Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 5)
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
Ahora cuentas con una gran ventaja: la de haber tenido la oportunidad de defender y librar a la linda Iruya de una muerte segura, cuando le iba a atacar el puma o león de los Andes; pero cuando vuelvas a la realidad y apenas recuerdes este sueño, no solamente debes tener por objetivo la lucha -sin cuartel que llevarás a cabo, venciendo todos los obstáculos- hasta conseguir ganarte a Iruya, sino que tendrás que ser muy perseverante, voluntarioso, amigable y sobre todo amoroso con ella, para el resto de tus días y lo que emprendes hoy no lo menoscabe con el paso del tiempo. En cuanto a las dificultades momentáneas por las que tendrás que pasar de inmediato: tendrás que armarte de todo el valor -del que te sea posible, pues las dificultades son grandes-; tus sensaciones y el ser un buen observador, te serán de mucha ayuda pero tendrás que tomar decisiones inusuales hasta ahora y, armarte de gran destreza, pues, como ya te han dicho mis hermanas, los peligros te acechan por doquier hasta alcanzar tu objetivo; que por cierto, está muy cercano a ti: justamente llegarás a él, al final de la próxima jornada.
Ahora te muestro uno de los pasadizos de la cueva a la que llegarás a descansar próximamente: " esa abertura que forman las tres piedras que tienes a la vista, encierran el boquete que se adentra desde la parte izquierda (donde tú estás viéndote dormido) que para tu mal es el más angosto; después de entrar por él o de alguna forma llegar a su otro final, llegarás a varias estancias -algunas a distintos niveles-; en la última encontrarás las siete piedras verdes de Diantabé, que es el arquitecto de toda la Cordillera Andina; de las siete piezas cogerás sólo tres.
Se encuentran sumergidas en el centro de la última estancia, pero no podrás tocarlas directamente. Al final del último pasadizo te cruzarás con el guardián permanente y severo, vigilante puesto por Diantabé para custodiarlas, quien intentará por todos sus medios impedirte el acceso a la estancia contigua, donde están las piedras y, para sortear su vigilancia, tendrás que adormecerlo con los aromas de dimanen de un fuego, previamente encendido por ti a la entrada de la penúltima estancia, dándote acceso a la galería donde está él, e incorporando las semillas de la liana que cuelgan de la galería, en forma de chimenea que verás en la segunda estancia; sin las esencias que se producen al quemarlas no podrás adormecerlo, ni pasar para conseguir las tres piedras.
No cojas nada más que tres y no te retrases mucho en salir del sitio, pues el vigilante puede fácilmente encontrar el remedio que le despierte y te encontrarás dentro, sin la posibilidad de poder regresar jamás. Nunca debes revelar el secreto de esta cueva, ni siquiera volverás a visitarla en el futuro para tratar de encontrarlas; tomarás tu presente y partirás de regreso con él sin mirar atrás, tratando de olvidar todos los acontecimientos y te presentarás ante Menquetá y los otros dos caciques: seguro de que les sorprenderás gratamente con tu presente.
Por otra parte debes ser muy cauto hasta llegar a tu destino y, recuérdalo siempre: no reveles nunca este lugar; posteriormente tendrás que convencer a los tres caciques reunidos y a un mismo tiempo de las excelencias de las tres piedras; para lo cual debes proceder de la siguiente forma: -cuando queden sorprendidos-, tu debes repartir el presente entre los otros dos caciques, exceptuando a Menquetá -padre de Iruya-; al que argumentarás -estando presentes los otros dos, es decir: tu padre y el de tu rival Humazga- que la tercera parte del presente, te la reservas para Iruya y para ti, como prolongación de la estirpe de Menquetá; quien antes tales palabras y argumento, no podrá sentirse dolido o desairado y, los otros dos caciques podrán reconocer el buen juicio que hay en ti con tu prudente acto.
De esa forma todos quedarán satisfechos por igual, entre ellos tu padre, que también tenía en su mente conseguirte la mano de otra princesa del entorno y que tú no llegarás a conocer nunca. Notarás muchas sensaciones por ti mismo y tu inteligencia será la que te vaya dictando el camino que debes seguir para conseguir el éxito completo.
Es posible que tu éxito dependa de la impresión que te vayan causando los objetos que veas en cada momento y que encuentres en tu camino, por lo que debes estar muy alerta y hacerte con aquél que mejor impresión te cauce para llevarlo como presente -aunque yo te aconsejo las piedras verdes-; claro está: siempre que lo que te impresione sea susceptible de ser llevado o transportado hasta los caciques, pues aquello que a ti te cauce buena impresión, seguro que también les hará concebir similares efectos… Ante las aseveraciones de su hermana pequeña Oeste, la llamada Norte, se pronunció de esta forma: Teuso, debes tener presente que al captar la imagen nueva de un objeto que aparece ante tu vista por primera vez: si te causa una impresión (espiritual, inmediata agradable y bella), muy posiblemente, ese, sea el objeto que deberás llevar como regalo, para conseguir a Iruya.
Ahora no debes dilatar más tu estancia entre nosotras, pues ya te hemos expuesto los mejores consejos que, debes observar para conseguir tu éxito y tu objetivo; volverás a la realidad de la actividad cotidiana, para afrontar cuanto antes todos los obstáculos que se te vayan presentando que no serán pocos, por lo que tendrás que ir armado de valor para afrontarlos en cada momento.
Seguidamente, las cuatro hermanas, le desearon muy buena suerte y, de inmediato lo despertaron.
CAPÍTULO VIII.
La cueva y Teuso
Cuando despertó no recordaba donde estaba, hasta que al bajar del chinchorro pudo ver a su anfitrión Furain y al padre de éste charlando con el abuelo a la entrada de la cabaña; a las mujeres no se las veía por ninguna parte.
Ya habían aparecido los primeros rayos del sol, lo que le pareció muy tarde a Teuso para haberse despertado, por lo que al salir a saludar a los tres hombres de la cabaña pidió disculpas y su amigo hizo un gesto de tranquilidad, como diciéndole que estaba excusado por el cansancio del día anterior que había sumamente penoso.
Yo también acabo de salir de mi chinchorro y no he querido despertarte, porque a partir de esta jornada, tendrás que continuar el camino sólo.
Ya había contado Furain a su padre y a su abuelo el motivo del viaje de Teuso y no se sorprendieron de la decisión de los caciques para con los príncipes aspirantes a la mano de la hija de Menquetá. También habían empezado a dar sus opiniones los dos más viejos, sobre el tipo de presente que debería llevar Teuso, para alcanzar su objetivo.
Ambos coincidían en que el príncipe debería hacer una jornada, con toda tranquilidad y llegarse hasta la laguna de Fulquene, un poco más al norte, donde debería pasar por lo menos una noche y observar detenidamente el entorno, pues consideraban que era un sitio ideal para conseguir un presente especial que pudiera agradar a los tres caciques.
Con esa idea, anticipó Teuso que proseguiría el camino ese día.
Le indicaron el camino con toda meticulosidad para que no perdiese el tiempo por el camino. Teuso recogió sus pertenencias que aún colgaban de una estaca al lado de donde estuvo durmiendo, se despidió muy especialmente de los miembros de la familia de Furain y emitió los saludos de despedida correspondientes para las mujeres que aún estaban ausentes; su amigo, quiso acompañarle hasta la salida de la aldea por su parte norte. Así pues, salieron ambos jóvenes, mientras charlaban de un posible y futuro encuentro en los terrenos de su padre en Guasca, por donde salía pasar Furain un par de veces al año, en algunas repartidas de sal que hacía la zona de Chía.
Con ese propósito quedaron ambos amigos y el ubatense animó a Teuso para que no desmayara en sus propósitos de encontrar el mejor presente posible, le deseo mucha suerte en la tarea y le conminó a pasar nuevamente por su cabaña a la vuelta de su viaje. Furain fue acompañando a Teuso, como una media legua, por el camino le comentó que él se incorporaba después a unos terrenos cercanos, para ayudar a su madre y hermanas, que habían salido al amanecer para regar el maizal que tenían sembrado en él y quitarle algunas yerbas malas que retrasaban e interrumpían su crecimiento. Finalmente se despidieron ambos amigos, casi emocionados por el encuentro y la separación en breve espacio de tiempo, habiendo dejado en ellos profundas huellas de una amistad sincera y que posiblemente perduraría a lo largo de la vida.
Teuso continuó su marcha siguiendo al norte y Furain se desvió completamente hacia el oeste camino del campo cultivado de maíz.
Por el camino observó que muchos nativos se ocupaban en las tareas agrícolas, especialmente, estaban cultivando maíz, papas, algunos tubérculos, que no llegué a descifrar exactamente del tipo que eran, pero me arriesgaría a decir que eran yucas, algunas plataneras y frutales variados estaban salpicados por los aledaños de las plantaciones, como formando los lados de figuras geométricas perfectas. Existía una notable red de riegos, muy bien distribuida, que circulaba con lentitud por zanjas excavadas en el suelo, a cuyo alrededor crecían yerbas.
Nuestro príncipe, saludaba a la mayoría de las personas que estaban atareadas y cuando la situación se lo permitía por la cercanía del lugar donde se encontraban, incluso llegaba a pararse con los agricultores y entablaba algún tipo de conversación, casi siempre referente a la tarea que estaban llevando a cabo. Así llegó a pararse un buen rato, cuando era casi media mañana, al pié de un chontaduro, donde estaban dos hombres, uno más mayor que el otro, que parecían ser padre e hijo; resultaron ser Haro y su hijo Taro de unos 40 y 15 años respectivamente. El padre estaba dándole consejos al hijo de cómo debería dejar de regar el maíz, pues estaba ya muy avanzada la mañana y con el calor se podían cocer las raíces de las plantas, por estar casi a flor de tierra.
En esos momentos cruzaba Teuso e hizo intención de acercarse a lo que el más viejo le invitó a que se acercara y lo primero que le dijo, fue: pedirle su opinión al respecto de los riegos, para no tener que imponer su criterio sobre el de su hijo.
Teuso, arriesgando su parecer, con la poca experiencia que tenía sobre los cultivos, afianzó el criterio que tenía Haro sobre la de su hijo Taro, con lo que se ganó la simpatía del padre y algo de recelo del hijo, quien aseguró que como las plantas no se mojaban, poco importaba el calor que hiciese para los riegos; entonces fue cuando Teuso aseguró que indudablemente era más beneficioso hacer los riegos, cuando hacía menos calor, porque eso se daba cuando no había sol y con ello también se ganaba que los riegos perdurasen más tiempo al no evaporarse rápidamente las humedades. Padre e hijo se interesaron por el vía andante y especialmente por los motivos que le llevaban a estar tan lejos de su aldea, pues Teuso ya les había dicho su procedencia. Al comentarles que se dirigía inicialmente a la laguna de Fulquene y los motivos de su viaje, Haro le advirtió de aquello que él consideraba de interés, pero que no dejaba de ser corriente en todas partes: algunos tipos de pájaros, algunas plantas medicinales y poco más; pero que él con buen ojo y mejor criterio podría encontrar aquello que andaba buscando, seguramente ellos no tendrían buen ojo para encontrar cosas especiales.
No tardó mucho tiempo Teuso en reemprender la marcha, pues aquellos dos oriundos de la aldea de Fulquene, no le habían dado muchas esperanzas de encontrar un objeto que le pudiese servir de presente ante los caciques.
Sin embargo supieron orientarle muy adecuadamente para encontrar, sin perdida de tiempo, la laguna del mismo nombre. Aún le quedaba un buen tiempo de la mañana y si era cierto el camino que le habían descrito, padre e hijo, muy posiblemente llegaría poco después del mediodía. Teuso se propuso llegar antes de tener que parar para comer, pues en llegando tendría tiempo para organizarse adecuadamente y lo haría con toda tranquilidad, escogiendo el sitio que mejor le conviniera para sus propósitos. No había olvidado nada del sueño que le habían otorgado las vestales y muy especialmente lo indicado por la nominada Oeste.
Sin embargo, quería probar la alternativa que le habían indicado el padre y el abuelo de su amigo Furain. Efectivamente llegó pronto a la ribera de la laguna Fulquene y escogió un pequeño montículo que se encontraba al lado izquierdo de la desembocadura de un riachuelo de aguas cristalinas. Escogió dos grandes árboles, cuyos troncos, distaban unas cinco varas entre sí, para amarras y extender su chinchorro, que cuando estuvo atado, quedaba a unas cuatro o cinco varas del suelo, pero tenía una bonita vista sobre la laguna, ya que la cogía de soslayo y el ramaje no interrumpía la visión. Montó dos trampas para la caza de algún animalillo pequeño, conejo, ardilla, comadreja, etc. Volvió y se sentó bajos los árboles, apoyando su espalda contra el tronco de uno de ellos y cogió al zurrón, sacando todo lo que tenía en su interior.
El cuenco estaba lleno de chicha y tenía un buen trozo de venado asado envuelto en una hoja de platanero, por lo que se dio perfecta cuenta de que en casa de su amigo Furain, lo habían aprovisionado para el viaje, sin que él se hubiese dado cuenta, ni siquiera con el peso del zurrón al cogerlo. Comió concienzudamente de aquellas viandas que sacó del zurrón pues no deseaba esperar más; aunque pensaba pescar después de comer, al tiempo que se tomaría un buen baño, sin dar tiempo a empezar la digestión, en evitación de malestar digestivo. Volvió a guardar en el zurrón, todo aquello que no utilizó o consumió y lo colgó al lado del chinchorro. Cogió una flecha y se dispuso a entrar en el arrollo, justo a la entrada de la desembocadura, porque allí creía él que podría abundar más los peces. Al rato se desesperó y después de sumergirse varias veces en las aguas de la laguna, se acercó al zurrón, sacó el capazo de las flechas, cruzándoselo en las espaldas y tomó su arco; disponiéndose a dar un largo paseo por toda la orilla de la laguna, hasta donde se podía divisar, mirando desde su posición frontal a la derecha. Ante la tranquilidad del ambiente su mente flotaba y se dispersaba por los alrededores de la población de Guatavita, buscando incesantemente la figura de Iruya. No conseguía centrarla en sus pensamientos y su imagen si disipaba, cuando más intentaba el dibujarla; pareciera como si se extendiese una neblina opaca entre él y su destino, que sin lugar a dudas era su princesa. Tenía todo a su favor y la voluntad no le faltaba; con poco que fuese cierto lo que había soñado, tendría el éxito asegurado. De regreso al lugar donde había montado sus cosas, se dio cuenta que no pescó nada, ni había cazado con su arco, por lo que dependía de su habilidad con los cepos, que estarían armados toda la noche para su sustento del día siguiente, sin embargo les daría un vuelta para ver si había caído alguna pieza, en cuyo caso, los armaría de nuevo.
Tampoco había tenido oportunidad de cazar algún ave descuidada, ya que con poco que se hubiese puesto a tiro de su arco, seguro que la habría conseguido capturar. Ahora no tenía hambre, pero seguramente para la mañana siguiente debería tener algo y si no fuese así, tendría que comer los tres mangos que aún llevaba en el zurrón. Se acercó hasta el lugar donde tenía montados los cepos y pudo apreciar que el de las estaquillas, estaba intacto; pero el del lazo, había sido movido del sitio, por lo que volvió a colocarlo bien nuevamente. Sus esfuerzos no le habían dado resultados; aunque aún quedaba toda lo noche por delante para que la suerte le acompañase. Volvió al sitio que había escogido para pasar la noche y se echó en el chinchorro, aún era muy temprano para encender un fuego y sólo pensaba descansar un rato echado en el chinchorro; más tarde bajaría, buscaría algunos troncos con los que armar el fuego y se volvería a subir para descansar y dormir hasta la mañana siguiente. Ahora sólo pretendía descansar un rato, mientras pensaba y recapacitaba sobre lo que podría hallar en los alrededores de la laguna de interés para cumplir con su objetivo. Por más vueltas que le daba a las características y cualidades de algunos objetos que había visto en su reciente recorrido por la orilla, nada de lo que vio le llamó la atención, ni siquiera, por mucho empeño que él le ponía encontraba, llegaba a entender la idea que le habían inculcado aquella mañana antes de partir de Ubaté, los antecesores de Furain.
Finalmente, no quiso romperse más la cabeza, pensando buscar ese objeto, donde no lo había, no estaba a la vista o quizás el no sabría buscarlo con éxito; por lo que se bajó y estuvo un buen rato dedicado a arrimar ramas y troncos secos, hasta que creyó suficientes para prender un fuego y que durase toda la noche.
Tuvo en cuenta que era muy temprano para irse a dormir y una vez que prendió la fogata, no arrimó toda la leña al fuego, eso lo haría cuando ya se fuese a dormir; ahora mantuvo el fuego que inició latente, con poca llama pues tampoco hacía aun frío: el día había sido bastante caluroso y aunque el sol, ya se había puesto, la tierra no había perdido totalmente la temperatura.
Volvió a pensar en su amada Iruya y esta vez, se le fue el santo al cielo, como vulgarmente se dice por mi tierra; estaba emocionadísimo recordando el gran encantamiento que sufrió la chiquilla, cuando él la libro del peligro del felino. Podía recordar se cara perfectamente: sus mejillas sonrosadas, como una amapola a punto de reventar de su capullo, la sonrisa tan jovial y sensual que apreció en rostro al momento de él acercarse y la dejadez de inconsciencia que pudo retener en sus brazos en su insípido desmallo; quizás fue esta última situación, como una entrega involuntaria. Ya se había colocado al límite de la hora que se aconsejaba en pleno campo y a la luz de las estrellas, para irse a dormir, o al menos meterse dentro del chichorro a cierta altura del suelo, sobre todo, cuando se viaja sólo y por terrenos desconocidos. Así que, sin pérdida de tiempo: arrimó todo el material combustible al fuego, dejándolo superpuesto de forma escalonada para que no se prendiese todo de golpe, en evitación de una gran fogata y tan pronto, como lo creyó adecuado y bien hecho: se encaramó a su chinchorro para seguir pensando y repasando todo lo que le habían descrito las vestales en sueños. Pronto se durmió y volvió a soñar de nuevo: en esta ocasión se situaba en medio de un espeso bosque del que surgían enormes árboles de casi cuatro varas de grosor; todos tenían alrededor liadas grandes yedras que tapizaban todo su tronco de un verde oscuro, que llegaban en su afán de avance, hasta las cúspides emergentes de sus ramas más verticales, no se desviaban por las ramas, más o menos en horizontal; se las veía, como que no querían perder el tiempo en caminos, por los que nunca llegarían a la cumbre del árbol. Todas eran igual de avasalladoras y persistentes, no había, ni tan siguiera las más pequeñas, que perdiesen sus energías en otras contemplaciones.
En este sueño, notó perfectamente un significado muy claro para él, que seguramente y muy supuestamente: le estaba mostrando algún dios, duende, vestales o guía, que tampoco quería darse a conocer, como advertencia y para que no perdiese el tiempo en buscar otros objetos camuflados; si no que debía, sin ningún tipo de dudas, hacer todo lo posible por encontrar la cueva que le había sido mostrada la noche anterior y no dejarse embaucar por las ramas que nunca le conducirán a la meta deseada. Teuso, que no era ningún tonto o estúpido, así lo entendió y completamente seguro de que estaba perdiendo el tiempo, tratando de buscar por otros lugares el bien que pretendía; hizo propósito firme de no desviarse, ni un ápice de todas aquellas instrucciones que le habían proporcionado las vestales, especialmente la denominada Oeste. Mañana mismo, tan pronto amanezca me encaminaré, sin demoras, al lugar exacto donde me han marcado esta protectoras incondicionales de mi emprendimiento. Sin saberlo, ni quererlo enhebró su sueño con otro seguido y muy posiblemente por afinidad, estaba relacionado con el primero; se trataba de encontrar el camino adecuado para ponerse en marcha el día siguiente, lo tuvo fácil: pues volvieron a marcarle el camino en su subconsciente, tan claro: que él lo podía entender muy fácilmente. Tenía siempre que llevar la dirección de las aguas del río Turtur, cuyo curso arrancaba entre los terrenos de las actuales aldeas de Carmen de Corupa y San Cayetano, dejando las tierras de Ubaté al sur. Su curso le adentraría en los terrenos de las primeras aldeas de los muzos, guerreros implacables y valientes.
Llegando a las primeras vertientes que desembocasen en su margen derecha, provenientes del norte, tendría que empezar a subir desde la primera hasta llegar al nacimiento primitivo; si no encontraba lo que buscaba, como le habían dicho las vestales, tendría que seguir con la siguiente vertiente, en este caso en sentido contrario y así sucesivamente, de forma zigzagueante, hasta dar con las tres piedras que le marcaban, como entrada a la cueva donde estaba el presente.
A la mañana siguiente, como había previsto en su sueño y con las claras del día, desarmó sus cepos, con la gran fortuna de que había atrapado en el del lazo corredizo un hermoso conejo, de al menos cuatro libras, lo destripó y lavó concienzudamente, guardándolo en el zurrón junto con todos los utensilios que debía agrupar para el inminente viaje.
No tardó en ponerse en camino y a la sazón: había dejado dos mangos fuera del zurrón, para comérselos por el camino, mientras trataba de enfocar algunas de las vertientes que desde allí le llevasen al cauce del río Turtur.
Tampoco tardó en llegar a las inmediaciones del río, con tan gran fortuna que estando cerca de las tierras de la aldea, hoy denominada Carmen de Corupa, se cruzó con una pareja, bastante más mayor que él y que a su instancia: pudieron informarle con detalle del camino que debía coger para llegar, sin pérdida al río Turtur; estos aldeanos se dirigían a la aldea situada en el actual Coper, cerca de la laguna actual de don Pedro, donde vivía una de sus hijas casada y se dirigían allí, porque deseaban visitarla. Esta pareja, se ofreció para acompañar a nuestro príncipe hasta bien adentrada la cuenca del río, aunque todavía en terreno, que transitaban, estaba dominado por la etnia chibcha, pues ellos eran muy temerosos de los belicosos muzos.
Llevaban varias horas caminando en compañía los tres y muy cerca del mediodía el hombre, indicó a Teuso que, en la próxima vertiente, ya entraría en terrenos correspondientes a la actual Floresta y desde allí en adelante debía tener mucho cuidado, para no verse sorprendido por los temidos muzos, que empezaban a estar mezclados con los chibchas; sobre todo debía observar mucha seriedad, sinceridad y confianza en todos los actos que pudiera manifestar en público, aunque preferible era que no tuviese nunca ningún tropiezo.
Ya estaba Teuso en su cuarto día de viaje y aún le quedaban muchas situaciones de infortunio que sortear, para llegar a obtener el presente tan deseado.
Cuando se separó de la pareja, que prosiguieron en dirección oeste, él se fue adentrando y siguió el curso de las aguas que le habían manifestado ser las del río Turtur. Poco después, llegó a la vertiente indicada, como la primera proveniente de los terrenos de la Floresta, nuestro príncipe hizo un alto para preparar el conejo que llevaba, desde por la mañana en el zurrón. Lo volvió a lavar bien y puso a secar un poco mientras prendía un fuego que le sirviese para asarlo.
No quería llamar mucho la atención a posibles observadores o personas que estuviesen merodeando por los alrededores, pues ya le habían advertido en varias ocasiones de la peligrosidad que entrañaba encontrarse por aquellas tierras, dominadas por los muzos. Rápidamente dio buena cuenta de más de la mitad del conejo, el resto lo guardó para comerlo más adelante pues seguro que le sería preciso; ya había dado buena cuenta de los dos mangos que dejó fuera del zurrón y de parte de la chicha que le habían colocado en su cuerno los familiares de Furain. Guardó la piel del conejo y la grasa, la poca que pudo sacarle, para utilizarla más adelante; seguro para hacer las antorchas del sueño.
Rápidamente, volvió a recoger sus cosas, bien empaquetadas en el zurrón y comenzó a entrar por la primera de las vertientes de aquella serranía.
Ésta iba ligeramente inclinada en sus comienzos, pero transcurrida una media legua, se empezaba a empinar y a mostrar muchas más dificultades de las acostumbradas, por lo que tenía que hacer grandes esfuerzos y su avance se hizo mucho más lento. A cada paso que daba, él se internaba en un terreno muy agreste y desconocido, pero su agilidad, juventud y deseos de salir triunfante de la prueba a la que se sometía: superaba todos los obstáculos. Tantos eran sus deseos de alcanzar el éxito, que a media tarde ya estaba llegando al nacimiento de la vertiente, que había escogido en primer lugar y por más que había mirado y remirado a cada zancada, paso o estirón que daba, nunca aparecía ante sus ojos las tres piedras, formando un triángulo que dieran acceso a la cuevas del sueño. Cruzó a campo través por lo alto de las lomadas, hasta llegar a la segunda vertiente que también se dirigía al sur, buscando el cauce del río Turtur.
No creamos que el campo a través de entonces, era un simple y agradable paseo por los cerros más altos cordilleranos: en realidad las encrespadas vertientes, siempre culminaban en frondosas vegetaciones que entorpecían el caminar de cualquier ser humano, por hábil que éste fuese. El terreno siempre estaba sembrado de innumerables acantilados, que en alguna de sus formas, al tratar de sortearlos, encerraban un peligro inminente de desprendimiento, sin contar con los peligros que encierran los reptiles venenosos que pululan por esas crestas. Todas esas dificultades, peligros y muchos más inconvenientes que no he memorizado para relatar en este sitio, se les planteaban abiertamente a nuestro amigo Teuso, más a él no le arredraban las dificultades y ponía en cada movimiento su máxima atención y prudencia para no sufrir, cualquier percance que le apartase, aún temporalmente de su misión.
Sin mediar descanso, al cabo de una hora aproximadamente, ya se había situado en el nacimiento de la siguiente vertiente de la serranía, yendo hacia occidente, y estaba dispuesto a no parar aquella tarde, por lo menos hasta que llegase al entronque de aquellos cañadones en la arteria principal. Bajaba con más rapidez que lo hiciera en la subida de la vertiente anterior pero a pesar de ello no menguaba la atención que prestaba, sobre todo a los laterales de la vertiente que bajaba. Se desesperaba al no encontrar nada que le pudiese aclarar los aspectos mostrados en su sueño y que tan bien le había descrito la vestal cuarta, llamada Oeste.
Ya no quedaban rayos de sol por el sitio en el que se encontraba, pero mirando atrás podía ver, como relumbraban en lo alto de las crestas; así que todavía le quedaba, por lo menos, una hora larga de luz diurna; suficiente para llegar a donde se lo proponía montar su chinchorro y preparar la fogata de leños secos que no le delataran fácilmente.
Aún quedaba bastante luz cuando llegó al río Turtur de nuevo y en vez de buscar rápidamente un lugar donde montar su chinchorro, siguió vertiente abajo, tratando de encontrar, cuanto antes, el entronque de la próxima vertiente por su lateral derecho. Cuando llegó y aún con luz, rápidamente encontró el lugar donde pensaba colgar su chinchorro. Colgó todos sus bástulos en la rama de uno de los árboles escogidos y rápidamente se metió con una flecha, en las aguas del río principal, tratando de ensartar algún pez oportuno para su cena y al mismo tiempo tomar un baño necesario.
Estando entretenido con la pesca, observó que de la parte derecha: desembocaba corriente abajo, un riachuelo de curso más mediano que a la mañana siguiente se proponía explorar. Este afluente traía las aguas más cristalinas, por lo que pensó: muy posiblemente favorecería mejor su pesca y le inducían a disfrutar más placenteramente de sus aguas. No lo dudó y se desplazó hasta llegar a la confluencia donde desembocaba el menos caudaloso. Posteriormente llegué a entender que a este riachuelo se le conoce con el nombre de río Guaso y trae las aguas de la comarca serrana, donde hoy están los terrenos de la población de Maripí. Ya estaba tomando su apetecido baño y con su lanza tratando de ensartar algún pez, cuando pudo observar muy cerca de su entorno: piedras, recodos y parte de la ribera que le eran familiares; salió del riachuelo y comenzó a ser más meticuloso en su observación; todo a su alrededor le era familiar: pareciéndole que ya conocía el lugar y que aquellos parajes los había andado él muy recientemente, a pesar de no haberlos visitado nunca… Guiado por su instinto y memorizando los datos que le habían traído sus anteriores sueños, fácilmente dio con el agujero que formaban las tres piedras -que yo llamo de reaní- y, cuando hubo llegado a su altura, la reconoció perfectamente. Aquí encontró Teuso su cueva, uno de los yacimientos colombianos de esmeraldas.
Rápidamente volvió por sus pertenencias y se trasladó, habiendo inspeccionado con sumo cuidado todo el interior de la cueva; encendió un fuego en la base del quicio de la entrada a la misma, que después le serviría de defensa ante cualquier alimaña nocturna, pues pensaba, con bastante acierto pasar la noche en el interior de la cueva. Volvió a colocar sus cepos a cierta distancia, para que los animalitos no pudiesen espantarse con su presencia y dejó la flecha en el capazo del zurrón, previsto para tal efecto. Esa tarde ya no trataría de pescar más.
Sólo le quedaba arrimar más leña hacia la puerta, donde ya había prendido el fuego y colocarse dentro del recinto, mientras daba buena cuenta de los restos que le quedaban en el zurrón, pensando, como dicen los muy creyentes: -mañana los dioses le proveerán de alimento, para seguir vivo-. Comió tranquilamente el resto del conejo, que para mejor saborearlo, lo puso frente a la lumbre por lo menos una media hora…
Mientras se terminaba de asar y calentar el conejo, se dedicó a inspeccionar la entrada de la cueva y volvió al poco rato a la fogata para mover la situación del conejo, que había ensartado en una vara verde de mimbre -dándole la vuelta al resto del conejo de cara al fuego para que se asase bien la otra mitad que no había estado tan expuesta a las llamas.
Cuando terminó de comerse el resto del conejo, otro de los mangos y dio un buen trinque al cuerno de la chicha, salió al cauce del arroyo y cortó varias varetas de un arbusto, al que en mi tierra denominamos adelfa, con los que pensaba fabricar unas cuantas antorchas que pudiesen servirle a alumbrado; con la piel grasienta, hojarascas secas que encontró en las inmediaciones y parte de sus ropas menos necesarias; confeccionó las dos de las antorchas de sus sueños y penetró dentro de la oquedad, no sin antes haber formado un montón de leña seca a la entrada del agujero que fue colocando escalonadamente junto a la puerta de entrada a la cueva, para que fuese consumiéndose paulatinamente y no de forma precipitada porque daría mucha llama y calor y que sólo tendría que arrimar un poco para prenderla en la noche venidera -que ya se avecinaba a grandes pasos- y así, poder ahuyentar cualquier animal selvático o peligroso que quisiera merodear por los alrededores de la entrada; al mismo tiempo, deseaba pernoctar aquella noche allí en el habitáculo de entrada. Como ya no pensaba salir más al exterior, determinó prender el más fuego a la entrada de la abertura, para evitarse sorpresas de cualquier animal mientras entraba dentro del recinto y pudiese pillarle desprevenido, así el impedimento de la fogata le asustaría y le mantendría alejado, mientras él estaría completamente seguro dentro de ella…
Cuando terminó las tareas que se había impuesto, ya era tarde avanzada y la luna no alumbraba mucho sobre aquella cañada por donde discurría el riachuelo de laderas encajonadas, muy empinadas y superpobladas de arbustos -sobre todo palmitos-. Pronto se encontró dentro de la gruta y habiendo encendido el fuego cerca de la entrada; con la luz que desprendían las llamas: podía ver el interior y se distinguían fácilmente las dos bifurcaciones que había visto en su noche de sueños inducidos-. Todo era calcado, no variaba absolutamente nada y hasta las protuberancias que hacían las rocas entre sí, coincidían exactamente con la realidad que observaba -in situ-…
Aquella noche terminó acostándose sobre su jergón formado por su chinchorro y el zurrón, mucho más tarde de lo que acostumbraba y después de inspeccionarlo todo, estaba impaciente por comenzar su tarea, introduciéndose por el agujero de la derecha, que era el indicado. "En Muzo se hallan los yacimientos de las esmeraldas más finas y hermosas del mundo; aquí se encuentra la codiciada gota de aceite; piedra preciosa de verde profundo, escasa en otros yacimientos. Los datos que se tienen acerca de los primeros pobladores de Boyacá, provienen de los muzos. Los límites del territorio de éstos eran: al sur, río Negro, de por medio con los panches cuyos pueblos con sufijo "aima", como Nocaima y Nimaima, indican donde termina la provincia de Muzo; al occidente, con el río Magdalena y con tierras de los panches de Mariquita; al norte con el área selvática del río Carare, en Santander, antiguo territorio de los nauras, también de origen Caribe; y al oriente, con el de los muiscas del valle de Ubaté-Chiquinquirá y con el río Pacho. Los muzos se caracterizaron por practicar la agricultura, la ebanistería, la talla de esmeraldas preciosas y el trabajo en cerámica. De esta manera se catalogaron como sociedades agras alfareras.
Muzo, como pueblo, ya existía anterior a la conquista y era habitado por los indios Muzos: tribu muy belicosa, para quienes la guerra era su actividad preferida.
Se dedicaban a la agricultura; la que realizaban una vez terminaban su guerras, la minería donde explotaban las minas de esmeralda en forma rudimentaria, las que eran utilizadas como objetos de adorno y trueque entre los clanes. Además de las anteriores actividades, se dedica van al pillaje que era una forma de apropiarse de aquellos elementos que necesitaban, especialmente asaltaban a su vecinos los Muiscas. Para que los españoles los conquistaran, debieron afrontar una cruenta guerra de aproximadamente veinte (20) años, al término de los cuales los lograron subyugar. Luis Lancheros fue el primer conquistador que entró a someterlos; confiado en su destreza militar pero sin conocer el territorio enemigo que lo esperaba hacia el año de 1.539: Diego de Martínez fue el segundo que fracaso en el año de 1.544. Melchor de Valdez fue el tercer personaje decidido a castigarlos en el año de 1.550. Le siguió Pedro de Ursúa. Hombre hábil y valiente, quiso usar la persecución para someterlos, pero sus planes fallaron en 1.551. Finalmente Luis Lancheros con el auxilio de Juan de Rivera derrotó y subyugó a los Muzos en el año de 1.559. Muzo pertenece a Boyacá, Provincia del Occidente, en las estribaciones de la Cordillera Oriental. Temperatura media de 26°C. Precipitación media anual de 3.152. La cabecera Municipal se localiza en las coordenadas Geográficas y una distancia de 178 Km., de la capital del Departamento (Tunja) y a 118 Km. de la capital de provincia que es Chiquinquirá".
Teuso, al instante despertó de su profundo sueño y recordaba repetitivamente todo lo que había soñado y así lo tenía fresco con detalle al tiempo que lo memorizaba para que no se le olvidase, especialmente lo del tesoro que encerraba el conducto izquierdo de la cueva donde se encontraba, cuya dificultad era mucho más grande que si hubiese sido el del lado derecho.
Se encontraba recostado sobre unas rocas en la penumbra del recito que conformaba la cueva, -podríamos decir en la antesala-; era lógico, pues aún no había amanecido plenamente y el sol no irradiaba mucha luz, hacía un poco de frío y notaba como una brisa que se adentraba hacia el interior de la cueva por ambos boquetes, que ejercía una atracción especial sobre el humo que se escapaba desde los restos de la fogata que la noche anterior había hecho junto a la puerta de entrada a la gruta. Este hecho le garantizaba que dicho conductos finalmente se comunicarían con alguna salida más o menos lejana de la entrada.
Pensó inspeccionar los conductos y sin más dilación empezó por el más difícil, que era el conducto izquierdo, donde recordaba le había comunicado estaban las piedras verdes. Se incorporó y cogiendo su morral, que la noche anterior le había servido de cabecera en su duro e incómodo lecho y comenzó a introducirse por el agujero indicado: el izquierdo… Pudo arrastrarse a duras penas, como unos cinco metros, cuando se vio entorpecido por la prominencia de una roca que no le permitía introducirse más, estuvo forcejeando en varios intentos, pues no llevaba consigo algo con que quebrar el saliente, que estaba situado en la parte alta del agujero, viéndose obligado a retroceder y tratar de buscar algo duro con qué pudiese golpear los obstáculo que fuese encontrando en su recorrido por el agujero, ya que, si más adelante se encontraba otros, le sería muy difícil volver hacia atrás; esta dificultad, ya la había comprobado en el primer saliente que encontró en su reptar y, de seguro que constituía una gran hazaña, el tener que volver hacia atrás, por un conducto tan angosto. "Maripí que es como se llama la población actualmente cuenta con varias quebradas de grandes niveles: entre los 400 y los 2.000 metros aproximadamente y donde se dan los climas característicos de la zona: caluroso, templado y frío; cuenta con varias vertientes importantes, algunas de ellas, de importancia singular, como la del Piache que llega a formar el río Guaso y la Yanacá, para convertirse todas juntas en el río Minero.
Estas vertientes que van atravesando las cuencas de los yacimientos de esmeraldas de Maripí, el Contento, la Laja, Muzo, etc., -al comenzar su fluir las condensaciones de sus nubes van siguiendo hacia el noroeste, atravesando muchas cordilleras serranas que vierten hacia occidente, dentro de los límites de los terrenos boyacarense".
Parece ser que la cueva en cuestión estaba situada en la margen derecha de uno de los arroyos que bajan la serranía boyacasense en sus vertientes escarpadas -de este a oeste- confluyentes en el río Turtur actual. También se le conoce desde su nacimiento, sobre todo en la parte del norte de la región y, hasta su empalme, como el río Minero, para cambiar posteriormente al denominado río Carare, cuando entra en las tierras de la región santanderina. Recoge las aguas de los departamentos del norte de Cundinamarca, sur de Boyacá y noroeste de Santander, colindantes entre sí, para luego engrosar el río Magdalena por su derecha, cuando ya es navegable. "Los indígenas de ese territorio eran los herederos de los celebres muzos: pueblo de ardientes y empedernidos guerreros, muy belicosos y eminentemente salvajes: inicialmente oriundos de las Costas Atlánticas del Caribe que se fueron extendiendo muy agresivamente hacia el sur, apropiándose a su paso de todo el interior de los territorios de la etnia chibcha-muiscas, mediante enfrentamientos bélicos y el pillaje como su principal actividad. Con el paso del tiempo pasó a ser la agricultura su principal actividad -con el cultivo de la papa, el maíz, la coca, los frutales, etc.,- a la que se dedicaban, cuando no hacían la guerra avanzando por los territorios de los muiscas. La minería era otra de las actividades a las que se dedicaban con creciente actividad, especialmente de extracción de esmeraldas que eran utilizadas para adornos, como ofrendas a sus dioses o de intercambio por otros bienes entre otros pueblos". "La minería de esmeraldas siempre constituyó un incalculable medio de riqueza en toda la cuenca del actual río Minero y sigue siendo una de sus más importantes actividades. El gran problema de estas riquezas, es: que nunca fueron proporcionalmente repartidas entre los distintos componentes que intervienen en sus extracciones, pues mientras hay personas que no alcanzar a ganar para sobrevivir, existen otros que se llevan todos los beneficios y poco redunda esa riqueza a la comunidad en su prosperidad y desarrollo. A partir del siglo XIX la comarca se convirtió muy rápidamente en una administración corrupta y altamente insegura, que diezmó la población, por la competencia, ambición y el afán de poder, donde la administración republicana, era participe de esos desafueros. Es un periodo controvertido, pero trae a colación las características del pueblo muzo.
Asaltaban a los pueblos vecinos, especialmente a los chibchas para robarles lo que creían eran de su provecho; siendo muy temidos entre sus convecinos".
Teuso aún no se había encontrado con ningún individuo oriundo de aquellas tierras, por lo que pensó: salir lo antes posible de ese territorio; más no se volvería atrás antes de llegar al fondo de los agujeros y analizado todo aquello que pudiese serle de utilidad a sus propósitos; por lo tanto: ahora lo fundamental era encontrar algún utensilio, lo suficientemente duro, como para romper los salientes de roca que se interponían para alcanzar su meta a través del agujero…
Salió al exterior de la cueva y empezó a buscar entre los guijarros del río. Primero inició la búsqueda en el centro del arroyo que llevaba su corriente cercana a la entrada y fue, con pasos lentos, indagando o seleccionando aquellas piedras que parecían ser más duras. Cuando escogía alguna nueva, la hacía chocar con gran fuerza contra la anteriormente elegida, hasta conseguir que alguna de las dos se rompiera; desechando la rota y reservaba la más dura para compararla con la próxima encontrada. De esta forma y, al cabo de un buen rato, consiguió tres bolos rodados, que ninguno de ellos soltaba esquirlas o se rompían al someterlos a la prueba, que él consideraba más apropiada para hacer frente a su obstáculo; en ocasiones hasta las hizo chocar contra algún pedrusco, arrojándolas contra el suelo fuertemente. Volvió rápidamente a la entrada del agujero, donde se dedicó a preparar: utilizando algunas varas de adelfas -que cortó con su machete de la ribera del arroyo-; amarró el bolo de pedernal al mástil de adelfa con algunas tiras que le quedaban de su ropa maltrecha, también la amarró fuertemente con una cinta de piel que llevaba en el zurrón y que, en muchas ocasiones anteriormente le había servido para atar su hamaca a algún árbol propicio o para montar su cepo, evitando que se escapase la pieza una vez atrapada.
Finalmente formó una especie de hacha que, seguro le serviría para romper el saliente u otros que se pusiesen en su camino.
Volvió a entrar por el mismo agujero gateando y arrastrándose; llevando todos sus enseres por delante de su cabeza, pues pensó que cabían bien, evitando la posibilidad de retroceder o dificultándose a sí mismo, para no dar marcha atrás. Al inició de su recorrido todo iba bien -nuevamente arrastrándose algo recostado sobre el suelo-cambiando de lado, cuando se sentía algo cansado- y así avanzaba hasta llegar nuevamente al saliente que le impidió el paso la primera vez. Entonces cogió uno de los utensilios -hechos momentos antes con un bolo de pedernal y un mango de adelfa- y, empezó a asestar golpes continuos -aunque no muy fuertes- sobre el saliente que le impedía el paso. No podía asestar fuerte golpes al saliente -ya que el recorrido era corto y le impedía imprimir velocidad al movimiento del hachazo o porrazo.
Al cabo de casi media hora -o más menos- 200 golpes: el saliente se desprendió, aunque más bien parecía que se había ido desgastando con cada golpe que recibía… Los trozos de esquirlas que soltaba el saliente, tuvo que ir arrojándolos también delante de sí -junto con su zurrón, pues difícilmente hubiese podido pasar por encima de ellos -; de haberlos dejado donde caían, como pretendía al principio: este hecho, empezó a constituir un gran obstáculo para su avance, por lo que no le quedó otra opción que llevarlos delante de él y, al tener que ir despejándose el camino con tantos obstáculos: le cansaba más que el tener que arrancarlos a fuerza de golpes. No fue el único saliente que tuvo que romper, pues cuando había avanzado unas cuatro varas más, se encontró varios trozos de tronco, que casi taponaban el agujero. Ante esta dificultad, que llegó a parecerle insalvable, pues no alcanzaba fácilmente con las manos al lugar donde se encontraba el semi atoro y, con los mangos de las hachas que se había prefabricado tampoco podía deshacerlo; especialmente se lo impedía el montón de cascotes de piedras, que ya llevaba acumulados delante de sí. En esta situación de dificultades se encontraba Teuso, sin saber qué resolución tomar, pero que aprovechó para tomarse un descanso, relajarse y tomar nuevas fuerzas -tanto si decidía continuar- cuales eran las medidas a tomar, para sortear el tapón de palos y brozas que tenía ante sí… La otra alternativa: volverse atrás y admitir el fracaso, no era admisible para él; el desistir en su empresa, constituía la renuncia a Iruya.
Otra opción era: la búsqueda de otro presente diferente al que le habían predicho en sus sueños -tanto el semidiós como las vestales de la fuente multicolor…
CAPÍTULO IX.
Tumbado en el agujero
En el corto espacio de tiempo que llevaba tumbado -a lo largo del agujero, descansando y pensando en las diferentes maneras a las que podría llegar para sobrepasar aquél obstáculo-, se quedó casi helado y el sudor que antes había destilado su cuerpo -por el esfuerzo de picapedrero que tuvo que realizar-, se le había secado debido a la pequeña corriente de aire que circulaba por el pasadizo, en dirección hacia el interior de la cueva.
Una de las grandes dificultades que tenía -en la posición donde se encontraba- era: la falta de espacio para poder emplear sus miembros y ejercer fuerzas sobre el obstáculo que tenía delante de sí. No podía utilizar herramientas o palancas que hiciesen mover o deshacer aquél amasijo de ramajes y brozas -totalmente secos y por lo tanto rígidos-, haciéndolos imposible de desliar poco a poco. Por más vueltas que le daba a su cabeza, no encontraba la forma adecuada de hallar una solución para poder pasar de aquel atoro.
Finalmente optó por salir hacia atrás de aquél agujero, antes de que se sintiese más mermado en sus fuerzas o le faltasen para ello; también podría ocurrir que cambiase el tiempo y alguna torrentera entrase con fuerzas por la portada de la cueva y le empujase a él hacia el interior, aplastándole contra el tapón, ahogándole al mismo tiempo ante aquél obstáculo que seguramente no cedería y alcanzaría una presión incalculable: pudiendo costarle la vida con toda seguridad.
Con gran dificultad pudo salir hacia atrás al cabo de casi media hora de nuevos esfuerzos. Se incorporó y analizó fríamente la situación; finalmente llegó a la conclusión lógica, en la que: por sus propios medios y en la postura que obligatoriamente tenía que adoptar dentro del boquete, nunca podría sortearlo o inutilizarlo.
Tenía que encontrar otra forma de poder anularlo o sortearlo que no encerrase tanto riesgo o peligro. Estaba cansado y hambriento, por lo que atendió su necesidad más perentoria, volviendo a consumir algunas tiras de mojarras que pescó en el riachuelo cercano y, seguidamente se recostó sobre su morral en el interior de la cueva, llegando a conseguir su merecido descanso: alcanzando a dormirse a pierna suelta, mientras soñaba con algunos pasajes de su niñez.
En una asociación de ideas -su subconsciente- le llevó a unos veinte años atrás, cuando en compañía de su abuelo acompañaba a éste en vigilancia de unos hornos de carbón vegetal, que estaban en pleno funcionamiento y del que obtenía el preciado carbón negro, que luego utilizaría en las noches gélidas dentro de su choza, sin el gran peligro de que se incendiase, como solía ocurrir con el fuego de grandes llamas, cuando se empleaban ramas secas.
Observaba cómo: al más mínimo agujerito por donde entraba demasiado aire, su abuelo lo tapaba con sumo cuidado, evitando el prendimiento excesivo del horno, el cual siempre debía arder lentamente, casi ahogado en su propia combustión. Siempre le dijo su abuelo -en esos largos recorridos: vigilando los hornos de carbón vegetal- que, bajo ninguna circunstancia debía situarse encima de alguno de los hornos, por muchas prisas o garantías que éste le pudiese presentar para soportar su peso, pues en todos los casos se quemaría vivo -en caso de hundimiento- debido a la gran temperatura que el horno alcanzaba en su interior. Al despertar de este sueño de su niñez despreocupada y feliz: le vino a la mente, la idea de hacer del agujero un horno de carbón, para que a medida que ardía en su interior y con dirección opuesta a donde él se encontraría -debido a la circulación de la brisa que ya tenía observada y comprobada- podría solucionar el problema del tapón que le impedía avanzar por el agujero hacia el interior, pudiendo deshacer con ello el tapón…
No tardó mucho tiempo en tener acumulado un montón de leña de arbustos limítrofes, en su mayoría seca, que poco a poco fue introduciendo y prensando desde el fondo del agujero hacia fuera, desde donde estaba el obstáculo, a forma de taponamiento, para lo que se fue ayudando de una vara larga, a medida que taponaba el agujero iba dejando porosidad suficiente, como para que el fuego fuese avanzando en dirección adecuada y concentrando el calor sobre el final, debido a la brisa que circulaba. Cuando hubo taponado perfectamente todo el recorrido que antes le permitía avanzar, prendió el fuego a la leña de la entrada del agujero, que previamente había procurado que fuese la más fina y seca, para que penetrase hacia el interior y no revocase mucho hacia fuera. Una pequeña llama empezó a convertir en cenizas con lentitud toda aquella maza de yerbajos y matojos, llevándose la mayoría del humo hacia el interior, de lo desconocido hasta entonces para él. No pudiendo soportar la humareda que se formó en el habitáculo de entrada a la cueva, se vio obligado a salir del recinto y respiró aire limpio y puro, que quizás fuesen los causantes de clarificarles las ideas que tenía sobre su recién acabado emprendimiento y fue: él podría aprovechar esa gran ocasión para comprobar los alrededores y averiguar por donde saldría el humo de su personalísimo horno en el exterior. Efectivamente, anduvo por los alrededores observando y hasta que se paró en un montículo que estaba situado en la ladera de enfrente al agujero de la entrada de la cueva y se puso a observar detenidamente; apreció que de la superficie del terreno -a unas cien o ciento cincuenta varas del riachuelo y en dirección corriente arriba -unas cincuenta varas- brotaba como una lenta neblina, que lógicamente debía ser el humo que había encontrado la chimenea por donde salir al exterior. Inmediatamente, se fue acercando hacia el lugar con paso firme y rápido -antes de que cantase el gallo, como también se suele decir por mi tierra- y fue observando que desde donde salía el humo más concentrado, de entre los yerbajos del suelo, se observaba: como una hondonada, similar a un cepo de superficie, cuando ya ha caído la presa-; allí estaba la tronera que tanto buscaba y al verla le proporcionó una gran alegría. Su tecnología no era muy refinada pero si era bastante preventiva, pues al llegar a las inmediaciones, no se pasó de ligero y estuvo un largo rato observando el lugar y la forma más propicia de investigar los resultados que podrían depararle, tanto si se acercaba demasiado, como si intentaba levantar algunas piedras y arbustos que habían proliferado por entre sus grietas. Era imposible que el agua que entraba en los desbordamientos del arroyo y pasaban por el agujero, llegasen a salir por aquella tronera; el lugar se encontraba -como mínimo a unas cien varas por encima del arroyo y lógicamente el agua no podría llegar hasta allí. Se percató del peligro que corría si se acercaba más o se montaba encima del terreno por donde salía el humo -es muy posible que los consejos de su abuelo, le recordase claramente que nunca debía montarse encima de un horno de carbón vegetal- y guiado por ese sentimiento se dedicó un gran rato en fabricarse una buena cuerda trenzada de finas ramas de sauce llorón.
Una vez finalizada su cuerda que era por lo menos de diez brazas, la amarró fuertemente a una raíz sobresaliente que bordeaba el pequeño talud de aquella chimenea natural: comprobando que estaba firme y bien segura para poder aguantar el peso de su ligero pero musculoso cuerpo. Se anilló -alrededor de su cara y cuello- un pedazo de tejido que arrancó su poncho multicolor -previamente lo había humedecido en el arroyo y silenciosa aunque pausadamente se fue descolgando por la pequeña abertura -apartando con bastante dificultad algunos matojos y leños secos que inicialmente obstruían el paso, al tiempo que se ayudaba apoyando ocasionalmente la punta de sus pies en algunos salientes de las paredes de piedras. Poco antes de llegar al final de la cuerda, consiguió mantenerse firme sobre los pies y pudo seguir bajando en casi una oscuridad completa, pero que sus ojos escudriñaban y se habituaban a la poca luz que entraba por la tronera de la chimenea. Su estado era caótico y sumamente peligroso, pues nunca se había visto en tal estado de exploración de cuevas, que por en den: nunca fueron de su agrado -siempre gustaba de desenvolverse al aire libre y a la luz del sol-.
Permaneció en total silencio tratando de percibir el más mínimo ruido que pudiera producirse en aquél recinto oculto.
No captó ningún sonido, ni siquiera el crujir de las ramas secas que deberían notarse por la tronera del agujero, lo que indicaba que era bastante largo o seguramente habría más de un taponamiento hasta llegar al fuego, que aun debería estar ardiendo. Consiguió agazaparse en un recodo, que le permitía estirar las piernas, mientras permanecía algo sentado y semi recostado; aguzó el oído nuevamente y el completo silencio se manifestaba por doquier a medida que él iba girando su cabeza muy lentamente aguzando su ingenio hasta que logró percibir el chasquido del fuego que avanzaba poco a poco por el agujero; lo que le indicó claramente que no estaba lejos de su posición; se fue lentamente acercando -guiado por los pequeños chasquidos que ahora iba percibiendo con mayor intensidad -debido también a que él se había colocado ambas manos a cada lado de la oreja derecha de forma cóncava, formando una especie de pantalla receptora. Llegó hasta la bocana opuesta por donde salía el humo empujado por la brisa y permaneció largo rato al lado de la tronera, ya que el humo se escapaba fácilmente por la chimenea que le había dado acceso al recinto y no le afectaba en gran manera en la posición que él se encontraba. Afortunadamente llevaba consigo el zurrón y podría allí mismo hacer un pequeño fuego, que le ampliase la visión para ver el recinto con mayor nitidez; pero carecía de leña u otro medio combustible: con qué mantener un fuego fluido, por lo volvió a subir por el tiro de donde colgaba la cuerda a especie de liana. Buscó por los alrededores cuantas ramas y pequeños leños encontró, los troceó con sus propias manos y los iba echando por el agujero, de forma tal que no se enredasen, ni taponasen u obstaculizasen la abertura pues tenía que volver a bajar al interior de la cueva y explorarla con tranquila meticulosidad, hasta encontrar lo que en sueños le habían mostrado el semidiós y las cuatro vestales hermanas de la fuente multicolor. Cuando creyó que había echado suficientes taramas y leños -por el agujero casi vertical que le había permitido deslizarse al interior de la cueva-: dedicó lo que quedaba de tarde a pescar algunos peces en el arroyo vecino, pues sabía que estaba escaso de víveres y pensaba pasar la noche dentro del recinto interior de la cuerva -lugar más seguro y al abrigo de cualquier fiera salvaje-, al mismo tiempo que le permitiría aprovechar el tiempo suficiente para explorar el recinto a la luz del fuego que pensaba prender que, al mismo tiempo le serviría de calor para la noche destemplada que se avecinaba. Le llevó una media hora ensartar tres peces hermoso -dos moharras y una cachama, de considerable tamaño-, también se aprovisionó de un cuenco de caña de bambú de agua cristalina del arroyo y se dispuso a subir la pequeña cuesta que le distanciaba de la bocana de la chimenea para introducirse por ella e instalarse en su interior. Tan pronto como bajó por la cuerda, con cierta dificultad, como lo había hecho la vez anterior, se organizó recogiendo toda la leña -que hasta entonces estaba esparcida por casi todo el recinto del habitáculo-; cogió un poco de la más frágil y seca y la envolvió con algo de musgo seco -que también había arrojado en previsión de este crucial momento de encender el fuego, pues sabía que si no había materia adecuada: era casi imposible arrancar el prendimiento del mismo. Fácilmente lo puso en marcha y atizó con algunos troncos más gordos, para que durase más tiempo su fogata y le permitiese dedicar más tiempo a la inspección del recinto, que era lo que más le interesaba en todo momento.
Como se hicieron visibles las paredes de alrededor, fue acercándose con sigilo y provisto de una antorcha -que al efecto se había fabricado-, observando cada hueco y rincón que formaban las piedras del perímetro. Encontró bastantes guijarros sueltos y sin aristas por el suelo, que se habían introducido seguramente arrastrados por la corriente de torrenteras ocasionales desde el lecho del arroyo vecino. Algunas pinturas rupestres sobre la superficie lisa de un entramado de la pared – de más de 10 varas, que quedaba a la parte derecha del boquete por donde seguía saliendo el humo de la tronera horizontal que él mismo había taponado y prendido para abrirse paso-, le fueron demostrando la existencia de que sus antepasados ya habían frecuentado aquel recinto. En su continuo deambular por todo el recinto, fue buscando el preciado objeto, que debería servirle de presente ante Menquetá y los otros caciques, para ganarse la autorización y beneplácito y, así poder unirse a Iruya para formar su propia familia. En estos pensamientos estaba: cuando empezó a sentir el cascabeleo característico de la cola de una serpiente víbora cascabel que sin duda le advertía del peligro que corría por haberse acercado demasiado a su territorio.
Se paralizó en seco y no movió ni un solo músculo; como si tuviese un sexto sentido indagó e imaginó la situación, pero seguía sin moverse, pues sabía que de ello dependía poder anticiparse a la mordedura mortal de la serpiente.
No sentía ningún otro sonido, a excepción hecha del leve crujir de la leña al arder en la fogata. Al cabo de un par de -larguísimos minutos de total quietud- empezó a girar la cabeza lentamente tanto como le fue posible, con la vista pendiente de un tramo circular del suelo: buscando el hueco o el lugar de donde le había venido la advertencia del reptil. Hizo un giro de más de 180 º y no apreció nada que le indicase la situación y, cuando emprendía el segundo recorrido en sentido contrario: apreció al animal, tan grueso como su propio brazo y de más de dos varas de largo, que permanecía enroscado y con la cabeza erguida como un palmo del suelo a punto de saltar y morder al más mínimo movimiento que él pudiese hacer.
Inmediatamente retrocedió sobre sus pasos al tiempo de veía reptar al ofidio e introducirse por una grieta que estaba en sentido opuesto.
Tal acontecimiento ya le indicó que aquél no era un recinto ideal -como había pensado anteriormente- para pasar la noche y, seguramente esta sería la guarida de algún animalito más que se habría visto atrapados por la humareda que había formado al taponarles se salida normal al exterior. No hizo mucho más Teuso en tomar precauciones hacia la cascabel que acababa de tropezarse, pues sabía que en algún tiempo no aparecería por las inmediaciones y mucho menos, si había encontrado escape a otros habitáculos por los que él no podría pasar debido a la angostura de las grietas que aparentaban ser inaccesibles para el humano. Se dedicó con más constancia -si cabe- a inspeccionar todo su alrededor, que se había visto interrumpido por el encuentro con la serpiente.
Casi de inmediato pudo apreciar -en el hueco que formaban dos grandes rocas- un acumulo de armas muy rudimentarias: flechas, escudos trenzados de varetas de mimbre, algunos cuchillos -de formas no vistas por él hasta entonces- y algunos arcos desarmados. Diseminados por otro rincón del recinto, encontró: dos cráneos casi deshechos y algunos otros huesos del esqueleto, que no supo descifrar.
No se atrevió a tocar nada ni a sorprenderse de las cosas encontradas, no fuese a despertar el espíritu de alguno de aquellos guerreros, que seguramente adormecidos: estaban vigilantes del recinto… Por más que indagaba y buscaba no encontró fácilmente el tesoro que tan claramente le habían propiciado sus interlocutores, de sueños anteriores. Recorrió fácilmente en menos de una hora todo el recinto, por lo menos en dos ocasiones y, a cada cual de ellas con más esmero y muy concienzudamente, pero no llegaba a dilucidar lo que con tanta vehemencia buscaba…
Hizo un tercer recorrido buscando alguna abertura que fuese lo suficientemente grande para tragar las supuestas aguas -que en casos contados- podía inundar aquel recinto y, sin duda debería ser igual o mayor al del agujero que estaba prendido. A nivel del suelo: sólo encontró dos grietas de parecidas características y por la que una de ellas había huido momentos antes la serpiente.
Él no podría pasar por ellos, por más que se lo propusiese.
Siguió observando con meticulosidad las paredes del recinto y ante él apareció a unas dos varas de altura: como una sombra opaca que asemejaba a la boca de un gran cetáceo y que rápidamente intuyó que circulaba el humo con mayor velocidad que hacia arriba por el tiro de la chimenea… Pensó que debía explorar aquel nuevo boquete y lo que hubiese tras de sí, siempre que pudiese introducirse por las aberturas que se fuese encontrando por el camino.
Arrojó por el nuevo pasadizo el resto de la leña sin usar en el fuego, con objeto de tratar de hacer uno nuevo -si fuese necesario- una vez que se encontrase en la nueva inspección que se proponía hacer a partir de aquella nueva entrada.
No exenta de dificultad fue su subida hasta aquella puerta que se le presentó como si fuese un fantasma; pero pudo vencerla y subirse esas dos varas verticales de rocas lisas y resbalosas por los musgos que tenían adheridos.
En más de una ocasión se resbaló dándose fuertes golpes contra sus rodillas; casi a pulso se pudo encaramar hasta la nueva entrada hacia futuras dependencias de aquella gruta. No hubo andado ni 10 varas, cuando el camino que traía bastante cómodo y de altura suficiente que le permitía estar erguido en todo momento, giraba a su izquierda y se estrechaba hasta el punto de que no podía continuar de pié, ni de frente, pues se convirtió en una grieta irregular, por la que difícilmente podría pasar un venado.
Tardó un buen rato en poder encender un nuevo fuego con todas las ramas secas y algunos hierbajos secos que había conseguido reunir antes de meterse en la nueva exploración de aquel recinto. La lumbre lo iluminaba todo y se veía palpablemente como la llama se inclinaba hacia la oquedad que estaba más distante, lo que indicaba claramente que seguramente habría alguna nueva salida siguiendo la dirección que llevaban los humos y gases, formados por la combustión de la nueva fogata. Hacía algún tiempo que sentía hambre, pues el tiempo se le había ido volando con la meticulosa inspección del recinto que hizo anteriormente; buscó en el zurrón los tres peces que había capturado en el arroyo y ensartó por la boca a la cachama en dirección caudal -con una ramilla verde de adelfa, no más gruesa que el dedo meñique- de tal forma que el pez quedó traspasado longitudinalmente, propio para colocarlo horizontalmente sobre dos horquillas que previamente preparó al efecto, para que soportase el peso del pescado y no se quemasen fácilmente al acercarlas lo más posible al fuego. En breve tiempo aquel pedazo de pez quedó listo para hincarle el diente, claro está, tan pronto se hubiese enfriado un poco para poder llevárselo a la boca, sin riesgos de que produjera alguna quemadura en el paladar o los labios.
Con los restos que dejó del pez consumido, el cuerpo de otro, algo de musgo seco y parte de su indumentaria: hizo una larga antorcha que casi le permitía alumbrar con ella el techo de aquella cavidad donde se encontraba.
Prendió fuego a la antorcha directamente en la fogata y la fue introduciendo por la abertura que tenía más tiro de aire y humo a medida que se iba introducción con gran dificultad por aquella estrechísima grieta. Empezó a notar un olor similar y característico al de orines de ganado, o quizás algo más pestilente, como a huevos podridos, característicos de los gallineros donde hay cluecas que no han podido empollar bien sus nidadas.
Al cabo de unas 7 u 8 varas la grieta se agrandó dando lugar a un espacioso recinto cuya paredes brillaban al refractar la luz de la antorcha, éstas parecían húmedas y viscosas como si emanasen de sus entrañas, algún jugo misterioso que goteaba hasta formar en el centro del recinto una pequeña charca circular de cómo dos brazas de diámetro. Bajó un pequeño escalón a especie de talud, que se deslizaba resbaladizo hasta la propia charca y no fue directamente a parar a ella, porque se iba conteniendo con la propia antorcha, le utilizaba de vara de apoyo o garrote.
Por precaución no bebió de aquel liquido, aunque estuvo a punto de introducir su mano diestra en él para comprobar su sabor y averiguar si era éste el motivo del mal olor que había embargado en poco tiempo todo el recinto. No lo hizo y eso le libró de una mortal quemadura en el lugar y situación en que se encontraba, pues no hubiese tenido a nadie que le amparase en caso de caer enfermo o envenenado por aquel líquido viscoso.
Lo que rezumaban aquellas rocas era: una mezcla de ácido sulfúrico de origen volcánico, disuelto en diminutas gotitas de agua que destilaban del resumidero de las lluvias estacionales. Sintió como el peligro le acechaba en aquel recinto y tomó una resolución rápida, que era: la de salir de allí tan pronto como echase un vistazo rápido al entorno, pues pensó que no iba a arriesgar la vida en aquellos momentos.
Acercó la antorcha todo lo que pudo a la superficie de aquel líquido, pero sin llegar a tocarlo. Vio su rostro reflejado en la superficie cristalina y la antorcha a su lado, como fiel guardián. Fue entonces – de soslayo y tan sólo en breves instantes- cuando se percató de las cuatro vestales -de la fuente multicolor- que estaban señalándole con el dedo índice la parte central de aquella charca- y, con las miradas puestas y fijas en un contenido incierto que debía estar bajo el líquido. No sabía cómo actuar, pues le habían indicado claramente que debía sacar algo que estaba tapado por aquel líquido: a pesar de ello él no estaba dispuesto a meterse allí sin saber lo que podía encontrar o qué riesgos iba a correr con ello.
Entonces optó por partir el mango de la antorcha reduciéndolo a menos de una vara y con el resto del cavo -de casi vara y media de largo- hurgaría dentro aquél apestoso e irrespirable líquido, que nunca le había traído buen presagio.
Introdujo el palo dentro del charco y éste empezó a humear con lentitud.
El fondo no llegó a alcanzar ni un palmo de profundidad y él fue moviéndose alrededor de la charca, con el palo metido dentro, tocando fondo en todo momento, sin que prácticamente variase la situación; aunque se tropezó con algunos objetos que estaban estancados dentro y eran fácilmente removidos, con poco esfuerzo que él aplicara al hacerlo.
Trató de mover uno de aquellos objetos hacia la orilla, para poder apreciarlo más de cerca y poniendo un poco más de tesón en ello, lo consiguió; lo fue arrastrando con la punta del cabo de la vara, hasta ponerlo fuera del líquido pestilente de la charca. Siguió hurgando con la punta de la vara, hasta que volvió a encontrar otro de aquellos objetos, atrayéndolo -hacia sí mismo-, como lo había hecho anteriormente. Insistió y sacó de igual forma un tercero. Los objetos parecían idénticos, de similar material y características y él no había visto en su vida algo semejante hasta ese momento.
Parecían piedras, pero no lo eran; tenían el aspecto viscoso y brillante de color verde oscuro, que seguramente le había dado el contacto permanente con aquél fluido. -Posiblemente fueron depositadas allí de forma intencionada por algún dios loco para que él las rescatase en estos momentos-.
Sin lugar a dudas eran de una belleza inigualable y parecían como el iris de algún felino o de un dragón prehistórico gigante.
Parecían simétricas, superpuestas y semejantes a algunos cuarzos que él había encontrado en raras ocasiones, pero de un color verde oscuro intenso, que allí mismo le parecía fluorescente y cambiantes de tonalidad, según la luz que recibían -pues al acercarle la luz de la antorcha: parecían de un verde más vivo y resplandeciente.
Con sumo cuidado envolvió aquellas tres piezas en el resto del poncho que le quedaba y lo guardó en el zurrón, teniendo mucho cuidado de no mancharse las manos con el líquido del que estaban impregnadas, ni golpearlas.
Ya estaba la antorcha llegando a su fin, por lo que se dio prisas para salir de aquel lugar y, poder llegar sin muchas dificultades hasta donde había formado el segundo fuego, que estaba a punto de extinguirse. "Son rarísimas las esmeraldas, muy difícil de encontrar y alcanzan gran valor en los mercados por ser una de las piedras preciosas más raras, son verdes, la única forma en que cristaliza; es un mineral llamado berilo que al combinarse con el cromo y el vanadio aparece ese color verde tan característico y dependiendo de su pureza puede alcanzar precios incalculables.
La malaquita también es de color verde, pero no cristaliza.
Colombia es uno de los países afortunados al tener yacimientos en el Departamento de Boyacá -entre los más importantes, aunque desde la antigüedad los nativos chibchas las extraían en Cundinamarca y eran vistosos símbolos del poder, ofertas religiosas a los dioses y todo tipo de intercambio comercial entre pueblos vecinos.
Las extracciones de esmeraldas colombianas son de gran importancia porque se encuentran acopladas en rocas sedimentarias y aparecen con exquisitas características; no así como en otros yacimientos en los que se acoplan a rocas volcánicas; es muy resistente, de profunda transparencia, más brillantes y con tonalidades más puras; especialmente las extraídas en: Muzo, Maripí, Borbur, Quipama, Gachalá, Otanche, donde se extraen con gran pureza y en más del 50% del consumo mundial. Existen varias esmeraldas de reconocido prestigio, por sus calidades y tamaño, que las han llevado a obtener sonados valores y reconocimientos, como son: la esmeralda Gachalá de 885 quilates, la Hooker Esmerald Brooch de 75,47 quilates y la esmeralda Tiza de 37,8 quilates; todas ellas expuestas en el Museo Smithsonita. Esta piedra preciosa siempre despertó gran interés en los humanos.
Los egipcios ya las extraían en yacimientos del Mar Rojo y la reina Cleopatra mandó gravar su imagen en una de estas esmeraldas.
También en la Biblia aparece en el Libro del Éxodo, cuando describe las 12 piedras que llevaba el sumo sacerdote en las celebraciones; en el Apocalipsis, es la cuarta piedra de la muralla de Jerusalén. En el siglo I Plinio en su obra Historia Natural describe un lapidario y refriéndose a la esmeralda y dice: "Hay doce clases de esmeraldas.
Las más notables son las escíticas, llamadas así por el país donde se encuentran. Tienen mucha importancia por el lugar de procedencia, las esmeraldas de Bactria: dicen que los bactrianos las recogen en las grietas de las rocas cuando soplan los vientos etesios (vientos del norte que soplan sobre Asia Menor y el Egeo a finales de verano y durante cuarenta días). Luego se encuentran las de Egipto, las cuales son extraídas en las excavaciones de unas colinas próximas a Coptos.
Las demás clases de esmeraldas se encuentran en las minas de cobre, destaca su color claro y en su interior se percibe cierta transparencia semejante a la del mar. Cuentan que había un león de mármol con ojos de esmeralda, cuyos rayos alcanzaban las profundidades del mar, por lo que los atunes huían asustados; durante tiempo los pescadores estaban sorprendidos hasta que cambiaron las gemas del león. Respecto a sus cualidades las esmeraldas de Chipre tienen diferentes tonalidades vedes. Por otro lado, el interior de algunas esmeraldas está atravesado por una sombra que apaga su color. Ateniéndonos a esto las esmeraldas se clasifican en oscuras, opacas y las que están como envueltas en una nubecilla. Todas las esmeraldas tienen filamentos, sal y manchas de plomo. Las esmeraldas de Etiopía son de verde muy intenso, Demócrito incluye en esta clase las esmeraldas de Termias y las de Persia. Estas últimas tienen un color como el aceite agrio; son luminosas y claras, pero no verdes.
Algunas de éstas tienen la peculiaridad de envejecer, perdiendo el color y dañándose por el sol. Luego están las esmeraldas de Media, que tienen tonos variados y pueden llegar a tener algo de zafiro; son onduladas y en su interior presentan formas." Solino (siglo III) en su Colección de Hechos Memorables, cuenta que la Escitia asiática es el lugar de origen de las esmeraldas, que se encuentran custodiadas por los grifos (animales fabulosos con cuerpo de león y cabeza y alas de águila), terriblemente fieros. Los arimaspos, raza que posee un solo ojo, combaten contra ellos para arrebatarles estas gemas. Las esmeraldas resultan placenteras para los ojos y alivian la vista cansada; son de un verde más intenso que el prado húmedo y que las plantas fluviales.
No se tallan para no destruir su belleza. Isidoro de Sevilla obispo y escritor eclesiástico, (de los siglos VI-VII), en su obra Etimologías clasifica las piedras preciosas por colores.
A la esmeralda la incluye dentro de gemas verdes: nada posee un verde tan intenso como ella, es la más resplandeciente de este grupo.
Cuando son lisas se reflejan las imágenes como un espejo. Nerón contemplaba en ella los combates de gladiadores. Mantiene las doce clases de Plinio.
Su pureza y verdor resalta con el aceite. Marbodo de Reims (siglo XII-XIII), obispo, en su Lapidario describe las doce piedras de la ciudad celestial, haciendo referencia a sus aplicaciones morales y su naturaleza. Sobre la esmeralda: "Mantiene el color verde intenso.
Representa aquellos que tienen una fe más verde que nadie y en este verde superan a los infieles. Los demonios quieren arrancársela por la fuerza y ellos los vencen con la ayuda de Dios." Alberto Magno (siglo XIII) en "El libro de los secretos" dice que la esmeralda es muy clara y transparente, brillante y lisa y si es amarilla mejor.
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