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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

  1. La partida
  2. La niñez
  3. El viaje
  4. Genealogía
  5. La lección de España
  6. El Caballero del Espíritu
  7. El patriota – apostolado patriótico
  8. Fundación de «La Trinitaria»
  9. Judas
  10. «La Filantrópica»
  11. Duarte y Gaspar Hernández
  12. Los afrancesados
  13. La persecución
  14. El Ostracismo
  15. Muerte de Juan José Duarte
  16. El sacrificio
  17. Realización del sueño de Duarte
  18. El beso de la gloria
  19. Otra vez con sus discípulos
  20. Frente a santana
  21. El sacrilegio
  22. Otra vez el destierro
  23. La renuncia
  24. Proscripción de Doña Manuela y sus hijos
  25. Veinte años en el destierro
  26. Duarte y San Gervi
  27. Otra vez en medio de los hombres
  28. En tierra dominicana
  29. Ministro Plenipotenciario del Gobierno de la Restauración
  30. Muerte del justo
  31. El Cristo de la Libertad
  32. El misticismo de Duarte
  33. Duarte y Santana
  34. Bibliografía

La partida

Una mañana del año de 1830,* del terrible año a que alude la profecía de Gabriel Rosseti, zarpa del viejo puerto de Santo Domingo de Guzmán una pequeña embarcación sobre cuyo mástil flota, acariciada por las brisas que sacuden los árboles a ambas riberas del Ozama, la bandera de España. Sobre la cubierta de la frágil embarcación, casi tan débil como las mismas en que algunos siglos antes entraron por aquel río legendario los descubridores, se halla de pie un adolescente de ojos azules y de finos cabellos ensortijados. Su vista permanece suspensa, mientras se aleja la nave, de un grupo de personas que desde el muelle agitan sus pañuelos en señal de despedida. En el centro del grupo se destaca el padre del viajero, un hidalgo de noble continente que ha abandonado ese día sus quehaceres para dar el último abrazo al hijo a quien envía a España en busca de la cultura que no podía ya ofrecerle el país con su creciente pobreza y su universidad clausurada. Junto a él, apoyándose en su brazo y con el año más probable del viaje de Duarte a los Estados Unidos y Europa, según algunos historiadores, es el de 1827.

Los ojos llenos de lágrimas, se divisa la silueta de una matrona alta y delgada, en quien es fácil reconocer a la madre por el tesoro de ternura que pone en el ademán con que agita la mano para despedir al que se ausenta. Y entre ambos, llenas de. inquietud pero al propio tiempo felices por las esperanzas que despierta en su corazón aquel viaje, las cuatro hermanas del adolescente de pupilas azules siguen con ansiedad la estela que va dejando la nave sobre el río de mansas ondas rizadas.

El joven que se ausenta en aquella mañana de primavera, a bordo de una endebleembarcación española, es Juan Pablo Duarte, segundo hijo del matrimonio de Juan José Duarte y de doña Manuela Diez Ximenes. Cuenta a la sazón con poco menos de diecisiete años pero ya denuncia en los profundos surcos de la frente y en la mirada soñadora su inclinación al estudio y cierta vaga curiosidad por la ciencia y la filosofía.

Su porte, tal como se descubre bajo la oscura casaca que desciende 'irreprochablemente de los hombros, es de una distinción que sorprende en aquel joven cuyo semblante varonil contiene algunos rasgos femeninos que comunican al conjunto de su figura un aire de persona enfermiza y delicada. Hasta la frente alta y tersa descienden, en efecto, algunas hebras doradas, y las mejillas tienen una palidez de nácar que se torna más intensa merced a la dulzura que despide su mirada candorosa. Todavía quienes le conocieron en la plenitud de la vida, cuando ya las líneas de su rostro se habían endurecido por los años y cuando ya el dolor había abierto en su frente los surcos que desgarran prematuramente a los grandes desengañados, hablan con admiración de sus mejillas suaves como las rosas y de sus ojos acariciadoramente bondadosos. Algunos detalles, sin embargo, atenúan el narcisismo que asoma en ciertos rasgos de la figura y del semblante de este adolescente afiebrado. El bozo, en primer término, apunta ya nerviosamente sobre su labio, y tiende a adquirir un color oscuro que contrasta con el oro pálido de la cabellera ensortijada; el mentón anguloso acentúa por su parte el aire varonil, y bajo la mansedumbre de la mirada, no obstante despedirse de ella una suavidad extraordinaria, se adivina la energía del carácter, tal como por el brillo de lahoja se infiere el temple del acero.

Cuando la nave abandona el río y se adentra en el mar, sereno en aquel momento bajo la plenitud de la mañana, los ojos de Duarte se clavan en la Torre del Homenaje, el viejo bastión erguido frente al Océano, y de súbito su semblante de adolescente se entristece: la última visión de la patria que contempla allá en la lejanía es la de la bandera de Haití, enseña intrusa que flota sobre la fortaleza colonial como un símbolo de esclavitud y de ignominia. Tal vez desde ese instante nació en su pensamiento el propósito de volver un día a redimir a su pueblo de tamaña afrenta y a bajar de aquella torre la enseña usurpadora.

La niñez

Era aquélla la primera vez que Duarte se desprendía del calor de su hogar, en donde había hasta entonces vivido como un niño mimado. Desde que nació, el 26 de enero de 1813, apuntaron en él, junto con una simpatía cautivante, presente siempre en el candor de la sonrisa y en la profundidad azulosa de las pupilas que tenían algo de k inocencia del agua, del agua que debe el color azul a su pureza, las fallas propias de una constitución delicada.

Su naturaleza enfermiza dio naturalmente lugar a que sus padres lo regalaran desde la cuna con los cuidados y atenciones de una vigilancia amorosa. La sorprendente inteligencia del niño, unida a su índole dulce y a su carácter blando, tendieron a aumentar con los años la "solicitud paterna. La madre, doña Manuela Diez, se encargó personalmente de dirigir sus primeros pasos y de rasgar ante sus ojos los velos del alfabeto. Con tal interés desempeñó su misión, secundada por el propio discípulo que supo responder desde el primer día a esa ternura, que ya a la edad de seis años dominaba Duarte el abecedario y repetía de memoria el catecismo, enseñanza que sembró en su alma los primeros gérmenes de una viva sensibilidad religiosa.

Pero no es sólo del corazón de los padres de donde fluye la ola de ternura que rodea a Duarte en los días felices de la infancia. Su dulzura y su docilidad naturales le conquistan también el amor de los extraños. La sirvienta que ayuda en los quehaceres domésticos a doña Manuela, una mestiza de ojos pardos y de genio locuaz, no puede esconder sus preferencias por el niño de guedejas doradas. Los vecinos acuden a su vez a prodigar sus caricias al predilecto de la casa. Una dama principal, la señora doña Vicenta de la Cueva, esposa del señor Luiz Méndez, regidor del Ilustre Ayuntamiento de Santo Domingo, lleva a Duarte a la pila del bautismo, el 24 de febrero de 1813, y desde entonces lo hace objeto de una predilección apasionada.

Una amiga íntima de doña Manuela, la señora de Montilla, cautivada por la precocidad de Duarte, se ofrece espontáneamente a guiar la educación del infante. Bajo su dirección realiza el tierno discípulo progresos extraordinarios. Ya a los siete años posee todos los conocimientos que necesita para poder ingresar en una de las escuelas públicas que aún sostiene el Ayuntamiento en la antigua capital de la colonia. El primer día que asiste a este plantel, donde la enseñanza se reduce al catecismo y a nociones científicas rudimentarias, escribe en su cuaderno toda una plana que el maestro enseña  a los demás alumnos como un modelo de limpieza y de primor caligráfico. Pocos meses después es admitido en la mejor escuela para varones que existe en la ciudad: la que dirige don Manuel Aybar, persona que tiene reputación de instruida y a quien confían la educación de sus hijos las familias principales. Aquí aprende, además de Gramática y Aritmética avanzadas, teneduría de libros. Desde el primer momento se destacó en las clases por su fina inteligencia y por su receptividad asombrosa. Sus condiscípulos, seducidos por su carácter dulce y por sus maneras suaves, le perdonaban de buen grado la superioridad que demostraba en todas las asignaturas y le vieron sin envidia ascender a «primer decurión», título que en las escuelas de la época se confería al alumno que por su buena conducta y por sus progresos en los estudios se hacía digno de ocupar en la clase un sitio de preferencia y de recibir en las fiestas del plantel las distinciones más señaladas.

Cuando ya estuvo en aptitud de emprender estudios superiores, vio sus esperanzas frustradas por la orden del gobierno de Boyer que cerró la Universidad y empezó a perseguir en todas sus formas la cultura. Los dominicanos más instruidos de la época, como el doctor Juan Vicente Moscoso y el presbítero don José Antonio Bonilla, trataron de acudir en ayuda del estudiante, famoso ya entre los jóvenes de entonces por sus inquietudes intelectuales y por sus aficiones literarias, y se empeñaron en suplir con sus consejos y sus libros la falta de un centro de enseñanza superior donde Duarte pudiera completar su formación científica. El presbítero Gutiérrez, para quien la aplicación y la inteligencia del discípulo de don Manuel Aybar no habían pasado inadvertidas, solía lamentarse, cuando hablaba con su colega, el presbítero Bonilla, acerca de los horrores que había desencadenado sobre el país la ocupación haitiana, de la pérdida de tantas inteligencias forzadas a languidecer en medio de una servidumbre vergonzosa. El caso de Duarte salía siempre a relucir en aquellas conversaciones teñidas de pesimismo. «Si este joven -subrayaba a menudo el presbítero Gutiérrez- hubiera nacido en Europa, ya a esta hora sería un sabio.»

Duarte se aproxima a la adolescencia rodeado por todas partes de regalos y de afectos. El terror haitiano es la única sombra que se interpone en su camino, pero su razón es todavía demasiado tierna para que aquella iniquidad logre distraerlo de las preocupaciones inocentes de su juventud estudiosa. La esclavitud sólo alcanza a hacérsele presente por la falta de estímulos con que tropieza su ansia de sabiduría.

Afortunadamente sus "padres disponen de recursos holgados y podrán sin ningún sacrificio, "cuando la ocasión se ofrezca, proporcionarle los medios necesarios para salir de esta atmósfera asfixiante. Mientras llega esa oportunidad, insistentemente reclamada por el presbítero Gutiérrez y esperada con ilusión por Juan Vicente Moscoso, Duarte se solaza en la dulce intimidad de los amores hogareños. Sus horas transcurren muellemente y una divinidad amable preside sus pensamientos y guía sus pasos como en los días aún cercanos de la niñez dichosa.

¡ Se diría, en presencia de toda la felicidad que a la sazón le sonríe, que Dios se propuso hacer al niño esos presentes de ventura como en compensación de la dureza con que el hombre sería bien pronto perseguido por el infortunio y golpeado por la vida!

El viaje

Duarte viajaba en compañía de don Pablo Pujol, un comerciante catalán residente desde hacía largos años en Santo Domingo, en donde había aumentado considerablemente sus bienes de fortuna. Pujol, quien visitaba con frecuencia el hogar de Juan José Duarte y de doña Manuela Diez, vio crecer a Juan Pablo y le fue cobrando poco a poco una extraordinaria afición: sin saber por qué, se sentía atraído por la viva inteligencia del adolescente y por su natural bondadoso. Cuando el comerciante catalán realizaba una de aquellas visitas, las cuales se habían hecho más frecuentes después de la ocupación haitiana, sin duda por la necesidad que el elemento español sentía entonces de reunirse para comunicarse sus esperanzas o sus aprensiones en medio de la atmósfera de recelo que por todas partes lo envolvía, se aproximaba a Juan Pablo para interrogarlo sobre el curso de sus estudios y sobre los progresos logrados en el inglés y en otras lenguas extranjeras. La conversación se deslizaba muchas veces por un terreno casi vedado, pero lleno de seducciones para el adolescente y para el visitante. Pujol hablaba de los días de la colonia como de una edad dorada. Pintaba con cierta voluptuosa complacencia el contraste entre el gobierno de Boyer y el del brigadier Kindelán, a quien atribuía, como a todos sus antecesores, aptitudes de mando excepcionales. No ocultaba su antipatía por el doctor José Núñez de Cáceres, el autor de la independencia efímera de 1821, porque en su concepto las tribulaciones presentes tenían su origen en aquel acto de infidelidad a España, ejecutado sin tacto y en el momento menos recomendable.

Duarte gustaba sobremanera de las descripciones que le solía hacer su viejo amigo. Pero ignoraba por qué razón le parecían injustas las críticas dirigidas a Núñez de Cáceres y las preferencias con que el comerciante catalán aludía al elemento llegado de la Península cuantas veces debía oponerle como término de comparación el elemento nativo. Pero salvo el disgusto con que oía las referencias poco agradables de Pujol a los criollos, aquellas conversaciones cobraban para el adolescente interés cada vez más vivo. Con frecuencia era él quien interrogaba a su amigo sobre la política española o sobre las causas que habían dado lugar a la separación de la metrópoli de sus grandes posesiones ultramarinas.

En el barco que ahora conduce a ambos viajeros a los Estados Unidos, esos diálogos se reanudan y cobran mayor libertad y mayor animación en pleno Océano, bajo las noches estrelladas de los mares del trópico. El capitán de la nave, un marino español de palabra ruda y torrentosa, se mezcla con frecuencia en las conversaciones de don Pablo Pujol y de su joven acompañante. Cuando el comerciante catalán alude, en tono siempre peyorativo, "al mestizo dominicano, por el apoyo que muchos de ellos prestaron a la obra de Núñez de Cáceres y por la resignación con que después se plegaron a las tropelías de la soldadesca haitiana, el marino secunda con vigor sus puntos de vista y carga la frase de palabras gruesas para referirse a los nativos de la parte española de la isla, gente en la cual el patriotismo, según aquel viejo lobo de mar, se había perdido en la servidumbre, y en la cual había evidentemente degenerado el sentimiento de la raza  colonizadora.

Duarte, ruborizado por aquellas censuras, en gran parte justificadas por la tremenda realidad que estaba a la sazón viviendo su país nativo, no osaba replicar a sus interpelantes, pero en su conciencia avergonzada se iba formando un sentimiento de protesta contra la esclavitud, no sólo contra la que Haití había impuesto a su patria, sino también contra la menos oprobiosa, pero no menos dura, que trajeron a América los conquistadores. Cuando llega al puerto de Nueva York y divisa las primeras luces que parpadean en las profundidades de la noche, las ideas que se han ido acumulando en su cerebro, al calor de las conversaciones que ha sostenido desde que puso el pie en la nave, toman forma definitiva y empiezan a estallar en su alma como voces acusadoras.

Nueva York despierta de improviso la imaginación de este visitante de diecisiete años.

La babel monstruosa, con la fiebre de construcción que hierve en su seno durante aquellos días de 1830, empieza por aturdirlo y por penetrar como una explosión gigantesca en sus sentidos maravillados. Pero después, cuando ya ha salido de su estupor y comienza a moverse con tranquilidad en la urbe cosmopolita, se siente feliz en aquel ambiente donde los hombres parecen circular impelidos por ambiciones desmesuradas y donde cada persona se siente dueña de un imperio como si en su fuero Íntimo oyera fermentar las energías de una individualidad poderosa.

Cuestiones de negocios obligan a don Pablo Pujol a prolongar su permanencia en los Estados Unidos. Duarte, conquistado ya por el ruido de Nueva York y por el carácter norteamericano, se regocija de tal determinación y se dedica con ahínco a aprender la lengua inglesa. Un yanqui de cultura no común, míster W. Davis, le da lecciones de Geografía Universal y a la vez que siembra en su mente el amor por los viajes, excita su curiosidad por los fenómenos del mundo físico y por las costumbres y las características de las razas humanas.

De estas enseñanzas, que el discípulo recibió con avidez durante muchas semanas, conservó Duarte una rara afición a las ciencias geográficas y a los descubrimientos etnológicos. Más tarde, cuando se inicie para él la hora de las renunciaciones, se refugiará en el desierto acompañado de una Geografía Universal y de varios Atlas, y se dedicará con entusiasmo al estudio de las costumbres y de los orígenes de las tribus semisalvajes radicadas en las selvas del Orinoco. Del último libro que se desprenderá, cuando lo urja el hambre y lo estreche la miseria, será de la Geografía adquirida durante su destierro en Hamburgo, consuelo de su proscripción y refugio espiritual en los ocios obligados de la vejez prematura.

Siempre en compañía de don Pablo Pujol, a quien su padre había dado el encargo de dirigir los pasos del adolescente hasta poner a éste en manos de sus parientes en España, Duarte emprende viaje algún tiempo después con destino a Inglaterra. Su estancia en Londres fue más corta que en Estados Unidos. Pujol, a quien su compañero de viaje, ya iniciado en los secretos del inglés, auxiliaba eficazmente en sus actividades comerciales, decidió apresurar su marcha a Francia y tomó un barco que condujo a los dos viajeros al Havre. Pocos días después se establecieron en Paris, en el París de 1830, con sus calles y sus plazas cubiertas todavía por los restos de las barricadas sobre las cuales alzó la revolución de julio el trono de Luis Felipe.

Un ciudadano francés residente en Santo Domingo, monsieur Brouat, había iniciado a Duarte en la lengua de Moliére antes de que el discípulo entrara en la adolescencia. Las nociones adquiridas en la niñez le facilitaron el aprendizaje de este nuevo idioma, que llegó a dominar al cabo de pocos meses de estancia en la capital francesa. Don Pablo Pujol, asombrado de la aplicación de Duarte y de la avidez con que se dedicaba al estudio, no se mostraba menos sorprendido de la poca atracción que ejercían los bulevares de París sobre su acompañante.

Su espíritu, indiferente a cuanto se le ofreciera bajo la forma de seducciones frívolas, tendía, por el contrario, a tornarse más reflexivo con las enseñanzas recogidas a lo largo de aquel viaje. El comerciante catalán no acertaba a comprender la causa de toda aquella madurez de carácter que parecía impropia de la edad en que visitaba a Paris el estudiante dominicano.

Don Pablo Pujol, a quien la melancólica seriedad de su pupilo le permitía descargarse de sus incómodos deberes de tutor y de entregarse desembarazadamente a sus propias atenciones, dejó, pues, que Duarte visitara con toda libertad la capital francesa. Rara vez coincidían, además, los gustos de los dos viajeros: mientras el uno buscaba los centros comerciales y los sitios de diversión, el otro se sentía particularmente atraído por el París monumental, lleno de recuerdos napoleónicos y con sus foros y sus paseos invadidos por lápidas y columnas conmemorativas de las glorias pasadas. El contacto con aquel mundo eterno, con el mundo arqueológico de los frisos y de las estatuas que comunicaron al imperio de Napoleón un aire cesáreo y un fondo de galería romana, despertó en Duarte el sentimiento de la grandeza militar y el de la gloria guerrera.

Siempre persistirá en él, tocado por una especie de fascinación inconsciente, el amor a la milicia, y nada le halagará tanto como el oírse llamar por Pedro Alejandrino Pina, en los días más negros de su ostracismo, «Decano de los generales de Santo Domingo» y «General en Jefe de sus Ejércitos Libertadores».

Pero París es en aquellos años, en 1829 y en 1830, centro de una nueva revolución que debía sacudir los espíritus con el mismo ímpetu con que la tormenta bonapartista sacudió los pueblos y los tronos: el romanticismo, con todas las ideas de orden político que en el fondo arrastraba esa corriente literaria, removía a Europa y anunciaba el nacimiento de una nueva época y de una nueva esperanza en el espíritu humano. Con todas esas impresiones, recogidas al pasar en el ambiente de París, esto es, con los recuerdos aún vivos de la tempestad desencadenada por Bonaparte sobre Europa, y con los clamores levantados por la representación de «Hernani» en los grandes escenarios de Francia, se nutre el corazón del viajero, ávido de libertad y obediente, en su divina inconsciencia, a las fuerzas secretas que dirigen desde la niñez la vida de los predestinados.

Para dirigirse a España, meta de su travesía, don Pablo Pujol resuelve viajar por tierra y recorrer el sur de Francia atravesando los Pirineos y recogiendo durante algunos días los aires de la ciudad de Bayona. Cuando Duarte y el comerciante catalán pisan poco después tierra española, Pujol trata de reanudar otra vez aquellos diálogos familiares con que desde un principio se propuso infundir a su acompañante el amor a la estirpe de sus mayores. Pero el pensamiento de Duarte se hallaba absorbido por una realidad más dolorosa a la que parecía empujarlo el sentimiento ya despierto de su predestinación histórica: la isla natal, más digna de su solicitud y de su amor que la tierra sagrada donde había nacido su padre y donde habían sido abiertas las tumbas de sus antepasados.

Genealogía

Aunque cuidó de que no trascendiera a Pujol, quien durante el viaje había herido frecuentemente sus fibras patrióticas con alusiones despectivas a su tierra y a sus conciudadanos, Duarte sintió en toda su intensidad la emoción de todo criollo que llega por primera vez a España. La tierra que pisaba tenía derecho a ocupar en su corazón siquiera una mínima parte del afecto reservado para su patria nativa. Su padre, en efecto, procedía de legítima solera andaluza; y era, además, un ciudadano español de finísimo espíritu y de abolengo distinguido.

Nacido en un pueblo de Andalucía, no lejos de Sevilla, Juan José Duarte perteneció a una familia de cuna no vulgar, en la que sobresalieron hombres de armas y de letras, sobre todo varones de muchísimas virtudes que se distinguieron en la carrera religiosa.

Todavía muy joven, emigró a Santo Domingo, y gracias a sus conocimientos en náutica pudo abrir, en la antigua calle de la Atarazana, vieja arteria de la urbe colonial que tenía fácil acceso a los muelles del Ozama por la vecina Puerta de San Diego, un establecimiento donde los buques que arribaban en aquella época a la isla se proveían de forros y de otros artículos similares. El almacén de Juan José Duarte se hizo pronto popular entre la marinería que abordaba el Ozama procedente de los puertos de Europa, en naves con frecuencia averiadas por los vendavales del trópico o por las largas navegaciones.

El inmigrante sevillano, cuyos negocios prosperan no obstante las vicisitudes por las cuales atraviesa la colonia a causa de la cesión a Francia, lo que hizo cundir la pobreza y el disgusto entre los naturales, contrae hacia 1800 matrimonio con una criolla por cuyas venas circulan a la par la sangre indígena y la sangre española: doña Manuela Diez, hija legítima de don Antonio Diez, oriundo de la villa de Osorno, y de doña Rufina Jiménez, natural de Santa Cruz del Seybo. Entre los ascendientes de doña Manuela figuran un sargento mayor de la plaza del Seybo, don Juan Benítez, y una clarísima dama de la misma villa, doña Francisca Bexarano.

El matrimonio con una dama vinculada, por poderosos vínculos de familia, al suelo dominicano, acaba por unir definitivamente a don Juan José Duarte a su nueva patria adoptiva. Los cambios desfavorables que ocurren en la isla, antes y después de la hazaña de Palo Hincado, no influyen en la decisión por él adoptada, y mientras muchos de sus compatriotas abandonan a Santo Domingo cuando se hace efectivo el traspaso a los franceses o cuando la soldadesca haitiana implanta el terror entre las familias españolas, Juan José Duarte figura entre el elemento peninsular que resuelve correr la suerte de la gente oriunda del país y solidarizarse en la desgracia con la población nativa. Los motivos de orden sentimental que le dictan esa determinación parecen obedecer, en su oculto origen, a influencias misteriosas. El segundo de sus hijos, aquel a quien la Providencia destinaba para libertador de la patria, no había aún nacido cuando ocurre la cesión a Francia, y todavía no ha salido de la niñez cuando la barbarie llega al país con los soldados de la ocupación haitiana. Si Juan José Duarte sigue el ejemplo de la mayoría de sus compatriotas y emigra como ellos a Cuba o Venezuela, el elegido de Dios se hubiera seguramente apartado de la vía a que lo predestinaban sus genios tutelares. Pero la inteligencia suprema que dirige la marcha de los pueblos y traza a los hombres su trayectoria inexplicable, dispuso que no se rompiera el lazo que vinculaba al país el hogar en donde debía nacer el Padre de la Patria.

No es éste el único misterio que rodea la vida de Juan José Duarte y que hace que el inmigrante español obedezca, desde que se radica en la isla, a ciertos designios sobrenaturales. Los españoles residentes en Santo Domingo, especialmente los de origen catalán, se plegaron de buen grado, en 1822, a la ocupación haitiana, e hicieron manifestaciones públicas de adhesión al gobierno de Boyer por espíritu de represalia contra las medidas dictadas cuando Núñez de Cáceres proclamó la separación de la parte oriental de la isla de la corona de España. En el acta constitutiva del gobierno provisional que se creó a raíz de la proclamación de la independencia de 1821, se incluyó, en efecto, un artículo en virtud del cual fueron eliminados de los empleos y magistraturas civiles todos los funcionarios de nacionalidad española. Poco después, por instigación del propio Núñez de Cáceres, el gobierno provisional impuso al comercio un empréstito de sesenta mil pesos destinado a cubrir las necesidades más urgentes del servicio público, en vista de que la perezosa administración de don Pascual Real, último gobernador de la colonia, había dejado exhaustas las cajas del tesoro, y fueron principalmente los comerciantes catalanes, los únicos que disponían de riqueza en el país esquilmado por los tributos y arruinado por la cesión a Francia y por otras vicisitudes, los que debieron soportar las consecuencias de esa medida imperiosa. El resentimiento producido entre el elemento peninsular por la expulsión de los españoles del servicio público, llegó con la nueva providencia a tal grado de irritación que el señor Manuel Pers y el señor Buenjesús se pusieron a la cabeza de los comerciantes catalanes y realizaron una verdadera guerra de propaganda contra el gobierno que acababa de decretar la independencia del país de la monarquía española. Cuando Boyer arriba a la ciudad de Santo Domingo al frente de sus compañías de granaderos, el comercio español se apresuró a dirigirle un manifiesto en que se declaraba en desacuerdo con la República creada por Núñez de Cáceres y se adhería al nuevo orden que iba a ser implantado por la soldadesca haitiana. Juan José Duarte, a quien se invitó a firmar ese documento ignominioso, no sólo se negó a estampar su nombre al pie del manifiesto, sino que desaprobó públicamente aquel acto como indigno de la hidalguía española.

Juan José Duarte soporta durante veintidós años los horrores de la ocupación haitiana. Durante ese tiempo se retrae de todo contacto con los invasores y trata de levantar su familia al margen de la atmósfera impura con que Borgellá y sus continuadores se empeñan en corromper la sociedad dominicana. Cuando aquel de sus hijos en quien ve mejor reproducidas las grandes virtudes de su raza, llega a la adolescencia, se preocupa por sustraerlo del ambiente nativo, más sucio a la sazón que un establo, y lo envía a Estados Unidos y a Europa, donde espera que las fibras de su carácter, aflojadas por la servidumbre, se endurezcan en el estudio y adquieran la templanza requerida por la situación de su país gracias al contacto con un centro de cultura avanzada. Cuando Duarte, reincorporado ya a su medio, empieza su obra revolucionaria y se expone a sí mismo y expone a su familia a la saña de los invasores, el hidalgo sevillano mira con secreta simpatía y con íntimo orgullo la empresa acometida por su hijo para rescatar a su patria del dominio extranjero.

Doña Manuela, a quien cierto egoísmo de familia pudo haber conducido a emplear el ascendiente que tenía sobre su vástago para disuadirlo de una obra tan arriesgada como era la de demoler el despotismo haitiano, no entorpeció tampoco la labor del más amado de sus hijos, heredero de la ejemplar entereza de aquella mujer de gallardía espartana. Cuando le llegó la hora de sacrificar sus bienes para que su propio hijo los convirtiera en fusiles y en cartuchos, o la hora de expatriar-se para sobrellevar los sinsabores de su viudez en tierra extraña, afrontó la adversidad con intrepidez conmovedora. El espíritu de sacrificio con que la madre asiste, en actitud silenciosa, primero a sus trabajos revolucionarios y después a su larguísima expiación, es una de las causas que más poderosamente contribuyeron a sostener el carácter de Duarte, que jamás se doblegó ni bajo el peso del infortunio ni bajo el rigor de las persecuciones. Los padres fueron, sin duda, dignos del hijo, y éste fue, a su vez, digno de la estirpe moral de sus progenitores. Pila bautismal de la iglesia de Santa Bárbara, donde fue bautizado Juan Pablo Duarte.

La lección de España

La llegada de Duarte a España coincide con un periodo de intensa agitación política en la península y, en general, en toda Europa. A la irrupción napoleónica, especie de vendaval que levantó, sobre las ruinas del antiguo régimen, el derecho de los pueblos a reinar sobre los tronos carcomidos, seguía ahora un sacudimiento de la conciencia democrática que empezaba a golpear las bases de las monarquías ya en muchas partes quebrantadas.

Duarte, desde su arribo a la Madre Patria, puede así recoger en su corazón el eco de los tumultos callejeros que sacudían a Europa de un extremo a otro. La tierra que pisa este joven desconocido es tierra caldeada por tremendas pasiones y en todas partes, en el teatro, donde la reacción romántica, encabezada por Martínez de la Rosa ofrece al pueblo, como en las tragedias de Alfieri, héroes febriles que declaman arrebatados por las musas de la libertad; en la plaza pública, invadida también por las furias de la revolución, y en las asambleas parlamentarias, el aire que se respira es aire henchido de protestas cívicas y de reivindicaciones humanas.

Duarte había presenciado en su propio país, casi desde que nace, un espectáculo diametralmente opuesto: su patria yacía en la esclavitud y las conciencias parecían dormidas bajo el yugo impuesto por Haití a los dominicanos. El aire que allí se respiraba era aire de servidumbre, y todo, hasta la Iglesia, se hallaba cubierto de tinieblas, silenciado bajo un borrón de infamia. La Universidad no existía; las principales familias de la colonia habían emigrado a Cuba y a otras tierras vecinas; el clero, único apoyo del hogar durante aquel siniestro cautiverio, permanecía también enmudecido bajo la mordaza oprobiosa, y todos, todos los hombres, no disfrutaban de más derechos que el de comer afrentados el duro pan que se come al arrullo de las cadenas.

El contraste entre esas dos realidades debió, sin duda, de conmover profundamente el alma de este estudiante débil y aparentemente tímido, pero de naturaleza apasionada.

La primera idea que lo asalta, al medir en toda su intensidad, desde el suelo libre de Europa, la tragedia de sus compatriotas, es la de dedicarse con fervor al estudio y la de prepararse intelectualmente para emprender luego en la patria, el día que retorne, la empresa de redimir a su pueblo de la miseria moral en que permanece sumido. No se preocupa por adquirir una profesión que le permita hacerse dueño de grandes bienes de fortuna, y más bien trata de apresurar sus tareas intelectuales y de orientarlas hacia aquellas ramas de las ciencias y de las humanidades que mejor podrían servirle para ejercer sobre sus conciudadanos una especie de magisterio apostólico. La filosofía es, entre todas las asignaturas que cursa en la Madre Patria, la que más le atrae, y a ella dedica largas horas de lectura. Su mente se va así fortaleciendo para el sacrificio y todas las fibras de hombre sufrido, de hombre inconcebiblemente abnegado que había en su alma, se templan hasta la rigidez en aquel aprendizaje digno de una conciencia romana.

Las noticias furtivas que el estudiante recibe de su país son desconsoladoras. La tiranía de Jean Pierre Boyer, el astuto gobernante haitiano que mantiene toda la isla sometida a su despotismo irrefrenable, se torna cada día más pesada. La pobreza aumenta cada año, la vigilancia del sátrapa y de su soldadesca es cada vez más grande, y la reclusión de las familias en sus hogares, único signo de protesta que se vislumbra en medio de la abyección, sólo sirve para excitar la cólera de los invasores. El gobernador militar de Santo Domingo y las autoridades del departamento del Cibao se empeñan en desterrar el idioma español de las pocas escuelas que continúan abiertas, y la lengua de los dominadores es la que preferentemente se emplea en todos los documentos oficiales. El estrago y la ruina se extienden por todas partes, y, mientras tanto, envilecida en medio de aquel desierto, la conciencia nacional permanece aletargada.

La estancia en Cataluña se le hace a Duarte insoportable. Su sensibilidad patriótica, herida hasta lo más profundo por los informes que recibe desde la isla distante, no puede resistir aquella prueba. Ya el hombre, por otra parte, ha visto de cerca la libertad, y ha contemplado cara a cara, con sus ojos asombrados de estudiante de filosofía, el nacimiento de un nuevo mundo moral que empieza a remover a Europa y que brota lentamente de las entrañas de sus pueblos cansados. En lo sucesivo, un solo pensamiento lo domina: el de anticipar su regreso para emprender en su patria la obra de convencimiento y de conspiración necesaria hasta que logre arrancar y sustituir por otra que ya ondea en sus sueños la odiosa bandera que al partir dejó flotando sobre la vieja fortaleza española.

Finaliza el año de 1833 cuando Juan Pablo Duarte abandona a Europa y emprende el camino del regreso. Los parientes que sobre el viejo y destartalado muelle del puerto de Santo Domingo de Guzmán lo reciben una mañana en sus brazos, ante la indiferencia de los soldados haitianos, que vigilan los contornos y efectúan el registro de las embarcaciones que de cuando en cuando llegan al Ozama, quedan sorprendidos de la transformación experimentada por el viajero y de la cual el rostro muestra algunos signos visibles: la fisonomía se ha vuelto más severa y en los ojos azules se ha hecho más-honda y más frecuente la nube de la melancolía.

La casa de don Juan José Duarte y de doña Manuela Diez se llena pocas horas más tarde de familiares y amigos que acuden a saludar con júbilo al recién llegado. Entre ellos se filtran muchos curiosos ávidos de noticias del exterior, y algunos jóvenes de espíritu inquieto a quienes una secreta afinidad aproxima al futuro Padre de la Patria. Las miradas de Duarte se detienen con atención en algunos de sus compañeros de infancia.

Allí está Juan Isidro Pérez, un estudiante de alma tierna que parece excederlos a todos en adhesión inconsciente y pasional al que desde aquel mismo día reconocerá por maestro; Juan Alejandro Acosta, ya a la sazón marino experimentado y visitante asiduo del almacén abierto por Juan José Duarte en la calle de La Atarazana,. José María Serra y algunos jóvenes más de temperamento romántico que no habían visto otras costas que las de su país nativo, pero que en la cautividad se habían refugiado en la meditación soñadora.

Entre las personas de viso que con mayor entusiasmo celebran el retorno de Duarte figuran el presbítero José Antonio Bonilla y el doctor Manuel María Valverde. Este último interrumpe súbitamente las expansiones amistosas de los visitantes, para hacer a Juan Pablo una pregunta que no produjo en ninguno de los presentes la menor sorpresa:

-¿Y qué fue lo que más te impresionó en tus viajes por Europa?

Cuando todos, inclusive el interpelante, esperaban una respuesta frívola, Duarte responde con voz trémula pero teñida de emoción y de firmeza:

-Los fueros y las libertades de Cataluña; fueros y libertades que espero demos un día nosotros a nuestra patria.

La frase cayó en medio de la sala como un proyectil fulminante José María Serra se levantó electrizado de su asiento, y Juan Isidro Pérez, vibrante como una cuerda golpeada, tembló desde los pies a la cabeza. El doctor Valverde, desconcertado primeramente por aquella respuesta inesperada, se adelantó luego hacia su amigo para decirle con voz cálida:

-Si algún día emprendes esa magna obra, cuenta con mi cooperación

Algunas semanas después, Duarte se reúne con los amigos y condiscípulos que se congregaron en su hogar el día de su llegada. Pero durante estos primeros encuentros, no denuncia a nadie sus propósitos ni deja traslucir en sus palabras el motivo de sus preocupaciones.

Todos sus pasos, por el contrario, parecen obedecer a una cautela asombrosa. Su primera medida debe consistir en una obra de captación personal, y a lo que tiende, por el momento es a atraerse a los hombres que por razones de edad y de sentimiento son más susceptibles de adherirse con entusiasmo a la empresa que ya tiene proyectada. El medio que utiliza para esta labor de atracción es el de ascendiente moral que sobre muchas de esas almas jóvenes podía entonces darle la superioridad de la cultura. Gracias a los conocimientos que adquirió durante su estancia en Barcelona y a cierto don de simpatía personal con que lo dotó abundantemente la naturaleza, le fue fácil convertirse en el mentor de aquella juventud ansiosa de enseñanza.

El almacén de la calle de La Atarazana se transforma en una especie de ágora, a donde acuden muchos jóvenes a recibir cada día de labios de Juan Pablo Duarte lecciones de latinidad, de matemáticas, de literatura, de filosofía y de otras ramas del saber humano.

El maestro habla a sus discípulos sin petulancia, pero subraya sus palabras con el ademán persuasivo del que convence y del que crea. Aquellas lecciones, que tenían más bien el carácter de un diálogo que el de una cátedra, despiertan en muchos de los que escuchan fibras que durante el cautiverio permanecieron ignoradas: en José María Serra nace la vena del escritor y del poeta emotivo; en Pedro Alejandrino Pina empiezan a vibrar, con resonancias de himno patriótico, las cadencias de la cuerda oratoria; y en los demás brota, con impetuosa energía, el sentimiento nacionalista, revuelto a veces con el de la inspiración literaria.

Las ciencias y las letras crean desde aquel momento, entre Duarte y sus discípulos, una fraternidad que en lo sucesivo se irá haciendo más estrecha con el sufrimiento y las persecuciones. Creado el vínculo indestructible mediante esa especie de relación enigmática que tiene la palabra de los grandes redentores, Duarte se decide a desnudar su pensamiento a aquellos de sus compañeros a quienes considera más adictos a él o más aptos para la labor de propaganda secreta que la libertad de la patria hará en lo adelante necesaria.

Mientras Juan Pablo Duarte pasa con sus discípulos del trato puramente intelectual al conciliábulo patriótico, las autoridades haitianas contemplan con indiferencia los movimientos de este grupo de conspiradores: el gobernador, Alexis Carné, sucesor de Borgellá, no sospecha siquiera que aquel joven pálido, que parece tener el soñar y el leer libros de filosofía por ocupación constante, sea capaz de erigirse en vengador de su patria y de encender la llama de la revolución en el alma de la nacionalidad sojuzgada.

El Caballero del Espíritu

Una de las pruebas más significativas de la elevación espiritual de Duarte es su sed de sabiduría y su amor a los estudios desinteresados. Desde que aprende a leer, bajo la dirección de su madre y de la señora de Montilla, muestra una curiosidad intelectual insaciable. Después de su retorno de España, se dedica con más tesón que nunca a atesorar conocimientos para el cultivo de su propio espíritu y no para fines de utilidad inmediata.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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