Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 6)
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
Se extrae de los nidos de los grifos. Reconforta y da seguridad, le da al que la posee buena memoria, aumenta sus riquezas y le faculta para predecir los acontecimientos si la pone debajo de la lengua. Alfonso X (siglo XIII) es autor de un Lapidario que se basa en una traducción del caldeo al árabe de otro anterior y de este al castellano de la época. En él se exponen las cualidades beneficiosas o perjudiciales que adquieren las 360 piedras por la influencia que ejercen en ellas los signos del zodiaco, los planetas, las constelaciones y la posición de sus estrellas.
De cada una describe el significado del nombre, cualidades físicas, lugares de procedencia, propiedades dañinas o beneficiosas que adquieren bajo la influencia de las estrellas. Dice que la esmeralda pertenece al decimosexto grado del signo Tauro y que cuanto más verde es, mejor. Como virtud destaca que sirve contra todos los tósigos mortales y heridas o mordeduras de bestias venenosas.
Por otro lado, si la traes contigo, protege de la enfermedad que llama demonio. El autor anónimo del Libro de Alejandro, del s. XIII, que cuenta las hazañas de Alejandro de Macedonia, al describir Babilonia y las riquezas de la ciudad dice: "La esmeralda verde allí suele haber más clara que un espejo en donde puede ver."
Gaspar de Morales (siglo XVI), boticario, filósofo y astrólogo, describe las principales virtudes curativas de las piedras, relacionándolas con las estrellas y planetas con el fin de combatir las enfermedades. Recoge lo que han dicho los escritores anteriores y aporta novedades: no hay color más apacible a la vista, se pueden ver imágenes como en un espejo como hacia Nerón para ver las batallas de los gladiadores. Llevándola encima no consiente la unión carnal ya que se rompe, y afirma en boca de Alberto Magno que llevándola el Rey de Hungría en un anillo al realizar el acto sexual con su mujer se hizo pedazos. Hace castos a los que la traen consigo, da buena memoria, acrecienta las riquezas y ahuyenta la tempestad.
Sirve contra las artes mágicas, contra las fiebres podridas, los venenos y contra las pasiones del corazón. También lucha contra la epilepsia hasta romperse y por eso se les ponía a los hijos de los Reyes al nacer una al cuello.
Herodoto cuenta que los arimaspos pelean con los grifos porque estos tienen en su nido una esmeralda. Está sujeta al signo de Sagitario y es de la naturaleza de Venus y Mercurio y por influjo celeste adquirió las virtudes que tiene.
Es la piedra preciosa predilecta de los amantes zodiacales nacidos con el signo Tauro. Su nombre proviene del latín smaragdus y fue la piedra predilecta del emperador Nerón, el cual la mostraba en público con frecuencia, como se puede apreciar en el largo metraje Quo Vadis; los romanos además la dedicaron al dios Mercurio.
Los brahmanes la utilizaban para decorar la estatua de Karma (dios del amor).
Es de conocida por el pueblo persa, como el corazón del guerrero, en el sentido: de llevar al máximo sacrificio con valentía.
En Asia se creía que las esmeraldas eran los ojos de los dragones, que habitaban las altas montañas. Los egipcios también la utilizaron para tallar la figura de dioses, como la de Serapis (dios del más allá) y la tenía consagrada a Isis.
En la actualidad la esmeralda se incluye dentro del grupo del berilo.
Es un silicato de aluminio y berilio de color verde oscuro o verde hierba cuya sustancia colorante es el cromo. Forma cristales hexagonales pequeños, tiene brillo vítreo y una dureza de 7,5 a 8 en la escala de Mohs. Es la tercera piedra más preciosa, tras el diamante y el rubí.
Suele tener unas impurezas que los joyeros llaman escarcha, con lo cual se pueden diferenciar de las sintéticas.
Las primeras esmeraldas sintéticas se fabrican en Europa en 1850. La esmeralda 10 cm. de altura y es de 2.680 quilates. A la unidad de medida de la masa, en las piedras preciosas se la denomina quilate: es el equivalente en peso a 0,2 grs. Las esmeraldas tienen poderes especiales: es muy utilizada en las secciones de magia, donde refleja al vidente los pensamientos del utilizado; es benefactora de las personas cabales que la posean y luzcan, sin embargo perjudica gravemente a los que no lo sean y se asegura que los poderosos magos, son los únicos mortales, capaces de dominar sus influjos y sacarles los excelentes dones y protección de que están dotadas estas gemas.
En su luminosidad son contados los que encuentran los caminos de la vida astral, la observación del mundo oscuro del más allá, descifrando los misterios de otros mundos, incluso de los extraterrestres, sin dejar de vivir en el presente.
-Si se chupan, a forma de caramelo: hace olvidar los momentos difíciles y ahuyenta los espíritus que entran por la boca y si la sitúas bajo la lengua concede la videncia. -En los enlaces amorosas, se rompe si alguna de las partes no es sincera, ante la falsa amistad se torna opaca y favorece las uniones y relaciones dignas entre las personas. -Colgada del cuello protege de los naufragios; llevándola como anillo protege al individuo, favorece el raciocinio, los buenos negocios y si la llevamos del cuello se constituye en un excelente remedio contra los ataques epilépticos y cualquier fiebre. -En el mundo islámico, se la considera eficaz protectora de los ojos que reciban imágenes a través de ella, devolviendo la ilusión sobre las cosas, mostrándolas reales en todos sus aspectos: favorece la felicidad, la calma espiritual y la ilusión por vivir. -Cuando son muy puras y transparentes: favorece la circulación linfática, la venosa de retorno, tonifica el corazón, evita las taquicardias, los cálculos de riñón, de la vesícula biliar, favorece la mixtión de la vejiga y del intestino, evita la disentería, los excesos nerviosos, los decaimientos energéticos y debería ir instalada en el Timo.
Otras piedras preciosas ejercen como potencializadores, reguladores o moderadores de los efectos intrínsecos de las esmeraldas, dependiendo de su grado de pureza. Sin lugar a dudas es una magnifica gema para quedar bien en cualquier compromiso, llevando en sí misma un excelente mensaje de simpatía, afecto, consideración, etc". Teuso, antes de partir de aquel lugar -que parecía sagrado-: hizo una genuflexión; al tiempo que daba las gracias de viva voz y en su lengua chibcha, hacia cualquier ente o dios que pudiese estar observándole. Volvió a subir el pequeño terraplén que le separaba de la grieta y casi a tientas se fue deslizando por los dientes de sierra que formaban sus paredes laterales hasta que llegó al fuego semi apagado que había dejado en su pleno apogeo algún tiempo atrás. Descansó unos momentos frente al fuego, que atizó y avivó con esmero y no quiso sacar las piedras para observarlas, hasta no haberlas sumergido largo rato en el arroyo y limpiarlas de cualquier maleficio que pudieran llevar consigo y especialmente de los restos que pudiera tener de aquel líquido cenagoso y pestilente.
Sacó el otro pez que le quedaba y volvió a ensartarlo, en la misma varilla que había utilizado para el primero y lo colocó en similares condicionamientos hasta que consideró que estaba bien asado. Cuando lo consumió completamente, se asomó hacia la estancia por donde había dejado el primer fuego encendido y no apreció ninguna luz, ni tan siquiera la que podría entrar desde el exterior por la chimenea vertical que le había servido, con la cuerda para entrar en aquellas oquedades. Seguramente sería de noche, -pensó con acierto- y entonces tomó la determinación de quedarse a dormir allí mismo cerca del fuego, pues si bajaba a la otra estancia, podría toparse de nuevo con la serpiente cascabel y era posible que no tuviese la misma suerte que en la primera ocasión, cuando la vio a su llegada. Lo más prudente era permanecer allí mismo hasta el amanecer y, cuando hubiese dormido un poco, trataría de salir de allí para ponerse en camino hacia la aldea de Guatavita, donde le esperaban los ojos luminosos y la figura radiante de Iruya.
CAPÍTULO X.
Humazga cerca de la charca
Fácilmente pudo apreciar Humazga -por haberle sorprendido la noche anterior llegando a las inmediaciones del río Bogotá en compañía de su amigo de la juventud Tursu- que había sido una magnifica idea la de su padre: aconsejándole que debía emprender el viaje acompañado por su amigo, quien además de ayudarle en todo aquello que fuese necesario, su compañía le podría resultar inestimable y efectivamente había tenido razón en todo.
Él se sentía mucho más cómodo y gozaba de mucha más libertad de movimientos; pero lo fundamental de ir acompañado, era: que en todo momento se sentía firme como una roca, no habiéndole asaltado nunca más los deseos de pasar totalmente desapercibido en los terrenos por los circulaban. Siempre había considerado mucho más peligrosa la noche que el día y, sobre todo, porque los animales depredadores acechan con gran ventaja por la noche que es cuando ellos salen para hacer sus cacerías normalmente…
Ante tales circunstancia, siempre se vio obligado a desenrollar su chinchorro al atardecer, buscando cobijo con bastante tiempo al caer de la tarde, pero en esta ocasión, por ir acompañado de Tursu, podrían incluso viajar por la noche, si la ocasión se les presentaba propicia o la premura del tiempo lo aconsejaba. En realidad su amigo le había dado mucha más seguridad, desenfado y fortaleza en sus determinaciones. Ya llevaban andando casi cinco horas y con buen paso, cuando llegaron a los alrededores de un arroyo y atisbaron un par de árboles a los que fácilmente podrían atar los extremos de sus chinchorros, por lo que a Humazga le pareció una buena idea: hacer un alto más prolongado, que de costumbre, en aquel lugar, pues él se sentía algo cansado, dándose las circunstancias concretas, de que no había dormido bien en las tres últimas noches y necesitaba a todas luces de echarse una reparadora y beneficiosa siesta. Con tales intenciones, dio las oportunas ordenes a su amigo y acompañante para que se ocupase de todo lo necesario, con respecto a colgar los chinchorros y tratar de pescar o cazar algo por los alrededores, mientras él dormía un poco, que tan necesario se le hacía; y, sin esperar más tiempo se introdujo dentro del primero que colgó Tursu, colgando de su cabecera el zurrón, donde aún llevaba parte de sus enseres y algunas viandas que le preparó su madre antes de su partida. No habría pasado ni una hora, cuando ruidos inconfundibles y extraños, se dejaban oír ante el silencio de la noche. Eran una manada de jabalíes.
Ellos sabía apreciar e interpretar esos ruidos de los diferentes animales que transitaban por los alrededores; muchos de ellos encaminaron sus pasos -siempre con un estado precaución indescriptible- hacia la hondonada de agua que formaba el arroyo en aquél recodo de su curso, con los ánimos de satisfacer su sed.
Algunos de ellos iban acompañados de sus parejas o clanes -para con ello sentirse más arropados y protegidos- y, poco tardaban en desaparecer por otro extremo, casi siempre diferente al de por dónde habían llegado-.
Si hubiese acompañado algo de luz natural, seguramente: habrían tenido la oportunidad de cazar algunos de aquellos inteligentes animales; pero es muy raro cazarlos de día, a no ser al rececho y sabiendo los pasos que ellos frecuentan, siendo de día. Posteriormente sólo un par de grandes felinos: se acercaron a beber y se mantuvieron olismeando por los entornos del agua, como captando pistas o rastros que le marcasen el camino, para seguir a los jabalíes. Sin lugar a dudas, aquellos rastros que tomaron con tanto interés los felinos les dieron sus buenos resultados para los propósitos de sus cacerías, pues al poco rato de desaparecer de aquel lugar se oyeron aullidos y griteríos no muy lejanos que anunciaban, en un gran diámetro, la desgracia que había caído, sobre algún mono de la vecindad, pues no parecían provenientes de los jabalíes; algo más lejos los graznidos desasosegados de una gran ave, seguro una gallinácea, enturbiaba los ruidos habituales de la noche en la selva.
Ya, bastante avanzada la noche, y cuando estaba a punto de vencerle el sueño, Tursu se sobresaltó y avispó como una centella al sentir muy cerca de su habitáculo otros gruñidos de varios jabalíes, que inculcándolo todo el terreno, habían apreciado el lugar por donde él y Humazga se encontraban imbuidos en sus hamacas, llamándoles la atención, con toda desfachatez y carencia total de miedos hacia sus personas; no podían alcanzarle fácilmente, ni tampoco se sentía en peligro ante su presencia y aunque Humazga, no llegó a despertarse con los ruidos; él prefería quedarse sólo y proseguir con la posibilidad de enganchar su sueño reparador, para encontrarse al día venidero en perfectas condiciones físicas y reparadoras pues adivinaba que sería una larga jornada la que estaba en puertas. Para ahuyentarlos, Tursu fue desatando con mucha lentitud su zurrón de la rama donde lo tenía atado y lo fue dejando caer muy lentamente hasta llegar al suelo; cuando algunos de los jabalíes -el macho dominante y algunos de sus secuaces- se fueron acercando con total desconfianza para olismear el zurrón, éste dio un tirón en seco hacia arriba del mismo y lo soltó de golpe, lo que provocó la espantada total de todos los miembros de jabalíes, que escaparon como alma que lleva el diablo. El resto de la noche fue apacible y pudo conciliar el sueño por varias horas: hasta que el trino de algunos pajarillos mañaneros le trajo de nuevo a la realidad donde estaban. Lo primero que hicieron al bajar de sus respectivos chinchorros, fue: darse un espléndido baño que les puso en remojo hasta las ideas más absurdas.
Contemplaron el cielo que en esos momentos de la recién nacida mañana estaba completamente embargado de nimbos, que auguraban un día magnifico, tan pronto como el sol impusiese sus rayos de avanzada.
Buscaron por los alrededores algún árbol frutal que le brindase un buen desayuno. No lejos de la vertiente izquierda del arroyo, Tursu encontró un buen guayabanábano del que arrancó una magnifica pieza que ya estaba empezando a madurar a un tono verde pálido y tenía algunos picotazos dados por expertos pajarillos vecinos, quizás algún mamífero -antes que él-: quiso dar buena cuenta de aquella pieza frutal, pero debido a su ubicación no le fue posible alcanzarla, por las dificultades que ello presentaba.
Allí quedaban huellas gravadas de los esfuerzos que habría hecho -en pocas fechas anteriores- seguramente, algún mono de anteojos.
Lo repartió con Humazga y entre ambos dieron buena cuenta de aquel fruto, que debía pesar por los menos cuatro o cinco libras.
El apetitoso manjar les supo a poco, por lo que Tursu quiso buscar otro fruto parecido al primero, pero Humazga no se lo permitió, argumentando que tenían que ponerse en marcha; por el camino fueron lanzando, en distintas direcciones del camino, las pipas negras que con cada mordisco les entraban en su boca envuelta en su propia pulpa, pero muchas de ellas el príncipe Humazga, las tragaba, sin llegar a masticarlas -el decía a Tursu: que eran muy buenas para una buena digestión y yo creo que en parte debía tener razón, ya que, no mostraba, ningunos síntomas de estreñimiento. Posteriormente, se volvieron a dar un buen baño y concienzudamente se lavaron bien las manos azucaradas y pegajosas.
Aderezaron sus pertenencias: haciendo pequeños hatos y emprendieron la marcha con buen paso y firmemente resueltos a llegar en esta jornada a las minas de sal gema de Zipaquirá, antes de que llegase la noche.
Humazga había oído hablar a su abuelo en varias ocasiones de lo indómito que eran los aborígenes muiscas y aguerridos guerreros, que tomaban el nombre de la montaña vecina Chicaquicha y, que se defendían de los intrusos con orgullo, por ser una heredad de sus ancestros. La pequeña aldea estaba situada en las faldas de la montaña por encima de la mina que ahora cambió de nombre.
Por toda aquella zona había una serie de caminos y veredas que todas confluían al pié de la bocana de la mina de sal gema o en la plaza de la población compuesta entonces por una treintena de cabañas en círculo.
Muchos pequeños arroyos y lagos favorecían el intercambio comercial de la sal en toda la comarca, no sólo entre los muiscas, sino que era un intercambio constante con otros de la cordillera: los tolimas, los muzos, los panches, etc., tenían establecido entre sí un intercambio comercial, basado fundamentalmente en la sal, especialmente necesaria para la conservación de las carnes y pescados.
A medida que Humazga y Tursu avanzaban, no era raro que se cruzasen con algún comerciante, de los dedicados al negocio de la sal, que casi todos iban con algún bulto a cuesta y con el semblante de ir muy cansados por usar sus propios cuerpos, como medio de transporte del preciado mineral; el objetivo de estos nativos cundinamurguenses -hoy cundinamarquenses- que habían dedicado sus vidas a intercambiarla la sal gema por metales precios, cerámicas o tejidos de calidad por toda la cordillera oriental de los Andes, constituía su forma de ganarse el sustento. Se comentaba por toda la sabana y pequeños valles de la cordillera oriental andina, que estos porteadores diligentes: tenían muy bien aprendido y contaban con muy buenas disposiciones personales para los trueques en su comercio y todos eran diligentes y avispados cumpliendo con sus palabras y encargos fielmente. Chibchacum era su semidiós protector -personaje imaginario que les adiestraba y protegía en todos los emprendimientos comerciales-, que se extendían por casi todo el territorio de la actual Colombia, Ecuador y parte del norte peruano, a pesar de no conocer el empleo de la rueda, o de animales domésticos -adiestrados para el transporte- ni, usar las monedas como representación de sus transacciones comerciales.
A muchos de estos comerciantes o traficantes del preciado mineral les solicitó información Humazga -siempre enfocada a obtener algún artículo especial que fuese valioso y único- al objeto de llevarlo como presente a Menquetá para la conquista de la mano de su hija. La mayoría de los porteadores, que encontraba por el camino, le hablaban de un gran pez tallado en sal gema, que estaba a la vista-a la entrada de la bocana principal- de todos los mineros dedicados a la extracción de sal gema.
Muchos aseguraban que aquella figura la había esculpido el propio Chibchacum cuando visitó mucho tiempo atrás al cacique bisabuelo de Menquetá para mostrarle la existencia del yacimiento de sal, donde el pueblo muisca podría desarrollar su mejor forma de vida para transitar por los difíciles tiempos venideros. A lo largo del camino por el que transitaba había observado establecimientos que ponían al servicio de los caminantes, atenciones especiales, a modo de posadas, donde podían reparar fuerzas, atendiendo a sus necesidades alimenticias o de alojamiento. Se vio tentado de entrar en una de aquellas cabañas, pero su timidez se lo impidió, por lo que, ni siquiera lo comunicó con su amigo Tursu, -al considerar que eran lugares desconocidos, donde estaba completamente seguro que se sentirían desplazados-; argumentándose internamente que no conseguiría nada positivo, ni beneficioso si entraban.
Procuraba no llamar la atención de aquellos que empezaban a aparecer, como deambulando tras de sus quehaceres cotidianos.
No quiso parar para comer algo o probar bocado -en todo este tiempo, desde que salieron del arroyo donde habían pernoctado- pero ya les aparecían los síntomas de protesta de sus respectivos estómagos -reclamando el sustento necesario para abastecer sus máquinas-, y entonces comunicó a Tursu, que: fuese con el ojo a visor para buscar, hasta encontrar, algún recodo apartado, donde echar mano a las viandas que llevaba en el zurrón y poder dar buena cuenta de ellas con toda tranquilidad y al abrigo de miradas extrañas; a ser posible a la sombra de algún frondoso árbol. A la derecha del camino que llevaban se desviaba casi perpendicularmente una vereda apenas transitada, como se podía ver, por lo escaqueada que estaba; ésta, se ocultaba entre los yerbajos, que poblaban, las huellas dejadas por los escasos viandantes que la habrían transitado; allí se encontraba -casi en la orilla derecha- un robusto y frondoso almendro que les brindaba buena acogida para la copiosa merienda-cena que ellos necesitaban e ideaban.
No lo dudaron un momento y hacia allí se dirigieron con paso firme y resuelto a satisfacer sus entrañables deseos.
Cada cual buscó una piedra de tamaño mediano, casi de forma cúbica y, la puso donde daba la sombra, para sentarse sobre ella.
Seguidamente dieron buena cuenta de gran parte de cuanto llevaban en sus respectivos zurrones y de la chicha que les quedaba guardado en los cuernos de vacuno. Reposaron un largo rato después de haber comido copiosamente y lógicamente les embargó la soñarrera que siempre llega en las pesadas digestiones -cuando se tiene la mente libre de preocupaciones-. Se quedaron dormidos rápidamente y a los pocos instantes ambos resoplaban como si de un par de búfalos se tratase, ahuyentando a cualquier ser viviente que osare acercárseles. En esta ocasión: era una de ellas, en las que más se parecían a fieras domesticadas, afectadas por la siesta tras una fructífera cacería y que acabasen de dar buena cuenta de su víctima. Cuando despertaron, ya habían pasado más de tres horas y el sol se estaba poniendo en el horizonte, tras las estribaciones de las montañas andinas occidentales en la lejanía de su horizonte. Se enfadó mucho Humazga, consigo mismo, al comprobar lo tarde que se les había hecho, por culpa de su desenfadada siesta, pero no fue complaciente, ni con él ni con Tursu y, rápidamente se pusieron en camino nuevamente, para aprovechar el escaso tiempo que les quedaba de luz, para tener más cerca su meta final y quizás encontrarían alguna buena acogida, más cerca de la mina; sobre todo lo que trataba de conseguir, era: no estar expuesto otra noche más a cielo abierto a las inclemencias que pudieran presentársele en las noches selváticas y frías.
Aligeraron el paso cuanto pudieron, sin llegar a pasar de ser una caminata rápida y agrandaban las zancadas cuanto podían, en cada paso que daban.
Poco a poco, se acercaban a las inmediaciones de una población que desconocían y que posteriormente resultó ser la actual Sopó, cuyas hogueras – de hasta tres y ubicadas en distintos puntos de la plaza central- daban colorido y señales de vida humana en sus entrecortados resplandores. Se fueron acercando lentamente hacia aquél grupo de cabañas circulares con techumbres de juncos y aneas, hasta que al husmear su presencia varios perros, comenzaron a ladrar con vehemencia, para dar cuenta a los pobladores que algunos extraños se acercaban y deberían estar prevenidos. Efectivamente, los ladridos dieron rápidamente cuenta, de que algo anormal ocurría, de la efectividad de los perros y los resultados obtenidos, como avisadores o exploradores de lo imprevisto; anormalidades que se daban de tarde en tarde, dentro de la cotidiana marcha apacible, que siempre reinaba en aquella aldea. Cuando esto ocurrió: el príncipe y Tursu, se pararon en seco, cuya actitud fue suficiente para que los perros -sin dejar de ladrar, no tuviesen la suficiente confianza en sí mismo, como para acercársele más allá de cierta distancia-; algunos pobladores se les fueron acercando casi rodeándoles y antes de que éstos llegasen a su altura o se parasen, Humazga los saludó en la distancia alzando el brazo derecho y con buen timbre de voz se expresó anticipadamente de esta manera: yo soy el príncipe Humazga, hijo del Cacique Soacha de Sesquilé y este es mi amigo y acompañante Tursu, nos dirigimos a las minas de sal de Zipaquirá para cumplir una misión y, desearíamos: nos permitieseis descansar entre vosotros esta noche. Los nativos -miembros destacados de aquella pequeña aldea, perteneciente a la demarcación del cacique de Zipaquirá- les dieron la bienvenida y se esmeraron en alojarlos y agasajarlos lo mejor posible, al tratándose de unos visitantes ilustres del poblado casi vecino del sureste. Era costumbre general, dar buena acogida a los muiscas que llegaban con buena voluntad; de cualquier forma éstos eran de la misma etnia y siempre informaban de las actividades que se desarrollaban por otras zonas y de las evoluciones que sufrían los habitantes en otras comarcas. Estos muiscas o chibchas de Sopó, estaban muy bien documentados e informados de este tipo de emprendimientos, por estar ellos situados en los alrededores de un gran entorno comercial, como eran las minas de sal y todos los que se dedicaban a este menester, sabían de las últimas novedades que ocurrían o que, estaban en marcha en las aldeas vecinas. De esta misma aldea había tres individuos que se dedicaban al transporte y distribución de la sal por toda la comarca.
Eran ellos los que transmitían todas las noticias cuando se desplazaban por otras comarcas, que captaban y almacenaban durante el periodo de sus faenas. Se adentraron en una de las cabañas de uso común, que los sopo censes tenían para el uso de sus reuniones o cómo en este caso, para recibir cualquier visita extraña. Cuando Humazga les hizo partícipe de la misión que llevaban, ellos ya sabían someramente del acuerdo al que habían llegado los tres caciques en Guatavita-padres de los interesados y, del el hecho que tenían que llevar a cabo, Teuso y Humazga, para conseguir la mano de Iruya-, pues ese tipo de información, no corre, sino que vuela y, sin lugar a ningunas dudas, era una noticia que llamaba la atención de todos los nativos de la zona, que además, era una de las mejor comunicadas, por el comercio de la sal y los puntos de reunión que se daban con mucha frecuencia -a especie de ferias locales- donde se hacían transacciones, además de ser el sitio ideal para cualquier tipo de comentarios de este tipo. Seguidamente dos lindas chicas, les sirvieron chicha y unos trozos de liebre asada en sendas vasijas de cerámica, que los presentes se fueron distribuyendo en la medida que les guiaba sus apetencias.
Una de las jovencitas se quedó abstraída por unos de los visitantes y se le notaba la atracción que sentía por Tursu, hasta el punto de llegar a sonrojarlo.
Humazga, cuando se percató de ello, miró varias veces a su amigo, con la intención de intimidarlo, con objeto de que no fuese a cometer errores, que después lamentarían ambos; sin duda, la chiquilla buscaba un gran compañero sexual que cubriese todas sus apetencias y éste tenía todas la apariencias de ser un elemento ideal para ella, fogoso y sin duda, excelente protector ante cualquier peligro. Cuando terminaron la comida, la chicha y menguó la charla; los consejos, opiniones y relatos que cada uno expresaba, el que parecía ser el jefe de aquel clan, les indicó a nuestros personajes que allí mismo podría montar su hamaca para descansar plácidamente.
Todos se retiraron del recinto para seguir camino de sus aposentos y sólo quedaron merodeando a la entrada de la choza tres o cuatro perros, que también habían admitido a los visitantes y ya, no les hacían ningunas hostilidades.
Hasta en dos ocasiones Humazga pudo apreciar las idas y venidas que la jovencita que les sirvió la chicha en un cuenco, ella se cruzó por la abertura de la puerta con marco de bambú -aún sin cerrar, debido al buen clima que estaba haciendo-, como buscando la figura de Tursu; pero él aunque tenía buena disposición para haberla satisfecho, no quiso comprometerse con aquella gente que tan bien le habían acogido y para lo cual no contaría con la aprobación de su príncipe.
Fue juicioso no prestándole atención -hasta el extremo que ella se sentía ofendida- y, descaradamente se le acercó a la entrada de la choza para preguntarle a ambos -muy sonriente en su propia lengua chibcha-, si necesitaban algo, añadiendo que debían sentirse como en su propia casa. A lo que Humazga, anticipándose a su amigo, contestó con una larga sonrisa y argumentando su agradecimiento por todo; manifestándole que no necesitaban nada; estaban ambos muy cansados del viaje y deseaban dormir a pierna suelta. Ella, desairada: se ruborizó, frunció el ceño y rápidamente se marchó. El cerró la puerta de paja y aneas -hecha sobre un bastidor de guadua- y, poniendo un pequeño taburete de madera tras la puerta, como precaución de que fuese abierta imprevistamente por el viento o algún animal; se encaramó al chinchorro que ya tenía montado entre la viga central y una lateral de aquel habitáculo.
Tursu, no quiso articular palabra al respecto, pero su príncipe, le advirtió, esta vez con palabras claras, pero como un susurro: amigo mío, no debes comprometer tu persona con esa chica, porque nos traería posiblemente muchos problemas y seguro que mi padre no lo aprobaría con agrado; si después de esta visita, quieres tratar a esa chica más de cerca, incluso yacer con ella o tomarla como compañera, yo mismo te ayudaré, para que todo te sea fácil; pero ahora tenemos un gran compromiso de quedar bien con estas personas, que también nos han acogido. Dicho esto, ambos durmieron profundamente -o como se dice en mi pueblo: a pierna suelta- pues estaban bastante cansados de la caminata.
A pesar de ello, Tursu, hasta que consiguió conciliar el sueño, no dejó de pensar en la moza y hasta llegó a eyacular involuntariamente; también él estaba necesitado de sexo y el efecto que le causó la chicha que había tomado con la comida, también lo calentó y lo puso con mucha apetencia sexual. A la mañana siguiente les despertaron los ruidos que hacían los nativos preparando sus enseres y aperos para ir a las parcelas que tenía sembradas de maíz y papas -éstos eran los que siempre se levantaban con la luz del alba-.
Ya habían descolgado su hamaca y recogido todos sus enseres y, cuando se disponían a partir de nuevo; antes de iniciar su marcha, se presentaron los que parecían ser los jefes del clan -formado por los miembros de tres familias diferentes- éstos les propusieron, que se pasase de nuevo por la aldea, cuando viniese de vuelta de las minas de sal y les dijeron que uno de los jóvenes del poblado también se encaminaba, aquella misma mañana, hacia las cuevas de sal para recoger unas porciones de sal, que debía transportar la zona del sur, donde tenía clientes esperándolas. Consintió Humazga en continuar el camino de buen agrado, acompañado del mozo que les indicabas sus anfitriones -llamado Lenco- y los tres, después de tomar unos cuencos de panela que bebieron rápidamente, -símil de desayuno- emprendieron la marcha hacia la minas de sal gema de Zipaquirá. Al cabo de un buen rato de ir caminando -uno tras los otros: yendo Tursu el último, Humazga en medio y Lenco, como guía, más conocedor del camino- sin que hubiesen hablado ninguno de los tres, pues la timidez les atenazaba y no encontraban el momento adecuado para iniciar una pequeña conversación. Fue nuestro príncipe Humazga quien rompió las distancias del diálogo y se aventuró a dirigirle algunas preguntas relativas al lugar donde se dirigían: ¿habrá mucha gente sacando sal de las minas..?. Lenco -le contestó- con voz entrecortada, por la sorpresa con que le cogió en esos momentos, cuando él iba repasando de memoria los lugares por donde habría de llevar la sal para tener más éxito en su intercambio o venta y cuáles eran los que más pronto habrían consumido la remesa anterior. Sí, creo que habrá mucha gente sacando sal, -le contestó-: pues ahora hace buen tiempo para repartirla por los lugares más alejados, está haciendo buen tiempo en estos días y los caminos no están embarrados. Pasaron varios minutos sin volver a dirigirse la palabra -realmente estaban muy distanciados y recelosos le uno, de los otros-.
Atravesaron una hondonada que les ponía en las bifurcaciones de dos caminos: uno, que yendo a la derecha, doblaba por el borde noroeste de la cordillera adentrándose hacia Gachancipá y Sesquilé -dándose cuenta ahora nuestro príncipe Humazga que podía haber venido por ese camino desde su poblado- el mismo que venía de la parte noroccidental, subiendo el curso de los humedales de Tabio y Cajica; y el otro camino, era el más apropiado, que deberían continuar, para llegar a los yacimientos de sal gema.
En el cruce los caminos, hicieron un alto para tomar un refrigerio, que ya los llevaría, con fuerzas directamente a las minas de sal.
Los tres sacaron de sus respectivos hatillos, algo de comida, consistente: en carne de venado seca y unas arepas, que compartieron fraternalmente, al tiempo que empezaron a comentarse, algunos temas de las poblaciones de donde procedían; algunas de sus costumbres y celebraciones de sus muy diversas festividades, donde se galanteaban a las chicas de los poblados con mayor libertad.
Mientras daban buena cuenta de sus viandas, varios porteadores se cruzaron con ellos y saludaron al azar, pero especialmente al tal Lenco -al que conocían desde hacía años por sus trabajos de porteadores comunes en el negocio de sal gema-. Los otros seguían su camino, aunque un poco más allá -de donde ellos estaban parados- se descargaron de sus pesadas talegas y tomaban las posturas más cómodas para descansar por breve tiempo, unos sentados en alguna piedra, otros tumbados, a todo lo largo del camino, con sus maltrechos cuerpos.
Ya estaban bastante cerca de las minas, pues les decía Lenco a Humazga y a Tursu: que se encontraban a unas dos leguas de su destino final.
El camino proseguía directo hacia Zipaquirá, a donde llegaría bastante avanzada la tarde, pero como de costumbre podrían quedarse dentro de la mina y no a la intemperie; pues en bastantes ocasiones la humedad del terreno y la altitud hacía que las noches fuesen bastante frescas. Acercándose a las inmediaciones de Zipaquirá siguieron el curso ascendente del actual río Bogotá, que prosiguió adentrándose hacia la derecha y continuaron por su confluente que provenía de las inmediaciones de Cogua y Pacho, casi hasta su nacimiento en las estribaciones de la Cordillera Oriental Andina. Algunas cabañas situadas en el llano conformaban la aldea de lo que después se denominaría Zipaquirá, -con la agrupación de otras aldeas de la zona, organizadas por el conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada, sobre 1.537-.
CAPÍTULO XI.
Llegan a las minas de Zipaquirá
Después de subir una ladera, enteramente poblada de eucaliptus y de unas gramíneas que ocupaban todo la extensión del suelo, el sendero se adentraba por una enorme bocana, casi de forma circular, que estaba alumbrada escalonadamente por antorchas de resinas de los palmerales de cera, que también abundaban allí. En la entrada estaban situados varios aborígenes ocupando unos bancos hechos con troncos cilíndricos de palmera de cera y que al parecer contabilizaban las cantidades de sal gema, que salía del interior. Este hecho extraño a Humazga, pero rápidamente su acompañante le tranquilizó, asegurándole, que esto era debido, a que desde hacía algún tiempo existía un tributo que cada minero debía aportar para el Cacique -dueño y señor de las minas de sal gema-; aunque él no debía preocuparse por eso, pues él le sacaría la sal que necesitase, sin tener que pagar ningún tributo.
Al poco de penetrar por la galería, ésta se bifurcaba en otras más angostas que aparecían menos iluminadas, pues las antorchas se iban situando casi al doble de distancia que las de la entrada. Había sectores por donde pasaban en los que estaban atareados algunos mineros en las extracciones de sal; la cual iban depositando en una especie de talegas -confeccionadas con similares tejidos al de las ropas de diversos coloridos que vestían- y al terminar de llenarlas: ataban con una cinta que ensartaban por unos ojales -previamente dispuestos en el borde superior- con la cual quedaban perfectamente cerrados y con ello evitar posibles pérdidas de su contenido.
Ya habrían andado como una media legua por el interior de la mina, cuando Lenco, se paró y dirigiéndose a Humazga, le dijo: -indicándole con la mano diestra, un enclave perfecto, como a una altura de dos varas del suelo-; este es un lugar propicio para sacar la sal que tú y yo necesitamos. Bien le dijo Humazga, yo sólo necesito poca cantidad, lo justo para hacer una ofrenda y ganarme los encantos y el beneplácito del padre de Iruya, la hija de mi vecino el cacique Menquetá. Ya se había hecho bastante tarde y dispusieron no empezar ninguna tarea hasta la mañana siguiente, cuando además hubiesen descansado del largo camino, aunque no estaban muy cansados la ocasión tampoco se hacía muy propicia para iniciar el arranque de la tarea que tendrían que dejar empezada al cabo de algún rato, para dormir. Por todo ello, de común acuerdo, dispusieron dejarlo definitivamente para la mañana siguiente como habían pensado momentos antes y avanzar un poco más en la galería donde estaban situados, por ver si encontraban algún lugar más del agrado de ambos para hacer las extracciones al día siguiente. Al poco de avanzar por la galería, se encontraron con dos hermanos bien conocidos de Lenco que también estaban preparando su porte de sal para salir de madrugada, aprovechando las claras del día y la mejor temperatura para emprender el largo camino que les esperaba andar, pues tenían proyectado encaminarse hacia la región del Quindío, que distaba bastantes leguas y se hacía bastante penoso el camino. Charlaron un poco e incluso compartieron esa noche una frugal comida a especie de cena y parte de las provisiones de chicha que a Humazga y a Tursu les quedaba en uno de los cuernos que utilizaban. Uno de los hermanos -el más joven llamado Quimpa- tenía cierta habilidad y experiencia en la talla de figuritas, bien con madera y también lo hacía con cierta frecuencia con sal gema. -Quimpa puede hacerte una figurita en sal-, dijo Lenco a Humazga: ¡así podrías llevarles una buena figurita que obsequiar a Iruya y ganarte todos los parabienes de los caciques! Hizo este comentario en presencia de los dos hermanos, como para captar la atención de ambos e iniciar un futuro compromiso con ellos, especialmente en Quimpa, aunque el otro -que a la sazón se llamaba Perco- era el obstáculo a salvar, en el supuesto caso, de determinar la ejecución del objeto; pues parecía, que era éste: quien ejercía una autoridad imperativa sobre su hermano, quizás por ser un poco más mayor. Quimpa estuvo de acuerdo, siempre y cuando, le proporcionase una buena pieza de sal donde poder esculpir alguna figurita de algún animal o incluso le dijo la cara de una mujer, que pudiera parecerse en algunas de las facciones a la princesa.
El hermano de Quimpa, puso algunas objeciones, aunque no muy contundentes; solamente manifestaba, que en el caso de: no fuese del agrado de los caciques, no le echarían las culpas a su hermano, por el objeto tallado.
Además deberían tener mucho cuidado con el objeto, ya que se rompería en miles de cristales al más mínimo golpe que recibiese.
Acordaron finalmente esparcirse por la mina, hasta conseguir entre todos el mejor trozo de sal, para extraerlo y, así, poder elegir el adecuado para llevar a cabo -en el mejor- donde llevar la escultura de la figura a tallar, en la que emplearía Quimpa todo su saber y el día siguiente, como poco; pues habría de llevarse a cabo sin demora, ya que todos tenían prisas por iniciar sus respectivos recorridos. También acordaron -en compensación al tiempo invertido por Quimpa en la confección de la figura a tallar-: que Humazga y Tursu se dedicase al mismo tiempo a extraer sal en beneficio del tallista, lo cual les pareció bien a todos. Finalmente Quimpa, hizo prevalecer su idea de esculpir la figura de la diosa Bachué, tal cómo él la había visto años atrás en un sueño de su juventud.
Los cinco se dedicaron a tratar de encontrar la base en bruto donde sería tallada la figura y no tardaron mucho tiempo en encontrar un saliente, que a media altura hacía uno de los laterales de la galería y que sin mayores dificultades, se podría extraer un buen trozo de sal gema. A punta de cincel y maza -con sumo cuidado consiguieron seccionar el gran terrón de sal apropiado-, que resultó ser como del tamaño de una cabeza humana, casi redonda como una esfera; tenía gran parte de su superficie -aproximadamente 2/5 partes- mucho más desgastadas o alisadas que el resto de su superficie; debido a que era la parte que había estado expuesta a la contaminación y al aire circulante de la galería. Efectivamente, una vez extraído el gran terrón de sal gema de su lugar primitivo; Quimpa lo metió dentro una de las sacas o talegas que utilizaba para el transporte del mineral, en su distribución por la región y echándoselo a las espaldas, provisto de su cincel, su maza y provisto de buen ánimo, se dirigió a los aledaños de la entrada de la mina, donde estaría mucho más cómodo y disfrutaría de mucha más luz para llevar a cabo sus propósitos esculturales.
Se acomodó sentado sobre una piedra -cuya base rectangular le daba un buen soporte y sin alabeos posibles a su persona.
Sacando el pedrusco de sal gema de su envoltura, lo situó frente a sí sobre una roca fija mucho más grande, que formaba parte de la montaña; lo estudió un buen rato, hasta que creyó encontrar el sitio exacto por donde debía empezar su trabajo. Con máximo cuidado y casi acariciando con el cincel las pequeñas aristas poliédricas del mineral, -procurando que no se le desgranase en sus propias manos, si se arriesgaba a darle golpes más fuertes-: fue transformando aquella superficie que empezó a perfilar, con una de las orejas que veía en su imaginación.
Poco a poco fue tomando forma la figura de la diosa Bachué -que pareciera trasladarse de la mente de Quimpa al propio pedrusco-.
"Este obrero-artesano: era un verdadera artista de la escultura; seguramente habría sido obsequiado con ese don por los dignatarios dioses conocidos".
Su talla fue terminada casi con el ocaso del sol y ante la tardanza de su hermano y amigos, decidió volver a meter la figura tallada dentro de la talega -a la que agregó los restos del mineral que habían ido saliendo durante la talla del busto-.
Se adentró de nuevo en la mina y dirigiéndose a donde se habían quedado los otros extrayendo la sal para completar los pedidos que debían distribuir, los encontró a los cuatro a punto de terminar las cantidades que pretendían conseguir.
Aquella noche habrían de pasarla todos otra vez en la mina, si no querían pasar las incomodidades de la intemperie.
No habría pasado, ni media hora, cuando todos dieron de mano en el trabajo y se dispusieron a comer algún tente en pié de los que llevaban aún en sus zurrones, aunque a Humazga y a Tursu, tuvieron que comer de lo de los demás; al tiempo que iniciaban una crítica sobre el trabajo efectuado por Quimpa en la escultura. La tarde ya estaba muy avanzada y con toda seguridad habrían de permanecer en el interior de la mina para pasar toda la noche.
Mientras tanto podrían preparar sus respectivos paquetes -bien ordenados- que constituirían la carga y transporte del día siguiente por los largos caminos, hasta llevarlos a los interesados consumidores. Entre los porteadores de sal, nunca se comentaban de sus recorridos y mucho menos, los nombres de las aldeas que visitaban para hacer sus negocios de intercambios. Existía entre ellos el temor -fundado-: de que, si hablaban más de la cuenta -cuando tenían ocasión de reunirse- (siempre en contadas ocasiones), podrían perder los clientes consumidores y, en muchas ocasiones éstos venían transmitidos por sus antepasados, como una herencia que les garantizaba el sustento.
Habían comentado todos, las dotes tan excelentes que había mostrado Quimpa al confeccionar tan parecido rostro de la diosa Bachué, y que, al mostrarlo éste: fue pasando de mano en mano por todos ellos, que a su vez manifestaban un alto grado de satisfacción. Lenco, incluso llegó a manifestar su recomendación, en el sentido de que: tal artista debería dedicarse con más énfasis a tal menester y seguramente obtendría mejores provechos -con menos esfuerzos- que como repartidor de sal.
Las extracciones de sal gema, que habían recopilado Perco, Lenco y Humazga -mientras Quimpa talló el busto de Bauché- fue suficiente material para atender las apetencias comerciales de los cuatro individuos e incluso a alguno de ellos le pareció demasiado mercancía -por lo pesada y dificultades que encontrarían en su transporte-; eso fue lo que pensaba Lenco y lo manifestó abiertamente -pues se sentía el más débil de todos ellos-, aunque dicha objeción fue rápidamente subsanada por Humazga, ofreciéndose a ayudarle en el transporte de la sal hasta su propia aldea. Cuando creyó oportuno Perco, el hermano mayor de Quimpa, y que, parecía llevar la voz cantante de entre los cinco amigos: aconsejó -de forma coloquial- dar por terminada la charla y prepararse cada uno sus respectivos hatos y procurar descansar lo más posible, ya que la próxima jornada sería dura, porque el transporte: era más pesado de lo que normalmente acostumbraban y no era lógico dejar la sal arrancada a merced de otro, que la quisiera coger.
Antes de acostarse los cuatro mineros se encaminaron a la entrada de la bocana de la mina, donde se esparcieron por los alrededores para atender a sus necesidades mayores, mientras Quimpa se mantuvo en el interior ya acostado y al cuidado de sus aperos. Cuando volvieron los cuatro, los ronquidos del escultor ya se oían, casi desde un centenar de metros. Al alba y casi al unísono, todos se levantaron, recogieron sus pertenencias y la parte de sal que habían repartido proporcionalmente la tarde anterior, encaminándose en fila hacia el exterior del recinto minero. Hicieron un alto -a unas trescientas varas de la bocana de la mina- donde se despidieron, deseándose buena suerte.
Los dos hermanos tomaron el camino que les llevaría por el noroeste hacía lo que hoy es considerada La Guajira, pues pensaban atender en breves jornadas esa ruta, que desde hacía varios meses no habían atendido y seguramente la sal ya les estaría escaseando a muchas aldeas de las que visitaban con más asiduidad.
Lenco, Tursu y Humazga, emprendieron el camino por el que habían llegado anteriormente, con el fin de pasar por Sopó -la aldea de Lenco- para dejar en su cabaña la parte de sal que él no pensaba distribuir en este viaje -que le llevaría hasta la región de Quindío-. Humazga se había brindado a portearle a Lenco parte de la sal, contando con su amigo Tursu y, -que le había correspondido en el reparto- hasta su aldea.
Lenco no podría cargar con toda la mercancía a los lugares que pensaba visitar; por lo que tendría que dejar parte de ella para distribuirla en fechas posteriores. El camino de regreso a Sopó se les hizo bastante más pesado y emplearon casi un día más que a la venida. Humazga se arrepentía de haberse brindado a ayudar a Lenco en el transporte de la sal que él consideró mucha carga, pero no lo manifestó -en ningún momento a su acompañante, ni a su amigo de la niñez- y, sólo se daba cuenta con claridad de su torpeza a medida que avanzaban por la ruta y sus riñones se resentían por el esfuerzo que realizaba al no estar acostumbrado, como no lo estaba a cargar, por largo tiempo, elementos pesados.
Anduvieron caminando de regreso a la aldea de Sopó, de donde Lenco era natural, algo más de una hora sin dar tregua a sus energías pero a la vista de unos chontaduros que daban una buena sombra sobre el camino que llevaban, fue Lenco el que conminó a Humazga y a Tursu: a tomar un descanso y recoger algo de agua fresca que serpenteaba por un riachuelo que corría sobre la derecha del camino que llevaban. Asintió el príncipe Humazga, de estar: de acuerdo, con las manifestaciones de su ya amigo y acompañante. Con cuidado dejaron sus cargamentos al pié del grupo de árboles -que aún contaban con algunos frutos maduros al final de sus ramas más altas- y, constituían una fuerte tentación a sus paladares. Después que hubieron satisfecho su sed, tumbándose de bruces sobre las ruidosas aguas, refrescaron sus rostros, -casi enterrando sus cabezas y restregado sus caras en el líquido elemento-, los tres se sentaron y recostaron sobre la plácida sombra -no sin antes, haber doblado algunas ramas y recogido el fruto maduro de aquellos chontaduros que se distribuyeron amistosamente y comenzaron de quitar la piel -algo tersa y dura- sobre la carne firme, e iban comiéndoselos a medida que los pelaban. -Aquella fruta bien hubiera pasado por nísperos, aunque algo más redondeado.
El color: rojo, amarillo o verde, era sensiblemente similar -dependiendo del grado de madurez de la fruta; y si no llega a ser por las diferencias apreciables (a simple vista) sobre las características diferenciadas que presentaba el árbol: pues era una especie de palmera, a cualquiera -neófito, como yo- le hubiera sido difícil su distinción.
Parece ser que el valor nutricional del chontaduro es muy alto y de gran aprecio, ya que se haya muy extendido por toda las zonas tropicales y formando parte de la dieta temporal de muchas comarcas, cuando se dan los tiempos de su recolección.
-"El profesor Restrepo, quien ha estudiando este fruto por más de diez años, explica que el potencial nutricional del chontaduro es tan alto que como planta típica de la región del litoral del pacífico colombiano podría enriquecer la dieta de la población colombiana. Al chontaduro no se le ha dado suficiente importancia científica y este fruto es de un valor nutricional enorme, tanto que los análisis químicos revelan que posee una composición de aminoácidos esenciales que lo equipara al huevo y otros alimentos completos, por esto es que se le puede considerar como una alternativa para una explotación a escala industrial". No tuvieron que recurrir al zurrón para conseguir más alimento, pues quedaron satisfechos con el fruto que comieron y por estar en su sazón.
Árbol y fruto del chontaduro.
Descansaron algo más de media hora y de común acuerdo emprendieron de nuevo la marcha, fijando un nuevo trecho que andar -para una vez andado- descansarían nuevamente y poder hacer la comida más fuerte del día, para lo que habrían de cazar o pescar alguna pieza que pudieran llevarse a la boca; toda vez, que las viandas de reserva que habían conservado en el zurrón, se habían acabado la noche anterior, con la mesa redonda que hicieron con los dos hermanos dentro de la mina. Con esa intención emprendieron de nuevo la marcha a buen ritmo al tiempo que ojeaban cada lado del camino, por si se les presentaba la ocasión propicia de acechar alguna pieza -conejo, ave, etc.- que se cruzase en su camino.
Transcurrida casi una legua -fue Lenco- quien avistó un conejo semiasomado en el lateral de una gran piedra y tuvo la ocasión de ver: como el animal se volvía a introducir en su propia madriguera; por lo que rápidamente -echando sus bultos al suelo- salió corriendo al lugar donde se había vuelto a esconder el conejo, al tiempo que gritaba a Humazga que hiciese lo propio para poder dar caza al pobre animal, que se había delatado inocentemente. Así lo hizo nuestro príncipe y en breve instantes estaba justo al lado de Lenco, mientras Tursu, se situó en la parte de atrás de aquella piedra, por si trataba de escapar por la parte final de la madriguera, que también suelen hacerle una salida de escape, para casos como el que ahora se presentaba; todos estaban tratando de averiguar la forma más rápida y eficaz de dar alcance al conejo dentro de su propia madriguera. No resultaba fácil alcanzarlo bajo tierra, pues ésta estaba bastante dura y la madriguera, casi en sus comienzos hacía una curva hacia la izquierda y caía muy en vertical hacia la profundidad de ¡quien sabe cuantas brazas…!, pero todos estaban habituados, como estaban desde pequeños a este tipo de situaciones; sin dudarlo buscaron unos matojos secos de los alrededores e hicieron una similitud de antorcha, con la que taponaron la entrada del cubil con ánimos de prenderle fuego y por asfixia del humo el animalito se vería obligado a salir nuevamente al exterior. Antes de prender fuego a los matojos -que ya habían colocado como tapón de la entrada-, dieron unas rondas de inspección por los alrededores de la entrada del agujero, con el fin de averiguar si existía otra salida de emergencia, por donde pudiera escapase el animal, pues normalmente la inteligencia de estos roedores: les lleva a hacer un escape -para en caso de peligro- poner pies el polvorosa y escaparse a todo correr.
Efectivamente, como habían pensado los tres caminantes a unos cinco pasos de la entrada, muy bien camuflada y junto a la cepa de una retama estaba la salida de emergencia que aquel animalito tenía como escape a sus posibles situaciones de peligro, era justo al lado de donde se había situado Tursu. Humazga ideó y aconsejó a Lenco, que debía permanecer cada uno de ellos al pié de los agujeros con un lazo que habían confeccionado con una finas ramas de mimbres; para que al salir el conejo quedase enganchado del cuello y no pudiese escapárseles en un primer momento -pues bien sabían, por experiencias anteriores- que de no ser ellos muy hábiles en el primer momento, el conejo se les escaparía por falta de reflejos instantáneos al salir de su madriguera, con todo ímpetu, a sabiendas del peligro- y era dificilísimo de cogerlo con las manos.
Prendieron la broza seca que habían introducido en el primer agujero por donde se había asomado el bicho y al poco rato el animalito emprendió la retirada de su cubil por la otra salida que tenía preparada al efecto y -tan bien armado estaba el lazo- que quedó atrapado en él. Rápidamente acudieron todos a sostener al pobre animal que hacía todos los esfuerzos posibles por soltarse de aquella trampa y, lo hubiese conseguido de no ser por el certero golpe que recibió de Tursu, detrás de las orejas; quedando el gazapo sin conocimiento y casi descoyuntado. Se cercioraron rápidamente de que estaba totalmente muerto, pues a pesar del primer golpe, nuevamente lo golpearon contra una roca fija que estaba sobresaliente un poco a la derecha del boquete por donde salió el animal; entonces empezó a sangrar poco a poco por la nariz y la boca. Tursu se puso rápidamente ha hacer una fogata con unas ramas secas de arbustos que encontró por los alrededores cercanos, mientras Lenco -llevándose la pieza al arroyo cercano, lo desoyó y lavó concienzudamente, en preparación para asarlo en un pincho de una rama verde de sauce y ponerlo a cierta distancia del fuego que acababa de prepara su compañero y de tal forma dieron un buen asado al conejo que les satisfizo sobremanera, el hambre que acumulaban -casi desde que se levantaron aquella mañana dentro de la mina. Dieron buen fin a tan exquisito manjar -como le había proporcionado aquella pieza. Se recostaron unos minutos a todo lo largo del aposento -poco mullido, pero bien hallado-y, estirando sus fornidos cuerpos, desperezaban sus músculos, con sensible beneplácito. Transcurrido ese breve espacio de tiempo -que a ellos les pareció poquísimo-: decidieron, de común acuerdo, ponerse nuevamente en marcha –marcándose en esta ocasión llegar a buen ritmo-, hasta las laderas del monte Cajica en su confluencia con el río Bogotá actual, donde pasarían la noche. Por el camino se cruzaron con tres o cuatro viandantes que seguramente llevaban como destino final las minas de sal gema, pues por sus aspectos parecían porteadores de dicho mineral y tan sólo en una ocasión Lenco contestó al saludo de uno de ellos, pues a lo sumo: se habría cruzado con esta persona en tres o cuatro ocasiones y nunca habían llegado a mantener el más mínimo diálogo entre ellos. Cruzaron -bastante cansados ¡ya…¡-: un recodo del camino, que empezaba a hacerse algo sinuoso, por los recodos que empezaba a serpentear las estribaciones del Cajica y apreciaron la frondosidad de algunos árboles de guanábano con el fruto aparentemente colgando, que parecían inducir a la tentación y a un reclamo apetitoso; por lo que los tres, parecían pensar lo mismo, y coincidieron en hacer un pequeño alto en el camino -nuevamente- y, recoger algunos de sus frutos para dar buena cuenta de ellos -más entrada la tarde- cuando fuesen a preparar sus hatos para pernoctar, como habían quedado, al llegar a la confluencia con el río Bogotá.
Hicieron un nuevo alto en el camino, que no habían previsto, pero que les fue necesario parar recoger algunas de las frutas más maduras y ensartándolas por sus rabos a forma de las cuentas de un collar -con una delgada vareta de mimbre; tras lo cual emprendieron de nuevo la marcha. Sin pensarlo, se percataron que la meta marcada estaba bastante cerca, por lo que el último trecho -hasta su llegada- se les fue en un suspiro.
Tan pronto llegaron: rápidamente eligieron el sitio adecuado para poner a salvo sus enseres y sus propias integridades -para pasar la noche- que se presentaba con grandes síntomas de ser lluviosa, pues los nubarrones de cúmulos les habían acompañado durante casi toda la tarde y el ambiente podía notarse de una humedad y calor sofocante, como cuando se va a desatar un fuerte tormenta. Frente a ellos y al otro lado del río observaron una fogata y a otros dos individuos que se aprestaban a acomodarse en una especie de cueva que a cierta distancia del río había formado el cauce -quizás siglos atrás-, pero que era ideal para refugio de los caminantes y mucho más en ocasiones, como la que se avecinaba: de una incipiente tormenta. Al confluir el camino que traían con el cauce del río, tuvieron que bajar una pequeña cuesta que daba directamente a un puente balanceante hecho con cañas de bambú o guadua, inteligentemente atadas con una cintas de cuero de vacuno y sólo llevaba un cuerda paralela y a una braza del piso como quitamiedos -atada en su parte media a un pivote de bambú o guadua de forma vertical- que era como el cordón umbilical para evitar el cimbreo.
La pasarela o puente artesanal se alzaba a escasas dos varas de la superficie -el lecho del río no estaría a más de tres- y por este lugar parecía que se remansaba el agua, como queriendo recibir a los transeúntes con bastante benevolencia.
Cruzaron el puente sin dificultad, quedando la cueva a escasos pasos hacia la izquierda del puentecito -que ahora de cerca les pareció más grande-; saludaron a los dos individuos que habían observado anteriormente desde el otro lado del rio y les manifestaron sus deseos de pasar la noche en aquel lugar, como queriendo decirles que solicitaban amablemente sus respectivos consentimientos para tal fin; a lo que los otros consintieron sin poner objeción alguna. De cuando en cuando se miraban de reojo, como analizando las acciones que cada cual acometía. No tardaron mucho en entablar un diálogo abierto que les llevó a sus respectivas presentaciones y las procedencias que cada grupo llevaba o traía.
Los recién llegados -Lenco, Tursu y Humazga- se maravillaron del cometido que les ocupaba a Chipa y Pasca -que así se llamaban- los dos llegados primero a la oquedad o pequeña cueva. Eran de la etnia Chia -el primero de la familia de los mambitas y el otro de los suroguas. Sobre sus aldeas ejercía una fuerte influencia el cacique Menquetá de Guatavita. Ellos se presentaron como amigos y artesanos comunes que compartían la misma actividad en la aldea de Chipa zaque (hoy Junin) de donde procedían, situada más al suroeste de la laguna de Guatavitá. Desde tiempos muy remotos sus respectivas familias se habían dedicado a la extracción del zumo del agave (una especie de jarabe de color verdoso oscuro) que tenía muy buenas propiedades para ciertos remedios: diarreas, vómitos, estreñimientos y todo aquello que en algo tuviese que ver con la ingestión de los alimentos.
Esta actividad había constituido el medio de subsistencia de sus antepasados -desde tiempo inmemorial- que ellos había perfeccionado y desde unos años a esta parte se habían dedicado -con mediano éxito- a distribuir por las aldeas vecinas de la comarca. Ninguno de los tres oyentes había oído hablar hasta entonces de tal remedio y a punto estuvo Humazga de hacerle compromiso para adquirir uno de esos remedios y llevarlo directamente como presente a Menquetá; aunque pensó: seguramente él ya conocería de tal remedio, pues Chipa había mencionado en su diálogo: aquello de que en parte estaban sujetos a las decisiones de Menquetá -al ser el actual cacique de Guatavitá-.
Pasca ya había mostrado una de las vasijas en barro cocido, e incluso destapó una de ellas y dio a probar a los llegados, quienes con cierto recelo llegaron a probar de aquel líquido, que tenía un cierto sabor dulzón y que se adhería un tanto al paladar, como si se tratase de un tipo de miel o melaza acuosa. Después de que hablaron largamente de sus respectivos cometidos y actividades, de que consumieron -en mesa redonda- las viandas que presentaron Chipa y Pasca, junto con las guanábanas, que habían recolectado por el camino Humazga, Tursu y Lenco: decidieron a propuesta de Chipa irse a dormir sobre sus respectivos hatos, ya que, avanzaba la noche y al amanecer ellos tenían un largo camino que recorrer hacia el actual Nemocón, donde tenía algunos remedios que repartir y ofrecerlo a nuevos interesados, como siempre ocurría en las aldeas donde alguno de los miembros había puesto en práctica su consumo. Lenco también manifestó que ellos tenían aun un largo camino hasta llegar a Sopó, donde le esperaba su familia y haría noche con sus dos amigos, para proseguir su viaje de regreso a Guatavitá, donde llevaría el presente ante Menquetá, Tequendama y su propio padre Soacha, para ganar la mano de Iruya. Cuando se fueron a dormir, ya llevaba más de una hora lloviendo -a mares-, de lo que no se sorprendía ninguno de nuestros amigos, pues era muy común y frecuente que, en aquella época del año lloviese copiosamente al caer la noche y, todos los viajeros -si querían ser precavidos- tenían que buscar buen abrigo donde pasar la noche -por si acaso se presentaba de golpe ese tipo de tormenta tropical-. Muy de madrugada Lenco se despertó, se incorporó y fue hacia el exterior para -cambiar el agua a sus aceitunas (mear)- y, se sorprendió de la altura que había alcanzado el cauce del río, aunque ya no estaba lloviendo, como lo hizo durante toda la noche. Supuso que al ir subiendo la temperatura un poco, las nubes restantes se disiparían o irían a ocupar las alturas de las colinas y cerros vecinos, abriéndose los cielos de par en par para despejar y orear los caminos.
Volvió al lecho duro y trató de dar una última cabezada, antes de que alguno de los demás se despertase e hiciese ruido reclamando el comienzo de una nueva jornada. No había terminado de concentrarse en su relajamiento mental para atraer de nuevo el descanso que tanto estaba reclamando su cuerpo maltrecho por el trabajo de porteador; cuando Pasca exclamó con voz seca y cortante -que sonaba a diana- ¡ya amanece! y, dando una especie de salto: se incorporó vertical sobre el suelo. Ante esta actitud, del que parecía ser el más viejo de los cinco o al menos, el que había sabido imponer un poco más de autoridad -admitida con beneplácito- todos los demás se incorporaron. No cabe ninguna duda, que está clareando el día -manifestó Pasca, como un susurro- y, sin lugar a ninguna duda, es la mejor hora para emprender la marcha, antes de que empiece a flamear el sol, que en breve nos picará en las espaldas.
Las aguas del río -lo que pareciera la tarde anterior un arroyo- bajaban turbias pero ante los ojos de Lenco no parecían haber crecido más desde que las observara poco antes. Humazga no tenía ánimos de hablar, pues el sueño aun anidaba en él desde la tarde anterior, quizás porque tenía el cuerpo dolorido y había empezado a sentir agujetas en sus músculos, no acostumbrados a soportar tal peso, ni en tan larga caminata. Lenco, recogió con rapidez todos sus enseres y ordenó bien la sal que llevaba en pequeñas talegas, de forma que haciendo dos paquetes similares los pudiera echar sobre el hombro a especie de alforjas y de tiempo en tiempo cambiar el peso al otro lado o soportarlo sobre la cabeza, pues sabía que su acompañante Tursu, era bastante más fuerte que él -llevando la otra parte de su sal- mientras Humazga, sólo se había hecho cargo de la escultura, que llevaba como presente a los caciques y, seguramente tendría que tomar la iniciativa, procurando algún alto en el camino, de vuelta a Sopó. Los cinco hombres se despidieron a la entrada de la oquedad que les había servido de refugio, deseándose buena suerte y ofreciéndose para recibirles en sus respectivas aldeas, donde serían muy bien recibidos en cualquier momento.
Cuando fueron a pasar Chipa y Pasca el puentecito: el agua turbia de la corriente -algo más impetuosa que la tarde anterior- casi rozaba la tarima amarrada de bambú o guadua que servía de piso a los que cruzaban, como por una pasarela.
Lenco, Tursu y Humazga, torcieron a la izquierda y siguieron por la margen -también izquierda- de río Bogotá que por estar en ciertos tramos inundado, soslayaban por los bordes del camino y en ocasiones hasta llegaban a meterse hasta los tobillos en las aguas, por no salvar las dificultades que ofrecía el tener que desviarse.
Antes de lo previsto por los tres, tuvieron que tomar un descanso a sus avances, ya que las dificultades presentadas se hacían muy penosas y los esfuerzos que tenían que realizar para sortear ciertos obstáculos les mermaban las fuerzas en gran manera. Llegaron a tal punto de cansancio, que a la segunda arengada que hicieron: acordaron permanecer algún tiempo más largo, descansando de la carga y esperando que el agua bajase al menos una cuarta. De forma que pudieran circular con más comodidad de regreso a Sopó y mientras tanto: tratarían de dar cazar a alguna pieza que les sirviese para el sustento, con objeto de reemplazar las energías consumidas, necesarias para recuperar las fuerzas, pues les había vuelto el hambre y no debían perder el tiempo para buscar algún tipo de alimento.
El sol hacía rato que había salido y lógicamente algunos animalitos se aventuraban a salir de sus escondites o madrigueras a buscar el alimento matinal; en ocasiones se les veía fugazmente -en rápidos movimientos- saltando o dando pequeñas carreras de sitio en sitio tratando de quitarse de la vista de los tres amigos y temiendo -con toda lógica– la depredación de sus cuerpos. De cuando en cuando se veían algunas aves revolotear por los meandros que en su curso hacía el río, tratando de otear algunas hormigas, larvas destacando bajo las hojas de algún arbusto o insecto de cualquier tipo, al que perseguían sin piedad.
Cerca de la peña donde habían dejado momentos antes sus pertenencias y los propios morrales, observaron que se discurría una serpiente de buen tamaño y que parecía ser una pequeña boa, cuya carne es exquisita y no es difícil de atrapar.
Rápidamente se acercaron y hasta tener la certeza de que la culebra se trataba de una boa, no dejaron de ser sumamente precavidos en razón a que sabían distinguir perfectamente el tipo de ofidio que era venenoso del no lo era.
Se armaron con sus respectivos machetes, rápidamente acosaron a la serpiente que apenas pudo reaccionar y fue partida en dos -casi por su mitad- al primer machetazo que le dio Humazga. La parte de la cola quedó atrás dando latigazos y sangrando por el corte mortal, siendo manipulado y despellejado por Lenco.
Mientras tanto Tursu dio buena cuenta de la parte de la cabeza que pudo avanzar más de diez brazas zigzagueando pero que finalmente quedó atrapada, descabezada y destripada; nuestro príncipe se ocupó de buscar leña seca, para poder hacer un fuego y asar aquella gran pieza. Cuando Lenco y Tursu volvían de la orilla del río, con cada mitad de la serpiente bien lavada, Humazga, estaba empezando a prender el fuego, al haberse prestado voluntariamente a buscar algunas ramas con las que hacer fuego, se acercaron, sus dos compañeros de viaje, con la mitad del animal cada uno listas para poner al fuego y ensartadas: en sendas ramas, delgadas, de chontaduro joven. Clavaron las varetas en el suelo, inclinándolas hacia la futura hoguera, por su parte superior. Al prenderse el fuego, hubieron de quitar ambas varas, para que no les diese directamente las llamas y el humo y cuando ya el fuego se hizo consistente y se empezaron de ver los rescoldos vivos, Tursu y Humazga volvieron a clavarlas en el mismo lugar, casi en vertical -cerca del fuego, pero (ya mucho menos humeante).
Pronto tuvieron la oportunidad de saborear la carne sabrosa de la boa joven y los tres dieron buena cuenta de los dos pinchos -de donde iban cortando rodajas de la parte más cercana al fuego- con la avidez de carnívoros hambrientos.
Terminado el suculento manjar ojearon los chontaduros cercanos -de donde Tursu y Lenco, había arrancado las varas para ensartar el asado- pudiendo recoger algunos frutos que habían madurado adecuadamente y aún no se habían caído al suelo; comiéndolos directamente a medida que los encontraban y mondando la piel -algo amarga- con los propios dientes incisivos y tirando de las partes desprendidas con las propias uñas; finalmente se dieron por satisfechos y se lavaron concienzudamente en las aguas aún turbias del río. Se recostaron brevemente algo menos de media hora, sobre la piedra reseca, donde tenían sus pertenencias y decidieron proseguir la marcha, pues el nivel de las aguas había bajado sensiblemente y el camino se encontraba bastante seco, aunque en pequeñas ondulaciones se habían formado algunos charcos que eran fácilmente vadeados. A lo largo del lecho del río el camino era ligeramente cuesta abajo y bastante más cómo de transitar, que el trecho que habían traído al comienzo de la mañana, por lo que les permitió avanzar sin grandes dificultades, aunque las pesadas cargas que llevaban se les hacían sentir sobre sus musculosos cuerpos. Sudaban como corsos perseguidos por los lobos pero el afán de llegar con luz a Sopó, parecía darles alas y no reclamaban descanso mínimo, ni tan siquiera para tomar unas buchadas de agua. Allá pasadas las cinco de la tarde, cuando el sol ya empezaba de caer sobre la leve humareda de algún volcán lejano hacia el oeste, atisbaron una especie de neblina que pululaba sobre la aldea de Lenco, posiblemente debida a las fogatas que atizaban las mujeres en preparación de alguna comida para la cena. Llegaron, cuando el sol ya había traspuesto por el horizonte y empezaban a destacar en los cielos las primeras luces del firmamento (algunos las llaman estrellas, otros luceros; pero en realidad son los planetas vecinos que tenemos los terrícolas -Venus, Marte y difícilmente visible Mercurio-. Todos se regocijaron de la llegada de los tres viajeros.
Humazga y Tursu -quizás por ser extranjeros- recibieron nuevamente las simpatías de todos los vecinos que se volvieron a congregar alrededor de un buen fuego en el centro de la plaza de la aldea. La mañana anterior, cuatro miembros jóvenes de la aldea había cazado ciervo que constituía un buen ejemplar de siete puntas y las mujeres ya lo tenían asándolo ensartado en una resistente caña de bambú -guadua-, bien aliñado con abundantes hierbas aromáticas, con las que habían rellenado la cavidad de las entrañas y, así mismo, lo había tenido sazonándolo en fresco con continuas refriegas de salmuera durante casi toda la tarde -después de desollarlo cuidadosamente, para aprovechar la piel una vez curtida-; sacaron todas las tripas, menudencias, cortado pezuñas y cornamenta; lo lavaron concienzudamente hasta que no le quedó ni un pelo adherido a la dermis. El animal había cambiado totalmente de aspecto: ahora sólo parecía un montón de carne ensartada en un palo al que -a forma de tornillo- dos mozalbetes daban vueltas sobre el fuego, turnándose cada cierto tiempo.
Mientras tanto Lenco, Tursu y Humazga relataban a los hombres de la aldea -que permanecían expectantes con las miradas fijas en los tres llegados- los acontecimientos que les habían sucedido durante su viaje a las tierras de las minas de sal de Zipaquirá y de cómo Perco -el hermano de Quimpa y amigos de Lenco- le había esculpido el rostro de la diosa Bachué en un gran trozo de sal gema, para llevarlo como obsequio al cacique Mentecá, como presente y en competencia con el príncipe Teuso -de la aldea Guana-, para conseguir la mano de la princesa Iruya. Allí mismo, sacó la talla de la talega que la albergaba y con un semblante de orgullo: la mostró a cuantos ante ellos estaban atónitos y expectantes.
Los presentes quedaron maravillados de aquel pedrusco que tan bien representaba a la diosa y todos se vanagloriaron de ello.
CAPÍTULO XII
Humazga se presenta ante Menquetá
Aquella noche en Sopó fue de festejo para todos los miembros de la aldea y en el deseo de querer dejar la mejor de las impresiones al príncipe Humazga -hijo del cacique Soacha de la aldea norteña de Sesquilé- y a su amigo Tursu.
Por ser tan especial el motivo de su visita a los miembros de esta tribu les tenía muy entusiasmados, además de por ser todos miembros de la misma etnia Muisca. La celebración se prolongó hasta la madrugada y la chicha corrió con más fluidez que de costumbre y, aunque dieron buena cuenta del ciervo; bastante fue la embriaguez que apareció entre muchos de los participantes, influyendo sensiblemente en el estado anímico, pero no así en sus respectivos comportamientos. En pequeños grupos se fueron retirando y algunos que no fueron capaces de llegar hasta sus aposentos para dormir el exceso: se quedaron en la plaza o alrededor del rescoldo de la lumbre, que ya daba a fin. A pesar de las insistencias que le hacían a Humazga y a Tursu, para que bebiesen chicha -en rondas, que se hacían interminables-: ellos, sin despreciar cada ofrecimiento, supieron mantenerse precavidos y alertas -por estar en terreno extraño a los suyos- y sólo mojaban la boca, casi disipando el alcohol en el propio paladar.
Sólo, después de saborear cada bocado, haber masticado muy concienzudamente la carne y mezclarla bien -de seguro que no llegarían a tragar, ni la mitad del alcohol que cualquiera de los otros comensales-. Cuando ya había finalizado la fiesta y todos -o prácticamente todos los participantes- se habían retirado: nuestro príncipe y su amigo se marcharon a la misma choza, que les cedieron y ocuparon, la primera vez de sus llegada, camino de las minas, donde le tenían todo preparado, para que no tuviesen que deshacer nada de sus equipajes: hamaca -chinchorro-, un taburete de un tronco de madera, una vasija de agua para poder asearse y otra con la bocana pequeña por si deseaban beber agua a media noche; de tal forma que no tuvieron que perder tiempo, en encaramarse dentro de sus chinchorros, donde quedaron relajados y dormidos como troncos.
Estaba Tursu en su primer sueño, cuando se despertó, algo sobresaltado, al oír un ruido característico de entreabrir la puerta de la choza.
Sin embargo Humazga no llego a apreciar ese ruido.
Apreció el perfil de la jovencita sobre la penumbra de la plaza, algo iluminada por la luz del cielo estrellado: -la misma chiquilla que se le había insinuado la primera vez cuando llegó a Sopó-; en esta ocasión no admitió el rechazo, ni esperó ningún tipo de aprobación del hombre que ella tanto deseaba, y que ya, estaba muy bien acomodado en su hamaca -chinchorro- al que ella esperaba sorprender. Casi lo cogió desprevenido cuando se encaramó de un pequeño salto dentro del habitáculo; cayéndole encima de tal forma que casi estuvo a punto de partir uno de los cabos que estaban amarrados al travesaño lateral de la choza.
No le cogió muy de improviso a Tursu, la llegada de la moza a su estancia, pues toda la -tarde noche anterior desde que llegaron del viaje Humazga, Lenco y él- no se había apartado ni un instante de su entorno y, bien que él, percibía las miradas insinuantes de aquella jovencita. Tanto fue el acoso que en muchas ocasiones llegó a desearla -más que nada por complacerla y mostrarle abiertamente su masculinidad-.
Como se había percatado de su entrada sigilosamente en la estancia y no podía ser otro mortal…, -como quien dice-: se dejo querer hasta el punto de dejarla satisfecha en todos sus deseos. Ya de madrugada -nuestro príncipe despertó por la necesidad de evacuar aguas menores y a la vuelta de la calle: pudo apreciar, como su amigo Tursu se encontraba bien acompañado. No hizo nada por evitarlo y mucho menos, trató de que ellos pudiesen percatarse de que los había visto. Con toda normalidad, volvió a su red y sin sentirse incómodo, trató de volver a dormirse nuevamente, como si nada hubiese pasado.
Tursu, no volvió a conciliar el sueño, desde que la jovencita se le había metido en el chinchorro; ella estaba como hipnotizada -muy bien acurrucada contra su cuerpo- y, en un sueño profundo: parecía sonreír. Se quedó dubitativo por instantes, sin saber que hacer…, si la despertaba para que se marchase del aposento y salía a aquellas horas tan avanzadas de la madrugada. Ya habría alguien en la plaza -madrugadores que no habían participado hasta tan tarde en la fiesta- que la verían salir. Entonces, las murmuraciones irían en comité y en perjuicio de los dos.
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