Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 2)
Enviado por Francisco MOLINA INFANTE Molina Infante
Aquellos conocimientos adquiridos gratuitamente, sobre cualquier materia: tanto los hechos acaecidos, los conocimientos aprendidos, las vivencias relatadas, las enseñanzas expuestas, manifestadas o adquiridas mediante su divulgación entre todos los humanos, siempre debían ser extendidas y proporcionadas hacia los demás, sin recibir a cambio compensación de ningún tipo. Existen en la Mitología Muisca cerca del centenar de miembros hacedores de Bague, -la abuela de todos-, aunque no todos eran provechosos y positivos para este pueblo. Los dioses estaban relacionados entre sí y a su vez con el principal de todos ellos: el Sol -Zué-; a quien debían todas sus energías y las demás cosas existentes; también con la Luna -Chía-; que les alumbraba las oscuridades de la noche y, -de quienes ya se decía: que ambos eran pareja indisolubles-. Otro hacedor muy importante fue Chiminiguagua, hacedor de la luz; junto a Bachué, madre de la humanidad y a Bochica, dios de las enseñanzas, buenas costumbres y oficios-, etc.: formaban la trilogía más destacada de todos los hacedores. Los centros más importantes de culto religioso, de las enseñanzas de oficios y costumbres sociales, estaban ubicados y extendidos por las zonas conocidas hoy en día, como: Sogamoso, Baganique, Guatavita, Bogotá, Tocancipá, etc.
La familia era el eje social y principal de la convivencia; varias de ellas formaban los clanes, varios clanes formaban las tribus, pertenecientes a una misma etnia y eran regidas por caciques, jeques o zipá, recayendo el nombramiento en el sobrino del anterior cacique (hijo mayor de la hermana); éste, en preparación: debía guardar un ayuno durante 7 años, donde no podía ver la luz del sol, ni mantener relaciones con mujer; entre otras cosas. La ceremonia de investidura del nuevo cacique, finalizaba con el baño del aspirante sumergiéndose en el centro de la Laguna de Guatavita, para adquirir la sabiduría necesaria para gobernar a su territorio. Los chibchas ya estaban muy desarrollados social y culturalmente, cuando tuvieron contacto con los invasores españoles.
Estaban políticamente muy bien organizados -bajo la tutela del zipá, cacique o jeque- que era el personaje más instruido, capacitado y además de querido: era respetado por su pueblo, un personaje autoritario y bondadoso a la vez, con voz y mando, es decir: con poder absoluto; su rango le venía determinado por la herencia, preparación y ceremonias, antes dichas.
CAPÍTULO II.
Iruya pescando
Aquella tarde de desmedida quietud pero de un calor sofocante, como ya venía haciendo desde hacía varias jornadas, Iruya se había ido a pescar a la quebrada del Chaleche o del Granadillo, lugar de su preferencia, no lejos de su aldea, a unas dos leguas de distancia y habiendo advertido previamente a su madre, quien siempre cedía a sus deseos, pero siempre lo hacía protestando y a regañadientes, porque deseaba -con bastante lógica– que siempre le acompañase su hermanito Mann -en todas sus salidas fuera del recinto de la aldea- a lo que ella se oponía con toda rotundidad, pues: entonces tendría que estar todo el tiempo pendiente de él y de sus travesuras. Iba la princesa (hija de Menquetá) muy bien dispuesta y alegre, con su caña de guadua o bambú, de buen tamaño y cortada oblicuamente en una de sus puntas a forma de arpón, camino del lugar, donde ya en varias ocasiones había estado pescando con cierta fortuna y, se disponía ha hacerlo con mucha ilusión y ganas; anhelando, en esta ocasión de ensartar , segura estaba de ello, al enorme pez que anteriormente (la última tarde que estuvo de pesca) se había burlado de ella sensiblemente; no dejándose atrapar, como si quisiera excitarla en un juego interminable; donde el pez siempre tenía toda la ventaja: al estar en su propio medio, para pasar rozando los muslos de la doncella con los bigotes o con las aletas, especialmente la cauda, pues era esa la que notaba Iruya con más frecuencia y le despertaba gran sensibilidad. Llegó en poco tiempo al pequeño cauce de aquella quebrada, que constituía una de las múltiples salientes desde su territorio hacia el occidente.
Quizás hubiese encontrado mejores capturas en algunas otras vertientes más alejadas de su aldea, pero ella sentía miedo comprensible, si se alejaba más allá de los terrenos que conocía. No le agradaban las aventuras en los terrenos selváticos, donde abundaban muchas fieras salvajes y los peligros rondaban por todas partes.
Marchó corriente abajo hasta llegar a un recodo que conocía, donde se formaba una amplia, profunda y tranquila charca, como consecuencia del remanso que adquirían las aguas al salir del meandro anterior. Allí era donde se las había visto la última tarde con un hermoso ejemplar de cirulo, perca, lucio, o similar, al cual ella le calculaba un peso cercano a la arroba. Durante el trayecto recorrido, nunca advirtió: que era observada con gran admiración y recato por los ojos de un desconocido e impaciente mortal, hambriento de captar los delicados movimientos, que la joven desarrollaba en su pretendida pesca (ese era yo) y, tampoco se percató del joven vecino (Teuso), príncipe de la aldea Guasca, situada más al sur, quien: había quedado prendado de ella, lunas atrás, cuando la había visto en los alrededores de la laguna, con motivo de las celebraciones anuales y, desde entonces, la llama del amor, que había despertado en él, se sublimaba con su presencia; siguiéndola a todas partes por donde ella se desplazaba durante el día, acongojándose durante las noches y en un continuo duermevela: que no le dejaba vivir, ni descansar.
Estaba entretenida a la orilla del arroyo, disponiéndose a iniciar su tarde de pesca y los cuatro ojos la observaban en la distancia con embeleso, tratando de adivinar los próximos movimientos que haría la joven, para alimentar con ello los momentos de éxtasis en que se encontraban. Ninguno de ellos tuvo tiempo de notar la presencia del otro, llevados por la atención de los cinco sentidos, que le dedicaban a la contemplación de la princesa.
Las aguas cristalinas murmullaban a su paso formando un caleidoscopio traslucido y discurrían las estribaciones de las serranías cercanas, carentes de contaminación, por todos los Andes Noroccidentales, buscando los bajos del Quindío en su unión con Cundinamarca y seducidas por el gran Magdalena: para llevarlas mansamente, filtrando las vertientes de gran profundidad, las pendiente formadas por cumbres altísimas y cubiertas de grandes árboles; cuya frondosidad, de una selva ecuatorial riquísima en flora y fauna, constituyen uno de los pulmones y vergeles terrestres más significativos para la humanidad. El arroyo donde ella se encontraba recogía las aguas de toda la vertiente norte de la Cuchilla de Peñas Blancas y gran parte de los humedales colindantes con la parte noreste de su aldea; no era muy profundo, ni caudaloso -más bien parecía un riachuelo- que sólo se revolucionaba en contadas ocasiones, cuando las grandes tormentas, descargaban en su cabecera.
Lo importante para Iruya, era: lo cercano que estaba de su aldea y, a pesar de no ser muy rico en peces, ella siempre había tenido mucha suerte en aquel lugar, no habiéndose ido nunca de vacio. Por otra parte, de alguna forma se sentía más protegida que en otros lugares, que aún siendo más cercanos a su aldea, le producían un resquemor mental, donde su estado de conciencia, le aconsejaba: el permanecer por poco tiempo en el lugar; sin embargo, allí, el espacio era más abierto y luminoso, no estaba lejos de su aldea y sentía como: la presencia de un ser espiritual, que la estaba protegiendo continuamente -quizás fuese el amparo que le extendía hasta aquél lugar: la diosa Bague, para protegerla de cualquier peligro.
-Actualmente el lugar se encuentra a pocos kilómetros de Bogotá, capital del país colombiano-. La hermosa princesa, trataba de pescar algún pez distraído o adormecido ante sus encantos, se decía a sí misma mentalmente y en tono jocoso, pero en su interior pensaba en capturar el pez, que tanto se había burlado de ella, la última tarde que estuvo pescando en aquella charca y que la irritó o éxito sobremanera… Amigo lector, debes saber -de antemano- que: muchos de los peces -por no decir todos- y cuanto más grandes son: desarrollan más su inteligencia, se hacen muy apacibles y parecen adormecer, en la quietud de su ambiente, al contemplar la belleza cercana, máxime, cuando se manifiesta tan apetecible de contemplar y lo hacen: siempre que pueden contemplarla, en sus más dispares representaciones. ¡Dalo por cierto: pues contemplar a Iruya era de éxtasis para ellos y para cualquier mortal!… "Sin lugar a ningunas dudas: para mí lo era…"
Sus bucles negros cómo los ojos de mi amigo Platero: con una raya central que dividía su cuero cabelludo en dos mitades perfectamente simétricas y uniformes -desde la frente a la coronilla- parecían dividir un mar nocturno, oscuro y en calma -con ondulaciones de marejadillas mediterráneas- que no llegaban a encresparse.
¡Quizás, en aquella cabecita se perduraban las imágenes vividas por el pueblo judío: cuando Moisés separó las aguas del mar Rojo en dos mitades huyendo de la esclavitud, a la que el faraón de Egipto tenía sometidos al pueblo israelita!
A ambos lados le caían sobre los hombros, bajando en paralelo y en cascada creciente hasta la cintura. Armonizaban su cuerpo un busto perfecto, parecía estar conformada por el aliento de una diosa; su femineidad resplandecía adornada por una incipiente juventud.
Estaba radiante con el reflejo de luces, que le proporcionaban las aguas donde se encontraba. Su estatura sería ligeramente superior al metro sesenta y cinco -quizás superior a la media de las mujeres de su etnia-; no tenía un gramo de grasa encima, se le notaba en la tersura de su piel, la silueta de adolescente y las curvas perfectas que la musculatura femenina daba a su cuerpo. Sus cejas, parecían pinceladas del gran catalán Dalí… Sus ojos verdes intensos parecían el corazón de las minas de esmeraldas de Las Cruces de Gachalá-. En cuanto los pude observar, aún estando lejos de donde ella se encontraba, me dejaron perplejo, anonadado y llegaron a inspirarme estos versos, que nunca quisieron competir con los del maestro sevillano Gustavo Adolfo Bécquer-…
Ojos verdes…
PORQUE SON TUS OJOS VERDES:
¡NIÑA!, COMO EL MAR TE QUEJAS.
"GUSTAVO…, ME MACHACO":
PARA NO ENTRAR EN DILEMAS;
¿QUE OJOS..?.
¡POR DIOS, QUE SON!:
LOS TUYOS…;
¡AY MI QUIMERA!…
VERDES, VENTANAS DE AMOR…,
LOS CLAROS RIOS DEL SOL
REFRACTANDO PRIMAVERAS "…
LAS ASCUAS DE MI PASION…,
LOS OJOS DE MIS REYERTAS…;
"AQUELLOS…, QUE DAN CALOR,
CON SU MIRADA TAN TIERNA".
POR CONTEMPLARLOS,
¡SIQUIERA!
Y…, NO OBTUVE UNA CEGUERA…:
PORQUE, ME DIERON SU AMOR.
Estaba semidesnuda -con un jergón multicolor de bandas paralelas horizontales y lo tenía arremangado hasta media nalga; estaba metida hasta las rodillas en las aguas cristalinas y poco profundas de una enorme charca que el río formaba en el recodo de un meandro de paredes basálticas, donde actualmente se encuentran enclavados los embalse de Chivor o el del Tominé. Un pez parecía juguetear con ella, -como al ratón y al gato-… Ella parecía un arco iris en movimientos continuos y zigzagueantes que quisiera esculpir -con sus rayos- los guijarros adormecidos de las aguas cristalinas de aquel riachuelo. Imagino que perseguía algún encantado pez de buen tamaño, por el énfasis que ponía en ello, ya que, las aguas se agitaban a su alrededor, como tratando de hacerle un carrusel embaucador y muy posiblemente era así: que el pez se afanara placentero en rozar, con sus largos bigotes o con su aleta caudal, los muslos inmaculados de la adolescente…
Estaba tratando de ensartar al hermoso pez que más bien parecía la sombra de su silueta, agitándose con gráciles movimientos sobre el lecho de las aguas y andaba toda afanosa con su caña de bambú o (guadua) en forma de flecha, pues la tenía o se la habían cortado finamente en oblicuo por una de sus puntas. Su frente resplandecía como un diamante bruto que fuese a ser tallado por la adecuada herramienta de algún dios ecuatorial, debido al luminoso escándalo que se traía el sol al reflejarse en el rocío de sudor que brillaba por todo su rostro.
El cabello le caía en cascada por sus hermosos hombros como ramales nocturnos de las Cataratas del Iguazú (en la provincia de Misiones), enclave de Argentina. La sabiduría escultórica del Gran Miguel Ángel parecía estar reflejada en sus facciones; quizás, por mandato de los dioses habría surgido tanta belleza, como encerraba la jovencita. El perfil de su rostro, su semblante de bondad y la silueta de su cuerpo así lo manifestaban. Muy probablemente ellos mismos habrían encargado a algún duende de las regiones selváticas, muy encarecidamente, de cincelar aquel rostro virginal.
Era ágil en sus movimientos y muy posiblemente al buen observador local, le pareciera: la flor más exquisita de aquellas serranías; surgida, como reserva natural que había caído en las aguas de aquel charco, tan sólo para perturbar su plano de quietud, o -como la hermosura que llegaba virgen desde los astros-, con los movimientos sincronizados para excitar a cualquier duende, invitándolo a salir de su escondrijo y premiarlo con su virtud, a cambio de concederle el deseo de la captura de su hermoso pez. Se afanaba concienzudamente y, lo hacía a buen ritmo: en continua perseverancia, agilidad y persecución al ejemplar codiciado.
No cesó en su empeño hasta que al cabo de una buena media hora, (calculada por los latidos de mi corazón), definitivamente consiguió su captura y lo ensartó como un trofeo: premio a su gran tesón y reflejos.
Con gran esfuerzo sacó al enorme pez del agua, casi arrastrándolo hasta la orilla. Era un lucio de vistosos coloridos, de más de media vara de largo y casi una arroba de peso. Brillaba como un enjambre de luciérnagas, con sus movimientos persistentes tratando de escapar en continuos aleteos.
Se sorprendió muchísimo al verle salir del agua con aquellas pintas claras que reflejaban el sol en multitud de direcciones. Ella no lo sabía, pero era rarísimo haber podido pescar aquel pez, en aquel lugar y tan diestramente.
Tuvo mucha suerte la princesa de traspasar aquél hermoso pez con su caña-guadua y de no haberle acometido durante su captura, pues la reputación de este pez es que se trata de una de las especies más feroces de agua dulce.
Cierto es, que la tuvo pues aquél ejemplar que parecía un caballo, tenía las mandíbulas de cartílago y no de huesos; no entraba ella dentro de su dieta alimenticia, porque seguro que se la habría comido; parece ser que esta especie sólo se alimenta de pequeños cangrejos, otros pececillos, algunos alevines, ranas, renacuajos, etc.
No me cabe la menor duda que este lucio había sido hechizado por los continuos movimientos -sin cuartel- que ella le hacía en su persecución hasta que llegó a someterlo completamente. Lo mostraba con mucha alegría a los cuatro puntos cardinales, ensartado en la punta de su lanza, como lo tenía y queriendo dar gracias a las deidades por haberle permitido su captura. El pez resplandecía y, a duras penas podía enderezarlo firmemente en la punta de su arpón, pues se le balanceaba la caña por el peso del pez, pero en ningún momento mostró signos de cansancio. Segura estaba de lo que hacía y, sabía: del riesgo de perder su captura, si se dejaba llevar por el desfallecimiento -después de tanto esfuerzo-, como había desplegado hasta conseguirlo. Sonriente y segura de sí misma se regocijaba de su destreza, mientras con nervios de acero mantenía a su presa bien clavada contra la arenisca y los guijarros de la orilla. Miró en su alrededor hasta que encontró a su alcance una piedra de mediano tamaño, que calculó podría manejar con una sola mano, para rematar al pez con los golpes que le diera en la cabeza-. Con los coletazos de aquel magnifico pez se le apaciguaron los nervios y hasta la ligera brisa que poco antes refrescaba el ambiente, amainó.
Cuando se recuperó del esfuerzo que había hecho y habiendo terminado el pez de dar su último movimiento o coletazo; se incorporó y aderezó un tanto: enjuagándose en la orilla del río, con almorzadas de agua que recogía con ambas manos y se las lanzaba contra su rostro, sin importarle mucho las salpicaduras o el mojarse otros sitios de su cuerpo, pues hacía una temperatura muy agradable y casi podría decirse: que se agradecía un buen remojón; para mi desgracia no quiso bañarse después de su gran esfuerzo; aunque mi alma, también pudo contemplarse en un estado de éxtasis perfecto, tan sólo irradiado desde su cuerpo, por tanta belleza natural, como se escapaba en el ambiente. Cogió la caña que tenía al pez ensartado de lado a lado y se la sacó para atravesarle nuevamente, por el lugar donde se encontraban las agallas; lo lavó concienzudamente en la corriente que discurría y, haciendo un movimiento que casi sobrepasaba su capacidad física, se lo echó sobre las espaldas, apoyando la caña sobre su hombro derecho; de forma que la parte más alargada de ésta, quedaba casi horizontal e iba hacia su afrontada, donde mantenía enganchada ambas manos -de la misma forma que se coge el astil de una azada al llevarla sobre el hombro. Ahora la caña si se bamboleaba con cada paso que daba, con el pez atravesado y pendulaba de derecha a izquierda o viceversa, pero sin peligro de soltarse… Se puso en marcha con gran ánimo y coraje, pensando en la buena acogida que le darían sus más allegados y los componentes de su aldea, cuando la viesen llegar con el enorme pez. Estaba muy orgullosa de sí misma y también pensando en volver a la misma charca, tan pronto como le fuese posible e iniciar otra captura.
En verdad se había divertido de lo lindo…, y yo era un observador expectante y feliz. Su presencia me producía un placer espiritual tan intenso, que en más de una ocasión me vi obligado a contener mi entusiasmo, evitando manifestaciones de alegría o regocijo que pudieran ser oídas por ella, haciendo -por mi parte- un gran esfuerzo de voluntad para impedirlo, evitando ser auto delatado. Aquella niña-mujer era cautivadora -este día quedará grabado en mi historial mental, como uno de los más felices-, marcando un nuevo hito que deslindará una etapa de mi paso por la vida. Son hechos y recuerdos que perduraran -mientras dura la vida del individuo– y, seguramente quedaran liberados cuando los archivos de la mente se abran al espacio y éstos se escapen como los vapores de alguna bodega vieja…
Se iba aficionando a la pesca, pues en otras ocasiones anteriores, siempre había podido atrapar algún pez que otro; aunque, nunca, de las características y tamaño de esta pieza. El pez se pendulaba en la caña, pero sin gran riesgo de soltarse y caer al suelo; ya no perdería su captura, se había cerciorado de que estuviese bien muerto.
Caminaba sonriente y segura de todo lo acontecido en aquella jornada; mostrando su destreza, por sus nervios de acero y pensaba interiormente que aventajaba -en la efectividad de la pesca- a muchos adolescentes conocidos y nativos de su aldea.
Manteniendo su trofeo colgado de la caña y a sus espaldas, manifestaba su felicidad comenzando a canturrear unas glosas en honor a la diosa Bachué…
"Se tiene por seguro que Bachué era la primera mujer de donde emana toda la etnia muisca y es considerada la madre de ese pueblo".
"Iruya parecía dominar perfectamente todos sus movimientos y con gran facilidad…". Aparentemente lo era por cierto; daba de vez en cuando alguna zancada más arriesgada que las otras, como si diese una cojeada -eran signos de alegría o también una expresión de agradecimiento a Bachué por la captura de aquella pieza- y, parecía que el pescado le brincaba encima -al unísono y superpuesto- sobre sus espaldas.
"Por el entorno nacen una serie de arroyuelos en las quebradas limítrofes que van recorriendo desde sus nacimientos la parte occidental de las serranías, muy ricos en peces y van confluyendo unos en otros, engrosando sus caudales con todas las aguas de las cañadas colindantes de sur a norte hasta llegar al gran río Magdalena, que finalmente desemboca en el mar Caribe y el más importante de Colombia. Yo me encontraba -desde mi subconsciente- observando cada paso y movimiento que daba ésta divina pescadora; dispuesto a emplear mi tiempo venidero: en contemplarla a lo largo del espacio y el tiempo que me fuese permitido vivir, no tan sólo, por complacencia personal -para regocijo de mi alma- sino también, claro está: para poder contarles a ustedes lo que estaban viendo mis ojos y para fortalecer mi ego viril. No habría recorrido ni 300 varas desde la orilla de la charca -donde estuvo pescando- entre las adelfas, algunos arbustos madroñeros y juncales, que siempre se interponían, como queriendo interrumpir los idílicos momentos de felicidad que me consumían: cuando hizo un alto en el camino que seguía una línea zigzagueante y se prolongaba en una pendiente algo pronunciada, trasponiendo más allá de lo que alcanzaba la vista, pues se adentraba a la izquierda por un viso que posiblemente diese a un recorrido más llano y más cómodo de transitar al ser menos escarpado. Se le notaba sensiblemente incómoda y cansada al andar y muchas veces la vi tratando de hacer un equilibrio natural para permanecer erguida pues el piso del camino, o lecho seco del arroyo, por ser muy irregular, debido a los guijarros o bolos que permanecían medio hincados en la superficie por la que ella transitaba, no le permitían circular con cierta holgura, como en ella era habitual. En ese preciso lugar, fue cuando: con sumo cuidado se descargó del lucio -poniéndolo sobre unas hojarascas que estaban a la sombra de una platanera de mediano tamaño- y, volvió a meterse en las aguas hasta las rodillas, rociándose por todo su cuerpo con el agua que recogía con las palmas de las manos -que mantenía juntas por los filos de los metacarpianos de sus dedos meñiques- e incluso un par de veces se recostó para que el agua le cubriese en todo lo posible, pero no llegó a meterse entera bajo la superficie, ni tan siquiera permitió introducir su linda cabeza dentro de la corriente, como temiendo: ser narcotizada por la corriente saltarina y por segundos tener que perder la visión momentánea del entorno. Tan pronto como se incorporó de nuevo, arrancó unos juncos cercanos y los trenzó a modo de tres cabos; una vez terminada la cuerda -que había confeccionado con los juncos-, quitó la caña y por el mismo sitio en que tenía ensartado al pez, metió la trenza de juncos y la anudó como si fuese un anillo; arrancó una hoja de platanera -que arroyó alrededor del anillo de juncos- de forma que al ponérselo sobre su frente, suavizase el roce de los juncos sobre su piel.
Colocó al lucio envuelto en otra hoja de platanera y semi enhebró el anillo con su cabeza -fijando la cuerda hecha contra su frente- de tal forma que, quedó el pez sobre sus cervicales, evitando la tendencia a resbalar por la espalda; el propio anillo de juncos trenzados lo evitaba, por estar como engorrados a su frente.
Emprendió de nuevo el camino, ahora empinado en zigzag que bordeaba el río, con una inclinación suave -que lo alargaba más, en proporción al espacio recorrido-, pero resultaba más cómodo de transitar; mientras lo hacía, se ayudaba -a modo de garrote- con la propia caña de guadua o bambú, que le había servido de lanza…
A medida que subía -ese recorrido más difícil-, se iba acercando a un pequeño valle; donde al final del mismo y bordeándolo estaba situada la laguna: era la laguna de su aldea Guatavita, sobresaliendo en el llano colindante, algo lejos de su orilla, más cercanas: estaban agrupadas casi medio millar de chozas circulares, que conformaban su aldea cordillerana. Sobre dicho asentamiento se construyó hace más de cuarenta años, el hoy en día, denominado embalse del Tominé, uno de los reguladores de las aguas al norte de Bogotá, en las estribaciones de los Andes Orientales…
Realmente este embalse ocupa casi todo el territorio donde antes estaban las indígenas aldeas de Sesquilé y Guatavitá.
Con una capacidad de 700 millones de m3 de agua, está considerado como una de las reservas vitales de la zona, que abastece -junto con los embalses Sisga y Neusa a la región -que rondan los 10 millones de personas- y, especialmente suministra las aguas a Bogotá, a través del acueducto que le llega a la planta potabilizadora de Tibitó. Regula las aguas del río Bogotá, atiende a las necesidades de la hidroeléctrica del Tequendama y evita las inundaciones de la sabana.
"Quisiera relatar aquí: el carácter firme, de laboriosidad y la gran valentía de los indígenas chibchas -tanto en sus hombres, como en sus mujeres".
Por la zona donde nos situamos -el Valle de Iraca- estaban enclavados la mayoría de los indígenas chibchas; además de estar varios de los más importantes centros de cultos sagrados de la región cundinoboyarense.
Cuando los españoles invaden su territorio y saquean sus aldeas; los chibchas se vuelven fieras. Después Quesada invade Sogamoso, incendia el Templo del Sol y saquea la ciudad, entonces los chibchas dieron buenas pruebas y muestras de su valentía.
El incendio del templo del Sol fue una nueva muestra del salvajismo de aquellos hombres osados, faltos de escrúpulos y sin sentimientos, pero constituyeron unos momentos culminantes de la invasión para la conquista y sometimiento del pueblo. Ocurrió en agosto de 1537, cuando Gonzalo Jiménez de Quesada acababa de llegar al altiplano, un año antes de la fundación de Bogotá.
Los españoles habían retenido al nativo llamado Baganique, quien sometido a torturas fue delatando los tesoros de Hunza y describió todas las riquezas que contenía el templo dedicado al culto del Sol y estaba ubicado en los terrenos del cacique Suamox, -quien después aceptaría la religión católica como propia y de los suyos, pasando a llamarse Don Alonso, quien finalmente murió en la miseria, triste y abandonado. Cuando el capitán Gonzalo Jiménez de Quesada quiso expoliar a plena luz del día el templo del Sol, dos de sus subalternos -los soldados Miguel Sánchez de Llerena y Juan Rodríguez Parra- le desobedecieron e incendiaron el recinto la noche anterior para penetrar, sin más demora y diezmar los tesoros allí existentes. Dicen los entendidos y versados en el tema, que el recinto estuvo ardiendo durante más de seis años y que todo lo que observaron los dos pirómanos se quemó en su presencia. Suponiendo los nativos -por su cacique que los españoles iban a saquear los tesoros del templo del Sol- tiraron todos los objetos más valiosos al lago Tota, algunos de ellos posteriormente fueron recuperados, encontrándose algunos en el museo de Sogamoso. Hay versiones que indican, como los capitanes Antonio de Lebrija y Juan de San Martín, informaban a la Corona de España de la poca beligerancia de los nativos de Cundinamarca, decían que: -eran los cundiboyacense personas que no querían la guerra, sino la paz-, sin pertrechos bélicos, muy numerosos pero estaban muy diseminados y eran hostigados por otros pueblos barbaros de distintas costumbres, como los muzos, panches, colimas, panches, etc.
"Domingo de Aguirre que fue testigo presencial -entre los 180 hombres que componían las tropas españolas, como soldado de a caballo, de los ataques que Gonzalo Jiménez de Quesada, hizo al cacique de Sogamoso -Suamox- en el año 1.537- en el Valle de la Grita. Según dice en su declaración 6 años más tarde: no le constaba que los nativos hubiesen hecho hostilidades a las tropas capitaneadas por Baltasar Maldonado y que éstos, en los ataques que le hicieron al cacique Suamox y, sin tener respuestas beligerantes. Los invasores: pasaron por la armas a muchos de ellos, les cortaron las manos y las narices a más de un centenar de nativos; esquilmándoles las sementeras y talándoles los árboles para que murieran de hambre". Templo del Sol en el Museo Arqueológico. Paisaje de la zona de Cundinamarca. –Por otra parte; cuenta el narrador Piedra hita, sobre la batalla de Iraca o Sogamoso:" Hay un campo raso y ameno antes de llegar a Sogamoso, que anticipadamente dispuso la naturaleza para teatro en que se representase la tragedia de este suceso. En él reconocieron los españoles numerosas escuadras de indios que su Cacique tenía prevenidas para oponerse valientemente, dejando a la suerte de una batalla su buena o mala fortuna; y así, viéndolos cercanos, dieron la guasábara que acostumbraban en sus lides al atacar la batalla, que no excusó el campo español; porque convidado del buen terreno para los caballos, rompieron por lo más granado del ejército enemigo, sembrando los campos de penachos y coronas con daño de los dueños, aunque no muy considerable. Otras dos veces fueron acometidos de los veinte caballos unidos, y fue tanto el espanto que concibieron acobardados ya de las lanzas, que con facilidad fueron desbaratados y constreñidos á volver las espaldas con vergonzosa fuga, dejando libre la ciudad y Sugamuxi su cercado, no menos magnifico que él de Tunja en los resplandores con que lo adornaban las láminas y platos de oro puestos en la fachada, que montaron cuarenta mil castellanos, y entre ellos hubo pieza que pesó arriba de mil, de buen oro; siendo la oscuridad también el amparo á cuya sombra sacaron los indios mucha parte de las riquezas que tenían en sus casas y adoratorios, aunque del templo mayor (que ya, ó porque fuese religiosa atención, ó por cosa común, y lo más cierto porque no fue posible) no pudieron sacar la riqueza que bastan para el remedio de muchos, si pudiera lograrse". Los españoles salieron de Tundama "sin fruto alguno y maltratados de las piedras y flechas que despedían de los altos que tenían tomados, sin que pudiesen los nuestros corresponderles por entonces con las ballestas y arcabuces, por serles forzoso excusar la contienda, á causa de ser ya tarde para arribar a Iraca, á donde los llevaba la guía, y distaba del sitio donde aconteció esto, pocos más de dos leguas; y así, por más priesa que se dieron, llegaron á tiempo que iba entrando la noche. Los últimos rayos del sol: serpenteaban por entre las copas de los árboles que circundaban la aldea, ubicada en la margen oriental de la laguna. Actualmente quedaría situada a 4º56,09´46´´ de longitud norte y 73º 50,57´01´´ latitud oeste". Iruya, poco antes de volver el último recodo del camino, desde donde ya se podría divisar su aldea: iba un poco cansada y alterada por haber subido la cuesta desde el arroyo, pero aún seguía canturreando la bonita melodía en honor de Bachué -la diosa de las aguas- yo no conseguía descifrar su letra melodiosa y romántica, por más empeño que ponía; fue, cuando se vio sorprendida por el rugido de un león andino… Muy posiblemente el animal llevaba bastante tiempo observando los movimientos de la princesa atraído por los vuelcos que le había dado al pez; también era muy posible que sólo quisiese apoderarse del preciado trofeo que la adolescente acaba de conseguir después de tanto esfuerzo, por lo que emitía ese feroz, violento y amenazador rugido tratando de intimidarla, para que asustada, saliese a todo correr y abandonase su pieza; pero nada más lejos de la realidad: yo creo que con la vida -la princesa Iruya- hubiese defendido su captura aquella tarde y aunque se sintió seriamente amenazada, estaba dispuesta a hacer todo lo posible para no dejarse atrapar, ni caer en las garras del felino. En el peor de los casos: sería en el último segundo, cuando se viese totalmente en sus fauces, cuando echaría en las narices del león aquel preciado pez para distraerlo y ella huiría mientras se lo comía; pero en su interior pensaba: que algún día le arrancaría sus enormes colmillos, los ensartaría en un colgante -con algunas piedras bonitas que conservaba de sus andanzas por los riachuelos- y se los colgaría del cuello, como un buen amuleto que le daría prestigio y suerte en todas sus correrías. Acostumbrada como estaba a vivir en la selva, conociendo las características y las costumbres de todos los animales de la zona, Iruya se vio sorprendida por este felino y su temor fue creciendo por momentos, toda vez que apreciaba -por instinto- que este animal, quería atacarla sin demora… Este carnívoro salvaje, sin melena y más parecido a un gato grande, denominado cómo: el león de los Andes; moteado en algunas partes de su cuerpo, es oriundo de América del Sur; es bastante corpulento y fiero, el segundo en importancia, de los felinos de la zona, por debajo del jaguar o yaguataré. Personalmente le considero un poco más fuerte y corpulento que el leopardo, pero menos ágil y más lento. León andino (puma).
Al verse en peligro la bella joven, mantuvo la calma y empezó a gritar con todas sus fuerzas pidiendo ayuda desesperadamente, pero sin cambiar el ritmo de sus pasos, ni mostrar variaciones en los movimientos de su cuerpo; poniendo la máxima atención a los desplazamientos que hacía el felino que no apartaba la vista de su futura presa.
En esos cruciales momentos, no se apreciaba ningún humano que estuviese a la vista, ni aparentemente notó movimientos o señales humanas circundantes por la zona. Propicias fueron sus llamadas, sin duda alguna, en petición de auxilio ante el peligro que se le avecinaba; y, aunque yo no pude hacer nada, porque me encontraba fuera de toda presencia física, a pesar de mis buenos deseos, para correr en su auxilio, no podía atender a su desesperada petición de auxilio. Fue mucho el zafarrancho que organizó la doncella y poquísimo el tiempo empleado, por el joven Teuso -quien desde que salió Iruya de su aldea aquella mañana, la iba siguiendo en la distancia- y no tardó en atender sus peticiones desesperadas de auxilio; y, sin dudarlo un instante, acudió a todo correr, como un rayo. Al encontrarse éste joven príncipe, -hijo del cacique y vecino de la aldea del sur denominada Guasca, no muy lejos del lugar de los acontecimientos: todo le fue propicio para darse a conocer y además, su buena fortuna, le hizo aparecer como un héroe ante los ojos de la princesa Iruya. El andaba ocupado -disimuladamente- en la caza de un venado, al que seguía en sus querencias desde el amanecer, pero más bien lo empleaba como una coartada o excusa, en el caso supuesto, de ser descubierto por su admirada princesa y vecina. Todo le fue propicio y sin dudarlo: acudió como una centella en su auxilio. Además el joven Teuso, como desde lejos la venía observando, no pudo imaginar que aquél felino estaría al acecho de la chica, pues de haberlo imaginado o por alguna circunstancia se hubiera percatado del peligro, seguro que le hubiera advertido o lo habría evitado de alguna forma, evitando que la princesa no sufriera aquél sobresalto. Era Teuso un joven apuesto y valiente: el hijo primogénito del cacique Tequendama de la aldea donde hoy está situada la población de Guasca, quien desde las fiestas religiosas últimas en honor de la diosa Chié la había visto, observado y quedó prendado de Iruya. Cuando escuchó los primeros gritos de la chica solicitando auxilio: se lanzó a todo correr en la dirección desde donde le venían los gritos tan desesperados.
Parecía un tropel de caballos desbocados, el ruido y la polvareda que organizó en breves instantes, pues al cogerle el terreno favorable y un poco hacia abajo: por cada zancada que daba, levantaba una polvareda tal, que el más fiero de los felinos: hubiera dudado en proseguir sus intenciones o quizás, de tener tiempo: es muy posible que habría buscado un buen cobijo para ponerse a salvo de la estampida que pareciera se le avecinaba.
En segundos recorrió las -casi doscientas varas- que le separaban de la joven.
Teuso hizo frente al poderoso animal, que parecía haberse quedado anonadado, por lo estático que se quedó, permaneciendo en el mismo lugar, al oír tan inusual ruido. Aunque el puma había estado a punto de saltar sobre la joven; el estruendo que formó el joven, abortó -por segundos- sus macabras intenciones; momentos que aprovechó el joven príncipe para armar su arco, tensarlo a fondo y, sin dudarlo un instante disparó; le clavó su certera flecha en el corazón, atravesándole el pecho de parte a parte; -cuya trayectoria le había entrado por entre las manos, en la zona pectoral- y sobresalía algo de su punta por los lomos, entre la conjunción de ambos omóplatos.
Indudablemente Teuso tuvo gran fortuna en el tiro que hizo y no es menos cierto que su resolución iba amparada de toda la valentía que el ser humano puede empeñar en sus actos, (también es muy posible que fuese ayudado en su hazaña por la diosa Chié). En el espacio de tiempo transcurrido en el salto que dio el animal al abalanzarse sobre su matador y llegar a tierra: el rostro de Iruya cambió de color por el miedo, fue un flechazo también el que recibía ella, ante la intrepidez de su salvador y al ver que el felino caía rodando e instantáneamente muerto -hecho una bola de animal retorcido en su propio cuerpo- y ella respiró enamorada al unísono por otra flecha invisible. Su voluntad sucumbió súbitamente al amor por aquel joven, que en un instante fue idealizado en su afecto. "Ese fue el gran y sutil flechazo de Cupido en este mediodía ecuatorial de ensueño para los dos adolescentes".
Cuando el príncipe Teuso se había cerciorado fehacientemente de la muerte del gran felino, se volvió hacia donde se encontraba Iruya, que permanecía acurrucada tras el tronco de una palmera de cera y, le dijo:-con tono amable en su propio idioma chibcha (que yo desconozco desafortunadamente) pero que en síntesis, quiso preguntarle si se encontraba bien…; -ella: que aún permanecía con ojo avizor-, no perdiéndose, ni un movimiento de los acaecidos, desde que apareció el joven; le contestó afirmativamente y con una gran sonrisa en su rostro: como prueba y recompensa de gratitud a la gran hazaña que él había realizado en tan poco tiempo para librarla del gran peligro.
"La palmera de cera -Ceroxylon quindiuense-, forma parte de los símbolos patrios colombianos, que prospera sin dificultad por casi todos los montes selváticos pero muy especialmente en los de la provincia de Quindío colindante a Cundinamarca.
En ocasiones propicias, puede alcanzar más de los 50 metros de altura y también surgir espontáneamente por encima de los 4.000 m.s.n.m., llegando a vivir más de 250 años, soportando temperaturas de varios grados bajo cero o superiores a los 40º C., y la escasez de lluvias prolongada. Son aprovechadas por su cera y con algunos de sus voluminosos y cilíndricos troncos los nativos de Colombia, Venezuela, Brasil, Ecuador y Bolivia, hacen instrumentales canoas, que circulan por sus ríos con gran comodidad.
Existen una gran variedad de especies de estas características y es el lugar preferido de a nidación de muchas aves de los países citados".
La princesa Iruya: con total desenfado y desahogo, posterior a la gran tensión sufrida en los momentos anteriores, se desplomó; casi dejándose caer en los brazos del joven Teuso y, en un desmayo casi teatral, pero a Teuso, le pareció totalmente real,( en este caso pareciera que se había aplicado la sabiduría innata de las mujeres).
Estoy seguro de que: algo de arte y maña femenina hubo en su actitud o quizás su inocente predisposición al amor, lo que propició su comportamiento; pues era un estado afectivo momentáneo, provocando el hecho, de que: el joven príncipe la atrajese hacia si, como para transmitirle sus fuerzas y ánimos, con objeto de ayudarle a superar ese trance hostil, o quizás fue: una sincera muestra de amor incipiente, para ayudarle a volver a la realidad del momento, sabiendo que él la quería como compañera. Yo ignoro qué tipo de desmayo sufrió la joven…; lo cierto es que su héroe quedó aún más prendado de ella, como un rucho aturdido por el enamoramiento.
Poco a poco fueron apareciendo en el lugar de los hechos otros individuos, miembros de la propia aldea -especialmente- y otros que como Teuso, estaban en plena cacería. Todos habían acudido en socorro de Iruya, aunque lo hicieron con presteza, llegaron un poco más tarde -sin embargo- dos de ellos pudieron ver perfectamente la caza del león andino, la rapidez con que actuó Teuso y las escenas posteriores de ambos jóvenes, percatándose -todo el mundo- del flechazo de amor surgido entre ambos.
Estaban encantados por el desarrollo tan favorable de los acontecimientos que afortunadamente, se había realizado sin desgracias personales y a satisfacción de todos. Seguidamente se encaminaron con gran regocijo y felicísimos hacia la aldea de Iruya. Era tal la algarabía que se organizó: que varios vecinos llevaban en volandas a Iruya y a Teuso; otros dos fornidos concurrentes llevaban al león andino colgando de una caña de bambú donde le habían entrelazado las patas y manos sobre ella; cargándose los extremos de la caña a los hombros y otro de los presentes recogió el pez que enganchó de su hombro izquierdo con la caña de bambú o guadua, que había utilizado la princesa para su captura e iba arrastrando la aleta caudal del pez por todo el camino. En comitiva ordenada la emprendieron por el angosto camino que conducía a la aldea. Todos hicieron su entrada triunfal en la plaza a donde daban la mayoría de las fachadas y puertas de las chozas, que tenían todos sus pórticos abiertos y los miembros de las familias se habían salido al recinto abierto, para participar de aquel regocijo.
De inmediato fueron alagados por el cacique de la aldea, Menquetá (padre de Iruya) y sus familiares más directos.
En prueba del agradecimiento que sentía el cacique, organizó una fiesta para agasajar a Teuso el salvador de su hija e hijo de un cacique vecino de la aldea de la parte más al sur de la laguna -Guasca- y, aunque estaban algo enemistados, ambos caciques, por desavenencias de territorios colindantes; pensó Menquetá, que este acto de fiesta: podría servir para limar las asperezas con el padre de su agasajado. Seguro que ambos pueblos lo agradecerían y sacarían provecho de tal acontecimiento. Hay que tener en cuenta que el cacique Menquetá -padre de la Princesa Iruya- era bastante diplomático y muy buen observador; quizás debido a su inteligencia sabía mantener la paz en todo momento con sus dos vecinos más belicosos que él.
Como es bien sabido: la participación del personaje mitológico Cupido en todos estos acontecimientos, siempre ha sido muy activa y eficaz…, -a veces, yo pienso que éstos hechos fueron provocados por él mismo, quizás, para favorecer el manantial amoroso en la pareja o, tal vez, haya algo de cierto en su dedicación exclusiva a todos los temas amorosos, con su impronta participación en todos ellos. El desarrollo de los acontecimientos, se vio encumbrado paulatinamente con el pasar de los días y por el amor creciente que se profesaban ambos adolescentes.
Tanta fuerza amorosa y apasionada, forzosamente tenía que tener un único camino hacia la felicidad común; cual era: la aprobación y consentimiento en público de la unión en pareja, con un acto ceremonial, consentido por los familiares de ambos jóvenes Iruya y Teuso; hijos ambos de caciques en activos, de reconocidos prestigios ante su propia etnia, como lo eran: Menquetá y Tequendama -el uno de la aldea de Guatavita y el otro la de Guasca, respectivamente- y, donde se limarían todas las asperezas de ambas aldeas.
La preocupación de Menquetá se iba haciendo patente progresivamente y cada vez más perentoria a medida que pasaban los días y a los dos jóvenes se les veían muchas más veces juntos y más enamorados.
Largos ratos se los venía pasando el cacique en todo el problema que se le avecinaba con este enamoramiento de su hija, que él nunca llegó a pensar que iba a surgir y mucho menos tan de repente; pues pensaba en las condiciones que se dieron en su juventud, cuando eligieron su pareja por acuerdo de su padre.
Le preocupaba a Menquetá las características de los dos pretendientes: sabía que Humazga era más audaz, algo más viejo, por lo tanto con más experiencia en la vida y seguramente debía tener muchas más posibilidades de alzarse con el triunfo; pensando en las posibilidades de Teuso: se planteaban una serie de dilemas más raros y negativos, porque al tratar de dilucidar o averiguar: cual de los dos sería más capaz y a quien la suerte le podría serle más favorable: siempre encontraba muchas más dudas y que la suerte le sería más adversa.
CAPÍTULO III.
Compromiso de Menquetá.
Realmente poco importaba las cábalas que se hiciese Menquetá; la suerte ya estaba echada y ahora todo dependía de las habilidades de cada uno de los pretendientes y del presente que cada uno aportase. -Nuestro cacique Menquetá, hacía años que había acordado con su vecino del norte, entregar como esposa a su primogénita para el hijo de éste-.
Humazga -que así se llamaba, no era un pretendiente tan digno para su hija como lo era Teuso (salvador de su hija) pues éste parecía mucho más formal, jovial y destacaba por su nobleza, pero ahora habría que esperar a los acontecimientos.
De hecho hubiese sido posible y lo más aconsejable en esos momentos escoger a uno de los dos, pero: si escogía a Humazga -haciendo cumplir su compromiso de años atrás dado a Soacha, rompería para siempre el corazón de su hija que le retiraría todo su afecto y cariño en el futuro y, si aceptaba a Teuso, cumpliría sanamente con los designios de los enamorados y obtendría el beneplácito de todos los implicados, menos la amistad de los vecinos del norte, pues Soacha se sentiría ofendido y procuraría por todos los medios, poner a todos sus súbditos en enemistad continua contra los suyos. Era un gran problema el que se avecinaba y tenía que resolverlo de la mejor forma posible, alcanzando la aprobación deseada con ecuanimidad, aprobación de todos y, sobre todo, para que la celebración del consentimiento de unión de ambos jóvenes -por parte de él, como cacique Menquetá y padre de Iruya: fuese aceptado, especialmente por el cacique de Sesquilé, a quién tenía empeñada su palabra en este asunto.
Mientras tanto no resolviese este compromiso: no podía llevarse a cabo esa unión con Teuso y, realmente eso constituía un gran obstáculo…
Un inconveniente que impedía la unión de ambos jóvenes y, lo tendría que soslayar muy hábilmente, si como sospechaba, quería cumplimentar los deseos naturales de su hija… Él mismo, con su perspicacia había observado con naturalidad y comprobado con toda seguridad, la relación amorosa creciente entre los dos jóvenes, por las miradas que se cruzaban en todo momento, cuando estaban juntos, aún en su presencia, desde que se conocieron y por la abstracción en que permanecían en muchos instantes de sus vidas, sobre todo cuando estaban presentes, en la corta distancia la una del otro…
Estaba atado de pies y manos ante su vecino Soacha: existía entre ellos un acuerdo desde tiempo atrás -cuando Iruya era una niña- donde Menquetá había comprometido la mano de su hija primogénita Iruya con el príncipe vecino Humazga que era el hijo de Soacha, en la zona que hoy se sitúa el municipio de Sesquilé, en el pico norte del actual Embalse de Tominé y, con el que tenía aún enemistades antiguas. Si no se llevaba a cabo la concertada unión, incumpliendo con ello el compromiso dado: seguro que habría graves enfrentamientos entre ambos cacicazgos.
Para evitar ese posible revés y dar entrada a una futura unión entre los dos enamorados -Iruya y Teuso- sus padres -Menquetá y Tequendama-: idearon la forma de resolver este problema y, exponerlo claramente ante el otro cacique Soacha de Sesquilé y padre de Humazga, para que, equitativamente, fuese disputada la princesa Iruya con toda honorabilidad, conocimiento y a la vista del pretendiente comprometido Humazga. El nuevo pretendiente y enamorado de ultimísima hora, Teuso (el hijo de Tequendama y salvador de la princesa Iruya), tendría que hacerse merecedor de tal honor. Era muy posible que el cacique Soacha diese por sentado que su hijo Humazga saldría vencedor de la prueba -cualquiera que fuese- máxime: si como contrincante iba a tener al hijo de Tequendama, al que siempre había menospreciado y desconsiderado por su poca presencia corporal, fortaleza física deficiente y experiencia personal casi nula; comparándolo con su hijo primogénito Humazga, cuyas cualidades siempre habían sobresalido, en todos los sentidos, en similitud a cualquier otro joven de su edad. Probablemente alguno de los caciques habría tenido referencias o conocimientos de antiguas usanzas sobre relatos de competiciones similares, pues la idea que ambos -Menquetá y Tequendama- propusieron al cacique Soacha para resolver la elección de pretendiente, y así: poder eludir el compromiso que ya estaba establecido y pactado para la unión con la princesa Iruya- no era de sus originales seseras y, posiblemente el uno le comentó la idea al otro…, para mantenerla en secreto ante los demás y muy especialmente ante el cacique Soacha.
Para ello -a propuesta de Menquetá- idearon: que los dos pretendientes habría de someterse a una competición voluntariamente, en la que cada uno de los príncipes pudiese poner de manifiesto su destreza, evolución mental y empeño en ganarla; la prueba sería selectiva y definitoria, por si sola, capaz de demostrar las virtudes de cada uno: voluntad, sacrificio y tesón; cuya habilidad y esfuerzo dictaminarían los tres caciques -sin reparos- y, haría del mejor un digno pretendiente de la princesa Iruya. Los tres caciques se reunieron en Guatavita -la aldea de Menquetá e invitados por éste- al objeto de idear y proponer a los pretendientes lo acordado y que anteriormente habían forjado Menquetá y Tequendama la semana anterior, a espaldas de Soacha. Cuando Menquetá hubo explicado detalladamente la idea los otros dos padres, éstos quedaron conformes con la propuesta y además: en aceptar sin rencor futuro, al que saliese victorioso, pues sería el pretendiente que más se lo hubiese merecido. Para quedar conformes los tres: habrían de idear y elegir con sabiduría la prueba definitoria que pudiese demostrar la valía de cada uno de los príncipes.
Como en los cuentos orientales: ambos tendrían que salir del territorio conocido, fue la primera propuesta que hizo Menquetá.
-Explorarían tierras peligrosas y desconocidas, anticipó Tequendama.
-Traerían un presente y pruebas fehacientes de sus hazañas, hallazgos y relato de sus aventuras, instó Soacha.
-Deberían traer consigo constancias palpables de sus recorridos que apoyasen sus historias, hazañas o algún presente valioso que avalase sus testimonios, conformaron los tres caciques que parecieron hermanados ante la competición que se avecinaba y que constituía un acontecimiento excepcional, nunca llevado a cabo y seguramente sería recordado por muchos años. Estas pruebas deberían agradar por igual a los tres caciques, de forma tal que ninguno de ellos pudiese quedar ofendido, sobre todo y muy especialmente los caciques, Soacha y Tequendama, padres de los pretendientes masculinos.
El plazo del acontecimiento para conseguir las pruebas, se estableció en medio ciclo lunar (desde la luna llena, hasta la luna nueva), en que deberían estar de vuelta ante los tres caciques, en el mismo punto de partida.
Diplomáticamente, Menquetá manifestó a ambos caciques vecinos: que él se sentía muy honrado con cualquiera de los dos príncipes, pues ambos habían dado pruebas de sus muchas virtudes. Después de los consabidos cumplidos, el padre de Iruya agradeció las molestias que habían tenido por venir a visitarle a su aldea -donde concertaron el reto y desde donde deberían partir los príncipes a la mayor brevedad posible- y en tal sentido, quedaron en la fecha del comienzo de la prueba, sería con la luna llena venidera y tendrían (14 días con sus noches) para retornar de la prueba, sin dilación posible. Ambos caciques, admitieron la propuesta de Menquetá y partieron por sus caminos diferentes, hacia sus respectivos territorios para comunicarles a sus hijos la idea que habían aceptados de mutuo acuerdo los tres caciques y que ellos deberían cumplir. Se despidieron los tres entre sí y se recordaron que al amanecer con la luna llena y antes de que apareciese el sol en el horizonte: deberían estar los dos príncipes a la puerta de la choza de Menquetá, provistos de los útiles que creyesen oportuno para sus respectivos viajes. Ambos saldría el mismo día de la partida, eligiendo una dirección previamente sorteada, según la tradición- que, consistía en escoger una de las cuatro piedras -de distinto colorido y representativas de los cuatro puntos cardinales- metidas previamente en una vasija y tapadas con un paño opaco; cada uno de los pretendientes metería la mano y sacaría una piedra, según el color: la rojiza indicaba que la dirección a seguir sería el sur; la azulada al norte; la amarillenta al este y la negra al oeste… Tan pronto como llegaron a sus cabañas los dos caciques, llamaron a sus respectivos hijos para hablarles sobre el reto que habían programado los tres padres para alcanzar la mano de la princesa Iruya y ambos les dieron respectivamente todos los consejos que creyeron oportunos para que saliesen triunfantes. Claro está, que: los hijos sin rechistar admitieron el reto organizado por sus padres. Sus pensamientos personales se quedaron encerrados en su interior, sin tener opción a manifestarlos; pero mientras la cara de Teuso irradiaba alegría y un halo de esperanza, la de su contrincante Humazga, se mostraba bastante más osca y se le apreciaba un estado de inquietud y sensiblemente malhumorada; ya que, para él la noticia más que alegrías le traía inconvenientes y trabajos a resolver, que personalmente consideraba absurdos; cuando nunca le agradó la idea de admitir una esposa, bajo su punto de vista, representaba obligaciones, sometimientos, etc. Él desde siempre, estaba acostumbrado a campar por sus fueros en todas partes.
A pesar de ello no manifestó ninguna expresión que pudiese contrariar a su padre.
Con la nueva luna ambos pretendientes estaban dispuestos, antes del alba para emprender la marcha, en busca de unas aventuras que les proporcionasen los datos y pruebas para hacerse merecedores de la simpar Iruya…
Cada cual llevaba un zurrón con las materias básicas: pedernal y yesca para prender fuego, cintas de cuero, algunas yerbas, hojas de cualidades especiales, para curar ciertas enfermedades, como antídotos de las picaduras de ciertos reptiles, algunas viandas -arepas, carne seca, pescados y un cuerno lleno de chicha.
Armados con sus mejores arcos y buena cantidad de flechas que, perfectamente colocadas dentro del capazo: colgaban de la pleita del zurrón, ambos emprendieron la marcha para su encuentro a la puerta de la aldea de Menquetá y dar comienzo al reto. Teuso, salió de su aldea con las primeras claras del día, inició la jornada mucho antes de lo habitual en él, que siempre saltaba de su chinchorro con los primeros rayos del sol, cuando chocaban con su rostro a través de una hendidura que él mismo había hecho en el lateral de choza que daba al este, para poder observar aquella parte del terreno, como precaución y vigía de posibles peligros que pudieran venir de aquella parte del poblado.
Arrancó con una marcha rápida de grandes zancadas que le hacía progresar, muy hábilmente por los terrenos que le eran muy conocidos; así adelantó mucho camino en breve tiempo, cruzando varias de las quebradas que conforman el nacimiento del actual río Siecha, llegando con gran facilidad a la cuenca del afluente del lado izquierdo del río Aves, cruzándolo con gran facilidad pues llevaba algún tiempo sin llover y las aguas cristalinas podían pasarse de piedra en piedra, sin tan siquiera mojarse los pies; al llegar a la altura de los terrenos -de lo que hoy conocemos por Buenos Aires- giró sensiblemente a la derecha para adentrarse por los Páramos de Peña Blanca, recorriendo las cumbres de las quebradas que vierten hacia occidente de los actuales arroyos conocidos como El Estanco, El Curi y el propio Chaleche que le llevaba directamente a la parte más alta de la aldea de Guatavita; aún no había aparecido el sol por el horizonte y aprovechó para hacer un pequeño alto en el camino; hizo un giro menos pronunciado otra vez a la derecha y en el recodo próximo del camino que traía procedente de su aldea, ya se podía divisar la choza de Iruya; se detuvo un momento y se sentó a contemplar la aldea de chozas con tejados de paja de aneas, entrelazadas entre sí con hojas grandes de plataneras, de forma que la lluvia no pudiese calarlas, los fríos tuviesen grandes dificultades para penetrarla y las nieves no se estancasen en demasía sobre los mismos, debido a la inclinación que les habían dado al construirlas, para evitar el peso en época de nieve. Más de una veintena de árboles grandes y robustos, favorecían con su sombra los largos días de sol sobre la plaza rectangular.
No se veía a nadie transitando por las calles terrizas, ni a la orilla de la laguna, que parecía un espejo -excepto a lo lejos, donde aparecía algo de bruma sobre los cauces de algunos de los ríos bajando hacia el oeste que empañaba sus límites más lejanos con grandes cañaverales de guadua (bambú) que dormitaba muchas de las vertientes, sobre todo: aquellas situadas en las umbrías y encajonamientos, donde el sol difícilmente llegaba a traspasar hasta el suelo. Semitumbado en el horizonte, por la parte sur, podía observar la Cuchilla de Peña Blanca, que tan bien conocía de sus largos días de caza, casi enfrente, los altos de la Cuchilla del Fetibre, que estaba medio dormido en su jergón de plumas blancas que formaban los bancos de neblina a la altura de la Quebrada del Gallo y del Potrillo, con el río Tominé, supuestamente más cercano, pero totalmente cubierto de nieblas bajas.-. Observó con insistencia entre la bruma del amanecer la cabaña de Menquetá e imaginó a su amada en el interior aún dormida en su chinchorro hamaca, seguramente sin haber reparado en él desde la última vez que se vieron, lo cual no era cierto, pues la jovencita: estaba llegando a un estado de ansiedad amorosa que no había conocido anteriormente. -La hamaca o chinchorro: "Por todas las casas de la región caribeña, de la península del Yucatán y prácticamente en todas las de América Central existen como mueble de descanso: la hamaca o chinchorro". Se cree que es una inventiva de los Waraos, una tribu originaria de Venezuela y, su significado -proveniente del taíno- y su significado, es: red para pescado.
Los Waraos utilizan las hojas hervidas que después secan al sol, del llamado árbol de la vida (moriche) para confeccionar muchos útiles y muebles -entre ellos está el chinchorro-, cuya utilidad ha perdurado a lo largo del tiempo, por ser invenciones que proporcionan bienestar con su artesanía. El chinchorro es muy parecido a la hamaca y un elemento imprescindible para los Waraos; los venezolanos hacen distinción entre hamaca y chichorro: en este último el tejido es menos tupido que en la hamaca, aunque ambos -en sus extremos- van colgados o atados de sus extremos divergentes, en alguna colgadura, gancho o árbol resistentes, con una altura media de un metro. Los indígenas lo llevan siempre consigo cuando pasan la noche fuera, sobre todo en zonas selváticas -evitando el contacto con el suelo o piso: para evitar humedades, siempre propensos a topar con alguna serpiente, araña o escorpiones, cuyas picaduras son nefastas; también algunos de ellos se hacían amortajar en sus chinchorros-…". Teuso fijó su mirada en la aldea, que estaba a menos de media legua de distancia y con las claras del día, paso firme y resolutorio se dirigió hacia allí; iba impulsado por el deseo febril de encontrarse -a su llegada- con Iruya, que se había apoderado de todo su ser desde el momento en la contempló detenidamente. No podía fracasar en la empresa que emprendía esa misma mañana o corría el riesgo de no poder vivir en paz el resto de sus días, lo que no entraba dentro de sus cálculos. Impulsado por el ferviente deseo de contemplarla de nuevo, de averiguar muchos más detalles de su físico, de gravar su sonrisa en su interior y hacer letanía de sus dulces palabras, acrecentó el ritmo de sus zancadas al tiempo que su corazón palpitaba como el de un potro que acabase una carrera… Se sentía un tanto coartado ante la idea de presentarse ante los vecinos y familiares de su amada; nunca había tenido ocasión de estar presente en esa situación ante desconocidos y la idea de ello le azoraba, al tiempo que aumentaba sus palpitaciones. Su existencia selvática, sólo le había proporcionado situaciones límites, ante hechos inesperados, como el acontecido con el puma que puso en peligro a Iruya, pero no tenía experiencias del cómo estar o de qué composturas adecuadas, debía adoptar ante los demás, etc. No es que tuviese miedos o le acechase el temor de una mala acogida entre los habitantes de la aldea: de hecho sus comportamientos anteriores para con él fueron siempre de admiración y cariño, como consecuencia de su hazaña al liberar a su princesa de las garras del felino. Seguramente actuarían – en relación a él-, como lo había hecho anteriormente, por lo que no debía tener temores fundados; así pensaba en esos momentos y también se estudió de cual sería su comportamiento en caso contrario.
Se convenció de que en todas las circunstancias, su comportamiento habría de ser siempre exquisito. En el fondo, sabía que al ser miembros de la misma tribu los muiscas y aunque habían algunas diferencias, por los enfrentamientos de sus antepasados…; en parte, opinaba que esas malas situaciones quedaban ancladas muy en el pasado y con la lejanía de los acontecimientos, se iban diluyendo con el paso del tiempo. Ahora se estaban dando momentos muy especiales, para olvidar rencillas antiguas y engrandecer con ello nuestra propia tribu: -pensaba en su fuero interno-.
Por otra parte él no era responsable de lo que hubiesen hecho los antepasados -tanto en su familia, como en la de Iruya- y desconocía cuáles de ellos tenía la razón o no la tenía. Como Teuso era un tipo inteligente: siempre se colocaba imaginariamente en la parte opuesta de los intérpretes de cualquier conversación, comportamiento o situación que pudiese presentarse: cuando tenía que sacar conjeturas de importancia sobre la opinión de los demás. Indagando así: se situaba en su propia mente y sacaba lógicas conclusiones que le adiestraban para salir airoso de ellas, cuando se presentase la ocasión, que sería muy pronto…, pues ya estaba llegando al recinto de la aldea.
El desconocía las posibles relaciones con extraños, no entendía la fraternidad entre los pueblos y solamente tenía indicios de la amistad, cuyo sentimiento se había instalado con las vivencias cotidianas de los jóvenes de su misma edad, con los que pasaba la mayor parte del tiempo. No llegaba a considerar enemigos a los desconocidos, pero si mantenía mucha prudencia, agudizaba sus sentidos y transformaba su comportamiento -siempre de gran jovialidad- cuando estaba en presencia de alguno de ellos.
Todos estos acontecimientos los estaba asimilando sin odio, ni maldad y, sentía cierta simpatía hacia los componentes -que ya conocía-; componentes que formaban parte de la aldea de Iruya; por demás: le habían dado muy buena acogida. Sus placeres más elementales – todos ellos primitivos hasta ahora- eran la caza, la búsqueda de plantas medicinales y la talla en madera de algunas figuras, que ya tenía iniciadas, otras tres había terminado y estaban en su cabaña; pues sólo habían sido de su consideración y agrado: dos de ella, que obsequió a su padre; la otra la tenía semiescondida en un zurrón que pensaba obsequiar a su madre, pero al no estar muy satisfecho la guardaba, como si no existiese y deseaba tallarle a su madre, alguna mejor. Ambos progenitores le elogiaban muy gratamente el trabajo que realizaba -con respecto a su afición a la talla de madera- y le alentaban para que prosiguiese con ese arte y le animaban diciéndole: que no tenía competidor en toda la comarca.
La caza no le proporcionaba gran placer, sólo lo hacía en contadas ocasiones, cuando tenían alguna necesidad de carne para comer; en bastantes ocasiones era su padre el que siempre se anticipaba a esas necesidades y aparecía de cuando en cuando con algún venado, jabalí, zarigüeya, perezoso, etc. Realmente él no disfrutaba matando, aunque la vida salvaje que llevaba le ofrecía multitud de ocasiones para matar; esa forma de vida no le convertiría nunca en un ser depredador sanguinario, ni taciturno; todo lo contrario: amaba mucho la vida salvaje. Nunca o en rarísima ocasión mataba (aparentemente) por placer -sólo en ocasiones de retos o competiciones ante los demás y para no quedar en ridículo- pero siempre que podía rehuía estas situaciones; sentía especial respeto y cariño por todos los seres vivos y entendía que eran los humanos los únicos seres que mataban por placer y de forma insensata; tan sólo por causar sufrimiento y muerte; aunque no necesitasen de lo cazado para su sustento…
En las guerras tribales, eran poquísimas en las que había participado, sólo en contadas escaramuzas de poca importancia, pero siempre se empleaba a fondo, porque de ello dependía su propia vida y la de los moradores de su aldea, siempre se desenvolvía con gran agilidad, lo hacía sin titubeos y valentía inusitada por ser el heredero del cacique al que él más admiraba: su padre. Ya llegaba a los aledaños de la aldea, como le había dicho su padre y que debería ser antes de que apuntase el sol; Guatavita estaba fortificada con una empalizada de troncos de fácil manejo, clavados sobre la tierra en forma oblicua, con las puntas hacia el exterior, las defensas sólo se alejaban unas 40 ó 50 varas del recinto que conformaban las cabañas más distantes de la plaza.
Cautelosamente se fue acercando hasta la puerta de la choza de Menquetá y sin hacer ruido alguno, permaneció a la entrada, como si fuese su más fiel guardián, con la intención de esperar hasta que alguien le indicase lo que debía hacer.
El estaba allí por indicación de su padre, en el lugar y a la hora establecida, y para cumplir las órdenes de Menquetá o las recomendaciones que éste le hiciese.
Su padre le había explicado claramente la competencia establecida por los tres caciques para que alguno de los dos pretendientes, se alzase con a la mano de Iruya. Los acontecimientos se desarrollarían y se llevarían a cabo con el otro contrincante en paz, buena armonía y sin ánimos de venganzas posteriores; ganase quién ganase, todos aceptarían la resolución final; donde no tendría opinión, ni la propia interesada. Aún no había llegado su competidor, más no tardaría mucho en aparecer por el otro extremo de la aldea; seguro que también habría sido informado por su padre sobre la competencia que tendría que llevar a cabo -acordado por los tres caciques- y, aunque él no lo conocía personalmente, sí sabía -por referencias que le habían contado-: que era un hombre de mayor envergadura que él y unos 10 años más viejo; sus modales eran bastante más rústicos, tenía una mirada penetrante y asesina que anonadaba a muchos. Humazga -que así se llamaba el príncipe de Sesquilé e hijo del cacique Soacha- había emprendido su acercamiento a la aldea de Iruya, justo poco antes del amanecer -al alba de aquél día y aprovechando la luz de la luna llena- y con la intencionalidad de hacer el mal a su rival en todo momento -sobretodo cuando le fuese propicia la ocasión-.
Siempre tenía y aplicaba las malas artes cuando era contrariado en algún asunto de su mínimo interés y lo hacía sin contemplaciones hacia su adversario.
Con una conducta quebrada por su carácter taciturno; las malas ideas que albergaba, le venían siempre por: sus insanas costumbres, doblegadas a una condición vil, inducidas por la envidia malsana hacia los demás y adquiridas en su pubertad, como hombre bruto, déspota, de malas costumbres y mal intencionado que era.
Su aldea -Sesquilé-, se encontraba a unas cinco leguas de la de Menquetá, por lo que a buen ritmo, tardaría más de una hora en andar la distancia que mediaba. Al igual que lo hiciera el otro pretendiente, salió de su cabaña con las primeras luces del alba, a buen paso que fue incrementando tanto como se lo permitía el terreno y sabiendo en todo momento por donde le era más cómodo, corto y propicio para aventajar en la distancia, procurando en todo momento no llegar tarde a la cita pues bien formalmente se lo había advertido su padres. Subió -lo que hoy se conoce, como la Quebrada del Cajón- hasta llegar a las laderas orientales de las Cuchillas de Covadonga, girando hacia su derecha y enfocando el sur a medida que avanzaba y se lo iban permitiendo las vertientes y el Cerro de las Águilas, al pié de los nacimientos de la Quebrada Grande actual que vierte sus aguas al norte del Embalse del Tominé junto con el río Bogotá y no lejos de su aldea Sesquilé.
A medida que se iba acercando a la aldea de la prometida, aumentaba su cautela, aguzando sus sentidos; él iba preparado y dispuesto -si era necesario- a matar o a que le matasen. Siempre era muy mal intencionado, hasta en sus pensamientos más privados. Estaba bien decidido y no le faltaba valor si se le presentaban problemas que pusiesen en estado de lucha, de dudas hacia su valentía o en peligro su persona.
Siguió avanzando al trasponer el Cerro de las Águilas para bajas -más hacia el sur- por la Quebrada Clara y empezó a bordear los Humedales de Aguas Blancas por su parte occidental, los cuales de forma llana y mucho más cómoda de transitar le llevaría, sin lugar a dudas, a las empalizadas de la aldea Guatavita.
Con extraordinario sigilo llegó hasta la puerta de la choza de Menquetá, que acababa de iniciar un saludo de bienvenida a Teuso, el cual, se le había adelantado en la llegada y llevaba, como media hora esperando a que le recibiesen en la aldea, pues no deseaba encontrarse en solitario con su contrincante, del que tan mal le habían advertido.
Los dos príncipes y el cacique -después de los correspondientes saludos- se alejaron unas veinticinco varas de la cabaña, hacia el centro de la plaza rectangular, se pararon bajo un árbol gigantesco, parecido a un ficus o un cedro de muy grueso ramaje, en el que se apreciaban muchas orquídeas parásitas, que se alojaban en casi todos los recovecos, en cuya copa se oían algunos loros y era como un eje central de la plaza; sobre todo, equidistante de los laterales paralelos.
Quizás también fuese éste el sitio donde se reunían los más viejos y sabios de la tribu como consejeros con el cacique, en las decisiones importantes de su gobierno, pues había una serie de taburetes de madera bien trabajadas y una mesa grande y muy robusta, cuyas patas estaban clavadas en el suelo de tierra. El hecho de apartar a los príncipes de la puerta de su choza y llevarlos a este lugar propicio, lo consideró el cacique una medida precautoria; fundamentalmente lo hizo Menquetá para evitar que se acercasen algunos miembros de la aldea y especialmente por su hija y su mujer, para evitar la intervención de extraños al sorteo y los comentarios posteriores con otros súbditos -con ello evitaba alarmas infundadas entre los suyos-.
En el centro de la plaza que formaban las chozas se encontraban algunos niños jugando y algunos lugareños agricultores que estaban preparándose para salir con algún apero al hombro, camino de sus respectivas faenas, los cuales ni se percataban de las palabras o las indicaciones que se daban entre sí, especialmente Menquetá a los dos príncipes; también estaba el alfarero de la aldea, preparando su masa de barro diario, que constituiría la materia prima, base de su jornada de trabajo; pero todos ellos al ver a los tres hombres se fueron alejando prudencialmente del árbol, como intuyendo que ellos necesitaban privacidad.
Al rato, cuando acabaron de hablar los tres hombres, llevaron a cabo el sorteo direccional que deberían tomar cada uno, una vez repasadas y consentidas las normas que durante todo emprendimiento deberían cumplir los dos participantes, aparecieron dos mujeres de la aldea, que traían sobre una tabla de madera: una vasija de barro (cerámica cocida al sol) con chicha y tres vasos a forma de cuencos pequeños del mismo material; que ofrecieron a Menquetá, y éste fue repartiendo el líquido por los tres recipientes, hasta llenarlos rasos, a la vez ofrecía: uno de ellos a cada príncipe. Con el suyo en mano, lo alzó un poco y mirando al sol que aparecía por el horizonte en ese preciso momento, tras el perfil de una montaña que interrumpía la llegada de todos sus rayos; masculló una pequeña frase, -de la que no llegué a entender, ni una palabra-, pero que ideé y que, debió ser una plegaria en la que deseaba a los príncipes mucha suerte, salud y protección de Xué para llevar a cabo su aventura. Durante el sorteo celebrado: Teuso se dirigiría en dirección norte y Humazga tomaría la dirección sur. Al acercarse los tres nuevamente a la puerta de la cabaña de Menquetá, ya habían salido a saludarles la cacica y la propia Iruya, quienes también desearon todo tipo de parabienes en la empresa que empezaban a resolver -para ganarse la mano de la princesa y la complacencia de los tres caciques-. Una vez terminada aquella reunión, que daría lugar al comienzo de los acontecimientos entre los dos paladines, desde allí mismo emprenderían la marcha. Previamente se habían despedido cortésmente de la cacica, de la princesa y del propio Menquetá; pero entre sí no se dirigieron la más mínima palabra o gesto de saludo, ni se les notó intencionalidad alguna que mostrase cualquier tipo de deseo… Mientras se alejaban los dos pretendientes, Menquetá permaneció largo rato sentado a la puerta de su choza consumiendo el resto de la chicha que quedaba en la vasija, ya casi avinagrada, aunque la había preparado su mujer la tarde anterior para homenajear a los pretendientes que se pondrían en camino aquella misma mañana al amanecer; a la vez y sin dudarlo: consideraba mucho más fuerte al hijo de Soacha que al de Tequendama. Humazga parecía ser mejor guerrero por su envergadura y porte; también le pareció el más favorito, porque engendraría retoños más sanos, poderosos y saludables; a esta idea llegaba con su imaginación, con toda la claridad de su mente y a la vez egoístamente, al ver las constituciones físicas de ambos; Humazga tendría por lo menos, 20 centímetros más de estatura que Teuso y le sobrepasaba en peso, -seguramente unas dos arrobas-. Indudablemente parecían el oso y el cervatillo; además con la mirada seca y poco amistosa que le echó Humazga a Teuso, estando él presente: pareciera que hubiera querido desintegrarlo allí mismo y, si le hubiesen sido propicias las circunstancias lo habría hecho -durante el sorteo que se llevó a cabo y que fue determinante, para escoger la dirección que debía tomar cada uno de los príncipes-.
Humazga había mirado en pocas ocasiones a Teuso, pero habría parecido, como si le estuviese lanzado un rayo intimidatorio, para que fracasase en su competición o para que se retirase cobardemente del emprendimiento; pero de hecho, lo que consiguió con ello, fue: afianzarle más en la aventura que emprendían ambos, en su convencimiento positivo de ser el ganador y, no sólo, para tratar de evitar -a toda costa- que la princesa cayese en manos de tan horrible individuo, si no, por hacer florecer el amor que le profesaba, completamente abierto a los ojos de todos; tampoco se amilanó ante la presencia del otro, que tampoco lo sugestionó, aunque hizo todo lo posible y, se le notó sensiblemente; pues para ello seguramente se necesitaban otras características que las que mostraba Humazga en todo momento; "no habrían existido fuerzas humanas capaces que consiguiesen amilanarle", todo lo contrario: con ello se envalentonó, le hizo mucho más fuerte y se propuso, en adelante: adiestrar su mente, agilizar su cuerpo y estar siempre alerta a todos los hechos, acontecimientos y encuentros donde estuviese presente Iruya para protegerla y desde donde él trataría de evitar cualquier roce, -mal intencionado o no- de su rival para con la princesa.
Todas estas situaciones las fue repasando e imaginando el cacique mientras los efectos de la bebida, se le iban subiendo al entrecejo.
CAPÍTULO IV.
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