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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 4)


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-Completamente. Las fuentes del Nilo Blanco, del Bahr-el-Abiad, están sumergidas en un lago que parece un mar; allí es donde el río nace. Sin lugar a dudas, la poesía saldrá perdiendo, pues gustaba atribuirle a este rey de los ríos un origen celestial. Los antiguos lo llamaron oceano, y algunos creyeron que procedía directamente del sol. Pero es preciso ceder y aceptar de vez en cuando lo que la ciencia nos enseña. Quizá no haya sabios siempre; pero siempre habrá poetas.

-Aún se distinguen cataratas -dijo Joe.

-Son las cataratas de Makedo, a tres grados de latitud. ¡No hay nada más exacto! ¡Qué lástima que no hayamos podido seguir por espacio de algunas horas el curso del Nilo!

-Y allá abajo, delante de nosotros -dijo el cazador-, distingo la cima de una montaña.

-Es el monte Logwek, la montaña temblorosa de los árabes. Toda esta comarca ha sido explorada por Debono, que la recorría bajo el nombre de Letif Effendi. Las tribus próximas al Nilo son enemigas unas de otras y tienden a exterminarse mutuamente. Imaginaos cuántos peligros habrá tenido que afrontar Debono.

El viento conducía al Victoria hacia el noroeste. Para evitar el monte Logwek, fue preciso buscar una corriente más inclinada.

-Amigos –dijo el doctor a sus dos compañeros-, ahora empezaremos verdaderamente nuestra travesía africana. Hasta hoy apenas hemos hecho mas que seguir las huellas de nuestros predecesores. En lo sucesivo nos lanzaremos a lo desconocido. ¿Nos faltará valor?

-No -respondieron a un mismo tiempo Dick y Joe.

-¡Adelante, pues, y que el cielo nos proteja!

A las diez de la noche, sobrevolando hondonadas, bosques y aldeas dispersas, los viajeros llegaban a la vertiente de la montaña temblorosa, pasando por entre sus inhabitadas colinas.

Aquel memorable día 23 de abril, en quince horas de marcha habían recorrido, a impulsos de un viento fuerte, una distancia de más de trescientas quince millas.

Pero esta última parte del viaje les había dejado una impresión triste. Reinaba en la barquilla un silencio completo. ¿Estaba el doctor Fergusson reflexionando en sus descubrimientos? ¿Pensaban sus dos compañeros en aquella travesía por regiones desconocidas? Algo de eso había, sin duda, mezclado con los más vivos recuerdos de Inglaterra y de los amigos lejanos. Joe era el único que daba muestras de una despreocupada filosofía, pareciéndole muy natural que la patria no estuviese allí estando en otra parte; pero respetó el silencio de Samuel Fergusson y de Dick Kennedy.

A las diez de la noche el Victoria «fondeó» en un punto de la montaña temblorosa; los expedicionarios cenaron debidamente y se durmieron, quedando, como siempre, uno de ellos de guardia.

Al día siguiente se despertaron más serenos. Hacía un tiempo delicioso y el viento era favorable; un almuerzo condimentado con los chistes de Joe acabó de devolver el buen humor a todos.

La comarca que entonces recorrían confina con las montañas de la Luna y las del Darfur, y es casi tan extensa como toda Europa.

-Atravesamos, sin duda -dijo el doctor-, la tierra que se ha dado en llamar reino de Usoga. Algunos geografos afirman que en el centro de África hay una vasta depresión, un inmenso lago central. Veremos si tal teoría tiene algún viso de verdad.

-Pero ¿cómo se ha podido hacer una suposicion semejante? -preguntó Kennedy.

-Por las narraciones de los árabes. Los árabes son muy aficionados a los cuentos, tal vez demasiado. Algunos viajeros, al llegar a Kazeh o a los Grandes Lagos, vieron esclavos procedentes de las comarcas centrales y les pidieron noticias de su país. De este modo reunieron un legajo de documentos que les sirvieron de base para elaborar teorías. En el fondo de todo eso siempre hay algo cierto, pues ya hemos visto que no se equivocaban respecto al nacimiento del Nilo.

-En efecto, no se equivocaban -respondió Kennedy.

-Basándose en esos documentos se han trazado mapas, entre ellos el que tengo a la vista para que me sirva de guía y que me propongo rectificar en caso necesario.

-¿Toda esta región está habitada? -preguntó Joe.

-Sin duda, y mal habitada, por cierto -respondió el doctor.

-Me lo figuraba.

-Estas tribus dispersas se hallan agrupadas bajo la denominación genérica de nyam-nyam, y este nombre no es más que una onomatopeya tomada del ruido que produce la masticación.

-¡Perfectamente expresado! -dijo Joe-. ¡Nyam! ¡Nyam!

-Si tú, Joe, fueses la causa inmediata de esta onomatopeya, no te parecería tan perfecta.

-¿Qué quiere decir, señor?

-Que estos pueblos tienen fama de antropófagos.

-¿De veras?

-¡Y tan de veras! Se dijo también que estos indígenas estaban provistos de rabo, como la mayor parte de los cuadrúpedos; pero luego se reconoció que tal apéndice pertenecía a la piel de animal con que se vestían.

-¡Lástima! Un buen rabo va muy bien para espantar a los mosquitos.

-Es posible, Joe; pero debemos relegar eso del rabo a la categoría de las fábulas, como las cabezas de perro que el viajero Brun-Rollet atribuía a ciertos pueblos.

-¿Cabezas de perro? Para aullar y hasta para ser antropófago no me parece del todo mal.

-Lo que desgraciadamente no admite duda es la ferocidad de estos pueblos, muy ávidos de carne humana.

-Sentiría que probaran la mía -dijo Joe.

-¿De veras? -dijo el cazador.

-Como lo oye, señor Dick. Si estoy predestinado a ser comido en un momento de hambre, que sea en su provecho y en el de mi señor. Pero ¡servir de pasto a esos salvajes! ¡Me moriría de vergüenza!

-De acuerdo, Joe -dijo Kennedy-, contamos contigo si se da el caso.

-A su disposicion, senores.

-Adivino la treta -replicó el doctor-; lo que Joe quiere es que le tratemos a cuerpo de rey y lo engordemos

-¡Tal vez! -respondió Joe-. ¡Los hombres somos tan egoístas!

Por la tarde, una niebla caliente que rezumaba del sol cubrió el cielo; apenas permitía distinguir los objetos, por lo que, temiendo chocar contra algún pico imprevisto, el doctor, a eso de las cinco, dispuso que se echase el ancla. No sobrevino ningún accidente durante la noche, pero la profunda oscuridad reclamó una vigilancia extrema.

Al amanecer del día siguiente el monzón sopló con gran violencia; el viento penetraba con ímpetu en las cavidades del globo y agitaba violentamente el apéndice por el que entraban los tubos de dilatación. Fue necesario sujetar los tubos con cuerdas, operación que Joe practicó muy hábilmente.

Al mismo tiempo, se aseguró de que el orificio del globo permanecía herméticamente cerrado.

-La importancia que eso tiene para nosotros -dijo el doctor Fergusson- es doble. En primer lugar, evitamos la pérdida de un gas precioso y, en segundo lugar, no dejamos a nuestro alrededor un reguero inflamable, al cual tarde o temprano prenderíamos fuego.

-Lo cual sería un incidente fastidioso -dijo Joe.

-Si tal sucediese, ¿caeriamos despeñados? -preguntó Dick.

-¡No! El gas ardería gradualmente y nosotros bajariamos poco a poco. De este accidente fue víctima Madame Blanchard, aeronauta francesa que prendió fuego a su globo disparando cohetes desde la barquilla. No cayó precipitada, y seguramente no habría muerto si no hubiese tenido la desgracia de que su barquilla chocase contra una chimenea, desde la cual cayó al suelo.

-Esperemos que no -dijo el cazador-. Hasta ahora nuestra travesla no me parece peligrosa, y no veo razon que nos impida llegar a nuestra meta.

-Ni yo tampoco, amigo Dick. Los accidentes han sido casi siempre causados por la imprudencia de los aeronautas o por la mala construcción de sus aparatos, y aun así, contándose por millares las ascensiones aerostáticas, no se consignan más que veinte accidentes que hayan ocasionado la muerte. En general, el momento de tomar tierra y el de empezar la ascensión son los más peligrosos, y durante ellos no debemos omitir precaución alguna.

-Ha llegado la hora de almorzar -dijo Joe-. Tendremos que contentamos con carne en conserva y café, hasta que al señor Kennedy se le presente la ocasión de regalarnos con una buena ración de venado..

 

XX

La botella celeste. – La higuera-palmera. – Los

mammouth trees. – El árbol de la guerra. – El tiro

alado. – Combate entre dos tribus. – Carniceria. –

Intervención divina

El viento arreció horriblemente y perdió su regularidad. El Victoria bordeaba incesantemente, mirando tan pronto al norte como al sur, sin poder tomar ningún rumbo determinado.

-Nos movemos mucho y avanzamos poco -dijo Kennedy, observando las frecuentes oscilaciones de la aguja imantada.

-El Victoria se mueve a una velocidad que no baja de treinta leguas por hora -dijo Samuel Fergusson-. Asomaos y veréis cuán rápidamente desaparece el campo bajo nuestros pies. ¡Mirad! Aquel bosque parece que se precipita contra nosotros.

-El bosque se ha convertido ya en un raso -respondió el cazador.

-Y el raso en una aldea -añadió Joe unos instantes después-. ¡Qué caras de negros se ven tan embobadas!

-Es muy natural -respondió el doctor-. En Francia, los campesinos, al aparecer los primeros globos, hicieron a éstos fuego tomándolos por monstruos aereos; por consiguiente, bien se puede permitir a un negro de Sudán manifestar su asombro.

-Señor, con su permiso voy a echarles una botella vacía -dijo Joe, mientras el Victoria pasaba a unos cien pies de una aldea-. Si la botella llega entera, la adorarán; si se hace pedazos, cada uno de ellos se convertirá en un talismán prodigioso.

Y sin más, tiró una botella, que al llegar al suelo se hizo añicos, como era natural, y los indígenas se metieron precipitadamente en sus chozas lanzando horribles gritos.

Un poco más adelante Kennedy exclamó:

-¡Mirad qué árbol más extraño! Por arriba es de una especie y por abajo de otra.

-¡Ésta sí que es buena! -dijo Joe-. En este país nacen los árboles unos sobre otros.

-Es pura y simplemente un tronco de higuera -explicó el doctor-, sobre el cual ha caído un poco de tierra vegetal. El viento ha llevado hasta allí una semilla de palmera, y ésta ha crecido igual que en pleno campo.

-Es un buen procedimiento -dijo Joe-, que pienso introducir en Inglaterra. Con él mejorarán mucho los parques de Londres y se multiplicarán considerablemente los árboles frutales. Los huertos se extenderán a lo alto, lo que será una gran ventaja para los propietarios de pequeños terrenos.

En aquel momento fue preciso elevar el Victoria para salvar un bosque de seculares banianos de más de trescientos pies de altura.

-¡Magníficos árboles! -exclamó Kennedy-. No he visto nada tan hermoso como el aspecto de esos venerables bosques. Míralos, Samuel.

-La altura de esos banianos es verdaderamente maravillosa, amigo Dick; y sin embargo, no tendría nada de excepcional en los bosques del Nuevo Mundo.

-¡Cómo! ¿Hay árboles aún más altos?

-Sin duda los hay entre los conocidos como mammouth trees. En California se encontró un cedro de cuatrocientos pies de altura, es decir, más alto que la torre del Parlamento y que la gran pirámide de Egipto. La base tenía ciento veinte pies de circunferencia, y por las capas concéntricas de su madera pudo calcularse que tenía más de cuatro mil años.

-No era, pues, extraño que estuviese tan crecidito. En cuatro mil años da tiempo a dar un buen estirón.

Pero, durante la anécdota del doctor y la respuesta de Joe, el bosque había dado paso a un grupo de chozas dispuestas circularmente alrededor de un plaza. En su centro se levantaba un único árbol que hizo exclamar a Joe:

-Pues si éste lleva cuatro mil años dando semejantes flores, no me parece algo digno de elogio.

Y señalaba un sicomoro gigantesco, cuyo tronco desaparecía enteramente bajo un montón de huesos humanos. Las flores a que se refería Joe eran cabezas recién cortadas, clavadas en la corteza con puñales.

-¡El árbol de guerra de los canibales! -dijo el doctor-. Los indios arrancan el cuero cabelludo, y los africanos toda la cabeza.

-Claro, eso depende de la moda de cada país -dijo Joe.

La aldea de las cabezas sangrientas desapareció en el horizonte, y se presentó entonces otro espectáculo no menos repugnante: cadáveres medio devorados, esqueletos carcomidos y miembros humanos desparramados, dejados para pasto de hienas y chacales.

-Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que en Abisinia, los dejan a merced de los animales carniceros, que los devoran después de haberlos despedazado.

-No es mucho más cruel que la horca -dijo el escocés-. Tan sólo más asqueroso.

-En las regiones del sur de África -repuso el doctorse encierra a los criminales en su propia choza, con su ganado y algunas veces con toda su familia, y les prenden fuego.

-Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con Kennedy en que la horca no es menos bárbara.

Joe, con la excelente vista de que tan buen uso sabía hacer, distinguió en el horizonte algunas bandadas de aves de rapiña.

-Son águilas -exclamó Kennedy, tras haberlas reconocido con su anteojo-. Unos magníficos pájaros, cuyo vuelo es tan rápido como el nuestro.

-¡Llbrenos el cielo de sus ataques! –dijo el doctor-. Para los que viajamos por el aire, son más terribles que las fieras y las tribus salvajes.

-¡Bah! -respondió el cazador-. Con unos cuantos tiros las ahuyentaríamos.

-Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu habilidad; el tafetán del globo no resistiría sus picotazos. Afortunadamente, me parece que nuestra máquina, lejos de atraerlas, las asusta.

-Se me ocurre una idea -intervino Joe-. Hoy estoy en vena, y a cada instante brota de mi cerebro una nueva. Si pudiésemos formar un tiro de águilas vivas y engancharlas al globo, nos arrastrarían por los aires.

-El método ha sido propuesto en serio -respondió el doctor-, pero me parece poco practicable con animales tan ariscos por naturaleza.

-Las adiestraríamos -repuso Joe-. En lugar de ponerles bocado, las guiariamos por medio de unas anteojeras que les tapasen los ojos. Tapando uno de los dos, según cuál fuese éste, irían a derecha o a izquierda, y tapando los dos se detendrían.

-Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a tus águilas de tiro; su manutención resulta más barata, y es mas seguro.

-Se lo permito, señor;, pero no echo la idea en saco roto.

Era mediodía. Desde hacía un rato, el Victoria avanzaba a una velocidad más moderada; la tierra ya no huía a sus pies, simplemente pasaba.

De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos y silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un espectáculo emocionantísimo.

Dos tribus se batían encarnizadamente, envolviéndose en nubes de flechas. Cegados por el furor de la pelea, los combatientes no se percataron de la llegada del Victoria. Eran unos trescientos, habiendo entre ellos algunos que, revolcándose en la sangre de los heridos, ofrecían un cuadro de lo más nauseabundo.

Al ver el globo, hicieron cesar un momento las hostilidades. Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon algunas flechas contra la barquilla. Una de ellas pasó tan cerca que Joe la cogió al vuelo con la mano.

-¡Pongámonos fuera de tiro! -exclamó el doctor Fergusson-. No podemos permitirnos ninguna imprudencia.

Después de la tregua, empezó de nuevo la matanza con azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía, era instantáneamente decapitado por su adversario. Las mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las ensangrentadas cabezas y apilándolas a ambos extremos del campo de batalla. A veces se peleaban para quedarse con los asquerosos trofeos.

-¡Repugnante escena! -exclamó Kennedy con profundo asco.

-¡Menuda pandilla! -dijo Joe-. Y sin embargo, si llevaran uniforme serían como todos los guerreros del mundo.

-¡Qué ganas tengo de intervenir en el combate! -repuso el cazador, apuntando con su carabina.

-¡No! -respondió al momento el doctor-. ¡No nos metamos en camisa de once varas! ¿Sabes acaso cuál de los dos bandos tiene razón para asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan repugnante espectáculo. Si los grandes capitales pudieran dominar así el escenario de sus hazañas, acabarían tal vez por perder la afición a la sangre y las conquistas.

El jefe de una de las tribus se distinguía por una constitución atlética, unida a una fuerza hercúlea. Con una mano clavaba la lanza en las compactas filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el hacha. En un momento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó sobre un herido a quien cortó un brazo de un tajo, cogió el miembro aún palpitante y empezó a devorarlo.

-¡Qué horrible bestia! -dijo Kennedy-. ¡No puedo seguir conteniéndome!

Y el guerrero, herido de un balazo en la frente, cayó de espaldas.

Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un profundo estupor. Aquella muerte sobrenatural los dejó helados y reanimó el ardor de sus adversarios, que les obligaron a abandonar el campo de batalla.

-Busquemos más arriba una corriente que nos aleje de aquí -dijo el doctor-. Este espectáculo me resulta vomitivo.

Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en partir, tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre los muertos y heridos y se disputaba aquella carne aún caliente, que devoraba con la mayor ansia.

-¡Qué asco! -dijo Joe-. ¡Es nauseabundo!

El Victoria se elevaba a medida que se iba dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron algún tiempo; finalmente, fue impelido hacia el sur y se apartó de aquella escena de carniceria y antropofagia.

El terreno presentaba accidentes variados, y lo surcaban numerosos cursos de agua que fluían hacia el este; sin duda eran tributarlos de esos afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual Lejean ha hecho detalles realmente curiosos.

Llegada la noche, el Victoria echó el ancla a 270 de longitud y 40 20’ de latitud septentrional, después de una travesía de ciento cincuenta millas.

XXI

Rumores extraños. – Un ataque nocturno. – Kennedy y

Joe en el árbol – Dos disparos. – ¡A mí! ¡A mí! –

Respuesta en francés. – La mañana. – El misionero. –

El plan de salvación

Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder reconocer el terreno, había enganchado el globo a un árbol muy alto, del cual distinguía a duras penas confusas formas.

Empezó su guardia a las nueve, como tenía por costumbre, y Dick le relevó a las doce.

-¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia! -recomendó el doctor.

-¿Hay alguna novedad?

-No, pero no puedo asegurar de una manera positiva dónde nos ha traído el viento, y creo haber oído debajo de nosotros vagos rumores. Un exceso de prudencia no resultará perjudicial.

-Habrás oído los gritos de algunas fieras.

-No, me ha parecido otra cosa… En fin, veremos; a la menor alarma no dejes de despertarnos.

-Duerme tranquilo.

El doctor, después de haber escuchado de nuevo con la mayor atención, sin oír nada de particular, se echó sobre su manta y no tardó en dormirse.

El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un soplo de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El Victoria, sujeto con una sola ancla, no experimentaba oscilación alguna.

Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma. Interrogaba el horizonte, y, como suele sucederles a quienes poseen un espíritu inquieto o previsor, de vez en cuando su mirada creía distinguir vagos resplandores.

Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno muy claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue más que un destello, tras el cual no volvió a ver nada.

Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que el aparato de la visión se forja en las oscuridades profundas.

Kennedy se tranquilizó y volvió a abismarse en su contemplación indecisa, cuando hendió los aires un agudo silbido.

¿Era el grito de un animal, de algún pájaro nocturno? ¿Salía de labios humanos?

Kennedy, comprendiendo la gravedad de la situacion, estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como, fueren hombres o animales, no estaban a su alcance, se limitó a comprobar que sus armas estaban cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en el espacio.

Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas formas vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el árbol y, al pálido resplandor de un rayo de luna que se filtró como un relámpago entre dos nubes, reconoció claramente a un grupo de individuos que se agitaban en la sombra.

Recordó entonces la aventura de los cinocéfalos y tocó con la mano al doctor en el hombro.

El doctor se despertó inmediatamente.

-Silencio -dijo Kennedy-, hablemos en voz baja.

-¿Ocurre algo?

-Sí; despertemos a Joe.

En cuanto Joe se levantó, el cazador refirió lo que había visto.

-¿Otra vez los malditos monos ? -dijo Joe.

-Es posible; pero debemos tomar precauciones.

-Joe y yo -dijo Kennedy- bajaremos al árbol por la escala.

-Y entretanto -respondió el doctor- yo tomaré mis medidas para poder ascender rápidamente.

-De acuerdo.

-Bajemos -dijo Joe.

-No hagáis uso de las armas mas que en último extremo; es inútil revelar nuestra presencia en estos parajes.

Dick y Joe contestaron con un ademán. Se deslizaron sin ruido hacia el árbol y se colocaron en la horquilla formada por las dos gruesas ramas donde el ancla había clavado sus uñas.

Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi sin respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la corteza y Joe asió la mano del escocés.

-¿ Oye?

-Sí; se acerca.

-¿Será una serpiente? El silbido que ha oído…

-¡No! Tenía algo de humano.

-Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me repugnan.

-El ruido aumenta -repuso Kennedy poco después.

-¡Sí! Algo sube, alguno trepa.

-Vigila este lado; yo me encargó del otro.

-Bien.

Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama que arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía él solo todo un bosque. La oscuridad, aumentada por el espeso follaje, era profunda; sin embargo, Joe, indicando a Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al oído:

-Negros.

Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a los dos viajeros.

Joe se preparó para disparar.

-Aguarda -dijo Kennedy.

Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por el baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ramas como reptiles, con lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las emanaciones de sus cuerpos, frotados con una grasa infecta.

No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y Joe, justo a la altura de la rama que ocupaban.

-¡Atención! -dijo Kennedy-. ¡Fuego!

La doble detonación retumbó como un trueno y se extinguió entre gritos de dolor. En un momento, toda la horda había desaparecido.

Pero en medio de los aullidos había sonado un grito extraño, inesperado, imposible. De una boca humana salieron estas palabras pronunciadas en francés: « ¡A mí! ¡A mí! »

Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla a toda prisa.

-¿Habéis oído? -les preguntó el doctor.

-¡Perfectamente!

-¡Un francés en manos de esos bárbaros!

-¿Un viajero?

-¡Un misionero tal vez!

-¡Pobrecillo! -exclamó el cazador-. ¡Lo están martirizando!

El doctor procuraba en vano ocultar su emoción.

-No hay duda -dijo-. Un desdichado francés ha caí do en manos de esos salvajes. Pero nosotros no partiremos sin haber hecho todo lo posible por salvarle. Al oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio inesperado, en una intervención providencial. No defraudaremos su última esperanza. ¿No es éste vuestro parecer?

-No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a obedecerte.

-En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca intentaremos liberarlo.

-Pero ¿cómo lo separaremos de esos miserables negros? -preguntó Kennedy.

-Es evidente -dijo el doctor-, por la manera que han tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. Debemos, pues, aprovecharnos de su terror; pero es preciso aguardar la madrugada para obrar, y urdir nuestro plan de salvamento según la disposición de los lugares.

-El desdichado no debe de estar lejos -dijo Joe-, porque…

~¡A mí! ¡A mí! -repitió la voz, más debilitada.

-¡Los muy bárbaros! -exclamó Joe, conmovido-. ¿Y si lo matan esta noche?

-¿Oyes, Samuel? -repuso Kennedy, cogiendo la mano del doctor-. ¿Y si lo matan esta noche?

-No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan muerte a sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del sol.

-¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche -dijo el escocés-, para llegar hasta ese desdichado?

-¡Le acompaño, señor Dick!

-¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra resolución honra vuestro corazón y vuestro valor; pero nos pondría en peligro a todos y acabaría de agravar la situación del que queremos salvar.

-¿Por qué? -replicó Kennedy-. Los salvajes están amedrentados y dispersos. No volverán.

-Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la salvación de todos. Si por casualidad te dejases sorprender, estaría todo perdido.

-Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda, qué espera?

¡Ninguna voz responde a su voz!… ¡Nadie le socorre!… ¡Debe de creer que le han engañado sus sentidos, que no ha oído nada!…

-Se le puede tranquilizar -dijo el doctor Fergusson.

Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las manos una bocina, gritó con fuerza en la lengua del extranjero.

-¡Quienquiera que sea, tenga confianza! ¡Tres amigos velan por usted!

Le respondió un aullido terrible, que sin duda ahogó la respuesta del prisionero.

-¡Le degüellan…, le van a degollar! -exclamó Kennedy-. ¡Nuestra intervención no habrá servido más que para acelerar la hora del suplicio! ¡Es preciso actuar!

-Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué pretendes hacer en medio de esta oscuridad?

-¡Oh…, si fuese de día! -exclamó Joe.

-¿Y qué harías si fuese de día? -preguntó el doctor, en un tono singular.

-Nada más sencillo, Samuel -respondió el cazador-. Bajaría a tierra y dispersaría a tiros a esa chusma.

-¿Y tú, Joe? -preguntó Fergusson.

-Yo, señor, obraría más prudentemente, haciendo llegar un aviso al prisionero para que huyera en una dirección convenida.

-¿Y cómo harías llegar el aviso?

-Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a la cual ataría una nota o simplemente hablándole en voz alta, puesto que los negros no comprenden nuestro idioma.

-Vuestros planes, amigos míos, son impracticables. La mayor dificultad para ese infortunado seria escaparse, admitiendo que llegase a burlar la vigilancia de sus verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha audacia y valiéndote del terror ocasionado por nuestras armas de fuego, tal vez tuvieras éxito; pero si tu proyecto fracasase estarías perdido y tendríamos que salvar a dos personas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas las bazas estén a nuestro favor y actuar de otra manera.

-Pero inmediatamente -replicó el cazador.

-¡Tal vez! -respondió Samuel, insistiendo en esa palabra.

-Señor, ¿sería capaz de disipar estas tinieblas?

-¿Quién sabe, Joe?

-¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le proclamaría el primer sabio del mundo.

El doctor permaneció algunos instantes silencioso y reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad, sobreexcitados por aquella situación extraordinaria. Fergusson no tardó en volver a tomar la palabra.

-He aquí mi plan -dijo-. Nos quedan doscientas libras de lastre, puesto que están aún intactos los sacos que hemos traído. Supongamos que el prisionero, extenuado evidentemente por los padecimientos, pesa tanto como cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas sesenta libras para arrojar con objeto de subir más rápidamente.

-¿Cómo piensas, pues, maniobrar? -preguntó Kennedy.

-Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitiras que si recojo al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre igual a su peso, no habré turbado en lo más mínimo el equilibrio del globo; pero entonces, si quiero realizar una ascensión rápida para ponerme fuera del alcance de esa tribu de negros, tendré que recurrir a medios más enérgicos que el soplete. Pues bien, precipitando el lastre excedente en el momento requerido, estoy seguro de subir con mucha rapidez.

-Es evidente.

-Sí, pero hay un pequeño inconveniente. Después, para bajar, tendré que perder una cantidad de gas -proporcional al exceso de lastre de que me haya desprendido. Ese gas no tiene precio, pero no se puede lamentar su pérdida cuando se trata de la salvación de un ser humano.

-Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo por salvarle.

-Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en la barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo tiempo.

-Pero, esta oscuridad…

-Oculta nuestros preparativos y no se disipará hasta que estén terminados. Procurad tener todas las armas al alcance de la mano. Tal vez sea preciso hacer fuego, para lo cual disponemos de una bala en la carabina, cuatro en las dos escopetas y doce en los dos revólveres; en total, diecisiete, que pueden dispararse en un cuarto de minuto. Aunque quizá no tengamos que armar tanto escándalo. ¿Preparados?

-Preparados -respondió Joe.

En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas cargadas.

-Bien -dijo el doctor-. Estad muy alerta. Joe queda encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de prisionero; pero que no se haga nada hasta que yo dé la orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y vuelve enseguida a la barquilla.

Joe se deslizó por el cable y reapareció a los pocos instantes. El Victoria, en libertad, flotaba en el aire, casi inmóvil.

Durante este tiempo el doctor se aseguró de que había una cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla para alimentar, en caso necesario, el soplete sin necesidad de recurrir durante algún tiempo a la acción de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores perfectamente aislados que servían para descomponer el agua; luego, tras registrar su bolsa de viaje, sacó de ella dos pedazos de carbón terminados en punta y los fijó en el extremo de cada hilo.

Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que hacía, pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su trabajo, se colocó en pie en medio de la barquilla, cogió un carbón en cada mano y acercó una punta a la otra.

De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que no podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas de carbón, y un haz inmenso de luz eléctrica disipó la oscuridad de la noche.

-¡Oh, señor! -exclamó Joe.

-¡Silencio! -ordenó el doctor.

XXII

El haz de luz. – El misionero. – Rapto en un rayo de

luz. – El sacerdote lazarista. – Poca esperanza. –

Cuidados del doctor. – Una vida de abnegación. – Paso

de un volcán

Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su poderoso rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde partían gritos de asombro; sus compañeros lanzaron hacia allí una ansiosa mirada.

El baobab sobre el cual el Victoria se mantenía casi inmóvil, se hallaba en el centro de un raso. Entre campos de sésamo y de caña de azúcar, unas cincuenta chozas, bajas y cónicas, alrededor de las cuales hormigueaba una numerosa tribu.

A cien pies debajo del globo descollaba un poste, junto al cual yacía una criatura humana, un joven de apenas treinta años, con largos cabellos negros, medio desnudo, flaco, ensangrentado, cubierto de heridas y con la cabeza inclinada sobre el pecho, como Cristo crucificado. Algunos cabellos más cortos en la coroniua indicaban aún la existencia de una tonsura casi desaparecida.

-¡Un misionero! ¡Un sacerdote! -exclamó Joe.

-¡Pobre desdichado! -respondió el cazador.

-¡Lo salvaremos, Dick! -dijo el doctor-. ¡Lo salvaremos!

Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante a una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz, experimentó, como era natural, un sobresalto indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus ojos la luz de la esperanza, y, sin comprender lo que pasaba, tendió los brazos hacia sus inesperados libertadores.

-¡Vive, vive! -exclamó Fergusson-. ¡Loado sea Dios! ¡Esos salvajes se hallan abismados en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos! ¿Estáis preparados, amigos?

-Sí, Samuel.

-Joe, apaga el soplete.

La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo casi imperceptible empujaba suavemente al Victoria encima del prisionero, al mismo tiempo que, con la contracción del gas, descendía insensiblemente. Quedó flotando en medio de las luminosas ondas por espacio de diez minutos. Fergusson envolvió a la muchedumbre en el haz centelleante que proyectaba a trechos manchas de luz, muy rápidas y vivas. La tribu, bajo el dominio de un indescriptible terror, desaparecio poco a poco en el fondo de las chozas, sin quedar ningún negro alrededor del poste. El doctor había acertado al contar con la aparición fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de sol en aquella intensa oscuridad.

La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros, sin embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que se les escapaba su víctima, aparecieron de nuevo lanzando espantosos gritos. Kennedy cogió su escopeta, pero el doctor no quiso que la disparase.

El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para tenerse en pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad hacía innecesarias las cuerdas. En el momento en que la barquilla llegó cerca del suelo, el cazador, soltando su arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió al globo; al mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las doscientas libras de lastre.

El doctor contaba con subir rápidamente, pero, contra todas sus previsiones, el globo, después de haberse elevado unos cuatro pies, permanecio inmóvil.

-¿Quién nos sujeta? -exclamó con acento de terror.

Algunos salvajes acudían lanzando feroces aullidos.

-¡Oh! -exclamó Joe, asomándose-. ¡Uno de esos malditos negros se ha colgado a la barquilla!

-¡Dick! ¡Dick! -exclamó el doctor-. ¡La caja del agua!

Dick comprendió la intención de su amigo y, levantando una de las cajas de agua, que pesaba más de cien libras, la arrojó por la borda.

El Victoria, descargado de aquel lastre, subió bruscamente trescientos pies en medio de los rugidos de la tribu, cuyo prisionero se evadía envuelto en una luz resplandeciente.

-¡Hurra! -gritaron los dos compañeros del doctor.

El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo alcanzar una altura de más de mil pies.

-¿Qué sucede? -preguntó Kennedy, a punto de perder el equilibrio.

-¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido de la barquilla -respondió tranquilamente Samuel Fergusson.

Y Joe, asomándose rápidamente, pudo aún distinguir al salvaje girar en el espacio con los brazos extendidos, y estrellarse al llegar a tierra. El doctor separó entonces los dos hilos eléctricos, y todo quedó abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la noche.

El francés, que se había desmayado, abrió por fin los ojos.

-Está usted a salvo -le dijo el doctor.

-¡A salvo! -repitió él en inglés, con una melancólica sonrisa-. ¡A salvo de una muerte cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero tengo los días contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de vida.

Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de sopor.

-Se muere -exclamó Dick.

-No, no -respondió Fergusson, inclinándose sobre él-, pero está muy débil. Acostémosle bajo la tienda.

Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas aquel pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las que aún brotaba sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el fuego habían dejado muchas y muy dolorosas huellas. El doctor convirtió un pañuelo en hilas, que aplicó sobre las llagas después de haberlas lavado con la delicadeza de un diestro médico; luego tomó de su botiquin un estimulante y vertió algunas gotas en los labios del sacerdote.

Éste abrió con dificultad la boca y apenas tuvo fuerzas para decir:

-¡Gracias! ¡Gracias!

El doctor comprendió que el enfermo necesitaba descansar, por lo que corrió las cortinas de la tienda y volvió a tomar la dirección del globo.

Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el globo había sido liberado de casi ciento ochenta libras de lastre, y por consiguiente, se mantenía sin ayuda del soplete. Al rayar el día, una corriente lo impelió con suavidad hacia el oeste-noroeste. Fergusson fue a examinar al sacerdote aletargado.

-¡Ojalá podamos conservar la vida de este companero que el Cielo nos ha enviado! -exclamó el cazador-. ¿Tienes alguna esperanza?

-Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan puro…

-¡Cuánto ha sufrido el infeliz! -dijo Joe, muy conmovido-. ¿Saben que ha acometido empresas más atrevidas que las nuestras, viniendo solo a visitar estos pueblos?

-¿Quién lo duda? -repuso el cazador.

Durante todo el día, no quiso el doctor que se interrumplese el sueño del enfermo, a pesar de que aquel sueño era un largo sopor, entrecortado por quejidos que no dejaban de inspirar a Fergusson serias inquietudes.

Al llegar la noche, el Victoria permanecía estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y Kennedy se relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la seguridad de todos.

Al día siguiente por la mañana, el Victoria había derivado algo hacia el oeste. El día se anunciaba puro y magnífico. El enfermo pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara. Éstos levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire fresco de la mañana.

-¿Cómo se encuentra? -le preguntó Fergusson.

-Mejor, creo -respondió él-. ¡Pero, mis buenos amigos, no les he visto más que como las imágenes que aparecen en un sueño! ¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que no los olvide en mis últimas oraciones.

-Somos viajeros ingleses -respondió Samuel-. Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos tenido la suerte de salvarle.

-La ciencia tiene sus héroes -dijo el misionero.

-Pero la religión tiene sus mártires -respondió el escocés.

-¿Es usted misionero? -preguntó el doctor.

-Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas. El Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero, ustedes vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he recibido en cinco años ni una sola noticia.

-¡Cinco años solo entre esos salvajes! -exclamó Kennedy.

-Son almas que hay que rescatar -dijo el joven sacerdote-. Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede civilizar e instruir.

Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le habló mucho de Francia.

Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas humedecían sus ojos. El desdichado joven estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la fiebre. El doctor le preparó algunas tazas de té, que bebió con fruicion; entonces se sintió con fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en un cielo tan puro.

-Son audaces viajeros -dijo-, y el éxito coronará su atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su patria…

Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto que fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración que duró algunas horas le tuvo como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido. Veía que aquella existencia se extinguía. ¿Tan pronto iba a perder a la víctima que habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las horribles úlceras del mártir y sacrificó la mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus ardientes miembros. Le dedicó la atención más tierna e inteligente. El enfermo renacía poco a poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la vida.

El doctor sorprendió su historia entre sus palabras entrecortadas.

-Hable su lengua materna -le había dicho-. Le fatigara menos y yo la comprendo perfectamente.

El misionero era un humilde joven bretón, nacido en la aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió por vocación la carrera eclesiástica, pero a esa vida de abnegacion quiso anadir una vida de peligro, para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san Vicente de Paúl. A los veinte años pasó de su país a las playas inhospitalarias de África. Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos, desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que pueblan los afluentes del Nilo superior. Por espacio de dos años fue rechazada su religión, desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó prisionero de una de las más crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible. Él, sin embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando. Derrotada aquella tribu en uno de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el misionero fue dado por muerto y abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos, continuó su peregrinación evangélica. Durante una temporada le tuvieron por loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida. Se familiarizó con los idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando. Recorrió aquellas bárbaras regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que viene de Dios. Un año hacía que su celo evangélico le había llevado a una tribu de nyam-nyam llamada Barafri, que es una de las más salvajes. La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos días, le había sido achacada a él, por lo que se decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía que duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto, debía terminar con la muerte al día siguiente a las doce. Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego, sintió reaccionar en él el instinto de conservación y gritó: « ¡A mí! ¡A mí! » Y creyó soñar cuando una voz venida de lo alto le dirigió palabras de consuelo.

-¡No siento morir! -añadió-. Mi vida es de Dios, y Dios dispone de ella.

-Espere -le respondió el doctor-, estamos a su lado y le salvaremos de la muerte igual que le hemos liberado del suplicio.

-No Pido tanto al Cielo -respondió el sacerdote, resignado-. ¡Bendito sea Dios por haberme concedido, antes de morir, la dicha de apretar manos amigas y oír la lengua de mi país!

El misionero se sintió desfallecer nuevamente, y el día transcurrió entre la esperanza y la zozobra. Kennedy estaba muy conmovido, y Joe volvía la cabeza para ocultar sus lágrimas.

El Victoria avanzaba poco, y el viento parecía acunar su preciosa carga.

A la caída de la tarde, Joe distinguió hacia el oeste un resplandor inmenso. Bajo latitudes más elevadas se hubiera tomado aquel resplandor por una aurora boreal. El cielo parecía una hoguera. El doctor examinó con atención el fenómeno.

-No puede ser más que un volcán en actividad -dijo.

-Pues el viento nos lleva hacia él -replicó Kennedy.

-Tranquilízate. Pasaremos a una altura considerable.

Tres horas después, el Victoria se hallaba rodeado de montañas. Su posición exacta era 250 15’ de longitud y 40 42’ de latitud. Tenía delante un cráter que vomitaba torrentes de lava derretida y arrojaba a gran altura enormes peñascos. Había arroyos de fuego líquido que se despeiíaban formando cascadas deslumbradoras. El espectáculo era magnífico, pero peligroso, porque el viento, con una fijeza constante, impelía el globo hacia aquella atmósfera incendiada.

Preciso era salvar aquel obstáculo, ante la imposibilidad de dejarlo a un lado. La espita del soplete fue abierta por completo, y el Victoria subió a una altura de seis mil pies, dejando entre el volcán y él un espacio de más de trescientas toesas.

Desde su lecho de dolor, el sacerdote moribundo pudo contemplar aquel cráter del que se escapaban con estrépito mil haces resplandecientes.

-¡Qué hermoso espectáculo! -dijo-. ¡Cuán infinito es el poder de Dios hasta en sus más terribles manifestaciones!

Aquella inmensa explosión de lava en ignicion cubría las laderas de la montaña con un verdadero tapiz de llamas. El hemisferio inferior del globo resplandecía en la noche, y un calor tórrido subía hasta la barquilla. El doctor Fergusson decidió que era preciso huir pronto de aquella atmósfera peligrosa.

Hacia las diez de la noche, la montaña no era más que un punto rojo en el horizonte y el Victoria proseguía tranquilamente su viaje por una zona menos elevada.

XXIII

Cólera de Joe. – La muerte de un justo. – Velatorio del

cadáver. – Arzidez. – El entierro. – Los trozos de

cuarzo. – Fascinación de Joe. – Un lastre precioso. –

Localización de las montañas auríferas. – Principio de

desesperación de Joe

La noche tendió sobre la tierra el más magnífico de sus mantos. El sacerdote se durmió, sumido en una postración pacífica.

-¡No volverá en sí! -dijo Joe-. ¡Pobre joven! ¡Treinta años apenas!

-¡Morirá en nuestros brazos! -dijo el doctor con desesperación -. Su respiración se debilita mas y mas, y nada puedo hacer yo para salvarle.

-¡Malvados! -exclamó Joe, que sentía de vez en cuando arrebatos de cólera-. ¡Cuando pienso que el infeliz aún ha tenido palabras para compadecerles, para excusarles y para perdonarles … !

-El Cielo le concede una hermosa noche, Joe, tal vez su última noche. Ya no sufrirá mucho; su muerte no será más que un pacífico sueño.

El moribundo pronunció algunas palabras entrecortadas y el doctor se acercó a él. La respiración del enfermo se hacía difícil; el joven pedía aire. Levantaron enteramente las cortinas, y él aspiró con deleite la ligera brisa de aquella noche clara; las estrellas le dirigían su temblorosa luz, y la luna le envolvía en el blanco sudario de sus rayos.

-¡Amigos míos -dijo con voz débil- me muero! ¡Que el Dios que recompensa les conduzca a puerto! ¡Que les pague por mí mi deuda de reconocimiento!

-No pierda la esperanza -le respondió Kennedy-. Lo que siente no es más que un abatimiento pasajero. ¡No va a morir! ¿Se puede morir en una noche de verano tan hermosa?

-¡La muerte está aquí! -respondió el misionero-. ¡Lo sé! ¡Déjenme mirarla a la cara! La muerte, principio de la eternidad, no es mas que el fin de las tribulaciones de la tierra. ¡Pónganme de rodillas, hermanos, se lo suplico!

Kennedy lo levantó. Lástima daba ver aquellos miembros sin fuerza que se doblaban bajo su propio peso.

~¡Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó el apóstol moribundo-. ¡Ten piedad de mí!

Su semblante resplandeció. Lejos de la tierra cuyas alegrías no había conocido jamás, en medio de una noche que le enviaba sus más suaves claridades, en el camino del cielo hacia el cual se elevaba en una ascensión milagrosa, parecía ya revivir una nueva existencia.

Su último movimiento fue una bendicion suprema a sus amigos de un día. Después cayó en brazos de Kennedy, cuyo semblante estaba inundado de lágrimas.

-¡Muerto! -exclamó el doctor, inclinándose sobre él-. ¡Muerto! -Y los tres amigos se arrodillaron a la vez para orar en voz baja-. Mañana por la mañana -dijo después Fergusson- le daremos sepultura en esta tierra de África regada con su sangre.

Durante el resto de la noche, el doctor, Kennedy y Joe velaron sucesivamente el cadáver, y ni una sola palabra turbó su religioso silencio. Los tres derramaban abundantes lágrimas.

Al día siguiente el viento venía del sur, y el Victoria avanzaba lentamente sobre una vasta meseta montañosa, sembrada de cráteres apagados y yermas hondonadas, sin una gota de agua en sus áridas crestas. Montones de rocas, cantos rodados y margueras blanquecinas denotaban una esterilidad profunda.

Hacia mediodía, el doctor, para sepultar el cadáver, resolvió bajar a una hondonada, en medio de rocas plutónicas de formación primitiva. Tenía que buscar un refugio en las montañas circundantes para llegar a tierra, pues no había ni un solo árbol donde poder enganchar el ancla.

Sin embargo, tal como le había explicado a Kennedy, el lastre de que se desprendiera para salvar al sacerdote no le permitía ahora descender sin desprenderse de una cantidad proporcional de gas, por lo que tuvo que abrir la válvula del globo exterior. El hidrógeno salió, y el Victoria bajó tranquilamente hacia la hondonada.

Apenas la barquilla llegó al suelo, el doctor cerró la válvula; Joe saltó a tierra y, agarrándose con una mano a la barquilla, con la otra recogió los pedruscos necesarios para reemplazar su peso; entonces, quedándose ya libre de las dos manos, pudo en muy poco tiempo meter en la barquilla más de quinientas libras de piedras, que permitieron al doctor y a Kennedy desembarcar a su vez, sin que la fuerza ascensional del globo fuese suficiente para levantarlo.

No se necesitaron para mantener el equilibrio del Victoria tantas piedras como pudiera presumirse, ya que las recogidas por Joe pesaban extraordinariamente, lo cual llamó la atención del doctor. El suelo estaba completamente sembrado de cuarzo y de rocas porfídicas.

«He aquí un singular descubrimiento», se dijo mentalmente, mientras a pocos pasos de distancia Kennedy y Joe escogían un sitio a propósito para abrir la fosa.

Aquel barranco encajonado era como una especie de horno donde hacía un calor insoportable. Los abrasadores rayos del sol de mediodía caían a plomo.

Fue preciso limpiar el terreno de los fragmentos de roca que lo cubrían; luego cavaron un hoyo bastante profundo para poner el cadáver fuera del alcance de las fieras.

Allí depositaron con respeto los restos mortales del mártir. Luego le echaron tierra encima y formaron con rocas una especie de tumba. El doctor, sin embargo, permanecía inmóvil y abismado en sus reflexiones. No oía la llamada de sus compañeros ni buscaba una sombra para guarecerse del calor del día.

-¿En qué piensas, Samuel? -le preguntó Kennedy.

-En un extraño contraste de la naturaleza, en un singular efecto del azar. ¿Sabéis en qué tierra ha encontrado su sepultura ese hombre abnegado y pobre por vocación?

-¿Qué quieres decir, Samuel? -preguntó el escocés.

-¡Ese sacerdote, que había hecho voto de pobreza, reposa ahora en una mina de oro!

-¡Una mina de oro! -exclamaron Kennedy y Joe.

-Una mina de oro -respondió tranquilamente el doctor-. Las piedras que pisáis como si careciesen de valor son mineral de una gran pureza.

-¡Imposible! ílmposible! –repitió Joe.

-Si escarbarais en estas hendiduras de esquisto arcilloso, no tardaríais mucho en encontrar pepitas importantes.

Joe se precipitó como un loco sobre aquellos fragmentos dispersos, y Kennedy no estuvo lejos de imitarle.

-Cálmate, mi buen Joe -le dijo su señor.

-Señor, eso es muy fácil de decir.

-¡Cómo! Un filósofo de tu temple…

-No, señor; no hay filosofía que valga.

-¡Veamos! Reflexiona un poco. ¿De qué nos serviría toda esta riqueza? No podemos llevárnosla.

-¿No podemos llevárnosla? ¿Por qué no?

-Pesa demasiado para nuestra barquilla. No quería participarte este descubrimiento por miedo a excitar tu codicia.

-¡Cómo! -dijo Joe-. ¡Abandonar estos tesoros! ¡Una fortuna que es nuestra, muy nuestra, y desperdiciarla!

-¡Cuidado, amigo! ¿Se habrá apoderado de ti la fiebre del oro? ¿Acaso ese muerto que acabamos de enterrar no te ha enseñado el valor de las cosas humanas?

-Es cierto -respondió Joe-. ¡Pero el oro es oro! ¿No me ayudará señor Kennedy, a recoger unos cuantos millones?

-¿Qué haríamos con ellos, mi pobre Joe? -dijo el cazador, sin poder dejar de sonreír-. No hemos venido aquí a hacer fortuna y debemos volver sin ella.

-Los millones pesan mucho -repuso el doctor-, y no se meten en el bolsillo tan fácilmente.

-De todas formas -respondió Joe, acorralado en sus últimas trincheras-, ¿no podemos, en lugar de arena, cargar este mineral como lastre?

-Consiento en ello -dijo Fergusson-. Pero avinagrarás mucho el gesto cuando tengamos que desprendernos de algunos miles de libras.

-¡Miles de libras! –repuso Joe-. ¿Es posible que esto sea oro?

-Sí, amigo mío, es un depósito donde la naturaleza ha acumulado sus tesoros por espacio de siglos, y hay suficiente para enriquecer países enteros. Una Australia y una California reunidas en el fondo de un desierto.

-¿Y no se aprovechará nada?

-¡Tal vez! En cualquier caso, haré algo para consolarte.

-Difícil será -replicó Joe, contrito y mustio.

-Tomaré la situación exacta de este sitio y te la daré. Al regresar a Inglaterra, tú la darás a conocer a tus conciudadanos, si crees que tanto oro puede hacerlos felices.

-Veo, señor, que tiene razón. Me resigno, ya que no puedo hacer otra cosa. Llenemos la barquilla de este precioso mineral, y lo que quede a la conclusión de nuestro viaje, eso ganaremos.

Y Joe puso manos a la obra con tanto afán que no tardó en reunir casi mil libras en fragmentos de cuarzo, dentro del cual se halla encerrado el oro como en una ganga de gran dureza.

El doctor sonreía y le dejaba hacer mientras él realizaba su estima, de la cual resultó que la mina que servía de tumba al misionero se hallaba a 220 23’ de longitud y 40 55" de latitud septentrional.

Después, dirigiendo una última mirada al montículo de tierra bajo el cual descansaba el cuerpo del pobre francés, volvió a la barquilla.

Hubiera querido poner una tosca y modesta cruz sobre a aquella tumba abandonada en medio de los desiertos de África, pero no había en las cercanías ni un miserable arbusto.

-Dios la reconocerá -dijo.

Una preocupación bastante seria ocupaba también la mente de Fergusson. El doctor habría dado todo aquel oro por hallar un poco de agua con que reemplazar la que había echado con la caja cuando el negro se colgó de la barquilla. Pero eso era imposible en aquellos terrenos áridos, lo que le tenía muy inquieto. Obligado a alimentar incesantemente el soplete, empezaba a escasear la destinada a beber, y se propuso no desperdiciar ninguna ocasión de renovar su reserva.

Al volver a la barquilla, la encontró casi enteramente ocupada por las piedras del ávido Joe. No dijo, sin embargo, una palabra. Kennedy ocupó también su sitio habitual, y Joe los siguió a ambos, no sin dirigir una mirada codiciosa a los tesoros que quedaban en el barranco.

El doctor encendió el soplete; el serpentín se calentó, la corriente de hidrógeno se estableció a los pocos minutos y el gas se dilató; sin embargo, el globo permaneció inmóvil.

Joe le veía actuar con inquietud y no decía esta boca es mía.

-Joe -dijo el doctor.

Joe no respondió.

-¿Me oyes, Joe?

Joe dio a entender que oía, pero que no quería comprender.

-¿Quieres hacerme el favor -repuso Fergusson- de arrojar algunas piedras?

-Pero, señor, usted me ha permitido…

-Te he permitido reemplazar el lastre, eso es todo.

-Sin embargo…

-¿Acaso pretendes que nos quedemos eternamente en este desierto?

Joe dirigió una mirada de desesperación a Kennedy, pero éste se encogió de hombros dándole a entender que era preciso resignarse.

-¿Y bien, Joe?

-¿Es que no funciona el soplete? -insistió el muchacho con obstinación.

-Está encendido, ¿no lo ves? Pero el globo no se elevará mientras no lo aligeres un poco.

Joe se rascó una oreja, cogió un pedazo de cuarzo, el menor de cuantos había, lo sopesó una y otra vez y, por fin, lo arrojó con la mayor repugnancia. Pesaría una tres o cuatro libras.

El Victoria permaneció inmóvil.

-¿Todavía no subimos?

-Todavía no -respondió el doctor-. Sigue echando lastre.

Kennedy se reía. El joven tiró unas diez libras más pero el globo seguía sin moverse. Joe se puso pálido.

-Mi querido muchacho -dijo Fergusson-, Dick, tú y yo pesamos, si no me equivoco unas cuatrocientas libras; es preciso, por consiguiente, que nos desprendamos de un peso igual al nuestro.

-¡Echar cuatrocientas libras! -exclamó Joe, aterrorizado.

-Y algo más, si hemos de subir. ¡Ánimo!

El digno muchacho, exhalando profundos suspiros, empezó a echar lastre. De vez en cuando se detenía.

-¡Subimos! -exclamaba.

-No subimos -le respondía invariablemente el doctor.

-Ya se mueve -decía unos instantes después.

-Sigue echando -repetía Fergusson.

-¡Sube! Estoy seguro de ello.

-Sigue echando -replicaba Kennedy.

Entonces, Joe, cogiendo con desesperacion un último pedrusco, lo arrojó fuera de la barquilla. El Victoria se elevó unos cien pies y, con ayuda del soplete, no tardó en alejarse de las cumbres de las montañas circundantes.

-Ahora, Joe -dijo el doctor-, si conseguimos conservar esta provisión de lastre hasta la conclusión del viaje, te quedará una buena fortuna y serás rico el resto de tu vida.

Joe no respondió una palabra y se tumbó sobre su lecho mineral.

-Ya ves, mi querido Dick -prosiguió el doctor Fergusson-, el poder que ejerce ese metal en un buen sujeto como Joe. ¡Cuántas pasiones, cuán sórdidas avaricias, qué crímenes tan atroces engendraría el conocimiento de una mina semejante! Resulta realmente triste.

Por la noche, el Victoria había avanzado noventa millas al oeste y se encontraba a mil cuatrocientas millas de Zanzíbar en línea recta.

XXIV

El viento cesa. – Las inmediaciones del desierto. – El

inventario de la provisión de agua. – Las noches del

ecuador. – Inquietudes de Samuel Fergusson. – La

verdadera situación. – Enérgicas respuestas de Kennedy

y Joe. – Otra noche

El Victoria, sujeto a un árbol solitario y casi seco, pasó una noche absolutamente tranquila. Los viajeros, abrumados por los tristes recuerdos de los últimos días, pudieron conciliar el sueño que tanto necesitaban.

Al amanecer, el cielo recobró su brillante limpidez y su calor. El globo se elevó por los aires, y tras varias tentativas infructuosas, encontró una corriente que, aunque poco rápida, le impelió hacia el noroeste.

-No adelantamos nada -dijo el doctor-. Si no me equivoco en cosa de diez días hemos realizado la mitad de nuestro viaje; pero, al paso que vamos, necesitaremos meses para llegar a su término. Y, teniendo en cuenta que empieza a escasear el agua, la cuestión resulta bastante fastidiosa.

-Encontraremos agua -respondió Dick-; es imposible que en un-país tan extenso no haya algún río, algún arroyo o algún estanque.

-Así lo deseo.

-¿No será el cargamento de Joe el que retarda nuestra marcha?

Kennedy, al hablar así, quería ver la cara que ponía el muchacho y divertirse a su costa, como si a él no se le hubiesen ido también los ojos tras el oro, aunque supo ocultar a tiempo su codicia.

Joe le dirigió una mirada suplicante. El doctor no estaba de humor para chanzas, pensando únicamente con secreto terror en las inmensas soledades del Sáhara, en el que las caravanas pasan semanas enteras sin encontrar un pozo donde apagar la sed devoradora. Examinaba con la mayor atención todas las depresiones de la tierra.

Estas precauciones y los últimos incidentes habían modificado de una manera sensible la disposición de ánimo de los tres viajeros. Hablaban menos y se quedaban más absortos en sus propios pensamientos.

El digno Joe no era el mismo hombre desde que su mirada se había sumergido en un océano de oro. Guardaba silencio y miraba con avidez las piedras amontonadas en la barquilla, que, aunque en aquel momento carecían de valor, lo adquirirían más adelante.

Además, el aspecto de aquella parte de África era inquietante. Empezaba el desierto. No se veía ni una aldea, ni un grupo insignificante de chozas. La vegetación languidecía. Distinguíanse apenas unas cuantas plantas sin fuerza para desarrollarse, como en los terrenos brezosos de Escocia, algunas arenas blanquecinas y piedras calcinadas, algunos lentiscos y matorrales espinosos. En medio de aquella esterilidad, el rudimentario armazón del planeta aparecía en forma de agudas y afiladas aristas de roca. Aquellos síntomas de aridez daban mucho que pensar al doctor Fergusson.

No parecía que caravana alguna hubiese cruzado jamás aquella comarca desierta. No se vislumbraba ningún vestigio de campamento, ni blancas osamentas de hombres o animales. ¡Nada! Y todo indicaba que un arenal inmenso sucedería a aquella región desolada.

Sin embargo, no se podía retroceder. Había que seguir adelante, y el doctor no aspiraba a otra cosa. Hubiera deseado una tempestad que lo alejase de aquella región. ¡Y ni una nube en el cielo! Al final de la jornada el Victoria apenas había avanzado treinta millas.

¡Si no hubiese escaseado el agua! ¡Pero no quedaban más que tres galones en total! Fergusson separó uno destinado a apagar la ardiente sed que un calor de 900 hacía insoportable. Quedaban, pues, dos galones para alimentar el soplete, los cuales no podían producir más que cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas, y como el soplete consumía unos nueve pies cúbicos por hora, sólo había gas suficiente para cincuenta y cuatro horas. El cálculo era rigurosamente matemático.

-¡Cincuenta y cuatro horas! -dijo a sus compañeros-. Y como estoy totalmente resuelto a no viajar durante la noche para no exponerme a pasar por alto un arroyo, un manantial o un pantano, nos quedan tres días y medio de viaje, durante los cuales es preciso encontrar agua a toda costa. He creído, anugos mios, que es mi deber poner en vuestro conocimiento esta grave situación, pues no reservo más que un solo galón para apagar nuestra sed y forzoso será que nos sometamos a una ración severa.

-Como quieras -respondió el cazador-, pero aún no ha llegado el momento de entregarnos a la desesperación. ¿No has dicho que todavía nos queda agua para tres días?

-Sí, amigo Dick.

-Pues bien, como nuestros lamentos serían inútiles, dentro de tres días tomaremos una decision; entretanto, redoblemos la vigilancia.

En la cena de aquel mismo día se midió estrictamente el agua. Verdad es que se aumentó la cantidad de aguardiente en los grogs, pero había que desconfiar de aquel licor, mas propio para aumentar la sed que para apagarla.

La barquilla descansó durante la noche sobre una inmensa meseta que presentaba una depresión considerable. Su altura era apenas de ochocientos pies sobre el nivel del mar. Esta circunstancia hizo concebir alguna esperanza al doctor, recordándole la presunción de los geógrafos acerca de la existencia de una vasta extensión de agua en el centro de África. Pero aun en el supuesto de que el lago existiese, había que llegar a él, y no se producía modificación alguna en aquel cielo inmóvil.

A la noche, apacible y magníficamente estrellada, le sucedieron los ardientes rayos de sol de un día inmutable. La temperatura fue abrasadora desde que rayó el alba. A las cinco de la mañana, el doctor dio la señal de marcha, y durante bastante tiempo el Victoria permaneció estancado en una atmósfera de plomo.

El doctor habría podido librarse de aquel calor intenso elevándose a zonas superiores, pero hubiera tenido que consumir una cantidad mayor de agua, lo que entonces era imposible. Se contentó, pues, con mantener el globo a cien pies del suelo; allí, una corriente harto débil lo empujaba lentamente hacia el horizonte occidental.

El almuerzo se compuso de un poco de cecina y de pemmican. Hacia mediodía, el Victoria apenas había recorrido unas cuantas millas.

-No podemos ir más deprisa -dijo el doctor-. Nosotros no mandamos, obedecemos.

-Amigo Samuel -repuso el cazador-, he aquí una ocasion en que un propulsor vendría a pedir de boca.

-Sin duda, Dick; admitiendo, sin embargo, que no requiriese agua para ponerse en movimiento, pues de lo contrario la situación sería exactamente la misma. Además, hasta ahora no se ha inventado nada que sea practicable. Los globos se hallan aún en el punto en que se hallaban los buques antes de la invención del vapor. Seis mil años se tardó en idear las ruedas y las hélices; tenemos, pues, para rato.

-¡Maldito calor! -exclamó Joe, que sudaba a mares.

-Si tuviésemos agua, este calor nos serviría de algo, porque dilata el hidrógeno del aeróstato y se necesita una llama menos viva en el serpentín. Verdad es que, si tuviésemos agua, no tendríamos necesidad de economizarla. ¡Maldito sea el salvaje que nos ha costado la preciosa caja!

-¿Te arrepientes de lo que has hecho, Samuel?

-No, Dick, puesto que hemos podido sustraer a un desgraciado de una muerte horrible. Pero las cien libras de agua que arrojamos nos serían muy útiles, pues tendríamos doce o trece días de marcha asegurada, suficiente sin duda para atravesar el desierto.

-¿No estamos, por lo menos, a la mitad del viaje? -preguntó Joe.

-En distancia, sí; pero no en duración, si el viento nos abandona. Y el viento tiende a cesar completamente.

-Señor -repuso Joe-, no nos quejemos; hasta ahora nos las hemos arreglado perfectamente, y a mi, por mas que me empeñe, me es imposible desesperarme. Hallaremos agua, se lo digo yo.

De milla en milla se deprimía el terreno, y las ondulaciones de las montañas auríferas morían en la llanura, siendo las últimas prominencias de una naturaleza extenuada. Hierbas dispersas reemplazaban los hermosos árboles del este; algunas fajas de un verdor alterado luchaban contra la invasión de las arenas; y enormes rocas caídas de las lejanas cumbres, haciéndose pedazos al caer, se desparramaban en agudos guijarros, que pronto se convertirían en tosca arena y mas adelante en impalpable polvo.

-He aquí África tal como tú te la imaginabas, Joe; tenia yo razon cuando te decía: ¡Aguarda!

-¿Y qué, señor? -replicó Joe-. Esto, al menos, es lo natural. ¡Calor y arena! Absurdo sería buscar otra cosa en un pais semejante. Yo -añadió, riendo- no confiaba en sus bosques y praderas, que me parecieron siempre un contrasentido. No valía la pena venir de tan lejos para encontrar la campiña de Inglaterra. Ahora es la primera vez que creo estar en África, y no siento conocerla de cerca.

Al anochecer el doctor comprobó que el Victoria, durante aquel día bochornoso, no había recorrido ni veinte millas. Una oscuridad caliente lo envolvió una vez que el sol hubo desaparecido detrás de un horizonte trazado con la limpieza de una línea recta.

El día siguiente, 1 de mayo, era jueves; pero los días se sucedían con una monotonía desesperante. Cada mañana era idéntica a la que había precedido; el mediodía lanzaba siempre con igual profusión los mismos rayos inagotables, y la noche condensaba en su sombra el calor disperso que el día siguiente debía legar a la siguiente noche. El viento, apenas perceptible, parecía más una aspiracion que un soplo, y se podía presentir el instante en que hasta aquel aliento cesaría.

El doctor lograba reaccionar contra la tristeza de aquella situación; conservaba la calma y la sangre fría de un corazon aguerrido. Con un anteojo en la mano, interrogaba todos los puntos del horizonte; veía decrecer imperceptiblemente las últimas colinas y borrarse la última vegetación, mientras que ante él se extendía toda la inmensidad del desierto.

La responsabilidad que pesaba sobre él le afectaba mucho, aunque sabía disimularlo. Aquellos dos hombres, Dick y Joe, ambos amigos, habían sido arrastrados por él, casi por la fuerza de la amistad o del deber. ¿ Había obrado bien? ¿No había entrado en vías prohibidas? ¿No intentaba en aquel viaje traspasar los límites de lo imposible? ¿No habría Dios reservado a siglos muy posteriores el conocimiento de aquel continente ingrato?

Todos estos pensamientos, como sucede en las horas de desaliento, se multiplicaban en su cabeza, y, por una irresistible asociación de ideas, le llevaban más allá de la lógica y el raciocinio. Después de constatar lo que no debió hacer, se preguntaba lo que debía hacer en aquel momento. ¿Sería imposible volver sobre sus pasos? ¿No había corrientes superiores que le llevaran hacia comarcas menos áridas? Conocía la zona que habían atravesado, pero no aquella hacia la que se dirigían, por lo que su conciencia le hizo tomar la resolución de abrirse a sus compañeros, exponiéndoles la situación sin tapujos. Les mostró el camino recorrido y el que quedaba aún por recorrer; en rigor, se podía retroceder, o al menos intentarlo, y deseaba conocer su opinion.

-Yo no tengo otra opinión que la de mi señor -respondió Joe-. Lo que él sufra, yo puedo sufrirlo mejor que él. A donde él vaya, yo iré.

-¿Y tú, Kennedy?

-Yo, mi querido Samuel, no soy hombre que se desespere; nadie era más consciente que yo de los peligros de la empresa, pero decidí ignorarlos cuando vi que tú los afrontabas. Así pues, estoy contigo en cuerpo y alma. En la actual situación soy del parecer de que debemos perseverar, ir hasta el fin. Además, no me parece que retrocediendo fuesen menores los peligros. Adelante, pues, y cuenta con nosotros.

-¡Gracias, mis dignos amigos! -respondió el doctor, verdaderamente conmovido-. Conocía vuestra adhesión, pero tenía necesidad de que vuestras palabras me alentasen. ¡Gracias, gracias!

Y los tres se estrecharon la mano con efusión.

-Oídme -prosiguió Fergusson-. Según mis cálculos, no nos hallamos a más de trescientas millas del golfo de Guinea. El desierto no puede, pues, extenderse indefinidamente, puesto que la costa está habitada y reconocida hasta cierta profundidad tierra adentro. Si es necesario, nos dirigiremos hacia dicha costa, y es imposible que no encontremos algún oasis, algún pozo donde renovar nuestra provisión de agua. Pero lo que nos falta es viento; sin él nos hallamos retenidos en el aire por una calma chicha.

-Aguardemos con resignación -dijo el cazador.

Pero todos interrogaron en vano al espacio durante aquel interminable día. Nada apareció que pudiese hacer concebir una esperanza. Los últimos movimientos de la tierra desaparecieron al ponerse el sol, cuyos rayos horizontales se prolongaron en largas líneas de fuego sobre aquella inmensa llanura. Era el desierto.

Los viajeros, pese a haber recorrido una distancia no superior a quince millas, habían consumido, lo mismo que el día anterior, ciento treinta y cinco pies cúbicos de gas para alimentar el soplete, y de ocho pintas de agua tuvieron que sacrificar dos para apagar una sed devoradora.

La noche transcurrió tranquila, demasiado tranquila. El doctor no durmió.

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