Dick se puso colorado como un pavo, lo que se tomó por modestia. Aumentaron los aplausos, y Dick se puso más colorado aún.
Durante los postres llegó un mensaje de la reina, que cumplimentaba a los viajeros y hacía votos por el éxito de la empresa.
Ello requirió nuevos brindis «por Su Muy Graciosa Majestad».
A medianoche los convidados se separaron, después de una emocionada despedida, sazonada con entusiastas apretones de manos.
Las embarcaciones del Resolute aguardaban en el puente de Westminster. El comandante tomó el mando, acompañado de sus pasajeros y de sus oficiales, y la rápida corriente del Támesis les condujo hacia Greenwich.
A la una todos dormían a bordo.
Al día siguiente, 21 de febrero, a las tres de la madrugada, las calderas estaban a punto; a las cinco levaron anchas y el Resolute, a impulsos de su hélice, se deslizó hacia la desembocadura del Támesis.
Huelga decir que, a bordo, las conversaciones no tuvieron más objeto que la expedición del doctor Fergusson. Tanto viéndole como oyéndole, el doctor inspiraba una confianza tal que, a excepción del escocés, nadie ponía ya en duda el éxito de la empresa.
Durante las largas horas de ocio del viaje, el doctor daba un verdadero curso de geografía en la cámara de los oficiales. Aquellos jóvenes se entusiasmaban con la narración de los descubrimientos hechos durante cuarenta años en África. El doctor les contó las exploraciones de Barth, Burton, Speke y Grant, y les describió aquella misteriosa comarca objeto de las investigaciones de la ciencia. En el norte, el joven Duveyrier exploraba el Sáhara y llevaba a París a los jefes tuaregs. Por iniciativa del Gobierno francés se preparaban dos expediciones que, descendiendo del norte y dirigiéndose hacia el oeste, coincidirían en Tombuctú. En el sur, el infatigable Livingstone continuaba avanzando hacia el ecuador y, desde marzo de 1862, remontaba, en compañía de Mackenzie, el río Rovuma. El siglo XIX no concluiría ciertamente sin que África hubiera revelado los secretos ocultos en su seno por espacio de seis mil años.
El interés de los oyentes aumentó cuando el doctor les dio a conocer en detalle los preparativos de su viaje. Todos quisieron verificar sus cálculos; discutieron, y el doctor participó en la discusión con toda franqueza.
En general, les asombraba la cantidad relativamente escasa de víveres con que contaba. Un día, uno de los oficiales le interrogó acerca del particular.
-¿Eso les sorprende? -preguntó Fergusson.
-Sin duda.
-Pero ¿cuánto suponen que durará mi viaje? ¿Meses enteros? Están en un error; si se prolongase, estaríamos perdidos; no lo lograríamos. Sepan que no hay más de tres mil quinientas millas, pongamos cuatro mil, de Zanzíbar a la costa de Senegal. Pues bien, recorriendo doscientas cuarenta millas cada doce horas, velocidad menor a la de nuestros ferrocarriles, si se viaja día y noche bastarán siete días para atravesar África.
-Pero entonces no podría ver, ni dibujar planos geográficos, ni reconocer el país.
-¿Cómo? -respondió el doctor-. Si soy dueño de mi globo, si subo o bajo a mi arbitrio, me detendré cuando me parezca bien, sobre todo cuando corra peligro de que me arrastren corrientes demasiado violentas.
-Y encontrará esas corrientes -dijo el comandante Pennet-. Hay huracanes en los que la velocidad del viento sobrepasa las doscientas cincuenta millas por hora.
-¿Se dan cuenta? -replicó el doctor-. Con una rapidez tal cruzaría África en doce horas; me levantaría en Zanzíbar y me acostaría en San Luis.
-Pero -repuso el oficial- ¿acaso podría un globo ser arrastrado a una velocidad semejante?
-Es cosa que se ha visto -respondió Fergusson.
-¿Y el globo resistió?
-Perfectamente. Fue en la época de la coronación de Napoleón, en 1804. El aeronauta Garnerin lanzó en París, a las once de la noche, un globo, con la siguiente inscripción en letras de oro: «París, 25 frimario año XIII, coronación del emperador Napoleón por S. S. Pío VII.» A día siguiente, a las cinco de la mañana, los habitantes de Roma veían el mismo globo balancearse sobre el Vaticano, recorrer la campiña romana y caer en el lago de Braciano. Así pues, señores, un globo puede resistir tan considerable velocidad.
-Un globo, sí; pero un hombre… -balbució tímidamente Kennedy.
-¡Un hombre también! Porque no lo olviden, un globo siempre está inmóvil con relación al aire que lo circunda; no es él el que avanza, sino la propia masa de aire. Si encendemos una vela en la barquilla, la llama no oscilará siquiera. Un aeronauta que se hubiese hallado en el globo de Garnerin, no habría sufrido ningún daño a causa de la velocidad. Además, yo no trato de alcanzar una rapidez semejante, y si durante la noche puedo enganchar el ancla en algún árbol o algún accidente del terreno, no dejaré de hacerlo. Llevamos víveres para dos meses, y nada impedirá que nuestro hábil cazador nos proporcione caza en abundancia cuando tomemos tierra.
-¡Ah! ¡Señor Kennedy! ¡Dará golpes maestros! -dijo un joven guardiamarina, mirando al escocés con envidia.
-Sin contar -repuso otro- con que a su placer se asociará una gran gloria.
-Señores -respondió el cazador-, soy muy sensible … a sus cumplidos…, pero no me corresponde aceptarlos …
-¡Cómo! -exclamaron todos-. ¿No partirá?.
-No partiré.
-¿No acompañará al doctor Fergusson?
-No sólo no le acompañaré, sino que mi presencia aquí no tiene más objeto que intentar detenerle hasta el último momento.
Todas las miradas se dirigieron al doctor.
-No le hagan caso -respondió éste con calma-. Es un asunto que no se debe discutir con él; en el fondo, sabe perfectamente que partirá.
-¡Por san Patricio! -exclamó Kennedy-. juro…
-No jures nada, amigo Dick. Estás medido y pesado, y también lo están tu pólvora, tus escopetas y tus balas; así que no hablemos más del asunto.
Y de hecho, desde aquel día hasta la llegada a Zanzíbar, Dick no dijo esta boca es mía. No habló ni del asunto ni de ninguna otra cosa. Calló.
IX
Se dobla el cabo. – El castillo de proa. – Curso de
cosmografía por el profesor Joe. – De la dirección de los
globos. – De la investigación de las corrientes
atmosféricas. – ¡Eureka!
El Resolute avanzaba rápidamente hacia el cabo de Buena Esperanza. El tiempo se mantenía sereno, aunque el mar se pico un poco.
El 30 de marzo, veintisiete días después de la salida de Londres, se perfiló en el horizonte la montaña de la Mesa. La ciudad de El Cabo, situada al pie de un anfiteatro de colinas, apareció a lo lejos, y muy pronto el Resolute ancló en el puerto. Pero el comandante no hacía escala allí, sino para proveerse de carbón, lo que fue cosa de un día, y al siguiente el buque se dirigió hacia el sur para doblar la punta meridional de África y entrar en el canal de Mozambique.
No era aquél el primer viaje por mar de Joe, de manera que éste no tardó en hallarse a bordo como en su propia casa. Todos le querían por su franqueza y su buen humor. Gran parte de la celebridad de su señor repercutía en él. Se le escuchaba como a un oráculo, y no se equivocaba más que cualquier otro.
Mientras el doctor prosegula su curso en la cámara de los oficiales, Joe se despachaba a gusto en el castillo de proa y hacía historia a su manera, procedimiento seguido por los más eminentes historiadores de todos los tiempos.
Se trataba, como era natural, del viaje aéreo. Joe consiguió, no sin trabajo, que aceptasen la empresa los espiritus recalcitrantes; pero, una vez aceptada, la imaginación de los marineros, estimulada por los relatos de Joe, ya no concibió nada que fuese imposible.
El ameno narrador persuadía a su auditorio de que después de aquel viaje emprenderían otros muchos. Aquél no era más que el primer eslabón de una larga serie de empresas sobrehumanas.
-Creedme, camaradas; cuando se ha probado este género de locomoción, no se puede prescindir de él; así es que, en nuestra próxima expedición, en lugar de ir de lado, iremos hacia adelante sin dejar de subir.
-¡Bueno! -exclamó un oyente, maravillado-. Entonces llegaréis a la Luna.
-¡A la Luna! -respondió Joe con desdén-. ¡No, eso es demasiado común! A la Luna va todo el mundo. Además, allí no hay agua y es preciso llevar una enorme cantidad de provisiones; e incluso atmósfera en frascos, por poco interés que se tenga en respirar.
-¡Con tal de que haya ginebra! -dijo un marinero muy aficionado a esta bebida.
-Tampoco, camarada. ¡No! Nada de Luna. Recorreremos esas hermosas estrellas, esos encantadores planetas de los que tantas veces me ha hablado mi señor. Visitaremos primero Saturno…
-¿ El que tiene un anillo? -preguntó el contramaestre.
-¡Sí, un anillo nupcial! Lo que ocurre es que se ignora el paradero de su mujer.
-¡Cómo! ¿Tan alto irán? -preguntó un grumete, atónito-. Su señor debe de ser el diablo.
-¿El diablo? ¡Es demasiado bueno para ser el diablo!
-¿Y después de Saturno? -preguntó uno de los más impacientes del auditorio.
-¿Después de Saturno? Haremos una visita a Júpiter, un extraño país donde los días no son más que de nueve horas Y media, lo cual resulta cómodo para los perezosos, y donde los años, por extraño que parezca duran doce años, lo cual ofrece ventajas para los que no tienen más que seis meses de vida. ¡Eso prolonga algo su existencia!
-¿Doce años? -repuso el grumete.
-Sí, pequeño, en esas tierras tú mamarías aún, y aquel de allá, que roza la cincuentena, sería un chiquillo de cuatro anos y medio.
-¡No puede ser! -exclamaron unánimes todos los hombres que se hallaban en el castillo de proa.
-Es la pura verdad –dijo Joe con aplomo-. Pero ¿que queréis? Cuando uno se empeña en vegetar en este mundo, no aprende nada y es tan ignorante como una marsopa. ¡Pasead un poco por Júpiter y veréis! ¡Es menester, sin embargo, saber comportarse allí arriba, pues hay satélites que no son tolerantes!
Y todos reían, pero sólo le creían hasta cierto punto.. Y él les hablaba de Neptuno, donde los marineros son muy bien recibidos, y de Marte, donde los militares imponen su autoridad, lo cual acaba por resultar fastidioso. En cuanto a Mercurio, es un pícaro país de ladrones y mercaderes, tan parecidos unos a otros que difícilmente se les distingue. Y, por último, de Venus les pintaba un cuadro verdaderamente encantador.
-Y cuando volvamos de esta expedición -dijo el ameno narrador- se nos condecorará con la Cruz del Sur, que brilla allá arriba en el ojal del buen Dios.
-¡Y bien merecida la tendréis! -admitieron los marineros.
Así, en alegres pláticas, transcurrían las largas tardes en el castillo de proa. Mientras tanto, las conversaciones instructivas del doctor seguian su camino.
Un día, hablando de la dirección de los globos, se le pidió a Fergusson que diese acerca del particular su parecer.
-Yo no creo -dijo- que se pueda llegar a dirigir un globo. Conozco todos los sistemas que se han ensayado o ideado, y ni uno solo es practicable. Como comprenderán, me he ocupado de esta cuestión, de interés capital para mí. Sin embargo, no he podido resolverla con los medios suministrados por los conocimientos actuales de la mecánica. Sería preciso descubrir un motor de un poder extraordinario y de una ligereza imposible. Y aun así, no se podrían contrarrestar las corrientes de cierta importancia. Además, hasta ahora se ha pensado más en dirigir la barquilla que el globo, lo cual es un error.
-Existe, sin embargo -replicó un oficial-, una gran relación entre un aeróstato y un buque, y éste puede dirigirse a voluntad.
-No -respondió el doctor Fergusson-. Existe muy poca relación o ninguna. El aire es infinitamente menos denso que el agua, en la cual el buque no se sumerge más que hasta cierto punto, mientras que el aeróstato se abisma por completo en la atmósfera y permanece inmóvil con relación al fluido circundante.
-¿Cree entonces que la ciencia aerostática ha dicho ya su última palabra?
-¡No tanto! ¡No tanto! Es preciso buscar otra cosa; si no se puede dirigir un globo, al menos hay que intentar mantenerlo en las corrientes atmosféricas favorables. Éstas, a medida que se sube, se vuelven mucho más uniformes y son constantes en su direccion; ya no las perturban los valles y las montañas que surcan la superficie del planeta, y eso, como muy bien sabe, es la principal causa de las variaciones del viento y de la irregularidad de su soplo. Una vez determinadas estas zonas, el globo no tendrá más que colocarse en las corrientes que le convengan.
-Pero, entonces -repuso el comandante Pennet-, para alcanzarlas será menester subir o bajar constantemente. He ahí la verdadera dificultad, mi querido doctor.
-¿Por qué, mi querido comandante?
-Entendámonos: sólo supondrá una dificultad y un obstáculo para los viajes de largo recorrido, no para los simples paseos aéreos.
-¿Y tendría la bondad de decirme por qué?
-Porque para subir es imprescindible soltar lastres, y para bajar es imprescindible perder gas, y con tanto subir y bajar las provisiones de gas y de lastre se agotan enseguida.
-He ahí la cuestión, amigo Pennet. He ahí la única dificultad que debe procurar allanar la ciencia. No se trata de dirigir globos; se trata de moverlos de arriba abajo sin gastar ese gas que constituye su fuerza, su sangre, su alma, si es lícito hablar así.
-Tiene razon, mi querido doctor, pero esa dificultad aún no está resuelta, ese medio todavía no se ha encontrado.
-Perdone, se ha encontrado.
-¿Quién lo ha encontrado?
-¡Yo!
-¿Usted?
-Comprenderá que, de otro modo, no me aventuraría a cruzar África en globo. ¡A las veinticuatro horas me quedaría sin gas!
-Pero no habló de eso en Inglaterra.
-¿Para qué? Quería evitar una discusión pública; me parecía algo inútil. Hice experimentos preparatorios en secreto y quedé satisfecho de ellos. No tenía necesidad de más.
-Y bien, mi querido Fergusson, ¿sería una imprudencia preguntarle su secreto?
-En absoluto. El medio es muy sencillo, señores; ahora lo verán.
El auditorio redobló su atención y el doctor tomó tranquilamente la palabra.
X
Ensayos anteriores. – Las cinco cajas del doctor. – El
soplete de gas. – El calorífero. – Manera de maniobrar.
– Exito seguro
-Se ha intentado muchas veces, señores, subir o bajar a voluntad sin perder el gas o el lastre del globo. Un aeronauta francés, el señor Mounier, pretendía alcanzar este objetivo comprimiendo aire en un receptáculo interior Un belga, el doctor Van Hecke, por medio de alas y paletas desplegaba una fuerza vertical que en la mayor parte de los casos hubiera sido insuficiente. Los resultados prácticos obtenidos por estos medios han sido insignificantes.
»Yo he resuelto abordar la cuestión más directamente. Desde luego, suprimo por completo el lastre, salvo que me obligue a recurrir a él algún caso de fuerza mayor, como, por ejemplo, la rotura del aparato o la necesidad de elevarme con gran rapidez para evitar un obstáculo imprevisto.
»Mis medios de ascensión y descenso consisten únicamente en dilatar o contraer, por medio de distintas temperaturas, el gas almacenado en el interior del aeróstato. Y he aquí cómo obtengo este resultado.
»Han visto que, con la barquilla, embarcaron unas cajas cuyo uso desconocen sin duda. Hay cinco cajas.
»La primera contiene unos veinticinco galones de agua, a la cual añado algunas gotas de ácido sulfúrico para aumentar su conductibilidad y la descompongo por medio de una potente pila de Bunsen. El agua, como saben, se compone de dos volúmenes de gas hidrógeno y un volumen de gas oxígeno.
»Este último, bajo la acción de la pila, pasa por el polo positivo a una segunda caja. Una tercera, colocada encima de la segunda y de doble capacidad, recibe el hidrógeno que llega por el polo negativo.
»Dos espitas, una de las cuales tiene doble abertura que la otra, ponen en comunicación estas dos cajas con otra, que es la cuarta y se llama caja de mezcla. En ella, en efecto, se mezclan los dos gases procedentes de la descomposición del agua. La capacidad de esta caja de mezcla viene a ser de cuarenta y un pies cúbicos.
»En la parte superior de esta caja hay un tubo de platino, provisto de una llave.
»Ya habrán comprendido, señores, que el aparato que les describo es, simplemente, un soplete de gas oxígeno e hidrogeno, cuyo calor supera el del fuego de una fragua.
»Establecido esto, paso a la segunda parte del aparato.
»De la parte inferior del globo, que está herméticamente cerrado, salen dos tubos separados por un pequeño intervalo. El uno arranca de las capas superiores del gas hidrógeno, y el otro de las inferiores.
»Estos dos tubos están provistos, de trecho en trecho, de sólidas articulaciones de caucho que les permiten adaptarse a las oscilaciones del aeróstato.
»Los dos bajan hasta la barquilla y se pierden en una caja cilíndrica de hierro, llamada caja de calor, cerrada en ambos por dos fuertes discos del mismo metal.
»El tubo que sale de la región inferior del globo pasa a la caja cilíndrica por el disco inferior y, penetrando en él, adopta entonces la forma de un serpentín helicoidal, cuyos anillos superpuestos ocupan casi toda la altura de la caja. Antes de salir, el serpentín pasa a un pequeño cono, cuya base cóncava, en forma de esférico, se dirige hacia abajo.
»Por el vértice de este cono sale el segundo tubo, que se traslada, como he dicho, a las partes superiores del globo.
»El casquete esférico del pequeño cono es de platino, para que no se funda por la acción del soplete, pues éste se halla colocado en el fondo de la caja de hierro, en el centro del serpentín helicoidal, y el extremo de la llama roza ligeramente el casquete.
»Todos saben, señores, lo que es un calorífero destinado a calentar las habitaciones, y saben también cómo actúa. El aire de la habitación, tras pasar por los tubos, vuelve a una temperatura más elevada. El aparato que acabo de describir no es, en realidad, más que un calorífero.
»¿Qué ocurre entonces? Una vez encendido el soplete, el hidrógeno del serpentín y del cono cóncavo se calienta y sube rápidamente por el tubo, que lo conduce a las regiones superiores del aeróstato. Debajo se forma el vacío, que atrae el gas de las regiones inferiores, el cual se calienta a su vez y es continuamente reemplazado. Así se establece en los tubos y el serpentín una corriente sumamente rápida de gas, que sale del globo y vuelve a él calentándose sin cesar.
»Ahora bien, los gases aumentan 1/480 de su volumen por grado de calor. Por lo tanto, si fuerzo 180 la temperatura, el hidrógeno del aeróstato se dilatará 18/480, o mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos;' por consiguiente, desplazará mil seiscientos setenta y cuatro pies cúbicos de aire más, lo cual aumentará mil seiscientas libras su fuerza ascensional que equivale a un desprendimiento de lastre de igual peso. Si aumento 1800 la temperatura, el gas experimentará una dilatación de 180/480, desplazará dieciséis mil setecientos cuarenta pies cúbicos más y su fuerza ascensional se incrementará mil seiscientas libras.
»Como ven, señores, puedo obtener fácilmente desequilibrios considerables. El volumen del aeróstato ha sido calculado de manera que, estando medio hinchado, desplace un peso de aire exactamente igual al de la envoltura del hidrógeno y la barquilla con los viajeros y todos los accesorios. En ese punto, se halla en equilibrio en el aire, sin subir ni bajar.
»Para verificar la ascensión, doy al gas una temperatura superior a la temperatura ambiente por medio del soplete. Con este exceso de calor, obtiene una tensión más fuerte e hincha más el globo, que sube tanto más cuanto más dilato el hidrógeno.
»El descenso se realiza, naturalmente, moderando el calor del soplete y dejando que baje la temperatura. La ascension sera, pues, generalmente mucho más rápida que el descenso. Pero esta circunstancia resulta favorable, pues no tengo ningún interés en bajar rápidamente, mientras que una pronta marcha ascensional es lo que me permite evitar los obstáculos. Los peligros están abajo, no arriba.
»Además, como les he dicho, tengo cierta cantidad de lastre que me permitirá elevarme con más prontitud aun en caso necesario. La válvula situada en el polo superior del globo no es más que una válvula de seguridad. El globo conserva siempre la misma carga de hidrógeno, siendo las variaciones de temperatura que produzco en ese medio de gas cerrado las que provocan todos los movimientos de ascension y descenso.
»Ahora, señores, añadiré un detalle práctico.
»La combustión del hidrógeno y del oxígeno en la punta del soplete produce únicamente vapor de agua. He dotado, por ello, a la parte inferior de la caja cilíndrica de hierro de un tubo de desprendimiento con válvula que funciona a menos de dos atmósferas de presión; por consiguiente, desde el momento en que alcanza esta presión, el vapor se escapa por sí mismo.
»He aquí cifras muy exactas.
»Veinticinco galones de agua descompuesta en sus elementos constitutivos, dan 200 libras de oxígeno y 25 de hidrógeno. Esto representa en la presión atmosférica, mil ochocientos noventa pies cúbicos del primero y tres mil setecientos ochenta del segundo; en total cinco mil seiscientos setenta pies cúbicos de mezcla.
»La espita del soplete, enteramente abierta, consume veintisiete pies cúbicos por hora, con una llama por lo menos diez veces más potente que la de las farolas de alumbrado. Por término medio, pues, para mantenerme a una altura poco considerable, no quemaré más de nueve pies cúbicos por hora, por lo que mis veinticinco galones de agua representan seiscientas treinta horas de navegación aérea, es decir, algo más de veintiséis días.
»Y como puedo bajar a mi arbitrio, y renovar por el camino la provisión de agua, mi viaje puede prolongarse indefinidamente.
»He aquí mi secreto, señores. Es sencillo, y, como todas las cosas sencillas, no puede dejar de tener éxito. La dilatación y la contracción del gas del aeróstato, tal es mi medio, que no exige ni alas embarazosas ni motor mecánico. Un calorífero para producir las variaciones de temperatura y un soplete para calentarlo; eso no es incómodo ni pesado.
»Creo, pues, haber reunido todas las condiciones para el éxito.
Así terminó su discurso el doctor Fergusson, y fue cordialmente aplaudido. No había objeción alguna que hacer; todo estaba previsto y resuelto.
-Sin embargo -dijo el comandante-, puede ser peligroso.
¿Qué importa -respondió sencillamente el doctor-, si es practicable?
XI
Llegada a Zanzíbar. – El cónsul inglés. – Mala
disposición de los habitantes. – La isla de Kumbeni. –
Los hacedores de lluvia. – Hinchan el globo. – Partida
del 18 de abril. – último adiós. – El Victoria
Un viento constantemente favorable había acelerado la marcha del Resolute hacia el lugar de su destino. La navegación del canal de Mozambique fue particularmente apacible. La travesía marítima era un buen presagio de la aérea. Todos deseaban llegar pronto y ayudar al doctor Fergusson en sus últimos preparativos.
El buque avistó por fin la ciudad de Zanzíbar, situada en la isla del mismo nombre, y el 15 de abril, a las once de la mañana, ancló en el puerto.
La isla de Zanzíbar pertenece al imán de Mascate, aliado de Francia y de Inglaterra, y es indudablemente la más bella de sus colonias. El puerto recibe muchos buques de los países vecinos.
La isla está separada de la costa africana por un canal, cuya anchura mayor no pasa de treinta millas.
Existe un gran comercio de caucho, marfil y, sobre todo, ébano, porque Zanzíbar es el gran mercado de esclavos. Allí se concentra todo el botín conquistado en las batallas que los jefes del interior libran incesantemente. El tráfico se extiende por toda la costa oriental, e incluso en las latitudes del Nilo, y G. Lejean ha visto allí tratar abiertamente bajo pabellón francés.
Apenas llegó el Resolute, el cónsul inglés de Zanzíbar subió a bordo y se puso a disposición del doctor, de cuyos proyectos le habían tenido al corriente desde hacía un mes los periódicos de Europa. Pero hasta entonces había formado parte de la numerosa falange de los incrédulos.
-Dudaba -dijo, tendiéndole la mano a Samuel Fergusson-, pero ahora ya no dudo.
Ofreció su propia casa al doctor, a Dick Kennedy y, naturalmente, al bravo Joe.
Por el cónsul tuvo el doctor conocimiento de varias cartas que había recibido del capitán -Speke. El capitán y sus compañeros habían tenido que pasar mucha hambre y muchos contratiempos antes de llegar al país de Ugogo. No avanzaban sino con una gran dificultad y no pensaban poder dar noticias inmediatas de su situación y paradero.
-He aquí peligros y privaciones que nosotros podremos evitar -dijo el doctor.
El equipaje de los tres viajeros fue trasladado a la casa del cónsul. Se disponían a desembarcar el globo en la playa de Zanzíbar, pues cerca del asta de las banderas de señalización había un sitio favorable, junto a una enorme construcción que lo hubiera puesto a cubierto de los vientos del este. Aquella gran torre, semejante a un tonel inmenso junto al cual la cuba de Heidelberg habría parecido un insignificante barril, servía de fuerte, y en su plataforma vigilaban unos beluchíes, armados con lanzas, especie de soldados haraganes y vocingleros.
Sin embargo, durante el desembarco del aeróstato, el cónsul recibió aviso de que la población de la isla se opondría a ello por la fuerza. No hay nada tan ciego como el apasionamiento fanático. La noticia de la llegada de un cristiano que iba a elevarse por los aires fue recibida con indignación, y los negros, más conmocionados que los árabes, vieron en este proyecto intenciones hostiles a su religión, figurándose que se dirigía contra el Sol y la Luna, que son objeto de veneración para las tribus africanas. Así pues, resolvieron oponerse a expedición tan sacrílega.
El cónsul conferenció acerca del particular con el doctor Fergusson y el comandante Pennet. Éste no quería retroceder ante las amenazas; pero su amigo le hizo entrar en razón.
-Ya sé -le dijo- que acabaremos metiéndonos a esa gente en el bolsillo, y en caso necesario los propios soldados del imán nos prestarán auxilio; pero, mi querido comandante, un accidente sobreviene en el momento menos pensado, y bastaría un golpe cualquiera para causar al globo una avería irreparable que comprometiera el viaje irremisiblemente. Es, pues, preciso, que andemos con pies de plomo.
-¿Qué haremos, pues? Si desembarcamos en la costa de África, tropezaremos con las mismas dificultades. ¿Qué podemos hacer?
-Es muy sencillo -respondió el cónsul-. ¿Ven aquellas islas situadas más allá del puerto? Desembarquen en una de ellas el aeróstato, aposten a los marineros formando un cinturón de protección, y no correrán ningún peligro.
-Perfectamente -dijo el doctor-. Y allí podremos con toda libertad concluir nuestros preparativos.
El comandante aprobó el consejo y el Resolute se acercó a la isla de Kumbeni. Durante la madrugada del 16 de abril, el globo fue puesto a buen recaudo en medio de un claro, entre los extensos bosques que cubrían aquella tierra.
Clavaron en el suelo dos palos de 80 pies de alto, situados a una distancia similar uno de otro; un juego de poleas sujeto a su extremo permitió levantar el aeróstato por medio de un cable transversal. El globo estaba entonces enteramente deshinchado. El globo interior se hallaba unido al vértice del exterior, de modo que subían los dos a un mismo tiempo.
En el apéndice inferior de uno y otro, se fijaron los dos tubos de introducción del hidrógeno.
El día 17 se invirtió en disponer el aparato destinado a producir el gas; se componía de 30 toneles, en los que se verificaba la descomposición del agua por medio de pedazos de hierro viejo y acido sulfúrico sumergidos en una gran cantidad de agua. El hidrógeno pasaba a un gran tonel central tras haber sido lavado, y desde allí subía por los tubos de introducción a los dos aeróstatos. De esta manera, ambos recibían una cantidad de gas perfectamente determinada.
Para esta operación fue preciso echar mano de mil ochocientos sesenta y seis galones de ácido sulfúrico, dieciséis mil cincuenta libras de hierro y novecientos sesenta y seis galones de agua.
Esta operación empezó aproximadamente a las tres de la mañana del día siguiente y duró casi ocho horas. Al otro día, el aeróstato, cubierto con su red, se balanceaba graciosamente sobre la barquilla, sostenido por un gran número de sacos llenos de tierra. Se montó con el mayor cuidado el aparato de dilatación, y los tubos que salían del aeróstato fueron adaptados a la caja cilíndrica.
Las anclas, las cuerdas, los instrumentos, las mantas de viaje, la tienda, los víveres y las armas ocuparon en la barquilla el puesto que tenían asignado; la aguada se hizo en Zanzíbar. Las doscientas libras de lastre se distribuyeron entre cincuenta sacos colocados en el fondo de la barquilla, pero al alcance de la mano.
Hacia las cinco de la tarde finalizaban estos preparativos. Unos centinelas montaban guardia alrededor de la isla, y las embarcaciones del Resolute surcaban el canal.
Los negros seguían manifestando su cólera con gritos, muecas y contorsiones. Los hechiceros recorrían los grupos irritados y acababan de exasperar los ánimos; algunos fanáticos trataron,de ganar la isla a nado, pero se les rechazó fácilmente.
Entonces empezaron los sortilegios y los encantamientos; los hacedores de lluvia, que pretendían tener poder sobre las nubes, llamaron en su auxilio a los huracanes y a las «lluvias de piedra»; cogieron hojas de todas las especies de árboles del país y las cocieron a fuego lento, mientras mataban un cordero clavándole una larga aguja en el corazón. Pero, a pesar de todas sus ceremonias, el cielo permaneció sereno y puro.
Entonces los negros se entregaron a furiosas orgías embriagándose con tembo, aguardiente que se extrae del cocotero, o con una cerveza sumamente fuerte llamada togwa. Sus cantos, sin melodía apreciable, pero con un ritmo muy exacto, duraron hasta muy entrada la noche.
Hacia las seis, una última comida reunió a los viajeros alrededor de la mesa del comandante y de sus oficiales. Kennedy, a quien nadie dirigía pregunta alguna, murmuraba en voz baja palabras incomprensibles, con la mirada fija en el doctor Fergusson.
La comida fue triste. La aproximación del momento supremo inspiraba a todos penosas reflexiones. ¿Qué reservaba el destino a aquellos audaces viajeros? ¿Volverían a hallarse entre sus amigos, a sentarse junto al fuego del hogar? Si les llegaban a faltar los medios de transporte, ¿que seria de ellos en el seno de tribus feroces, en aquellas comarcas inexploradas, en medio de desiertos inmensos?
Estas ideas, vagas hasta entonces y a las que todos se inclinaban poco, en aquel momento asaltaban las imaginaciones sobreexcitadas. El doctor Fergusson, tan frío e impasible como siempre, habló de varias cosas para disipar aquella tristeza comunicativa, pero sus esfuerzos fueron vanos.
Como se temía alguna demostración contra la persona del doctor y de sus compañeros, los tres se quedaron a dormir a bordo del Resolute. A las seis de la mañana salieron de su camarote y se trasladaron de nuevo a la isla de Kumbeni.
El globo se balanceaba ligeramente, mecido por el viento del este. Los sacos de tierra que lo retenían habían sido reemplazados por veinte marineros. El comandante Pennet y sus oficiales asistían a aquella solemne marcha.
En aquel momento Kennedy se dirigió al doctor, le cogió la mano y le dijo:
-¿Es cosa decidida tu marcha, Samuel?
-Muy decidida, mi querido Dick.
-¿He hecho yo cuanto de mí dependía para impedir este viaje?
-Todo.
-Entonces tengo sobre el particular la conciencia tranquila y te acompaño.
-Ya lo sabía -respondió el doctor, dejando que aflorase a su semblante una furtiva emoción.
Se acercaba el instante de los últimos adioses. El comandante y los oficiales abrazaron con efusión a sus intrépidos amigos, sin exceptuar al digno Joe, que estaba muy contento y satisfecho. Todos quisieron que el doctor Fergusson les diese un apretón de manos.
A las nueve, los tres compañeros de viaje ocuparon su puesto en la barquilla. El doctor encendió el soplete y avivó la llama de modo que produjese un calor rápido. El globo, que se mantenía junto al suelo en perfecto equilibrio, empezó a levantarse a los pocos minutos. Los marineros tuvieron que aflojar un poco las cuerdas que lo retenían. La barquilla se elevó unos veinte pies.
-¡Amigos míos -exclamó el doctor, puesto en pie entre sus dos compañeros y quitándose el sombrero-, pongámosle a nuestro buque aéreo un nombre que le dé suerte! ¡Llamémosle Victoria!
Resonó un hurra formidable.
-¡Viva la reina! ¡Viva Inglaterra!
En aquel momento la fuerza ascensional del aeróstato aumentó prodigiosamente. Fergusson, Kennedy y Joe dirigieron un último adiós a sus amigos.
-¡Suelten las cuerdas! -exclamó el doctor.
Y el Victoria se elevó por los aires rápidamente, mientras las cuatro piezas de artillería del Resolute atronaban el espacio en su honor.
XII
Travesía del estrecho. – El Mrima. – Conversación de
Dick y proposición de Joe. – Receta para el café. –
El uzaramo. – El desventurado Maizan. –
El monte Duthumi. – Las cartas del doctor. –
Noche sobre un nopal
El aire era puro y el viento moderado. El Victoria subió casi perpendicularmente a una altura de mil quinientos pies, que fue indicada por una depresión de dos pulgadas menos dos líneas en la columna barométrica.
A aquella altura, una corriente más marcada impelió al globo hacia el suroeste. ¡Qué magnífico espectáculo se extendía ante los ojos de los viajeros! La isla de Zanzíbar se ofrecía por completo a la vista y destacaba en un color más oscuro, como sobre un vasto planisferio; los campos tomaban la apariencia de muestras de varios colores; y grandes ramilletes de árboles indicaban los bosques y las selvas.
Los habitantes de la isla parecían como insectos. Los hurras y los gritos se perdían poco a poco en la atmósfera, y sólo los cañonazos del buque vibraban en la concavidad inferior del aeróstato.
-¡Qué hermoso es todo esto! -exclamó Joe, rompiendo por primera vez el silencio.
No obtuvo respuesta. El doctor estaba ocupado observando las variaciones barométncas y tomando nota de los pormenores de su ascensión.
Kennedy miraba y no tenía ojos para verlo todo.
Los rayos del sol, uniendo su calor al del soplete, aumentaron la presión del gas. El Victoria subió a una altura de dos mil quinientos pies.
El Resolute presentaba el aspecto de un barquichuelo, y la costa africana aparecía al oeste como una inmensa orla de espuma.
-¿No dicen nada? -preguntó Joe.
-Miramos -respondió el doctor, dirigiendo su anteojo hacia el continente.
-Lo que es yo, si no hablo, reviento.
-Habla cuanto quieras, Joe; nadie te lo impide.
Y Joe hizo él solo un espantoso consumo de onomatopeyas. Los « ¡oh! », los « ¡ah! » y los « ¡eh! » brotaban de sus labios a borbotones.
Durante la travesía del mar, el doctor creyó conveniente mantenerse a aquella altura que le permitía observar la costa más extensamente. El termómetro y el barómetro, colgados dentro de la tienda entreabierta, se hallaban constantemente al alcance de su vista, y otro barómetro, colocado exteriormente, serviría durante la guardia de noche.
Al cabo de dos horas, el Victoria, a una velocidad de poco más de ocho millas, se aproximó sensiblemente a la costa. El doctor resolvió acercarse a tierra; moderó la llama del soplete, y muy pronto el globo bajó a trescientos pies del suelo.
Se hallaba sobre el Mrima, nombre que lleva aquella porcion de la costa oriental de África. Protegían sus orillas espesos manglares, y la marea baja permitía distinguir sus gruesas raíces roídas por los dientes del océano índico. Los dunas que formaban en otro tiempo la línea costera ondulaban en el horizonte, y el monte Nguru alzaba su pico al noroeste.
El Victoria pasó cerca de una aldea que el doctor reconocio en el mapa como Kaole. Toda la población reunida lanzaba aullidos de cólera y de miedo; dirigieron en vano algunas flechas a ese monstruo de los aires que se balanceaba majestuosamente sobre aquellos impotentes furores.
El viento conducía hacia el sur, lo que, lejos de inquietar al doctor, le complació, porque le permitía seguir el derrotero trazado por los capitanes Burton y Speke.
Kennedy se había vuelto tan hablador como Joe, y los dos se dirigían mutuamente frases admirativas.
-¡Se acabaron las diligencias! -decía el uno.
-¡Y los buques de vapor! -decía el otro.
-¡Y los ferrocarriles -respondía Kennedy-, con los que se atraviesan los países sin verlos!
-¡No hay como un globo! -exclamaba Joe-. Se anda sin sentir, y la naturaleza se toma la molestia de pasar ante tus ojos.
-¡Qué espectáculo! ¡Qué asombro! ¡Qué éxtasis! ¡Un sueño en una hamaca!
-¿Y si almorzásemos? -preguntó Joe, a quien el aire libre abría el apetito.
-Buena idea, muchacho.
-¡Oh! ¡Los preparativos no serán largos! Galletas y carne en conserva.
-Y café a discreción -añadió el doctor-. Te permito tomar prestado un poco de calor de mi soplete, que tiene de sobra. Así no tendremos que temer un incendio.
-Sería terrible -repuso Kennedy-. Parece que llevemos encima un polvorín.
-No tanto -respondió Fergusson-. Si el gas se inflamase, se consumiría poco a poco y bajaríamos a tierra, lo que sin duda sería un contratiempo; pero, no temáis, nuestro aeróstato está herméticamente cerrado.
-Comamos, pues -dijo Kennedy.
-Coman, señores –dijo Joe-, y yo, al mismo tiempo que les imito, prepararé un café del que me hablarán después de haberlo tomado.
-El hecho es -repuso el doctor- que Joe, amén de mil virtudes, tiene un talento especialísimo para preparar esa bebida deliciosa; la elabora con una mezcla de varias procedencias que nunca me ha querido dar a conocer.
-Pues bien, mi señor, a la altura en que nos hallamos puedo confiarle mi receta. Se reduce simplemente a mezclar moca, bourbon y rio-nunez en partes iguales.
Pocos instantes después, tres humeantes y aromáticas tazas ponían punto final de un sustancial almuerzo, sazonado por el buen humor de los comensales; luego, cada cual volvió a su punto de observación.
El país destacaba por su prodigiosa fertilidad. Senderos tortuosos y estrechos desaparecían bajo bóvedas de verdor. Se pasaba por encima de campos cultivados de tabaco, maíz y centeno en plena madurez, y recreaban la vista vastos arrozales con sus tallos rectos y sus flores de color purpúreo. Se distinguían carneros y cabras encerrados en grandes jaulas colocadas en alto, sobre pilotes, para preservarlas de la voracidad de los leopardos. Una vegetación espléndida cubría aquel suelo pródigo. En muchas aldeas se reproducían escenas de gritos y asombro a la vista del Victoria, y el doctor Fergusson se mantenía prudentemente fuera del alcance de las flechas. Los habitantes, agrupados alrededor de sus chozas contiguas, perseguían largo tiempo a los viajeros con vanas imprecaciones.
Al mediodía, el doctor, consultando el mapa, estimó que se hallaba sobre el país de Uzaramo. La campiña se presentaba erizada de cocoteros, papayos y algodoneros, sobre los cuales el Victoria parecía reírse. Tratándose de África, a Joe aquella vegetación le parecía muy natural. Kennedy veía liebres y codornices que le pedían por favor una perdigonada; pero no quiso complacerlas, pues, siendo imposible cobrarlas, no hubiera hecho más que gastar pólvora en salvas.
Los aeronautas navegaban a una velocidad de doce millas por hora, y pronto se hallaron a 380 20’ de longitud sobre la aldea de Tounda.
-Allí es -dijo el doctor- donde Burton y Speke sufrieron calenturas violentas y por un instante creyeron su expedición comprometida. A pesar de que todavía no se hallaban demasiado alejados de la costa, ya se hacían sentir rudamente las fatigas y las privaciones.
En efecto, en aquella comarca reina una malaria perpetua, cuyo ataque el doctor sólo pudo evitar elevando el globo por encima de las miasmas de aquella tierra húmeda, cuyas emanaciones absorbía el ardiente sol.
De vez en cuando divisaban una caravana que descansaba en un kraal, aguardando el fresco de la noche para proseguir su camino. Un kraal es un vasto espacio rodeado de espinos, una especie de vallado o seto vivo donde los traficantes se ponen al abrigo de los animale dañinos y de las tribus merodeadoras de la comarca. Se veía a los indígenas correr y dispersarse al ver al Victoria. Kennedy deseaba contemplarlos de cerca, a lo que Samuel se opuso constantemente.
-Los jefes -dijo- van armados con mosquetes, y nuestro globo ofrece un blanco fácil para alojar en él una bala.
-Y un balazo, ¿echaría abajo el globo? -preguntó Joe.
-Inmediatamente, no; pero el agujero se haría grande muy pronto, y por él se escaparía todo el gas.
-Mantengámonos, pues, a una distancia respetable de esos tunantes. ¿Qué pensarán de nosotros, viéndonos volar por el aire? Estoy seguro de que desean adorarnos.
-Que nos adoren, pero de lejos -respondió el doctor-. No les quiero ver de cerca. Mirad, el país toma otro aspecto. Las aldeas son más escasas; los inangles han desaparecido; a esta latitud la vegetación se detiene. El terreno se vuelve montuoso y preludia montañas proximas.
-En efecto -dijo Kennedy-, me parece que por aquel lado distingo algunas prominencias.
-Hacia el oeste… Son las primeras cordilleras del Urizara; el monte Duthumi, sin duda, detrás del cual espero que podamos refugiarnos para pasar la noche. Voy a activar la llama del soplete, pues debemos mantenernos a una altura de entre quinientos y seiscientos pies.
-Es una magnífica idea, señor, la que ha tenido -dijo Joe-, la maniobra no es difícil ni fatigosa: se da vuelta a una llave y no hay necesidad de más.
-Aquí estamos mejor -afirmó el cazador, cuando el globo hubo subido; el reflejo de los rayos del sol en la arena roja resultaba insoportable.
-¡Qué árboles tan magníficos! -exclamó Joe-. Aunque son una cosa muy natural, son hermosísimos. Con menos de una docena se podría hacer un bosque.
-Son baobabs -respondió el doctor Fergusson-. Mirad, allí hay uno cuyo tronco tendrá cien pies de circunferencia. Fue acaso al pie de este mismo árbol donde en 1845 pereció el francés Malzan, pues nos hallamos sobre la aldea de Deje-la-Mhora, donde se aventuró a entrar solo y fue apresado por el jefe de la comarca. Le amarraron al pie de un baobab, y aquel negro feroz, mientras sonaba el canto de guerra, le cortó lentamente las articulaciones una tras otra; al llegar a la garganta se detuvo para afilar su cuchillo embotado y arrancó la cabeza del desventurado mártir antes de que estuviese enteramente cortada. El pobre francés tenía veintiséis años.
-¿Y Francia no ha vengado un crimen semejante? -preguntó Kennedy.
-Francia reclamó, y el sald de Zanzíbar hizo cuanto pudo para dar caza al asesino, pero todas sus pesquisas fueron inútiles.
-Suplico que no nos detengamos en el camino -dijo Joe-; subamos, subamos, señor, hágame caso.
-Encantado, Joe, ya que el monte Duthumi se alza ante nosotros. Si mis cálculos son exactos, antes de las siete de la tarde lo habremos pasado.
-¿No viajaremos de noche? -preguntó el cazador.
~No, mientras podamos evitarlo. Con precauciones y vigilancia, no habría peligro; pero no basta atravesar África, es preciso verla.
-Hasta ahora no tenemos motivo de queja, señor. ¡El país más cultivado y fértil del mundo, en lugar de un desierto! ¡Como para creer a los geógrafos!
-Aguarda, Joe, aguarda; veremos más adelante.
Hacia las seis y media de la tarde, el Victoria se encontró frente al monte Duthumi; para salvarlo, tuvo que elevarse a más de tres mil pies. Al efecto, el doctor no tuvo más que elevar 180 la temperatura. Bien puede decirse que maniobraba el globo con habilidad. Kennedy le indicaba los obstáculos que tenía que salvar, y el Victoria volaba por los aires rozando la montaña.
A las ocho descendía la vertiente opuesta, cuya pendiente era más suave. Echaron las anclas fuera de la barquilla, y una de ellas, encontrando las ramas de un enorme nopal, se agarró firmemente a ellas. Joe se deslizó por la cuerda y la sujetó con la mayor solidez. Luego le tendieron la escala de seda, y se encaramó por ella con gran agilidad. El aeróstato, al abrigo de los vientos del este, permanecía casi inmóvil.
Los viajeros prepararon la cena y, excitados por su paseo aéreo, abrieron una amplia brecha en sus provisiones.
-¿Cuánto camino hemos recorrido hoy? -preguntó Kennedy, engullendo inquietantes bocados.
El doctor fijó su posición por medio de observaciones lunares y consultó el excelente mapa que le servía de guía, el cual pertenecía al atlas Der Neuster Entedekungen in Africa, publicado en Ghota por su sabio amigo Potermann y que éste le había enviado. Aquel atlas debía servir para todo el viaje del doctor, pues contenía el itinerario de Burton y Speke a los Grandes Lagos, Sudán según el doctor Barth, el bajo Senegal según Guillaume Lejean, y el delta del Níger por el doctor Baikie.
Fergusson se había provisto también de una obra que en un solo volumen reunía todas las nociones adquiridas sobre el Nilo. Titulábase The sources of the Nil, being a general survey of the basin of that river and of its heab stream with the history of the Nilotic discovery by Charles Beke, th. D.
Poseía igualmente los excelentes mapas publicados en los Boletines de la Sociedad Geográfica de Londres, y no podía escapársele ningún punto de las comarcas descubiertas.
Consultando el mapa, vio que su rumbo latitudinal era de 20 o ciento veinte millas oeste.
Kennedy observó que el camino se dirigía hacia el mediodía. Pero esta dirección satisfacía al doctor, el cual queria reconocer, en la medida de lo posible, las huellas de sus predecesores.
Se resolvió dividir la noche en tres partes, a fin de turnarse en la vigilancia. El doctor comenzaba su guardia a las nueve, Kennedy a las doce y Joe a las tres.
Así pues, Kennedy y Joe, envueltos en sus mantas, se tendieron bajo la tienda y durmieron a pierna suelta mientras el doctor Fergusson velaba.
XIII
Cambio de tiempo. – La fiebre de Kennedy. – La
medicina del doctor. – Viaje por tierra. – La cuenca de
Imengé. – El monte Rubeho. -A seis mil pies. – Un
alto en el camino del día
La noche transcurrió en calma. Sin embargo, el sábado por la mañana, Kennedy sintió cansancio y escalofríos al despertarse. El tiempo cambiaba; el cielo, cubierto de densas nubes, parecía prepararse para un nuevo diluvio. Un triste país, Zungomero, donde llueve continuamente, excepto tal vez unos quince días en el mes de enero.
Una violenta lluvia no tardó en envolver a los viajeros; debajo de ellos, los caminos cortados por nullabs, especie de torrentes momentáneos se volvían impracticables, además de estar cubiertos de matorrales espinosos y llanas gigantescas. Se percibían claramente esas emanaciones de hidrógeno sulfurado de las que habla el capitán Burton.
-Según él -dijo el doctor-, y tiene razón, se diría que hay un cadáver oculto detrás de cada matorral.
-Es un maldito pais -respondió Joe-, y me parece que el señor Kennedy se encuentra mal por haber pasado en él la noche.
-En efecto, tengo una fiebre bastante alta -dijo el señor Kennedy.
-Nada tiene de particular, mi querido Dick; nos hallamos en una de las regiones más insalubres de África. Pero no permaneceremos en ella mucho tiempo. En marcha.
Gracias a una diestra maniobra de Joe, el ancla se desenganchó, y, por medio de la escala, el hábil gimnasta volvió a subir a la barquilla. El doctor dilató considerablemente el gas y el Victoria remontó el vuelo, impelido por un viento bastante fuerte.
Aparecía alguna que otra choza en medio de aquella niebla pestilente. El país cambiaba de aspecto. En Africa ocurre con frecuencia que una región mefítica y de poca extensión confina comarcas absolutamente salubres.
Kennedy sufría visiblemente; la calentura abatía su vigorosa naturaleza.
-Sería mala cosa caer enfermo -dijo, envolviéndose en su manta y echándose bajo la tienda.
-Un poco de paciencia, mi querido Dick -respondló el doctor Fergusson-, y pronto recobrarás completamente la salud.
-¡Ojalá, Samuel! Si en tu botiquín de viaje tienes alguna droga para curarme, adminístramela sin perder tiempo. La tragaré a ojos cerrados.
-Tengo un medicamento mejor que todas las drogas, amigo Dick, y naturalmente, voy a darte un febrífugo que no costará nada.
-¿Y cómo lo harás?
-Muy sencillo. Subiré encima de estas nubes que nos envuelven y me alejaré de esta atmósfera pestilente. Diez minutos te pido para dilatar el hidrógeno.
No habían transcurrido los diez minutos cuando los viajeros estaban ya fuera de la zona húmeda.
-Aguarda un poco, Dick, y notarás la influencia del aire puro y del sol.
-¡Vaya un remedio! -dijo Joe-. ¡Es maravilloso!
-¡No! ¡Es totalmente natural!
-Eso no lo pongo en duda.
-Envió a Dick a tomar aires, como se hace todos los días en Europa, y del mismo modo que en la Martinica le enviaría a los Pitons para librarle de la fiebre amarilla
-La verdad es que este globo es un paraíso -dijo Kennedy, ya más aliviado.
-O por lo menos conduce a él -respondió Joe cor gravedad.
Era un espectáculo curioso el que ofrecían las nubes aglomeradas en aquel momento debajo de la barquilla. Rodaban unas sobre otras, y se confundían en un resplandor magnífico reflejando los rayos del sol. El Victoria llegó a una altura de 4.000 pies. El termómetro indicaba algún descenso en la temperatura. No se veía ya la tierra. A unas cincuenta millas al oeste, el monte Rubeho levantaba su cabeza centelleante. Formaba el límite del país de Ugogo, a 360 20’ de longitud. El viento soplaba a una velocidad de veinticinco millas por hora, pero los viajeros no se percataban de su rapidez, ni siquiera tenían sensación de locomoción.
Tres horas después, la predicción del doctor se realizaba. Kennedy no experimentaba ningún escalofrío y almorzó con apetito.
-¡Y que aún haya quien tome sulfato de quinina! -dijo con satisfacción.
-Decididamente -exclamó Joe-, aquí es donde me retiraré cuando sea viejo.
Hacia las diez de la mañana, la atmósfera se despejo. Se hizo un agujero en las nubes, la tierra reapareció y el Victoria se acercó a ella insensiblemente. El doctor Fergusson buscaba una corriente que le llevase al noroeste, y la encontró a seiscientos pies del suelo. El terreno se volvía accidentado, incluso montuoso. Al este, el distrito de Zungomero se borraba con los últimos cocoteros de aquella latitud.
Luego, las crestas de una montaña se presentaron más acentuadas. Algunos picos se levantaban en distintos puntos del horizonte. Era preciso vigilar constantemente los conos agudos que parecían surgir inopinadamente.
-Nos hallamos entre los rompientes -dijo Kennedy.
-Puedes estar tranquilo, amigo Dick, no tropezamos.
-¡Hermosa manera de viajar! -replicó Joe.
En efecto, el doctor manejaba el globo con una destreza maravillosa.
-Si tuviésemos que andar por este terreno encharcado -dijo-, nos arrastraríamos por un lodo insalubre. Desde nuestra salida de Zanzíbar hasta llegar donde estamos, la mitad de nuestras bestias de carga habrían muerto de fatiga, y nosotros pareceríamos espectros y llevaríamos la desesperación en el alma. Estaríamos en incesante lucha con nuestros guías y expuestos a su brutalidad desenfrenada. Durante el día nos agobiaría un calor húmedo, insoportable, sofocante. Durante la noche, experimentaríamos un frío con frecuencia intolerable, y acabarían con nuestra paciencia las picaduras de ciertas moscas, cuyo aguijón atraviesa la tela más gruesa y es capaz de volver loco a cualquiera. ¡Ya no digo nada de las bestias salvajes y de las tribus feroces!
-¡Dios nos libre de unas y otras! -replicó simplemente Joe.
-No exagero nada -prosiguió el doctor Fergusson-, pues no se pueden leer las narraciones de los viajeros que han tenido la audacia de penetrar en estas comarcas sin que se le llenen los ojos de lágrimas.
Hacia las once pasaban la cuenca de Imengé; las tribus esparcidas por aquellas colinas amenazaban en vano con sus armas al Victoria, que llegaba, por fin, a las últimas ondulaciones montuosas que preceden al Rubeho y forman la tercera y más elevada cordillera de las montañas de Usagara.
Los viajeros distinguían perfectamente la conformación orográfica del país. Aquellas tres ramificaciones, de las que el Duthumi forma el primer eslabón, están separadas unas de otras por vastas llanuras longitudinales; las elevadas lomas se componen de conos redondeados, entre los cuales las gargantas están sembradas de pedruscos erráticos y guijarros. El declive mas acusado de aquellas montañas se halla frente a la costa de Zanzíbar; las pendientes occidentales no son mas que llanuras inclinadas. Las depresiones del terreno están cubiertas de una tierra negra y fértil donde la vegetación es vigorosa. Varios riachuelos se infiltran hacia el este y afluyen al Kingani, entre gigantescos ramos de sicomoros, tamarindos, guayabas y palmeras.
-¡Atención! -dijo el doctor Fergusson-. Nos acercamos al Rubeho, cuyo nombre significa en la lengua del pais «paso de los vientos». Haremos bien en doblar a cierta altura los agudos picachos. Si mi mapa es exacto, subiremos hasta una altura de más de cinco mil pies.
-¿Alcanzaremos con frecuencia esas zonas superiores ?
-Rara vez; la altura de las montañas de África es menor, según parece, que la de las de Europa y Asia. Pero, de todos modos, el Victoria las salvará sin dificultad alguna.
En poco tiempo el gas se dilató, bajo la acción del calor y el globo tomó una marcha ascensional muy pronunciada. La dilatación del hidrógeno no ofrecía ningun peligro, y la vasta capacidad del aeróstato no estaba llena más que en sus tres cuartas partes. El barómetro, mediante una depresión de unas ocho pulgadas, indicó una elevación de seis mil pies.
-¿Podríamos estar subiendo así mucho tiempo? -preguntó Joe.
-La atmósfera terrestre -respondió el doctor- tiene una altura de seis mil toesas. Con un globo muy grande, iríamos lejos. Eso es lo que hicieron los señores Brioschi y Gay-Lussac, pero empezó a manarles sangre de la boca y los oídos. Les faltaba aire respirable. Hace unos años, dos audaces franceses, los señores Barral y Bixio, se lanzaron también a las altas regiones, pero su globo se rasgó…
-¿Y cayeron? -preguntó al momento Kennedy.
-Sin duda, pero como deben caer los sabios, sin hacerse ningún daño.
-¡Pues bien, señores -dijo Joe-, son ustedes libres de caer cuantas veces lo deseen! Pero yo, que no soy más que un ignorante, prefiero permanecer en un justo término medio, ni demasiado alto, ni demasiado bajo. No hay que ser ambicioso.
A seis mil pies, la densidad del aire ha disminuido ya sensiblemente; el sonido se mueve con dificultad y la voz se oye mucho menos. Los objetos se ven confusamente. La mirada no percibe más que grandes moles bastante indeterminadas; los hombres y los animales se vuelven absolutamente invisibles; los caminos parecen cintas, y los lagos, estanques.
El doctor y sus compañeros se sentían en un estado anormal; una corriente atmosférica de gran velocidad los arrastraba más allá de las montañas áridas, cuyas cimas coronadas de nieve deslumbraban; su aspecto convulsionado demostraba algún trabajo neptuniano de los primeros días del mundo.
El sol brillaba en su cenit, y los rayos caían a plomo sobre aquellas desiertas cimas. El doctor hizo un dibujo exacto de las montañas, formadas por cuatro cumbres situadas casi en línea recta, de las cuales la más septentrional es la más alargada.
El Victoria no tardó en descender por la vertiente opuesta del Rubeho, costeando una llanura poblada de árboles de un verde muy sombrío. A esta llanura sucedieron crestas y barrancos colocados en una especie de desierto que precedía al país de Ugogo. Más abajo se presentaban llanuras amarillentas, tostadas, agrietadas, salpicadas a trechos de plantas salinas y de matorrales espinosos.
Algunos bosquecillos, que más adelante se convirtieron en verdaderas selvas, embellecieron el horizonte. El doctor se aproximó a tierra, echaron las anclas, y una de ellas quedó agarrada a las ramas de un corpulento sicomoro.
Joe, deslizándose rápidamente, sujetó el ancla con precaución; el doctor dejó el soplete funcionando para conservar en el aeróstato cierta fuerza ascensional que lo mantuvo en el aire. El viento había calmado casi súbitamente.
-Ahora, amigo Dick -dijo Fergusson-, coge dos escopetas, una para ti y otra para Joe, y procurad entre los dos traer unos buenos filetes de antilope para la comida de hoy.
-¡De caza! -exclamó Kennedy.
Echó la escala y bajó. Joe fue brincando de una a otra rama y aguardó, desperezándose, a Kennedy. El doctor, aliviado del peso de sus dos compañeros, pudo apagar el soplete.
-No eche a volar, señor -exclamó Joe.
-Tranquilo, muchacho, estoy sólidamente anclado. Voy a poner en orden mis apuntes. Cazad bien y sed prudentes. Yo, desde aquí, observaré el terreno y a la menor sospecha que conciba dispararé la carabina. El tiro será la señal de reunión.
-De acuerdo -respondió el cazador.
XIV
El bosque de gomeros. – El antílope azul – La señal de
reunión. – Un asalto inesperado. – El Kanyemé. – Una
noche en el aire. – El Mabunguru. -Jihoue-la-Mkoa. –
Provisión de agua. – Llegada a Kazeb
El país, árido, seco, formado de una tierra arcillosa que el calor agrietaba, parecía desierto. De vez en cuando se encontraban algunos vestigios de caravanas, osamentas blanquecinas de hombres y animales, medio roídas y mezcladas con el polvo.
Dick y Joe, después de una media hora de marcha, se internaron en un bosque de gomeros, al acecho y con el dedo en el gatillo de la escopeta. No sabían con quién tendrían que habérselas. Joe, sin ser un tirador de primera, manejaba bien un arma de fuego.
-Caminar sienta bien, señor Dick, aunque el terreno que pisamos no es muy cómodo -dijo Joe, tropezando con los fragmentos de cuarzo de que estaba sembrado el suelo.
Kennedy indicó con un gesto a su compañero que callase y se detuviese. Faltaban perros, y la agilidad de Joe, por mucha que fuese, no equivalía al olfato de un pachón o de un podenco.
En el lecho de un torrente, en el que quedaban algunas aguas estancadas, saciaba su sed un grupo de unos diez antílopes. Aquellos graciosos animales, olfateando un peligro, parecían inquietos; entre sorbo y sorbo de agua, levantaban la cabeza con azoramiento, husmeando con sus hocicos las emanaciones de los cazadores.
Kennedy rodeó unos matorrales, en tanto que Joe permanecía inmóvil. Llegó a tiro de los antílopes y disparó su escopeta. El grupo desapareció rápidamente, quedando sólo un antílope macho que cayó como herido por un rayo. Kennedy se precipitó sobre su víctima.
Era un magnífico ejemplar de un azul claro, casi ceniciento, con el vientre y la parte anterior de las patas de una blancura deslumbradora.
-¡Buen tiro! -exclamó el cazador-. Es una especie de antilope muy rara, y espero poder preparar su piel para conservarla.
-¿Qué dice, señor Dick?
-Lo que oyes. ¡Mira qué pelaje tan espléndido!
-Pero el doctor Fergusson no admitirá un exceso de peso.
-¡Tienes razón, Joe! Triste cosa es, sin embargo, no aprovechar nada de una pieza tan magnífica.
-¿Nada? No, señor Dick; vamos a sacar del animal todas las ventajas nutritivas que posee, y, con su permiso, lo haré ahora mismo pedazos tan bien como pudiera hacerlo el síndico de la ilustre corporación de carniceros de Londres.
-Pues ya puedes empezar, camarada; aunque debes saber que, a fuer de cazador, me desenvuelvo tan bien desollando una res como matándola.
-Estoy seguro de ello, señor Dick, como lo estoy también de que, en menos que canta un gallo, con tres piedras armará una parrilla. Leña seca no falta, y sólo le pido unos minutos para utilizar sus ascuas.
-La operación no es muy larga -replicó Kennedy.
Y procedió de inmediato a la construcción de la parrilla, de la que unos instantes después salían numerosas llamas.
Joe sacó del cuerpo del antilope una docena de chuletas y trozos de lomo, que se convirtieron muy pronto en un asado delicioso.
-El amigo Samuel -dijo el cazador- se va a chupar los dedos de gusto.
-¿Sabe lo que estoy pensando, señor Dick?
-¿En qué has de pensar más que en lo que estás haciendo?
-Pues, no, señor. Pienso en la cara que pondríamos si no encontráramos el globo.
-¡Vaya una ocurrencia! ¿Había el doctor de abandonarnos?
-Pero ¿y si se desenganchara el ancla?
-Imposible. Y aunque se desenganchara, ya sabría Samuel bajar con su globo.
-Pero ¿y si el viento se lo llevase?
-Mala cosa sería; pero, no hagas semejantes suposiciones que nada tienen de agradable.
-No hay nada imposible en este mundo, señor, y es por tanto preciso preverlo todo…
En aquel mismo momento se oyó un tiro.
-¡Oh! -gritó Joe.
-¡Mi carabina! Conozco su detonación.
-¡Una señal!
-¡Un peligro nos amenaza!
-¡A él tal vez! -replicó Joe.
-¡En marcha!
Los cazadores recogieron en un momento la carne que habían asado y empezaron a desandar el camino, guiándose por las ramas que Kennedy había esparcido con esa intención. La espesura de la arboleda les impedía ver el Victoria, del cual no podían estar lejos.
Se oyó un segundo disparo.
-La cosa apremia -dijo Joe.
-¡Otro tiro!
-Eso tiene trazas de una defensa personal.
-¡Corramos!
Y echaron a correr con todo el vigor de sus piernas. Al salir del bosque vieron el Victoria, con el doctor en la barquilla.
-¿Qué pasa, pues? -preguntó Kennedy.
-¡Dios del cielo! -exclamó Joe.
-¿Qué ves?
-¡Mire! ¡Una caterva de negros asaltan el globo!
En efecto, a dos millas de donde ellos estaban, unos treinta individuos se agolpaban, gesticulando, gritando y brincando, al pie del sicomoro. Algunos, encaramándose por el árbol, subían hasta las ramas más altas. El peligro parecia inminente.
-¡Mi señor está perdido! -exclamó Joe.
-¡Calma, Joe, y apunta bien! En nuestras manos tenemos la vida de cuatro de esos monigotes. ¡Adelante!
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