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Julio Verne – Cinco semanas en globo (página 6)


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XXXI

Partida durante la noche. – Los tres. – Los instintos de

Kennedy. – Precauciones. – El curso del Chari. – El

lago Chad. – El agua del lago. – El hipopótamo. – Una

bala perdida

Hacia las tres de la mañana, Joe, que estaba de guardia, vio que el globo se alejaba de la ciudad. El Victoria volvía a emprender su marcha. Kennedy y el doctor se despertaron.

Este último consultó la brújula y reconoció con satisfacción que el viento los llevaba hacia el norte-nordeste.

-Estamos de suerte -dijo-, todo nos sale a pedir de boca; hoy mismo descubriremos el lago Chad.

-¿Es una gran extensión de agua? -preguntó con interés el señor Kennedy.

-Considerable, amigo Dick; en algunos puntos puede llegar a medir ciento veinte millas tanto de largo como de ancho.

-Pasear sobre una alfombra líquida dará un poco de variedad a nuestro viaje.

-Me parece que no tenemos motivo de queja. Nuestro viaje es muy variado y, sobre todo, lo hacemos en las mejores condiciones posibles.

-Sin duda, Samuel; si exceptuamos las privaciones del desierto, no hemos corrido ningún peligro grave.

-Cierto es que nuestro valiente Victoria se ha portado siempre a las mil maravillas. Partimos el dieciocho de abril y hoy estamos a doce de mayo. Son veinticinco días de marcha. Diez días más y habremos llegado.

-¿Adónde?

-No lo sé; pero ¿qué nos importa?

-Tienes razón, Samuel. Confiemos a la Providencia la tarea de dirigirnos y de mantenernos sanos y salvos. Nadie diría que hemos atravesado los países más pestilentes del mundo.

-Porque nos hemos podido elevar y nos hemos elevado.

-¡Vivan los viajes aéreos! -exclamó Joe-. Después de veinticinco días, nos hallamos rebosantes de salud, bien alimentados y bien descansados; demasiado tal vez, porque mis piernas empiezan a entumecerse y no me vendría mal hacer a pie unas treinta millas para estirarlas un poco.

-Te darás ese gustazo en las calles de Londres, Joe. Ahora diré, para concluir, que al partir éramos tres, como Denham, Clapperton y Overweg, y como Barth, Richardson y Vogel, y que, más dichosos que nuestros predecesores, seguimos siendo tres, Sin embargo, es importantísimo que no nos separemos. Si, hallándose en tierra uno de nosotros, el Victoria tuviese que elevarse de pronto para evitar un peligro súbito e imprevisto, ¿quién sabe si le volveríamos a ver? A Kennedy se lo digo, pues no me gusta que se aleje con el pretexto de cazar.

-Me permitirás, sin embargo, amigo Samuel, que siga con mi capricho; no hay ningún mal en renovar nuestras provisiones. Además, antes de partir me hiciste entrever una serie de soberbias cacerías, y hasta ahora he avanzado muy poco por la senda de los Anderson y de los Cumming.

-O tienes muy poca memoria, amigo Dick, o la modestia te obliga a olvidar tus proezas. Me parece que, sin contar la caza menor, pesan ya sobre tu conciencia un antílope, un elefante y dos leones.

-¿Y qué es eso para un cazador africano que ve pasar por delante de su fusil todos los animales de la creación? ¡Mira, mira qué manada de jirafas!

-¡Jirafas! -exclamó Joe-. ¡Si son del tamaño del puño!

-Porque estamos a mil pies de altura. De cerca verías que son tres veces más altas que tú.

-¿Y qué dices de esa manada de gacelas? -repuso Kennedy-. ¿Y de esos avestruces que huyen con la rapidez del viento?

-¡Avestruces! -exclamó Joe-. Son gallinas, y aún me parece exagerar bastante.

-Veamos, Samuel, ¿no podríamos acercarnos?

-Sí podemos, Dick, pero no tomar tierra. ¿Y qué sentido tiene herir a unos animales que no hemos de poder coger? Si se tratara de matar a un león, un tigre o una hiena, lo comprendería; siempre sería una bestia peligrosa menos. Pero matar a un antílope o una gacela, sin más provecho que la vana satisfacción de tus instintos de cazador, no merece la pena. Así pues, amigo mío, nos mantendremos a cien pies del suelo, y si distingues alguna fiera obtendrás nuestros aplausos hiriéndola de un balazo en el corazón.

El Victoria bajó poco a poco, pero se mantuvo a una altura tranquilizadora. En aquella comarca salvaje y muy poblada era menester estar siempre en guardia contra peligros inesperados.

Los viajeros seguían directamente el curso del Chari, cuyas encantadoras márgenes desaparecían bajo las sombrías arboledas de variados matices. Lianas y plantas trepadoras serpenteaban en todas direcciones y formaban curiosos entrelazamientos. Los cocodrilos retozaban al sol o se zambullían en el agua ligeros como lagartos, y se acercaban, como jugando, a las numerosas islas verdes que rompían la corriente del río.

Así pasaron sobre el distrito de Maffatay, con el cual tan pródiga y espléndida ha sido la naturaleza. Hacia las nueve de la mañana, el doctor Fergusson y sus amigos alcanzaron la orilla meridional del lago Chad.

Allí estaba aquel mar Caspio de África, cuya existencia se relegó por espacio de mucho tiempo a la categoría de las fábulas, aquel mar interior al que no habían llegado más expediciones que la de Denham y la de Barth.

El doctor intentó fijar la configuración actual, muy diferente de la que presentaba en 1847. En efecto, no es posible trazar de una manera definitiva el mapa de ese lago rodeado de pantanos fangosos y casi infranqueables donde Barth creyó perecer. De un año a otro, aquellas ciénagas, cubiertas de espadafías y de papiros de quince pies de altura, desaparecen bajo las aguas del lago. Con frecuencia, las poblaciones ribereñas también quedan semisumergidas, como le sucedió a Ngornu en 1856; en la actualidad, los hipopótamos y los caimanes se zambullen donde antes se alzaban las casas.

El sol derramaba sus deslumbradores rayos sobre aquellas aguas tranquilas, y al norte los dos elementos se confundían en un mismo horizonte.

El doctor quiso comprobar la naturaleza del agua, que por espacio de mucho tiempo se creyó salada. No había ningún peligro en acercarse a la superficie del lago, y la barquilla descendió hasta rozar el agua como una golondrina.

Joe metió una botella y la sacó medio llena. El agua tenía cierto gusto de natrón que la hacía poco potable.

En tanto que el doctor anotaba el resultado de su observación, a su lado sonó un disparo. Kennedy no había podido resistir el deseo de enviarle una bala a un gigantesco hipopótamo. Éste, que respiraba tranquilamente, desapareció al oírse el estampido, sin que la bala cónica hiciese en él ninguna mella.

-Mejor hubiera sido clavarle un arpón -dijo Joe.

-¿Y dónde está el arpón?

-¿Qué mejor arpón que cualquiera de nuestras anclas? Para un animal semejante, un ancla es el anzuelo apropiado.

-¡Caramba! Joe ha tenido una idea… -dijo Kennedy.

-A la cual os suplico que renunciéis -replicó el doctor-. El animal nos arrastraría muy pronto a donde nada tenemos que hacer.

-Sobre todo, ahora que conocemos la calidad del agua del Chad. ¿Y es comestible ese pez, señor Fergusson?

-Tu pez, Joe, es un mamífero del género de los paquidermos, y su carne, según dicen excelente, es objeto de un activo comercio entre las tribus ribereñas del lago.

-Siento, pues, que el disparo del señor Dick no haya tenido mejor éxito.

-El hipopótamo sólo es vulnerable en el vientre y entre los muslos. La bala de Dick no le ha causado la menor impresión. Si el terreno me parece propicio, nos detendremos en el extremo septentrional del lago; allí, Kennedy podrá hacer de las suyas y desquitarse.

-¡De acuerdo! -dijo Joe-. Que cace el señor Dick algún hipopótamo; me gustana probar la carne de ese anfibio. No me parece natural penetrar hasta el centro de África para vivir de chochas y perdices como en Inglaterra.

XXXII

La capital de Bornu. – Las islas de los biddiomahs. –

Los quebrantahuesos. – Las inquietudes del doctor. –

Sus precauciones. – Un ataque en el aire. – La

envoltura destrozada. – La caída. – Sacrificio sublime.

– La costa septentrional del lago

Desde su llegada al lago Chad el Victoria había encontrado una corriente, que se inclinaba más al oeste. Algunas nubes moderaban el calor del día; además, circulaba un poco de aire en aquella inmensa extensión de agua. Sin embargo, hacia la una, el globo, tras cruzar en diagonal aquella parte del lago, se internó en las tierras por espacio de siete u ocho millas.

El doctor, al principio algo contrariado por esta dirección, ya no pensó en quejarse de ella cuando distinguió la ciudad de Kuka, la célebre capital de Bornu, rodeada de murallas de arcilla blanca; unas mezquitas bastante toscas se alzaban pesadamente por encima de esa especie de tablero de damas que forman las casas árabes. En los patios de las casas y en las plazas públicas crecían palmeras y árboles de caucho, coronados por una cúpula de follaje de más de cien pies de ancho. Joe comentó que el tamaño de aquellos parasoles guardaba proporción con la intensidad de los rayos de sol, lo que le permitió sacar conclusiones muy halagüefías para la Providencia.

Kuka está formada por dos ciudades distintas, separadas por el dendal, un paseo de trescientas toesas de ancho, a la sazón atestado de transeúntes a pie y a caballo. A un lado se encuentra la ciudad rica, con sus casas altas y aireadas, y al otro la ciudad pobre, triste aglomeración de chozas bajas y cónicas, donde pulula una población indigente, porque Kuka no es ni comercial ni industrial.

Kennedy encontró en aquellas dos ciudades, perfectamente diferenciadas, cierta semejanza con un Edimburgo que se extendiera en un llano.

Pero los viajeros no pudieron dedicar a Kuka más que una mirada muy rápida, porque con la inestabilidad característica de las corrientes de aquella comarca, un viento contrario sobrevino de pronto y los arrastró por espacio de unas cuarenta millas sobre el Chad.

Entonces se les presentó un nuevo panorama. Podían contar las numerosas islas del lago, habitadas por los biddiomahs, sanguinarios piratas no menos temidos que los tuaregs del Sahara. Aquellos salvajes se disponían a recibir valerosamente al Victoria con flechas y piedras, pero el globo pronto dejó atrás las islas, sobre las que parecía aletear como un escarabajo gigantesco.

En aquel momento, Joe miraba el horizonte, y volviéndose hacia Kennedy le dijo:

-Señor Dick, usted que siempre está pensando en cazar, aquí tiene una buena oportunidad.

-¿Por qué, Joe?

-Y ahora mi señor no se opondrá a sus disparos.

-Explícate.

-¿No ve qué bandada de pajarracos se dirige hacia nosotros?

-¡Pajarracos! -exclamó el doctor, cogiendo el anteojo.

-Sí, los veo -replicó Kennedy-. Por lo menos hay una docena.

-Si no le importa, catorce -respondió Joe.

-¡Quiera el cielo que sean de una especie bastante dañina para que el tierno Samuel no tenga nada que objetarme!

-Lo que yo digo es -respondió Fergusson- que preferiría que esos pajarracos estuvieran muy lejos de nosotros.

-¿Les tiene miedo? -dijo Joe.

-Son quebrantahuesos de gran tamaño, Joe, y si nos atacan…

-¿Y qué? Si nos atacan, nos defenderemos, Samuel Tenemos todo un arsenal. No me parece que esos animales sean muy temibles.

-¿Quién sabe? -respondió el doctor.

Diez minutos después, la bandada se había puesto a tiro. Los catorce individuos de que se componía lanzaban roncos graznidos y avanzaban hacia el Victoria más irritados que asustados por su presencia.

-¡Cómo gritan! -dijo Joe-. ¡Qué escándalo! Al parecer no les hace gracia que alguien invada sus dominios y se ponga a volar como ellos.

-La verdad es -dijo el cazador- que su aspecto es imponente, y me parecerian bastante temibles si fuesen armados con una carabina Purdey Moore.

-No la necesitan -respondió Fergusson, cuyo semblante empezaba a nublarse.

Los quebrantahuesos volaban trazando inmensos círculos, que iban estrechándose alrededor del Victoria. Cruzaban el cielo con una rapidez fantástica, precipitándose algunas veces con la velocidad de un proyectil y rompiendo su línea de proyección mediante un brusco y audaz giro.

El doctor, inquieto, resolvió elevarse en la atmósfera para escapar de aquel peligroso vecindario y dilató el hidrógeno del globo, el cual subió al momento.

Pero los quebrantahuesos subieron con él, poco dispuestos a abandonarlo.

-Tienen trazas de querer armar camorra -dijo el cazador, amartillando su carabina.

En efecto, los pájaros se acercaban, y algunos de ellos parecían desafiar las armas de Kennedy.

-¡Qué ganas tengo de hacer fuego! -dijo éste.

-¡No, Dick, no! ¡No los provoquemos! ¡Nos atacarían!

-¡Buena cuenta daría yo de ellos!

-Te equivocas, Dick.

-Tenemos una bala para cada uno.

-Y si se colocan encima del globo, ¿cómo les dispararás? Imagínate que te encuentras en tierra frente a una manada de leones, o rodeado de tiburones en pleno océano. Pues bien, para un aeronauta, la situación no es menos peligrosa.

-¿Hablas en serio, Samuel?

-Muy en serio, Dick.

-Entonces, esperemos.

-Aguarda… Estáte preparado por si nos atacan, pero no hagas fuego hasta que yo te lo diga.

Los pájaros se agruparon a poca distancia, de suerte que se distinguían perfectamente su cuello pelado, que estiraban para gritar, y su cresta cartilaginosa, salpicada de papilas violáceas, que se erguía con furor. Su cuerpo tenía más de tres pies de longitud, y la parte inferior de sus blancas alas resplandecía al sol. Hubiérase dicho que eran tiburones alados, con los cuales presentaban un fantástico parecido.

-¡Nos siguen! -dijo el doctor, viéndolos elevarse con él-. ¡Y por más que subamos, subirán tanto como nosotros!

-¿Qué hacer, pues? -preguntó Kennedy. El doctor no respondió-. Atiende, Samuel -prosiguió el cazador-; haciendo fuego con todas nuestras armas, tenemos a nuestra disposición diecisiete tiros contra catorce enemigos. ¿Crees que no podremos matarlos o dispersarlos? Yo me encargo de unos cuantos.

-No pongo en duda tu destreza, Dick, y doy por muertos a los que pasen por delante de tu carabina; pero, te lo repito, si atacan el hemisferio superior del globo, se pondrán a cubierto de tus disparos y romperán el envoltorio que nos sostiene. ¡Nos hallamos a tres mil pies de altura!

En aquel mismo momento, uno de los pájaros más feroces se dirigió al globo con el pico y las garras abiertos, en actitud de morder y desgarrar a un tiempo.

-¡Fuego, fuego! -gritó el doctor.

Y el pájaro, mortalmente herido, cayó dando vueltas en el espacio.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y Joe amartilló otra.

Asustados por el estampido, los quebrantahuesos se alejaron momentáneamente, pero volvieron casi enseguida a la carga con furor centuplicado. Kennedy decapitó de un balazo al que tenía más cerca. Joe le rompió un ala a otro.

-Ya no quedan más que once -dijo.

Pero entonces los pájaros adoptaron otra táctica y, como si se hubiesen puesto de acuerdo, se dirigieron al Victoria; Kennedy miró a Fergusson.

Éste, a pesar de su impasibilidad y energía, se puso pálido. Hubo un momento de espantoso silencio. Después se oyó un ruido estridente, como el de un tejido de seda que se rasga, y la barquilla empezó a precipitarse rápidamente.

-¡Estamos perdidos! -gritó Fergusson, fijando la vista en el barómetro, que subía muy deprisa.

-¡Afuera el lastre! -añadió-. ¡Nada de lastre!

Y en pocos segundos desapareció todo el cuarzo.

-¡Seguimos cayendo!… ¡Vaciad las cajas de agua! ¿Me oyes, Joe? ¡Nos precipitamos en el lago!

Joe obedeció. El doctor se inclinó, mirando el lago que parecía subir hacia él como una marea ascendente. El volumen de los objetos aumentaba rápidamente; la barquilla se encontraba a menos de doscientos pies de la superficie del Chad.

-¡Las provisiones! ¡Las provisiones! -exclamó el doctor.

Y la caja que las contenía fue lanzada al espacio.

La velocidad de la caída disminuyó, pero los desdichados seguían cayendo.

-¡Echad más! ¡Echad más! -repitió el doctor.

-No queda ya nada -dijo Kennedy.

-¡Sí! -respondió lacónicamente Joe, persignándose rápidamente.

Y desapareció por encima de la borda.

-¡Joe! ¡Joe! -gritó el doctor, aterrorizado.

Pero Joe ya no podía oírle. El Victoria, sin lastre, recobró su marcha ascensional y se elevó hasta una altura de mil pies. El viento, introduciéndose en la envoltura deshinchada, lo arrastraba hacia las costas septentrionales.

-¡Perdido! -dijo el cazador con un gesto de desesperación.

-¡Perdido por salvarnos! -respondió Fergusson.

Y dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de aquellos dos hombres tan intrépidos. Ambos se asomaron, intentando distinguir algún rastro del desgraciado Joe, pero ya estaban lejos.

-¿Qué haremos? -preguntó Kennedy.

-Bajar a tierra en cuanto sea posible, Dick, y aguarlar.

Después de haber recorrido sesenta millas, el Victoria descendió a una costa desierta, al norte del lago. Engancharon las anclas en un árbol poco elevado, y el cazador las sujetó sólidamente.

Llegó la noche, pero ni Fergusson ni Kennedy pudieron conciliar el sueño un solo instante.

XXXIII

Conjeturas. – Restablecimiento del equilibrio del

Victoria. – Nuevos cálculos del doctor Fergusson. –

Caza de Kennedy. – Exploración completa del lago

Chad. – Tangalia. – Regreso. – Lari

Al día siguiente, 13 de mayo, los viajeros reconocieron la parte de la costa que ocupaban, la cual era una especie de islote en medio de un inmenso pantano. Alrededor de aquel trozo de terreno firme se levantaban cañas tan grandes como árboles de Europa y que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Aquellas ciénagas inaccesibles hacían segura la posición del Victoria. Bastaba vigilar la parte del lago. La superficie del agua parecía ilimitada, sobre todo por el este, sin que en ningún punto del horizonte se distinguiesen ni islas ni continente.

No se habían atrevido aún los dos amigos a hablar de su desgraciado compañero. Kennedy participó, al cabo, sus conjeturas al doctor.

-Quizá Joe no esté perdido -dijo-. Es un muchacho listo como pocos y un excelente nadador. En Edimburgo atravesaba sin dificultad el Firth of Forth. Lo volveremos a ver, aunque no sé ni cómo ni cuándo; por nuestra parte, debemos hacer todo lo posible para facilitarle la ocasión de encontrarnos.

-Dios te oiga, Dick -respondió el doctor, conmovido-. Haremos cuanto esté a nuestro alcance para encontrar a nuestro amigo. Ante todo, orientémonos, después de haber liberado al Victoria de su envoltura exterior, que de nada sirve, con lo que nos libraremos de un peso de seiscientas cincuenta libras. –

El doctor Fergusson y Kennedy pusieron manos a la obra. Tropezaron con grandes dificultades, pues fue preciso arrancar trozo a trozo el tafetán, que ofrecía mucha resistencia, y cortarlo en estrechas tiras para desprenderlo de las mallas de la red. El desgarrón ocasionado por el pico de los quebrantahuesos tenía algunos pies de longitud.

Invirtieron más de cuatro horas en la operación; pero al fin vieron que el globo interior, enteramente aislado, no había sufrido ninguna avería. El Victoria ofrecía un volumen una quinta parte menor que el de antes. La diferencia fue bastante sensible para llamar la atención de Kennedy.

-¿Será suficiente? -preguntó al doctor.

-Acerca del particular, Dick, puedes estar tranquilo. Yo restableceré el equilibrio, y, si vuelve nuestro pobre Joe, volveremos a emprender con él el camino por el espacio.

-Si no me falla la memoria, Samuel, en el momento de nuestra caída no debíamos de estar muy lejos de una isla.

-Lo recuerdo, en efecto; pero aquella isla, como todas las del Chad, estará sin duda habitada por una chusma de piratas y asesinos que seguramente habrán sido testigos de nuestra catástrofe, y si Joe cae en sus manos, ¿que será de él, a no ser que la superstición le proteja?

-Él es perfectamente capaz de ingeniárselas para salir de apuros, te lo repito; confío en su destreza y en su inteligencia.

-También yo. Ahora, Dick, vete a cazar por las inmediaciones, pero no te alejes. Urge renovar nuestros víveres, de los cuales hemos sacrificado la mayor parte.

-Bien, Samuel; volveré pronto.

Kennedy cogió una escopeta de dos cañones y, por entre las crecidas hierbas, se dirigió a un bosque bastante cercano. Repetidos disparos dieron a entender al doctor que la caza sería abundante.

Entretanto, él se ocupó de hacer el inventarlo de los objetos conservados en la barquilla y de establecer el equilibrio del segundo aeróstato. Quedaban unas treinta libras de pemmican, algunas provisiones de té y café, una caja de un galón y medio de aguardiente y otra de agua totalmente vacía; toda la carne seca había desaparecido.

El doctor sabía que, a causa de la pérdida del hidrógeno del primer globo, su fuerza ascensional había sufrido una reducción de unas novecientas libras. Así pues, tuvo que basarse en esta diferencia para reconstruir su equilibrio. El nuevo Victoria tenía una capacidad de sesenta y siete mil pies y contenía treinta y tres mil cuatrocientos ochenta pies cúbicos de gas. El aparato de dilatación parecía hallarse en buen estado, y la espita y el serpentín no habían experimentado deterioro alguno.

La fuerza ascensional del nuevo globo era, pues, de unas tres mil libras. Sumando el peso del aparato, de los viajeros, de la provisión de agua, de la barquilla y sus accesorios, y embarcando cincuenta galones de agua y cien libras de carne fresca, el doctor llegaba a un total de dos mil ochocientas treinta libras.

Podía, por tanto, llevar para los casos imprevistos ciento setenta libras de lastre, en cuyo caso el aeróstato se hallaría equilibrado con el aire.

Tomó sus disposiciones en consecuencia y reemplazó el peso de Joe por un suplemento de lastre. Invirtió todo el día en estos preparativos, los cuales llegaron a su término al regresar Kennedy. El cazador había aprovechado las municiones. Volvió con todo un cargamento de gansos, ánades, chochas, cercetas y chorlitos, que él mismo se encargó de preparar y ahumar. Ensartó cada pieza en una fina caña y la colgó sobre una hoguera de leña verde. Cuando las aves estuvieron en su punto fueron almacenadas en la barquilla.

Al día siguiente, el cazador debía completar las provisiones.

La noche sorprendió a los viajeros en medio de sus ocupaciones. Su cena se compuso de pemmican, galletas y té. El cansancio, después de haberles abierto el apetito, les dio sueño. Durante su guardia, ambos interrogaron más de una vez las tinieblas creyendo oír la voz de Joe, pero, ¡ay!, estaba muy lejos de ellos aquella voz que hubieran querido oír.

Al rayar el alba, el doctor despertó a Kennedy.

-He meditado mucho -le dijo- acerca de lo que conviene hacer para encontrar a nuestro companero.

-Cualquiera que sea tu proyecto, Samuel, lo apruebo. Habla.

-Lo más importante es que Joe tenga noticias nuestras.

-¡Exacto! Si llegase a figurarse que lo abandonamos…

-¿Él? ¡Nos conoce demasiado! Nunca se le ocurriría semejante idea; pero es preciso que sepa dónde estamos.

-Pero ¿cómo?

-Montaremos en la barquilla y nos elevaremos.

-¿Y si el viento nos arrastra?

-No nos arrastrará, afortunadamente. El viento nos conduce al lago, y esta circunstancia, que hubiera sido contraria ayer, hoy es propicia. Nuestros esfuerzos se limitarán, pues, a mantenernos durante todo el día sobre esta vasta extensión de agua. Joe no podrá dejar de vernos allí donde sus miradas se dirigirán incesantemente. Acaso llegue hasta a informarnos de su paradero.

-Lo hará, sin duda, si está solo y libre.

-Y si está preso -repuso el doctor-, no teniendo los indígenas la costumbre de encerrar a sus cautivos, nos vera y comprenderá el objeto de nuestras pesquisas.

-Pero -repuso Kennedy-, si no hallamos ningun indicio, pues debemos preverlo todo, si no ha dejado una huella de su paso, ¿qué haremos?

-Procuraremos regresar a la parte septentrional del lago, manteniéndonos a la vista todo lo posible; allí, aguardaremos, exploraremos las orillas, registraremos las márgenes, a las cuales Joe intentará sin duda llegar, y no nos iremos sin haber hecho todo lo posible por encontrarlo.

-Partamos, pues -respondió el cazador.

El doctor tomó el plano exacto de aquel pedazo de tierra firme que iba a dejar y estimó, según su mapa, que se hallaba al norte del Chad, entre la ciudad de Lari y la aldea de Ingemini, visitadas ambas por el mayor Denham. Mientras tanto, Kennedy completó sus provisiones de carne fresca; sin embargo, pese a que en los pantanos circundantes se distinguían huellas de rinocerontes, manatíes e hipopótamos, no tuvo ocasión de encontrar uno solo de semejantes animales.

A las siete de la mañana, no sin grandes dificultades de esas que el pobre Joe sabía solucionar a las mil maravillas, desengancharon el ancla del árbol. El gas se dilató y el nuevo Victoria se elevó a doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre sí mismo; pero atrapado luego por una corriente bastante activa, avanzó sobre el lago y fue empujado muy pronto a una velocidad de veinte millas por hora.

El doctor se mantuvo constantemente a una altura que variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba con frecuencia su carabina. Cuando sobrevolaban las islas, los viajeros se acercaban a tierra imprudentemente, registrando con la mirada los cotos, los matorrales, los jarales, los puntos sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de dar asilo a su compañero. Bajaban hasta situarse muy cerca de las largas piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al verles, se precipitaban al agua y regresaban a su isla, sin disimular en absoluto el miedo que sentían.

-No se ve nada -dijo Kennedy, después de dos horas de búsqueda.

-Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no debemos de estar lejos del lugar del accidente.

A las once, el Victoria había avanzado noventa millas. Encontró entonces una nueva corriente que, en ángulo casi recto, lo impelió unas sesenta millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy extensa y poblada que, en opinión del doctor, debía de ser Farram, donde se encuentra la capital de los biddiomahs. Al doctor Fergusson le parecía que de todos los matorrales veía salir a Joe escapándose y llamándole. Libre, lo hubieran cogido sin dificultad; preso, se hubieran apoderado de él repitiendo la maniobra empleada con el misionero; pero nada apareció, nada se movió. Motivos había para desesperarse.

A las dos y media, el Victoria avistó Tangalia, aldea situada en la margen oriental del Chad y que marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la época de su exploración.

Inquietaba al doctor la dirección persistente del viento. Se sentía empujado hacia el este, arrojado de nuevo al centro de África, a los interminables desiertos.

-Es absolutamente indispensable que nos detengamos –dijo-, e incluso que tomemos tierra. Debemos regresar al lago, sobre todo por Joe; pero tratemos antes de encontrar una corriente opuesta.

Por espacio de más de una hora, buscó en diferentes zonas. El Victoria siguió derivando tierra adentro; pero, afortunadamente, a la altura de mil pies un viento muy fuerte lo condujo hacia el noroeste.

No era posible que Joe estuviese retenido en una de las islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de manifestar su presencia. Tal vez le habían llevado a tierra. Así discurría el doctor cuando volvió a ver la orilla septentrional del Chad.

La idea de que Joe se hubiese ahogado era inadmisible. Un pensamiento horrible cruzó la mente de Fergusson y de Kennedy: los caimanes eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro tuvieron valor para formular semejante preocupación. Sin embargo, resultaba tan insistente que el doctor dijo sin más preámbulos:

-Los cocodrilos no se encuentran más que en las orillas de las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante diestro para no caer en sus garras. Además, no son muy peligrosos, pues los africanos se bañan impunemente sin temer sus ataques.

Kennedy no respondió; prefería callar a discutir tan terrible posibilidad.

El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las cinco de la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la recolección del algodón delante de chozas formadas con cañas entretejidas, en medio de cercados muy limpios y cuidadosamente conservados. Aquella aglomeración de unas cincuenta cabañas ocupaba una ligera depresión de terreno en un valle que se extendía entre suaves colinas. La violencia del viento les hacía avanzar más de lo que les convenía; pero su dirección varió por segunda vez y condujo al Victoria precisamente a su punto de partida en el lago, en la especie de isla firme donde habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de encontrar las ramas del árbol, hizo presa en las raíces de un haz de cañas a las que daba una gran resistencia el fango del pantano.

A duras penas pudo el doctor contener el aeróstato; pero, al fin, el viento amainó al llegar la noche, que los dos amigos pasaron en vela, casi desesperados.

XXXIV

El huracán. – Salida forzada. – Pérdida de un ancla. –

Tristes reflexiones. – Resolución tomada. – La tromba.

– La caravana engullida. – Viento contrario y

favorable. – Regreso al sur. – Kennedy en su puesto

A las tres de la mañana, el viento soplaba tan furiosamente que el Victoria no podía permanecer sin peligro cerca del suelo, ya que las cañas rozaban su tafetán y lo exponían a romperse.

-Tenemos que irnos, Dick -dijo el doctor-. No podemos seguir en esta situación.

-Pero ¿y Joe?

-¡No lo abandono! ¡Volveré a por él aunque el huracán me lleve a cien millas al norte! Pero aquí comprometemos la seguridad de todos.

-¡Partir sin él! -exclamó el escocés con gran dolor.

-¿Crees acaso -repuso Fergusson- que no tengo el corazón tan lacerado como tú? ¡Obedezco a una necesidad imperiosa!

-Estoy a tus órdenes -respondió el cazador-. Partamos.

Pero la partida ofrecía grandes dificultades. El ancla, profundamente hincada, resistía a todos los esfuerzos, y el globo, tirando en sentido inverso, aumentaba su resistencia. Kennedy no logró arrancarla; además, en la posición en que se hallaba su maniobra era muy peligrosa, porque se exponía a que el Victoria ascendiese antes de poder él montar en la barquilla.

No queriendo exponerse a una eventualidad de tanta trascendencia, el doctor hizo regresar a la barquilla al escocés, resignándose a cortar el cable del ancla. El Victoria dio en el aire un salto de trescientos pies y puso directamente rumbo al norte.

Fergusson no podía dejar de someterse a esa tormenta, de manera que se cruzó de brazos absorto en sus tristes reflexiones.

Después de algunos instantes de profundo silencio, se volvió hacia Kennedy, no menos taciturno.

-Tal vez hayamos tentado a Dios -dijo-. ¡No corresponde a los hombres emprender un viaje semejante!

Y se escapó de su pecho un doloroso suspiro.

-Hace apenas unos días -respondió el cazador- nos felicitábamos por haber escapado a tantos peligros. ¡Nos dimos los tres un apretón de manos!

-¡Pobre Joe! ¡Tan bondadoso! ¡Con un corazón tan valiente y franco! Deslumbrado momentáneamente por sus riquezas, a continuación sacrificaba gustoso sus tesoros. ¡Y ahora tan lejos de nosotros! ¡Y el viento nos arrastra a una velocidad irresistible!

-Dime, Samuel, admitiendo que haya hallado asilo entre las tribus del lago, ¿no podría hacer como los viajeros que las han visitado antes que nosotros, como Denham y Barth? Éstos regresaron a su país.

-¡No te hagas ilusiones, Dick! ¡Joe no sabe una palabra de la lengua del país! ¡Está solo y sin recursos! Los viajeros de que tú hablas no daban un paso sin enviar a los jefes numerosos presentes, sin llevar una gran escolta, sin estar armados y preparados para una expedición. ¡Y aun así, no podían evitar padecimientos y tribulaciones de la peor especie! ¿Qué quieres que haga nuestro desgraciado compañero? ¿Qué será de él? ¡Es horrible pensarlo! Jamás había experimentado pesar tan grande.

-Pero volveremos, Samuel.

-Volveremos, Dick, aunque tengamos que abandonar el Victoria, volver a pie al lago Chad y ponernos en comunicación con el sultán de Bornu. Los árabes no pueden haber conservado un mal recuerdo de los europeos.

-¡Te seguiré, Samuel! -respondió el cazador con energía-. ¡Puedes contar conmigo! ¡Antes renunciaremos a terminar este viaje! Joe se ha sacrificado por nosotros, ¡nosotros nos sacrificaremos por él!

Esta resolución devolvió algún valor al corazón de aquellos dos hombres. La idea en sí los fortaleció. Fergusson hizo todo lo imaginable para encontrar una corriente contraria que le acercase al Chad; pero en aquellos momentos era imposible, e incluso el descenso resultaba impracticable en un terreno pelado y reinando un huracán de tan espantosa violencia.

El Victoria atravesó también el país de los tibúes, salvó el Belad-el-Dierid, desierto espinoso que forma la frontera de Sudán, y penetró en el desierto de arena, surcado por largos rastros de caravanas. Muy pronto, la última línea de vegetación se confundió con el cielo en el horizonte meridional, no lejos del principal oasis de aquella parte de África, dotado de cincuenta pozos sombreados por árboles magníficos. Pero el globo no pudo detenerse. Un campamento árabe, tiendas de telas listadas, algunos camellos que estiraban sobre la arena su cabeza de víbora animaban aquella soledad; mas el Victoria pasó como una exhalacion, y recorrió en tres horas una distancia de sesenta millas, sin que Fergusson pudiese dominar su rumbo.

-¡No podemos hacer alto! -dijo-. ¡No podemos tampoco bajar! ¡Ni un árbol! ¡Ni una prominencia en el terreno! ¿Vamos, pues, a pasar el Sahara? ¡Decididamente, el cielo está contra nosotros!

Así hablaba, con una rabia de desesperado, cuando vio, al norte, las arenas del desierto agitarse entre nubes de denso polvo y arremolinarse a impulsos de corrientes opuestas.

En medio del torbellino, quebrantada, rota, derribada, una caravana entera desaparecía bajo el alud de arena; los camellos lanzaban gemidos sordos y lastimosos; gritos y aullidos surgían de aquella niebla sofocante. A veces un traje multicolor destacaba entre aquel caos, y el mugido de la tempestad dominaba la escena de destrucción.

Luego la arena se acumuló formando nubes compactas, y donde momentos antes se extendía la lisa llanura, ahora se levantaba una colina aún agitada, inmensa tumba de una caravana engullida.

El doctor y Kennedy, pálidos, asistían a aquel terrible espectáculo. No podían manejar el globo, que se arremolinaba en medio de corrientes contrarias, y ya no obedecía a las diferentes dilataciones del gas. Envuelto en los torbellinos de la atmósfera, giraba con una rapidez vertiginosa, y la barquilla describía amplias oscilaciones; los instrumentos colgados bajo la tienda chocaban unos con otros hasta hacerse pedazos; los tubos del serpentín se enroscaban amenazando romperse y las cajas de agua se agitaban con estrépito. Los viajeros no podían oírse y se agarraban con crispación a las cuerdas, intentando luchar contra el furor del huracán.

Kennedy, con los cabellos revueltos, miraba sin hablar; pero el doctor había recobrado la audacia en medio del peligro y ninguna de sus violentas emociones se tradujo en su semblante, ni aun cuando, después de un último remolino, el Victoria se halló súbitamente detenido en medio de una calma inesperada. El viento del norte había ganado la partida y lo impelía en sentido inverso por el camino de la mafíana, con no menos rapidez.

-¿Adónde vamos? -exclamó Kennedy.

-Dejemos actuar a la Providencia, amigo Dick; he hecho mal en dudar de ella; sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y ahí nos tienes regresando a los lugares que esperábamos no volver a ver.

Aquel terreno tan llano, tan igual durante la ida, se hallaba ahora revuelto, como el mar después de la tempestad. Una serie de pequeños montículos, apenas asentados, jalonaban el desierto; el viento soplaba con violencia y el Victoria volaba en el espacio.

La dirección seguida por los viajeros difería ligeramente de la que habían tomado por la mañana; así pues, hacia las nueve, en lugar de encontrar las orillas del Chad, todavía vieron el desierto que se extendía ante ellos.

Kennedy comentó el hecho.

-Da igual -respondió el doctor-. Lo importante es volver al sur; encontraremos de nuevo las ciudades de Bornu, Wuddle y Kuka, y no vacilaré en detenerme en ellas.

-Si a ti te parece bien, a mí también -respondió el cazador-. ¡Pero quiera el Cielo que no nos veamos reducidos a atravesar el desierto como aquellos desgraciados árabes! Lo que hemos visto es horrible.

-Y se repite con frecuencia, Dick. Las travesías por el desierto son mucho más peligrosas que por el océano. El desierto presenta todos los peligros del mar, además de fatigas y privaciones insostenibles.

-Me parece -dijo Kennedy- que el viento tiende a calmar. El polvo de los arenales es menos compacto, sus ondulaciones disminuyen y el horizonte se aclara.

-Mejor; es preciso examinar atentamente con el anteojo y que ningún objeto se nos escape.

-Me encargo de ello, Samuel. En cuanto aparezca un árbol, aviso.

Y Kennedy, con el anteojo en la mano, se colocó en la proa de la barquilla.

XXXV

La historia de Joe. – La isla de los biddiomahs. – La

adoración. – La isla sumergida. – Las orillas del lago. –

El árbol de las serpientes. – Viaje a pie. –

Padecimientos. – Mosquitos y hormigas. – El hambre. –

Paso del Victoria. – Desaparición del Victoria. –

Desesperación. – El pantano. – Un último grito

¿Qué era de Joe durante la vana búsqueda de su señor?

Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al volver a la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al Victoria, muy elevado ya, que subía más y más a gran velocidad, la cual poco a poco fue disminuyendo, y que luego, atrapado por una corriente violenta, desaparecía hacia el norte. Su señor, sus amigos, estaban salvados.

«Ha sido una suerte -se dijo- que se me haya ocurrido la idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría ocurrido al señor Kennedy, el cual tampoco habría vacilado en hacer lo que acabo de hacer yo, porque es muy natural que un hombre se sacrifique para salvar a dos. Eso es matemático.»

Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a pensar en si mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso rodeado de tribus desconocidas y, probablemente, feroces. Razón de más para procurar salir de apuros contando sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra cosa.

Antes del ataque de las aves de presa, que, en su opinión, se habían comportado como auténticos quebrantahuesos, había distinguido una isla en el horizonte; resolvió, pues, dirigirse a ella, y empezó a desplegar todos sus conocimientos en el arte de la natación, después de desprenderse de sus más pesadas prendas de vestir. No le arredraba en absoluto un paseo de cinco o seis millas; por eso mientras estuvo en el lago no se preocupó más que de nadar con vigor y en línea recta.

Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba de la isla había disminuido considerablemente.

Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por su mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se apoderó luego tenazmente de su cerebro. Sabía que poblaban las orillas del lago enormes caimanes cuya voracidad conocía.

Por más que tuviese la manía de que todo es natural en este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin poderlo remediar; antojósele que la carne blanca debía de halagar muy particularmente el paladar de los cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con las mayores precauciones. En esta disposicion de ánimo, hallándose a unas cien brazas de una margen coronada de verdes árboles, llegó a su olfato una bocanada de aire cargado de un fuerte olor a almizcle.

«¡Ya apareció lo que yo temía! -se dijo-. ¡El caimán no anda lejos! »

Y se zambulló rápidamente, aunque no lo bastante para evitar el contacto de un cuerpo enorme, cuya escamosa epidermis le arañó al pasar; se creyó perdido y empezó a nadar con una precipitación desesperada; subió a la superficie, respiró y desapareció de nuevo. Pasó un cuarto de hora en una angustia indecible que toda su filosofía no pudo dominar, creyendo oír detrás el ruido de las monstruosas mandíbulas que ya casi le tenían atrapado. Nadaba entre dos aguas, con la mayor suavidad posible, cuando se sintió cogido por un brazo y luego por la mitad del cuerpo.

¡Pobre Joe! Tuvo para su señor un último pensamiento y empezó a luchar con desesperación, sintiéndose atraído, no hacia el fondo del lago, que es a donde los cocodrilos suelen arrastrar la presa para devorarla, sino hacia la superficie.

No bien pudo respirar y abrir los ojos, se vio entre dos negros que parecían de ébano, los cuales le sujetaban vigorosamente y lanzaban gritos extraños.

-¡Toma! -exclamó Joe-. ¡Negros en lugar de caimanes! Mal por mal, los prefiero. Pero ¿cómo se atreven esos monotes a bañarse en estos parajes?

Joe ignoraba que los habitantes de las islas del Chad como otros muchos negros, se zambullen impunemente en las islas infestadas de caimanes, sin hacerles el menor caso. Los anfibios de aquel lago gozan sobre todo de una reputación bastante merecida de animales inofensivos.

Pero ¿no había evitado Joe un peligro para caer en otro? Dio a los acontecimientos el encargo de resolver este problema y, no pudiendo hacer otra cosa, se dejó conducir a la playa sin manifestar el menor miedo.

«Evidentemente -se decía-, estos salvajes han visto el Victoria rozando las aguas del lago como un monstruo aéreo; han sido testigos lejanos de mi caída y no pueden dejar de guardar consideraciones a un hombre caído del cielo. Dejémosles obrar a su gusto.»

Estaba Joe sumido en estas reflexiones cuando aterrizó en medio de una muchedumbre aulladora, compuesta de individuos de ambos sexos y de todas las edades, aunque no de todos los colores. Se encontraba entre una tribu de biddiomahs de un negro magnífico. No tuvo motivos para avergonzarse de la ligereza de su traje, ya que se hallaba «desnudo» a la última moda del pais.

Pero antes de tener tiempo de darse cuenta de su situación, no pudo equivocarse respecto a la adoración de que era objeto, lo que no dejó de tranquilizarle, si bien la historia de Kazeh asaltó su memoria.

« ¡Presiento que voy a convertirme de nuevo en un dios, en un hijo cualquiera de la Luna! En fin, lo mismo da ese oficio que otro cualquiera cuando no se tiene elección. Lo que importa es ganar tiempo. Si veo pasar el Victoria, aprovecharé mi nueva posición para ofrecer a mis adoradores el espectáculo de una ascensión milagrosa.»

Mientras se hacía Joe estas reflexiones, la turba se agolpaba a su alrededor, se prosternaba ante él, aullaba, lo palpaba, se hacía familiar, y tuvo la buena idea de ofrecerle un magnífico festín, compuesto de leche agria y miel con arroz machacado. El digno muchacho, que de todo sabía sacar partido, hizo una de las mejores comidas de su vida y dio a su pueblo una ajustada idea de cómo devoran los dioses en las grandes ocasiones.

Llegada la tarde, los magos de la isla lo cogieron respetuosamente de la mano y lo condujeron a una especie de choza rodeada de talismanes. Antes de penetrar en ella, Joe echó una mirada bastante inquieta a algunos montones de huesos que había alrededor del santuario, y estaba pensando en su posición cuando lo encerraron en la choza.

Al anochecer, y aun después de muy entrada la noche, oyó cánticos de fiesta, el retumbar de una especie de tambor y un estrépito de chatarra, todo ello muy agradable para oídos africanos. Coros de aullidos acompañaban interminables danzas condimentadas con contorsiones y gestos, que se bailaban alrededor de la cabaña sagrada.

Por entre los cañizos rebozados de lodo que formaban las paredes de la choza, Joe distinguía aquel conjunto ensordecedor, y tal vez en otras circunstancias le hubiera divertido tan extraña ceremonia; pero una idea muy desagradable atormentaba su mente. Aun mirando las cosas bajo el mejor aspecto posible, le parecía estúpido e incluso triste hallarse perdido en aquella comarca salvaje entre semejantes tribus. De los viajeros que habían llegado a aquellas comarcas, pocos habían vuelto a su patria. ¿Podía fiarse de la adoración de que era objeto? ¡Tenía muy buenas razones para creer en la vanidad de las grandezas humanas! Se preguntó si, en aquel país, la adoración llevaría hasta el extremo de comerse al adorado.

Pese a tan lamentable perspectiva, después de algunas horas de reflexión el cansancio pudo más que las ideas negras y Joe se entregó a un sueño bastante profundo, que sin duda habría durado hasta el amanecer si no le hubiese despertado una humedad inesperada.

Aquella humedad no tardó en convertirse en agua, que subió hasta cubrirle a Joe la mitad del cuerpo.

«¿Qué es esto? -se dijo-. ¡Una inundación! ¡Una tromba! ¡Un nuevo suplicio que han inventado esos negros! Pues no pienso esperar a que el agua me llegue al cuello.»

Apuntaló sus atléticos hombros contra la frágil pared y consiguió derribarla. Entonces se encontró en medio del lago. No había isla; se había sumergido durante la noche. Sólo se veía en su lugar la inmensidad del Chad.

«¡Triste país para sus propietarlos», pensó Joe, y volvió a ejercitar vigorosamente sus facultades natatorias.

Un fenómeno bastante frecuente en aquel lago había salvado al valiente mozo. Del mismo modo que la isla en que él se hallaba, han desaparecido de la noche a la mañana otras que presentaban la solidez de una roca, y con frecuencia las poblaciones ribereñas han tenido que recoger a los infelices que han escapado con vida de tan terribles catástrofes.

Joe ignoraba esta particularidad, mas no por eso dejó de aprovecharse de ella. Descubrió una barquichuela abandonada y no tardó en alcanzarla. No era más que un tronco de árbol toscamente ahuecado. Tenía dentro, afortunadamente, un par de remos, y Joe se dejó llevar a la deriva por una corriente bastante rápida.

«Orientémonos -se dijo-. La estrella Polar, que desempeña honradamente su oficio de indicar a todo el mundo el camino del norte, vendrá gustosa en mi ayuda.»

Se dejó llevar por la corriente, pues vio con satisfacción que le llevaba a la orilla septentrional del lago. Hacia las dos de la mañana puso el pie en un promontorio cubierto de cañas espinosas que parecian muy molestas hasta para un filósofo; pero con mucha oportunidad se hallaba allí un árbol que le ofrecía asilo entre sus ramas. Joe trepó a él para mayor seguridad, y aguardó dormitando, la luz del alba.

Llegó la mañana con esa rapidez propia de las regiones ecuatoriales. Joe echó una mirada al árbol que le había servido de refugio durante la noche, y le heló de terror un espectáculo inesperado. Las ramas del árbol estaban literalmente cubiertas de serpientes y camaleones, bajo cuyos apretados anillos desaparecía el follaje. Hubiérase dicho que era un árbol de una especie nueva que producía reptiles, los cuales, a los primeros rayos del sol, empezaron a agitarse y retorcerse. Joe experimentó un sentimiento de terror mezclado con asco y se tiró del árbol entre desapacibles silbidos.

-He aquí una aventura a la que nadie dará crédito -dijo.

No sabía que las últimas cartas del doctor Vogel mencionaban esa singularidad de las orillas del Chad, donde los reptiles son más numerosos que en ningún otro país del mundo. Después de lo que acababa de ver, Joe resolvió ser más circunspecto en lo sucesivo y, orientándose por el sol, emprendió de nuevo su peregrinación hacia el noroeste. Evitó con el mayor cuidado cabañas, chozas, barracas, cuevas, en una palabra, todo lo que pudiera servir de receptáculo a la raza humana.

¡Cuántas veces levantó la vista al cielo! Esperaba ver al Victoria, y, aunque lo buscó en vano durante todo aquel día de marcha, no por ello disminuyó en lo más mínimo la confianza que tenía en su señor. Mucha firmeza de carácter necesitaba para aceptar tan filosóficamente su situación. Unióse el hambre a la fatiga, porque un hombre no repara sus fuerzas con raíces, médula de arbustos y frutas poco nutritivas; y sin embargo, según sus cálculos había avanzado unas veinte millas hacia el oeste. Las cañas del lago, las acacias y las mimosas habían lacerado con sus espinas su cuerpo, y sus pies ensangrentados sufrían al andar crueles dolores. Pero logró sobreponerse a sus padecimientos y resolvió pasar la noche junto al Chad.

Allí tuvo que soportar las atroces picaduras de millares de insectos. La tierra estaba literalmente cubierta de moscas, mosquitos y hormigas de media pulgada de largo. A las dos horas de estar en aquel sitio no le quedaba ya a Joe ni una hilacha de la poca ropa que llevaba. Las hormigas la habían devorado toda sin dejarle ni un harapo. Aquélla fue una noche horrible, en la que el viajero fatigado no encontró ni un instante de reposo. Los jabalíes, los búfalos y los ajubs, manatíes bastante agresivos, se agitaban entre la maleza y en las aguas del lago, y un concierto de fieras retumbaba en la noche. Joe no se atrevía a moverse. Su resignacion y su paciencia eran ya casi insuficientes para sobrellevar una situación semejante.

Llegó por fin el día. Joe se levantó precipitadamente, y júzguese cuál sería su asco al ver con que inmundo animal había compartido su cama: ¡un sapo! Un sapo que medía cinco pulgadas de largo, un animal monstruoso, repugnante, que le miraba con sus grandes ojos redondos. Joe sintió que se le contraía el estómago y, sacando alguna fuerza de su propia repugnancia, corrió al lago y se zambulló en sus aguas. Aquel baño mitigó un poco la comezón que le atormentaba y, después de mascar unas cuantas hojas, volvió a emprender su camino con una obstinacion y un empeño de los que él mismo no sabía lo que hacía, aunque sentía en su interior un poder superior a la desesperación.

Sin embargo, le torturaba un hambre terrible, viéndose obligado a ceñirse fuertemente una liana en torno al cuerpo. Su estómago, menos resignado que él, se quejaba; con todo, sentía un bienestar relativo al comparar sus padecimientos con los sufridos en el desierto, cuando le acosaba la sed, pues ahora podía saciarla a cada paso.

«¿Dónde estará el Victoria? -se preguntaba-. El viento viene del norte, ¿cómo es que el globo no vuelve hacia el lago? Sin duda mi señor se habrá detenido en algún sitio para restablecer el equilibrio; para el efecto debió de bastarle el día de ayer, y, por consiguiente, es muy posible que hoy… Pero, procedamos como si le hubiese perdido para siempre. Después de todo, si tuviera la suerte de llegar a una de las poblaciones del lago, me hallaría en la misma posición que los viajeros de que me ha hablado mi señor. ¿Por qué no había de salir yo de apuros como ellos? Algunos han regresado a su país, ¡qué diablos!… ¡Valor, y veremos! »

Y mientras hablaba, andaba, y andando llegó a un bosque donde encontró a un grupo de negros salvajes ocupados en emponzoñar sus flechas con zumo de euforbio. Tal actividad constituye una de las principales ocupaciones de las tribus de aquellas comarcas y se efectúa con una especie de ceremonia solemne. El intrépido Joe se detuvo antes de que lo vieran.

Inmóvil y sin respirar, se hallaba oculto en la maleza cuando, al alzar la vista, vio entre el follaje al Victoria, que se dirigía hacia el lago apenas a cien pies de su cabeza. ¡Y no podía dar ninguna voz para que le oyeran, ni tampoco salir de su escondrijo para dejarse ver!

Una lágrima asomó a sus ojos, y no de desesperación, sino de reconocimiento. ¡Su señor le estaba buscando! ¡Su señor no le abandonaba! Tuvo que esperar a que se marchasen los negros y entonces pudo salir de la maleza y dirigirse a la orilla del Chad.

Pero entonces el Victoria se perdía a lo lejos en el cielo. Joe, que abrigaba la convicción de que volvería a pasar, resolvió esperarlo; y volvió a pasar, efectivamente, pero más al este. Joe corrió, hizo mil señas, dio mil gritos… ¡En vano! Un viento violento arrastraba al globo a una velocidad irresistible.

La energía y la esperanza abandonaron por primera vez el corazón del desgraciado. Se vio perdido, creyó que su señor había partido para no volver y le faltó hasta la fuerza para seguir reflexionando con serenidad.

Como un loco, con los pies ensangrentados y el cuerpo magullado, estuvo andando, andando sin parar durante todo el día y parte de la noche. Se arrastraba, ya de rodillas, ya a gatas; veía acercarse el momento en que, faltándole las fuerzas, tenía que morir.

Así llegó a un pantano, o más bien a lo que pronto supo que era un pantano, pues estaba ya muy entrada la noche, y cayó inesperadamente en él. A pesar de sus esfuerzos, a pesar de su desesperada resistencia, se fue hundiendo poco a poco en aquel terreno cenagoso, que a los pocos minutos ya le cubría la mitad del cuerpo.

« ¡Aquí está la muerte! -se dijo-. ¡Y qué muerte! »

Luchó, forcejeó con denuedo, hasta con rabia, pero sus esfuerzos sólo servían para sepultarle más y más en aquella tumba que se cavaba él mismo. ¡Ni el tronco de un árbol, ni una miserable caña donde agarrarse! Comprendió que todo para él había concluido y cerró los ojos.

-¡Señor! ¡Señor! ¡Socorro … ! -gritó.

Y su voz desesperada, aislada, ahogada ya, se perdió en el silencio de la noche.

XXXVI

Un grupo a lo lejos. – Un tropel de árabes. – La

persecución. – ¡Es él! – Caída del caballo. – El árabe

estrangulado. – Una bala de Kennedy. – Maniobra. –

Rescate al vuelo. -Joe a salvo

Desde que Kennedy había vuelto a tomar su puesto de observación en la proa de la barquilla, no cesó un momento de escudriñar con la mayor atención el horizonte.

Pasado algún tiempo, se volvió al doctor y le dijo:

-Si no me equivoco, allá a lo lejos hay un grupo en movimiento, no siéndome aún posible distinguir si es de hombres o de animales. Lo cierto es que se agitan violentamente, pues levantan una nube de polvo.

-¿No será un viento contrario -preguntó Samuel-, tromba que nos arrastraría de nuevo hacia el norte?

Y se levantó para examinar el horizonte.

-No lo creo, Samuel -respondió Kennedy-. Es una manada de gacelas o de toros salvajes.

-Tal vez, Dick; pero, sea lo que sea, se halla al menos a nueve o diez millas de distancia, y yo no alcanzo a ver nada, ni aun con el anteojo.

-De todos modos, no lo perderé de vista. Hay, en lo que vislumbro, algo extraordinario que excita mi curiosidad sin saber por qué; diríase que es una maniobra de caballería. ¡Y loes! ¡Son jinetes! ¡Mira!

El doctor observó con atención el grupo indicado.

-Creo que tienes razón -dijo-; es un destacamento de árabes o de tibúes, que lleva la misma direccion que nosotros. Pero nosotros corremos mucho más y les daremos alcance enseguida. Dentro de media hora estaremos en condiciones de ver y juzgar lo que debemos hacer.

Kennedy seguía mirando atentamente con el anteojo. La masa de jinetes se hacía cada vez más visible; algunos de ellos se apartaban del grupo.

-Evidentemente -repuso Kennedy-, es una maniobra o una cacería. Diríase que esas gentes persiguen algo. Y me gustaría saber lo que es.

-Paciencia, Dick. Dentro de poco los alcanzaremos y hasta les dejaremos atrás, si no toman otra direccion; avanzamos a una velocidad de veinte millas por hora, y no hay caballo que resista semejante carrera.

Kennedy siguió observando y unos minutos después dijo:

-Son árabes corriendo a todo escape. Los distingo perfectamente. Hay unos cincuenta. Veo sus ropajes ahuecados por el viento. Es un ejercicio de caballería. Su jefe les precede a una distancia de cien pasos, y todos le siguen precipitadamente.

-Sean quienes sean, Dick, no deben inspirarnos ningun miedo; pero si es necesario, nos elevaremos.

-¡Aguarda, aguarda, Samuel! -exclamó Dick-. ¡Es curioso! -añadió, después de un nuevo examen-. Hay algo que no puedo explicarme. A juzgar por sus esfuerzos y la irregularidad de su línea, esos árabes no siguen, sino que persiguen.

-¿Estás seguro de ello, Dick?

-Evidentemente. ¡No me equivoco ¡Es una cacería, pero van a la caza de un hombre! El que les precede no es su jefe, sino un fugitivo.

-¡Un fugitivo! -dijo Samuel, conmovido.

-¡Sí!

-No lo perdamos de vista y esperemos.

En poco tiempo disminuyó tres o cuatro millas de distancia que separaba el globo de los jinetes, pese a la prodigiosa ligereza con que éstos corrían.

-¡Samuel! ¡Samuel! -exclamó Kennedy con voz trémula.

-¿Qué ocurre, Dick?

-¿Es una alucinación? ¿Es posible?

-¿Qué quieres decir?

-Espera.

El cazador limpió rápidamente los cristales del anteojo y volvió a mirar.

-¿Qué? -le preguntó el doctor.

-¡Es él, Samuel!

-¡Él! -exclamó éste.

¡ Él! Aquella palabra lo decía todo. No había necesidad de nombrarle.

-¡Es él a caballo! ¡A menos de cien pasos de sus enemigos! ¡Huye!

-¡Es Joe! -dijo el doctor, palideciendo.

-¡No puede vernos en su fuga!

-¡Nos verá! -respondió Fergusson, disminuyendo la llama del soplete.

-Pero ¿cómo?

-Dentro de cinco minutos estaremos a cincuenta pies de tierra; dentro de quince estaremos encima de él.

-Debemos disparar un tiro para prevenirle.

-¡No! ¡No puede retroceder! ¡Le cortan la retirada!

-¿Qué hacer, pues?

-Aguardar.

-¡Aguardar! ¿Y esos árabes?

-¡Los alcanzaremos! ¡Los dejaremos atrás! Nos encontramos a menos de dos millas de ellos; con tal de que el caballo de Joe resista…

-¡Dios bendito! -exclamó Kennedy.

-¿Qué pasa?

Kennedy había lanzado un grito de desesperación al ver a Joe rodar por tierra. Su caballo, rendido, extenuado, acababa de caer.

-¡Nos ha visto! -exclamó el doctor-. ¡Al levantarse nos ha hecho una seña!

-¡Pero los árabes van a alcanzarle! ¿A qué espera?

¡Ah! ¡Valiente! ¡Hurra! -gritó el cazador, sin poder reprimir su entusiasmo.

Joe, tras levantarse en el preciso instante en que se abalanzaba sobre él uno de los jinetes más rápidos, dio un salto como una pantera, evitó el golpe, se lanzó a la grupa, asió al árabe de la garganta, lo estranguló, lo derribó y prosiguió en el caballo de su enemigo su rápida fuga.

Los árabes lanzaron un grito de furor; pero centrados totalmente en la persecución del fugitivo, no habían visto al Victoria, que estaba quinientos pasos detrás de ellos y a menos de treinta pies del suelo. Ellos distaban entonces del perseguido menos de veinte cuerpos de caballo.

Uno de ellos estaba ya casi tocando a Joe, e iba a traspasarle con su lanza cuando Kennedy, que seguía todos sus movimientos, lo derribó de un balazo.

Joe ni siquiera se volvió al oír el disparo. Una parte de los perseguidores se detuvo e hincó la frente en el polvo al ver el Victoria; pero los demás continuaron acosando de cerca al fugitivo.

-Pero ¿qué hace Joe? -exclamó Kennedy-. ¡No se detiene!

-¡Sabe lo que se hace, Dick! ¡Le he comprendido! ¡Sigue la dirección del globo! ¡Cuenta con nuestra inteligencia! ¡Bien, valiente! ¡Se lo arrebataremos a los árabes en sus mismas barbas! No estamos más que a doscientos pasos.

-¿Qué hay que hacer? -preguntó Kennedy.

-Deja la carabina.

-Ya está-dijo el cazador, soltando el arma-. ¿Y ahora?

-¿Puedes sostener en tus brazos ciento cincuenta libras de lastre?

-Aunque sean más.

-Bastan las que te digo.

Y el doctor fue amontonando sacos de arena sobre los brazos de Kennedy.

-Colócate en la popa de la barquilla y estáte preparado para echar todo el lastre de golpe. ¡Pero, por Dios! No lo arrojes antes de que te lo diga.

-¡Descuida!

-De otro modo, erraríamos el golpe y perderíamos a Joe irremisiblemente.

-Te comprendo perfectamente.

El Victoria caía entonces casi verticalmente sobre el grupo de jinetes que perseguían a Joe a galope tendido. El doctor, en la proa de la barquilla, tenía en la mano la escala desplegada, preparado para soltarla en el momento preciso. Joe se había mantenido a una distancia de cincuenta pies de los perseguidores, a quienes el Victoria dejó algo rezagados.

-¡Atención, Kennedy!

-Cuando digas.

-¡Joe … ! ¡Alerta … ! -gritó el doctor con voz sonora al tiempo que soltaba la escala, cuyos últimos peldaños levantaron polvo del suelo.

Al llamarle el doctor, Joe, sin detener el caballo, había vuelto la cabeza; la escala se desplegó junto a él y, en un momento, se agarró a ella.

-¡Abajo! -gritó el doctor a Kennedy.

-¡Allá va!

Y el Victoria, descargado de un peso superior al de Joe, se elevó ciento cincuenta pies de golpe.

Joe se agarró con fuerza a la escala para no ceder a sus violentas sacudidas; hizo a los árabes una mueca indescriptible y, trepando con la agilidad de un mono, llegó a los brazos de sus compañeros.

~¡Señor! ¡Señor Dick! -exclamó.

Y, rendido por la emoción y la fatiga, cayó desvanecido, mientras Kennedy, casi delirante, exclamaba:

-¡Salvado! ¡Salvado!

-¡Pues no faltaba más! -dijo el doctor, que había recobrado su impasibilidad habitual.

Joe estaba casi desnudo y llevaba impresos sus padecimientos en los ensangrentados brazos en el cuerpo, cubierto de cardenales y magulladuras. El doctor curó sus heridas y lo acostó bajo la tienda.

Joe recobró luego el sentido y pidió un vaso de aguardiente, que el doctor le dejó beber, porque a Joe no había que tratarlo como a la generalidad de los enfermos. Después de beber, el valiente criado estrechó la mano de sus dos compañeros y se manifestó dispuesto a contar su historia.

Pero, como el doctor no le permitió hablar, concilió un profundo sueño, que bien lo necesitaba.

En aquellos momentos el Victoria trazaba una línea oblicua hacia el oeste. Empujado por un viento muy fuerte, volvió a ver las orillas del desierto espinoso por encima de las palmeras curvadas o arrancadas por el ímpetu de la tormenta; y, tras haber recorrido casi doscientas millas desde el rescate de Joe, el anochecer superó los 100 de longitud.

XXXVII

El camino del oeste. – El despertar de Joe. – Su

terquedad. – Fin de la historia de Joe. – Tegelel –

Zozobras de Kennedy. – Rumbo al norte. – Una noche

cerca de Agadés

Durante la noche pareció que el viento tambiér quería descansar de sus fatigas del día, y el Victoria per maneció pacíficamente sobre la copa de un corpulento sicomoro. El doctor y Kennedy se repartieron la guardia, y Joe durmió de un tirón por espacio de veinticuatro horas.

-Que duerma -dijo Fergusson-. El reposo es el único remedio que necesita, y la naturaleza se encargará de completar su curación.

Al amanecer volvió a soplar un viento fuerte, pero variable, tan pronto se dirigía al norte como al sur, aunque finalmente el Victoria fue empujado hacia el oeste.

El doctor, mapa en mano, reconoció el reino de Damergu, territorio de suaves ondulaciones y muy fértil, con aldeas cuyas chozas están construidas con altas cañas y ramas de asalpesia entrelazadas. En los campos cultivados, las gavillas se alzaban sobre una especie de andamios destinados a preservarlas de la acción de ratones y termitas.

No tardaron en llegar a la ciudad de Zinder, fácil de reconocer por su gran plaza de las ejecuciones, en cuyo centro se levanta el árbol de la muerte; al pie de éste vela el verdugo y cualquiera que pasa bajo su sombra es inmediatamente ahorcado.

Consultando la brújula, Kennedy no pudo abstenerse de decir:

-¡Otra vez rumbo al norte!

-¿Qué importa? Si el viento nos lleva a Tombuctú, no tendremos motivos de queja. Nunca se habrá verificado un viaje en mejores condiciones.

-Ni con mejor salud -añadió Joe, asomando su apacible semblante por entre las cortinas de la tienda.

-¡Aquí tenemos a nuestro valiente amigo, a nuestro salvador! ¿Qué tal va?

-De maravilla, señor Kennedy, de maravilla. Nunca he estado mejor que ahora. No hay nada que entone tanto a un hombre como un viaje de recreo precedido de un baño en el Chad. ¿No es cierto, señor?

-¡Noble corazón! -respondió Fergusson, estrechándole la mano-. ¡cuántas angustias e inquietudes nos has ocasionado!

-Y ustedes a mí, ¿qué? ¿Creen que estaba muy tranquilo pensando en su suerte? ¡Bien pueden vanagloriarse de haberme hecho pasar un miedo mortal!

-Nunca nos entenderemos, Joe, si te tomas las cosas de ese modo.

-Ya veo que la caída no le ha cambiado -añadió Kennedy.

-Tu desprendimiento ha sido sublime, muchacho, y nos ha salvado, porque el Victoria caía en el lago y una vez allí, nada podría sacarlo.

-Pero si mi desprendimiento, como les gusta llama a mi zambullida, les ha salvado, ¿no me ha salvado tam bién a mí, puesto que aquí estamos los tres sanos y sal vos? No tenemos, por consiguiente, nada que agradecernos.

-No hay manera de entenderse con este mozo -dijo el cazador.

-La mejor manera de entendernos -replicó Joe- es no hablar más del asunto. Lo pasado, pasado. Bueno o malo, no hay que recordarlo.

-¡Qué terco eres! -dijo el doctor, riendo-. Pero ¿nos contarás al menos tu historia?

-¡Si se empeñan! Pero antes voy a asar este soberbio ganso, pues ya veo que el señor Dick ha hecho de las suyas.

-¡Ya lo creo, Joe!

-Pues bien; vamos a ver cómo se porta un ganso de África en un estómago europeo.

Una vez dorado el ganso al calor del soplete, fue devorado al instante. Joe comió en abundancia, como era natural que lo hiciese después de tan prolongado ayuno.

Después del té y del grog, puso a sus compañeros al corriente de sus aventuras; habló con cierta emoción, pese a considerar los acontecimientos bajo el punto de vista de su filosofía habitual. El doctor le estrechó varias veces la mano, al ver en él un criado más interesado en la salvación de su señor que en la suya propia, y, respecto a la sumersión de la isla de los biddiomahs, le explicó la frecuencia en el lago Chad de tan notable fenómeno.

Por fin, Joe, prosiguiendo su narración, llegó al momento en que, hundido en el pantano, lanzó un último grito de desesperación.

-Yo me creía perdido, señor, y a usted se dirigian mis pensamientos. Realicé terribles esfuerzos sin que pueda decir cómo; estaba totalmente decidido a no dejarme engullir sin oponer resistencia cuando, a dos pasos de mí, ¿qué creen que vi? ¡Un pedazo de cuerda recién cortada! Multipliqué mis esfuerzos y, echando el resto, pude llegar a coger el cable, tiré de él y, después de mucho tirar, puse el pie en tierra firme. En el otro extremo de la cuerda encontré un ancla… ¡Oh, señor! Y creo que tengo todo el derecho a llamarla el ancla de la salvación, si usted no ve ningún inconveniente en ello. ¡La reconocí! ¡Era un ancla del Victoria! ¡Ustedes habían tomado tierra en aquel mismo punto! Seguí la dirección de la cuerda, que me indicaba la suya, y después de nuevos esfuerzos salí del atolladero. Con la libertad de mis miembros había recobrado el ánimo, y caminé durante parte de la noche alejándome del lago.

Llegué al fin a la entrada de un inmenso bosque, donde había un cercado en el que pastaban tranquilamente unos cuantos caballos. ¿No les parece que hay ocasiones en la vida en que no hay nadie que no sepa montar a caballo? Sin perder un minuto en reflexionar, me monté de un salto en uno de los cuadrúpedos y eché a correr a todo escape en dirección al norte.

No les hablaré de las ciudades que no vi ni de las aldeas que evité. Atravesé campos sembrados, salté zanjas, corrí, volé y así llegué a las lindes de las tierras cultivadas. Estaba en el desierto. ¡Mejor! Tendría más horizonte ante mí y observaría más objetos mi mirada.

Esperaba ver al Victoria, que no debía de andar muy lejos, pero no fue así. Seguí al galope y al cabo de tres horas me metí como un imbécil en un campamento de árabes. ¡Ah! ¡Qué persecución! Señor Kennedy, le aseguro que un cazador no sabe lo que es una cacería hasta que ha sido cazado él mismo. Le aconsejo, sin embargo, que no desee saberlo a tanta costa. Mi caballo no podía más, los bárbaros me seguían de cerca, los tenía ya encima… En ese momento me caí y, no quedándome otro recurso, salté a la grupa de uno de mis perseguidores.

Yo no le deseaba ningún mal, y no debe guardarme ningún rencor por haberle estrangulado. Pero yo les había visto…, y el resto ya lo saben. El Victoria me siguió y ustedes me cogieron al vuelo, como se coge una sortija en el juego de este nombre. ¿No tenía razón en confiar? Ya ve, señor Samuel, que todo lo que ha pasado es muy sencillo y lo más natural del mundo. Dispuesto estoy a repetir lo hecho, si la ocasión lo requiere. Es cosa de la que ni siquiera vale la pena de hablar.

-¡Mi buen Joe! -respondió el doctor, muy conmovido-. ¡No en vano confiábamos en tu inteligencia y destreza!

-No hay más que seguir los acontecimientos para salir de apuros. Lo mejor es aceptar las cosas como se presentan.

Durante la narración de Joe, el globo había salvado rápidamente una extensión de país considerable; Kennedy señaló en el horizonte una multitud de casas que ofrecían el aspecto de una ciudad. El doctor consultó el mapa y reconoció la ciudad de Tagelel, en el Damergu.

-Aquí -dijo- volveremos a encontrar el camino de Barth. Tenemos a la vista el punto donde se separó de sus dos compañeros, Richardson y Overweg. El primero debía seguir la senda de Zinder, y el segundo la de Moradi, y ya sabéis que, de los tres viajeros, Barth es el único que volvió a Europa.

-Así pues -dijo el cazador-, siguiendo en el mapa la dirección del Victoria, avanzamos directamente hacia el norte.

-Directamente, amigo Dick.

-¿Y eso no te inquieta un poco?

-¿Por qué?

-Porque nos dirigimos a Trípoli cruzando el gran desierto.

-Espero no ir tan lejos, amigo mío.

-¿Dónde, pues, piensas detenerte?

-Dime, Dick, ¿no sientes curiosidad por ver Tombuctú?

-¿Tombuctú?

-Sin duda -repuso Joe-. Nadie debe permitirse hacer un viaje a África sin visitar Tombuctú.

-Serás el quinto o sexto europeo que haya visto esa ciudad misteriosa.

-Pues vamos a Tombuctú.

-Entonces deja que lleguemos a 170 o 180 de latitud, y allí buscaremos un viento favorable que nos empuje hacia el oeste.

-De acuerdo -respondió el cazador-. Pero ¿tenemos aún que avanzar mucho hacia el norte?

-Ciento cincuenta millas, al menos.

-Entonces -replicó Kennedy-, voy a dormir un poco.

-Duerma -respondió Joe-, y usted también, señor. Sin duda tienen necesidad de descanso, porque les he hecho velar de una manera indiscreta.

El cazador se tendió bajo la tienda; pero Fergusson, que era infatigable, permaneció en su puesto de observación.

Tres horas después, el Victoria salvaba con suma rapidez un terreno pedregoso, con hileras de altas montañas peladas de base granítica. Algunos picos aislados llegaban a alcanzar una altura de cuatro mil pies. Las jirafas, los antílopes y los avestruces saltaban con maravillosa agilidad entre bosques de acacias, mimosas, guamos y palmeras. Tras la aridez del desierto, la vegetación recobraba su imperio. Aquél era el país de los kailuas, que se tapan la cara con una banda de algodón, igual que sus peligrosos vecinos los tuaregs.

A las diez de la noche, después de una soberbia travesía de doscientas cincuenta millas, el Victoria se detuvo sobre una ciudad importante, de la cual, al suave resplandor de la luna, se veía una parte medio en ruinas. Algunas cúpulas y minaretes de mezquitas reflejaban en distintos puntos los blancos rayos de la luna, y el doctor calculando la altura de las estrellas, reconoció que se hallaban en las inmediaciones de Agadés.

Dicha ciudad, centro en otro tiempo de un inmenso comercio, caminaba ya rápidamente hacia su ruina en la época en que la visitó el doctor Barth.

El Victoria, aprovechando la oscuridad, tomó tierra a dos millas de Agadés, en un gran campo de mijo. La noche fue bastante tranquila; a las cinco de la mañana el globo se vio solicitado hacia el oeste, incluso un poco al sur, por un viento ligero.

Fergusson se apresuró a aprovechar tan excelente ocasión. Se elevó rápidamente y partió envuelto en los rayos del sol naciente.

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