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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 5)


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El apóstol comprende que es indispensable proceder en lo adelante con un tacto exquisito. Los agentes de España en Venezuela espían todos sus pasos y el elemento oficial no desea autorizar acto alguno que pueda hacer su conducta sospechosa. Duarte encuentra, sin embargo, el modo de entrevistarse con el presidente Frías y le expone la situación reinante en la República, en  donde la guerra se desenvuelve con perspectivas cada vez más favorables para las armas dominicanas. El mandatario venezolano, aunque se muestra convencido por las razones que Duarte invoca y no oculta las impresiones dejadas en su animo por aquella elocuencia llena de efusividad insinuante, aconseja prudencia al apóstol y advierte que la ayuda prometida deberá aplazarse tanto en vista de la crisis interna de Venezuela, amenazada a la sazón por amagos revolucionarios, como por la actitud recelosa en que se hallan las autoridades españolas -Frías, por otra parte, ejerce el poder provisionalmente y su misma situación personal le obliga a proceder con extrema prudencia para que no se le pueda acusar de haber creado al gobierno complicaciones internacionales. El medio que se ofrece por el momento más expedito, es el de abrir en Caracas una  suscripción para recoger fondos en favor de la causa dominicana. Duarte, quien tiene por costumbre no recibir ni administrar el dinero que se recolecta para la labor patriótica, encarga de esa misión al señor Melitón Valverde. Mientras su compañero de gestión diplomática se ocupa en esos menesteres, el apóstol no desmaya un momento en su, tarea de promover una ayuda verdaderamente eficaz por parte del gobierno venezolano, el único que puede facilitarle los medios para organizar una expedición que se dirija con pertrechos abundantes a los puertos de la República controlados por las fuerzas revolucionarias. El 25 de noviembre visita con ese fin al general Falcón, presidente titular de Venezuela, quien tantea desde Coro la situación política. Más de un mes permanece Duarte allí en espera de la ayuda que le promete de nuevo el mariscal venezolano. Por fin, el 3 de enero de 1865, Falcón despide al prócer, en presencia del vicepresidente de la República, con las siguientes palabras: «Vaya usted con el general, y le aseguro que quedará complacido, pues él lleva mis órdenes.» Ya en Caracas, para donde Duarte sale ese mismo día, el vicepresidente se limita a poner a disposición del prócer dominicano la suma de trescientos pesos sencillos, limosna irritante con que se quiso dar un corte definitivo a las conversaciones del apóstol con las autoridades venezolanas .

El fracaso de las gestiones diplomáticas confiadas al Padre de la Patria se debió en gran medida a la falta de tacto con que actuó el Gobierno Provisorio. El deseo de obtener un reconocimiento precipitado, con el propósito de que el Gobierno de Isabel II se decidiera a ordenar la desocupación de Santo Domingo, objeto desde fines de 1864 de negociaciones encaminadas por conducto de Haití, indujo a los directores del movimiento restaurador a enviar a Venezuela, con el carácter también de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial, al general Candelario Oquendo, hombre de escasa inteligencia que cumplió su misión sin la delicadeza necesaria. Las torpezas cometidas por Melitón Valverde, quien desde que llegó a Caracas en los primeros meses de 1864 procedió en forma que desagradó al Gobierno de Venezuela y que atrajo la atención de los representantes oficiosos de la monarquía, se agravaron con las que a su vez hizo el comandante Oquendo, persona que además resultaba poco simpática al presidente Falcón por haber figurado hasta hacía poco en el bando de sus opositores. El de enero> recién llegado a la capital venezolana des-pués de su viaje a Coro, Duarte se dirige en los siguientes términos al Gobernador Provisorio: «Me parece conveniente advertir al Gobierno que no se empeñe en mandar nuevos comisionados para este asunto, puesto que, sin presunción puedo decirlo, yo me basto para el caso. No hay necesidad de hacer gastos inútiles, sobre entorpecer las negociaciones que de antemano tenía yo tan bien preparadas.» Los agentes de la monarquía conspiraban sin descanso, por otro lado, contra las negociaciones dirigidas por Duarte. Casi toda la prensa extranjera, influida por la propaganda de los representantes españoles, difundía la especie de que en Santo Domingo, antes que una verdadera lucha en favor de la independencia nacional, lo que existía era una discordia de carácter civil entre una parte del pueblo, adicta al ideal utópico de los trinitarios que abogaban por el restablecimiento de la soberanía en una forma absoluta, y una gran mayoría de anexionistas que militaban en diversos partidos: mientras los unos apoyaban la reincorporación a España, otros se decidían por un pacto con los Estados Unidos o por un concierto con Francia.

Dentro de esta atmósfera trabaja Duarte sin descanso para lograr el reconocimiento de la República por parte del Gobierno de Venezuela, o para obtener en dinero y en pertrechos de guerra la ayuda que hace -falta a sus compatriotas para decidir en favor de la libertad la lucha iniciada en Capotillo- Con el comandante Oquendo, a quien el 8 de marzo despide para Santo Domingo, envía al Gobierno Provisorio una larga exposición en que le da cuenta, con honda amargura, de la actitud final del presidente Falcón y de la situación de Venezuela, desgarrada entonces por sordas disensiones internas. «El general instruirá a usted -dice al Ministro de Relaciones del gobierno presidido por Gaspar Polanco- de los pormenores de esta farsa y de los personajes que juegan en ella el principal papel. El dirá a usted que Venezuela no tiene nada que envidiarle a Santo Domingo en cuanto a intervenciones, a anexionismo, a traiciones, a divisiones, a ansiedades, a dudas, a vacilaciones, y en cuanto a malestar, en fin, de todo género.» Mientras desempeña con celosa actividad sus funciones de agente diplomático, Duarte vigila desde el exterior los acontecimientos que se desarrollan en su país nativo. Sus comunicaciones oficiales están llenas de enérgicas advertencias dirigidas al Gobierno Provisorio. Al dar respuesta al oficio en que se le participa el nombramiento de Gaspar Polanco como Presidente Provisional, asiente al criterio de las nuevas autoridades sobre la conveniencia de que se escarmiente con energía a los traidores, pero inmediatamente le hace al nuevo mandatario esta admonición generosa: «El gobierno debe mostrarse justo en las presentes circunstancias, o no tendremos patria.»

Cuando contesta la comunicación del 10 de diciembre, en la cual el gobierno provisorio le anuncia que el general Geffrard, a la sazón presidente de Haití, interviene como mediador en las negociaciones relativas a la paz con España, no oculta su asombro por la clase de intermediario escogido para misión tan delicada: « ¡ Quiera Dios que estas paces y estas intervenciones no terminen (cual lo temo, y tengo más de un motivo para ello) en guerras y en desastres para nosotros, o mejor diré, para todos!» En la carta dirigida a Teodoro Heneken, Ministro de Relaciones Exteriores del nuevo Gobierno, el día 7 de marzo de 1865, subraya con singular energía las ideas que sostuvo durante toda su vida contra cualquier cesión total o parcial del territorio dominicano: «Si me pronuncié dominicano independiente, desde el 16 de julio de 1838..-, si después, en el año 44, me pronuncié contra el protectorado francés…; y si después de veinte años de ausencia he vuelto espontáneamente a mi patria para protestar con las armas en la mano contra la anexión a España, llevada a cabo a despecho del voto nacional…, no es de esperarse que yo deje de protestar (y conmigo todo buen dominicano), cual protesto ahora y protestaré siempre, no digo sólo contra la anexión de mi patria a los Estados Unidos, sino a cualquier otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra cualquier tratado que pueda menoscabar en lo más mínimo nuestra independencia nacional, y cercenar nuestro territorio o cualquiera de los derechos del pueblo dominicano.» En esta misma comunicación, especie de testamento político del Padre de la Patria, advierte al Gobierno Provisorio sobre cuál sería su actitud en caso de que las negociaciones en curso lesionaran en alguna forma la independencia dominicana: «Por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre.» En la respuesta a la nota del Gobierno Provisorio distinguida con el número 37, intercala estas palabras que resumen su historia y su programa: «Usted desengáñese, señor Ministro, nuestra patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera, o se hundirá la isla.» La última gestión diplomática de Duarte parece haber consistido en la labor que realizó para obtener que el segundo Congreso Interamericano de Lima, convocado para reunirse en la capital del Perú en 1864, adoptara alguna medida en favor de la República Dominicana. El apóstol visitó varias veces, con este propósito, al agente consular del Perú en la ciudad de Caracas . La circunstancia de no habérsele provisto a tiempo de los poderes indispensables para negociar como Agente Diplomático del Gobierno Provisorio, ya que con la destitución de Salcedo perdieron todo valor las credenciales expedidas en Santiago en abril de 1864, no le permitió actuar en este caso con la eficacia y la rapidez necesarias. Aunque uno de los motivos que sirvieron de pretexto a su convocación fue precisamente la actitud de España en Santo Domingo y la ocupación de las islas Chinchas en perjuicio de la soberanía peruana, el Congreso de Lima se limitó a votar dos proyectos de acuerdo sobre «unión y alianza» y sobre «mantenimiento de la paz», expresiones todavía platónicas de la conciencia jurídica y del sentimiento ya naciente de la solidaridad de las naciones latinoamericanas. Del reconocimiento de la República Dominicana se habló menos en aquel torneo oratorio que de la política expansionista de los Estados Unidos y de la intervención francesa en México para establecer en tierra azteca el imperio de Maximiliano de Hasburgo.

Muerte del justo

Las últimas cartas que Duarte recibe del Gobierno Provisorio respiran mucho optimismo con respecto a las negociaciones para el abandono del territorio nacional por los ejércitos de España. Pero las noticias le llegan con un retraso de varios meses, y a menudo sus respuestas a los oficios que se le dirigen contienen largas reflexiones sobre hechos que ya han sufrido, cuando él escribe, modificaciones de no poca significación bajo el imperio de circunstancias esencialmente cambiantes. Cuando envía la carta del 7 de marzo de 1865, ignora aún la nueva política iniciada hacia Santo Domingo por el proyecto de ley que el 7 de enero de ese mismo año fue presentado a las Cortes sobre el abandono de la isla por la monarquía española. Convencido de que España no soltaría voluntariamente su presa, previene todavía al Gobierno Provisorio contra los rumores de desocupación, aparentemente difundidos con el propósito de «adormecer a los dominicanos», y excita a sus compatriotas a mantener sin desmayo la guerra y a prepararse para hacer frente a un nuevo ejército expedicionario que se organiza en la Península, de acuerdo con los consejos de La Gándara y del general Dulce, para caer repentinamente por tres sitios distintos sobre el territorio dominado por las fuerzas restauradoras. La evacuación del territorio nacional el 12 de julio de 1865 sorprende a Duarte, que ignora hasta qué punto han influido en esa decisión circunstancias de orden económico más bien que consideraciones de carácter político o moral: la guerra de Santo Domingo se había convertido en una fuente de erogaciones para la monarquía y el propio general Narváez había aconsejado la desocupación porque esa lucha innecesaria «consumía los pingües rendimientos de todas las posesiones ultramarinas». Con la reincorporación de Santo Domingo, los monárquicos españoles creyeron levantar en América el prestigio de la Madre Patria como potencia colonial. Pero como el movimiento contra la anexión había cobrado en pocos días una fuerza inusitada, y como para debelar esa reacción patriótica hubiera sido necesario el envío de un ejército numeroso, capaz de consumir por sí solo todas las rentas que España extraía de sus colonias, se juzgó prudente abandonar a su suerte al pueblo dominicano, recogido en 1861 en la agonía, pero resuelto a no permanecer bajo la dominación española, según lo expresaron las propias Cortes, por ser adicto con exceso a su independencia y a «los hábitos engendrados por muchos años de existencia aventurera».

Tardíamente llegó también al conocimiento de Duarte la noticia de la muerte casi súbita del general Pedro Santana, Abrumado por el fracaso de su obra, y objeto de incontenible aversión tanto para los dominicanos, a quienes había reducido de nuevo a la servidumbre, como para los propios españoles, a los cuales disgustó con su altanería, impropia de un esclavo que había solicitado para sí mismo los hierros de la esclavitud, el sedicente Marqués de las Carreras bajó a la tumba víctima de un malestar desconocido, el día 14 de junio de 1864. Cuando cerró los ojos, acosado por los remordimientos, la victoria de la Patria, triunfante en todos los campos de batalla, parecía ya asegurada. La Providencia, cuyos castigos tardan a veces pero no dejan nunca de cumplirse con el rigor de una sentencia infalible, cobró con creces al déspota las injusticias de que hizo víctima a Duarte; perseguido por los mismos españoles, a quienes vendió la República, el verdugo del Padre de la Patria murió como Diómedes, devorado por los mismos caballos a los cuales enseñó a comer carne humana Pero juntamente con el eco de los triunfos de las armas de la Restauración, y con los detalles sobre el fin desastroso y dramático del general Santana, llegaron a Caracas otras noticias poco tranquilizadoras . Primero que de las versiones relativas a un posible abandono del territorio dominicano por las tropas del general La Gándara, se enteró Duarte de las discordias que, mucho tiempo antes de que volviera a conquistar plenamente su autonomía, desgarraban al país, dividido ya en numerosas banderías que se disputaban el privilegio de mandar sobre un suelo todavía en gran parte dominado por un ejército extranjero. Gaspar Polanco, caudillo de un motín contra el jefe del primer Gobierno Provisorio, había manchado el ideal democrático de la Restauración con la sangre de Salcedo.

Tomando como pretexto la inmolación de este soldado, otros capitanes gloriosos, con las carnes todavía cruzadas por las heridas de la guerra contra España, depusieron a Polanco y formaron un triunvirato que intentó inútilmente borrar con la elección de Pimentel el origen espurio que tuvo esa reacción en los campos de «El Duro» y de «La Magdalena». Cuando las fuerzas españolas abandonaron al fin, el 11 de julio de 1865, el territorio dominicano, la violencia revolucionaria se desató sobre el país con energía salvaje. Los soldados que se agruparon en torno a los pabellones de la Restauración para formar, gracias al patriotismo que obró sobre ellos como una poderosa fuerza de cohesión, una especie de familia guerrera, desunida sólo por discordias transitorias, se transformaron al día siguiente de restablecida la soberanía en mesnadas sanguinarias que se combatieron con saña bajo la autoridad de caudillos ignorantes y ambiciosos.

Duarte espera en vano en el ostracismo que el país, escarmentado por la anexión, inicie una era de normalidad civil y de convivencia democrática. Como en 1844, se promete a sí mismo no retornar a la República mientras en ella subsista el imperio de la violencia fratricida. Nada le apartará de su decisión, sostenida con aquella portentosa cantidad de energía moral que puso siempre en sus resoluciones. Terminada su misión diplomática con el triunfo de la Restauración, el apóstol se refugia en la soledad, y otra vez vuelve a caer el olvido sobre su nombre y sobre su memoria. Pocos son los que en el país, entregado a la orgía revolucionaria, recuerdan a este mártir condenado a devorar en suelo extraño las amarguras de su proscripción voluntaria. Sólo el 19 de febrero de 1875, el presidente González, ilusionado con el minuto de paz que el país disfruta después del azaroso período de «los seis años», concibe la idea de llamar al ausente al seno de la Patria. «La situación del país -escribe en esa ocasión el general Ignacio María González al apóstol- es por demás satisfactoria.  Debemos confiar en que esa situación se consolidará cada día más y en que ha sonado ya la hora del progreso para este pueblo tan heroico como desgraciado. Mi deseo -concluye- es que usted vuelva a la Patria, al seno de las numerosas afecciones que tiene en ella, a prestarle el contingente de sus importantes conocimientos y el sello honroso de su presencia» La carta del presidente González no despertó sino una débil esperanza en el espíritu de Duarte. Como la anexión fue en gran parte una consecuencia de las divergencias provocadas por la ambición de mando y como muchos de los partidarios más acérrimos de esa medida antipatriótica la aceptaron sólo con el propósito de poner fin a tantas discordias y de brindar al pueblo la oportunidad de reemprender una nueva etapa en su existencia convulsiva, por un instante creyó el proscrito en la enmienda de sus conciudadanos y en la cordura de sus directores políticos. La duda, sin embargo, se interpuso entonces como en 1844, en el camino del apóstol, y lo obligó a contener sus deseos de retornar a la Patria y de prepararse a morir tranquilamente en su seno. Duarte había visto, en efecto, a la ambición asomar en las filas de los restauradores, más preocupados muchas veces de su propia hegemonía que del bien del país y de su suerte futura. Muy pocos de aquellos hombres, formados en el heroísmo salvaje de los cantones, eran capaces de un sacrificio de carácter civil> aunque todos morirían por la libertad de la patria y serían capaces del mayor de los holocaustos en el campo de la acción libertadora. El apóstol decidió, pues, continuar en Caracas, lejos de la feria política en que otros empequeñecían los laureles conquistados en la lucha reciente contra los dominadores. No transcurrió un año antes de que se realizaran sus temores. González, caudillo de la revolución del 25 de noviembre, fue acusado el 31 de enero de 1876 por la Liga de la Paz de ineptitud en el ejercicio de sus funciones, y la guerra civil fue esgrimida como una razón suprema por aquel bando amenazante.

Si Duarte hubiese sobrevivido mucho tiempo a aquel nuevo desastre, hubiera presenciado también, desde el ostracismo, la caída de Espaillat, sucesor de González, cuyo ensayo de gobierno democrático demostró que el país debía pasar fatalmente por un largo proceso de descomposición y de anarquía antes de que le fuera posible entrar en el régimen de las instituciones. Los últimos años de su vida los pasa Duarte agobiado por las privaciones materiales. Su salud, minada primero por el clima de las zonas húmedas en que residió a orillas del Orinoco, y luego por la escasez en que se ve obligado a vivir en la ciudad de Caracas, decae rápidamente y todo su organismo se abate debilitado por una vejez prematura. Su constitución había sido siempre delicada y su vida, hasta muy entrada la adolescencia se había mantenido gracias a los cuidados de sus progenitores – Pero ahora su salud es más precaria que nunca y todo anuncia en él un fin cercano. A esas condiciones físicas deplorables se suman, a lo largo de estos últimos años, los sufrimientos morales: en primer término, las noticias cada vez más desconsoladoras que recibe de la Patria y el temor de que su obra sea destruida o malograda; y luego, la tragedia que le acompaña en su vida íntima, donde ni siquiera disfruta del placer puramente espiritual de poder entregarse a escribir la historia de la creación de la República y de los sucesos en que le tocó intervenir en forma decisiva. Todos sus papeles, reunidos al través de muchos años, en donde narró los acontecimientos que precedieron a su destierro en 1844, fueron entregados al fuego por su tío Mariano Díez, temeroso de que cayeran en poder de los enemigos del proscrito, y aun sus impresiones de viajero que erró durante doce años por los parajes más intrincados de Venezuela, desaparecieron a manos de personas inescrupulosas. Los días transcurren, pues, para el apóstol en medio de una tristeza agotadora.

El mal estado de su salud lo obliga a compartir el escasísimo pan que obtienen sus hermanas a costa de conmovedores sacrificios Los achaques físicos y los eclipses que a veces oscurecen su inteligencia lo han convertido poco a poco, con dolor de su dignidad humillada, en una carga agobiante para los seres a quienes más desearía auxiliar en las estrecheces del extrañamiento prolongado. Su vida enteramente inútil se consume en una larguísima agonía. Durante estos años en que la miseria le aprieta cada vez con más violencia, y en que le abandona toda esperanza, excepto aquella que recibe de Dios, sólo le sostienen su fe y su educación profundamente religiosa. En 1875, pocos días después de recibir la carta en que el presidente González lo llama al país para que lo honre «con el sello de su presencia», sus dolencias se recrudecen y lo reducen al lecho durante meses enteros. Su pudor no le permite recurrir en este trance definitivo al gobierno de su Patria en solicitud de ayuda para su ancianidad desvalida. Sólo un oscuro amigo residente en Caracas, el señor Marcos A. Guzmán, acude de cuando en cuando en auxilio de las hermanas de Duarte, materialmente imposibilitadas para adquirir las medicinas que exigen los padecimientos del apóstol, llegado ya a los peores extremos de la indigencia. Rosa y Francisca, para quienes el hermano superviviente representa la única ilusión que les acompaña en el destierro, reciben hasta seiscientos pesos sencillos que a titulo de préstamo les suministra poco a poco aquella mano caritativa. Pero la enfermedad sigue su curso y continúa haciendo progresos en el organismo ya gastado. En los primeros días del mes de julio de 1876, el médico que visita casi diariamente al enfermo transmite a las hermanas impresiones poco alentadoras.

La vida de Duarte está ya próxima a extinguirse. -Su cuerpo envejecido desaparece casi en el lecho. La frente ancha y pálida, golpeada por la fiebre, es lo único que surge de entre las sábanas raídas con su antiguo sello de dignidad ceremoniosa. Por fin, el 15 de julio, el prócer entrega su alma a Dios en una humildísima casa de la calle donde nació el libertador Simón Bolívar, después de haber recibido los auxilios espirituales de manos del cura de la vecina parroquia de Santa Rosalía. Su muerte fue como su vida: un acto de sublime resignación y de mansedumbre cristiana. En tierra extraña descansaron sus huesos hasta el año 1884, en que fueron trasladados por disposición del Ayuntamiento de Santo Domingo al suelo de. donde un día le echaron sin consideración alguna ni a su proceridad ni a su inocencia. Cuando cerró los ojos, la muerte sólo debió de hallar un gesto de dulzura en aquellos labios, donde el acíbar y el despecho hubieran podido manifestarse con las crueles, pero justas palabras de Escipión: «Ingrata patria: no poseerás mis huesos.»

El Cristo de la Libertad

Padre de la Patria fue una conciencia seducida por la figura de Cristo y hecha a imagen de la de aquel sublime redentor de la familia humana. Duarte fue, como Jesús, eternamente niño, y conservó la pureza de su alma cubriéndola con una virginidad sagrada. Tuvo en su juventud una novia, a la que quiso con ternura, pero que murió soñando con su noche de bodas y suspirando por su guirnalda de azahares. Rico y de figura varonilmente hermosa, pudo haber sido amado de las mujeres y haber vivido feliz y adulado en medio de los hombres; pero como Jesús, hijo de Dios, que nunca llevó mantos de púrpura ni se cortó la cabellera, que no sentó a los poderosos a su mesa ni conoció a mujer alguna, Duarte huyó de los lugares donde la vida es alegría y festín para ofrecer a la" Patria su fortuna y para morir como el último de los mortales en medio de la desnudez y la pobreza. Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte, sería menester recurrir a la historia de los santos y de otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los honores, en ser superior al odio y superior a la maldad, en elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni más digno que él de la corona de los predestinados. Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal y su pulcritud sobrehumana. Entre los que codiciaron el mando, entre los que sostuvieron impávidos en sus manos los hierros de la venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar únicamente en sí mismos, el fundador de la República pasa como una columna señera, empequeñeciendo a sus verdugos y desarmando a sus adversarios con la autoridad propia de la pureza. Lo que es grande en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor abnegado de la República, sino también el hombre; y acaso es más digno de admiración que como prócer, como ser excepcional, como criatura de Dios, como figura humana.

No fue un personaje común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como un santo, que murió con la dignidad de un patriarca, y que entró en la política y salió de ella como un copo de nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos santos acartonados y secos que se retiraban al desierto para aislarse de todo comercio con el mundo, Duarte huye durante más de diecisiete años a las soledades del Río Negro, a un sitio casi inaccesible en donde se interponían entre él y el resto de los hombres las fieras con sus aullidos y las selvas de Venezuela y del Brasil con sus impenetrables pirámides de verdura. Pero hasta allí llegó aquel hombre inocente precedido por la fama de sus virtudes como llegaba Jesús a las aldeas de los pescadores precedido por la fama de sus milagros. Duarte hablaba algunas veces como Jesús y muchas de sus sentencias parecen pronunciadas desde una montaña de la Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas veces de conceptos poco originales, surge de improviso alguna frase con sabor a parábola, o asoma uno de aquellos pensamientos que sólo suelen brotar de los labios de esos hombres purísimos que llevan a Dios en las entrañas iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina, todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el alma una impresión de albura y de limpieza. Así como Jesús había dicho a todos los hombres, a los pescadores humildes y a los escribas mercenarios, «amaos los unos a los otros», el Padre de la Patria se dirige a sus conciudadanos para hacerles esta exhortación angustiosa: «Sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia.» Cuando habla a sus compatriotas para pedirles que lo exoneren del mando que quieren ofrecerle, les dice: «Sed justos lo primero, si queréis ser felices», y a sus discípulos los envía a repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con que Jesús encarecía a sus apóstoles que fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas por los infieles: «Os envío como ovejas en medio de los lobos.» A sus hermanos y a su madre valetudinana los invita con voz inexorable al sacrificio: «Entregad a la patria todo lo que habéis heredado. » Y a los que quieren seguir su causa, a sus discípulos más amados les habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna: «Juro por mi honor y mi conciencia… cooperar con mis bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a implantar una república libre.» Jesús también había pedido esa suprema renunciación a los hombres: «Porque hay más dicha en dar que en recibir.» Después de haberlo entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega, el pan de los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte no abrió siquiera los labios para afear a quienes lo inmolaron su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de morir en la patria y de recoger en su suelo una piedra donde reposar la cabeza. Su único consuelo, si acaso hubo alguno para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas leídas por él en las Escrituras, su libro de cabecera:

«Mas se te retribuirá en la resurrección de los justos.» Si Duarte es grande como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz de todas las purezas, todavía es más grande como «varón de dolores». Ninguna crueldad fue omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la inmolación de este inocente. Nadie lo oyó, sin embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los fríos que padeció como desterrado en Hamburgo, y las amarguras que devoró como proscrito en las soledades de Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza para el sufrimiento ni de hacer brotar el rencor o la cizaña en su conciencia abnegada. Nada faltó, sin embargo, a su viacrucis, ni siquiera la befa de sus enemigos que lo tildaron de «filorio», esto es, de tonto, de cándido, de iluso. Aunque ese calificativo lo honra como honró a Jesús el cartel que mandó poner Pilatos sobre el madero de la crucifixión (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, J. 19-19), prueba por sí solo lo puro que era aquel visionario cuando su idealismo fue considerado por sus detractores como el único inri que podía estamparse sobre su frente sin pecado. Si los verdugos de Duarte hubieran asistido a sus últimos instantes, cuando el justo se tendió en el lecho para dormir al lado de la muerte, esos verdugos sin entrañas hubieran podido escuchar en sus labios las mismas palabras que un día oyeron aterrados los que pusieron a su Señor en un leño de ignominia y después se repartieron sus vestidos: «Padre, perdónalos.»

El misticismo de Duarte

Todos los hijos de doña Manuela Diez y de Juan José Duarte se hallan dotados de una emotividad que enternece. Casi todos nacen con una marcada inclinación al misticismo, y sus sentimientos, en las distintas esferas donde actúan, son generalmente extremados. Cierta sensibilidad enfermiza, muy pronunciada en todos los miembros de esta  familia, preside sus actos y rodea a veces sus acciones más sencillas de un sentido impenetrable. La reacción espiritual de cada uno de los Duarte frente a los acontecimientos que se registran en su vida, se produce sin violencia, pero de manera que espanta y conmueve al propio tiempo, por el grado de intensidad que alcanzan en sus temperamentos esas crisis afectivas. Sandalia, la menor de las hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena adolescencia por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan tremendo el estupor que el hecho engendra en aquella sensibilidad virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir al ultraje que recibe y muere poco después consumida por indomable tristeza. Manuel, el más joven de los hermanos, profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que lo condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro, pierde la razón y queda desde el mismo día en que se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una especie de locura ensimismada. Cuando Tomás de la Concha es conducido al patíbulo juntamente con Antonio Duvergé y las demás victimas del 11 de abril, Rosa Duarte, quien ama desde la niñez al joven trinitario, hace voto de castidad y continúa queriendo hasta más allá de la muerte al prometido, cuyo recuerdo vive desde entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor inolvidable. En la vida del fundador de la República, tal vez el más sano y varonil de estos seres de naturaleza apasionada, abundan también las actitudes que se llevan hasta los últimos límites de la abnegación con energía aterradora. Los veinte años que pasa sepultado en el Apure o errante por las selvas del Orinoco, bastan por sí solos para poner de manifiesto hasta qué punto llevó este visionario su desdén del mundo y su desprecio de las glorias humanas. No es de seres comunes esta emotividad caudalosa. Algo extraordinario debió de haber puesto la naturaleza en esos temperamentos virginalmente sensibles.

Los mismos amigos que conocieron íntimamente a Juan Pablo Duarte y a sus hermanos, se sintieron muchas veces temerosos de que la sensibilidad que cada uno de ellos poseía como un don del cielo, los pudiese arrastrar a decisiones desesperadas. El día 25 de diciembre de 1845, el Padre de la Patria recibe desde Cumaná una carta donde Juan Isidro Pérez le ruega, con acento patético, que no se deje matar en el destierro por la inanición y la melancolía: «Vive, Juan Pablo, y gloríate en tu ostracismo y que se gloríe tu santa madre y toda tu honorable familia… Mándame a decir, por Dios, que no se morirán ustedes de inanición- mándamelo a asegurar porque esa idea me destruye… » Sabía Juan Isidro Pérez, amigo del fundador de «La Trinitaria» desde los días de la infancia, que Duarte era capaz de adoptar toda clase de resoluciones extremas: la de no probar alimento como protesta contra la vejación que en su persona se hacía a la virtud y a la inocencia, la de dejarse invadir en tierra extraña por una tribulación excesiva, o la de entregarse poco a poco a la muerte como quien pierde la voluntad de vivir sea por horror a la maldad de los hombres, o sea por deseo de sustraerse a la abyección cotidiana. La sensibilidad excesiva se encuentra en Duarte y en sus hermanos combinada con una incontenible tendencia al misticismo.

El Padre de la Patria nació con vocación para santo. Los veinte años que pasó recluido en el desierto como un monje en su celda, el calor apostólico que puso en sus palabras y en sus actos, su imperio sobre sí y sobre sus apetitos más naturales; su desprecio por el poder, pasión de demagogo vulgar o de político ambicioso; su sentido abnegado del patriotismo, fuerza que actúa sobre él como una especie de exaltación religiosa; sus concepciones políticas, influidas por el Cristianismo hasta el extremo de que la cruz, símbolo de amor y emblema de concordia, preside los colores de la bandera con que dota a la República; la fe con que sostiene sus ideas y otras muchas circunstancias de la misma índole, manifiestas tanto en su obra como en su propia vida, demuestran que hubo en el alma de Duarte algo que identifica al hombre de acción con San Francisco de Asís o con cualquiera otra de esas  criaturas bienaventuradas que la Iglesia ofrece a nuestra veneración en los altares. Es indudable que el santo convertido por el patriotismo en un héroe capaz no sólo de acciones abnegadas, sino también de actitudes sublimes y de lances intrépidos, dispuso de la energía necesaria para organizar y dirigir sus milicias con el sentido épico y con el entusiasmo férreo con que formó las suyas San Ignacio de Loyola. «La Trinitaria» fue en realidad una especie de «Compañía de Jesús», donde los admitidos debían actuar como soldados, prestos a morir por su idea y a participar con un invencible espíritu de sacrificio en las controversias humanas. Pero por debajo del combatiente, del soldado de una causa sagrada, capaz de entrar con corazón indómito en la arena de los combates, existió en Duarte el ángel incorruptible, el ser infinitamente diáfano en quien el estiércol humano se convierte en algo tan puro como el éter ligero. Si Duarte no ingresó al sacerdocio fue, sin duda, porque se lo impidió su obsesión patriótica.

Perdido en las selvas de Río Negro e incomunicado en el Apure de toda relación con el mundo, piensa noche y día en su país y se resiste a incorporarse a una orden religiosa, no obstante el atractivo que sobre él ejerce la vocación sacerdotal, porque lo detiene el presentimiento de que la República seria nuevamente víctima de la codicia extranjera. Pero la actitud que adopta en el momento decisivo de su existencia es la única que hasta cierto punto concilia las dos tendencias poderosas que obran sobre su espíritu: la que lo inclina al apostolado patriótico y la que lo llama insistentemente a los altares. El aislamiento a que se condena en el desierto le permite sustraerse a las vanidades de la vida y disfrutar en la soledad de los placeres de la meditación religiosa; y el destierro prolongado que se impone a sí mismo lo preserva del contagio político y le ofrece a la vez la oportunidad de contemplar, desde playas distantes y serenas, el desconsolador espectáculo de sus conciudadanos que viven en la discordia y contribuyen con sus rencillas a retardar la entrada del país en el régimen de las instituciones. Dos actitudes más pueden aún señalarse como testimonio de que el Padre de la Patria fue un místico en quien el sentimiento de algo superior se manifiesta de un modo extraordinario: su espíritu de resignación y la fuerza que puso en sus resoluciones. Perseguido por la fatalidad, echado como un vulgar malhechor de su país, errante en las selvas o solitario en medio de los hombres, pobre hasta carecer de lo más indispensable; privado del abrigo de un hogar y de los afectos más ele-mentales, como el de la mujer o el del hijo, no doblega la cabeza ante el infortunio ni se le ve adoptar jamás una actitud destemplada. La resignación, una resignación verdaderamente heroica, es lo que caracteriza a este Job del patriotismo, para quien el destino parece haber cambiado el orden de sus leyes, pero quien en medio de su estercolero mantuvo intacta la niñez de su espíritu y conservó la virginidad de su ilusión que poseyó la virtud de ser interminable como la vida y eterna como la esperanza. No menos grande fue la energía moral con que Duarte mantuvo sus propósitos. Proscrito por Santana en 1844, se propuso permanecer alejado del país mientras las furias del odio y de la discordia imperaran sobre su tierra nativa. Durante veinte años mantuvo sin flaquear esa consigna y ni la pobreza ni la necesidad de reposo físico que experimentó en el desierto, donde la salud empezó a abandonarlo, fueron parte para reducirlo a quebrantar esa resolución que hubiera arredrado a cualquier otro hombre de naturaleza más débil o de voluntad menos aguerrida. Agréguese aún, si se quiere completar la fisonomía de esta personalidad extraordinaria, el don profético que acompañó desde la juventud al Padre de la Patria. Los hombres que creen con exaltación en sus ideas, aquellos a quienes acompaña una fe ilimitada y profesan sus ideales con una especie de idolatría supersticiosa, son precisamente los que suelen poseer un sentido de adivinación más certero.

El misticismo de estos seres extraños, dotados de una facultad de videncia de que carece el común de los mortales, se manifiesta muchas veces por un don de segunda vista que les permite adelantarse a las realidades inmediatas. Llamados por la naturaleza a participar, gracias a su instinto adivinatorio o a su fe desorbitada, de uno de los privilegios característicos de los dioses, tales hombres creen cuando en torno suyo la esperanza ajena vacila o se desploma; afirman, cuando los demás se desconciertan en un laberinto de dudas y de contradicciones; se anticipan, en fin, a los acontecimientos, y presienten que la utopía de hoy será la realidad de mañana. Duarte poseyó en gran medida esa facultad extraordinaria. Creyó en la Patria, y el día en que era mayor la incertidumbre reinante sobre su porvenir, todavía incierto y oscuro, hizo alarde de su fe en una nacionalidad imperecedera y mostró hecho carne a sus conciudadanos atónitos el sueño de la independencia absoluta. Pero Duarte fue un espíritu lleno de madurez y de equilibrio no obstante haber poseído una sensibilidad desmesurada. Los actos que realiza, en los momentos críticos de su existencia, no son en él indicios de excentricidad ni testimonios de locura. Los veinte años que pasó en la selva, perdido para su familia y para el mundo, hasta el extremo de que se le juzgó muerto hasta el día de su reaparición en 1864, se explican por las cualidades excepcionales de su carácter más bien que por un acceso de misantropía morbosa. Ese enterramiento en vida acto inconcebible por la cantidad de paciencia y de resignación que revela, es una evidencia inequívoca de la intrepidez del ánimo de Duarte y del imperio abrumador que el hombre ejerció sobre sí y sobre sus pasiones. Son pocas las figuras del santoral católico que pueden exhibir una abnegación semejante. Entre los hombres comunes, entre aquellos que conservan algo de la bestia primitiva y a propósito de los cuales se puede hablar del «animal humano», no hay uno solo que haya sido capaz de tanto sacrificio ni de tanta entereza. La persecución implacable de que fue objeto se explica en gran parte por la diferencia que reinó entre su nivel moral y el de sus contemporáneos. Santana, Bobadilla, Caminero, Ricardo Miura, Báez, Santiago Díaz de Peña, hombres llenos de orgullo y de ambición, pobres pecadores que hociquean sin pudor en el cieno de la política, no podían tolerar la presencia entre ellos de un ciudadano tan insultantemente probo; y de ahí que, sin razón alguna que lo explique, hayan hecho desde el primer día a esa probidad insólita una guerra sin cuartel, como si todos, sin poder evitarlo, se sintieran ofendidos por su pulcritud y escandalizados por su pureza. ¡Singular familia la del fundador de la República! Sus condiciones espirituales de excepción pueden hacernos creer a veces que algunos de los hijos de Juan José Duarte y de Manuela Diez, fueron seres enfermos en quienes el mismo amor a la patria cobra con frecuencia el sesgo aterrador que suelen adquirir las reacciones del sentimiento en todas las personas de sensibilidad extraviada. Pero lo que en los miembros de aquel hogar podría acaso atribuirse a excentricismos o a posibles enfermedades de la razón o del espíritu, no es sino el fruto de un exceso de vida y de salud moral que unas veces se manifiesta, como en el caso del Cristo errante que deambula por espacio de veinte años al través de las selvas del Orinoco, por medio de actos de abnegación casi aterradores, y que otras veces se desborda en llanto y en melancolía, como en el de la virgen raptada que no quiso sobrevivir a su deshonra e inclinó para siempre la cabeza como la flor doblegada por la lluvia.

Duarte y Santana

Pedro Santana es la antítesis de Duarte. Las respectivas fisonomías de estos dos hombres se hallan formadas por rasgos contradictorios. El desdén de los bienes de fortuna es el rasgo que más sobresale en la personalidad del Padre de la Patria. Entregó a la República no sólo su propio porvenir, sino también el pan de su madre y el techo de sus hermanas. En pago de ese sacrificio, realizado con heroica sencillez, no obtuvo ni reclamó jamás galardones honoríficos ni compensaciones materiales. Santana, en cambio, fue un hombre sórdido que amó el dinero y se hizo pagar con largueza los servicios que prestó al país como guerrero y como estadista improvisado. Condueño, no por obra de su esfuerzo personal, sino por los azares de la herencia, de uno de los hatos más pingües del país, impulsó a su hermano Ramón a contraer nupcias con la hija del propietario de la mitad de «El Prado», don Miguel Febles, y aguardó con fría indiferencia la desaparición de ese terrateniente para desposar a su viuda, doña Micaela Rivera. Hombre que madura planes de esa especie y que convierte en un negocio uno de los actos que aun los seres más humildes sólo realizan por amor, tiene que llevar a la vida pública la mentalidad de un avaro, incapaz de todo impulso altruista y de todo pensamiento generoso. Por eso se hizo pagar en 1853 por el Estado, con pretexto de haber sufrido daños en sus bienes personales, una cuantiosa suma que engrosó su patrimonio y que representaba para la época una cantidad considerable; y por eso, cuando estalla la guerra contra la anexión, establece su campamento en Guanuma, en sitio inhospitalario, donde las tropas son implacablemente diezmadas por las enfermedades, con el único propósito visible de impedir que los ejércitos de la Restauración atraviesen la cordillera central y se apoderen del ganado que el sedicente Marqués de las Carreras conserva en sus haciendas de El Seybo.

La codicia pesa más sobre su conciencia que todo otro sentimiento, y es el único déspota dominicano de la época que saca indemne del caos político su fortuna privada. La patria llegó a reducirse en el corazón de Santana, precisamente en el momento más dramático de su vida, hasta adquirir en él las dimensiones de las sabanas de «El Prado». Otro de los rasgos capitales de la figura de Duarte es el don de segunda vista que le permitió adivinar con asombrosa perspicacia el futuro. El prócer predicó la «pura y simple» y fue el abanderado de la independencia absoluta. Sostuvo que el país disponía de recursos suficientes para conquistar su libertad por sí solo y para sostenerla luego sin ayuda extranjera. Santana, por su parte, no creyó en la viabilidad de la República, y se hizo el portavoz de los que aspiraban a mantener bajo la sombra de una bandera extraña la separación establecida entre las dos partes de la isla por la ley de la raza y por el fuero de la lengua y de las tradiciones.

La realidad, una realidad que tiene actualmente una duración de más de un siglo, y que se puede reputar ya como definitiva, le dio la razón a Duarte, el idealista, sobre Santana, el hombre que todo lo confió al interés y que juzgó infalibles los cálculos humanos. Rasgo también sobresaliente de la personalidad de Duarte es su noción global y no fragmentaria del patriotismo. El Padre de la Patria aspiró a que sus conciudadanos vivieran libres en la heredad natal, y para él era tan inicua la esclavitud bajo Haití como la esclavitud bajo España o bajo cualquier otra soberanía extranjera. Santana, a su vez, no concibió la independencia sino frente a Haití, y vivió de rodillas, como dominicano y como gobernante, ante el gobierno de España y ante los cónsules de las naciones que a la sazón se consideraban ultra-poderosas – Los agentes consulares de todos los países hicieron temblar siempre como a un niño al león de las Carreras.

El déspota que tiranizó a sus compatriotas y erigió el patíbulo en altar de Moloth para alzarse con el señorío de los débiles, no fue capaz de un solo gesto de hombría ante José María Segovia y ante dos gobiernos extranjeros que impusieron al país, con la complicidad muchas veces del elemento nativo, las más grandes humillaciones. Pero Santana fue un guerrero al parecer invencible, y Duarte fue únicamente un apóstol y un proveedor de ideales. Las campañas que realizó el soldado han servido a sus admiradores para insinuar que sin él no hubiera habido independencia. La tesis es a todas luces aviesa y no resiste el análisis de los hombres imparciales. Lo que la historia enseña a quien no se deje sugestionar por los subterfugios de los historiadores, es que la separación de Haití fue una idea que creó Duarte, que calentó Duarte con su sacrificio, y que después se abrió paso casi por sí sola. Las batallas del período de la independencia se redujeron a una serie de escaramuzas en que no hubo ni de la una ni de la otra parte ningún alarde de heroísmo guerrero. ¿Qué clase de adversarios eran aquellos que entregaron la capital de la República sin hacer un disparo? ¿Qué moral era la de esa tropa que capituló con Desgrotte ante un grupo de jóvenes armados con trabucos y con unas cuantas lanzas del tiempo de la colonia? ¿Qué batalla fue esa del 19 de marzo donde un puñado de monteros provistos de armas blancas pone en fuga a un ejército flamante que apenas ofrece resistencia y donde algunos nativos de Azua combaten blandiendo en campo raso tizones encendidos? ¿ Qué hazaña fue esa de «El Número», donde los haitianos fueron arremetidos con piedras y desalojados de sus posiciones con el humo del pajonal de la sabana? Y ¿qué batalla fue, por último, esa del 30 de marzo en que se dice que no hubo más que un contuso por parte de los defensores de Santiago a pesar de haberse hecho uso en esa acción de las cargas al machete?

Las famosas batallas de la independencia fueron un juego de niños si se las compara con las acciones a que dio lugar la guerra de la Restauración. Compárese la batalla del 19 de marzo con una cualquiera de las hazañas de Luperón, y se tendrá la evidencia de haber pasado del escenario de un cuento de hadas al de una lucha verdaderamente épica. Hágase el cotejo de la batalla del 30 de marzo con la que tuvo efecto en la misma ciudad de Santiago el día 6 de septiembre, y se tendrá la sensación de que la primera fue un lance de teatro y la segunda un verdadero encuentro de titanes. El ejército haitiano de los días en que se realizaron las jornadas de la independencia, o fue un coloso de cartón, que se deshizo tan pronto recibió la primera lluvia de balas, o fue una jauría de bandoleros que se movió impulsada por el estímulo del botín y que se aprovechó de la sorpresa para invadir la parte oriental de la isla en el momento propicio. Haití, desgarrado unas veces por dentro, y herido de muerte en otras ocasiones por el coraje moral que sobraba a su adversario, no logró ser nunca un verdadero peligro para la libertad dominicana. Bastó que, un visionario, un hombre dulce pero interiormente dotado de energías descomunales, diera calor con su sacrificio ejemplar a la idea de la independencia, para que el ejército invasor desapareciera vencido por su propio espíritu de indisciplina o por su propia cobardía. La prueba es que no existió por parte de los haitianos ningún rasgo de heroísmo. El caso de Luis Michel, el oficial haitiano que luchó con un sable hasta morir sobre la cureña de un cañón en las Carreras, es un ejemplo aislado que nada prueba en favor del heroísmo con que los invasores lucharon en tierra dominicana. El hecho de haber salido triunfador frente a los haitianos, no constituye, pues, una recomendación digna de confianza para erigir a nadie en soldado invencible ni en verdadero hombre de armas. Cuando Santana tuvo que medir sus fuerzas con las de los grandes caudillos de la Restauración, la supuesta superioridad militar de que hizo gala, según se afirma, en las Carreras y en los campos de Azua, se reduce a algo tan ínfimo que no alcanza a hacerse visible. Cuando salió a campaña al frente de uno de los ejércitos más poderosos que se movilizaron nunca en suelo dominicano, la avaricia o el terror lo paralizaron en Guanuma y esquivó siempre el medir la fuerza de su brazo con la de los jefes restauradores, entre los cuales había algunos que, como Luperón, eran tan jóvenes que habían crecido bajo los soles de la independencia. Si Santana tuvo verdadera personalidad militar fue, sin duda, porque le acompañaron algunas cualidades superiores como conductor de tropas y como organizador de victorias: don de mando, sentido de oportunismo, puño capaz de imponer la disciplina con providencias draconianas, y cierta sensibilidad patriótica que sólo se manifestó en la lucha contra las invasiones haitianas . Fue innegablemente el hombre que organizó la victoria y precipitó la huida de los invasores, y el único que supo capitalizar en su propio provecho la gloria siempre discutible de haber vencido a un coloso de papel y haber garantizado a sus compatriotas la tranquilidad que ansiaban para vivir sin la angustia constante de los saqueos y de las incursiones a mano armada. Uno de los hombres que militaron bajo las órdenes de Santana, don Domingo Mallol, nos ha dejado la siguiente radiografía del ejército haitiano de los tiempos de la independencia: «Después de haber visto el triste talante de esta gente, puedo decir a usted que no son hombres para batirse con nosotros.» Eso no se podía decir, en cambio, de los soldados peninsulares y de los soldados nativos que midieron sus armas con los héroes de la Restauración. Lo demás o hizo en favor del vencedor de tales tropas, esa especie de sugestión colectiva que anula el instinto crítico de los pueblos y transforma a veces a agentes enteramente mediocres en figuras sobrehumanas.

Hay todavía un hecho que prueba la superioridad del alma de Duarte sobre la de Santana. El Padre de la Patria permanece veinte años en un desierto, aislado entre las fieras y sin más compañía que una docena de libros, y domina hasta tal punto sus pasiones que ni una sola vez acierta a salir de sus labios una palabra ruin o una solicitud de clemencia. Santana, en cambio, desterrado por el presidente Báez, es incapaz de afrontar las durezas del exilio, y algunos meses después pasa por la humillación de prosternarse ante el Senado para pedirle en tono humildísimo que le permita reintegrarse a la heredad nativa. El dato basta por sí solo para demostrar la diferencia de las fibras con que estaban tejidas esas dos naturalezas antagónicas: la una hecha para la abnegación y el sacrificio, y más grande en el infortunio que en los días del triunfo fácil y de la adulación interesada; y la otra, seca como un erial y más dura que una piedra cuando se halla de pie sobre el trono del despotismo, pero floja y débil cuando el dolor la hiere e cuando la adversidad la combate. Nada hay más triste ni más deplorable que la conducta de Santana cuando se ve frente al fracaso de la anexión, repudiado por los suyos y escarnecido por los mismos españoles. Su actitud es la de un vencido que desahoga su rabia en gritos de impotencia, y que, incapaz de reconocer su error, se resigna a morir doblando la frente sobre las cadenas por él mismo forjadas con cierta soberbia desdeñosa. Nunca un gran dolor halló naturaleza más flaca donde hincar sus tentáculos, ni voluntad más miserable para sostenerse en la desgracia. ¡Qué grande, en cambio, el Padre de la Patria olvidado allá en Río Negro, pero tranquilo en su patriotismo bravío y acusador en medio de su limpia inocencia y de su, grandeza resignada! Duarte se lleva al destierro el consuelo de su inocencia y el convencimiento de su grandeza; Santana, por el contrario, cuando se refugia, en plena guerra de la Restauración, en las soledades de «El Prado», lleva a ese asilo de ignominia la amargura del fracaso y el sentimiento de su gloria afrentada. En la obra de Duarte no asoma ningún interés personal que la rebaje o la mancille. En la de Santana, en cambio, existe siempre algo ruin, propio de un mercenario o propio de un ambicioso. Aun si se admitiera que negoció la anexión para salvar al país de las invasiones haitianas, queda siempre al descubierto en su conducta el pago que exige el mercader o el que recibe quien realiza una operación onerosa: un hombre de más altura hubiera desechado el título de marqués que se le ofreció por la venta y la investidura de Capitán General con que se premió su servilismo. Siempre existirá la duda de si Santana obedeció a un móvil patriótico o si lo que quiso fue permanecer, hasta el fin de sus días, gobernando el país con el apoyo de España. El autor de la anexión tenía, en efecto, cuando se consumó esa perfidia, más de sesenta años, y frente a su poderío declinante se alzaba el de otro político de garra más segura y de inteligencia más fina: Buenaventura Báez – No es cierto, por otra parte, que el país deseaba la anexión, puesto que desde 1843 lo que los dominicanos persiguieron fue un protectorado y no una reincorporación pura y simple a otra potencia extranjera. La experiencia de la Reconquista, con la cual quedaron escarmentados hasta los más acérrimos partidarios de la metrópoli, desde el propio Juan Sánchez Ramírez hasta el último de los lanceros que se batieron en Sabanamula y en Palo Hincado, determinó un cambio radical en la opinión del elemento nativo. La reincorporación de 1809, realizada voluntariamente por los mismos dominicanos, demostró que bajo la tutela de la Madre Patria no podía salir el país de su abatimiento ni sobrellevar siquiera con relativa seguridad las vicisitudes de su existencia azarosa. De ahí en adelante, no se pensó en otra solución que la de la independencia bajo la protección de una comunidad extranjera. La obra de Núñez de Cáceres en 1821 fue una simple reacción contra el abandono en que España mantenía la colonia, y el Plan Levasseur fue, veintidós años más tarde, un resurgimiento del propósito del antiguo rector de la Universidad de Santo Domingo bajo la única forma entonces compatible con las circunstancias reinantes – Santana incurre en el error de apartarse de esa vía y de imponer a sus compatriotas, contra las lecciones de la historia, la misma solución de 1809: tremenda falta de sentido político al mismo tiempo que testimonio irrecusable de insensibilidad patriótica.

Bibliografía

Resumen del libro el "Cristo de la libertad (vida de Juan Pablo Duarte)" del Dr. Joaquín Balaguer, Santo Domingo, República Dominicana, 2000

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®

edu.red

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH -POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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