XXV
Un poco de filosofía. – Una nube en el horizonte. – En
medio de la niebla. – El globo inesperado. – Las
señales. – Reproducción exacta del Victoria. – Las
palmeras. – Vestigios de una caravana. – El pozo en
medio del desierto
Al día siguiente, la misma pureza del cielo y la misma inmovilidad de la atmósfera. El Victoria se elevó a una altura de quinientos pies, pero avanzó muy poco hacia el oeste.
-Nos hallamos en pleno desierto -dijo el doctor-.¡Qué inmensidad de arena! ¡Qué extraño espectáculo! ¡Qué singular disposición de la naturaleza! ¿Por qué en algunas comarcas hay una vegetación tan exuberante y en éstas una aridez tan desconsoladora, hallándose todos en la misma latitud y bajo los mismos rayos del sol?
-El porqué, amigo Samuel, me tiene sin cuidado -respondió Kennedy-; la razón me preocupa menos que el hecho. Es así, y no hay más vueltas que darle.
-Bueno es filosofar un poco, amigo Dick; eso no perjudica a nadie.
-Filosofemos; no hay inconveniente. Tiempo tenemos para ello, pues apenas nos movemos. Al viento le da miedo soplar, está dormido.
-No durará la calma -dijo Joe-, pues ya me parece distinguir algunos nubarrones al este.
-Joe tiene razón -respondió el doctor.
-¡Estupendo! -exclamó Kennedy-. ¿Y nos corresponderá una nube, con una buena lluvia y un buen viento que nos azoten la cara?
-Ya veremos, Dick, ya veremos.
-Sin embargo, hoy es viernes, señor, y yo desconfío de los viernes.
-Pues espero ver hoy mismo disipadas tus prevenciones.
-¡Ojalá, señor! ¡Uf! -añadió, enjugándose la cara-. Bueno será el calor en invierno, pero ahora maldita la falta que hace.
-¿No crees que este sol abrasador puede echar a perder el globo? -preguntó Kennedy al doctor.
-No; la gutapercha con la que está untado el tafetán resiste temperaturas mucho más elevadas. La temperatura a que lo he sometido interiormente por medio del serpentín ha sido algunas veces de 1580, y el envoltorio no se ha resentido lo más mínimo.
-¡Una nube! ¡Una nube de veras! -exclamó en aquel momento Joe, cuya vista desafiaba todos los prismáticos.
En efecto, una faja espesa y ya visible se elevaba lentamente sobre el horizonte. Era una nube de un carácter especial, formada, al parecer, de nubecillas que conservaban su forma primitiva, de lo que el doctor dedujo que no había en su aglomeración ninguna corriente de aire.
Aquella masa compacta había aparecido hacia las ocho de la mañana, y a las once alcanzaba el disco del sol, que desapareció por completo detrás de aquella tupida cortina. En ese mismo momento, la parte inferior de la nube abandonaba la línea del horizonte, que brillaba con una luz copiosa.
-No es más que una nube aislada -dijo el doctor-, y no podemos contar mucho con ella. Mira, Dick, sigue teniendo exactamente la misma forma que esta mañana.
-En efecto, Samuel, ahí no hay ni lluvia, ni viento, al menos para nosotros.
-Eso es lo que me temo, pues se mantiene a una gran altura.
-Samuel, ¿y si fuésemos a buscar la nube, ya que no quiere descargar sobre nosotros?
-No creo que nos sirva de mucho -respondió el doctor-; será un consumo más considerable de gas y, por consiguiente, de agua. Pero, en nuestra situacion, debemos intentarlo todo; vamos a subir.
El doctor activó al máximo la llama del soplete en las espirales del serpentín. Se produjo un calor violento, y el globo se elevó bajo la acción del hidrógeno dilatado.
A unos mil quinientos pies de la tierra encontró la masa opaca de la nube y entró en una espesa niebla, manteniéndose a esta altura. Sin embargo, no halló un soplo de viento; la niebla parecía incluso desprovista de humedad, y apenas se humedecieron los objetos expuestos a su contacto. El Victoria, envuelto en aquel vapor, marchó con un poco menos de pereza, pero fue cosa insignificante.
El doctor constataba con tristeza el mediocre resultado obtenido con su maniobra, cuando oyó a Joe exclamar en un tono de viva sorpresa:
-¡Cielo santo!
-¿Qué sucede, Joe?
-¡Señor Samuel! ¡Señor Kennedy! ¡Qué cosa tan rara!
-¿Qué ocurre? Explícate.
-¡No estamos aquí solos! ¡Hay intrigantes! ¡Nos han robado nuestro invento!
-¿Se ha vuelto loco? -preguntó Kennedy.
Joe era la viva imagen del asombro. No se movía.
-¿Habrá turbado el sol la razón de este pobre muchacho? -dijo el doctor, volviéndose hacia él.
-¿Quieres decirme … ? -le preguntó.
-Pero ¿no lo ve, señor? -exclamó Joe, indicando un punto en el espacio.
-¡Por san Patricio! -exclamó Kennedy a su vez-. ¡Esto es increíble! ¡Mira, mira, Samuel!
-Lo veo -respondió tranquilamente el doctor.
-¡Otro globo! ¡Otros viajeros como nosotros!
En efecto, a doscientos pies de distancia, un aeróstato flotaba en el aire con su barquilla y sus viajeros, y seguía exactamente el mismo rumbo que el Victoria.
-Pues bien -dijo el doctor-, vamos a hacerle algunas señales. Toma el pabellón, Kennedy, y enseñémosle nuestros colores.
Parece que los viajeros del segundo aeróstato habían concebido simultáneamente la misma idea, pues la misma enseña repetía idénticamente el mismo saludo en una mano que la agitaba de la misma forma.
-¿Qué significa esto? -preguntó el cazador.
-¡Son monos! -exclamó Joe-. ¡Se están burlando de nosotros!
-Esto significa -respondió Fergusson, riendo- que eres tú mismo, amigo Dick, quien hace la señal en las dos barquillas; quiere decir que en las dos barquillas estamos nosotros, y que ese globo, en resumidas cuentas, es el Victoria.
-Con todo respeto, señor –dijo Joe-, por ahí no paso.
-Ponte junto a la borda, Joe, mueve los brazos de un lado a otro, y verás.
Joe obedeció y vio instantáneamente reproducidos con toda exactitud sus movimientos.
-Es un efecto de espejismo -explicó el doctor-, un simple fenómeno óptico debido al enrarecimiento desigual de las capas de aire. Ésa es la explicación.
-¡Es maravilloso! -repetía Joe, que no daba crédito a sus ojos y no paraba de hacer contorsiones para convencerse.
-¡Qué curioso espectáculo! -repuso Kennedy-. ¡Da gusto ver nuestro Victoria! ¿Sabes que tiene buen porte y que se mantiene majestuosamente?
-Explíquese como se quiera -replicó Joe-, es la cosa mas singular del mundo.
Pero la imagen no tardó en desvanecerse gradualmente: las nubes se elevaron a mayor altura, abandonando al Victoria, que no trató de seguirlas, y al cabo de una hora desaparecieron en el cielo.
El viento, apenas perceptible, disminuyo mas y mas. El doctor, desesperado, hizo bajar el globo hasta muy cerca de tierra.
Los viajeros, a quienes aquel incidente había arrancado de sus preocupaciones, se entregaron de nuevo a sus tristes pensamientos, abrumados por un calor insoportable.
Hacia las cuatro, Joe indicó un objeto que sobresalía en el inmenso arenal, y pronto pudo afirmar que eran dos palmeras que se elevaban a poca distancia.
-¡Palmeras! -exclamó Fergusson-. ¿Hay, pues, una fuente, un pozo?
Tomó los prismáticos y se convenció de que a Joe no le engañaba la vista.
-¡Por fin, agua! ¡Agua! -repitió-. Estamos salvados, pues, por poco que avancemos, tarde o temprano llegaremos.
-¿No podríamos, entretanto, señor, echar un trago? El aire es sofocante.
-Echémoslo, muchacho.
Nadie se hizo de rogar. En un momento desapareció una pinta entera, por lo que la provisión quedó reducida a tres pintas y media.
-¡No hay nada en el mundo como el agua! -dijo Joe-. ¡Qué cosa tan rica! Me la he bebido más a gusto que la cerveza de Perkins.
-Ahí tienes las ventajas de la privacion -respondió el doctor.
-¡Pobres ventajas! -dijo el cazador-. Yo de buena gana renunciaría al placer de beber agua, con tal de que no me faltara nunca cuando la necesito.
A las seis, el Victoria planeaba sobre las palmeras.
Eran dos árboles enclenques, enfermizos, casi secos, dos espectros de árboles sin hojas, más muertos que vivos. Fergusson los contempló con espanto.
Junto a un tronco se distinguían las piedras medio pulverizadas de un pozo, que, desmenuzadas por los ardores del sol, se confundían casi con la arena del desierto. No había rastro alguno de humedad. Samuel sintió que se le oprimía el corazón, y se disponía a participar sus recelos a sus compañeros cuando las exclamaciones de éstos llamaron su atención.
Hacia el oeste, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una larga línea de blancas osamentas. Fragmentos de esqueletos rodeaban la seca fuente. Sin duda alguna, una caravana había llegado hasta allí, marcando su paso con este largo osario. Los más débiles habían caído uno tras otro en la arena, y los más fuertes, después de llegar a tan deseada fuente, habían encontrado junto a ella una muerte horrible.
Los pasajeros se miraron y se quedaron pálidos.
~¡No bajemos! -dijo Kennedy-. ¡Huyamos de tan horrible espectáculo! No hallaremos una gota de agua.
-Debemos convencernos por nuestros propios ojos, Dick, y lo mismo da pasar aquí la noche que en otra parte. Exploraremos el pozo hasta el fondo; acaso quede aún algo del manantial que hubo en otro tiempo.
El Victoria tomó tierra. Joe y Kennedy pusieron en la barquilla un peso de arena equivalente al suyo y bajaron. Corrieron al pozo y penetraron en su interior por una escalera que no era mas que polvo. El manantial parecía agotado desde muchos años atrás. Cavaron en una arena seca y suelta, de una aridez incomparable, sin hallar indicio alguno de humedad.
El doctor les vio volver a la superficie del desierto inundados de sudor, agotados, cubiertos de un polvo fino, desalentados, desesperados.
Comprendió la infructuosidad de sus investigaciones. Lo presentía, pero no había dicho una palabra. Comprendía que a partir de aquel momento debería tener valor y energía por los tres.
Joe traía en la mano los fragmentos de un odre, que tiró con cólera en medio de los huesos esparcidos por el suelo.
Durante la cena reinó un profundo silencio entre los viajeros, que comian con repugnancia.
Y sin embargo, no habían sufrido aún los verdaderos tormentos de la sed; sólo desesperaban por el futuro.
XXVI
Ciento trece grados. – Reflexiones del doctor. –
Pesquisas desesperadas. – Se apaga el soplete. – Ciento
cuarenta grados. – La contemplación del desierto. – Un
paseo de noche. – Soledad. – Desfallecimiento. –
Proyecto de Joe. – Un día de plazo
El espacio recorrido por el Victoria en todo el día anterior no pasaba de diez millas, y había consumido ciento sesenta y dos pies cúbicos de gas.
El sábado por la mañana el doctor ordenó partir.
-El soplete –dijo- ya no puede funcionar mas que seis horas. Si en este tiempo no hemos descubierto un pozo ni un manantial, ¡Dios sabe lo que será de nosotros!
-¡Ni un soplo de aire esta mañana, señor! -dijo Joe-. Aunque tal vez se levante -añadió, viendo la mal disimulada tristeza de Fergusson.
¡Vana esperanza! Reinaba una calma chicha, una de esas calmas que en los mares tropicales encadenan obstinadamente a los buques de vela. El calor se hizo intolerable, y el termómetro marcó 1130 a la sombra, bajo la tienda.
Joe y Kennedy, tendidos uno al lado del otro, buscaban en la modorra, ya que no en el sueño, el olvido de la situación. Una inactividad forzada los condenaba a penosos ocios. El hombre es más digno de lástima cuando no puede apartar sus pensamientos por medio de un trabajo u ocupación material. Los viajeros nada tenían que vigilar, ni nada tampoco que intentar; debían padecer la situación sin poder mejorarla.
Los tormentos de la sed empezaron a hacerse sentir cruelmente. El aguardiente, lejos de apaciguar aquella necesidad imperiosa, la aumentaba más y más, y se hacía muy acreedor al nombre de «leche de los tigres» que le dan los naturales de África. Quedaban apenas dos pintas de un líquido recalentado, y todos fijaban sus miradas en aquellas gotas preciosas, sin que nadie se atreviese a mojar con ellas sus labios. ¡Dos pintas de agua en medio de un desierto!
Entonces el doctor Fergusson, abismado en sus reflexiones, se preguntó si había obrado con prudencia, si no hubiera valido más conservar el agua que había descompuesto para mantenerse en la atmósfera. Algún camino había recorrido, sin duda, pero ¿había ganado algo con ello? Aunque se encontrase seiscientas millas más atrás bajo aquella latitud, ¿qué podía importarle, puesto que carecía de agua en aquel sitio? El viento, si por fin se levantara, soplaría tanto allí como aquí, incluso aquí con menos fuerza si viniera del este. Pero la esperanza empujaba a Samuel hacia adelante. ¡Y sin embargo, los dos galones de agua consumidos inútilmente hubieran bastado para hacer en el desierto un alto de nueve días ¡Y en nueve días podían producirse muchos cambios! Tal vez, al mismo tiempo que conservaba el agua, debió subir echando lastre, aunque luego para volver a bajar tuviese que perder gas en abundancia. ¡Pero el gas era la sangre del globo, era su vida!
Estas mil reflexiones se cruzaban en su cabeza, que apoyaba entre las manos durante horas enteras sin levantarla.
« ¡Es preciso hacer un último esfuerzo! -se dijo hacia las diez de la mañana-. ¡Es preciso intentar por última vez descubrir una corriente atmosférica que nos lleve! ¡Es preciso arriesgar nuestros últimos recursos! »
Y, mientras sus compañeros dormitaban, llevó a una elevada temperatura el hidrógeno del aeróstato, el cual se redondeó con la dilatación del gas, y subió siguiendo en línea recta los rayos perpendiculares del sol. El doctor buscó en vano un soplo de aire desde los cien pies hasta los cinco mil; su punto de partida permaneció tenazmente debajo de la barquilla. Una calma absoluta parecía reinar hasta en los últimos límites de la atmósfera.
Finalmente, el agua se acabó, el soplete se apagó por falta de gas, la pila de Bunsen dejó de funcionar y el Victoria, contrayéndose, bajó nuevamente a la arena para detenerse en el mismo hoyo que había abierto con la barquilla.
Era mediodía. El doctor estimó que se encontraban a 190 35’ de longitud y 60 51’ de latitud, a cerca de quinientas millas del lago Chad y a más de cuatrocientas de las costas occidentales de África. Al tomar tierra el globo, Dick y Joe salieron de su pesada modorra.
-Nos detenemos -dijo el escocés.
-Por fuerza -respondió el doctor en tono grave.
Sus compañeros le comprendieron. El nivel del suelo, a consecuencia de su constante depresión, se hallaba entonces al nivel del mar, por lo que el globo se mantuvo en un equilibrio perfecto y una inmovilidad absoluta.
El peso de los viajeros fue reemplazado por una carga equivalente de arena, y éstos echaron pie a tierra, se sumieron en sus pensamientos y durante algunas horas no despegaron los labios. Joe preparó la cena, compuesta de galletas y pemmican, que apenas probó nadie, y un sorbo de agua caliente completó tan triste cena.
Durante la noche, nadie veló, pero nadie durmió tampoco. El calor era sofocante. Al día siguiente no quedaba más que media pinta de agua; el doctor la puso aparte y todos resolvieron no recurrir a ella sino en último extremo.
-¡Me ahogo! -exclamó al poco Joe-. ¡El calor va en aumento! No me extraña -dijo, después de haber consultado el termómetro-. ¡Ciento cuarenta grados!
-La arena -respondió el cazador- abrasa como si saliese de un horno. ¡Y ni una nube en este cielo de fuego! ¡Es para volverse loco!
-No nos desesperemos -dijo el doctor-; a estos grandes calores suceden inevitablemente, en esta latitud, tempestades que llegan con la rapidez del rayo. A pesar de la angustiosa serenidad del cielo, pueden producirse en él en menos de una hora grandes alteraciones.
-¡Pero algún indicio habría! -repuso Kennedy.
-Pues bien -dijo el doctor-, me parece que el barómetro tiene una ligera tendencia a bajar.
-¡El cielo te oiga, Samuel! Porque estamos clavados al suelo como un pájaro con las alas rotas.
-Con una diferencia, sin embargo, amigo Dick: nuestras alas están intactas y espero que todavía podamos utilizarlas.
-¡Viento! ¡Viento! -exclamó Joe-. ¡Viento con que trasladarnos a un arroyo, a un pozo, y no nos faltará nada! Tenemos víveres suficientes, y con agua aguardaríamos un mes sin sufrir. ¡Pero la sed es una cosa horrible!
La sed, así como la contemplación incesante del desierto, fatiga la mente. No había ni un accidente del terreno, ni un montículo de arena, ni un guijarro donde descansar la mirada. Aquella llanura descorazonadora causaba esa desazon conocida como enfermedad del desierto. La impasibilidad de aquel árido azul del cielo y aquel amarillo inmenso de la arena acababan por asustar. En aquella atmósfera incendiada, el calor parecía vibrar, como encima de una fragua incandescente; el corazón se desesperaba ante aquella calma inmensa, y no se entreveía ninguna razón para que cesase aquel estado de cosas, pues la inmensidad es una especie de eternidad.
Así es que los pobres viajeros, privados de agua bajo aquella temperatura tórrida, empezaron a experimentar síntomas de alucinación; sus ojos se agrandaban y su mirada se volvía turbia.
Llegada la noche, el doctor resolvió combatir por medio de un paseo rápido aquella disposición alarmante. Quiso recorrer aquella llanura de arena durante algunas horas, no para buscar, sino, simplemente, para andar.
-Seguldme -dijo a sus compañeros-; creedme, el paseo os sentará bien.
-Imposible -respondió Kennedy-. No podría dar un paseo.
-Yo prefiero dormir -dijo Joe.
-Pero, amigos, el sueño o el reposo os serán funestos. Reaccionad contra vuestro abatimiento. Vamos, seguidme.
Nada pudo obtener de ellos el doctor, y partió solo en medio de la estrellada transparencia de la noche. Sus primeros pasos fueron penosos: los pasos de un hombre debilitado y que ha perdido la costumbre de andar. Pero pronto se percató de que aquel ejercicio le resultaría beneficioso. Avanzó unas millas hacia el oeste, y su ánimo cobraba algún aliento cuando, de repente, se sintió acometido por una sensación de vértigo; se creyo inclinado sobre un abismo, sintió que se le doblaban las rodillas; aquella inmensa soledad le aterrorizó; él era el punto matemático, el centro de una circunferencia infinita, es decir, ¡nada! El Victoria desaparecía enteramente en la oscuridad. ¡El impasible doctor, el audaz viajero experimentó súbitamente un miedo insuperable! Quiso retroceder, pero fue en vano. Gritó, pero no le contestó ningún eco, y su voz cayó en el espacio como una piedra en un abismo sin fondo. Se tumbó en la arena desfallecido y solo, en medio de los grandes silencios del desierto.
A medianoche volvió en sí entre los brazos de su fiel Joe; éste, inquieto por la prolongada ausencia de su señor, había seguido sus huellas perfectamente impresas en la llanura y lo había encontrado desvanecido.
-¿Qué le ha ocurrido, señor? -preguntó.
-Nada, mi buen Joe; un momento de debilidad, ni más ni menos.
-En efecto, señor, no será nada. Pero, levántese; apóyese en mí y volvamos al Victoria.
El doctor, del brazo de Joe, volvió a tomar el camino que había seguido.
-Ha sido una imprudencia, señor, aventurarse como lo ha hecho. Podían haberle robado -añadió, riendo-. Ahora, señor, hablemos con seriedad.
-Habla. Te escucho.
-Es absolutamente indispensable tomar una decisión. Nuestra situación no puede prolongarse más que unos pocos días, y si no llega viento estamos perdidos. -El doctor guardó silencio-. Es necesario que alguno de nosotros se sacrifique por la salvación común, y es muy natural que sea yo.
-¿Qué quieres decir? ¿Cuál es tu proyecto?
-Un proyecto muy sencillo: coger provisiones y caminar siempre hacia adelante hasta llegar a algún sitio. Durante ese tiempo, si el cielo les envía un viento favorable, no me aguarden; partan. Yo, si llego a una aldea, saldré del paso con unas cuantas palabras en árabe que usted me habrá facilitado por escrito y regresaré con ayuda o dejaré en la empresa mi pellejo. ¿ Qué le parece mi plan?
-Que es insensato, pero digno de tu gran corazón, Joe. No te separarás de nosotros; es imposible.
-Pero, señor, algo se ha de hacer, y lo que propongo no le perjudica en lo más mínimo, puesto que, como he dicho, no tendrá que aguardarme; y, en rigor, ¿no puedo salir bien de mi empeño?
-¡No, Joe! ¡No! ¡No nos separaremos! La separación sería un nuevo dolor añadido a los que nos afligen. Estaba escrito que habíamos de pasar lo que estamos pasando, y escrito también está probablemente que nuestra situación mejore más adelante. Aguardemos, pues, con resignacion.
-De acuerdo, señor, pero le advierto que le doy un día para pensarlo y no aguardaré más. Hoy es domingo, o, mejor dicho, lunes, pues ya es la una de la madrugada. Si el martes no partimos, probaré fortuna. Mi decisión es irrevocable.
El doctor no respondió; llegó a la barquilla y se acomodó al lado de Kennedy. Éste se hallaba sumido en un silencio absoluto, que no debía de ser efecto del sueño.
XXVII
Calor espantoso. – Alucinaciones. – Las últimas gotas
de agua. – Noche de desesperación. – Tentativa de
suicidio. – El simún. – El oasis. – León
y leona
Al día siguiente, lo primero que hizo el doctor fue consultar el barómetro. La columna de mercurio había experimentado un descenso apenas apreciable.
« ¡Nada! -dijo para sí-. ¡Nada! »
Salió de la barquilla para examinar el tiempo: el mismo calor, la misma pureza del cielo, la misma impasibilidad.
-¿Es, pues, preciso desesperar? -exclamó.
Joe, absorto en sus pensamientos, en su proyecto de exploración, no despegaba los labios.
Kennedy se levantó muy enfermo y presa de una sobreexcitación alarmante. Le acosaba la sed de una manera horrible; su lengua y sus labios entumecidos difícilmente podían articular un sonido.
Quedaban aún algunas gotas de agua. Todos lo sabían, todos pensaban en ellas y se sentían atraídos hacia ellas, pero nadie se atrevía a acercarse.
Aquellos tres compañeros, aquellos tres amigos se miraban con ojos extraviados, con un sentimiento de avidez bestial que se pintaba principalmente en el semblante de Kennedy, cuyo vigoroso organismo sucumbía antes a aquellas intolerables privaciones. Durante todo el día estuvo delirando; iba y venía lanzando gritos roncos, mordiéndose los puños, dispuesto a abrirse las venas para apagar su sed con su propia sangre.
-¡Ah! -exclamó-. ¡País de la sed! ¡Mejor deberías llamarte país de la desesperación!
Cayó luego profundamente postrado, y no se oyó más que el silbido de su respiracion entre sus labios abrasados.
Al anochecer, Joe fue acometido a su vez por un principio de locura. Aquella interminable sábana de arena la parecía un inmenso estanque de limpias y cristalinas aguas, y más de una vez se puso de bruces en la inflamada arena para beber, y se levantó con la boca llena de polvo.
-¡Maldición! -dijo con cólera-. ¡Es agua salada!
Entonces, mientras Fergusson y Kennedy permanecían tendidos sin moverse, se apoderó de él el invencible pensamiento de apurar las pocas gotas de agua que había reservadas. Este pensamiento fue más fuerte que él; se dirigió, arrastrándose, a la barquilla, contempló con sedientos ojos la botella donde estaba el agua, la cogió y se la llevó a los labios.
En aquel momento, estas palabras, « ¡A beber! ¡A beber! », fueron pronunciadas en un tono que desgarraba el alma.
Era Kennedy, que se arrastraba junto a él; el desgraciado inspiraba compasión, pedía de rodillas, lloraba.
Joe, llorando también, le ofreció la botella, y Kennedy apuró su contenido hasta la última gota.
-Gracias -dijo.
Pero Joe no le oyó; igual que él, se había desplomado sobre la arena.
Se ignora lo que pasó durante aquella espantosa noche. Pero el martes por la mañana, bajo los chorros de fuego que derramaba el sol, los infortunados sintieron que sus miembros se secaban poco a poco. Cuando Joe quiso levantarse, le resultó imposible, de manera que no pudo poner en práctica su proyecto.
El muchacho miró a su alrededor. En la barquilla, el abrumado doctor, con los brazos cruzados, miraba un punto imaginario en el espacio espantoso; meneaba la cabeza de derecha a izquierda como una fiera enjaulada.
De repente, la mirada del cazador se dirigió a su carabina, cuya culata sobresalía del borde de la barquilla.
-¡Ah! -exclamó, levantándose con un esfuerzo sobrehumano.
Y se precipitó hacia el arma, extraviado, loco, y dirigió el cañón hacia su boca.
-¡Señor! ¡Señor! -exclamó Joe, arrojándose sobre él.
-¡Déjame! ¡Quita! -dijo el escocés con voz ronca.
Los dos luchaban con encarnizamiento.
-Apártate o te mato -repitió Kennedy.
Pero Joe se asía a él con fuerza, y así combatieron durante más de un minuto sin que el doctor pareciese reparar en nada; pero, durante la lucha, la carabina se disparó, y al ruido de la detonación el doctor se levantó como un espectro y miró a su alrededor.
De pronto, su mirada se animó, extendió una mano hacia el horizonte y, con una voz que nada tenía de humano, exclamó:
-¡Allá! ¡Allá! ¡Allá abajo!
Había una energía tal en su gesto que Joe y Kennedy se separaron y miraron.
La llanura se agitaba como un mar encrespado por la tempestad; olas de arena se estrellaban unas contra otras en medio de una intensa polvareda; una inmensa columna venía del sudeste arremolinándose con extrema rapidez; el sol desaparecía detrás de una nube opaca cuya sombra desrnedida se prolongaba hasta el Victoria; los granos de fina arena se deslizaban con la facilidad de las moléculas líquidas, y aquella marea ascendente subía poco a poco.
Una enérgica mirada de esperanza brilló en los ojos de Fergusson.
-¡El simún! -exclamó.
-¡El simún! -repitió Joe, sin comprender muy bien lo que decía el doctor.
-¡Mejor! -exclamó Kennedy con una rabia desesperada-. ¡Mejor! ¡Vamos a morir!
-¡Mejor! -replicó el doctor-. ¡Vamos a vivir!
Y empezó a echar rápidamente la arena que servia de lastre a la barquilla.
Sus compañeros le comprendieron al fin y se unieron a él.
. -¡Y ahora, Joe -dijo el doctor-, echa fuera unas cincuenta libras de tu mineral!
Joe no vaciló, aunque no dejó de experimentar cierta repugnancia. El globo se elevó.
-Ya era hora -exclamó el doctor.
El simún llegaba, en efecto, con la rapidez del rayo. Poco faltó para que el Victoria quedara aplastado, despedazado, destrozado. El inmenso torbellino lo alcanzó y lo envolvió en una lluvia de arena.
-¡Más lastre fuera! -gritó el doctor a Joe.
-¡Ya está! -respondió este último, arrojando un enorme fragmento de cuarzo.
El Victoria subió rápidamente encima del torbellino; pero, envuelto en el inmenso desplazamiento de aire, fue arrastrado a una velocidad incalculable sobre aquel mar espumoso.
Samuel, Dick y Joe no hablaban. Miraban y esperaban, refrescados por el viento del torbellino.
A las tres cesaba la tormenta; la arena, al caer de nuevo, formaba una innumerable cantidad de montículos, y el cielo recobraba su tranquilidad inicial.
El Victoria, otra vez inmóvil, flotaba a la vista de un oasis, isla cubierta de árboles verdes que sobresalía de la superficie de aquel océano.
-¡Allí! ¡Allí está el agua! -exclamó el doctor. De inmediato, abriendo la válvula superior, dejó escapar el hidrógeno y bajó lentamente a doscientos pasos del oasis.
Los viajeros habían recorrido en cuatro horas un espacio de doscientas cuarenta millas.
La barquilla quedó al momento equilibrada, y Kennedy, seguido de Joe, saltó a tierra.
-¡Vuestros fusiles! -exclamó el doctor-. ¡Vuestros fusiles, y sed prudentes!
Dick cogió su carabina y Joe una de las escopetas. Avanzaron rápidamente hasta los árboles y penetraron bajo aquella fresca vegetación que les anunciaba manantiales abundantes, sin hacer caso de unas anchas pisadas, de unas huellas recién dejadas en la tierra húmeda.
De repente, a veinte pasos de distancia, sonó un rugido.
-¡El rugido de un león! -dijo Joe.
-¡Mejor! -repitió el cazador, exasperado-. ¡Lucharemos! Uno es fuerte cuando no se trata más que de luchar.
-¡Prudencia, señor Dick, prudencia! De la vida de uno depende la de todos.
Pero Kennedy no le escuchaba. Avanzaba con los ojos en llamas y la carabina amartillada, terrible en su audacia. Debajo de una palmera, un enorme león de negra melena permanecía en actitud de ataque. Apenas distinguió al cazador, dio un salto hacia él; pero no había llegado aún a tierra cuando una bala le atravesó el corazón y cayó muerto.
-¡Hurra! ¡Hurra! –exclamó Joe.
Kennedy se precipitó hacia el pozo, se deslizó por los húmedos peldaños y se tumbó boca abajo ante un fresco manantial, donde sumergió los labios ávidamente. Joe le imitó. Sólo se oían esos lametones que dan los animales para beber.
-¡Cuidado, señor Dick! –dijo Joe, respirando-. ¡No abusemos!
Pero Dick, sin responder, seguía bebiendo. Sumergía la cabeza y las manos en aquella agua bienhechora; se embriagaba.
-¿Y el señor Fergusson? -preguntó Joe.
El nombre del doctor hizo volver en sí a Kennedy, el cual llenó una botella que llevaba y se dirigió corriendo hacia la escalera del pozo.
Pero cuál no sería su asombro al encontrarse cerrada por un enorme cuerpo la salida de la gruta. Joe, que lo seguía, tuvo que retroceder con él.
-¡Estamos encerrados!
-¿Quién nos puede haber encerrado? ¡Eso es imposible!
Antes de concluir la frase, un rugido terrible le hizo comprender con qué nuevo enemigo tenía que habérselas
-¡Otro león! -exclamó Joe.
-¡No, una leona! ¡Ah! ¡Maldito animal! Aguarda -dijo el cazador, volviendo a cargar con presteza su carabina.
Un instante después hacía fuego, pero el animal había desaparecido.
-¡Adelante! -exclamó Kennedy.
-No, señor Dick, no. La leona está viva; si la hubiese matado, su cuerpo habría rodado hasta aquí. ¡Está a acecho, preparada para saltar sobre el primero que vea aparecer, y ése está perdido!
-¿Qué hacer, pues? ¡Es preciso salir! ¡Samuel nos está esperando!
-Atraigamos al animal; coja mi escopeta y déme su carabina.
-¿Cuál es tu plan?
-Ahora lo verá.
Joe se quitó la chaqueta que llevaba, la puso en el extremo del arma y se la presentó como cebo a la leona, asomándola por la abertura. La fiera se arrojó con furor contra aquel objeto, y Kennedy, que la aguardaba muy preparado, le metió un balazo en el cuerpo. La leona rodó por la escalera, rugiendo, y derribó a Joe. Éste creía ya sentir en su cuerpo las enormes garras del animal, cuando se oyó un segundo disparo y el doctor Fergusson apareció en la abertura, con una escopeta todavía humeante en la mano.
Joe se levantó con ligereza, saltó por encima de la leona, ya rematada, y le entregó a su señor la botella llena de agua.
Cogerla y vaciarla casi por completo fue para Fergusson una misma cosa, y los tres viajeros, desde el fondo de su corazón, dieron gracias a la Providencia, que tan milagrosamente les había salvado.
XXVIII
Noche deliciosa. – La cocina de Joe, – Disertación sobre
la carne cruda. – Historia de James Bruce. – Los sueños
de Joe. – El barómetro baja. – El termómetro sube. –
Preparativos de marcha. – El huracán
La noche fue encantadora. La pasaron bajo la fresca sombra de las mimosas, después de una reconfortante cena en la que no se escatimaron el té y el grog.
Kennedy había recorrido aquel pequeño dominio en todas direcciones, sin dejarse un solo matorral por registrar. Los viajeros eran los únicos seres animados de aquel paraíso terrenal; se echaron sobre sus mantas y pasaron una noche apacible que les hizo olvidar sus pasados dolores.
Al día siguiente, 7 de mayo, el sol brillaba con todo su esplendor; pero sus rayos no podían atravesar la densa cortina de sombra. Como había abundancia de víveres, el doctor resolvió aguardar en aquel punto un viento favorable.
Joe había trasladado allí su cocina portátil y se entregaba a una multitud de combinaciones culinarias, gastando el agua con despreocupada prodigalidad.
-¡Qué extraña sucesión de penas y placeres! -exclamó Kennedy-. ¡Tanta abundancia después de tanta privación! ¡Tanto lujo después de tanta miseria! ¡Cuán cerca estuve de volverme loco!
-Amigo Dick -le dijo el doctor-, de no ser por Joe, no estarías ahora en actitud de disertar sobre la inestabilidad de las cosas humanas.
-¡Buen amigo! -exclamó Dick, tendiéndole la mano a Joe.
-No tiene que agradecerme nada -respondió éste-. Llegado el caso, señor Dick, usted haría conmigo otro tanto, aunque prefiero que no se le presente la ocasión.
-¡Cuán pobre es nuestra naturaleza! -repuso Fergusson-. ¡Dejarse abatir por tan poca cosa!
-¡Por un poco de agua, señor! ¡Preciso es que sea el agua un elemento muy necesario para la vida!
-Sin duda, Joe. Los que se ven privados de comer resisten mucho más tiempo que los que se ven privados de beber.
-Yo lo creo. Además, en caso necesario se come lo que se encuentra, aunque sea a un semejante, si bien debe de ser un alimento que deja una profunda huella en el ánimo.
-Es una comida, sin embargo -dijo Kennedy-, a la que los salvajes no hacen ningún asco.
-Sí, pero los salvajes son salvajes y están acostumbrados a comer carne cruda, una costumbre que me repugnaria.
-Tan repugnante es, en efecto -repuso el doctor-, que nadie dio crédito a los relatos de los primeros viajeros que vinieron a África, los cuales refirieron que muchas tribus se alimentan de carne cruda. La generalidad negó el hecho, lo que dio origen a una singular aventura de James Bruce.
-Cuéntenosla, señor, ya que tenemos tiempo para escucharle -dijo Joe, repantigándose voluptuosamente sobre la fresca hierba.
-Con mucho gusto. james Bruce era un escocés del condado de Stirling que, desde 1768 hasta 1772, recorrió toda Abisinia hasta el lago Tana, en busca de las fuentes del Nilo. Regresó después a Inglaterra, donde no publicó sus viajes hasta 1790. Sus narraciones fueron acogidas con la mayor incredulidad, como sin duda alguna serán acogidas las nuestras. Los hábitos de los abisinios parecían tan diferentes de los usos y costumbres ingleses que nadie quería creerlo. Entre otros pormenores, James Bruce había dicho que los pueblos del África oriental comían carne cruda. Este hecho hizo que todo el mundo se declarase contra el viajero. ¡Podía decir lo que se le ocurriese! ¡Nadie iría a comprobarlo! Bruce era un hombre de mucho valor y con un genio de demonios. Las dudas le ponían de un humor de perros. Un día, en un salón de Edimburgo, un escocés sacó delante de él el tema de las chanzas diarias, y al hablar de la carne cruda declaró que tal cosa no era ni posible ni cierta. Bruce guardó silencio. Salió y volvió a los pocos instantes con un filete crudo, espolvoreado con sal y pimienta, según la costumbre africana. «Caballero -dijo el escocés-, por el mero hecho de dudar de una cosa que yo he asegurado, me ha inferido una gran ofensa. Creyéndola imposible, ha incurrido en error, y para demostrárselo a los presentes se va a comer inmediatamente este filete crudo o me dará satisfacción por sus injurias.» El escocés tuvo miedo y obedeció sin dejar de hacer muecas de repugnancia. Entonces, con la mayor sangre fría, James Bruce añadió: «Aun admitiendo, caballero, que la cosa no sea cierta, en lo sucesivo no sostendrá que es imposible.»
-Bien contestado -dijo Joe-. Si el escocés cogió una indigestión, bien merecida la tuvo. Y si al regresar a Inglaterra hay quien ponga nuestro viaje en duda…
-¿Qué harás, Joe?
-¡Haré comer a los incrédulos los restos del Victoria, sin sal y sin pimienta!
Y Kennedy y el doctor se rieron de la ocurrencia de Joe. Así pasó el día en agradables conversaciones. Con la fuerza volvía la esperanza, y con la esperanza, la audacia. El pasado se borraba delante del porvenir con una rapidez providencial.
Joe no hubiera querido salir nunca de aquel sitio encantador; era el reino de sus sueños. Estaba en él como en su casa. Se empeñó en que su señor le diera la situación exacta del oasis, y con mucha gravedad escribió entre sus apuntes de viaje: 150 43’ de longitud y 80 32’ de latitud.
Kennedy no lamentaba mas que una cosa: no poder cazar en aquel bosque en miniatura, por no haber, según él decía, abundancia de fieras.
-Sin embargo, amigo Dick -repuso el doctor-, eres demasiado olvidadizo. ¿Y el león y la leona?
-¿Y qué? -dijo con el desdén que inspira al verdadero cazador la caza ya muerta-. Pero el hecho es que su presencia en este oasis nos permite suponer que no estamos muy lejos de comarcas más fértiles.
-No es suficiente prueba, Dick. Semejantes animales, acosados por el hambre o la sed, salvan con frecuencia distancias considerables. Así es que durante la noche haremos bien en vigilar con más atención e incluso en encender hogueras.
-¡Hogueras con esta temperatura! -exclamó Joe-. En fin, si es necesario, se hará. Pero, la verdad, me causará verdadero pesar la destrucción de este hermoso bosque que tan útil nos ha sido.
-Procuraremos no incendiarlo -respondió el doctor-, a fin de que otros puedan hallar en él un refugio en medio del desierto.
-Lo procuraremos, señor; pero ¿cree usted que este oasis es conocido?
-Sin duda. Es un lugar de alto para las caravanas que frecuentan el centro de África, y su visita podría no gustarte, Joe.
-¿Es que por aquí también abundan esos horribles nyam-nyam?
-Desde luego. Ése es el nombre general de todas estas poblaciones, y, bajo el mismo clima, las mismas razas deben de tener costumbres análogas.
-¡Qué asco! -dijo Joe-. Pero, si bien se mira, la cosa es muy natural. Si los salvajes tuviesen los mismos gustos que los civilizados, ¿en qué se diferenciarían unos de otros? He aquí unos personajes que no se hubieran hecho de rogar para zamparse el filete del escocés y al propio escocés por añadidura.
Después de esta reflexión tan sensata, Joe fue a encender las hogueras para la noche, procurando escatimar la leña todo lo posible. Afortunadamente, las precauciones fueron inútiles, y uno tras otro cayeron en un tranquilo sueño.
Al día siguiente el tiempo siguió sin cambiar; se mantenía obstinadamente bueno. El globo permanecía inmóvil, sin que la más insignificante oscilación revelase el menor soplo de viento.
El doctor empezaba a inquietarse de nuevo. Si el viaje se prolongaba, los víveres serían insuficientes. Después de haber estado próximos a sucumbir por falta de agua, ¿se verían condenados a morir de hambre?
Pero cobró ánimo al ver que el mercurio bajaba muy sensiblemente en el barómetro. Había señales evidentes de una próxima variación atmosférica. Resolvio, por tanto, hacer los preparativos de marcha para aprovechar la primera ocasión. La primera medida fue llenar la caja de víveres y la de agua.
Fergusson tuvo que restablecer a continuación el equilibrio del aeróstato y Joe se vio obligado a sacrificar una notable parte de su precioso mineral. Con la salud le habían vuelto las ideas de ambicion, y puso muy mala cara antes de obedecer a su señor, pero este le manifestó que no podía levantar un peso tan considerable, y le dio a escoger entre el agua y el oro. Joe dejó de vacilar, y echó a la arena un considerable número de sus preciosos pedruscos.
-Para los que vengan detrás de nosotros -dijo-. Quedarán muy asombrados al hallar la fortuna en este sitio.
-¿Y si algún sabio viajero -preguntó Kennedy- encuentra esos ejemplares?
-No dudes, amigo Dick, que le sorprenderá mucho y publicará su sorpresa en numerosos volúmenes. Algún día oiremos hablar de un maravilloso yacimiento de cuarzo aurífero en medio de las arenas de África.
-Y la causa de todo será Joe.
La idea de engañar tal vez a algún sabio consoló al joven y le hizo sonreír.
Durante el resto del día el doctor aguardó en vano una variación en la atmósfera. La temperatura subió, y habría resultado insoportable sin las sombras del oasis. El termómetro marcó 1490 al sol. Una verdadera lluvia de fuego atravesaba el aire. Fue el día de más calor observado hasta entonces.
Joe dispuso las hogueras igual que la noche anterior, y, durante las guardias del doctor y de Kennedy, no se produjo ningún nuevo incidente.
Pero, hacia las tres de la mañana, Joe, que era el encargado de la vigilancia, notó que bajaba la temperatura, que el cielo se cubría de nubes y que la oscuridad aumentaba.
-¡Alerta! -exclamó, despertando a sus compaiíeros-. ¡Alerta! ¡Se levanta viento!
-¡Es una tempestad! -dijo el doctor contemplando el cielo-. ¡Al Victoria! ¡Al Victoria!
Tuvieron que darse prisa. El Victoria se inclinaba bajo la fuerza del huracán y arrastraba la barquilla, que iba surcando la arena. Si, por casualidad, hubiera caído una parte del lastre, el globo habría partido y toda esperanza de encontrarlo habría sido vana.
Pero Joe, corriendo más que un galgo, detuvo la barquilla, y el aeróstato se dobló sobre la arena con peligro de romperse. El doctor ocupó su sitio, encendió el soplete y arrojó el exceso de peso.
Los viajeros miraron por última vez los árboles del oasis, que se plegaban por efecto de la tempestad, y luego arrastrados por un viento del este a doscientos pies de altura, desaparecieron en la noche.
XXIX
Indicios de vegetación. – Idea fantástica de un autor
francés. – País magnífico. – El reino de Adamaua. – Las
exploraciones de Speke y Burton enlazadas con las de
Barth. – Los montes Alantika. – El río Benué. – La
ciudad de Yola. – El Bagelé. – El monte Mendif
Desde el momento de la partida, los viajeros avanzaron con gran rapidez, como si les faltase tiempo para abandonar aquel desierto que tan funesto había estado a punto de serles.
Hacia las nueve y cuarto de la mañana se entrevieron algunos indicios de vegetación: hierbas flotando en aquel mar de arena y que les anunciaban, como a Cristóbal Colón, la proximidad de la tierra. Verdes vástagos brotaban tímidamente entre pedruscos que, a su vez, se convertirían en rocas de aquel océano.
Ondeaban en el horizonte colinas aun poco elevadas, cuyo perfil, difuminado por la bruma, se dibujaba vagamente. La monotonía desaparecía.
El doctor saludaba con entusiasmo aquella nueva comarca, y, cual vigía en un buque, estaba a punto de gritar:
-¡Tierra, tierra!
Una hora después, el continente se ofrecia a sus ojos con un aspecto aún salvaje, pero menos llano, menos desnudo y con algunos árboles que se perfilaban en el cielo ceniciento.
-¿Nos hallamos, pues, en tierra civilizada? -preguntó el cazador.
-Según lo que entienda por civilizado, señor Dick; de momento no veo habitantes.
-Al paso que llevamos -respondió Fergusson-, no tardaremos en verlos.
-¿Nos encontramos aún en tierra de negros, señor Samuel?
-Sí, Joe, mientras no lleguemos al país de los árabes.
-¿Árabes, señor? ¿Verdaderos árabes con sus camellos?
-No, sin camellos. Los camellos son raros, por no decir desconocidos, en estas comarcas. Para encontrarlos es preciso subir unos grados al norte.
-¡Qué fastidio!
-¿Por qué, Joe?
-Porque, si tuviésemos viento contrario, los camellos podrían sernos útiles.
-¿ Cómo?
-Es una idea que se me ocurre, señor. Podríamos engancharlos a la barquilla y hacer que la remolcaran.
-¿Qué le parece?
-No eres el primero, Joe, a quien se le ha ocurrido la idea. Ha sido explotada, aunque es verdad que en una novela, por un autor francés muy ingenioso. Unos viajeros montan en un globo tirado por camellos, a quienes devora un león, el cual se coloca en su puesto y arrastra a su vez, y así sucesivamente. Ya ves que todo eso no es más que pura fantasía y nada tiene en común con nuestro género de locomoción.
Joe, algo humillado al pensar que su idea ya había sido utilizada, estuvo devanándose los sesos para averiguar qué animal pudo devorar al león, y, no encontrándolo, se dedicó a examinar el país.
Bajo su mirada se extendía un lago de mediana extensión, con un anfiteatro de colinas que aún no tenían derecho a llamarse montañas. Allí serpenteaban valles numerosos y fecundos, e intrincadas selvas con gran variedad de árboles. El palmito dominaba aquella masa, con sus hojas de quince pies de longitud y sus tallos erizados de agudas espinas; el bombax transmitía al viento el fino vello de sus semillas; los intensos perfumes del pendano, ese kenda de los árabes, impregnaban el aire hasta la zona que atravesaba el Victoria, el papayo de hojas palmeadas, la esterculiácea que produce la nuez de Sudán, el baobab y los bananos completaban aquella flora lujuriante de las regiones intertropicales.
-El país es soberbio -dijo el doctor.
-Ahí hay animales -dijo Joe-. No estarán lejos los hombres.
-¡Magníficos elefantes! -exclamó Kennedy-. ¿No habría medio de cazar un poco?
-¿Cómo quieres que nos detengamos, amigo Dick, con una corriente tan violenta? Sufre un poco el suplicio de Tántalo. Ya te desquitarás más adelante.
Motivos había, en efecto, para excitar la imaginacion de un cazador, así es que el corazón de Dick palpitaba con fuerza y sus dedos se crispaban sobre la culata de su Purdey.
La fauna de aquel país estaba a la altura de su flora. El toro salvaje se revolcaba en una hierba espesa bajo la cual desaparecía enteramente. Elefantes de la mayor talla, grises, negros o amarillos, pasaban como un tifón tempestuoso por los poblados bosques, rompiendo, golpeando, saqueando, dejando tras de sí una huella de devastación. Por las verdes laderas de las colinas fluían cascadas y arroyos, formando espaciosas charcas donde los hipopótamos se bañaban con mucho estrépito, y manatíes de doce pies de longitud y de cuerpo pisciforme se exhibían en las orillas, dirigiendo al cielo sus redondos pechos henchidos de leche.
Era un extraño zoológico en un maravilloso jardín botánico, donde innumerables pájaros de mil colores brillaban entre las plantas arborescentes.
Por aquella prodigalidad de la naturaleza, el doctor reconoció el soberbio reino de Adamaua.
-Seguimos las huellas de los descubrimientos modernos -dijo-. He recuperado la pista interrumpida de los viajeros, lo que es, amigos mios, una feliz fatalidad. Podremos enlazar los trabajos de los capitanes Burton y Speke con las exploraciones del doctor Barth. Hemos dejado a los viajeros ingleses para encontrar a un hamburgués, y no tardaremos en llegar al punto extremo alcanzado por este atrevido sabio.
-Me parece -dijo Kennedy-, a juzgar por el espacio que hemos recorrido, que entre las dos exploraciones hay una extensión de país muy considerable.
-Es cosa fácil de calcular; coge el mapa y mira cuál es la longitud de la punta meridional del lago Ukereue alcanzada por Speke.
-Se encuentra aproximadamente a treinta y siete grados -dijo Kennedy.
-Y la ciudad de Yola, cuya situación fijaremos esta noche y a la que llegó Barth, ¿a cuántos grados se encuentra?
-A unos doce grados de longitud.
-Son, pues, veinticinco grados; a sesenta millas cada uno hacen un total de mil quinientas millas.
-Un agradable paseíto para hacerlo a pie -dijo Joe.
-Se dará, sin embargo, ese paseo. Livingstone y Moffat siguen subiendo hacia el interior; el Nyassa, descubierto por ellos, no está muy lejos del lago Tanganica, reconocido por Burton, y, antes de que concluya el siglo presente, estas comarcas inmensas serán indudablemente exploradas. Pero -añadió el doctor, consultando su brújula– siento que el viento nos empuje tan al oeste; yo hubiera querido remontar hacia el norte.
Después de doce horas de marcha, el Victoria se encontró en los confines de la Nigricia. Los primeros habitantes de aquella tierra, árabes chouas, apacentaban sus rebaños nómadas. Las inmensas cumbres de los montes Alantika pasaban por encima del horizonte. Sus montañas, que hasta ahora no ha pisado ningun pie europeo, tienen una altura que se calcula en mil trescientas toesas. Su pendiente occidental determina el curso de todas las aguas de aquella parte de África hacia el océano; son las montañas de la Luna de aquella región.
A la vista de los viajeros apareció, al fin, un verdadero río, y por los inmensos hormigueros que lo rodeaban, el doctor reconoció el Benué, uno de los grandes afluentes del Níger, llamado por los indígenas la «fuente de las aguas».
-Este río -dijo el doctor a sus compañeros- se convertirá con el tiempo en la vía natural de comunicación con el interior de la Nigricia. El vapor Pléyade, bajo el mando de uno de nuestros bravos capitanes, ya lo ha remontado hasta la ciudad de Yola. De manera que, como veis, nos encontramos en tierras conocidas.
Numerosos esclavos se ocupaban de los trabajos del campo; cultivaban sorgo, una especie de mijo que constituye la base de su alimentación. Las más estúpidas muestras de asombro se sucedían al paso del Victoria, que pasaba como un meteoro. Al anochecer, el globo se detuvo a cuarenta millas de Yola, y ante él, aunque a lo lejos, se alzaban los dos conos puntiagudos del monte Mendif.
El doctor mandó echar las anclas, que quedaron enganchadas en la copa de un árbol elevado. Pero un viento muy recio azotaba al Victoria hasta el punto de tumbarlo, y algunas veces la posición de la barquilla resultaba sumamente peligrosa. Fergusson no cerró los ojos en toda la noche, y con frecuencia estuvo a punto de cortar el cable y huir de la tormenta. Por último, la temperatura calmó y las oscilaciones del aeróstato ya nada tuvieron de alarmante.
Al día siguiente, el viento fue más moderado, pero alejaba a los viajeros de la ciudad de Yola, la cual, reconstruida por los fuhlahs excitaba la curiosidad de Fergusson; sin embargo, fue preciso elevarse hacia el norte e incluso un poco hacia el este.
Kennedy propuso hacer un alto en aquel territorio de caza; Joe, por su parte, afirmaba que la necesidad de carne fresca se dejaba sentir; pero las costumbres salvajes de aquel país, la actitud de la población y algunos disparos dirigidos al Victoria obligaron al doctor a proseguir el viaje. Atravesaban una comarca, escenario de matanzas y de incendios, en que los combates son incesantes y los sultanes se juegan un reino entre las más atroces carnicerías.
Numerosas y pobladas aldeas se extendían entre inmensos prados, cuya espesa hierba estaba sembrada de violetas; las chozas, semejantes a gigantescas colmenas, se refugiaban detrás de espinosos setos. Kennedy comentó varias veces que las agrestes laderas de las colinas recordaban los glen de las altas tierras de Escocia.
Pese a todos sus esfuerzos por seguir otro rumbo, el doctor iba derecho al nordeste, hacia el monte Mendif, que desaparecía entre las nubes. Las altas cumbres de aquellas montañas separan la cuenca del Níger de la cuenca del lago Chad.
No tardó en aparecer el Bagelé, con sus dieciocho aldeas a su alrededor, corno una multitud de niños en torno a su madre. El espectáculo era magnífico para unas miradas que dominaban y abarcaban todo el conjunto. Las laderas estaban cubiertas de campos de arroz y de cacahuetes.
A las tres, el Victoria se hallaba frente al monte Mendif. No habiéndolo podido evitar, era menester traspasarlo. El doctor, aumentando ciento ochenta grados la temperatura, dio al globo una fuerza ascensional de cerca de mil seiscientas libras; éste se elevó a más de ocho mil pies. Fue la mayor elevación obtenida durante el viaje; la temperatura bajó de tal modo que el doctor y sus compañeros tuvieron que recurrir a las mantas.
Fergusson se dio prisa en bajar, ya que el envoltorio del aeróstato amenazaba romperse. Tuvo, sin embargo, suficiente tiempo para comprobar el origen volcánico de la montaña, cuyos cráteres apagados no son más que profundos abismos. Grandes aglomeraciones de excrementos de aves daban a las lomas del Mendif la apariencia de rocas calizas, bastando aquellas aglomeraciones para abonar las tierras de todo el Reino Unido.
A las cinco, el Victoria, a resguardo de los vientos del sur, seguía con lentitud las pendientes de la montaña y se detenía en un inmenso raso separado de todo lugar habitado. Apenas llegó a tierra, se tomaron las debidas precauciones para sujetarlo, y Kennedy, escopeta en mano, se dirigió hacia la llanura inclinada. No tardó en volver con media docena de ánades y una especie de chocha que Joe condimentó lo mejor que pudo. La cena fue agradable y la noche transcurrió en una gran calma.
XXX
Mosfeya. – El jeque. – Denham, Clapperton y Oudney.
– Vogel. – La capital de Loggum. – Toole. – Calma
sobre Kernak. – El gobernador y su corte. – El ataque.
– Las palomas incendiarias
Al día siguiente, de mayo, el Victoria reemprendió su azaroso viaje. Los viajeros tenían puesta en él la misma confianza que un marino en su buque.
Huracanes terribles, calores tropicales, ascensiones peligrosas y descensos más peligrosos aún, todo lo había resistido. Se podría decir que Fergusson lo guiaba con un gesto; de modo que, pese a no conocer el punto definitivo de su llegada, el doctor no dudaba del buen éxito de su viaje. Pero, en aquel país de bárbaros y fanáticos, la prudencia le obligaba a tomar las más severas precauciones, por lo que recomendó a sus companeros que estuviesen siempre ojo avizor, vigilándolo todo a todas horas.
El viento conducía un poco más hacia el norte, y alrededor de las nueve entrevieron la gran ciudad de Mosfeya, edificada en una eminencia encajonada entre dos altas montañas. Inexpugnable por su posición, no se podía penetrar en ella sino por un camino angosto entre un pantano y un bosque.
En aquel momento, un jeque acompañado de una escolta a caballo, vestido con ropajes de vivos colores, y precedido de trompeteros y batidores que separaban las armas del camino, entraba orgullosamente en la ciudad.
El doctor descendió para contemplar más de cerca a aquellos indígenas, pero, a medida que el globo aumentaba de tamaño a sus ojos, se fueron multiplicando sus ademanes de profundo terror, y no tardaron en desfilar con toda la velocidad que les permitían sus piernas o las patas de sus caballos.
El jeque fue el único que permaneció inmóvil. Cogió su largo mosquete, lo amartilló y aguardó resueltamente. El doctor se acercó a él a menos de quince pies y, con toda la fuerza de sus pulmones, le saludó en árabe. Al oír aquellas palabras bajadas del cielo, el jeque se apeó y se prosternó sobre el polvo del camino, y el doctor no pudo distraerle de su adoración.
-Es imposible -dijo- que esas gentes no nos tomen por seres sobrenaturales, puesto que cuando vieron a los primeros europeos creyeron que pertenecían a una raza sobrehumana. Y cuando este jeque hable de su encuentro con nosotros, no dejará de exagerar el hecho con todos los recursos de una imaginación árabe. Juzgad, pues, lo que las leyendas dirán algún día acerca de nosotros.
-Bajo el punto de vista de la civilización -respondió el cazador-, sería preferible pasar por simples mortales; eso daría a estos negros una idea muy distinta del poder europeo.
-Estamos de acuerdo, amigo Dick; pero ¿qué podemos hacer? Por más que les explicases a los sabios del país el mecanismo de un aeróstato, se quedarían en ayunas y continuarían atribuyéndolo a una intervención sobrenatural.
-Señor -preguntó Joe-, ha hablado de los primeros europeos que exploraron este país, ¿puede decirnos quiénes fueron?
-Querido muchacho, nos hallamos precisamente en la ruta del mayor Denham, que fue recibido en Mosfeya por el sultán de Mandara. Había salido de Bornu, acompañaba al jeque a una expedición contra los fellatahs y asistió al ataque de la ciudad, que con sus flechas resistió denodadamente a las balas árabes y obligó a huir a las tropas del jeque. Todo eso no era mas que un pretexto para cometer asesinatos, robos y razzias. Despojaron al mayor de sus pertenencias y lo dejaron desnudo, y de no ser por un caballo bajo el vientre del cual se escondio y que le permitió huir a todo escape gracias a su desenfrenado galope, jamás hubiera regresado a Kuka, la capital de Bornu.
-Pero ¿quién era ese mayor Denham?
-Un intrépido inglés que, desde 1822 hasta 1824, estuvo al mando de una expedición en Bornu, en compañía del capitán Clapperton y del doctor Oudney. Partieron de Trípoli en marzo, llegaron a Murzuk, la capital del Fezzán, y, siguiendo el camino que más adelante tomaría el doctor Barth para regresar a Europa, llegaron a Kuka, cerca del lago Chad, el 16 de febrero de 1823. Denham llevó a cabo varias exploraciones en Bornu, en el Mandara y en las orillas orientales del lago; durante ese tiempo, el 15 de diciembre de 1823 el capitán Clapperton y el doctor Oudney penetraron en Sudán hasta Sackatu, muriendo Oudney de fatiga y agotamiento en la ciudad de Murmur.
-Según veo -dijo Kennedy-, esta parte de África también ha pagado a la ciencia su correspondiente tributo de víctimas.
-Sí, esta comarca es fatal. Marchamos directamente hacia el reino de Baguirmi, que en 1856 Vogel atravesó para penetrar en Wadai, donde desapareció. Era un joven de veintitres años, que había sido enviado para cooperar en los trabajos del doctor Barth; se encontraron los dos el 1 de diciembre de 1854; luego Vogel empezó las exploraciones del país y, hacia 1856, anunció en sus últimas cartas su intención de reconocer el reino de Wadai, en el cual no había penetrado aún ningún europeo; parece que llegó hasta Wara, la capital, donde, según unos, cayó prisionero, y, según otros, fue condenado a muerte y ejecutado por haber intentado subir a una montaña sagrada de las inmediaciones. Pero no se debe admitir con ligereza la noticia de la muerte de los viajeros, ya que ello dispensa de buscarlos. ¡Cuántas veces ha circulado oficialmente la noticia del fallecimiento del doctor Barth, cosa que a menudo le ha causado una legítima irritación! Es muy posible, pues, que Vogel se encuentre retenido por el sultán de Wadai, el cual tal vez exija un rescate. El barón de Nelmans se puso en marcha hacia Wadai, pero murió en El Cairo en 1855. Ahora sabemos que De Heuglin, con la expedición enviada de Leipzig, sigue el rastro de Vogel, y es de esperar que pronto conozcamos de una manera positiva el paradero de este joven e interesante viajero.
Mosfeya había desaparecido del horizonte hacía tiempo. El Mandara desplegaba bajo las miradas de los aeronautas su asombrosa fertilidad, con sus bosques de acacias, sus árboles de rojas flores y las plantas herbáceas de sus campos de algodón y de índigo. El Chari, que desagua en el Chad, ochenta millas más alla, corria impetuosamente.
El doctor mostró a sus companeros el curso del río en los mapas de Barth.
-Ya veis –dijo- que los trabajos de este sabio son de una precisión suma. Nosotros marchamos en línea recta hacia el distrito de Loggum, tal vez hacia su capital, Kernak, que es donde murió el pobre Toole, joven inglés de veintidós años. Era abanderado en el 800 regimiento y hacía algunas semanas que se había unido al mayor Denham en África, donde no tardó en hallar la muerte. ¡Bien puede llamarse a esta inmensa comarca el cementerio de los europeos!
Algunas canoas de cincuenta pies de longitud descendían el curso del Chari. El Victoria, a mil pies de tierra, llamaba poco la atención de los indigenas; pero el viento, que hasta entonces había soplado con bastante fuerza, tendía a disminuir.
-¿Vamos a sufrir otra nueva calma chicha? -preguntó el doctor.
-¿Qué nos importa, señor? Ahora no hemos de temer ni la falta de agua ni el desierto.
-No, pero hemos de temer a las tribus, que son aún peores.
-He aquí -dijo Joe- algo que parece una ciudad.
-Es Kernak, a donde nos llevan las últimas bocanadas de viento. Podremos, si nos conviene, sacar un plano con toda exactitud.
-¿No nos acercaremos? -preguntó Kennedy.
-Nada más fácil, Dick. Estamos justo encima de la ciudad. Permíteme cerrar un poco la espita del soplete y no tardaremos en bajar.
Media hora después, el Victoria se mantenía inmóvil a doscientos pies de tierra.
-Más cerca estamos de Kernak -dijo el doctor- que lo estaría de Londres un hombre encaramado en la esfera que corona la cúpula de San Pablo. Podemos examinar la ciudad a gusto.
-¿Qué ruido de mazos es ese que se oye por todas partes?
Joe miró con atención y vio que el ruido era producido por un considerable número de tejedores, que golpeaban al aire libre sus telas extendidas sobre gruesos troncos de árbol.
La capital de Loggum se dejaba abarcar toda entera por las miradas de los viajeros, como si fuese un plano. Era una verdadera ciudad, con casas alineadas y calles bastante anchas. En medio de una gran plaza había un mercado de esclavos que atraía a muchos compradores, pues los mandarenses, de manos y pies sumamente pequeños, van muy buscados y se colocan ventajosamente.
A la vista del Victoria se produjo el efecto de costumbre. Primero gritos y después un profundo asombro. Se abandonaron los negocios, se suspendieron los trabajos, cesaron todos los ruidos. Los viajeros permanecían inmóviles y no se perdían ni un detalle de la populosa ciudad. Descendieron hasta sesenta pies del suelo.
Entonces el gobernador de Loggum salió de su morada, desplegando su estandarte verde y acompañado de músicos, que soplaban en roncos cuernos de búfalo con fuerza suficiente para destrozar los tímpanos. La muchedumbre se agolpó a su alrededor y el doctor Fergusson quiso hacerse comprender, pero no pudo conseguirlo.
Aquellos indígenas de frente alta, cabellos ensortijados y nariz casi aguileña parecían altivos e inteligentes, pero la presencia del Victoria les turbaba de manera singular. Se veían jinetes corriendo en distintas direcciones, y pronto fue evidente que las tropas del gobernador se reunían para combatir a tan extraordinario enemigo. En vano desplegó Joe, para calmar la efervescencia, pañuelos de todos los colores. No obtuvo resultado alguno.
El jeque, sin embargo, rodeado de su corte, reclamó silencio y pronunció un discurso del cual el doctor no pudo entender una palabra; era árabe mezclado con baguirmi. El doctor reconoció, por la lengua universal de los gestos, que se le invitaba a marcharse cuanto antes, cosa que no podía hacer, pese a sus deseos, por falta de viento. Su inmovilidad exasperó al gobernador, cuyos cortesanos comenzaron a aullar para obligar al monstruo a alejarse de allí.
Aquellos cortesanos eran personajes muy singulares. Llevaban la friolera de cinco o seis camisas de diferentes colores y tenían vientres enormes, algunos de los cuales parecían postizos. El doctor asombró a sus compañeros al decir que aquélla era su manera de halagar al sultán. La redondez del abdomen indicaba la ambición de la persona. Aquellos hombres gordos gesticulaban y gritaban, principalmente uno de ellos, que forzosamente había de ser primer ministro, si la obesidad encontraba su recompensa en la Tierra. La muchedumbre unía sus aullidos a los gritos de los cortesanos, repitiendo como monos sus gesticulaciones, lo que producía un movimiento único e instantáneo de diez mil brazos.
A estos medios de intimidación, que se juzgaron insuficientes, se añadieron otros más temibles. Soldados armados de arcos y flechas formaron en orden de batalla, pero el Victoria ya se hinchaba y se ponía tranquilamente fuera de su alcance. El gobernador, cogiendo entonces un mosquete, apuntó hacia el globo. Pero Kennedy le vigilaba y con una bala de su carabina rompió el arma en la mano del jeque.
A este golpe inesperado sucedió una desbandada general. Todos se metieron precipitadamente en sus casas y durante el resto del día la ciudad quedó absolutamente desierta.
Vino la noche. No hacía nada de viento. Preciso fue a los viajeros resolverse a permanecer inmóviles a trescientos pies de tierra. Ni una luz brillaba en la oscuridad, y reinaba un silencio sepulcral. El doctor redobló su prudencia, porque aquella calma podía ser muy bien una estratagema.
Razón tuvo Fergusson en vigilar. Hacia medianoche, toda la ciudad pareció arder. Centenares de líneas de fuego se cruzaban como cohetes, formando una red de llamas.
-¡Cosa singular! -exclamó el doctor.
-Lo más singular es -replicó Kennedy- que las llamas suben y se acercan a nosotros.
En efecto, acompañada de un griterío espantoso y descargas de mosquetes, aquella masa de fuego subía hacia el Victoria. Joe se preparó para arrojar lastres. Fergusson encontró muy pronto la explicación del fenómeno.
Millares de palomas con la cola provista de materias inflamables habían sido lanzadas contra el Victoria. Asustadas, las pobres aves subían, trazando en la atmósfera zigzagues de fuego. Kennedy descargó contra ellas todas sus armas, pero nada podían contra un ejército tan numeroso. Las palomas ya revoloteaban alrededor de la barquilla y del globo, cuyas paredes, reflejando su luz, parecían envueltas en una red de llamas.
El doctor no vaciló y, arrojando un fragmento de cuarzo, se puso fuera del alcance de tan peligrosas aves. Por espacio de dos horas se las vio desde la barquilla corriendo azoradas en distintas direcciones, pero poco a poco fue disminuyendo su número y, por último, desaparecieron todas entre las sombras de la noche.
-Ahora podemos dormir tranquilos -declaró el doctor.
-¡Para ser obra de salvajes -exclamó Joe-, el ardid no es poco ingenioso!
-Sí, suelen utilizar palomas incendiarias para prender fuego a las chozas de las aldeas; pero nuestra aldea vuela más alto que sus palomas.
-Está visto que un globo no tiene enemigos que temer -dijo Kennedy.
-Sí los tiene -replicó el doctor.
-¿ Cuáles?
-Los imprudentes que lleva en su barquilla. Así que, amigos míos, vigilancia y más vigilancia, siempre y por doquier.
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