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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Cuando llegó, acompañado de su Estado Mayor, a aquella villa hermosísima, tendida al pie de una montaña eternamente cubierta de nubes plateadas, vio repetirse las mismas escenas de entusiasmo popular que había ya presenciado en todo su trayecto por las poblaciones del Cibao. Todos los habitantes de la ciudad embanderaron aquel día sus hogares y aclamaron con fervor a su paso por las calles al joven general de brigada. Los notables se reunieron pocas horas después en la sala del Ayuntamiento y rogaron al apóstol en nombre de la ciudadanía y del ejército del Norte, que aceptara la presidencia que se le había ya ofrecido en la ciudad de Santiago. Duarte los contempló como un padre que se dispone a sentar sobre sus rodillas a sus hijos para dirigirles con gravedad la palabra: «Me habéis dado -les respondió- una prueba inequívoca de vuestro amor, y mi corazón reconocido debe dárosla de gratitud. Ella es ardiente como los votos que formulo por vuestra felicidad. Sed felices, hijos de Puerto Plata, y mi corazón estará satisfecho, aun exonerado del mando que queréis que obtenga; pero sed justos lo primero, si queréis ser felices, pues ése es el primer deber del hombre; y sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia, y venceréis a vuestros enemigos, y la patria será libre y salva, y vuestros votos serán cumplidos y yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro: la de veros libres, felices, independientes y tranquilos.» El 12 de julio, al siguiente día del pronunciamiento de Puerto Plata en favor de la presidencia de Duarte, entró Santana a la cabeza de sus tropas en la capital de la República. El motín del 9 de junio y la expulsión, por medio de una maniobra audaz, de los miembros de la Junta Central Gubernativa que se habían significado por sus sentimientos de adhesión a Santana, puso en guardia al héroe del 19 de marzo, que sólo esperaba un pretexto para asumir el poder y organizar sobre su cabeza el Estado. El ejército, compuesto en su mayoría de seibanos que se habían llenado de gloria en los campos de Azua, aclamó a Pedro Santana jefe supremo de la República y en nombre de sus armas victoriosas lo invistió de facultades dictatoriales. Muchos ciudadanos de relieve, aun entre aquellos que sentían veneración por Duarte y a quienes más había conmovido su sacrificio, acudieron a besar la mano de Santana, quien desde aquel día quedó consagrado en el país como el hombre de garra política más firme y de mayores prestigios caudillescos. Pero el Cibao respondió con aprestos revolucionarios al desafío de Santana. La guerra civil parecía inminente. En Santiago se reunió una asamblea de generales y hubo opiniones favorables a un rompimiento inmediato. Ramón Mella, principal instigador del movimiento en favor del Padre de la Patria, se dio a última hora cuenta del desastre a que su maniobra podía conducir al país, y aconsejó prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compenetrado con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración entrañable, el héroe de la Puerta del Conde se asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero Manuel González Regalado Muñoz, que propuso el envío a Santo Domingo de una comisión encargada de gestionar una solución pacífica. La base del acuerdo consistiría en la celebración de unas elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana figurarían como candidatos para la presidencia y la vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas debía ser aceptado de antemano con carácter irrevocable. La voz de la conciliación halló acogida en los ánimos exaltados, y al día siguiente partió hacia la capital de la República, asiento del gobierno cuartelario constituido por Santana, una comisión presidida por el propio Ramón Mella, y compuesta, entre otros hombres de armas, por el general José Maria Imbert, el más modesto y al propio tiempo el más brillante, si se exceptúa a Duvergé, de los militares improvisados que se opusieron victoriosamente en aquel periodo a las acometidas de las hordas haitianas. Santana, instruido por Domingo de la Rocha y José Ramón Delorve de todos los movimientos que ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente tranquilo la llegada de los comisionados. Tan pronto Mella, quien aún desconocía de cuánto era capaz aquella voluntad indomable y excesivamente celosa, traspuso los límites del Cibao y entró en lugar donde podía atraparlo sin peligro la garra del dictador, fue reducido a prisión y vejado por orden de Santana. El déspota consideraba con razón a Mella como el promotor de la corriente de opinión que tendía a premiar el sacrificio de Duarte con la primera presidencia del Estado constituido gracias a su patriotismo y a su esfuerzo, y contra él reservó la mayor parte de su saña. El héroe que anunció el nacimiento de la República en la madrugada del 27 de febrero, fue ultrajado en plena vía pública y se le arrancaron las presillas sin respeto a su gloria militar, ya consagrada con la proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido de la presidencia de la Junta Central Gubernativa y con Juan Isidro Pérez y otros próceres adictos al Padre de la Patria fue internado en la Torre del Homenaje. Duarte, ajeno a lo que ocurría maduraba sus planes de patriota en la ciudad de Puerto Plata. Aquí fue sorprendido por los conmilitones de Santana, que lo redujeron a prisión sin que fuera suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la grandeza de su obra ni la inocencia con que había intervenido en los sucesos recién pasados. El prócer no opuso ninguna resistencia a esta felonía y el pueblo presenció con indignación el hecho. Cuando Duarte fue sacado de la fortaleza «San Felipe» para ser conducido bajo escolta a la goleta «Separación Dominicana», la ciudadanía de Puerto Plata se agrupó silenciosa en el trayecto y vio pasar a los soldados de la escolta con el estupor de quien asiste a un sacrilegio.

Otra vez el destierro

En la goleta «Separación Dominicana» salió Duarte, fuertemente escoltado, hacia la capital de la República. Santana no se atrevió a hacerlo conducir por "tierra, temeroso de que su paso por Santiago y otras ciudades del Cibao, donde su presencia había provocado hacía poco entusiasmo delirante, diera lugar a nuevas reacciones populares. La resignación con que el apóstol soportaba aquella prueba traía maravillados al capitán y a la tripulación del pequeño barco de guerra. Durante la travesía, mientras el bergantín bordea la línea de la costa, el prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las olas con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas cuatro meses que la ciudad de Santo Domingo lo había recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las muchedumbres por las calles embanderadas. Dentro de algunas horas, probablemente antes de que el sol desapareciera tras las últimas nubes crepusculares, entraría esta vez custodiado como un vulgar malhechor en la ciudad nativa. Pero Duarte no pensó jamás en sí mismo. El ultraje que en su persona se infería a la patria, a la que había servido con toda la pureza de su juventud y a la que había ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento cargaba su mente de sombras y de preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera podido caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a la ira de Santana. En medio de la ingratitud de que era objeto, se hubiera sentido feliz si todo el peso de la venganza del dictador se descargara sobre su cabeza. Su angustia era todavía más vasta y se extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría obtenido si una opresión doméstica sustituía a la de los antiguos dominadores. Si en vez de Charles Hérard o de otro descendiente cualquiera de la raza maldita de Dessalines, el opresor debía llevar el nombre de Santana o de otro sátrapa de turno, no se habría logrado sino cambiar un despotismo por otro menos cruel, pero sin duda más odioso. Sumido en esas reflexiones sombrías, llegó Duarte el 2 de septiembre al puerto de Santo Domingo de Guzmán. El gobierno había tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier manifestación de desagravio por parte del núcleo que en la ciudad se mantenía adicto al prisionero. Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de «Santa Bárbara» impedía el tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta, reforzada con dos filas de soldados, pasó silenciosamente con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje. Apenas algunos espectadores indiferentes, diseminados en la calle de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a la llegada del bergantín «Separación Dominicana», y muy pocos identificaron al preso. La noticia se difundió, no  obstante, sobre la ciudad consternada. El presbítero José Antonio Bonilla, visitante asiduo del viejo hogar de la calle «Isabel la Católica», fue el primero en llevar la infausta nueva a la madre de Duarte: « Señora -exclamó al verla el sacerdote-, la mano de Dios está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan Pablo está preso y desembarcará esta tarde. ¡Bienaventurados los que lloran! » Una noticia que causó todavía mayor sorpresa que la de la prisión de Duarte, hecho al fin y al cabo explicable en un déspota de las condiciones morales de Santana, fue la del arribo en la misma nave de Juan Isidro Pérez, quien el 22 de agosto había salido para el destierro en el bergantín «Capricornio».

El rasgo de este adolescente impetuoso, especie de Caballero Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a traducirse en destellos de locura, conmovió hasta tal punto a la población, que una verdadera fiebre patriótica se apoderó de los ánimos excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a las costas de Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba Duarte prisionero. Juan Isidro Pérez amenazó con echar-se al mar si no le permitían descender en aquellas riberas para compartir la suerte del Padre de la Patria. El capitán del buque, un noble marino inglés de nombre Lewelling, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el suicidio del intrépido patriota, e impresionado por la decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio orden de cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y allí entregó a las autoridades al fiel amigo de Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la cárcel, Juan Isidro Pérez se echó en brazos del Fundador de la República, y le dijo con emoción mal reprimida: «Sé que vas a morir, y cumpliendo mi juramento vengo a morir contigo.» La actitud de su ciudad nativa, devorada hasta lo más íntimo por un dolor silencioso, llevó una sensación de alivio al ánimo de Duarte. «Por eso os amo -escribirá un día el Padre de la Patria en su diario, recordando en su soledad estos instantes-, por eso os he amado siempre, porque vosotros no tan sólo me acompañasteis en la Calle de la Amargura, sino que también sufristeis conmigo hasta llegar al Calvario.»

Ya en la fortaleza, donde encontró algunas caras conocidas, pudo enterarse el fundador de «La Trinitaria» de que aún vivían Ramón Mella y sus demás compañeros. Esta noticia era por sí sola un consuelo para su mente cargada de inquietudes, y al recibirla entró sereno en la mazmorra que se le destinó por orden de Santana. Algunos oficiales y soldados, quienes habían sido testigos de su actitud y habían presenciado su desprendimiento durante los días en que permaneció con el ejército del Sur, le dieron desde su llegada a la fortaleza demostraciones de simpatía. De no haber existido órdenes tan rigurosas de incomunicarlo y de hacerle sentir en la prisión el enojo del déspota, muchos de aquellos héroes curtidos por el sol de la victoria le rendirían armas cada vez que su semblante venerable asomaba al través de los hierros impíos para pasear por los alrededores de la torre que le servía de cárcel la mirada distraída. Mientras Duarte esperaba tranquilo en la Torre del Homenaje la decisión de Santana, árbitro de su vida y de las de sus discípulos, los amos de la nueva situación, instigados principalmente por don Tomás Bobadilla, trataban de ganarse al pueblo mostrándole a los prisioneros como a una jauría de ambiciosos. Todas las influencias del poder se utilizaron entonces para convencer a la ciudadanía de que aquellos hombres eran acreedores de la horca por haber levantado la bandera de la sedición contra la autoridad constituida. Su crimen consistía en haberse apoderado por la fuerza de la Junta Central Gubernativa y en haber promovido en el Cibao una poderosa corriente de opinión destinada a poner en manos de Duarte las riendas del Estado. No se había limitado a eso la osadía de estos locos. Algunos generales y algunos ciudadanos de notoriedad del Cibao, aconsejados por Ramón Mella, se habían permitido menospreciar los títulos que Santana había conquistado en la lucha contra los invasores, proponiéndole la celebración de unas elecciones en que Duarte debía figurar como candidato al lado del propio héroe del 19 de marzo. El pueblo, sin embargo, no hizo coro a. la farsa. Las incitaciones de Santana y de sus secuaces fueron recibidas con frialdad por todas las clases sociales. Las familias, encerradas en sus hogares, mostraron con su actitud hostil la repugnancia que les inspiraba aquella comedia tan burdamente urdida. El sacrificio de Duarte y su familia, la poderosa labor de captación desarrollada en los conciliábulos de «La Trinitaria», la propaganda inteligente y tenaz hecha desde los escenarios levantados por «La Filantrópica», la inagotable energía del espíritu que alentó el movimiento llamado «La Reforma», y los múltiples trabajos revolucionarios a los cuales el joven patricio se había entregado desde su regreso de España, cuando nadie soñaba con el ideal todavía remoto de la independencia, se hallaban demasiado vivos en la memoria de todos para que el propio pueblo que había servido de teatro a todo aquel despliegue de heroísmo, diera crédito a las versiones inventadas por el dictador y sus parciales. Pero en vista de que la población civil se hizo sorda a la maniobra y de que sólo cuatro ciudadanos, uno de ellos de nacionalidad extranjera, se prestaron a suscribir el documento en que se pedía la pena de muerte para el Padre de la Patria, se recurrió al ejército para que respaldara el ardid con el prestigio de sus armas victoriosas. Las tropas que habían intervenido en la campaña del Sur se hallaban principalmente constituidas por seibanos adictos al antiguo hatero de «El Prado». Santana, hombre calculador y ferozmente realista, había infundido a aquellas montoneras un tremendo sentimiento de lealtad a su persona. Tanto los oficiales como los soldados bajo su mando habían convertido el saqueo, bajo la mirada complaciente de su jefe, en ocupación cotidiana. La soldadesca del hatero, abusando de los laureles obtenidos en Azua y exhibiendo como única excusa las cicatrices aún abiertas de la campaña contra los haitianos, pasó por todas partes como una nube de langostas que diezmó las plantaciones y devoró el ganado. A la cabeza de estos hombres entró el caudillo en la ciudad de Santo Domingo con el propósito de adueñarse de la parte que se había reservado en el botín: la presidencia de la República.

De los cuarteles dominados por esas manadas de héroes, previsoramente transformados después de la victoria en azote de la propiedad rural, salió el documento en que se solicitaba de Santana, erigido ya en árbitro de la situación, la pena de muerte para Duarte y para quienes habían participado en los sucesos recientemente acaecidos en las principales ciudades del Cibao. Amparado en la petición suscrita por las grandes figuras del ejército, Santana pudo haber hecho fusilar a Duarte y al grupo de insurrectos que el 9 de julio se apoderó de la Junta Central Gubernativa. Pero el sanguinario caudillo no se atrevió a llevar tan lejos su venganza. Tal vez si Duarte no hubiese figurado como protagonista principal de aquel drama, la voz de los cuarteles hubiera sido ciegamente acatada. Pero herir aquella cabeza pulquérrima e inmolar a aquel inocente que carecía totalmente de ambiciones, le pareció al déspota un crimen superior a su codicia. Lo que había en el dictador de hombre recto, se amotinó en su conciencia ante aquella monstruosidad aterradora. El tirano optó, pues, por acogerse a la iniciativa del ciudadano español Juan Abril, autorizada con las firmas de sesenta y ocho padres de familia, en la que se pedía que la pena capital se conmutara por la de extrañamiento perpetuo: la inocencia de Duarte sirvió probablemente en esta ocasión de escudo a sus demás compañeros. El 22 de agosto hizo dictar Santana la sentencia de expulsión. En el cuerpo de ese documento se declara que, «aunque las leyes en vigor y las de todas las naciones han previsto la pena de muerte en iguales casos», el gobierno había preferido a ese recurso extremo el de extrañamiento perpetuo, tanto por razones «paternales» como por «otros motivos de equidad y consideración». En estas palabras, parte esencial de la sentencia ominosa, aparece reflejada la simpatía que, a pesar suyo, sintió por Duarte el general Santana. Hombre de pocos escrúpulos, cuando su interés se hallaba en causa, el hatero tenía necesidad de librarse del apóstol, el único personaje que podía, gracias a la autoridad de su pureza, entorpecer en el futuro la ejecución de su programa reaccionario. Era indispensable sacrificar esa víctima para que todo quedase en el país rebajado al nivel moral que el déspota necesitaba para su obra de captación y de dominio. Pero la medida no desmiente los sentimientos que el Padre de la Patria inspiró durante su primer encuentro en marzo de 1844 al estanciero de «El Prado». Santana, en efecto, es hombre frío que obedece a sus cálculos y no a impulsos sentimentales. Egoísta hasta la exageración y dotado desde la infancia de una voluntad implacable y codiciosa, no vaciló un momento entre el respeto que pudo merecerle Duarte y la necesidad en que se vio de hacer pasar sobre la juventud y el porvenir del gran repúblico el carro ya incontenible de su ambición triunfante. El día 10 de septiembre fue Duarte conducido nuevamente al muelle entre dos filas de soldados. Su constitución se había alterado seriamente con la humedad del calabozo, donde se le mantuvo desde que llegó de Puerto Plata. Las fiebres contraídas en el Cibao habían vuelto a hacer presa en su organismo gastado por las vigilias y las persecuciones. Para hacer el trayecto entre la fortaleza y el embarcadero del Ozama le fue necesario apoyarse en los brazos de su hermano Vicente y de su sobrino Enrique. Cuando abordó el bote que debía conducirlo a la nave que se le destinaba para el viaje a Hamburgo, se despidió de Vicente Celestino y del hijo de éste, ambos condenados a sufrir la sentencia de extrañamiento en los Estados Unidos. El último pensamiento del proscrito al dejar las riberas nativas fue para su madre y para sus hermanas, quienes quedaban en la indigencia y acaso expuestas a vivir de la caridad pública por culpa de la locura patriótica del joven repúblico, que a la edad de 31 años iba a recorrer por segunda vez las playas del destierro.

La renuncia

Por segunda vez realizaba Duarte aquella travesía. La primera vez abandonó el suelo nativo, todavía casi adolescente, para ampliar sus estudios de humanidades en Europa. Entonces había dejado una bandera intrusa flotando sobre la heredad de sus mayores, y juró volver pronto para arriarla y poner en su lugar otra que ya empezaba a tomar cuerpo en sus sueños. Ahora, emprendía esa misma ruta y atravesaba nuevamente el Océano dejando atrás la bandera que se había propuesto crear para la patria aún en esperanza. Había cumplido su promesa y podía sentirse satisfecho de sí mismo. Cuando la embarcación que lo conduce a Alemania, bajo partida de registro, abandona el Ozama y sale al mar abierto, el proscrito contempla con ojos húmedos la enseña que ondea sobre la Torre del Homenaje y piensa, con melancólico orgullo, que la cruz que él mismo hizo poner, por quién sabe qué inspiración misteriosa, en el centro de ese pabellón hermosísimo, fue puesta allí para que sirviera un día de símbolo a su vida crucificada. El pensamiento ¿leí sacrificio, que nunca dejó de acompañarle, ni siquiera en las horas brevísimas en que sus compatriotas le dieron a paladear el triunfo, se convertía bajo el imperio de estas reflexiones en una sensación de dulzura. ¡ Qué podía importarle que lo arrojaran como a un malhechor de la tierra por él emancipada; qué podía importarle, si atrás quedaría su bandera, la bandera de la cruz, ondeando libremente sobre la cabeza de los mismos que habían dictado contra él la orden de extrañamiento perpetuo! ¿No era esa una compensación que excedía a cuanto hizo por la libertad y por el bien de sus conciudadanos? Mientras el barco avanzaba, y la bandera era un punto apenas en el horizonte, Duarte miró por última vez aquella mancha de color que casi se esfumaba en lontananza, y se sintió superior al odio, superior al resentimiento, superior al pecado. Más de cuarenta días y de cuarenta noches navegó la nave antes de entrar en el puerto de Hamburgo con los proscritos. La larga travesía sirvió al apóstol para entregarse con toda libertad a sus meditaciones. Cuando la tripulación dormía y un silencio grandioso bajaba hasta el Océano desde el cielo estrellado, el viajero gustaba de sentirse solo entre las dos inmensidades. En una de esas noches de soledad, todavía envuelto por la tibia atmósfera de los mares del trópico, trasladó a su cuaderno de viaje los mejores versos que de él se conservan, pobres de entonación y tan débiles como el gemido de un pájaro o como la caída de una hoja en un jardín de otoño, pero llenos de una vaga nostalgia y como escritos a la luz de la más pálida de las estrellas que en el momento de componerlos brillaban sobre su cabeza:

Era la noche sombríay de silencio y" de calma; era una noche de oprobio para la gente de Ozama;

noche de mengua y quebrantopara la patria adorada, y el recordarla tan sólo el corazón apesara

Ocho los míseros eranque mano aviesa lanzaba en pos de sus compañeros hacia la extranjera playa.

Ellos que al nombre de Dios,Patria y Libertad, se alzaran;Ellos que al pueblo le dieron la independencia anhelada, lanzados fueron del suelopor cuya dicha lucharan;proscritos, sí por traidores los que de lealtad sobraban:se les miró descender a la ribera callada, se les oyó despedirse, y de su voz apagada yo recogí los acentos que por el aire vagaban.

Estos versos, que nunca fueron publicados en vida del mártir, contienen la única recriminación dirigida por Duarte a sus verdugos; y, como se advierte de su simple lectura, la protesta, si se puede dar ese nombre a los renglones citados, tiene un dejo de melancolía y le salió bañada en lágrimas. Nótese aún el carácter impersonal que predomina en la poesía y que se acentúa sobre todo en los últimos versos de esta meditación quejumbrosa:

Se les miró descender a la ribera calladase les oyó despedirse, y de su voz apagada yo recogí los acentosque por el aire vagaban.

La resignación de Duarte llega hasta el extremo de no verter su dolor en alusiones contra personas determinadas:

Ocho los míseros eranque mano aviesa lanzabaen pos de sus compañeros…

Lo que caracteriza al Padre de la Patria es precisamente la elevación de su alma, que no abrigó nunca sentimiento de venganza alguno. La historia no conserva una sola carta suya en que el resentimiento asome su cara descompuesta y rencorosa. Sobre la altura moral en que respira esta conciencia, una de las más limpias que el mundo ha conocido, los sentimientos nacen purificados por una especie de aire celestial como las flores que crecen en la cima de los picachos. La historia dominicana, en la que ha habido santos irascibles como el Padre Billini y santos vengadores como Monseñor de Meriño, no ofrece otro ejemplo de un hombre que haya tenido semejante imperio sobre sí y sobre sus pasiones. Desde la cumbre de su inmensa serenidad, de su resignación increíble y de su mansedumbre ilimitada, Duarte contempla a los hombres con un inagotable sentido de indulgencia. Santana, severo como un familiar del Santo Oficio y sanguinario como un tártaro, sólo le resulta abominable cuando trabaja para menoscabar la independencia de la patria o cuando de pie sobre su trono de despotismo vierte sangre, sangre inocente o culpable, pero sangre dominicana.

Muchas noches después de haber sentido en su alma el frío de la ausencia, pero antes de que las primeras ráfagas heladas le anunciaran la proximidad de Hamburgo, Duarte llega con una resolución heroica al final de sus meditaciones. El barco que lo conduce no ha caminado sobre el mar con tanta prisa como esa otra nave interior que navega sobre su alma y que lo lleva hacia el puerto donde sus inquietudes lograrán el reposo definitivo y donde nunca más verá encresparse a sus pies el oleaje de las pasiones amotinadas. Su decisión está ya definitivamente adoptada: plantará su tienda, su pobre tienda de peregrino arruinado, bajo cielos remotos, adonde no llegue el eco de las disputas de los hombres y adonde nadie pueda ir en su busca para lanzarlo otra vez como una manzana de discordia en medio de sus conciudadanos. Si Hamburgo pudiera ser sitio apropiado para sepultar su vida, se quedaría allí como una cifra destinada a borrarse entre las muchedumbres de la ciudad populosa. Con ese pensamiento desembarca en la urbe teutona. En compañía de Juan Isidro Pérez y de los  hermanos Félix y Monblanc Richiez, dirige sus pasos hacia la modesta «casa de marineros» que servirá de albergue en aquel suelo extraño a los proscritos. Duarte se ve pronto obligado a desechar la idea de permanecer en Europa. El invierno se anuncia con crudeza y los viajeros disponen apenas de algunas prendas de Vestir impropias para el clima. No es fácil, por otra parte, obtener trabajo en aquella ciudad llena de movimiento en que los desterrados echan de menos la cálida acogida de las poblaciones latinas con su hospitalidad generosa. Ninguno de ellos posee la lengua, lo que dificulta aún más sus movimientos y lo que los obliga a permanecer aislados en medio de la Babel helada. Mientras se pasean diariamente por el puerto, en busca de una embarcación que los conduzca de nuevo a tierra americana, Duarte ve transcurrir con horror los días grises del mes de noviembre, muy frío ya para los cuatro hijos del trópico, y para el apóstol más que para nadie, demasiado triste con los árboles desnudos y con las hojas caídas como las alas de su esperanza. El 30 de octubre, apenas cuatro días después de su llegada a Alemania, Juan Isidro Pérez y los hermanos Félix y Monblanc Richiez emprenden el viaje de regreso a América. Duarte, víctima otra vez de las fiebres pertinaces que ha traído de las regiones tropicales, se ve constreñido a permanecer solo en la pensión que ha escogido en plena zona portuaria. Ya el de noviembre, sin embargo, abandona el lecho y se dirige, como invitado de honor, a un banquete que aquel día ofrece en la «Logia Oriente» la masonería hamburguesa. La hermandad masónica le franquea la simpatía de los asistentes, y algunos, condolidos de la situación del desterrado, se ofrecen a hacerle amable su estancia en la urbe tudesca. Uno de los amigos que ha ganado en la «Logia Oriente», el señor Chatt, lo instruye en las nociones más indispensables de la lengua alemana. Sus conocimientos en latín y en varios idiomas vivos, le facilitan el nuevo aprendizaje. Con otro de los amigos que ha logrado gracias a la masonería, recorre de un extremo a otro la ciudad y visita sus monumentos artísticos y sus plazas ornamentales. Todavía emplea el tiempo que le sobra en ampliar los estudios de Geografía Universal que había comenzado algunos años antes en los Estados Unidos. El 15 de noviembre se le presenta la oportunidad de salir también con rumbo a América. El proscrito abandona a 11am-burgo acompañado, como él mismo ha dicho, «del recuerdo de los que lo honraron con su amistad». En las tierras hacia donde se dirige espera hallar, por lo menos, fuera de un clima más benigno y de un cielo semejante al de su país nativo, aquel calor de humanidad sin el cual se le haría insoportable el destierro. El día 24 de diciembre desembarca en Saint Thomas, y allí se reúne con algunos de sus antiguos compañeros, conde- nados como él a vivir en suelo extraño, y recibe informes sobre los últimos acontecimientos del país y sobre las tropelías que en menos de un año de gobierno ha cometido el general Santana. En esta colonia inglesa leyó el discurso en que Bobadilía lo describe como «un joven inexperto», cuyos servicios a la patria podían tildarse de ignorados. Allí recibió también la primera noticia sobre el destierro de su anciana madre y de toda su familia, decretado con increíble saña por el dictador, que a la sazón ejercía apenas el noviciado del despotismo, pero muchos de cuyos actos anunciaban ya. la crueldad que desplegaría para mantener su preeminencia por más de veinte años en el orden de las jerarquías oficiales. Los expulsos que rodean a Duarte en Saint Thomas tratan de despertar en el corazón del apóstol sentimientos de odio y de venganza contra Santana y Bobadilla. Algunos le aconsejan que pacte con una potencia extranjera y vuelva al país al amparo del pabellón de Francia o con la ayuda de España. Duarte oye tales insinuaciones con amargura, y adquiere la impresión de que todos los expulsos, aun los que más alardean de su patriotismo, «sólo tratan de favorecer sus intereses», y de que en realidad nadie piensa en la patria. La noticia que recibe, en los primeros días de marzo, en la Guaira, sobre el fusilamiento de María Trinidad Sánchez, inmolada el mismo día en que se conmemoraba el primer aniversario de la independencia, acaba por inspirarle hacia la política una repugnancia invencible: «Mientras yo rendía gracias .a la Divina Providencia en mi inicuo destierro -escribe aludiendo a la inmolación de la heroína-, porque me había permitido ver transcurrir un año sin menoscabo de esa libertad tan anhelada, en mi ciudad natal santificaban los galos ese memorable día arrastrando cuatro víctimas al patíbulo y cubriendo de sangre y de luto los amados lares.»

Para el apóstol ha llegado, pues, la hora de las grandes renunciaciones. Con el propósito de apartarse definitivamente de toda actividad política, y de evitar que su nombre fuese escogido como enseña por una de las facciones en que en lo sucesivo se presentaría dividida la opinión de sus conciudadanos, resuelve retirarse al desierto de Río Negro, en lo más áspero y escarpado de la cordillera andina, donde le fuera imposible todo comercio con el mundo. Durante casi veinte años vivirá allí tremendamente solo, sepultado en plena juventud bajo la losa del olvido. Esta es la hora suprema de la vida de Duarte. Por medio de un ascenso gradual en la escala de las abnegaciones, ha llegado a la santidad casi absoluta y renuncia definitivamente a todo: no sólo a toda ilusión de poder, a todo sueño de grandeza y a toda esperanza de gloria o de fortuna, sino también hasta al derecho de vivir en medio de los hombres.

Proscripción de Doña Manuela y sus hijos

El destierro de Duarte y de su hermano Vicente quebrantó la salud de doña Manuela. La pobre madre, mujer extraordinariamente sensitiva, se sentía incapaz de soportar aquella separación inesperada. Siempre había alimentado la esperanza de que con la liberación del país retornaría-a su hogar la tranquilidad que perdió desde la vuelta de su segundo hijo de la ciudad de Barcelona. Pero su esperanza se desvaneció cuando el presbítero José Antonio Bonilla le anunció, el día 2 de septiembre de 1844, que Duarte se hallaba en la cárcel y que el ejército del Sur pedía con encarnizamiento su cabeza. La constitución física, ya muy decaída, de la anciana se rindió ante aquel golpe que echaba por tierra sus más dulces ilusiones. Desde aquel día quedó reducida al lecho, y fue necesario que sus hijas le prodigaran los cuidados más tiernos para impedir que su postración fuese definitiva. Cuando se levantó, con la frente más pálida y los ojos más tristes, ya sus hijos habían salido para el exterior bajo partida dé registro. Pasaron entonces largos meses sin que se recibieran noticias de los desterrados. Las primeras cartas llegadas al hogar eran de Vicente Celestino., quien apenas refería que Juan Pablo debía probablemente encontrarse en Saint Thomas y que no parecía abrigar intenciones de volver por mucho tiempo al territorio nativo. Hablaba de los besos enviados a la madre y a las hermanas cuando se despidieron en el puerto del Ozama, pero no aludía a proyectos políticos de ningún género a los cuales pudiese hallarse vinculado el nombre del proscrito. Los amigos del apóstol, desterrados también por la sentencia del 22 de agosto, habían a su vez retornado a América, y desde Curazao y otras islas vecinas dirigían clandestinamente al país proclamas revolucionarias. Para la realización de sus planes utilizaban todos los medios a su alcance. Sus exhortaciones patrióticas se dirigían a cuantas familias pudieran prestar algún apoyo a los proyectos sediciosos que alimentaban contra la tiranía de Santana. Algunas de esas misivas políticas fueron enviadas a doña Manuela Diez y a sus hijas, a quienes suponían naturalmente interesadas en el retorno del libertador al suelo por él emancipado. Las autoridades se incautaron de algunos de aquellos papeles comprometedores, y el déspota, temeroso de que el nombre de Duarte fuera empleado para promover una rebelión contra su dictadura, dio orden de expulsar también a doña Manuela y a todos los demás miembros de la familia del Padre de la Patria.

La inicua resolución fue cursada por vía policial y transmitida a las víctimas con sequedad draconiana: «Siéndole al Gobierno notorio -decía a doña Manuela el señor Cabral Bernal, Secretario del Despacho de Interior y Policía en carta de fecha de marzo de 1845-, por documentos fehacientes, que es a su familia de usted una de aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de contrarrevolución e instrucciones para mantener el país intranquilo, ha determinado enviar a usted un pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que a la mayor brevedad realice su salida con todos los miembros de su familia, evitándose el gobierno de este modo de emplear medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública en el país.» La orden de expulsión desconcertó a toda la familia. Nadie esperaba que Santana, hombre sin caridad y más severo que un inquisidor, llevara hasta ese extremo la antipatía que cobró a la madre del apóstol.

La pobre viuda, familiarizada desde hacía tiempo con el sufrimiento, tuvo la impresión de que le faltarían fuerzas para resistir un viaje de varios días en una de las embarcaciones que se utilizaban para el poco comercio a la sazón existente entre Santo Domingo y las costas venezolanas. Pero las mujeres eran al fin y al cabo en aquella casa quienes parecían dotadas de fibras más heroicas y más extraordinarias. Filomena, Rosa y Francisca Duarte se sobrepusieron al nuevo infortunio con rara entereza de ánimo. Sólo don Manuel, el menor de los hijos varones habidos en el matrimonio de Juan José Duarte con doña Manuela Diez, sintió su razón amenazada por el conflicto en que se colocaba a la familia. La carta del ministro Cabral sacudió hasta lo más intimo su sensibilidad enfermiza. Todo aquel día lo pasó poseído por una extraña excitación nerviosa y a sus ojos asomaron los primeros destellos de la locura que debía sumergir en lo sucesivo su vida en una noche anticipada. Ante la situación de salud de don Manuel, la madre y las hermanas del apóstol intentaron tocar en vano a las puertas del corazón de Santana. El Arzobispo, don Tomás de Portes e Infante, acompañado del presbítero don José Antonio Bonilla, fiel amigo de la familia Duarte, y de don Francisco Pou y otros distinguidos ciudadanos, se dirigió a la Junta Central Gubernativa en solicitud de clemencia. Tomás Bobadilla, mano derecha del déspota hasta ese momento, recibió con desdeñosa frialdad al ilustre prelado y a sus acompañantes. «La orden -dijo el antiguo colaborador de Boyer- no puede ser revocada porque al gobierno le consta que las hermanas de Duarte fabricaron balas para la independencia de la patria y quienes entonces fueron capaces de tal empresa, con más razón no dejarán ahora de arbitrar medios para la vuelta del hermano que lloran ausente.» Esta respuesta de Bobadilla, digna de su corazón y de su cabeza, puso fin a la entrevista. La residencia de doña Manuela Diez fue sometida desde aquel día a una vigilancia más severa. El coronel Matías Moreno, quien había sido miembro del Estado Mayor de Duarte cuando éste fue nombrado por la Junta Central Gubernativa jefe de uno de los ejércitos expedicionarios del Sur, recibió el encargo de rondar la casa y de mantenerla a toda hora custodiada. Todo un batallón se destinó a este servicio de espionaje.

El encargado de esta ingratísima tarea, desobedeciendo las órdenes de Bobadilla y del ministro Cabral Bernal, hizo cuanto estuvo a su alcance para suavizar la odiosa medida de la policía de Santana. Matías Moreno había sentido por Duarte, desde los días en que ambos convivieron en el campamento de Sabanabuey, una admiración respetuosa. Conservaba con orgullo una de las charreteras del Padre de la Patria, y en lo más profundo de su corazón sentía una invencible repugnancia en servir de instrumento para la persecución de la inocencia. Fingiendo hallarse interesado en adquirir parte de los muebles de las desterradas, Matías Moreno se acercó a doña Manuela y le hizo saber que había aceptado la misión de vigilarla para constituir-se en guardián de su vida durante el tiempo en que aún permaneciera en suelo dominicano. La puso en guardia contra uno de los vecinos, espía comprado por el gobierno, y recomendó a la ilustre anciana y a sus hijas que abandonaran todo temor y permanecieran tranquilas en sus habitaciones. Conmovida por esta prueba de amistad, la única que recibió durante su amargo cautiverio, la familia de Duarte se mantuvo recluida en su hogar hasta que se le ofreció la ocasión de salir con rumbo a Venezuela. En compañía de sus hijas Filomena, Rosa y Francisca, y de su hijo Manuel, quien ya había perdido del todo el uso de la razón, emprendió la anciana el viaje, el último que debía hacer en el resto de su vida, la tarde del 19 de marzo de 1845.

Desde la goleta que debía conducir a la Guaira a las infelices desterradas, doña Manuela y sus hijas oyeron, no sin cierto júbilo que en otras almas menos puras hubiera parecido un sarcasmo, los ecos de la algarabía con que en esa misma fecha celebraba la ciudad el triunfo de la patria en los campos de Azua. Manuel, el pobre idiota que pagó con la pérdida de su razón la injusticia que se consumaba aquel día, acompañó también los vítores a Santana con una risa enigmática, como suele serlo la de todos los seres a quienes ha envuelto el misterio de la locura. El 6 de abril de 1845 abrazó Duarte, en el muelle de la Guaira, a su madre y a sus demás parientes. Al sentir en su rostro los labios de la anciana percibió en aquel beso el frío de la muerte, que ya tenía señalada aquella cabeza predilecta del infortunio, y por la primera vez en su vida dirigió la cara al cielo para pedir «a ese Dios de justicia» el castigo de los autores de «tanta villanía». Doña Manuela y sus hijos se establecieron en la ciudad de Caracas. Duarte prefirió ir a probar fortuna en el interior de Venezuela. Ejerció durante algún tiempo el comercio en distintas poblaciones de la costa del Caribe y luego se internó por el Orinoco en las zonas más apartadas del territorio venezolano. Vagó errante por espacio de muchos meses. Una extraña sed de peregrinación se apodera de él en este tiempo. Camina sin rumbo fijo y parece arrastrado por el deseo de substraer-se de toda comunicación humana. Cuando llega a Río Negro, aldea enclavada en plena selva, se resuelve a plantar su tienda en medio del desierto, donde nadie sea capaz de descubrir sus rastros ni de intentar ponerlo de nuevo en contacto con el mundo. Para él ha llegado la hora de la soledad, la hora de la expiación, y se dispone a apurar tranquilamente su cáliz viviendo encerrado dentro de si mismo como un monje en su celda.

Veinte años en el destierro

Negro es una pobre aldea de indígenas situada en la raya que por la parte del Orinoco divide al Brasil de Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes el valle escondido sobre la altiplanicie y aíslan prácticamente a los pocos seres que allí viven de todo contacto con la civilización humana. El caserío paupérrimo> compuesto de construcciones primitivas que se amontonan en desorden en el recodo donde el terreno ofrece menos dificultades para el tránsito, permanece durante las noches .expuesto a las incursiones de las fieras y en el día tiene el aspecto de un oasis montaraz convertido en una aldea de pescadores. La mayoría de la gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para vivir miserablemente y los que no se dedican a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales salvajes como ocupación cotidiana. El villorrio carece de escuelas y su única comunicación con el resto del país se realiza a través del río en embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos más industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún periódico para la autoridad del lugar y que constituye el único contacto que una o dos veces en el año tienen con el mundo los humildes habitantes de este caserío olvidado. El paisaje circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse algunos pasos en el mar de árboles entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre la tierra con un manto de verdor, para arrobarse en la contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los más extraños matices, arbustos de todas las formas y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando todavía la tierra, de reciente hechura, no había sido manchada por las pasiones de los hombres.

En este codo de los Andes se reclutó Duarte en 1845. Durante doce años permanecerá en ese desierto casi sin comunicación alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios sobre las actividades del apóstol en este período de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual monotonía. La población de Rio Negro, durante la época en que allí se recluye el desterrado, está constituida por gente rústica que carece de toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La vida no es" difícil en este rincón remoto, y a ello contribuye no sólo la extrema simplicidad de las costumbres, sin más exigencias que las estrictamente primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos comunes. Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción que el apóstol suministra a la niñez de la aldea, le permiten compartir sus escuálidos medios de subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto. La estancia en Río Negro constituye por sí sola una prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el apóstol, quien había sido rico y había disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del placer espiritual de la conversación con personas de la misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria, llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia y en resignación al solitario de Río Negro. Si la verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación resulta todavía más grande cuando se piensa que el aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera quedado en su alma, cuando tomó esa resolución heroica, algún rezago de ambición o algún resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez llamó en 1848 a los próceres desterrados por Santana y garantizó su retorno con un decreto de amnistía. Otros caudillos de la causa separatista, "más impacientes o de corazón menos austero, volvieron al país tan pronto desapareció Santana del poder y participaron con voracidad en el reparto de las jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del departamento de Santo Domingo en la administración que sucedió a la del déspota que hizo dictar la sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por largo tiempo sumieron al país en la anarquía. Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro. Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la división y a la discordia tomando partido en la pugna de los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura que ha existido en la República; por eso es él el idealista integérrimo, el varón de vida inculpable que llevó con más dignidad su martirio y que más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía, a las concupiscencias humanas.

Duarte y San Gervi

En una de sus peregrinaciones por el Orinoco, conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví, misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi inhabitadas. El prócer dominicano impresionó favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad profunda, sellada por una simpatía recíproca, que se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos. San Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue acaso el único hombre que penetró en el fondo de esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama patriótico de Duarte enterneció al misionero portugués, que se propuso> desde el primer día, atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al seno de la religión. El misticismo del prócer dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu elevadísimo de San Gerví, quien poseía una vasta ilustración y era, además, una inteligencia asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano. Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y aquí reanuda sus pláticas con San Gerví, quien le enseña el portugués y lo familiariza con los misterios de la Teología y de la historia sagrada. Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento de que todavía podía ser útil a su país le aparta en esta ocasión del camino de la Iglesia. La muerte de San Gerví, acaecida en las postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón del proscrito. Durante estos últimos años, se había habituado Duarte a la comunión diaria con el virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral, único alivio de su ya largo destierro, se despierta en él súbitamente el deseo de regresar a la civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso imprevisto, el cual coincide de modo providencial "con su nuevo estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes, enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la entrega de Santo Domingo a España», así como la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció el decreto de amnistía dictado por el presidente Jiménez a raíz de la primera caída de Santana.

Otra vez en medio de los hombres

El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la capital venezolana. Venía prematuramente. envejecido por su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que hacia la cara de los hombres. Monseñor Arturo de Meriño, quien lo conoció en esta época, habla de la impresión que le causó la figura del apóstol, transformada por veintiún años de soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los males «que había sufrido y sufría entonces con mayor intensidad la patria de sus sueños». En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino. Pasadas las primeras efusiones, provocadas por más de cuatro lustros de separación, hablaron extensamente de cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia del fundador de La Trinitaria, entre las tribus todavía semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se cierra con la narración de los acontecimientos que se registraron en la República a raíz de la anexión a España, y con patéticas referencias a la tragedia de «El Cercado». Dentro del dolor que le causa la destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo y confía en el desquite, anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la sangre vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país no ha perdido el amor a sus libertades y que la anexión, lejos de responder a un verdadero estado de conciencia nacional, procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la independencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la traición, ¿ no había pertenecido a la falange de los afrancesados? Los amigos que haya Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas patrióticas le aconsejan moderación en sus planes y lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida privada.

El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración, le ofreció un destino público en el Ministerio del Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en favor de los proyectos que abriga el apóstol para: promover en su propio país un nuevo movimiento de opinión contra el dominio extranjero.

El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo. Otros consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosfa, le instan a que acepte la dominación española y a que ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como fundador de la República Dominicana. El ex presidente Buenaventura Báez, quien se había plegado a la realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía, había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de Campo español, distinción que también podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el hecho ya consumado. «Y no faltó -dice el propio Duarte- quien se atreviera a decirme que mis hermanos saldrían entonces del estado de privaciones en que me encontraba yo mismo.»

Tales insinuaciones no podían hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores años de su juventud para no incurrir en un acto indigno de su obra ni en una apostasía. «En lugar de la opulencia que podía degradarme -escribe el apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se hicieron para atraerlo al bando de los anexionistas-, acepté con júbilo la amarga decepción que sabía me aguardaba el día en que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios.» Mientras estos consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de la monarquía española en Caracas, redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de Duarte, tratando de explotar inicuamente su miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil y tan arruinada como su organismo físico, el apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla nativa. El 20 de enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un tío del Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro Pérez de la Paz, uno de los fundadores de «La Trinitaria», le dirige el siguiente reclamo: «Santo Domingo desea saber de ti.» La carta del viejo trinitario, tal vez el más amado de sus discípulos, renueva en el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone vivamente ante su imaginación el cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes autobiográficos, el Padre de la Patria evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: «Mi amigo tan querido como desgraciado.» Pocos días después el apóstol visita en su residencia al doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón, presidente de los Estados Unidos de Venezuela.

Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en la conversación oportunas referencias a su país, sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia con que su patria necesita de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales. El doctor Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas entre  palabras de sentido vulgar y frases de cortesía. Cuando al día siguiente se traslada a la modesta casa en que reside el apóstol, con el propósito aparente de corresponder a su visita, el médico venezolano le reitera sus simpatías por la causa de la libertad dominicana, y espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan Crisóstomo Fakón, descendiente de uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil convencer para que secunde con armas y dinero los proyectos de Duarte encaminados a redimir por segunda vez su patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero, Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista hizo concebir al, apóstol las esperanzas más halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de mano recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de pensamiento democrático, no hizo promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor a la independencia de los pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los meses pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte, mientras tanto, «permanece en la expectativa y devorado de impaciencia».

El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las primeras líneas aluden al «Decano de los libertadores de Santo Domingo» y al «primer general en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta comunicación trae las últimas noticias de la isla nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo, tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente contra la dominación española; los ánimos, particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid, apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la Línea Noroeste, en donde parece que se está gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las siguientes palabras: «No sé de qué manera honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a contribuir a la salvación de nuestro heroico país.» Entre el mes de marzo y el mes de octubre, Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes al general Falcón para que le haga efectivas las promesas que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas halagüeñas» que le acompañaron entonces al salir del «Palacio de Miraflores» empiezan a enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros días del mes de octubre. Desde Coro, el viejo trinitario le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el 16 de agosto una rebelión que parece contar con más fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito Monción, debida a instigaciones del propio brigadier Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la revolución cuenta con ramificaciones en todo el país y que avanza en todas las provincias del Cibao con fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el patriotismo de la nueva generación: Manuel Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío, aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante los veinte años en que el nombre de Santana llenó el país como un clamor guerrero, se aproximó al apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con el  general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la influencia política de que dispone este caballeroso soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que, merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en manos del coronel Manuel Rodríguez Objío.

Con este dinero intentó el apóstol enviar a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las armas restauradoras, durante los primeros meses del año 1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para luchar al lado de sus compatriotas". El 16 de febrero emprende viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta «Goid Munster», contratada en el puerto curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos, condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas, donde el buque arribó el 10 de marzo, después de haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la pericia de su capitán, el señor José S. Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra español que intentó darle caza. El cónsul de España en Caracas, informado de la salida del Padre de la Patria, trató de que el «África», bergantín perteneciente a la escuadra española de las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se temía, con razón, que la influencia moral del caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los destinos de la revolución y entorpeciera, además, las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de concertar un acuerdo para la solución del conflicto con los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de marzo. El general Benito Monción, jefe militar de la zona, festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte. Manuel Rodríguez Objío consigna en sus «Relaciones», al referirse a este suceso, que el pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de aquel momento mayor confianza en el triunfo de la restauración, porque el arribo del fundador de la República significaba «el primer concurso moral que la patria recibía del extranjero».

En tierra dominicana

Después de más de veinte años de ausencia pisó Duarte, al fin, tierra dominicana. Le tocó, por una nueva burla del destino> desembarcar en las playas del norte del país, lejos de su pueblo nativo, donde estaban la casa de su niñez y el parque mañanero en que distrajo las horas de la Infancia. Pero para su patriotismo sin límites, para su corazón sin estrecheces, todo aquel suelo era igualmente querido. Su emoción subió de punto cuando el 26 de marzo de 1864, un día después de su llegada a Montecristi, emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de los sitios históricos desde donde fueron repelidas las invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta. Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban aún el paso del ejército peninsular en retirada. Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta años parecía el de un sexagenario; pero la vista de aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue así como el mismo día de su partida pudo llegar a uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha. En compañía del general Benito Monción, quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje, visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella, reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios días. Es ésta la primera impresión dolorosa que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril, todavía débil y consumido por la fiebre, sale de Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del gobierno provisional, y tres días después se presenta ante las autoridades revolucionarias en compañía del comandante Oquendo y de los próceres que han compartido su odisea desde territorio venezolano. El repúblico Ulises Espaillat, quien a la sazón reemplazaba a Ramón Mella en la vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras llenas de efusión patriótica.

Duarte reiteró al representante del Gobierno Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo envió desde Guayubín a los directores de la revolución, en la cual expresaba que su regreso al país, después de haber «arrostrado durante veinte años la vida nómada del proscrito», obedecía al propósito de correr «todos los azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la grande obra de la Restauración Dominicana». Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba así los sentimientos del gobierno provisional hacia el recién llegado: «El gobierno provisorio de la República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a continuación de las gestiones realizadas en Caracas para obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos justificativos de la inversión de la suma de mil pesos recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y sugirió que se designase al señor Melitón Valverde como agente diplomático del gobierno de la Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban las autoridades de aquel país con respecto ala causa dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una misión diplomática confidencial ante los gobiernos de varios países sudamericanos. Nueve días después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que se le proveerá rápidamente de las credenciales de rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una nueva travesía en tales condiciones, tendrá que exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos que se pusieran a su disposición para el viático».

En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues, incapacitado física-mente para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece poner a disposición de la persona que en su lugar se designe, todos los informes y recomendaciones susceptibles de facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo que invoca en esa carta, su «falta de salud», lo que late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar por algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días que pisó tierra dominicana, gracias a que «el Señor allanó sus caminos»; y ya se le quiere lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus servicios podrían "ser más útiles fuera del país que en el teatro donde éste está labrando su segunda independencia, a las playas siempre áridas del extrañamiento forzado. Más le valdría caer, como el más oscuro de los soldados, en los campos donde se está rehaciendo la patria. Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo la sombra del pabellón cruzado. Pero el calvario de Duarte no había aún concluido. Dos días después de haber escrito aquella carta llega a sus manos un ejemplar del «Diario de la Marina», periódico que sirve desde La Habana los intereses de la monarquía española. En esta edición del viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no obedecía únicamente al interés explicable de los agentes de la monarquía de introducir la discordia en las filas restauradoras. Mucho había de tendencioso en el artículo del «Diario de la Marina», pero también iba envuelto en el pasquín fabricado en Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno provisional encabezado por Salcedo.

Los jefes de la Restauración, hombres salidos de las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente más heroico que el de la lucha contra Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la República y en cuya fisonomía moral aparecían tan enérgicamente simbolizadas las instituciones. Este prócer, a quien se creyó muerto y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte años la losa del olvido, no sería probablemente un rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo pintaban como un hombre de vocación civil que carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie sabe si el día en que sea una realidad la victoria conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y profética, las multitudes vayan en busca de algún santón civil para confiarle la dirección de la República o se desvíen atemorizadas del señorío militar para echarse en brazos de otro señorío menos temible o menos arbitrario. En el fondo de todas las luchas patrióticas, en el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele haber un sentimiento democrático que sale a flote en el momento oportuno. Cuando se consumó la independencia de 1844, los promotores de ese ideal político, decididamente adversos al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido bárbaro y ferozmente caudillesco en que degeneró con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de la especie difundida por la prensa de la monarquía española. El libelo llenó su alma de amargura, y despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44, cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su primera intención fue rasgar aquel pasquín insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el móvil de las acciones humanas, acertó a palpar desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores.

Sin vacilar un minuto más, tomó una de aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril, esto es, un día después de haber leído el artículo del «Diario de la Marina», dirige a Espaillat una carta en que le participa su nueva decisión de aceptar la misión diplomática que había resuelto confiarle el Gobierno provisorio. Para que no se atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta afirmación categórica: «No tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista logre el objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y aprecio me han dado y están dando el Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es necesario parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos.» Espaillat, vocero del gobierno provisional, se apresura a dirigir al Padre de la Patria, el 22 de abril, una nueva comunicación donde confirma, a vueltas de muchas reticencias y de sospechosas protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino, como temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le informa que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado «redactar los poderes necesarios para que mañana quede usted enteramente despachado y pueda salir el mismo día». La Administración General de Hacienda del Gobierno provisional puso a disposición de Duarte la suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se cotizaba «al veinte por uno», y en el mes de junio siguiente, salió el apóstol, investido con el carácter de Ministro Plenipotenciario, para la República de Haití, desde donde emprendió viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la travesía le acompañó el presentimiento de que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la patria tornara a ser libre, para él permanecería vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya muerto la seguiría amando desde la altura de su iluminación: visionaria.

Ministro Plenipotenciario del Gobierno de la Restauración

El 28 de junio se reunió Duarte en Curazao con el señor Melitón Valverde, investido también con la calidad de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial de la República Dominicana cerca de los gobiernos de Venezuela, Perú y la Nueva Granada. Saint Thomas era entonces punto de escala casi ineludible para los viajeros que retornaban de Europa. y el apóstol consideró necesario dirigirse a aquel puerto con el fin de interesar en sus trabajos revolucionarios a algunos personajes que debían, según sus noticias, detenerse en la isla, antes de continuar viaje al continente. El señor Melitón Valverde, provisto con cartas .de Duarte para el presidente interino de Venezuela, general Desiderio Frias, y para el general Manuel E. Bruzual, se dirigió mientras tanto a Caracas. Pero la situación de Venezuela, donde los golpes de cuartel hacen parte de la actividad casi diaria y donde en el escenario. político cambian continuamente los actores, ha sufrido modificaciones importantes cuando Duarte llega algunas semanas después a la ciudad del Ávila. El general Bruzual, «el soldado sin miedo», ha sido encarcelado, y muchos de los simpatizantes de la causa dominicana han perdido su anterior ascendiente en las esferas oficiales. La torpeza del señor Melitón Valverde, quien ha hecho demasiado públicas sus funciones de agente confidencial, ha contribuido, por su parte, a enrarecer el ambiente favorable que hasta hacía algún tiempo prevalecía hacia los ideales de la Restauración en el gobierno venezolano.

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