senegal, penetra en el Futa-Djallon, visita las poblaciones fuhlahs y mandingas, y regresa a Inglaterra sin otro resultado. En 1822, el mayor Laing explora toda la parte de África occidental próxima a las posesiones inglesas, siendo el primero en llegar a las fuentes del Níger; según sus documentos, el nacimiento de este río inmenso no tiene dos pies de ancho.

-Es fácil de saltar -dilo Joe.

-¡Fácil! -replicó el doctor-. Según la tradición, cualquiera que intenta cruzar de un salto aquel manantial es inmediatamente engullido, y quien quiere sacar agua de él se siente rechazado por una mano invisible.

-¿Y me está permitido -preguntó Joe- no creer una palabra de la tradición?

-Nadie te lo impide. Cinco años después, el mayor Laing atravesaría el Sahara, penetraría en Tombuctú y moriría estrangulado unas millas más arriba por los ulad-shiman, que querian obligarle a hacerse musulmán.

-¡Otra víctima! -exclamó el cazador.

-Entonces, un joven valeroso y con muy escasos recursos, emprendió y llevó a cabo el viaje moderno más asombroso. Me refiero al francés René Caillié. Después de varias tentativas en 1819 y en 1824, partió de nuevo el 19 de abril de 1827 de Río Núñez; el 3 de agosto llegó tan extenuado y enfermo a Timé, que no pudo proseguir su viaje hasta seis meses después, en enero de 1828; se incorporó entonces a una caravana, protegido por su traje oriental, llegó al Níger el 10 de marzo, penetró en la ciudad de Yenné, se embarcó y descendió por el río hasta Tombuctú, adonde llegó el 30 de abril.

En 1670 otro francés, Imbert, y en 1810 un inglés, Robert Adams, tal vez habían visto aquella curiosa ciudad. Pero René Caillié sería el primer europeo que suministrara datos exactos; el 4 de mayo se separó de aquella reina del desierto; el 9 reconoció el lugar exacto donde fue asesinado el mayor Laing; el 19 llegó a ElArauan y dejó aquella ciudad comercial para cruzar, corriendo mil peligros, las vastas soledades comprendidas entre Sudán y las regiones septentrionales de Africa; por último, entró en Tánger, y el 28 de septiembre embarcó para Toulon, de suerte que en diecinueve meses, pese a una enfermedad de ciento ochenta días, había atravesado África de oeste a norte. ¡Ah! ¡Si Caillié hubiera nacido en Inglaterra, se le habría honrado como al más intrépido viajero de los tiempos modernos, como al mismo Mungo-Park! Pero en Francia no se le apreció en todo su valor.

-Era un valiente explorador -dijo el cazador-. ¿Y qué fue de él?

-Murió a los treinta y nueve años, de resultas de sus fatigas. En Inglaterra se le habrían tributado los mayores honores; pero en Francia se creyó haber hecho bastante adjudicándole en 1828 el premio de la Sociedad Geográfica. Y mientras él realizaba tan maravilloso viaje, un inglés concebía la misma empresa y la intentaba con igual valor, aunque con menos fortuna. Se trata del capitán Clapperton, el compañero de Denham. En 1829 entró en África por la costa oeste en el golfo de Benin, siguió las huellas de Mungo-Park y de Laing, encontró en Bussa los documentos relativos a la muerte del primero y llegó el 20 de agosto a Sakatu, donde, tras haber sido apresado, exhaló el último suspiro entre los brazos de su fiel criado Richard Lander.

-¿Y qué fue de ese tal Lander? -preguntó Joe con mucho interés.

-Consiguió llegar a la costa y regresar a Londres con los papeles del capitán y una relación exacta de su proplo viaje. Entonces ofreció sus servicios al Gobierno para completar el reconocimiento del Níger; incorporo a su empresa a su hermano John, segundo hijo de una humilde familia de Cornualles, y de 1829 a 1831 ambos bajaron por el río desde Bussa hasta su desembocadura, describiendo el camino milla a milla y aldea por aldea.

-Entonces, ¿esos dos hermanos se libraron de la suerte común? -preguntó Kennedy.

-Sí, al menos en aquella exploración; pero en 1833 Richard emprendió un tercer viaje al Níger y murió de un balazo junto a la desembocadura del río. Ya veis, pues, amigos mios, que el país que atravesamos ha sido testigo de nobles sacrificios que con harta frecuencia no han tenido más recompensa que la muerte.

XXXIX

El país en el recodo del Níger. – Vista fantástica de los

montes Hombori». – Kabar. – Tombuctú. – Plano del

doctor Barth. – Decadencia. – A donde el Cielo le

plazca

El doctor Fergusson quiso matar el tiempo en aquel pesado día dando a sus compañeros mil detalles acerca de la comarca que atravesaban. El terreno, bastante llano, no presentaba ningún obstáculo para su marcha. La única preocupación del doctor era el maldito viento del noroeste, que soplaba furiosamente y le alejaba de la latitud de Tombuctú.

El Níger, después de haber subido hasta esta ciudad por la parte norte, crece hasta convertirse en un inmenso chorro de agua y desemboca en el océano Atlántico formando un ancho delta. En aquel recodo el país es muy variado, distinguiéndose tan pronto por una exuberante fertilidad como por una aridez extrema. Llanuras incultas suceden a campos de maíz, que son luego reemplazados por dilatados terrenos cubiertos de retama. Todas las especies de aves acuáticas, el pelícano, la cerceta, el martín pescador, habitan las orillas de los torrentes y los márgenes de los pantanos, formando numerosas bandadas.

De vez en cuando aparecía un campamento de tuaregs, refugiados bajo sus tiendas de cuero, en tanto que las mujeres se dedicaban a las faenas exteriores, ordeñando los camellos, con sus pipas encendidas en la boca.

Hacia las ocho de la tarde, el Victoria había avanzado más de doscientas millas en dirección oeste, y los viajeros fueron entonces testigos de un magnífico espectáculo.

Algunos rayos de luna, abriéndose paso por una hendidura de las nubes y deslizándose entre las gotas de lluvia, bañaban las cordilleras del Hombori. Nada más extraño que aquellas crestas de apariencia basáltica. que se perfilaban formando fantásticas siluetas en el sombrío cielo. Parecían las ruinas legendarias de una inmensa ciudad de la Edad Media y recordaban los bancos de hielo de los mares glaciales, tal como en las noches oscuras se presentan a la mirada atónita.

-He aquí una ciudad de Los Misterios de Udolfo -dijo el doctor-; Ann Radcllff no hubiera acertado a describir estas montañas con un aspecto más imponente.

-No me gustaría -respondió Joe- pasear solo durante la noche por este país de fantasmas. Si no pesase tanto, me llevaría todo este paisaje a Escocia. Quedaría muy bien en las márgenes del lago Lomond y atraería a muchos turistas.

-Nuestro globo no es lo bastante grande para satisfacer tu capricho. Pero, me parece que nuestra dirección varía. ¡Bueno! Los duendes de estos lugares son muy amables; nos envían un vientecillo del sureste que nos pondrá de nuevo en el buen camino.

En efecto, el Victoria se dirigía más al norte, y el día 20 por la mañana pasaba por encima de una inextricable red de canales, torrentes y ríos, que constituían la encrucijada completa de los afluentes del Níger. Algunos de aquellos canales, cubiertos de una hierba espesa, parecían feraces praderas. Allí encontró el doctor la ruta de Barth, cuando éste embarcó para bajar por el río hasta Tombuctú. El Níger, de unas ochocientas toesas de ancho, corría allí entre dos orillas cubiertas de crucíferas y tamarindos. Grupos de gacelas triscadoras confundían sus retorcidos cuernos con las altas hierbas, desde las cuales el caimán las acechaba silencioso.

Largas recuas de asnos y camellos, cargados de mercancías de Yenné, se adentraban en las frondosas arboledas; al poco, en una revuelta del río apareció un anfiteatro de casas bajas, en cuyas azoteas y techos estaba acumulado todo el heno recogido en las comarcas circundantes.

-He aquí Kabar -exclamó el doctor con alegría-. Es el puerto de Tombuctú; la ciudad se encuentra apenas a cinco millas de aquí.

-¿Está, pues, satisfecho, señor? -preguntó Joe.

-Encantado, muchacho.

-Bueno, la cosa marcha.

En efecto, dos horas después la reina del desierto, la misteriosa Tombuctú, que tuvo, como Atenas y Roma, sus escuelas de sabios y sus cátedras de filosofía, se desplegó bajo las miradas de los viajeros.

Fergusson seguía los menores detalles en el plano trazado por el propio Barth, y reconoció su gran exactitud. La ciudad forma un enorme triángulo en una inmensa llanura de arena blanca. La punta se dirige hacia el norte y penetra en un extremo del desierto. ¡En los alrededores, nada! Algunas gramíneas, algunas mimosas enanas, algunos arbustos casi secos.

El aspecto de Tombuctú, a vista de pájaro, es el de un amontonamiento de bolos y de dados. Las calles, bastante estrechas, están bordeadas de casas de una sola planta, edificadas con ladrillos cocidos al sol, y de chozas de paja y cañas, cónicas o cuadradas. En las azoteas se ven indolentemente tendidos a algunos habitantes, vestidos con sus ropajes de colores chillones y con la lanza o el mosquete en la mano. A aquellas horas no aparece ni una mujer.

-Pero se dice que las mujeres son bellas -añadió el doctor-. Mirad los tres minaretes de las tres mezquitas, únicas que quedan de las muchas que había. La ciudad ha perdido su antiguo esplendor. En el vértice del triángulo se alza la mezquita de Sankoro, con sus hileras de galerías sostenidas por arcos de un diseño bastante puro. Más lejos, junto al cuartel de Sane-Gungu, se ve la mezquita de Sid-Yahia y algunas casas de dos pisos. No busquéis ni palacios ni monumentos. El jeque es un simple traficante, y su morada real, un lugar de comercio.

-Me parece ver murallas medio derribadas -dijo Kennedy.

-Fueron destruidas por los fuhlahs en 1826, entonces la ciudad era una tercera parte mayor, pues Tombuctú, objeto de codicia general desde el siglo XI ha pertenecido sucesivamente a los tuaregs, los kaurayanos, los marroquíes y los fellatahs. Pero este gran centro de civilización, en que un sabio como Ahmed-Baba poseía en el siglo XVI una biblioteca de mil seiscientos manuscritos, no es hoy más que un almacén de comercio de África central.

La ciudad, en efecto, parecía sumida en una gran incuria. Acusaba la desidia epidénúca de las ciudades condenadas a desaparecer. Enormes cantidades de escombros se amontonaban en los arrabales y formaban, con la colina del mercado, los únicos accidentes del terreno.

Al pasar el Victoria se produjo cierto revuelo e incluso se oyó toque de tambores, pero el último sabio de la localidad apenas tuvo tiempo de observar aquel nuevo fenómeno. Los viajeros, empujados por el viento del desierto, volvieron a seguir el curso sinuoso del río, y muy pronto Tombuctú no fue más que uno de los fugaces recuerdos del viaje.

-Y ahora -dijo el doctor-, que el Cielo nos conduzca a donde le plazca.

-¡Con tal de que sea al oeste! -replicó Kennedy.

-¡Bah! -exclamó Joe-. No me asustaría aunque se tratase de volver a Zanzibar por el mismo camino o de atravesar el océano hasta América.

-No podríamos, Joe.

-¿Qué nos falta para ello?

-Gas, Joe. La fuerza ascensional del globo disminuye sensiblemente, y tendremos que llevar mucho cuidado para conseguir que nos lleve hasta la costa. Voy a verme obligado a echar lastre. Pesamos demasiado.

-He aquí las consecuencias de no hacer nada, señor. Tendidos todo el día como unos haraganes, engordamos excesivamente y así no hay globo que pueda sostenernos. A la vuelta de nuestro viaje, que es un viaje de perezosos, nos encontrarán horriblemente obesos.

-Tus reflexiones, Joe, son dignas de ti -respondió el cazador-. Pero espera hasta el final. ¿Sabes acaso lo que el Cielo nos reserva? Estamos aún lejos del término de nuestro viaje. ¿A qué parte de la costa de África crees que llegaremos, Samuel?

-No puedo decírtelo, Dick; estamos a merced de vientos muy variables. Pero, en fin, me daré por muy dichoso si llego entre Sierra Leona y Portendick, donde hay cierta extensión de tierra donde encontraremos amigos.

-Y tendremos mucho gusto en estrecharles la mano. Pero ¿seguimos al menos el rumbo apetecido?

-No enteramente, Dick; mira la brújula y verás que nos dirigimos al sur y remontamos el Níger hacia sus fuentes.

-¡Buena ocasión para descubrirlas -respondió Joe-, si no estuviesen ya descubiertas! Pero ¿no podríamos encontrar otras?

-No, Joe. Pero, tranquilízate; espero no llegar hasta allí.

A la caída de la tarde, el doctor echó los últimos sacos de lastre. El Victoria se elevó, pero el soplete, aunque funcionaba con toda la llama, apenas podía mantenerlo. Se hallaba entonces sesenta millas al sur de Tombuctú, y al día siguiente los viajeros amanecieron sobre las orillas del Níger, no lejos del lago Debo.

XL

Zozobra del doctor Fergusson. – Dirección persistente

hacia el sur. – Una nube de langostas. – Vista de

Yenné. – Vista de Sego. – Variación del viento. –

Sentimientos de Joe

En aquel sitio el lecho del río estaba dividido por grandes islotes en estrechos brazos de una corriente muy rápida. En uno de aquéllos se alzaban algunas chozas de pastores, pero la velocidad del Victoria, que iba en progresivo aumento, no permitió realizar un examen exhaustivo. Desgraciadamente el globo se inclinaba todavía más hacia el sur, y en unos instantes cruzó el lago Debo.

]Fergusson buscó a diferentes alturas, forzando extraordinariamente su dilatación, otras corrientes atmosféricas, pero infructuosamente, por lo que pronto abandonó una maniobra que aumentaba la pérdida de gas, comprimiendolo contra las fatigadas paredes del aeróstato.

Estaba muy inquieto, pero no manifestó su zozobra a sus compañeros. La obstinacion con que el viento lo empujaba hacia la parte meridional de África desbarataba sus cálculos. No sabía a que recurrir para salir de apuros. Si no llegaba a territorio inglés o francés, ¿qué sería de él y de sus compañeros entre los bárbaros que infestaban las costas de Guinea? ¿Cómo aguardarían en ellas un buque para regresar a Inglaterra? Y la dirección actual del viento los lanzaba al reino de Dahomey, una de las tribus más salvajes, a merced de un rey que en las fiestas públicas sacrificaba millares de víctimas humanas. Allí su perdición era irremisible.

Por otra parte, el globo perdía gas visiblemente, y el doctor veía acercarse el momento en que sería de todo punto inservible. Sin embargo, viendo que el tiempo se despejaba un poco, abrigaba la esperanza de que después de la lluvia sobrevendría alguna variación en las corrientes atmosféricas.

Pero volvió a tomar conciencia de su crítica situación al oír la siguiente exclamación de Joe:

-¡Frescos estamos! Va a arreciar la lluvia, y ahora diluviará, a juzgar por el nubarrón que se acerca a pasos agigantados.

-¡Otro nubarrón! -dijo Fergusson.

-¡Y no pequeño! -repuso Kennedy.

-Como no he visto otro -comentó Joe.

-¡Qué alivio! -dijo el doctor, dejando el anteojo-. No es un nubarrón.

-¿Cómo que no? -exclamó Joe.

-¡No! ¡Es una nube!

-Pues eso es lo que decimos.

-Pero una nube de langostas.

~¡De langostas!

-Como lo oyes. Millones de langostas pasarán sobre estas tierras como una tromba, y desgraciada será la comarca que sirva de teatro a sus devastaciones.

-Quisiera ver eso.

-Lo vas a ver, Joe -dijo el doctor-. Dentro de diez minutos, esa nube nos alcanzará y juzgarás por ti mismo.

Fergusson no mentía. Aquella nube espesa, opaca, de varias millas de extensión, llegaba con un ruido atronador, proyectando en la tierra su inmensa sombra. Era una innumerable legión de esas langostas a las que se da el nombre de caballejos. A cien pasos del Victoria, se precipitaron sobre un territorio alfombrado de verdor; un cuarto de hora después, la masa reemprendía el vuelo y los viajeros aún podían distinguir de lejos los árboles desprovistos de hojas y las praderas convertidas en rastrojos. Hubiérase dicho que un repentino invierno había sumido la campiña en la esterilidad más completa.

-¿Qué te ha parecido, Joe?

-Una cosa muy curiosa, señor, pero muy natural. Lo que haría en pequeño una langosta, lo hacen en grande millones de ellas.

-¡Espantosa lluvia! -exclamó el cazador-. ¡Y más devastadora que el granizo!

-Y de la cual no es posible preservarse -respondió Fergusson-. Alguna vez, los campesinos han tenido la idea de incendiar los bosques y hasta las mieses para detener el vuelo de tan voraces insectos; pero las primeras filas, precipitándose sobre las llamas, las apagaban bajo su enorme mole, y el resto de la columna pasaba inexorablemente. Por suerte, en estas comarcas se encuentra cierta compensación de sus estragos, pues los indígenas recogen un número inmenso de langostas, que son para ellos un bocado delicado y exquisito.

-Son los cangrejos del aire -dijo Joe-, y siento no haberlos podido probar, pues me gusta instruirme.

Al anochecer, los viajeros llegaron a comarcas más pantanosas. Sucedieron a los bosques grupos de árboles aislados, y en las márgenes del río se distinguían algunas plantaciones de tabaco y terrenos anegados cubiertos de forraje. En una extensa isla apareció entonces la ciudad de Yenné, con las dos torres de su mezquita de tierra y el olor infecto que emana de millones de nidos de golondrinas acumulados en sus paredes. Algunas copas de baobabs, mimosas y palmeras descollaban entre las casas; incluso durante la noche, la actividad de la población parecía muy grande. Yenné es, en efecto, una ciudad muy comercial, y abastece casi exclusivamente a Tombuctú, a donde llegan, con los diversos productos de su industria, sus barcas por el río y sus caravanas por caminos sombreados.

-Si no temiera prolongar nuestro viaje -dijo el doctor-, habríamos descendido a la ciudad, donde sin duda hubiéramos encontrado a más de un árabe que ha viajado por Francia o Inglaterra, y que conoce nuestro tipo de locomoción. Pero no sería prudente en las circunstancias en que nos hallamos.

-Aplacemos la visita para nuestra próxima excursión -dijo Joe, riendo.

-Ademas, amigos mios, si no me equivoco, el viento presenta una ligera tendencia a soplar hacia el este, y no debemos desperdiciar una ocasión semejante.

El doctor arrojó algunos objetos que ya no les eran utiles; botellas vacías y una caja que había contenido carne; asi consiguió mantener el Victoria en una zona más favorable a sus proyectos. A las cuatro de la mañana, los primeros rayos de sol bañaron Sego, la capital de Bambara, fácil de reconocer por las cuatro ciudades que la componen, por sus mezquitas moriscas y por el incesante ir y venir de barcas que trasladan a los habitantes de un barrio a otro. Pero los viajeros ni vieron ni fueron vistos, pues volaban con rapidez y directamente hacia el noroeste, y las inquietudes del doctor se calmaban poco a poco.

-Dos días más en esta dirección y a esta velocidad, y alcanzaremos el río Senegal.

-¿Y nos hallaremos en país amigo? -preguntó el cazador.

-Todavía no; pero, si el Victoria nos fallase, desde allí podríamos llegar a territorio francés. Sin embargo, lo que debemos desear es que el globo tire algunos centenares más de millas, y sin fatiga, zozobras ni peligros llegaremos a la costa occidental.

-¡Y todo habrá acabado! -dijo Joe-. ¡Qué pena! Si no fuese por las ganas que tengo de contarlo, no quisiera bajar nunca de la barquilla. Señor, ¿cree que se dará crédito a nuestros relatos?

-¡Quién sabe, Joe! Pero, en fin, siempre habrá un hecho incontestable: Miles de testigos nos habrán visto salir de una costa de África, y miles de testigos nos veran llegar a la otra costa.

-En este caso -intervino Kennedy-, no se podrá negar que la hemos atravesado.

-¡Ah, señor Samuel! -añadió Joe, suspirando-. Más de una vez echaré de menos mis pedruscos de oro macizo. Habrían dado consistencia a nuestras historias y verosimilitud a nuestros relatos. A grano de oro por oyente, habría reunido a un escogido público para oírme y hasta para admirar.

XLI

Las proximidades del Senegal. – El Victoria continúa

bajando. – Se sigue echando lastre sin parar. – El

morabito Al-Hadjí. – Los señores Pascal, Vincent y

Lambert. – Un rival de Mahoma. – Las montañas

difíciles. – Las armas de Kennedy. – Una maniobra de

Joe. – Alto sobre un bosque

El 27 de mayo, hacia las nueve de la mañana, el terreno se presentó bajo un nuevo aspecto. Las extensas pendientes se transformaban en colinas que hacían presagiar montanas proximas. Había que traspasar la cordillera que separa la cuenca del Níger de la del Senegal y determina la dirección de las aguas, o bien al golfo de Guinea, o bien a la bahía de Cabo Verde.

Aquella parte de África, hasta el Senegal, es peligrosa. El doctor Fergusson lo sabía por las narraciones de sus predecesores, que habían sufrido mil privaciones y arrostrado mil peligros entre aquellos negros bárbaros. Aquel clima funesto acabó con la mayor parte de los companeros de Mungo-Park. Fergusson estaba, pues, más decidido que nunca a no poner los pies en aquella comarca inhospitalaria.

Pero no tuvo un momento de sosiego. El Victoria bajaba sensiblemente, y fue preciso arrojar multitud de objetos más o menos útiles, sobre todo en el momento de salvar el pico o cresta de un cerro. Y así anduvieron por espacio de más de ciento veinte millas, sin parar de subir y bajar; el globo, nuevo peñasco de Sísifo, descendía incesantemente; las formas del aeróstato, poco hinchado, se alargaban, y el viento formaba bolsas en sus paredes.

Kennedy no pudo evitar comentario.

-¿Tiene el globo alguna fisura? -preguntó.

-No -respondió el doctor-; pero sin duda, con el calor, la gutapercha se ha reblandecido o derretido, y el hidrógeno se escapa por el tejido del tafetán.

-¿Y cómo impedir que se escape?

-De ninguna manera. No podemos hacer más que aligerar peso; arrojemos fuera de la barquilla cuanto podamos arrojar.

-Pero ¿qué hemos de arrojar? -preguntó el cazador, recorriendo con su mirada la barquilla, ya muy desprovista.

-Desprendámonos de la tienda que pesa bastante.

Joe, que era a quien incumbía esta orden, subió encima del círculo que reunía las cuerdas de la red y desde allí pudo fácilmente desatar las gruesas cortinas de las tiendas y echarlas abajo.

-Esto hará feliz a una tribu entera de negros -dijo-. Hay aquí tela para vestir a mil indígenas, pues ya se sabe cuán ahorrativos son en materia de trajes.

El globo se había elevado algo, pero enseguida resultó evidente que no perdía su tendencia a descender.

-Bajemos -dijo Kennedy- y veamos qué se puede hacer con la envoltura.

-Te lo repito, Dick, aquí no hay medio de repararla.

-¿Cómo nos las arreglaremos, pues?

-Sacrificaremos todo lo que no sea absolutamente indispensable. Quiero evitar a toda costa un alto en estos sitios. Los bosques sobre los cuales pasamos en este momento, tocando casi la copa de los árboles, no tienen nada de seguros.

-¿Hay leones? ¿Hay hienas? -preguntó Joe con desprecio.

-Hay algo peor, Joe: hombres, y de los más crueles que viven en África.

-¿Cómo se sabe?

-Por los viajeros que nos han precedido. Además, los franceses, que ocupan la colonia de Senegal, han tenido necesariamente que ponerse en relación con las tribus circundantes; bajo el mando del coronel Faldherbe, se han practicado reconocimientos tierra adentro, y los señores Pascal, Vincent y Lambert han traído de sus expediciones documentos preciosos. Han explorado estas comarcas formadas por el recodo del Senegal, en las cuales la guerra y el saqueo no han dejado más que ruinas.

-Pero algún origen tendrá esta guerra devastadora -dijo el cazador.

-Sí, lo tiene. En 1854 un morabito del Futa senegalés, Al-Hadjí, declarándose inspirado como Mahoma, incitó a todas las tribus a la guerra contra los infieles, es decir, contra los europeos. Llevó la destrucción y la ruina entre el río Senegal y su afluente el Falemé. Tres hordas de fanáticos capitaneados por él recorrieron el país matando y saqueando, sin que se librase de su furor ni una sola aldea, ni una sola cabaña. Invadieron luego el valle del Níger, hasta la ciudad de Sego, que estuvo mucho tiempo amenazada. En 1857 se dirigieron mas al norte y atacaron el fuerte de Medina, construido por los franceses en las márgenes del río. Aquel establecimiento fue heroicamente defendido por Paul Holl, el cual resistió varios meses sin viveres y casi sin municiones, hasta que llegó en su auxilio el coronel Faidherbe. Al-Hadji y sus hordas volvieron entonces a pasar el Senegal y regresaron al territorio de Kaarta, donde continuaron sus rapiñas y asesinatos. Pues bien, estas comarcas en las que nos hallamos son precisamente la guarida donde se han refugiado los bandidos, y os aseguro que no sería nada conveniente caer en sus manos.

-No caeremos -dijo Joe-, aunque para elevar el Victoría tengamos que sacrificar hasta nuestros zapatos.

-No estamos lejos del río -dijo el doctor-; pero me temo que nuestro globo no podrá llevarnos más allá.

-Lleguemos a la orilla -replicó el cazador- y eso habremos ganado.

-Es precisamente lo que intentamos hacer -dijo el doctor-. Pero me inquieta una cosa.

-¿ Cuál?

~Tendremos que salvar montañas, y resultará muy difícil, ya que no puedo aumentar la fuerza ascensional del aeróstato ni siquiera, produciendo el mayor calor posible.

-Aguardemos a ver qué ocurre -dijo Kennedy.

-¡Pobre Victon'a! -exclamó Joe-. Le he tomado el mismo cariño que un marino a su buque, y me separaré de él con pesar. Ya sé que no es lo que era cuando emprendimos el viaje, pero, aun así, no debemos criticarlo. Nos ha prestado grandes servicios, y me romperá el corazón abandonarlo.

-Tranquilízate, Joe; si lo abandonamos, sera a pesar nuestro. Nos servirá hasta que se halle extenuado. Sólo le pido que se mantenga otras veinticuatro horas.

-Se agota -dijo Joe, contemplándolo-, flaquea, se le va la vida. ¡Pobre globo!

-Si no me equivoco -intervino Kennedy-, tenemos en el horizonte las montañas de que hablabas, Samuel.

-En efecto -dijo el doctor, después de examinarlas con su anteojo-. Muy altas me parecen; mucho nos ha de costar atravesarlas.

-¿No las podríamos evitar?

-Me parece que no, Dick -dijo Fergusson-. ¿No ves el inmenso espacio que ocupan? ¡Casi la mitad del horizonte!

-Y diríase que nos cercan -añadió Joe-; avanzan por los dos extremos.

-Es absolutamente indispensable pasar por encima.

Aquellos obstáculos tan peligrosos parecían acercarse con extrema rapidez, o, mejor dicho, el viento que era muy fuerte, precipitaba al Victoria hacia los agudos picos. Era preciso elevarse a toda costa; de lo contrario, se estrellarían.

-Vaciemos la caja de agua -dijo Fergusson-. Conservemos tan sólo el líquido estrictarriente necesario para un día.

-¡Ya está! -dijo Joe.

-¿Sube ahora el globo? -preguntó Kennedy.

-Algo, unos cincuenta pies -respondió el doctor, que no apartaba la vista del barómetro-. Pero no es suficiente.

Parecía, en efecto, que las altas cumbres salían al encuentro de los viajeros para precipitarse contra ellos. Éstos se hallaban muy lejos de dominarlas; todavía les faltaban más de quinientos pies. También arrojaron la provisión de agua del soplete, de la cual no se conservaron más que algunas pintas; pero todavía no fue suficiente.

-Y sin embargo, hemos de pasar -dijo el doctor.

-Echemos las cajas, ya que las hemos vaciado -dijo Kennedy.

-Echémoslas.

-¡Ya está! -gritó Joe-. ¡Qué triste es desaparecer trozo a trozo!

-¡Oye, Joe! ¡Guárdate de repetir el sacrificio del otro día! Suceda lo que suceda, júrame no separarte de nosotros.

-Tranquilícese, señor, no nos separaremos.

El Victoria había subido unas veinte toesas más, pero la cresta de la montaña seguía dominándolo. Era una cresta recta que terminaba en una verdadera muralla escarpada, y se hallaba aún más de doscientos pies encima de los viajeros.

«Dentro de diez minutos -se dijo el doctor-, nuestra barquilla se habrá estrellado contra las rocas si no logramos elevarnos lo suficiente.»

-¿Qué hacemos, señor? -preguntó Joe.

-Guarda sólo la provisión de pemmican y arroja toda la carne, que es lo que más pesa.

El globo se desprendió de otras cincuenta libras de peso y se elevó muy sensiblemente, lo que de nada le servía si no conseguía situarse sobre la línea de montañas. La situación era espantosa. El Victoria corría con una rapidez suma e iba a hacerse trizas. El choque no podía dejar de ser terrible.

El doctor registró la barquilla con la mirada.

Estaba prácticamente vacía.

-¡Por si acaso, Dick, disponte a sacrificar tus armas!

-¡Sacrificar mis armas! -respondió el cazador, conmovido.

-Amigo Dick, no te lo pediría si no fuese necesario.

-¡Samuel! ¡Samuel!

-¡Tus armas y tus municiones pueden costarnos la vida!

-¡Nos acercamos! -exclamó Joe-. ¡Nos acercamos!

¡Diez toesas! La montaña todavía superaba al Victoria en diez toesas.

Joe cogió las mantas y las tiró; y, sin decir una palabra a Kennedy, tiró también algunos paquetes de balas y perdigones.

El globo subió, traspasó la peligrosa cumbre, y los rayos del sol bañaron su polo superior. Pero la barquilla se hallaba aún a una altura algo inferior a la de los peñascos, contra los cuales iba inevitablemente a estrellarse.

-¡Kennedy! ¡Kennedy! -exclamó el doctor~. ¡Arroja tus armas o estamos perdidos!

-¡Aguarde, señor Dick! -dijo Joe-. ¡Aguarde un momento!

Y Kennedy, al volverse, le vio desaparecer fuera de la barquilla.

-¡Joe! ¡Joe! -gritó.

-¡Desgraciado! -exclamó el doctor.

En aquel punto la cresta de la montaña tenía unos trescientos pies de ancho, y por el otro lado la pendiente presentaba menos declive. La barquilla llegó justo al nivel de aquella meseta bastante lisa y se deslizó por un terreno compuesto de puntiagudos guijarros que rechinaban'con el roce.

-¡Pasamos! ¡Pasamos! ¡Hemos pasado! -gritó una voz que hizo palpitar el corazón de Fergusson.

El intrépido muchacho se agarraba con las manos al borde inferior de la barquilla y corría por la cresta para aligerar al globo de la totalidad de su peso, viéndose obligado a sujetarlo con fuerza porque tendía a escapársele.

Cuando hubo llegado a la ladera opuesta y ante sus ojos se presentó el abismo, Joe, mediante un enérgico juego de muñecas, se levantó y, agarrándose de las cuerdas, subió al lado de sus companeros.

-Nada más difícil que lo que acabo de hacer -dijo.

-¡Valiente Joe! ¡Amigo mío! -dijo el doctor con efusión.

-¡Oh! Lo que he hecho -respondió Joe- no ha sido por ustedes, sino por la carabina del señor Dick. Se lo debía desde el asunto del árabe y me gusta pagar mis deudas. Ahora estamos en paz -añadió, presentando al cazador su arma predilecta-. Me hubiera conmovido demasiado verle separarse de ella.

Kennedy le dio un vigoroso apretón de manos sin pronunciar una palabra.

El Victoria ya no tenía más que bajar, lo que le era fácil; muy pronto se encontró a doscientos pies del suelo y entonces recuperó el equilibrio. El terreno presentaba numerosos accidentes muy difíciles de evitar durante la noche con un globo que ya no obedecía. Estaba oscureciendo con gran rapidez y, pese a sus reticencias, el doctor tuvo que resignarse a hacer un alto hasta el día siguiente.

-Vamos a buscar un lugar favorable para detenernos -dijo.

-¡Ah! ¿Te decides al fin? -respondió Kennedy.

-Sí, he meditado detenidamente un proyecto que vamos a poner en práctica. No son más que las seis de la tarde; tendremos tiempo. Echa las anclas, Joe.

Joe obedeció, y las dos anclas quedaron colgando debajo de la barquilla.

-Distingo inmensos bosques -dijo el doctor-. Iremos por encima de las copas de sus árboles y nos agarraremos de alguna. Por nada de este mundo consentiría en pasar la noche en tierra.

-¿Podremos bajar? -preguntó Kennedy.

-¿Para qué? Os repito que sería peligroso separarnos. Además, reclamo vuestra ayuda para un trabajo difícil.

El Victoria, que rozaba la verde bóveda de inmensos bosques, no tardó en detenerse bruscamente; sus anclas habían quedado enganchadas. El viento cesó entrada ya la noche, y el globo permaneció casi inmóvil encima de un interminable campo de verdor formado por las copas de un bosque de sicomoros.

XLII

Combate de generosidad. – último sacrificio. – El

aparato de dilatación. – Destreza de Joe. –

Medianoche. – La guardia del doctor. – La guardia de

Kennedy. – Dick se duerme. – El incendio. – Los gritos.

– Fuera de alcance

El doctor Fergusson determinó su posición por la altura de las estrellas; se encontraban a veinticinco millas escasas del Senegal.

-Todo lo que podemos hacer, amigos míos -declaró, después de examinar el mapa-, es pasar el río; pero como en él no hay ni puentes ni barcas, lo hemos de cruzar en globo a toda costa, y al efecto debemos aligerarlo aún más.

-Pues no sé cómo lo haremos -replicó el cazador, que temía por sus armas-, a no ser que uno de nosotros se decida a sacrificarse, a quedarse atrás… Y, en esta ocasión, yo reclamo esa gloria.

-¡De ninguna manera! -protestó Joe-. ¿No tengo yo acaso la costumbre … ?

-No se trata de echarse, amigo mio -aclaró el cazador-, sino de alcanzar a pie la costa de África, y yo soy buen andarín.

-¡No lo consentiré jamás! -replicó Joe.

-Vuestro combate de generosidad es inútil, mis buenos amigos -intervino Fergusson-; espero que no lleguemos a tal extremo, y en el caso de llegar a él, lejos de separarnos, permaneceríamos juntos para atravesar el pais.

-Eso es lo mejor -dijo Joe-. Un paseíto no nos vendría mal.

-Pero, antes -repuso el doctor-, echaremos mano de un último medio para aligerar nuestro Victoria.

-¿Cuál? -preguntó Kennedy-. Estoy en ascuas deseando conocerlo.

-Debemos desprendernos de las cajas del soplete, de la pila de Bunsen y del serpentín que nos obligan a arrastrar por los aires novecientas libras.

-Pero, Samuel, ¿cómo obtendrás luego la dilatación del gas?

-De ninguna manera; nos las arreglaremos sin ella.

-Pero…

-Oídme, amigos: he calculado muy exactamente lo que nos queda de fuerza ascensional, y es suficiente para transportarnos a los tres con los pocos objetos que llevamos. No pesaremos más de quinientas libras, incluidas las anclas, que tengo interés en conservar.

-Amigo Samuel -respondió el cazador-, tú, más competente que nosotros en la materia, eres el único juez de la situación; dinos lo que hemos de hacer y lo haremos.

-A sus órdenes, señor.

-Os repito, amigos míos, que aunque reconozco la gravedad de la determinación, hemos de sacrificar nuestro aparato.

-¡Sacrifiquémoslo! -replicó Kennedy.

-¡Manos a la obra! -dijo Joe.

La operación presentó numerosas dificultades. Fue preciso desmontar el aparato pieza por pieza. Primero quitaron la caja de mezcla, después la del soplete y por último la caja donde se operaba la descomposición del agua. Se necesitó la fuerza reunida de los tres viajeros para arrancar los recipientes del fondo de la barquilla, donde se hallaban incrustados; pero Kennedy era tan fuerte, Joe tan diestro y Samuel tan ingenioso que vencieron todas las dificultades. Las diversas piezas fueron sucesivamente arrojadas, y desaparecieron abriendo grandes agujeros en el follaje de los sicomoros.

-Los negros se quedarán muy asombrados -dijo Joe- al encontrar en los bosques semejantes objetos. Capaces serán de convertirlos en ídolos.

A continuación tuvieron que ocuparse de los tubos metidos en el globo y que pasaban por el serpentín. Joe consiguió cortar, a unos pies por encima de la barquilla, las articulaciones de caucho; en cuanto a los tubos, hubo mayor dificultad, porque se hallaban retenidos por su extremo superior y sujetos con alambres al círculo mismo de la válvula. Fue entonces cuando Joe demostró una agilidad maravillosa. Descalzo, para no romper la envoltura, con ayuda de la red y a pesar de las oscilaciones, logró encaramarse hasta la cima exterior del aeróstato, y allí, después de mil dificultades, agarrándose con una mano a aquella superficie resbaladiza, desatornilló las tuercas exteriores que sujetaban los tubos. Éstos se desprendieron entonces fácilmente y fueron retirados a través del apéndice inferior, que fue herméticamente cerrado por medio de una fuerte ligadura.

El Victoria, libre de aquel peso considerable, se elevó y tensó enormemente la cuerda del ancla.

A medianoche quedaron felizmente terminados aquellos trabajos, que resultaron muy fatigosos. Los viajeros cenaron rápidamente un poco de pemmican y de grog frío, pues el doctor ya no tenía calor para ponerlo a disposición de Joe.

Además, éste y Kennedy estaban rendidos.

-Acostaos y dormid, amigos míos -dijo Fergusson-, yo haré la primera guardia. A las dos despertaré a Kennedy; a las cuatro, Kennedy despertará a Joe; a las seis partiremos, ¡y que el Cielo siga velando por nosotros durante esta última jornada!

Los dos compañeros del doctor, sin hacerse de rogar, se tumbaron al fondo de la barquilla y se sumieron enseguida en un profundo sueño.

La noche era apacible. Algunas nubes velaban de vez en cuando el último cuarto de luna, cuyos rayos indecisos disipaban muy ligeramente la oscuridad. Fergusson, acodado miraba a su alrededor. Vigilaba con atención la sombría cortina de follaje que se extendía bajo sus pies sin dejar ver el suelo. El menor ruido le parecía sospechoso, y procuraba explicarse hasta el más leve temblor de las hojas.

Se hallaba en esa disposición de ánimo que la soledad vuelve más sensible aún, y durante la cual vagos terrores asaltan el cerebro. Al final de un viaje semejante, después de haber vencido tantos obstáculos, en el momento de conseguir el objetivo, los temores son más vivos, las emociones más fuertes, y el punto de llegada parece huir ante los ojos.

Por otra parte, la situación no era para tranquilizar a nadie, en un país bárbaro, y con un medio de transporte que, en definitiva, podía fallar de un momento a otro. El doctor ya no contaba con el globo de una manera absoluta; había pasado el tiempo en que maniobraba con audacia porque estaba seguro de él.

Bajo estas impresiones, el doctor creyó percibir unos rumores indeterminados en aquellos inmensos bosques, incluso creyó ver brillar una llama entre los árboles. Miró con atención y enfocó su anteojo de noche en esa dirección; pero fue incapaz de distinguir nada, y hasta pareció que el silencio se había hecho más profundo.

Sin duda Fergusson había experimentado una alucinación. Escuchó sin sorprender el menor ruido y, habiendo transcurrido el tiempo de su guardia, despertó a Kennedy, le recomendó que vigilara con muchísima atención y se acostó al lado de Joe, que dormía a pierna suelta.

Kennedy encendió tranquilamente su pipa, se restregó los ojos, que le costaba mucho mantener abiertos, apoyó los codos en un rincón y empezó a fumar vigorosamente para disipar el sueño.

El silencio más absoluto reinaba a su alrededor. Un viento suave agitaba la cima de los árboles y mecía suavemente la barquilla, invitando al cazador a un sueño que le invadía a su pesar. Quiso resistirse a él, abrió varias veces los párpados, abismó en las tinieblas de la noche algunas de esas miradas que no ven y, al final, sucumbiendo a la fatiga, se quedó dormido.

¿Cuánto tiempo permaneció sumido en aquel estado de inercia? Lo único que pudo decir fue que le despertó un chisporroteo inesperado.

Se restregó los ojos y se puso en pie. Un calor insoportable llegaba a su rostro. El bosque estaba ardiendo.

-¡Fuego! ¡Fuego! -exclamó, sin comprender lo que pasaba.

Sus dos compañeros se levantaron.

-¿Qué es eso? -preguntó Samuel.

-¡Un incendio! -exclamó Joe-. Pero ¿quién puede … ?

En aquel momento se oyeron gritos debajo del follaje, violentamente iluminado.

-¡Los salvajes! -exclamó Joe-. ¡Han prenddo fuego al bosque para estar seguros de quemarnos!

-¡Los talibas! ¡Los morabitos de Al-Hadjíl -dijo el doctor.

Un círculo de fuego rodeaba al Victoria. Los chasquidos de los troncos secos se mezclaban con los gemidos de las ramas verdes. Los bejucos, las hojas, todas las partes vivas de aquella vegetación exuberante se retorcían envueltas en el elemento destructor. La mirada se perdía en un océano en llamas; los grandes árboles destacaban en negro en la inmensa fragua, con las ramas cubiertas de ascuas; el inflamado conjunto se reflejaba en las nubes, y los viajeros creyeron hallarse encerrados en una esfera de fuego.

-¡Huyamos! -exclamó Kennedy~. ¡A tierra! ¡Es nuestra única posibilidad de salvación!

Pero Fergusson lo detuvo con mano firme y, precipitándose hacia la cuerda del ancla, la cortó de un hachazo. Las llamas, prolongándose hacia el globo, lamían ya sus iluminadas paredes; pero el Victona, libre de sus ataduras, se elevó más de mil pies.

Espantosos gritos resonaron en el bosque, acompañados de violentas detonaciones de armas de fuego. El globo, atrapado por una corriente que se levantaba con el día, puso rumbo al oeste.

Eran las cuatro de la mañana.

XLIII

Los talibas. – La persecución. – Un país devastado. –

Viento moderado. – El Victoria baja. – Las últimas provisiones. – Los saltos del Victoria. – Defensa a tiros.

El viento refresca. – El río Senegal. – Las cataratas de Gouina. – El aire caliente. – Travesía del río

-Si ayer por la noche no hubiésemos tomado la precaución de aligerar peso -dijo el doctor-, a estas horas estaríamos irremisiblemente perdidos.

-Por eso es bueno hacer las cosas a tiempo -repuso Joe-. Gracias a eso nos hemos salvado, y es muy natural.

-No estamos fuera de peligro -replicó Fergusson.

-¿Qué temes? -preguntó Dick-. El Victoria no puede descender sin tu permiso, y aun cuando descendiera…

-¡Como descendiese … ! ¡Mira, Dick!

Los viajeros acababan de trasponer el lindero del bosque, y vieron a unos treinta jinetes vestidos con pantalón ancho y albornoz ondeante. Unos armados con lanzas y otros con espingardas, seguían al trote, a lomos de sus caballos vivos y ardientes, la dirección del Victoria, que avanzaba a una velocidad moderada.

Al ver a los viajeros prorrumpieron en gritos salvajes, blandiendo sus armas. La cólera y la amenaza se leían en sus semblantes morenos, cuya ferocidad acentuaba una barba escasa pero erizada. Atravesaban con facilidad las mesetas bajas y las suaves colinas que descienden al Senegal.

-¡Son ellos! -dijo el doctor-. ¡Los crueles talibas, los feroces morabitos de Al-Hadjí! Preferiría hallarme en el bosque rodeado de fieras, que caer en manos de tan inmundos bandidos.

-Su aspecto no es tranquilizador -dijo Kennedy~. ¡Y se les ve muy fornidos!

-Afortunadamente -dijo Joe-, son bestias de una especie que no vuela; al menos es un consuelo.

-¡Mirad esas aldeas en ruinas y esas chozas reducidas a cenizas! -dijo Fergusson-. Es obra de ellos; la aridez y la devastación marcan las huellas de su paso.

-Pero no pueden alcanzarnos -replicó Kennedy-. Si logramos poner el río entre ellos y nosotros, estaremos completamente seguros.

-Dices bien, Dick; pero para eso es preciso no caer -respondió el doctor, mirando el barómetro.

-Por si acaso, Joe -repuso Kennedy-, no estaría de mas preparar las armas.

-Eso no puede perjudicarnos, señor Dick; ha sido una suerte no haberlas sembrado por el camino.

-¡Mi carabina! –exclamó el cazador-. Espero no separarme nunca de ella.

Y Kennedy la cargó con el mayor cuidado. Le quedaba aún pólvora y balas suficientes.

-¿A qué altura nos mantenemos? -preguntó el cazador.

-A unos setecientos cincuenta pies. Pero ya no tenemos la posibilidad de buscar corrientes favorables subiendo o bajando; nos hallamos a merced del globo.

-Lo cual es un grave inconveniente -repuso Kennedy-. El viento es bastante flojo; si hubiéramos encontrado un huracán como el de otros días, ya habriamos perdido de vista a esos infames bandidos.

-Esos malditos -dijo Joe- nos siguen sin ninguna dificultad, al trote. ¡Un auténtico paseo!

-Si los tuviésemos a tiro -dijo el cazador-, me divertiría derribándolos a todos uno tras otro.

-¡Buena la haríamos! -respondió Fergusson-. Si los tuviesemos a tiro, ellos también nos tendrían a tiro a nosotros, y nuestro Victoria ofrecería un blanco fácil a las balas de sus largas espingardas. Hazte cargo de lo que sería de nosotros si agujereasen el globo.

La persecución de los talibas continuó toda la mañana. Hacia las once, los viajeros apenas habían recorrido quince millas hacia el oeste.

El doctor examinaba en el horizonte hasta las más pequeñas nubecillas. Temía una variación atmosférica. Si el viento arrastraba el globo hacia el Níger, ¿qué sería de ellos? Notaba, además, que el globo tendía a bajar sensiblemente. Desde su partida había perdido ya más de trescientos pies, y el Senegal debía de estar aún a unas doce millas; a la velocidad actual todavía les faltaban tres horas de viaje.

En aquel momento, nuevos gritos llamaron su atención. Los talibas se agitaban, precipitando el galope de sus caballos.

El doctor consultó el barómetro y comprendió la causa de aquella algarabía.

-Bajamos -dijo Kennedy.

-Sí -respondió Fergusson.

« ¡Malo! », pensó Joe.

Pasado un cuarto de hora, la barquilla se hallaba a menos de ciento cincuenta pies del suelo, pero el viento era más fuerte.

Los talibas, sin detenerse, hicieron una descarga.

-¡Estáis demasiado lejos, imbéciles! -exclamó Joe-. Bueno será tenerlos a raya.

Y, apuntando a uno de los jinetes que iban delante, hizo fuego. El taliba dio una voltereta; sus compañeros se detuvieron y el Victoria les sacó ventaja.

-Son prudentes -dijo Kennedy.

-Porque creen estar seguros de cogernos -respondió el doctor-. Y nos cogerán si seguimos bajando. Es absolutamente indispensable que nos elevemos.

-¿Qué vamos a echar? -preguntó Joe.

-Todo el pemmican que queda. Serán treinta libras menos de peso.

-¡Pues allá va! -dijo Joe, obedeciendo las órdenes de su señor.

La barquilla, que casi llegaba al suelo, subió entre el griterío de los talibas; pero, media hora después, el Victoria volvía a bajar rápidamente.

El gas se escapaba por los poros de sus paredes.

La barquilla rozó el suelo y los negros de Al-Hadjí se precipitaron hacia ella; pero, como sucede en semejantes circunstancias, apenas el globo tocó el suelo, dio un salto y fue a caer una milla más adelante.

-¡No escaparemos! -dijo Kennedy con rabia.

-Joe, echa nuestra reserva de aguardiente -ordenó el doctor-, nuestros instrumentos, todo lo que pese, por poco que sea, y también el ancla.

Joe arrancó los barómetros y los termómetros; pero todo eso suponia muy poco, y el globo, que subió momentáneamente, no tardó en volver a tocar el suelo Los talibas corrían tras ellos y no estaban ya más que a doscientos pasos.

-¡Echa las dos escopetas! -exclamó el doctor.

-No será sin haberlas descargado -respondió el cazador.

Y cuatro disparos sucesivos hicieron morder el suelo a cuatro talibas, que cayeron entre los frenéticos gritos de la horda.

El Victoria se levantó de nuevo, dando saltos enormes, como una inmensa pelota que bota en el suelo.

¡Extraño espectáculo el que ofrecían aquellos desdichados intentando huir a pasos de gigante, y que, a semejanza de Anteo, parecia que recobraban fuerzas al llegar a tierra! Pero aquella situación no podía prolongarse incesantemente. Era casi mediodía. El Victoria se agotaba, se vaciaba, se alargaba; su envoltura se tornaba fofa y ondulante; los pliegues del tafetán rechinaban al rozar unos con otros.

-¡El Cielo nos abandona! -dijo Kennedy-. ¡Vamos a caer!

Joe no respondió, no hacía más que mirar a su señor.

-¡No! -dijo éste-. Aún podemos desprendernos de más de ciento cincuenta libras.

-¿Dónde están? -preguntó Kennedy, pensando que el doctor se había vuelto loco.

-¡La barquilla! -respondió éste-. Colguémonos de la red. Las mallas nos sostendrán y llegaremos al río. ¡Pronto! ¡Pronto!

Y aquellos hombres audaces no vacilaron en intentar semejante medio de salvación. Se colgaron de las mallas de la red, tal como había indicado el doctor, y Joe, sosteniéndose con una mano, cortó con la otra las cuerdas de la barquilla, la cual cayó en el momento preciso en que el aeróstato iba a desplomarse definitivamente.

-¡Hurra! ¡Hurra! -exclamó, mientras el globo, sin lastre alguno, ascendía a trescientos pies de altura.

Los talibas espoleaban a sus caballos, que barrían el suelo con los cascos; pero el Victoria, encontrando un viento más activo, les tomó la delantera y avanzó rápidamente hacia una colina que cerraba el horizonte al oeste. Fue una circunstancia favorable para los viajeros, porque pudieron pasar al otro lado de la colina, mientras que la horda de Al-Hadjí se vio obligada a dar un rodeo por el norte para salvar el obstáculo.

Los tres compañeros se sostenían agarrados de la red, que habían podido atar por debajo, de suerte que formaba una especie de bolsa flotante.

De repente, después de haber pasado la colina, el doctor exclamó:

-¡El río! ¡El río! ¡El Senegal!

En efecto, a una distancia de dos millas fluía una extensa corriente de agua. La orilla opuesta, baja y fértil, ofrecía una retirada segura y un lugar favorable para el descenso.

-Un cuarto de hora más -dijo Fergusson-, y a salvo.

Pero, desgraciadamente, el globo vacío caía poco a poco sobre un terreno casi enteramente desprovisto de vegetación, compuesto de largas pendientes y llanuras pedregosas, donde no se velan mas que algunos matorrales y una hierba espesa que el ardor del sol había secado.

El Victoria tocó varias veces el suelo y volvió a elevarse; pero sus saltos disminuían en extensión y altura, y en el último se quedó enganchado por la parte superior de la red a las altas ramas de un baobab aislado, único árbol en medio de aquel terreno desierto.

-¡Todo ha concluido! -exclamó el cazador.

-Y a cien pasos del río -dijo Joe.

Los tres desdichados saltaron a tierra y el doctor condujo a sus dos compañeros hacia el Senegal.

En aquel lugar, el río producía un barboteo continuado; al llegar a la orilla Fergusson reconoció las cataratas de Goulna. No había ni una barca, ni un ser animado a la vista. El Senegal, que tenía allí dos mil pies de ancho, se precipitaba con atronador ruido desde una altura de ciento cincuenta de este a oeste, y la línea de peñascos que se oponía a su curso se extendía de norte a sur. En medio de la cascada había rocas de extrañas formas, como inmensos animales antediluvianos petrificados entre las aguas.

La imposibilidad de atravesar aquel abismo era evidente. Kennedy no pudo reprimir un gesto de desesperación.

Pero el doctor Fergusson, en un tono de enérgica audacia, exclamó:

-¡Todavía nos queda un medio!

-Ya lo sabía yo -dijo Joe, con esa confianza en su señor que no le abandonaba jamás.

La hierba seca le había inspirado al doctor una idea atrevida. Era el único recurso. Volvió rápidamente con sus compañeros al punto donde se había quedado la envoltura del aeróstato.

-Les llevamos al menos una hora de delantera a los bandidos -dijo-. No perdamos tiempo, compañeros; recoged hierba seca, mucha hierba seca; necesito por lo menos cien libras.

-¿Para qué? -preguntó Kennedy.

-Como no tenemos gas, cruzaremos el río utilizando aire caliente.

-¡Ah, mi querido Samuel! -exclamó Kennedy-. ¡Eres verdaderamente un gran hombre!

Joe y Kennedy pusieron manos a la obra y en un momento reunieron una enorme pila de hierba junto al baobab.

Entretanto, el doctor había agrandado el orificio del aeróstato cortando su parte inferior, tras haber hecho salir por la válvula el poco hidrógeno que aún pudiera contener; despues amontono cierta cantidad de hierba seca bajo la envoltura y le prendió fuego.

No hace falta mucho tiempo para hinchar un globo con aire caliente. Una temperatura de 1800, es suficiente para disminuir a la mitad, enrareciéndolo, el peso del aire que contiene, de manera que el Victoria empezó a recobrar sensiblemente su forma redondeada. La hierba abundaba; el doctor activaba el fuego y el volumen del aeróstato aumentaba visiblemente.

Era entonces la una menos cuarto.

En aquel momento unas dos millas al norte, apareció la partida de talibas. Oíanse sus gritos y el ruido de los cascos de los caballos corriendo a todo galope.

-Dentro de veinte minutos estarán aquí -dijo Kennedy.

-¡Hierba! ¡Hierba, Joe! ¡Dentro de diez minutos estaremos en el aire!

~Aquí tiene, señor.

El Victoria estaba hinchado en sus dos terceras partes.

-Amigos míos, agarrémonos a la red, como hemos hecho antes.

-Ya está -respondió el cazador.

Diez minutos después, unas sacudidas indicaron la tendencia del globo a elevarse. Los talibas se acercaban; estaban apenas a quinientos pasos.

-Agarraos bien -exclamó Fergusson.

-¡No tema, señor, no!

Y el doctor, con el pie añadió más hierba a la hoguera.

El globo, totalmente dilatado por el aumento de temperatura, se elevó rozando las ramas del baobab.

-¡En marcha! -exclamó Joe.

Una descarga de mosquetes le respondió, y una de las balas le hizo un rasguño en un hombro; pero Kennedy, inclinándose, descargó su carabina y derribó a otro enemigo.

Gritos de rabia imposibles de reproducir acompañaron la ascensión del globo, que subió cerca de ochocientos pies. Se apoderó de él un viento fuerte que le hizo oscilar de manera alarmante, mientras el intrépido doctor y sus dignos compañeros contemplaban bajo sus pies el abismo de las cataratas.

Diez minutos después, sin haber hablado una palabra, los intrépidos viajeros descendian poco a poco al tiempo que se acercaban a la otra orilla.

Allí, sorprendido, maravillado, atónito, había un grupo de unos diez hombres con uniforme francés. júzguese cuál sería su asombro al ver elevarse aquel globo en la margen derecha del río. Casi creyeron en un fenómeno celeste. Pero sus jefes, que eran un teniente de Marina y un alférez de navío, conocían por los periódicos de Europa la audaz tentativa del doctor Fergusson y al momento comprendieron el suceso.

El globo, deshinchándose poco a poco, descendía con los atrevidos aeronautas colgados de su red; pero era muy dudoso que pudiese llegar a tierra, por lo que los franceses se echaron al río y recibieron en sus brazos a los tres ingleses en el momento de bajar el Victoria a algunas toesas de la orilla izquierda del Senegal.

-¡El doctor Fergusson! -dijo el teniente.

-El mismo -respondió tranquilamente el doctor-, y sus dos amigos.

Los franceses llevaron a los viajeros a la orilla del río, mientras que el globo, medio deshinchado y arrastrado por una corriente rápida, fue a sepultarse como una inmensa burbuja, con las aguas del Senegal, en las cataratas de Gouina.

-¡Pobre Victoria! -exclamó Joe.

El doctor no pudo reprimir una lágrima; abrió los brazos, y sus dos amigos se precipitaron hacia él profundamente conmovidos.

XLIV

Conclusión. – El acta. – Los establecimientos franceses.

– El puesto de Medina. – El Basilic. – San Luis. – La

fragata inglesa. – Regreso a Londres

La expedición que se encontraba a orillas del río había sido enviada por el gobernador de Senegal y se componía de dos oficiales, los señores Dufraisse, teniente de Infantería de Marina, y Rodamel, alférez de navío, un sargento y siete soldados. Hacía dos días que estaban buscando la situación más favorable para el establecimiento de un puesto en Gouina, cuando fueron testigos de la llegada del doctor Fergusson.

Huelga decir que los tres viajeros recibieron muchos abrazos y muchas felicitaciones. Habiendo los franceses podido comprobar por sí mismos la realización del audaz proyecto de Samuel Fergusson, se convertían en los testigos naturales de éste.

Así es que el doctor les pidió, en primer lugar, que constataran de manera oficial su llegada a las cataratas de Gouina.

-¿Tendrá la bondad de levantar acta y firmarla? -le preguntó al teniente Dufraisse.

-Estoy a su disposicion -respondió éste.

Los ingleses fueron conducidos a un puesto provisional establecido a orillas del río, y allí se les prodigaron las mayores atenciones y se les proveyó abundantemente de cuanto pudiera hacerles falta. Allí se redactó también, en los siguientes términos, el acta que se encuentra actualmente en los archivos de la Sociedad Geográfica de Londres.

«Los abajo firmantes declaramos que en el día de la fecha hemos visto llegar, colgados de la red de un globo, al doctor Fergusson y a sus dos compañeros, Richard Kennedy y Joseph Wilson habiendo caído dicho globo a unos pasos de nosotros en el lecho mismo del río, siendo arrastrado por la corriente y abismándose en las cataratas de Gouina. En testimonio de lo cual firmamos la presente en unión de dichos viajeros para que conste donde sea pertinente. Firmado en las cataratas de Gouina, el 24 de mayo de 1862.

»SAMUEL FERGUSSON, RICHARD KENNEDY, JOSEPH WILSON; DUFRAISSE, teniente de Infantería de Marina; RODAMEL, alférez de navío; DUFAYS, sargento; FLIPPEAU, MAYOR, PÉLISSIER, LOROIS, RASCAGNET, GUILLON y LEBEL, soldados.»

Aquí concluye la asombrosa travesía del doctor Fergusson y de sus valerosos compañeros, constatada por irrecusables testigos. Se hallaban ya entre amigos y rodeados de tribus más hospitalarias que mantienen relaciones con los establecimientos franceses.

Habían llegado al Senegal el sábado 24 de mayo, y el 27 del mismo mes estaban en el puesto de Medina, situado a orillas del río, un poco más al norte.

Los oficiales franceses les recibieron con los brazos abiertos y les agasajaron todo lo posible. El doctor y sus compañeros tuvieron ocasión de embarcar casi inmediatamente en el pequeño barco de vapor Basilic, que descendía por el Senegal hasta su desembocadura.

Catorce días después, el 10 de junio, llegaron a Sant Luis, donde el gobernador les ofreció una magnífica acogida. Ya estaban repuestos completamente de sus tribulaciones y fatigas. Joe decía a todo aquel que quisiera escucharle:

-Nuestro viaje, después de todo, ha sido muy tonto, y no aconsejo que lo emprenda quien desee experimentar emociones fuertes. Acaba por resultar tedioso; de no ser por las aventuras del lago Chad y del Senegal, nos habríamos muerto de aburrimiento.

Había una fragata inglesa próxima a zarpar, y los tres viajeros embarcaron en ella; el día 25 de junio llegaron a Portsmouth, y el siguiente a Londres.

No describiremos el entusiasmo con que les acogió la Sociedad Geográfica ni los obsequios de que fueron objeto. Kennedy partió inmediatamente para Edimburgo con su famosa carabina, deseoso de tranquilizar cuanto antes a su vieja ama de llaves.

El doctor Fergusson y su fiel Joe siguieron siendo los mismos hombres que hemos conocido, sin que se hubiera verificado en ellos más que una variación importante.

Se habían convertido en íntimos amigos.

Todos los periódicos de Europa colmaron de elogios a los audaces exploradores, y el Daily Telegraph lanzó una tirada de novecientos setenta y siete mil ejemplares el día en que publicó un extracto del viaje.

En sesión pública celebrada en la Real Sociedad Geográfica, el doctor dio cuenta de su expedición aeronáutica, y obtuvo para él y sus compañeros la medalla de oro destinada a recompensar la más notable exploración del año 1862.

El principal resultado del doctor Fergusson ha sido constatar de la manera más precisa los hechos y los datos geográficos reunidos por Barth, Burton, Speke y otros viajeros. Gracias a las expediciones actuales de Speke y Grant, De Heuglin y Munzinger, que se dirigen a las fuentes del Nilo o al centro de Africa, podremos dentro de poco comprobar los propios descubrimientos del doctor Fergusson en la inmensa comarca comprendida entre los grados 14 y 33 de longitud.

FIN

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes

Estudiante de Ingenieria aeronáutica.

Bogota Colombia.

 

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Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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