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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 3)


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Todos los mensajes que se le enviaban desde Santo Domingo, o los que Pina y Juan Isidro Pérez remitían desde Curazao; eran interceptados por los enemigos de la independencia que obraban de concierto con las autoridades haitianas. Duarte decidió entonces enviar a su sobrino Enrique y al señor Juan José Blonda al puerto de la Guaira en busca de noticias. El primero de octubre salieron de Caracas los dos comisionados. Pero sólo dos meses después, el 30 de noviembre de 1843, recibe el caudillo las primeras comunicaciones procedentes de Santo Domingo y Curazao. Por conducto del señor Buenaventura Freites, uno de los muchos venezolanos que se adhirieron de corazón a la causa dominicana, recibió la siguiente carta de Pedro Alejandrino Pina: «Curazao, 27 de noviembre de 1843. Señor Juan Pablo Duarte. Muy estimado amigo:  Por las cartas que el amigo Freites le lleva y que yo y nuestro muy estimado Pérez tuvimos la satisfacción de abrir, validos de la confianza que mutuamente nos hemos dispensado, como también de la seguridad que teníamos de que entre ellas venían cartas para nosotros, por estas cartas, repito, verá usted lo que ha progresado el partido duartista, que recibe vida y movimiento de aquel patriota excelente, del moderado, fiel y valeroso Sánchez, a quien creíamos en la tumba. Ramón Contreras es un nuevo cabeza de partido, también duartista. El de los afrancesados se ha debilitado de tal modo que sólo los Alfaus y Delgados permanecen en él; los otros partidarios, unos se han entregado al nuestro y los demás están en la indiferencia. El partido reinante le espera como general en jefe para dar principio a su grande y glorioso movimiento revolucionario que ha de dar la felicidad al pueblo dominicano. Hágase acreedor a la confianza que depositan en usted. Le esperamos por momentos; Pérez y yo conservamos intacto el dinero de nuestro pasaje, favor del señor Castillo. De suerte es que puede contar con dos onzas. Su familia está desesperada con las amenazas que sufre y con la enfermedad de don Juan: si este pobre anciano no puede recobrar la salud, démosle al menos el gusto de que vea antes de cerrar sus ojos que hemos coadyuvado de todos modos a darle la salud a la patria. El portador le instruirá de todo verbalmente. Un duartista: Pedro Alejandrino Pina.»

La carta de Pina reflejaba la situación del país al través de los informes recibidos de labios de viajeros llegados a Curazao. Las noticias traídas a su vez por Buenaventura Freites le dieron a Duarte la sensación de que su obra no había perecido con la ausencia y de que manos fraternales velaban en la patria oprimida porque el ideal que dejó sembrado al partir no se extinguiera. El prócer supo por su informante que Sánchez, a quien creía en la tumba, trabajaba activamente desde su escondite en favor de la revolución separatista, y que José Joaquín Puello y su hermano Vicente Celestino Duarte, apoyados principalmente por la juventud y con la cooperación de don Tomás Bobadilla, quien había decidido abandonar a los nuevos amos de la situación para incorporarse al núcleo de los partidarios de la independencia, eran a la sazón el centro del movimiento revolucionario.

Juntamente con estas buenas noticias, llegaban otras desconsoladoras a atormentar el corazón del proscrito: el partido de los afrancesados había adquirido nuevamente vigor y utilizaba al cónsul de Francia, André Nicolás Levasseur, para negociar la separación de las dos partes de la isla sobre la base de un protectorado. Duarte, colocado entre esas informaciones antagónicas, comprendió que la necesidad de apresurar la revolución era ya imperiosa. Por una parte, era preciso sorprender al ejército de ocupación en el momento mismo en que creía el movimiento definitivamente dehesado, y, por otra parte, urgía adelantarse a los planes de los anexionistas que trabajaban en favor de una patria semiesclavizada. Pero ¿ dónde obtener los recursos indispensables? ¿ Dónde encontrar pólvora para fabricar los cartuchos y unas cuantas docenas de fusiles para asaltar la fortaleza o para oponerse a las primeras acometidas de los invasores? Cuando se hallaba asaltado por estas zozobras, y sumergido en un mar de dudas y de cavilaciones, recibió Duarte inesperadamente en su destierro de Caracas la visita de un antiguo compañero de esfuerzos revolucionarios: Ramón Hernández Chávez, extranjero que simpatizaba ardientemente con la causa de la independencia nacional, y a quien Charles Hérard había hecho salir de Santo Domingo por su actitud desfavorable a los usurpadores. Su expulsión se debió tal vez a Manuel Joaquín del Monte, colaborador entusiasta del dictador haitiano, y fue la revancha con que el astuto político cobró a Hernández Chávez la siguiente sátira, una de las más crueles de cuantas se popularizaron a raíz de la guerra literaria que después de la reforma se desencadenó entre los partidarios de la independencia y los haitianizados: Del monte en la oscuridad se oculta el tigre feroz, y su condición atroz sacia con impunidad. Allí su horrible maldad ejerce ya sin temor, saboreando con dulzor la víctima que divide, pero es preciso no olvide que no falta un cazador. Hernández Chávez entregó a Duarte una carta en que su hermano Vicente Celestino y Francisco del Rosario Sánchez le describían la situación del país y le hablaban con entusiasmo de sus actividades revolucionarias. El 8 de diciembre, un nuevo mensajero, el señor Buenaventura Freites, puso en sus manos la siguiente carta de Sánchez y de Vicente Celestino: «Juan Pablo: Con el señor José Ramón Hernández Chávez te escribimos imponiéndote del estado político de la ciudad y de la necesidad que tenemos de que nos proporciones auxilios para el triunfo de nuestra causa; ahora aprovechamos la ocasión del señor Buenaventura Freites para repetirte lo que en otras te decíamos, por si no han llegado a tus manos. «Después de tu salida todas las circunstancias han sido favorables; de modo que sólo nos ha faltado combinación para haber dado el golpe: a esta fecha, los negocios están en el mismo estado en que tú los dejaste, por lo que te pedimos, así sea a costa de una estrella del cielo, los efectos siguientes: 2.000 ó 1.000, ó 500 fusiles, a lo menos; 4.000 cartuchos; 2 y medio ó 3 quintales de plomo; 500 lanzas, o las que puedas conseguir.

En conclusión: lo esencial es un auxilio por pequeño que sea, pues éste es el dictamen de la mayor parte de los encabezados. Esto conseguido, deberás dirigirte al puerto de Guayacanes, siempre con la precaución de estar un poco retirado de tierra, como una o dos millas, hasta que se te avise, o hagas señas, para cuyo efecto pondrías un gallardete blanco si fuere de día, y si fuera de noche pondrías encima del palo mayor un farol que lo ilumine todo, procurando, si fuere posible, comunicarlo a Santo Domingo, para ir a esperarte a la costa el nueve de diciembre, o antes, pues es necesario temer la audacia de un tercer partido, o de un enemigo nuestro estando el pueblo tan inflamado.

Ramón Mella se prepara para ir para allá; aunque nos dice que va a Saint Thomas, y no conviene que te fíes de él, pues es el único que en algo nos ha perjudicado nuevamente por su ciega ambición e imprudencia. Juan Pablo: volvemos a pedirte la mayor actividad, a ver si hacemos que diciembre sea memorable. Dios, Patria y Libertad» Este llamamiento acabó por herir en lo más vivo la sensibilidad patriótica de Duarte. Su primer pensamiento fue el de dirigirse nuevamente al presidente Soublette en solicitud de ayuda. Las pruebas que tenía acerca del estado de cosas reinante en Santo Domingo y acerca de la urgencia de proceder sin tardanza bastaba a su juicio para decidir al mandatario venezolano a hacer efectiva la contribución de la patria de Bolívar a un pueblo de las Antillas que no era la primera vez que intentaba incorporarse a la comunidad americana. El patriota dominicano hizo llegar al palacio presidencial otro mensaje angustioso. Bolívar, fundador de cinco naciones, estaba considerado por sus compatriotas como el Genio de la Libertad, y en sus documentos más hermosos el héroe de Pichincha había proclamado enérgicamente la indisolubilidad del destino de todos los pueblos del Nuevo Mundo. Los dominicanos habían creído siempre en las palabras del libertador de Venezuela, y ya en 1821, al separarse de España, José Núñez de Cáceres, antiguo rector de la universidad de Santo Domingo, había enarbolado el pabellón de la Gran Colombia y había puesto la independencia de la República Dominicana bajo el amparo de esos colores relampagueantes. Si en 1821 no les llegó la colaboración solicitada y el Estado naciente pereció a causa de la frialdad con que fue recibida su decisión de incorporarse a la poderosa confederación creada bajo el nombre de la Gran Colombia, hasta el extremo de que ni siquiera hubo protesta alguna ni acto de apoyo moral cualquiera por parte de Bolívar ante el atropello de que fue víctima, apenas tres meses después de nacida, la república proclamada por José Núñez de Cáceres, era lógico esperar que ahora, bajo el imperio de circunstancias distintas a las de entonces, la hidalguía venezolana no se mostrara sorda a los requerimientos del prócer dominícano. Duarte había visto varias veces a Soublette, y su fisonomía abierta, de hombre salido del cuartel y elevado al solio de Bolívar por una revolución triunfante, le inspiraba sin saber por qué cierta confianza. Aquel soldado de espaldas cuadradas y de ojos vivaces, a quien sus amigos atribuían prendas de carácter y de inteligencia no vulgares se había expresado con simpatía sobre los proyectos independentistas de Duarte.

Los días pasan, sin embargo, y a los oídos del apóstol no llegan sino promesas vagas por conducto de doña María Ruiz y de algunos amigos venezolanos que se habían interesado de veras por la suerte de sus demandas en los ambientes oficiales. Los subterfugios con que una y otra vez lo despiden cortésmente llevan a su ánimo el convencimiento de la inutilidad de sus visitas al palacio presidencial y abandona desalentado sus gestiones. Tal vez Soublette, piensa el proscrito dominicano, ha oído a última hora los consejos de algunos de sus íntimos que le recuerdan a Petión y aluden con propósitos encubiertos a la acogida que halló Bolívar en Haití cuando el héroe arribó a la isla en una misión parecida a la que ahora llevaba a Duarte a Caracas. No obstante, el apóstol quiso hacer una postrer tentativa y habló a sus intermediarios de la situación desesperante de su país, sumergido desde hacia veinte años en el cieno y hasta insinuó la posibilidad de que la ayuda prestada por el presidente Petión a Bolívar hubiese obedecido, como aseguraba el general Morillo, al deseo de que se le cediera la Guayana Holandesa para fundar allí un establecimiento de colonos de raza puramente africana. Las personas de quienes Duarte se valía para comunicarse con Soublette, hartas también de promesas sin consecuencia, acabaron por hablar al apóstol en tono pesimista, y le instaron a dirigirse a Colombia o a otros países sudamericanos en demanda de auxilio para la independencia dominicana. Duarte sale el 15 de diciembre de Caracas con destino a La Guaira. Lleva, como él mismo ha dicho, la muerte en el corazón. En la Guaira permanece algunos días en espera de que se presente una ocasión para salir con rumbo a Curazao. En estos largos días de espera infructuosa no cesa de cavilar sobre la suerte de su país y sobre su propio destino. Ha comprendido al fin que no puede contar sino consigo mismo para salvar a su patria, y toma entonces una resolución heroica. Escribirá a su madre y a sus hermanas para que vendan los bienes de fortuna que aún poseen y consagren el fruto de la venta a la adquisición de pertrechos y fusiles para la revolución separatista. En el camino de la Guaira a Curazao emplea las horas en meditar hondamente sobre el sacrificio que se ha decidido a imponer a sus hermanas y a su madre casi inválida. No piensa en su propia suerte porque hace tiempo que no vive sino para la patria. Su espíritu halla al fin, sin embargo, el reposo que ansía, porque al término de tantas cavilaciones ha tomado una resolución definitiva y ya no habrá consideración humana que lo aparte de sus propósitos. Cuando el 20 de diciembre arriba a Curazao, su primer acto, después de instalarse en una modesta casa de huéspedes, es escribir la carta cuyos párrafos lleva ya clavados como lanzas de fuego en su memoria. Cuando una tarde, en el viejo muelle de Curazao, puso aquella carta histórica en manos de quien había de llevarla ocultamente a los suyos, respiró profundamente como si hubiese descargado su conciencia de una deuda abrumadora. Su hermano Vicente Celestino y el coronel Francisco del Rosario Sánchez le habían pedido con urgencia un sacrificio que debía consumarse aun a costa de una estrella del cielo: lo que con aquella carta entregaba excedía en magnificencia y en grandeza a la ofrenda que le había sido pedida: lo que iba a dar a la patria era, en efecto, el pan de su madre y sus hermanas, cosa que para aquel hombre bueno y sensible significaba más que todo el firmamento estrellado.

Muerte de Juan José Duarte

La primera noticia del país que Duarte recibió en Curazao fue la que le anunciaba la muerte de su padre. Hasta el momento en que recibe este golpe, puñalada demasiado honda para su corazón ya próximo a estallar, no se había preocupado por la suerte de ningún miembro de su familia. La causa de la patria había absorbido por completo su pensamiento. Desde que llegó en 1833 de Europa no había clavado una sola vez sus ojos con atención ni en el padre enfermo ni en la madre agobiada por hondos sufrimientos morales. La enfermedad de Juan José Duarte había pasado para él inadvertida. Perdido en una atmósfera de romanticismo patriótico, prendado hasta la exageración de sus sueños y pendiente noche y día de la empresa que embargaba su- alma y sus sentidos, no paró mientes en el cuadro de su propio hogar ni tuvo nunca en cuenta los sufrimientos de los suyos. ¿Cómo iba a pensar en el destino de los seres amados cuando ante sus ojos estaba a toda hora presente una realidad más vasta e incomparablemente más apremiante y angustiosa? Pero ahora la carta que ha recibido, bañada por las lágrimas de su madre inconsolable y de sus pobres hermanas, despierta. súbitamente su corazón a la realidad de un cariño más tierno y de un afecto más humano. Lee varias veces aquella carta y ve reflejada en cada una de sus líneas la pena de la mujer que lo llevó en sus brazos y que por primera vez confiesa su dolor y habla con amargura de la vida. Allí están también presentes los suspiros de sus hermanas huérfanas que parecen pedir apoyo con palabras que bajo su mansedumbre melancólica y bajo su dulce resignación insinúan tímidamente un reclamo. Esos renglones, todavía húmedos, atraviesan como espadas inexorables el corazón del proscrito. ¿Tenía acaso él el derecho de comprometer el porvenir de aquellos seres inocentes? ¿ No había sido en gran parte a causa de su locura de soñador que se habían acortado los días del padre enfermo y anciano? ¿ No podía acusarse a sí mismo de ingratitud por no haber siquiera reparado, en medio de su embriaguez patriótica, que las preocupaciones que sus actividades de conspirador habían llevado al hogar eran uno de los motivos de que la salud de su padre fuese cada vez más precaria?

Todos estos pensamientos sombríos se presentaban por primera vez a su imaginación afiebrada. Pero quizá había tiempo de enmendarse y de correr con una palabra de arrepentimiento al hogar enlutado. Con su propio esfuerzo y con el crédito heredado de su progenitor, hombre integérrimo que dejaba tras sí una memoria intachable, podía levantar de nuevo el almacén de la calle de «La Atarazana». Sus ambiciones patrióticas, ¿no eran después de todo sino vanas quimeras que sólo habían conquistado el fervor de un grupo de elegidos? ¿Cuál es el premio que los hombres reservan a sus grandes redentores? Tras cada cruzada por el bien ajeno, ¿ no hay siempre una higuera maldita que se niega a dar frutos o que se cubre de hojas venenosas? ¿ La historia no le había enseñado esas verdades amargas que en la vida de todos los grandes hombres suelen aparecer como experiencias cotidianas? Aquella carta, recibida en el destierro, era como un acta de acusación para el iluso. El mismo hecho de que su madre y sus hermanas no hubieran allí insinuado siquiera una palabra de desaprobación a su actitud, un reproche a su alejamiento y a su abandono, hacía la misiva más punzante y más dura. Esa designación verdaderamente cristiana, esa ternura infinita que no osaba traducirse en recriminaciones y que se desgranaba como una mazorca de perdón en la carta todavía húmeda, merecían una respuesta capaz de llevar el consuelo, a aquellas almas injustamente heridas. Las espinas de esas vacilaciones atravesaron durante algunos días el corazón de Duarte. ¿Qué hombre, por extraordinario que fuese, no las hubiera también sentido? Piénsese sólo en la fuerza inconcebible que tuvo que alcanzar esa tempestad en el pecho amoroso de este visionario que parecía nacido para sentir los golpes más débiles en su naturaleza apasionada. Por espacio de algunas semanas Duarte permanece anonadado. Pero su patriotismo, purificado por el dolor, sale de aquella prueba más fuerte, más cristalino, más poderoso. Lector asiduo de la Biblia, en cuyas páginas descansa todas las noches su pensamiento que se apoya en la fe como la yedra en el muro, recuerda aquel pasaje donde uno de los Evangelistas refiere que Jesús, devuelto a su patria después del destierro de Egipto. desaparece inesperadamente de su casa y al ser hallado por su madre que lo ha buscado con ansiedad durante varios días, entabla con ella este diálogo:

-¿Por qué lo has hecho así con nosotros? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.

-¿Por qué me buscabas? No sabías que debo ocuparme en las cosas de mi reino?

También Duarte habrá de dar contestación un día a la de su madre con palabras crueles pero que no serán nunca olvidadas.

El sacrificio

La carta de Duarte llegó a principios del mes de febrero de 1844 a manos de su madre. Toda la familia se reunió aquel día alrededor de la anciana para devorar el primer mensaje que tras largos e interminables meses de ausencia remitía el desterrado. La sorpresa no pudo ser más grande cuando aquellos seres tiernos, a quienes el reciente duelo mantenía con la sensibilidad excitada, recorrieron con ojos empañados por el llanto el documento memorable. El mensaje, lejos de ser un grito de angustia y de venir lleno de lágrimas, no hablaba más que de la patria y de la necesidad de redimirla aun a costa de los sacrificios más heroicos. Allí no asomaba en ningún renglón el alma del hijo ya huérfano, sino la del patriota ejemplar y la del óptimo ciudadano. La única alusión al desaparecido se concretaba a mencionar su «crédito ilimitado» y sus «conocimientos en el ramo de la marina» para que el sacrificio exigido no cerrara la puerta a la esperanza y no apareciera a primera vista como un acto terriblemente oneroso. Doña Manuela Diez viuda de Duarte volvió a leer la carta con emoción mal contenida: «El único medio que encuentro para reunirme con ustedes es el de independizar la patria; y para conseguirlo se necesitan recursos, recursos supremos. Es necesario que ustedes, de mancomún conmigo, y nuestro hermano Vicente, ofrenden en aras de la patria lo que a costa del amor y trabajo de nuestro padre hemos heredado. Independizada la patria, puedo hacerme cargo del almacén, y, a más, heredero del ilimitado crédito de nuestro padre, y de sus conocimientos en el ramo de la marina, nuestros negocios mejorarán y no tendremos por qué arrepentimos de habernos mostrado dignos hijos de la patria.» La infeliz anciana se estremeció ante la magnitud del sacrificio propuesto por el hijo soñador cuyas locuras patrióticas habían precipitado la muerte del padre, y sumido el hogar común en congojas y en tribulaciones. ¿Qué clase de alma era la de este hijo sublime, pero incorregiblemente romántico, que se mostraba impávido ante la muerte e inexorable ante los más grandes dolores?

La pobre madre, colocada por el destino frente al deber de velar por la suerte de las hijas y  por el porvenir de la familia, abarcó de un golpe con el pensamiento el cuadro que aquella carta, propia de un ser inconcebiblemente abnegado, ponía fríamente ante sus ojos: la pérdida del techo solariego, la ancianidad sin refugio, el pan escaso, las hijas desamparadas. Y todo, ¿para qué? Para que todo aquello fuese devorado por un ideal tal vez irrealizable. La independencia soñada por su hijo sólo era hasta entonces la quimera de unos cuantos ilusos. El invasor disponía de recursos poderosos y contaba además con el apoyo de muchos nativos que por temor o por falta de fe secundaban sin escrúpulos sus planes. La mayoría de los dominicanos de más autoridad y de más prestigio no creían en la utopía de la «pura y simple» y consideraban más favorable al país un entendido con una potencia extranjera. ¿Para qué entonces aquel sacrificio sin nombre? ¿No era evidentemente una locura escuchar el consejo de aquel hijo tan vehemente en el patriotismo como solía serlo en la amistad y en los amores? Pero, al fin y al cabo, aquel hijo había nacido de sus entrañas, y ella, doña Manuela, tenía también sus dejos de mujer romántica y tampoco era insensible a las ilusiones y a los sueños. Quizá en ella existían fibras de heroína, o tal vez oculta en lo más puro de su alma había una flor de sentimiento y de poesía que se marchitó en la prosa del hogar y en los afanes de la existencia cotidiana. El llamamiento del hijo soñador, la locura del hijo desterrado, no cayó, pues, en el vacío. Algo de la madre había pasado al vástago, y ella misma, muchas veces, cuando lo acariciaba de niño entre sus brazos, había descubierto en sus ojos azules un poco de aquella fiebre que había ardido en su corazón de mujer durante los días ya distantes de la juventud soñadora.

La voz de Duarte se abrió camino sin esfuerzo en el corazón de la madre. Mas ¿y las hermanas? La herencia de Juan José Duarte permanecía indivisa y ellas también debían ser llamadas a opinar antes de que se dispusiera de lo suyo. La mayor, Rosa Duarte, era una niña apasionada y pálida a quien también había tocado parte de la herencia sentimental de los progenitores. Participó desde el principio de los sueños de su hermano y sintió como él en carne viva la angustia de la patria. Una extraña afinidad de inclinaciones y de sentimientos la aproximaba a quien ella creía destinado a poner fin a aquella situación bochornosa. Llegado el momento, fabricaría balas para la rebelión y alentaría con su palabra cálida a los rezagados y a los vacilantes. Ramón Mella y José Diez no necesitaron insistir mucho cerca de Rosa Duarte para decidirla al sacrificio. Su alma estaba fundida en el mismo molde de la de su hermano, del Cristo de la familia, y ella también viviría soñando inútilmente con el amor para acabar entregando su corazón de virgen a la muerte como la margarita cortada por el arado. Las otras hermanas del apóstol, aunque sin la efusión que la primera ponía en sus afectos, pertenecían también a la raza de las mujeres sufridas y abnegadas. Oyeron en silencio la carta, y escucharon después a Ramón Mella, José Diez y a otros conjurados, deseosos de que el sacrificio se hiciera para que el país quedara libre de sus dominadores, e inclinaron con resignación la cabeza como la rama bajo la cuchilla inexorable. Sólo la menor, una niña lánguida, de ojos soñadores y de aspecto enfermizo, osó insinuar débilmente una protesta: «Si todo se pierde, nosotras, ¿de qué vivimos?» La propia Rosa Duarte ha referido, con palabras inolvidables, la escena del sacrificio. Mella habló, en aquella especie de consejo de familia provocado por el inaudito requerimiento del prócer, de la grandeza de aquel acto que la historia consignaría admirada. José Diez, tío de las protagonistas de este holocausto digno de una de las tragedias que inspiró en otras épocas el patriotismo romano, invocó sus vínculos de sangre con las huérfanas, y dijo que los que sobrevivieran a  la revolución trabajarían para que no faltara el pan a quienes entregaran a la patria sus bienes de fortuna. Otros conjurados se refirieron, sin duda para halagar el amor propio de la madre y de las hermanas del apóstol, a la gloria que esperaba a Duarte y a la posibilidad de que el caudillo fuera el primer presidente de la República que iba a ser creada. Aquellas instancias cayeron en tierra fértil y alcanzaron el fruto deseado. Todos los bienes que dejó Juan José Duarte y que constituían el único patrimonio de su familia, fueron entregados sin vacilación para que varios días después la República, coronada con los despojos de una viuda y de varias huérfanas, se alzara triunfante como sobre el altar de un sacrificio.

Realización del sueño de Duarte

Mientras Duarte buscaba ansiosamente en Curazao un buque que lo condujera a costas dominicanas, los acontecimientos se precipitaban en el país con rapidez inesperada. El sentimiento separatista ganaba cada vez mayor número de prosélitos, y entre las mismas filas de los afrancesados crecía la repulsión contra las autoridades haitianas. Las medidas desacertadas de Charles Hérard, quien se inspiraba en los mismos sistemas despóticos de su antecesor, pero quien carecía del instinto político de que este último dio más de una vez demostraciones evidentes y gracias al cual pudo mantenerse en el poder durante casi un cuarto de siglo, habían dado lugar a que el patriotismo de los habitantes de la parte del Este se excitara y a que el descontento invadiera aun a los grupos que hasta entonces se habían mostrado más adictos a los dominadores": El sentimiento antihaitiano se extendía ya sin excepción a todos los nativos. Este estado de espíritu era común así a los duartistas, partidarios de la libertad sin restricciones, como a los que abogaban por una República constituida bajo la protección extranjera. El fracaso de los principios que se proclamaron aparatosamente en Praslín, cuna de la revolución que se denominó «La Reforma», decepcionó a Buenaventura Báez y a todos los grandes caudillos que militaban en el partido afrancesado. En la Asamblea Constituyente que sesionó en Puerto Príncipe hasta el 4 de enero de 1844, el propio jefe del sector que aceptaba la fórmula del protectorado, se pronunció enérgicamente contra el propósito racista de prohibir a los blancos el goce de los derechos civiles, e hizo pública la consigna de que era preferible, antes que depender de Haití, resignarse a ser esclavo de una nación cualquiera.

Los que participaban de estas ideas se apresuraron a renovar las negociaciones entabladas con los agentes consulares de Francia, Levasseur y Saint Denys, para constituir una República semiindependiente en la parte española. Las maniobras de los afrancesados dieron motivo a su vez para que los parciales de Duarte, con José Joaquín Puello y Francisco del Rosario Sánchez a la cabeza, activaran sus propios trabajos revolucionarios. Un manifiesto redactado por don Tomás Bobadilla y suscrito por un grupo de ciudadanos notables el 16 de enero de 1844, circuló clandestinamente en todo el país y puso en tensión los ánimos ya excitados por las tropelías de las- hordas haitianas. Juan Evaristo Jiménez, uno de los portadores de ese memorial de agravios, leyó la proclama en juntas públicas y produjo en todas partes enormes explosiones populares. Un campesino dominicano que oyó leer el manifiesto, el señor Manuel María Frómeta, ofreció la carne de sus propios hijos para que sirviera de cartuchos a los revolucionarios. La erupción estaba ya próxima y los invasores carecían de recursos para contener los ánimos enardecidos. El partido duartista, defensor acérrimo de la «pura y simple», consideró necesario, por otra parte, anticipar el golpe para sorprender al mismo tiempo a los esbirros de Charles Hérard y a los afrancesados. Al seno de los discípulos de Duarte habían llegado, en efecto, informes alarmantes sobre el propósito de Buenaventura Báez, de Remigio del Castillo, de Juan Nepomuceno Tejera y del presbítero Santiago Díaz de Peña, de adelantarse a proclamar un estado independiente de Haití, pero supeditado a Francia, que, a cambio de su protección, retiraría, entre otras ventajas, la de aprovecharse económicamente de su prosperidad futura. Se sabía también que ya los amigos de Francia tenían listo el documento en que se explicarían los motivos que la parte oriental de la isla iba a invocar en apoyo de su aspiración a disponer a medias de sus propios destinos acogiéndose al expediente del protectorado. Patriotas insospechables que conocían los planes de este grupo y que se habían filtrado en sus conciliábulos para dar en el momento oportuno la voz de alerta a los caudillos de «la pura y simple», aseguraban que el documento sería hecho público en Azua, plaza fuerte de Buenaventura Báez, el día primero de enero de 1844, y que sería publicado originalmente en la lengua de Francia, que era al mismo tiempo la de la nación usurpadora. Duarte, informado de esas versiones, trató de desembarcar antes del 9 de diciembre en Guayacanes, en la costa sur de la isla, entre la bahía de Andrés" y el puerto de San Pedro de Macoris, sitio donde debían unirse a él algunos de sus partidarios.

Todos los .esfuerzos que realizó para fletar un buque y salir hasta el punto convenido con los pertrechos que había logrado reunir en Venezuela y Curazao, resultaron infructuosos a causa de la insuficiencia de sus recursos. Los directores del movimiento separatista en ausencia del fundador de «La Trinitaria», los señores Vicente Celestino Duarte, José Joaquín Puelío y Francisco del Rosario Sánchez, urgían mientras tanto al apóstol para que desembarcara en el país antes de la fecha fijada para proclamar la independencia. La depresión moral que le causa el hecho de verse reducido, por circunstancias superiores a su enorme entereza de ánimo, a permanecer inactivo en su refugio de la colonia holandesa mientras sus discípulos lo urgen para que se dirija a encabezar su propio movimiento, lo abate hasta el extremo de tener que guardar cama desde el 20 de diciembre hasta el 4 de febrero. Una violenta fiebre cerebral se apodera de si organismo y lo reduce al lecho, en donde delira como un poseso durante varias semanas. Los que lo rodean temen por si razón y espían con ansiedad ese desorden súbito de sus facultades mentales. El nombre de la patria de sus sueños asoma una y otra vez en sus pesadillas. Pero al fin logra ponerse en pie y dominar la postración casi en vísperas del día en que presume que sus partidarios iniciarán la revuelta. Tan pronto la luz vuelve a su razón, el héroe, el hombre dotado de tremen das energías morales, se sobrepone a sus quebrantos físicos reanuda las gestiones para obtener un buque que lo conduzca Guayacanes. Pero ninguno de los capitanes de las goleta que pueden prestarle ese servicio accede a sus demandas hechas en el tono patético propio de su estado de ánimo, y otra vez la desesperación se apodera de su alma y nuevos trastorno amenazan sus nervios despedazados. Urgidos por la necesidad de impedir que los afrancesado les arrebaten el triunfo y malogren, con su independencia medias, los principios proclamados cuando se fundó «La Trinitaria», los duartistas que permanecen en la isla deciden lanzarse a la revolución aun en ausencia del iniciador del movimiento. Uno de los centros principales de la conspiración es el propio hogar de la madre de Duarte.

Una hermana del caudillo separatista, la insigne Rosa Duarte, reúne en secreto a ur grupo de mujeres, iniciadas por ella en los trabajos revolucionarios, y se dedica con su colaboración a fabricar cartuchos para el ejército llamado a sostener la independencia. En el almacén de su padre, quien por largos años explotó el comercio de artículos de marinería, quedaban apreciables existencias del Plomo que se utilizaba para los forros de los buques, y la heroína se apoderó de ese material precioso para la fábrica de cartuchos que improvisó en sus propias habitaciones. La noche del 27 de febrero de 1844 los separatistas, encabezados por Vicente Celestino Duarte, por Manuel Jiménez y por Francisco del Rosario Sánchez, desfilaron en pequeños grupos por las calles silenciosas con sus armas ocultas para no excitar" la sospecha de los pocos transeúntes que después de las nueve de la noche se aventuraban a salir de sus hogares mientras duró el terror impuesto por la soldadesca haitiana. Cerca de las doce, la hora convenida para lanzar el grito de redención o muerte, las viejas piedras del Baluarte del Conde se hallaban rodeadas de patriotas que acudían desde los cuatro extremos de la ciudad para la cita histórica. Uno de los del grupo, mordido por la intrepidez o la impaciencia, se adelantó entre las tinieblas e hizo al aire un disparo. El estampido repercutió en todos los ámbitos de la ciudad amurallada, y desde la fortaleza Ozama, refugio principal de los haitianos, se movilizaron tropas que poco después volvieron a replegarse a sus cuarteles. La aurora del siguiente día envolvió en sus resplandores una nueva bandera que se elevaba sobre el cielo purísimo de la mañana para anunciar como una trompeta de colores el fin de una larga noche que duró veintidós años; noche llena de ignominia, durante la cual la patria permaneció postrada sobre un lecho de estiércol.

El beso de la gloria

La bizarría de los separatistas sorprendió a los invasores, que no esperaban semejante golpe de audacia. La intención de resistir en los recintos fortificados, tales como la capitanía del puerto y la Fortaleza Ozama, fue desechada por el gobernador Desgrotte cuando varios regimientos, casi totalmente compuestos por elementos nativos, se asociaron a sus compatriotas y volvieron las armas contra las autoridades haitianas. El cónsul de Francia, Juchereau de Saint Denys, quien había servido de conducto a Buenaventura Báez y a los que participaban de la idea de constituir un nuevo Estado bajo la tutela de -un gobierno extranjero, intervino cerca de los ocupantes para convencerlos de la inutilidad de cuantos esfuerzos pudieran hacer para impedir el triunfo de la rebelión iniciada en la Puerta del Conde, y el gobernador Henri Etienne Desgrotte capituló, abandonando la capital de la antigua colonia española casi sin efusión de sangre. Varios días después, las armas dominicanas consolidaron en Azua y en Santiago de los Caballeros, con espléndidas victorias sobre las fuerzas de ocupación, la República creada por Duarte y por los que como él creyeron en la utopía de la independencia absoluta. Con el nombre de Junta Central Gubernativa fue constituido, el 6 de Marzo de 1844, un organismo llamado a ejercer el poder público y a preparar el país para el disfrute de su soberanía, vaciando la república incipiente en moldes constitucionales. El pueblo, libre ya de toda servidumbre y dueño por primera vez de sus destinos, reclamó la presencia de Juan Pablo Duarte, creador de aquella realidad portentosa que superaba los sueños de los más optimistas, y la Junta Provisional, presidida por Ramón Mella, envió un buque a Curazao en busca del proscrito. Uno de los nueve idealistas que fundaron «La Trinitaria», el prócer Juan Nepomuceno Ravelo, recibió el encargo de notificar al apóstol la constitución de la República, y de invitarlo a reintegrarse a la heredad por él emancipada. Muchos amigos del desterrado pidieron que se les incorporara a la comitiva, deseosos de compartir con Ravelo el honor de acompañar al seno de la Patria al más grande de sus hijos, y la Junta Central Gubernativa, dominada por el entusiasmo público, se inclinó ante la voluntad de los admiradores de Duarte, y autorizó la salida, el primero de marzo de 1844, de la goleta «Leonora», la primera embarcación que paseó por los mares de América el pabellón enarbolado dos días antes en la Puerta del Conde. Otro prócer, Juan Alejandro Acosta, fue honrado con el mando de la nave, que despegó aquel día de las costas dominicanas. Mientras la goleta «Leonora» "navegaba hacia Curazao, Duarte esperaba con angustia en aquella isla nuevas de la Patria. El 28 de febrero, un día después de haberse proclamado la independencia, recibió una carta en que su madre le anunciaba que la familia había aceptado el sacrificio por él pedido, y que todos los bienes que dejó Juan José Duarte se entregarían inmediatamente para hacer posible, según sus deseos, el movimiento revolucionario. El mismo día recibió también cartas de su hermano Vicente Celestino y de algunos de sus partidarios más fervorosos. Todas estas comunicaciones respiraban optimismo, y en ellas se traslucía un entusiasmo incontenible por la proximidad del momento en que estallaría la revuelta. Para calmar las ansias del proscrito, doña Manuela Diez le anunciaba que un buque costeado por la familia, iría en su busca antes de que la independencia fuese proclamada. Desde aquel día Duarte, acompañado de Pina y de Juan Isidro Pérez, no se apartaba del muelle de Curazao, desde donde oteaba sin cesar el horizonte en la dirección en que debía llegar el barco deseado.

El 6 de marzo, los tres próceres alcanzaron a ver, al fin, en alta mar, un barco de vela que lucía en el mástil un pabellón para ellos bien conocido: era aquélla una insignia nunca vista en aquel puerto, centro de una constante actividad comercial, adonde acudían naves procedentes de todos los países del mundo. Cuando el barco atracó al muelle, Duarte, poseído de alegría frenética, saltó ágilmente sobre cubierta y se arrojó en brazos de Juan Nepomuceno Ravelo. El corazón del caudillo separatista latió con más violencia que nunca al abrir el sobre de la carta en que la Junta Central Gubernativa le decía lo siguiente: «El día 27 de febrero último llevamos a cabo nuestros proyectos. Triunfó la causa de nuestra Separación con la capitulación de Desgrotte y de todo su Distrito. Azua y Santiago deben a esta hora haberse pronunciado. El amigo Ravelo, portador de la presente, les dará amplios detalles de lo sucedido, y les informará de lo necesarios que son el armamento y los pertrechos. Regresen tan pronto como sea posible para tener el honor y el imponderable gusto de abrazarnos; y no dejen de traer el armamento y los pertrechos, pues los necesitamos por temor a una invasión.» La escena que luego se desarrolló entre los próceres, sobre la cubierta de la goleta «Leonora», fue de una emotividad inenarrable: toda la tripulación se aglomeró en torno a los proscritos, y Duarte, el más alegre de todos, conoció aquel día la felicidad, una felicidad semejante al gozo que invade el corazón del hombre cuando le anuncian el nacimiento de un hijo. Los amigos que los desterrados habían hecho en Curazao se unieron al regocijo de los patriotas dominicanos y las autoridades de la colonia, informadas del arribo del buque, empavesado con una bandera en cuyo centro lucía una cruz blanca, hicieron desde aquel momento objeto de manifestaciones de calurosa simpatía al joven apóstol, a quien todos los recién llegados aclamaban como el fundador de la nueva república que acababa de nacer en la cuenca antillana. Bajo la tolerancia amistosa de la policía insular, Duarte se dedicó en los días siguientes a reunir las armas y pertrechos que la Junta Central Gubernativa reclamaba con urgencia, y en la noche del catorce de marzo arribó en la goleta «Leonora» al puerto del Ozama. La ciudad de Santo Domingo esperaba ansiosamente desde hacía varios días la llegada del iniciador del movimiento separatista. Varios miembros de la Junta Central Gubernativa habían ofrecido un valioso obsequio al primero que avistara en el horizonte el navío. Algunas personas, entre ellas un lobo de mar a quien se daba popularmente el nombre de «Pedro el Vigía», velaban a toda hora desde las atalayas del puerto del Ozama. La circunstancia de haber entrado el buque en la ría después de la medianoche, dio lugar a que el arribo se efectuara en silencio. Los tres proscritos quisieron saltar en seguida al muelle para dirigirse a sus hogares. Pero el capitán de la «Leonora», el ilustre marino Juan Alejandro Acosta, pidió a los viajeros que permanecieran a bordo hasta el siguiente día, porque su deber era dar parte primero de la llegada a la Junta Central Gubernativa.

El capitán de la nave bajó luego al muelle y se internó embozado en la ciudad silenciosa. Sólo Pedro, el Vigía, se dio cuenta a última hora del arribo de aquel buque que llegaba rodeado del mayor misterio, y siguió discretamente los pasos a Juan Alejandro Acosta. El gran marino atravesó la Puerta de San Diego y subió hacia la calle del Comercio para dirigirse a la morada de doña Manuela Diez viuda de Duarte. Su seguidor le vio golpear en una de las ventanas de la casa número 96 de la misma calle, y pocos minutos después tropezó con Vicente Celestino Duarte, que corría en dirección al muelle. Estos indicios bastaron a Pedro el Vigía para adivinar el sentido de tales actitudes, y sin perder tiempo empezó a golpear con sus anteojos las puertas del vecindario y a gritar a voz en cuello: « ¡Albricias, albricias, el general Duarte ha llegado!» Sorprendida en su lecho por los gritos de Pedro el Vigía, la ciudad entera despertó alborozada. Las luces se fueron encendiendo como por encanto, y en muchos hogares, a pesar de lo avanzada de la hora, se adornaron las ventanas con banderas. La casa de doña Manuela Diez fue invadida por una multitud fervorosa. La gente acudía en espera de que el apóstol llegara de un momento a otro. Tomás de la Concha, prometido de Rosa Duarte, puso término a la expectación general anunciando que el desembarco no se efectuaría, según orden de la Junta Central Gubernativa, que deseaba recibir dignamente a los recién llegados, hasta el siguiente día en la mañana. El 15 de marzo amaneció agolpada una inmensa multitud en los alrededores de la Puerta de San Diego. Una comisión de la Junta Central bajó al muelle a las siete de la mañana con el objeto de ofrecer al libertador los saludos oficiales. Cuando Duarte puso el pie en tierra, las tropas, alineadas frente al puerto, le rindieron honores, y las baterías del Homenaje le saludaron con los disparos de ordenanza. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante fue el primero en estrechar entre sus brazos al apóstol y en darle la bienvenida, en nombre del pueblo y de la Iglesia, con las siguientes palabras: «Salve, Padre de la Patria.» El desfile desde el muelle hasta el Palacio de Gobierno se inició en medio de aclamaciones incesantes. Al llegar la comitiva a la Plaza de Armas se levantó de improviso un clamor unánime para pedir a la Junta Central Gubernativa que confiriera al prócer el titulo de General en Jefe de los Ejércitos de la República. Desde el Palacio de Gobierno, en donde la Junta Central le entregó las insignias de General de Brigada, el Padre de la Patria se encaminó, seguido por una muchedumbre frenética, hacia la casa que ocupaba su familia en la calle del Comercio. El nuevo desfile, revestido de proporciones apoteóticas, fue un acontecimiento nunca visto hasta entonces en la Ciudad Primada. Banderas flamantes, bordadas en aquellos mismos días de embriaguez patriótica, lucían en las puertas de todos los hogares. Los vítores al caudillo de la separación atronaban el espacio, y de todas las bocas salían bendiciones para el patriota sin mácula que rescató el territorio nacional del dominio extranjero. En el hogar esperaban al Libertador su madre, doña Manuela Diez, y sus hermanas, convertidas desde el amanecer del 27 de febrero en centro de la devoción del pueblo, que veía reflejada en aquellas mujeres la gloria del recién llegado. El traje negro que vestía la anciana avivó de golpe en la memoria del apóstol el recuerdo del desaparecido. En medio del júbilo general, del entusiasmo de los viejos discípulos de «La Trinitaria» y de los vivas de las multitudes aglomeradas ante la casa del Padre de la Patria, aquel recuerdo dominaba el ambiente y se sentía flotar en todas partes como un huésped incómodo. Doña Manuela y sus hijas compartían, con más título que nadie, la alegría de la ciudad embanderada. Pero su dolor, aún reciente, no les permitía gozar en toda su plenitud del entusiasmo y el fervor generales. Fue preciso que José Diez y Ramón Mella hicieran a la viuda y a las huérfanas reconvenciones cariñosas para que abrieran al pueblo las puertas de su hogar en duelo y participaran también de las satisfacciones de aquel día de júbilo. El presbítero Bonilla secundó las súplicas anteriores dirigiendo a doña Manuela esta amonestación afectuosa:

-Los goces no pueden ser completos en la tierra. Si su esposo viviera, el día de hoy le proporcionaría una de esas dichas de las que sólo es dable disfrutar en el cielo. ¡Dichosa la madre que ha podido dar a la patria un hijo que tanto la honra! Aunque el recuerdo de su padre, a quien la muerte prematura no permitió gozar del triunfo de su hijo ni de la independencia de la patria, ennegrecía el pensamiento de Duarte, fue aquél, sin duda, el único día feliz para este hombre limpio y virtuoso. Fue el único de toda su vida en que se sintió unánimemente querido, y en que fue festejado. El 15 de marzo de 1844 fue también el único día en que tuvo la sensación de haber recibido sobre la frente el beso de la popularidad y el beso menos cálido, pero más duradero, de la gloria.

Otra vez con sus discípulos

La noche del mismo día de su llegada, Duarte se reunió con sus discípulos. La rapidez con que los acontecimientos se habían desarrollado, desde que la rebelión fue iniciada en la Puerta del Conde, hacia indispensable la presencia activa en la vida pública de los verdaderos trinitarios, único modo de impedir que el Estado naciente sucumbiera ante un nuevo intento de invasión de los haitianos o ante la ambición ya despierta de algunos elementos nativos de ideas poco liberales. Muchos dominicanos que habían colaborado con el invasor o que juzgaban indispensable la protección de una potencia europea o la de los Estados Unidos, se habían incorporado al movimiento de la Puerta del Conde y estaban ya, a los pocos días de fundada la República, ocupando en la nueva administración posiciones de importancia. Tomás Bobadilla, hombre de confianza de Boyer en un momento dado, presidía la Junta Central Gubernativa. Otros, como Buenaventura Báez y el doctor José María Caminero, aspiraban al poder para sí mismos o para medrar a la sombra de alguna medianía autoritaria. Al ánimo de Duarte se llevaron esos recelos, que hubieran fácilmente prendido en una conciencia menos elevada. Para muchos era él el llamado a recibir, como un premio a su abnegación sin medida, los honores del mando. Los qué ya empezaban a hacer ambiente a la candidatura del general Pedro Santana, sin tener en cuenta que aún había fuerzas extranjeras en la heredad nacional, eran los que menos entusiasmo habían mostrado por la causa de la independencia y aquellos precisamente que habían venido a sumarse al movimiento redentor cuando ya la victoria estaba a la vista y la libertad casi alcanzada. Entre los mismos trinitarios había algunos a quienes esa propaganda inspiraba hondos temores. Acaso el propio Ramón Mella, la figura que más se destacó en la hazaña de la Puerta del Conde, acariciaba desde mucho tiempo atrás la idea de que Duarte fuese el escogido para el gobierno que surgiera de la primera apelación al sufragio. Pero en esta reunión de Duarte y sus discípulos, la primera que no se celebraba en secreto y bajo el ojo siempre abierto de los dominadores, no se habló más que de la necesidad de consolidar la independencia, aún vacilante, y de mantenerla después en forma absoluta frente a cualquier posible renacimiento del ya antiguo plan de los afrancesados. El respeto que el apóstol inspiraba a sus amigos hubiera hecho repugnante para los mismos trinitarios cualquier insinuación capaz de herir la pureza de aquel hombre de honradez verdaderamente inmaculada. Todos se sentían en su presencia tocados por algo de la probidad casi divina que resplandecía en su conciencia y asomaba como una luz interna a su semblante bondadoso.

Pero si allí no se habló de nada que pudiese ofender la albura de aquel varón virtuoso, sí se ratificó el juramento hecho el 16 de julio de 1838 en la morada de Juan Isidro Pérez: la patria debía ser libre, íntegramente libre, y la república así constituida debía organizarse interiormente sobre el respeto a le ley y a los fueros de la persona humana. Toda manifestación de barbarie, capaz de retrotraer el país a la era de terror que acababa de ser clausurada, debía ser rechazada por los soldados de «La Trinitaria», sociedad constituida para librar a la patria del yugo de los haitianos y para establecer luego una república en donde los hombres pudiesen vivir al abrigo de las leyes, y en donde ningún déspota pudiera alzarse con el señorío de las conciencias oprimidas. Con esta consigna iban a terciar en la política, tan pronto como el suelo nacional quedara libre del último soldado invasor, los filorios, a quienes la patria debía su libertad. Pero ante todo era preciso tender por todos los medios a la unión de los dominicanos de ideas opuestas, único medio de impedir que la discordia pudiese causar heridas irreparables a un pueblo que necesitaba vivir en pie de guerra frente a un vecino codicioso. La autoridad constituida sería, pues, respetada. Si el poder público recaía en ministros indignos de ejercerlo, el deber de todo trinitario era ceñirse a sus mandatos y contribuir, por medios pacíficos, a que la República adquiriera una fisonomía cada vez más democrática. Con lo que no se transigiría era con ninguna medida encaminada a privar al país de un jirón cualquiera de su independencia o su soberanía. Duarte y sus discípulos, no obstante la repugnancia que a todos inspiraba la violencia, apelarían a las armas, en caso necesario, para frustrar cualquier atentado a la honra nacional. Estas ideas, expresión del inextinguible idealismo de los creadores de «La Trinitaria», servirían de molde a la conducta de estos hombres de pensamiento liberal, y aun aquellos que, como Ramón Mella, necesitaban satisfacer en alguna forma los arranques de su temperamento impetuoso, ávido de acción e hirviente de amor a la República, sacrificarían a esos empeños generosos su sed de jerarquía y sus ambiciones personales.

Frente a santana

La Junta Central Gubernativa, impresionada por el ascendiente que Duarte había adquirido sobre el pueblo y por la espontaneidad y el calor del recibimiento que se le tributó el día de su retorno, confió al joven patricio, el 21 de marzo de 1844, la dirección de las operaciones militares en el sur de la República, zona a la sazón amenazada por un cuerpo de ejército haitiano que se había abierto paso a través de las fronteras con el propósito de ahogar la independencia nacional en su cuna. El mando de las tropas debía ser compartido con el general Pedro Santana, vencedor hacía apenas dos días del ejército ¿le Charles Hérard en los campos de Azua. El nombramiento de Duarte fue recibido con entusiasmo por la juventud dominicana. No era precisamente el fundador de «La Trinitaria» un militar de escuela. Su educación, por el contrario, era más bien la de un patricio de fisonomía eminentemente civil, formado al calor de las humanidades. Pero el nuevo jefe expedicionario, designado por la Junta Central Gubernativa para compartir con Santana la dirección de la campaña, no era del todo extraño a la carrera de las armas, y poseía sobre algunas ciencias estrechamente unidas a la milicia nociones no vulgares. Durante su permanencia en España había prestado especial atención al estudio de las matemáticas, y había conocido en sus viajes por Francia y Alemania, a muchos supervivientes de las guerras napoleónicas, en tiempos en que la fama de las proezas del gran soldado estaba fresca y mantenía aún electrizada la conciencia del mundo. Del contacto con aquel ambiente y con aquella generación, llenos todavía de resonancias marciales, y vibrantes aún con el grandioso espectáculo militar que pocos años antes había estremecido a toda Europa, quedaron en el ánimo de Duarte fuertemente impresas las hazañas bélicas más extraordinarias y brillantes que la historia había hasta entonces registrado. Pero por encima de toda otra consideración, Duarte poseía el don supremo de hacerse obedecer por el amor que inspiraba gracias a la eterna niñez de su espíritu y a su simpatía caudalosa. Su misma figura era por si sola un espectáculo: severo el continente, enérgicos los rasgos de la fisonomía, la estatura marcial, el aire lleno de distinción y dignidad, algo de la limpieza interior trascendía fuera y denunciaba al hombre extraordinario a quien la naturaleza había colocado por encima de todas las miserias humanas. Si esas prendas no hubiesen bastado por si solas para crearle una atmósfera de respeto y para formar en torno suyo una aureola de superioridad, ahí estaba su obra realzada a los ojos de sus conciudadanos por una pureza insólita y por un desprendimiento sin nombre.

Revestido de esa especie de imperio natural compareció Duarte ante Santana. Cuando los dos se hallaron por primera vez frente a frente, el hatero no pudo reprimir un sentimiento de invencible admiración hacia aquel rival que le deparaba inesperadamente el destino. Santana confirmó con sus propios ojos los encarecimientos que su hermano Ramón le había hecho del extraño personaje que en abril de 1843 visitó en misión de propaganda revolucionaria las haciendas de «El Prado». Ramón Santana no había podido olvidar, en efecto, a aquel joven de figura atrayente, a aquel realizador con trazas de visionario, con mirada algo abstraída, y con palabra llena de fascinación en medio de su sencillez desconcertante. Ignoraba por qué le había simpatizado aquel conspirador que con tanto brío hablaba de su causa y por quien se dejó convencer tan fácilmente. Sólo en un punto no habían estado de acuerdo cuando por primera vez se encontraron: en la confianza, que al hatero se le antojaba excesiva, que el joven patriota mostraba en la capacidad de la república para subsistir, una vez creada, sin la cooperación de ninguna potencia extranjera. Pero en lo esencial, esto es, en la necesidad de arrojar del suelo patrio a los haitianos, sus sentimientos coincidieron desde el primer instante. Pedro Santana, aunque hombre de temperamento más receloso que el de su hermano Ramón, no pudo sustraerse del todo al extraordinario don de simpatía con que dotó la naturaleza al caudillo separatista. Duarte se percató acto seguido de los sentimientos del batero, y no sólo se empeñó en infundirle confianza en la colaboración que debía prestarle, por órdenes superiores sino que hizo además cuanto estuvo a su alcance para atreverse a aquella voluntad imperiosa. Varios días duró la lucha entre los dos hombres: el uno, lleno de desprendimiento y de nobleza, interesado en no aparecer como un rival a los ojos de su gratuito adversario; y el otro, ahíto de orgullo y de ambición, deseando librarse de la influencia que el primero ejercía sobre su voluntad y que en el fondo contrariaba sus designios de soldado que ya aspiraba al poder y cuyo instinto militar tendía a la unidad de mando. Pero todas las artes del Padre de la Patria se estrellaron ante la inflexible terquedad de Santana. El vencedor de Azua era partidario de permanecer en la inacción y no entendía de otra actitud que la de conservar la defensiva. El ejército bajo su mando, aunque desmoralizado por la retirada a Baní, hecho que malogró la victoria obtenida contra Charles Hérard el 19 de marzo, hervía de impaciencia, ansioso de caer sobre el resto de las fuerzas invasoras. Las tropas con que a su vez había salido Duarte de la capital de la República, compuestas en su mayor parte de jóvenes pertenecientes a las familias más distinguidas de la sociedad dominicana, reclamaban a voces una operación ofensiva. Pedro Alejandrino Pina y todos los miembro del Estado Mayor de Duarte, desbordantes de patriotismo deseosos de recibir en los campos de batalla los primeros espaldarazos de la gloria guerrera, pedían que el ataque se iniciara antes de que el ejército invasor se atrincherase en Azua y consolidara en el sur sus posiciones. El primero de abril, después de largos días de inactividad en los cantones, el caudillo separatista abandonó su cuartel de Sabanabuey y fue a Baní resuelto a agotar todos los recursos del patriotismo y de la dialéctica en un esfuerzo desesperado para convencer a Santana. El jefe del ejército del sur oyó con atención el plan de Duarte: éste atacaría por la retaguardia a las tropas haitianas acantonada: en Azua, y el propio Santana, con el grueso de sus fuerzas saldría al encuentro del invasor para obligarlo a combatir o rendirse en caso de que intentase abandonar la plaza por moti vos de orden estratégico. Pedro Santana no adelantó objeción alguna, pero dijo que necesitaba consultar a los oficiales que militaban bajo sus órdenes antes de emitir un juicio sobre e plan propuesto.

Duarte se dio cuenta, sin embargo, de que nada induciría al hatero a variar sus planes defensivos, y que en su actitud no sólo influía la falta de sentido militar, sino ante todo su poca fe en la causa separatista, y regresó a Sabanabuey decidido a proceder con la independencia que las circunstancias hicieran necesaria. Su Estado Mayor le aconsejo que desobedeciera las órdenes de la Junta Central y que iniciar por su propia cuenta la ofensiva. Toda la juventud del apóstol de «La Trinitaria» ardía el deseos de consagrar en el campo de la función guerrera su presillas de general de brigada. Pero el pudor cívico, siempre Vigilante en su conciencia pulquérrima, lo contuvo en esta ocasión como en otras muchas de su vida política: desobedecer a la Junta equivaldría a burlar la autoridad legítima y a herir de muerte las instituciones manchando desde la cuna su pureza republicana. Desde el cuartel general de Baní solicitó por tercera vez de la Junta, el primero de abril de 1844, la autorización indispensable «para obrar sólo con la división bajo su mando». «Las tropas que pusisteis bajo mi dirección -dice en esa oportunidad al gobierno-, sólo esperan mis órdenes, como yo espero las vuestras, para marchar sobre el enemigo.» El 4 de abril recibió por toda respuesta la siguiente nota: «Al recibo de ésta, se pondrá usted en marcha con sólo dos oficiales de su Estado Mayor para esta ciudad, donde su presencia es necesaria.» Ya Bobadilla, presidente a la sazón de la Junta, se hallaba en connivencia con Santana, y ambos maquinaban en la sombra para poner en práctica el sueño de los afrancesados: el de una independencia a medias y una República mediatizada por la ingerencia extranjera. Duarte, obediente a la Junta Central Gubernativa, se trasladó a la ciudad de Santo Domingo.

El gobierno provisional lo recibió con demostraciones de aprecio y le reiteró con franqueza los motivos de la decisión adoptada: el general Santana, en quien todos reconocían la aptitud necesaria para conducir al triunfo a los ejércitos de la República, no admitía otra colaboración que la de sus conmilitones y soldados; contrariarlo equivaldría a introducir la discordia en las filas de las tropas llamadas a consolidar la independencia de la patria; los servicios del fundador de «La Trinitaria», cuyo prestigio era ante todo el de un caudillo civil, podrían mientras tanto utilizarse en otros campos donde su influencia y su ascendiente moral eran a la sazón indispensables. Duarte renovó a la Junta sus sentimientos de lealtad, y acto seguido hizo entrega a ese organismo de más de las cuatro quintas partes de la suma de mil pesos que le fue suministrada cuando el 21 de marzo se le confió la dirección de un nuevo ejército expedicionario. La Junta recibió las cuentas con asombro, porque aun en el seno de aquellas generaciones, entre las cuales la probidad política era una especie de moneda corriente, la pulcritud del caudillo de la separación causó sorpresa. Pero al propio tiempo que la Junta Central Gubernativa rendía homenaje a la honradez de este varón eximio, más próximo a los santos que a los hombres por su desprendimiento y su pureza, muchos de los políticos profesionales que la integraban tuvieron desde aquel día la evidencia de que el dueño de la nueva situación sería Santana. Duarte era demasiado limpio para el medio, accesible únicamente para un hombre sin grandes escrúpulos que fuera capaz de dejar caer con energía sobre las multitudes sus garras de caudillo. La elección no era, pues, dudosa. Con Duarte estaría en lo sucesivo una minoría insignificante, la misma minoría idealista que sembró la semilla de la independencia, pero que carecía de suficiente sentido práctico para recoger el fruto de lo que había sembrado; y en torno de Santana, voluntad ferozmente dominante, se agruparían todos los hombres para quienes el pan era más necesario que los principios y el orden, aun con despotismo, más deseable que el ideal con anarquía.

El sacrilegio

El triunfo obtenido por Santana en la acción del 19 de marzo demostró que Haití no era invencible. Aunque sus tropas eran incomparablemente más numerosas y disponían de mayores recursos, el ejército invasor carecía de cohesión moral, y el arma blanca, usada con verdadera maestría por los soldados nativos, tenía la virtud de hacer cundir el pánico en las filas haitianas. El ejemplo dado por Santana y por los oficiales que operaron en Azua bajo su mando, sirvió de lección a las fuerzas destacadas en la ciudad de Santiago: bastó que un grupo de andulleros, traídos de las sierras y adiestrados por el coronel Fernando Valerio, irrumpieran armados de machetes en las primeras columnas lanzadas contra la capital del Cibao, para que el invasor volviera la cara sin ofrecer casi resistencia en su huida vergonzosa. Mientras la guerra se reducía a una serie de escaramuzas en las comarcas fronterizas, en donde el general Duvergé realizaba cada día, con un puñado de héroes, verdaderas hazañas, en la capital de la República asomaba su faz la intriga palaciega. La Junta Central Gubernativa se había dividido en dos bandos: el de los que pensaban, como los fundadores de «La Trinitaria», que el Estado naciente disponía de todos los elementos de defensa necesarios para subsistir sin ayuda extraña frente a cualquier nuevo intento de invasión de sus vecinos, y el de los que, por el contrario, creían, como Buenaventura Báez y Manuel Joaquín del Monte, que sin la protección de los Estados Unidos o de una potencia europea la República no tardaría en caer de nuevo en la barbarie pasada. Duarte, deseoso de sustraerse a la pugnacidad de los dos grupos, reducida todavía a maquinaciones sin sentido patriótico, se dirigió el día 10 de mayo a la Junta Central Gubernativa para pedirle que se le sustituyera en el cargo de comandante del departamento de Santo Domingo y se le permitiera incorporarse al ejército expedicionario que debía cruzar la cordillera y encaminarse hacia San Juan de la Maguana con el fin de desalojar a los haitianos de las posiciones que aún ocupaban en la banda fronteriza. Bobadilla, árbitro a la sazón del gobierno provisional, se opuso a la aceptación del ofrecimiento hecho por el caudillo separatista, y el 15 de mayo se dio respuesta a la comunicación del apóstol pidiéndole que continuase en el «ejercicio de sus actuales funciones, donde sus servicios « se consideraban más útiles».

La hostilidad contra Duarte siguió predominando en el gobierno provisorio. Pocos días después del rechazo de su solicitud, la oficialidad del Ejército de Santo Domingo pidió a la Junta que se ascendiese al Padre de la Patria al grado de General de División, alegando que el recomendado había permanecido durante largos años al servicio del país, y que a su sacrificio y a su esfuerzo debía su libertad el pueblo dominicano. Los peticionarios, entre los cuales figuraban Eusebio Puello y Juan Alejandro Acosta, terminaban subrayando que el nombre de Duarte era tan sagrado para sus compatriotas que había sido el único que se oyó pronunciar inmediatamente después del lema invocado por los defensores de la República: Dios, Patria y Libertad. La Junta contestó secamente que ya Duarte «había sido altamente recompensado por los servicios hechos a la causa de la independencia, en circunstancias en que era preciso combatir al enemigo», y que el premio a que se le juzgase acreedor se le ofrecería cuando «el gobierno definitivo fuera legítimamente instalado». La lucha entre las dos corrientes en que la Junta Central se hallaba dividida se recrudeció en los primeros días del mes de junio, al saberse que el viejo Plan Levasseur resurgiría y que se reanudarían pronto las negociaciones para convertir la República en un protectorado. Este propósito, anunciado por el Arzobispo don Tomás de Portes e Infante en una reunión convocada al efecto por el propio don Tomás Bobadilla, alarmó a los trinitarios, y algunos de temperamento impulsivo requirieron el empleo de medios drásticos para salvar la patria de la nueva maniobra urdida por los afrancesados. Duarte no quería autorizar, sin embargo, el uso de la violencia. Toda medida de fuerza repugnaba a sus sentimientos de magistrado, de hombre eminentemente civil, a quien un golpe de mano le parecía un ejemplo funesto que podría dar por resultado la ruina de las instituciones. Si ellos, los que habían hecho la independencia y tenían ya adquirida fama de ciudadanos probos y de repúblicos virtuosos, iniciaban en el país la era de los pronunciamientos a mano armada, la República se desviaría irreparablemente del camino de la ley y sería arrastrada al despotismo militar o a la locura reaccionaria. Pero en vista de que el movimiento antipatriótico de los enemigos de «la pura y simple» había tomado cuerpo y estaba ya a punto de malograr el principio de la independencia absoluta, el apóstol accedió a los requerimientos de Sánchez y de otros separatistas exaltados en favor de una decisión impuesta por medio de la fuerza. El 9 de junio se apoderaron Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Mella de la Junta Central Gubernativa y expulsaron de ella a quienes carecían de fe en la patria y en su estabilidad futura. Sánchez asumió la presidencia del organismo así herido de muerte y privado ya de toda autoridad moral. Duarte prefirió mantenerse alejado de todo cargo de honor, y después de haber reasumido la jefatura del departamento sur, en su condición de general de brigada, salió el 20 de junio hacia el Cibao, investido por la nueva Junta con la misión de poner en aquella zona su prestigio al servicio de la libertad sin merma del territorio y sin pactos públicos o secretos con ninguna potencia extranjera. En la carta que le dirigió el 18 de junio de 1844, la Junta Central Gubernativa, a la sazón presidida por Francisco del Rosario Sánchez, confiaba al apóstol separatista el encargo de «intervenir en las discordias intestinas y restablecer la paz y el orden necesarios para la prosperidad pública». Independientemente de esa misión política, Duarte debía, según las instrucciones de la Junta, «proceder a la elección o restablecer los cuerpos municipales», de acuerdo con la promesa hecha a los pueblos de la parte española de la isla en el manifiesto del 16 de enero. Los pueblos del Cibao recibieron al enviado de la Junta con palmas y banderas. El 25 de junio llegó con los oficiales de su Estado Mayor a la ciudad de La Vega, en donde fue vitoreado por una muchedumbre entusiasta encabezada por el presbítero José Eugenio Espinosa. Era la primera vez que Duarte visitaba las comarcas del valle de La Vega Real, y este viaje, hecho a lomo de caballo y con la lentitud que exigía entonces el desastroso estado de los caminos, fue para él un nuevo motivo de fe en el futuro de la República recién creada. La magnificencia de la naturaleza en aquellas regiones, las más fértiles del país, y la abundancia de las corrientes de agua que se desprenden de la Cordillera Central para vestir de un verde lujoso aquellos prados, le permitieron entrever lo que este emporio aún baldío significaría en un porvenir acaso no distante. Las fuentes de producción estaban allí totalmente abandonadas. Pero era evidentemente la escasez de población y la falta de caminos para sacar los productos a los centros de consumo, lo que hacia que toda aquella riqueza permaneciera inactiva. El día, sin embargo, en que el país gozara de una paz estable, y se abrieran vías de comunicación para sacar de su aislamiento a las zonas productoras, la República no sólo se transformaría en una tierra próspera, capaz de alimentar con largueza a sus hijos y de ofrecer seguro albergue a millares de ciudadanos de otras partes del mundo, sino que su mismo desarrollo material le daría el poder económico y militar necesario para garantizar su propio destino y hacer sagrada y respetable para todos su propia independencia. Mientras la naturaleza del Cibao excitaba el patriotismo de Duarte y servia de estímulo a su imaginación vivísima, las multitudes salían a su encuentro para aclamar en él al Padre de la Patria. Santiago, teatro de la hazaña del 30 de marzo, lo recibió el 30 de junio con manifestaciones jubilosas. Los regimientos que se cubrieron de gloria bajo las órdenes de Imbert y de Fernando Valerio, desfilaron ante el eminente ciudadano, que sonrió aquel día, desde la cumbre de su modestia ejemplar, al recibir con irreprimible emoción el homenaje de las armas libertadoras. Cuatro días después de la llegada del apóstol a la ciudad de Santiago, el 4 de julio de 1844, los ciudadanos más notables de la capital del Cibao visitaron a Duarte para comunicarle que el pueblo y el ejército se habían pronunciado algunas horas antes en su favor y deseaban investirlo con los poderes de presidente de la República, para que a ese titulo asumiera la defensa del país contra cualquier intento de supeditar su independencia a una nación extranjera.

El acta que se puso en manos del caudillo separatista le encarecía la convocación de una asamblea constituyente que votase la Ley Orgánica por la cual debía regirse el Estado, y señalaba al gran repúblico como el ciudadano más digno de realizar esa misión, por ser él la personificación del patriotismo y el símbolo más alto de la libertad dominicana. Duarte leyó con sorpresa el acta que acababa de serle entregada y quiso corresponder a ese testimonio de adhesión popular inclinándose ante la voluntad allí expresada por la mayoría de sus conciudadanos. Pero su conciencia, llena de pudor cívico, se sintió acto seguido alarmada por aquel pronunciamiento inesperado. Su sacrificio hubiera sido estéril si la independencia alcanzada se utilizase para erigir el motín en fuente creadora de las nuevas instituciones. La República no tardaría en hundirse si la primera Constitución nacía manchada por la violencia. Si había en el país alguien capaz de levantar la bandera de la discordia, y de asumir una presidencia surgida del seno de una insurrección triunfante, sobre la frente de ese ambicioso debía caer la maldición de la historia y la repulsa de la conciencia nacional ofendida. -Con palabras corteses, pero enérgicas, el Padre de la Patria rechazó la presidencia que acababa de serle ofrecida: «Yo no aceptaría ese honor sino en el caso de que se celebraran elecciones libres y que la mayoría de mis compatriotas, sin presión de ninguna índole, me eligiera para tan alto cargo.» Los notables de Santiago salieron de aquella entrevista confundidos por la probidad sin nombre de aquel patriota que nada aspiraba para sí y que se contentaba con servir de ejemplo altísimo a sus conciudadanos. Algunos se sintieron defraudados por esa honestidad que les parecía exagerada. Duarte era indudablemente un santo, y la política no estaba hecha para hombres tan puros. Acaso sería necesario inclinarse, como pensaban ya muchos ciudadanos eminentes de la capital de la República y de las comarcas del Este, ante el astro militar que ya se barruntaba en el horizonte y cuyos primeros resplandores podían señalarse como signo infalible de su trayectoria poderosa El día 8 de julio salió Duarte con rumbo a Puerto Plata.

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