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Iruya – La Princesa Chibcha de Guatavita (página 7)


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En tal caso, a ella la señalarían de por vida por yacer con un invitado extranjero, sin el consentimiento del cacique y de su propia familia; y a él, lo enemistarían de por vida por haber roto una de las normas más sagradas de la hospitalidad: respeto a todas las pertenencias de los anfitriones, seducción y hasta quizás abuso. Después de meditar brevemente la situación comprometida en la que se encontró: optó por no interrumpir el sueño de la adolescente y con mucho sigilo -sin hacer el más mínimo ruido-, tomó cuantos enseres llevaba consigo y salió de la estancia. Efectivamente, al salir al centro de la plaza ya se encontró con tres miembros de la aldea que había conocido y estaban preparando algunos útiles de labranza para ponerse en marcha hacia sus respectivas faenas.

Humazga, que había observado a su amigo Tursu salir, lo siguió de inmediato, para caer en sospecha, si llegaban a sorprender a la chica en aquél habitáculo. También aprovechó la ocasión para saludarlos y a modo de despido, les indicó que tenían que partir, sin pérdida de tiempo, pues el camino se le hacía largo, para una jornada y quería llegar a Sesquilé aquella misma noche; antes de partir para Guatavitá para presentar su obsequio a los caciques.

Indicaron a los presentes: que les sirviesen de portavoces ante el cacique y los demás miembros de la aldea, en forma de despedida, para no perder mucho tiempo: a lo que ellos asintieron. De esta forma partieron nuestro príncipe y su amigo, sin mediar muchas más palabras de por medio y, como el que bien dice: -pusieron pies en polvorosa-, huyendo del fuego y el compromiso que les podía pisar los talones; ya se las arreglaría la moza, para justificar su estancia allí, si la llegaban a coger por sorpresa sus convecinos; pero también podría tener suerte y se despertaba a tiempo, podría salir, con tanto sigilo, como lo hizo a la entrada, la madrugada anterior. Quizás por haberse aligerado mucho del peso, Humazga, al pasar su escultura a su amigo Tursu -al haber dejado en Sopó el cargamento de sal que llevaba y que pertenecía a Lenco; o por el cargo de conciencia y preocupación que le embargaba -que le había acarreado la actitud de Tursu la noche anterior- pues se sentía responsable, como consentidor de los actos de su amigo: al permitirle yacer con la chiquilla -de cuyo acontecimiento, no podía distraer su mente ni un momento, ni se atrevía a encarar a su amigo; apretó el paso, como queriendo castigarlo.

La cuestión es que más que andar por aquellos caminos de la Cundinamarca verde y húmeda, parecía volar.

Mientras tanto, Tursu -de cuando en cuando- cambiaba de hombro la talega que albergaba el busto de la diosa Bauché. Y parecía ir renqueando, notaba cansancio, pero sus zancadas se hacían rítmicas y largas, casi hasta alcanzar, la vara y media por paso. Ambos amigos, para hacer su camino más corto hasta su aldea, en cuanto hubieron desaparecido de los alrededores de Sopó; enfilaron un ramal del camino que giraba por la parte sur de dicha aldea y prosiguieron en dirección noreste bordeando la laguna de Guatavitá y atravesando los territorios de Tocancipa y de Gachancipá, llegando a las tierras de Sesquilé -que conocían como las palmas de sus manos- al tener todo su territorio muy bien escudriñado, como consecuencia de sus múltiples cacerías. Llegaron a su aldea ya anochecido y muchos de sus vecinos estaban alrededor de los fuegos que habían atizado para preparar el asado de la noche, tostar alguna que otra remesa de arepas, asar algunas mazorcas de maíz -en preparación de algún sancocho para el día siguiente-; de cuyo caldo sacarían alguna sopa para la noche -agregándole algunas verduras- o, para mantener una vasija con agua caliente, que según lo casos, sería utilizada a conveniencia de cada momento: para infusiones de hierbas medicinales, para curar alguna herida en supuración, ulceras mal curadas, para hacer el rico café y, para cualquier otro menester necesario. La cuestión era: que siempre había en cada rescoldo o fuego vivo una vasija de barro cubierta de una costra de hollín exterior, de medianas proporciones que atendía cualquier necesidad de agua caliente.

Casi nunca se movía del sitio donde estaba situada sobre una trebenes formada por tres piedras con buena base -bien fijadas y formando un triángulo casi equilátero-, de forma tal: que su superficie era prácticamente horizontal y con pocas posibilidades de volcar su contenido. El paso del tiempo, también había hecho más firme su estructura.

Soacha, hacía días que le esperaba impaciente y se alegró mucho de velos llegar y en tan buen estado. Padre e hijo, platicaron largamente durante la comida nocturna y, el resto de su familia -madre y dos hermanos menores que él -no pegaban puntada de lo atento que estaban a todo aquello que él relataba- y, ni se atrevían a interrumpirle en ningún momento; así que solamente el padre pareciera su interlocutor. Al final de todo el diálogo quedaron en salir de madrugada camino de Guatavitá -la aldea de Iruya- y presentar ante Menquetá el presente que había traído en obsequio y competencia con Teuso para conseguir a la princesa Iruya. Seguramente el otro competidor no habría vuelto de su viaje -pensaban y manifestaron padre e hijo- casi a un mismo tiempo.

Al día siguiente, fue Soacha quien hubo de llamar a su hijo para iniciar rápidamente la marcha en dirección a la aldea vecina de Menquetá.

Un tanto a regañadientes, se despertó Humazga, desperezándose a todo lo largo y tendido que estaba sobre su chinchorro -hamaca-; se le notaba claramente que la larga caminata sin descanso del día anterior le había hecho mucha mella a su musculatura y sentía profundamente la pinchazón de sus agujetas. Ambos tomaron unos sorbetes de café clarito que acompañaron de unas arepas y un trago de chicha antes de emprender la marcha.

Su madre les había provisto en los zurrones de cada cuál de algunas vituallas para el posible retraso, que calculaban en dos días.

Emprendieron la marcha en dirección oeste y después de más de una hora de caminata llegaron a la orilla sur de la laguna Guatavitá, donde se reflejaba el sol en sus aguas cristalinas y totalmente en calma; allí hicieron un alto en camino y con una habilidad inusitada Soacha ensartó un pez de mediano tamaño en su vara -que usaba para apoyarse en la caminata- a la que había sacado una buena punta que le servía a forma de lanza.

Descabezó, destripó y enjuagó muy cuidadosamente aquél surubí.

Cuando se oreó lo envolvió en una hoja de platanero y lo metió en el zurrón de Humazga y comentó con su hijo: ya tenemos la comida de medio día.

Mientras tanto el hijo se metió en la laguna, donde estuvo tumbado encima de las aguas todo el tiempo que su padre estuvo pescando.

Finalmente emprendieron la marcha de nuevo y a buen ritmo, anduvieron como otras cuatro leguas hasta llegar a la confluencia de un pequeño riachuelo que desembocaba en la laguna. Escogieron un lugar apropiado para descansar y preparar una fogata donde asar al pez. Bajo un enorme ficus prepararon fuego que rápidamente se fue transformando en rescoldo de ascuas vivas y mientras tanto se convertía el fuego en ascuas el padre había trenzado unas parrillas con algunas varetas de mimbres de mediano tamaño, donde colocó el pez -en ellas sobre las brasas- hasta que estuvo perfectamente asado. Al olor del asado -a ambos- se les despertaron un apetito inusual y, es que: el ritmo de la marcha que habían traído hasta ese momento les hacía parecer leones en ayuno. Debió estar muy sabroso el pez, porque a pesar ser un ejemplar de más de cinco libras Humazga quedó chupando los jugos y briznas que aún quedaban pegadas a la espina dorsal. Ambos permanecieron descansando -tumbados bajo el ficus- casi otro tiempo similar al que tardaron en la preparación y dar buena cuenta de surubí.

Al cabo de ese buen rato: fue el padre quién despertó a Humazga de la siesta reparadora en la que había caído después de la comida que habían acompañado de abundante chicha y emprendieron la marcha subiendo una ligera colina, cuyo camino estaba escalonado hasta llegar a la planicie de una cima cubierta por un bosque bien tupido que hacía resaltar su verdor sobre la raya amarillenta -que como una herida descolorida pareciera ser el camino recto y profundo- que volvió nuevamente a desembocar en la orilla de la laguna.

Tan pronto como llegaron a la laguna, nuevamente volvieron a hacer un alto en el camino. A lo lejos se veían las chozas de la aldea que iban a visitar y lugar donde vivían los súbditos y familia de Menquetá.

El sol parecía estar parado en lo alto -sobre su zenit- pareciera que las aguas tersas de la laguna quisieran escapar volando por los aires.

Un fuego plomizo destilaba el ambiente y al llegar estuvieron largo rato tumbados sobre la laguna con la cabeza metida hasta las orejas y bebiendo de cuando en cuando algún sorbo de agua fresca. Finalmente terminaron ambos metidos dentro de la laguna, tomando un buen baño. Ya había traspuesto el sol las últimas montañas de su horizonte y sólo se apreciaban el flamear de la luminaria del ocaso, cuando llegaron a la entrada de la aldea de Menquetá; éste, coincidiendo que se encontraba esperándoles desde hacía dos días, se encontraba acompañado del otro cacique Tequendama -padre de Teuso-, de su hija Iruya -que no apartaba los ojos ni un instante de Teuso que había llegado en la fecha prevista y según acordaron por los tres caciques antes de la partida. La llegada de Humazga y su padre por más esperada, fue muy jovial entre todos los asistentes y pronto se encontraron en corrillo comentando las incidencias de la jornada y celebrando la buena armonía con un buen zancocho con abundantes arepas y zumos de maracuyá.

CAPÍTULO XIII.

Retorno de Teuso

Aquella mañana, Teuso se había despertado muy de madrugada; el fuego aún calentaba pero se había extinguido y ni tan siguiera brillaban sus rescoldos.

Los atizó brevemente con la punta del resto de la antorcha -que estaba apagada- y, le sopló con fuerzas las cenizas para que despabilaran las tenues brasas, hasta que consiguió hacer un tímido fuego, donde pudo arrimar la antorcha y prenderla consiguiendo hacer la luz suficiente que le proporcionaba la visión necesaria para salir de aquél recinto. Le costó algún esfuerzo y mucha atención poner en funcionamiento de nuevo la antorcha, pero lo consiguió. Tomó su hatillo y emprendió con mucho sigilo el retorno hasta la bocana de la chimenea, dejando atrás todo un cúmulo de sobresaltos y preocupaciones.

Realmente se sintió libre y seguro al llegar a la superficie y mucho más cuando consiguió bajar hasta el lecho del arroyo, donde pudo lavar bien las tres piedras que había sacado de aquella ciénaga, tan ocultas en la penetrante mazmorra. Consiguió dejarlas libre de todas las impurezas que traían adheridas; es más: las dejó libres de obstáculos, como si fuesen otros guijarros del lecho del riachuelo, dejando que el agua cristalina se remansase sobre ellas, dándoles un brillo pertinaz e imperecedero, para su mayor sorpresa. Se aseó largamente de pies a cabeza, pues se sentía sucio y mal oliente, al haber permanecido tanto tiempo encerrado bajo tierra.

Sintió hambre a medida que se fue secando tumbado sobre una roca donde le acariciaban los primeros rayos del sol, que acababa de salir por encima de los cerros colindantes del este; buscó alguna reserva de comida -que pudiese quedar dentro del zurrón- pero no encontró nada que pudiese mitigar su hambre; pudiendo apreciar el mal olor que se desprendía del interior del mismo, por lo que sin pensarlo le introdujo un buen peñasco dentro, dejando abierta su solapada tapa y lo metió dentro del arroyo, de forma favorable a la corriente del agua, para que por su propio impulso fuese llevándose toda la inmundicia, que pudiera tener en su interior, sin que ésta pudiera tener obstáculo, ni le sirviesen de filtro el material de su confección, al tiempo que se ablandaban todas las costras y restos de comidas que pudiera tener adherida en su interior.

Posteriormente se dedicó por los alrededores a buscar algún frutal que pudiese suministrarle algunas piezas con las que aliviar su apetito matutino.

No perdió mucho tiempo en ello, ya que al volver de un recodo -bajando, según iba la corriente- en un lateral de las eses del camino: se alzaban varios naranjos que mostraban buenos ramilletes colgando a escasa distancia del suelo, repletos de fruto amarillo radiante, otros más verdosos y algunas piezas que ya habían caído al suelo por su madurez prematura. Arrancó uno de aquellos ramos, quizás con el ánimo de que las naranjas que no fuesen consumidas esa mañana, pudiesen quedar adheridas al ramo, para seguir chupando la sabia de los tallos y preservarlas -las más verdes- para una duración mayor, hasta querer utilizarlas por el camino. Volvió al lugar donde tenía todos sus útiles; sacó el zurrón de la corriente y lo estrujó y enjuagó varias veces en el agua, hasta que creyó oportuno que le había quitado toda mugre que lo empañaba y la pestilencia que tanto lo denotaba.

Lo extendió en la misma piedra donde él momentos antes había estado tumbado y secándose -expuesto a la brisa y a los aún leves rayos del sol-, sacó las tres piedras verdes de la pequeña oquedad que había formado la corriente a su alrededor y, también las puso con mucho cuidado junto al zurrón, para que a un tiempo se fuesen secando y tomo una naranja del ramillete -la que aparentemente estaba más madura, llevado por su color más amarillo intenso- y la fue descascarando: clavándole la uña de su dedo pulgar diestro -que arrastrándolo hacia su polo distal- sacaba la cáscara sin gran dificultad y sin estropear los gajos de su interior. Tenía buen zumo y estaba muy apetitosa, por lo que siguió la misma tarea con tres más de aquellas naranjas.

Cuando se sintió completamente satisfecho: ordenó todos sus enseres -metió las tres piedras verdes en el fondo del zurrón- y emprendió la marcha de regreso a la aldea de Guatavitá, donde debería llegar dos días después, para cumplir con la fecha establecida por los tres caciques. Anduvo a buen paso; aquella mañana se sentía muy ágil y contento, pues consideraba que el presente que llevaba para conseguir a Iruya, difícilmente podría ser superado por el que pudiera presenta Humazga y sentía ansiedad por presentarlo cuanto antes. Llegó con rapidez al actual río Suarez -afluente del Magdalena, cuyas aguas van al Caribe- pero no pudo cruzarlo, como era su deseo, pues venía bastante crecido y algo turbio -seguramente habría sido alimentado por la lluvia pertinaz de días anteriores, que él no pudo observar, por encontrarse dentro de la cueva-; siguió andando por su margen izquierda hasta llegar a la altura de la aldea de Chiquinquirá, donde pudo cruzar a la otra margen por un puente artesanal hecho de bambú -guadua-, cuya base se cimbreaba no lejos de la corriente.

Al final de la travesía se encontró con una pareja de aldeanos que cultivaban una hermosa parcela de terreno y estaban sembrando patatas.

Los saludó y solicitó su ayuda, por si podían informarle sobre el camino más corto para llegar a Guatavitá.

La pareja atendió a su requerimiento, manifestándole: que debía bordear la aldea por su parte norte y proseguir el camino, que sin desviarse a ningún otro sentido le llevaría directamente a la población de Sesquilé, estando entonces a escasas leguas de la laguna. Agradeció profusamente a la pareja su información -obsequiándola con sendas naranjas, que sacó del zurrón- y, sin más pérdida de tiempo prosiguió su camino, para aprovechar todo el tiempo que le quedaba con luz e idear la forma de pasar la noche por el camino, sin verse a la intemperie y al abrigo de cualquier peligro; por lo que debería ir ojeando -a medida que avanzaba- para encontrar el lugar apropiado, donde haría alto y tendría que proporcionarse de nuevo un alimento sustancial que reconfortase sus energías. Recordaba en muchas ocasiones haber pasado -días atrás- por ese mismo camino y deseaba llegar con tiempo y claridad de luz para alcanzar las orillas de la laguna de Fúquene en la desembocadura con el río Susa, donde había pasado la noche, días atrás. Aligeró el paso y se animó -así mismo- con la expresión de viva voz, de muchos de los sentimientos que pululaban por su mente idealizando a su amada Iruya: la sentía cerca de si, cuando repasaba las contadas ocasiones en que la había tenido cerca e imaginaba -colmado de dicha- cómo serían los momentos futuros cuando se encontrasen ambos en la intimidad de sus caricias; verdaderamente la deseaba con un énfasis, jamás sentido en algunas otras ocasiones, en las que se había sentido atraído por alguna otra mujer -precisamente de su aldea-: un año atrás, con motivo de las fiestas de celebración durante los desposorios de su mejor amigo Edgar con su pareja escogida Tur; conoció de cerca de la hermana pequeña de ésta, Susta.

Desde hacía algún tiempo -siempre que se cruzaban -la chiquilla le mantenía la mirada y casi siempre insinuante-. Teuso, se había sentido muy atraído por ella -desde el primer momento-, especialmente cuando empezó a notar su desarrollo femenino.

Susta era una jovencita morocha de aspecto muy agradable, pues sus facciones la hacían parecer siempre sonriente.

Siempre adornada con alguna flor silvestre clavada en su gran trenza negra azabache, muy bien confeccionada.

Su piel era más blanca que la de las demás quinceañeras de la zona, pues llamaba la atención de toda la comarca y especialmente destacaba su belleza juvenil por el contraste que le hacían el verdor claro de sus grandes ojos rasgados, que parecían almendras al mes de acabar de cuajar la flor. Se desenvolvía con la agilidad de un cervatillo y siempre con movimientos gráciles que desparramaban por doquier las energías propias de su edad.

En muchas ocasiones Teuso, intencionadamente había salido de su cabaña al centro de la plaza de la aldea, tan sólo por verla en sus múltiples desplazamientos por los alrededores de aquel entorno: cuando no estaba cerca de la fogata aliñando algún guiso o asando algún trozo de carne o pescado, se encontraba transportando alguna vasija de barro o cántaro lleno de agua, limpiando con una escoba de ramas los alrededores de su cabaña.

Casi siempre podía verla en la realización de alguna tarea doméstica, pero nunca tuvo el valor suficiente de acercarse a ella desde que ambos entraron en la pubertad y asomaron o empezaron a notar sus apetencias sexuales.

Aquella chiquilla -Susta- sin lugar a dudas era la mujer que más le había inquietado en su vida, hasta que conoció a Iruya y en las circunstancias que anteriormente he relatado. En algunas otras -pero contadas ocasiones-, se había sentido atraído físicamente por alguna otra chiquilla -casi siempre de su aldea- y en varias de ellas, aunque con menor intensidad, lo fueron con mayor pasión; llegando a imaginarlas a su merced en los momentos de profunda intimidad y como consecuencia de la seducción producida por algún momento lujurioso: al verla bañarse en la laguna cercana a la aldea, casi siempre en la penumbra de la tarde o cuando alguna de ellas, descuidadamente había dejado ver algunos de sus atributos femeninos. Todos esos sentimientos y estímulos sensoriales dejaron de existir, tan pronto como entró en su mente la imagen de su princesa Iruya, quien arrasó con todas la telarañas emocionales que venía padeciendo el joven desde su pubertad. Finalmente Teuso llegó a la orilla más oriental de la laguna y la fue bordeando a lo largo de la misma hasta allegar a la confluencia con el río Susa, donde observó el entorno y eligió rápidamente el lugar donde podría pasar la noche que se avecinaba a pasos agigantados. Situó su hamaca -chinchorro-, como lo hiciera la noche que por primera vez pasó por aquellos lares – amarrando sus extremos a los dos grandes árboles que ya conocía y en la hondonada existente entre ambos, reunió una buena cantidad de leña seca y algunos troncos más grandes, con los que pensaba alimentar el fuego para que durase hasta bien avanzada la noche y con ello mantener lejos cualquier animal salvaje, que pretendiese curiosear por los alrededores mientras el dormía. Antes de que se hiciese más tarde armó la trampa con las losas y los mismos palillos que lo hubiera hecho la vez anterior, con el ánimo de verse favorecido en poco tiempo con la captura de algún conejo -pues era la hora propicia en que dichos animalitos salen de su madriguera a comer alguna yerba fresca-. Al terminar de armarla se volvió hacia donde había establecido su majada y procedió con presteza a encender el fuego, que no tardó en tener bien atizado y al que había rodeado de un buen anillo de piedras alrededor, para evitar posible comunicación con los pastos del entorno y, en evitación de un incendio indeseado. Se desnudó completamente y se dirigió a darse un chapuzón en las aguas de la orilla, pues aquella tarde sudó bastante al aligerar la marcha para llegar al lugar donde ahora se encontraba. Después de tomar un placentero baño y antes de volver sobre sus pasos, se dirigió al lugar donde tenía armada la trampa y fue mayúscula su sorpresa al comprobar que había atrapado un pájaro perdiz que aún estaba dando los últimos aletazos y patadas, tratando de escapar. Lo cogió con todo cuidado -procurando que no se le escapase en uno de aquellos movimientos desesperados que el animalito hacía por escapar- y lo remató estrellándolo contra la losa superior, quedando la perdiz totalmente inmovilizada.

Volvió a armar la trampa -que pensaba revisar a la mañana siguiente- y se volvía nuevamente hacia donde ardía el fuego, lo reavivó y echó en el centro el pájaro, removiéndolo de cuando en cuando con la punta de un palo largo, de tal forma que en poco tiempo la perdiz perdió todo su plumaje y parecía haberse consumido más allá de la mitad de su volumen. Sacó la pieza fuera del fuego y con una pequeña rama -de menor calibre que la anterior- pinchó la pieza por entre las patas y se dirigió a la laguna nuevamente, donde destripó y lavó cuidadosamente al animal, para volverlo al fuego -bien ensartado por las pechugas, entreabiertas, para que pudiese asarse adecuadamente toda la parte interna del vicho-; cuando consideró que estaba bien cocinado poco a poco fue consumiéndolo -empezando por una pata, después la otra…,etc.; pero siempre permaneciendo con el resto cerca de la lumbre, hasta que quedó finalmente satisfecho. Pareció coincidir su apetito con el asado que le proporcionó aquel animalito. Nuevamente se encaminó a la orilla de la laguna y se lavó concienzudamente las manos y todo el rostro, restregándose con el dedo índice de la mano derecha toda la fila de dientes de ambas mandíbulas, que afortunadamente -pensaba él- estaban perfectos y a los que cuidaba con bastante esmero; ya había observado a muchos miembros de su aldea, como adolecían de los dientes y posiblemente por no observar un buen cuidado de ellos, sobre todo después de haber comido copiosamente. Finalmente -después de revisar el fuego- se encaramó al chinchorro -hamaca- desde donde se quedó contemplando largamente el reflejo que la luna hacía sobre las aguas quietas de la laguna. Tan sólo en una ocasión pareciole ver unos borbotones surgentes del agua, como a unas cien varas de la orilla, pero rápidamente le invadió el sueño y a la mañana siguiente -aunque recordaba en incidente-, no sabía distinguir los hechos: de la realidad o pertenecientes al sueño que había tenido, en el que él se situaba pescando en ese lugar.

Al despertar, aún no había salido el sol y una ligera brisa refrescante cruzaba la laguna de este a oeste, como empujada por el resplandor del amanecer que ya estaba preparando el camino al rey sol. Volvió a voltearse sobre la hamaca -chinchorro- y con ojos entreabiertos se quedó largamente contemplando la superficie de la laguna hasta donde alcazaba su vista.

Se sentía retenido por aquel lugar, pareciera que todo su entorno le invitaba a tener una jornada de asueto o de relajamiento personal, tratando de conocerse mutuamente mejor. Como un relámpago volvió a pasar por su mente la idea de establecerse -algún día futuro- en los alrededores de la laguna y lo más cerca posible de la desembocadura del río Susa; pero antes de que se convirtiera en una ilusión -momentáneamente irrealizable-, se bajó de la hamaca -chinchorro- y se dirigió hacia donde había dejado armada la trampa aquella noche anterior; con sorpresa vio que había atrapado a un conejo de mediano tamaño y que el animalito ya estaba hasta frío, por lo que debió caer después de armarla, cuando atrapó a la perdiz. Destripó al conejo en la orilla del río y mientras desmontaba y recogía sus pertenencias, lo dejó oreándose sobre unas ramas que extendió encima de los rescoldos del fuego, al que no volvió a reavivar. Cuando estaba dispuesto para iniciar la marcha roció los rescoldos que pudieran quedar con abundante agua, recogida del río con su cuerno y llenándolo de nuevo para el camino, ató el cabo del cuerno por su parte distal -de diámetro superior- y al conejo -por sus patas traseras-, pasándolo a forma de horquilla por la correa del zurrón, para poder transportarlo sin dificultad y para que produjesen los mínimos movimientos al andar.

No se cruzó con ningún caminante hasta llegó a las inmediaciones de la aldea situada en la actual Cucunubá, cuya sierra -conocida con el mismo nombre- empezaba a dar sombra en algunos recodos del camino.

Ya llevaba tiempo el sol radiante en todo lo alto del firmamento y Teuso había consumido todo el agua que contenía en reserva el cuerno y había dado buena cuenta del resto de las naranjas que traía del día anterior -cuatro de ellas, que se había comido sin hacer ningún alto en el camino- le habían servido de refresco ideal para el resto de la calurosa mañana.

A la altura de una fuente -que tenía recogida su pequeña corriente en una caña de bambú -guadua, perfectamente adaptada en altura y distancia para ofrecer comodidad a cualquier transeúnte y, situada en el terraplén lateral derecho del camino, que iniciaba la cuesta de la sierra citada-, como para poder beber de ella sin dificultad y sin tener que apoyarse en la tierra; hizo un alto en su marcha y se descargó cuidadosamente de todas sus pertenencias, tomó directamente una buena cantidad de agua -que salía limpísima y fresca-, llenó su cuerno de aquella bendita agua y esperó la llegada de un caminante que se acercaba lentamente, como a un cuarto de legua de donde el permanecía sentado. Aprovechó aquella parada y espera para aderezarse el conejo que llevaba como equipaje, previamente lo desolló y lavó al chorro de la propia fuente.

Cuando llegó el caminante, ya tenía él casi aderezado el conejo en un fuego que con gran facilidad había hecho y sobre el que daba vueltas a la pieza que tenía ensartado entre dos horquillas de adelfas, sobre las que apoyo una más larga y gruesa a la que había atado patas y manos del conejo. Después del saludo habitual de dos desconocidos, con un misma lengua para poder comunicarse y aparentemente de la misma etnia, que en casi todos los casos se esmeran en mostrarse locuaces y simpáticos.

El recién llegado se presentó y mostrando gran interés por Teuso -quizás con algo de interés vagando en su subconsciente: al ver el apetitoso festín que nuestro príncipe se estaba preparando-; pudo informar adecuadamente a todas las preguntas que le formuló Teuso -mientras se terminaba de asar el conejo a las vueltas que el otro le daba sobre un fuego ya menguante- e incluso aceptó una buena tajada del conejo asado que le ofreció nuestro príncipe, correspondiendo el hombre -que a la sazón se llamaba Persua- con unos buenos tragos de chicha que llevaba en una especie de cantimplora de barro, cuyo tapón lo constituía un hueso de aguacate, -que traspasado por su eje central con un cordelillo, terminaba la parte que quedaba en el tapón anudado y el otro extremo atado al asa de la vasija. Hablaron largamente de todo el entorno, -especialmente del camino y del recorrido que Teuso debía llevar para retornar hasta el poblado de Guatavitá.

También le habló de que en los alrededores de la laguna Fúquene no existía aldea alguna, al menos que él conociera.

Persua se sorprendió de la historia que le contó el príncipe sobre el recorrido que llevaba y incluso se sorprendió mucho más, cuando le mostró las tres piedras que llevaba como obsequio a su futuro suegro Menquetá para que le fuese otorgada su hija Iruya, de la que estaba perdidamente enamorado. Sin duda, -Persua no le vio mucha utilidad a aquellas tres piedras verdes- pues aunque nunca había visto algo similar y, el poco interés que mostró su interlocutor: desilusionó totalmente a Teuso, quien mentalmente ponía en duda la eficacia que pudiera tener su presente ante los caciques. A partir de ese instante se volvió algo taciturno y perdió todo interés en la conversación que le ofrecía Persua, por lo que rápidamente fue cortando la conversación y recogiendo sus cosas para proseguir la marcha.

Se despidió amablemente de Persua, quien se ofreció para cuanto desease en fechas posteriores -advirtiéndole que a partir de ahora estaría a su entera disposición y podría buscarle en su aldea denominada Simijaca o mandarle un recado -en la seguridad de que él acudiría a servirle en lo que pudiese-, donde podría preguntar por él y seguro que siempre sería bien acogido. Nada más salir del entorno de la fuente aligeró el paso de forma tal que casi llegaba a iniciar la carrera -quería llegar a toda costa hasta la aldea de Guatavitá-, donde seguro que le estaban esperando desde esa mañana.

No podía apartar de su pensamiento el poco interés mostrado por aquel personaje -que acababa de dejar atrás- hacia las piedras verdes; se contentaba al pensar que como nunca había visto otras parecidas: seguramente su interés menguó de tal forma que las creyó muy vulgares para un presente. Sin embargo, cuando se miraban con atención hacia el centro de las mismas: se podía ver un mundo de ilusiones aleatorias que formaban las imágenes del entorno, pues adquirían mucho más brillo, luminosidad y un verde claro de encantamiento. Tendría que hacer hincapié a los caciques para que mirasen atentamente a través de las piedras, hasta conseguir encontrar esa chispa de ilusión que hacía más bello todo aquello que aparecía plasmado en su interior.

Pasó a media tarde -casi en el atardecer de aquél día luminoso- por las tierras de la aldea de Sesquilé, -donde tenía sus dominios Soacha, el padre de su contrincante Humazga-; cruzó dicho territorio con más avidez si cabe de la que traía, pues no quería tener ningún encuentro con algún aldeano y, a pesar de su precaución en un par de ocasiones -con bastante éxito– tubo que soslayar su presencia: escabullendo el bulto.

Estaba anocheciendo cuando empezó a divisar la aldea de Iruya casi al mismo tiempo que se acercaba a la orilla de la laguna de Guatavitá.

Ahora sólo le quedaban unas dos leguas para llegar a su destino, por lo que fue bordeando la orilla de la laguna con algo más tranquilidad y relajamiento físico del que traía. Empezó a notar en el horizonte las pequeñas hogueras, que siempre permanecían encendidas en el centro de la plaza y se le hicieron más patentes al ver las columnas de humo que ascendían, como consecuencia de que los rescoldos eran avivados o atizados previamente a la preparación de la comida para la noche. Apreciaba algunos ladridos de perros en un eco que se diluía con la leve brisa que desde la laguna subía hasta la copa de los grandes árboles adyacentes, mientras el bullicio de todo el entorno se hacía más patente por momentos.

Cuando llegó a la plaza, los tres caciques estaban reunidos en torno a una hoguera central donde también se encontraba la familia al completo de Menquetá.

La luna brillaba ya en todo lo alto con todo su esplendor, no dejando rincón ausente, ni camino intransitable.

La madre e Iruya se disponían a poner al fuego una bandeja llena de arepas, extendidas sobre su superficie negra del uso que había llevado anteriormente; al propio tiempo, otra de las mujeres de la aldea: había traído una cesta con más de una docena de mazorcas de maíz -choclo- que venían envueltas en hojas de plátano y atadas con un junco; de forma que al ponerlas en el rescoldo del fuego: pudieran asarse, sin quemarse los granos sabrosos del maíz. Finalmente la cacique colocó sobre unas horquillas -que firmemente estaban fijadas al suelo- una vara metálica (similar a manivelas de los autos actuales), que llevaba ensartados grandes trozos de carne de cerdo, simultaneándolos con cebollas, pimientos y tomates; similar a las brochetas actuales, pero de proporciones más desmesuradas.

Sin sorpresas para los asistentes: por lo esperado; Teuso llegó hasta donde estaban reunidos los caciques y la familia del anfitrión.

Todos se alegraron de verle regresar, pero nadie de los allí presente, como la princesa Iruya; cuyo rostro se transformaba por momentos al darle el resplandor de la luna, cuya luz de -cuando en cuando- parecían tajadas del astro salpicando el lugar, cada vez que movía. Indudablemente todos estaban deseosos de conocer el presente que Teuso traía en el zurrón como presente -para conseguir a Iruya- en la competición con Humazga y así, conseguir el beneplácito de los caciques a tal enlace; pero el príncipe no consintió en mostrarlo a esas horas: argumentándoles a todos que habría de mostrarse a plena luz del día, ya que sus encantos estaban a estas alturas de la jornada adormecidos o cansados del largo viaje.

Todos lo entendieron perfectamente y consintieron -sin manifestar muchos reproches o contrariedad-, esperar hasta el día siguiente para verlo; por otra parte Humazga aún no había regresado y sería prudente mostrar ambos presentes a un mismo tiempo. La noche transcurrió sin más contratiempos aunque se notaba en el ambiente la ansiedad que ambos jóvenes -Iruya y Teuso- mostraban por encontrar un momento de intimidad, pues no sabían ocultar el ansiado amor que se profesaban. Cuando los caciques acordaron retirarse a sus respectivas chozas, Teuso siguió a su padre Tequendama y colgó su chichorro -hamaca- en el lateral derecho donde él tenía colocado el suyo: -Menquetá había previsto chozas individuales para sus invitados Tequendama y Soacha-. Después de manifestarse nuevamente la alegría de su encuentro: padre e hijo, dejaron de dialogar y ante el silencio del poblado, ambos entraron en los brazos de Morfeo. Al día siguiente, los gallos despertaban a la mayoría de la población, pero Teuso, que había caído exhausto en la maya de su hamaca -chichorro- la noche anterior, tardó algo más de una hora en salir por la puerta de la choza y dirigirse a la cercana laguna donde se acicaló lo mejor que pudo, para estar bien vistoso a los ojos de su amada Iruya.

De vuelta hacía el centro de la plaza de la aldea, acudió Iruya con una vasija de barro mediana llena de café con leche y una bandeja con trozos de de panela, algunas arepas, mantequilla y queso, sirviéndoselo de desayuno al príncipe.

Aquella mañana, Lenco se había despertado muy de madrugada; el fuego aún calentaba pero se había extinguido y ni tan siguiera brillaban sus rescoldos.

Los atizó breve mente con la punta del resto de la antorcha -que estaba apagada- y, le sopló con fuerzas a las cenizas para que despabilaran las tenues brasas, hasta que consiguió hacer un tímido fuego, donde pudo arrimar la antorcha y prenderla consiguiendo hacer la luz suficiente que le proporcionaba la visión necesaria para salir de aquél recinto. Le costó algún esfuerzo y mucha atención poner en funcionamiento de nuevo la antorcha, pero lo consiguió. Tomó su hatillo y emprendió con mucho sigilo el retorno hasta la bocana de la chimenea, dejando atrás todo un cúmulo de sobresaltos y preocupaciones. Realmente se sintió libre y seguro al llegar a la superficie y mucho más cuando consiguió bajar hasta el lecho del arroyo, donde pudo lavar bien las dos piedras que había sacado de aquella ciénaga, tan oculta en la penetrante mazmorra. Consiguió dejarlas libre de todas las impurezas que traían adheridas; es más: las dejó libres de obstáculos, como si fuesen otros guijarros del lecho del riachuelo, dejando que el agua cristalina se remansase sobre ellas, dándoles un brillo pertinaz e imperecedero, para su mayor sorpresa.

Se aseó él largamente de pies a cabeza, pues se sentía sucio y mal oliente, al haber permanecido tanto tiempo encerrado bajo tierra.

Sintió hambre a medida que se fue secando tumbado sobre una roca donde le acariciaban los primeros rayos del sol, que acababa de salir por encima de los cerros colindantes del este; buscó alguna reserva de comida -que pudiese quedar dentro del zurrón- pero no encontró nada que pudiese mitigarla; pudiendo apreciar el mal olor que se desprendía del interior del mismo, por lo que sin pensarlo le introdujo un buen peñasco dentro, dejando abierta su solapada tapa y lo metió dentro del arroyo, de forma favorable a la corriente del agua, para que por su propio impulso fuese llevándose toda la inmundicia, que pudiera tener en su interior, sin que ésta pudiera tener obstáculo, ni le sirviesen de filtro el material de su confección, al tiempo que se ablandaban todas las costras y restos de comidas que pudiera tener adherida en su interior. Posteriormente se dedicó por los alrededores a buscar algún frutal que pudiese suministrarle algunas piezas con las que aliviar su apetito matutino.

No perdió mucho tiempo en ello, ya que al volver de un recodo -bajando, según iba la corriente- en un lateral de las eses del camino: se alzaban varios naranjos que mostraban buenos ramilletes colgando a escasa distancia del suelo, repletos de fruto amarillo radiante, otros más verdosos y algunas piezas que ya habían caído al suelo por su madurez prematura.

Arrancó uno de aquellos ramos, quizás con el ánimo de que las naranjas que no fuesen consumidas esa mañana, pudiesen quedar adheridas al ramo, para seguir chupando la sabia de los tallos y preservarlas -las más verdes- para una duración mayor, hasta querer utilizarlas por el camino. Volvió al lugar donde tenía todos sus útiles; sacó el zurrón de la corriente y lo estrujó y enjuagó varias veces en el agua, hasta que creyó oportuno que le había quitado toda mugre que lo empañaba y la pestilencia que tanto lo denotaba.

Lo extendió en la misma piedra donde él momentos antes había estado tumbado y secándose -expuesto a la brisa y a los aún leves rayos del sol-, sacó las dos piedras verdes de la pequeña oquedad que había formado la corriente a su alrededor y, también las puso con mucho cuidado junto al zurrón, para que a un tiempo se fuesen secando y tomo una naranja del ramillete -la que aparentemente estaba más madura, llevado por su color más amarillo intenso- y la fue descascarando: clavándole la uñas de su dedo diestro -que arrastrándolo hacia su polo distal- sacaba la cáscara sin gran dificultad y sin estropear los gajos de su interior.

Tenía buen zumo y estaba muy apetitosa, por lo que siguió la misma tarea con tres más de aquellas naranjas.

Cuando se sintió completamente satisfecho: ordenó todos sus enseres -metió las dos piedras verdes en el fondo del zurrón- y emprendió la marcha de regreso a la aldea de Guatavitá, donde debería llegar dos días después, para cumplir con la fecha establecida por los tres caciques de: -al cabo de dos lunas-. Anduvo a buen paso; aquella mañana se sentía muy ágil y contento, pues consideraba que el presente que llevaba para conseguir a Iruya, difícilmente podría ser superado por el que pudiera presenta Humazga y sentía ansiedad por presentarlos cuanto antes. Llegó con rapidez al actual río Suarez -afluente del Magdalena, cuyas aguas van al Caribe- pero no pudo cruzarlo, como era su deseo, pues venía bastante crecido y algo turbio -seguramente habría sido alimentado por la lluvia pertinaz de días anteriores, que él no pudo observar, por encontrarse dentro de la cueva-; siguió andando por su margen izquierda hasta llegar a la altura de la aldea de Chiquinquirá, donde pudo cruzar a la otra margen por un puente artesanal hecho de bambú -guadua-, cuya base se cimbreaba no lejos de la corriente. Al final de la travesía se encontró con una pareja de aldeanos que cultivaban una hermosa parcela de terreno y estaban sembrando patatas.

Los saludó y solicitó su ayuda, por si podían informarle sobre el camino más corto para llegar a Guatavitá.

La pareja atendió a su requerimiento, manifestándole: que debía bordear la aldea por su parte norte y proseguir el camino, que sin desviarse a ningún otro sentido le llevaría directamente a la población de Sesquilé, estando entonces a escasas leguas de la laguna. Agradeció profusamente a la pareja su información -obsequiándola con sendas naranjas, que sacó del zurrón- y, sin más pérdida de tiempo prosiguió su camino, para aprovechar todo el tiempo que le quedaba con luz e idear la forma de pasar la noche por el camino, sin verse a la intemperie y al abrigo de cualquier peligro; por lo que debería ir ojeando -a medida que avanzaba- para encontrar el lugar apropiado, donde haría alto y tendría que proporcionarse de nuevo un alimento sustancial que reconfortase sus energías. Recordaba en muchas ocasiones haber pasado -días atrás- por ese mismo camino y deseaba llegar con tiempo y claridad de luz para alcanzar las orillas de la laguna de Fúquene en la desembocadura con el río Susa, donde había pasado la noche, días atrás. Aligeró el paso y se animó -así mismo- con la expresión de viva voz, de muchos de los sentimientos que pululaban por su mente idealizando a su amada Iruya: la sentía cerca de si, cuando repasaba las contadas ocasiones en que la había tenido cerca e imaginaba -colmado de dicha- cómo serían los momentos futuros cuando se encontrasen ambos en la intimidad de sus caricias; verdaderamente la deseaba con un énfasis, jamás sentido en algunas otras ocasiones, en las que se había sentido atraído por alguna otra mujer -precisamente de su aldea-: un año atrás, con motivo de las fiestas de celebración durante los desposorios de su mejor amigo Edgar con su pareja escogida Tur; conoció de cerca de la hermana pequeña de ésta, Susta.

Desde hacía algún tiempo -siempre que se cruzaban -la chiquilla le mantenía la mirada y casi siempre insinuante-.

Teuso, se había sentido muy atraído por ella -desde el primer momento-, especialmente cuando empezó a notar su desarrollo femenino. Susta era una jovencita morocha de aspecto muy agradable, pues sus facciones la hacían parecer siempre sonriente. Siempre adornada con alguna flor silvestre clavada en su gran trenza negra azabache, muy bien confeccionada.

Su piel era más blanca que la de las demás quinceañeras de la zona, pues llamaba la atención de toda la comarca y especialmente destacaba su belleza juvenil por el contraste que le hacían el verdor claro de sus grandes ojos rasgados, que parecían almendras al mes de acabar de cuajar la flor. Se desenvolvía con la agilidad de un cervatillo y siempre con movimientos gráciles que desparramaban por doquier las energías propias de su edad.

En muchas ocasiones Teuso, intencionadamente había salido de su cabaña al centro de la plaza de la aldea, tan sólo por verla en sus múltiples desplazamientos por los alrededores de aquel entorno: cuando no estaba cerca de la fogata aliñando algún guiso o asando algún trozo de carne o pescado, se encontraba transportando alguna vasija de barro o cántaro lleno de agua, limpiando con una escoba de ramas los alrededores de su cabaña.

Casi siempre podía verla en la realización de alguna tarea doméstica, pero nunca tuvo el valor suficiente de acercarse a ella desde que ambos entraron en la pubertad y asomaron o empezaron a notar sus apetencias sexuales.

Aquella chiquilla -Susta- sin lugar a dudas era la mujer que más le había inquietado en su vida, hasta que conoció a Iruya y en las circunstancias que anteriormente he relatado. En algunas otras -pero contadas ocasiones-, se había sentido atraído físicamente por alguna otra chiquilla -casi siempre de su aldea- y en varias de ellas, aunque con menor intensidad, lo fueron con mayor pasión; llegando a imaginarlas a su merced en los momentos de profunda intimidad y como consecuencia de la seducción producida por algún momento lujurioso: al verla bañarse en la laguna cercana a la aldea, casi siempre en la penumbra de la tarde o cuando alguna de ellas, descuidadamente había dejado ver algunos de sus atributos femeninos. Todos esos sentimientos y estímulos sensoriales dejaron de existir, tan pronto como entró en su mente la imagen de su princesa Iruya, quien arrasó con todas la telarañas emocionales que venía padeciendo el joven desde su pubertad. Finalmente Teuso llegó a la orilla más oriental de la laguna y la fue bordeando a lo largo de la misma hasta allegar a la confluencia con el río Susa, donde observó el entorno y eligió rápidamente el lugar donde podría pasar la noche que se avecinaba a pasos agigantados.

Situó su hamaca -chinchorro-, como lo hiciera la noche que por primera vez pasó por aquellos lares – amarrando sus extremos a los dos grandes árboles que ya conocía y en la hondonada existente entre ambos, reunió una buena cantidad de leña seca y algunos troncos más grandes, con los que pensaba alimentar el fuego para que durase hasta bien avanzada la noche y con ello mantener lejos cualquier animal salvaje, que pretendiese curiosear por los alrededores mientras el dormía.

Antes de que se hiciese más tarde armó la trampa con las losas y los mismos palillos que lo hubiera hecho la vez anterior, con el ánimo de verse favorecido en poco tiempo con la captura de algún conejo -pues era la hora propicia en que dichos animalitos salen de su madriguera a comer alguna yerba fresca-. Al terminar de armarla se volvió hacia donde había establecido su majada y procedió con presteza a encender el fuego, que no tardó en tener bien atizado y al que había rodeado de un buen anillo de piedras alrededor, para evitar posible comunicación con los pastos del entorno y, en evitación de un incendio indeseado. Se desnudó completamente y se dirigió a darse un chapuzón en las aguas de la orilla, pues aquella tarde sudó bastante al aligerar la marcha para llegar al lugar donde ahora se encontraba. Después de tomar un placentero baño y antes de volver sobre sus pasos, se dirigió al lugar donde tenía armada la trampa y fue mayúscula su sorpresa al comprobar que había atrapado un pájaro perdiz que aún estaba dando los últimos aletazos y patadas, tratando de escapar. Lo cogió con todo cuidado -procurando que no se le escapase en uno de aquellos movimientos desesperados que el animalito hacía por escapar- y lo remató estrellándolo contra la losa superior, quedando la perdiz totalmente inmovilizada. Volvió a armar la trampa -que pensaba revisar a la mañana siguiente- y se volvía nuevamente hacia donde ardía el fuego, lo reavivó y echó en el centro el pájaro, removiéndolo de cuando en cuando con la punta de un palo largo, de tal forma que en poco tiempo la perdiz perdió todo su plumaje y parecía haberse consumido más allá de la mitad de su volumen. Sacó la pieza fuera del fuego y con una pequeña rama -de menor calibre que la anterior- pinchó la pieza por entre las patas y se dirigió a la laguna nuevamente, donde destripó y lavó cuidadosamente al animal, para volverlo al fuego -bien ensartado por las pechugas, entreabiertas, para que pudiese asarse adecuadamente toda la parte interna del vicho-; cuando consideró que estaba bien cocinado poco a poco fue consumiéndolo -empezando por una pata, después la otra…,etc.; pero siempre permaneciendo con el resto cerca de la lumbre, hasta que quedó finalmente satisfecho. Pareció coincidir su apetito con el asado que le proporcionó aquel animalito. Nuevamente se encaminó a la orilla de la laguna y se lavó concienzudamente las manos y todo el rostro, restregándose con el dedo índice de la mano derecha toda la fila de dientes de ambas mandíbulas, que afortunadamente -pensaba él- estaban perfectos y a los que cuidaba con bastante esmero; ya había observado a muchos miembros de su aldea, como adolecían de los dientes y posiblemente por no observar un buen cuidado de ellos, sobre todo después de haber comido copiosamente. Finalmente -después de revisar el fuego- se encaramó al chinchorro -hamaca- desde donde se quedó contemplando largamente el reflejo que la luna hacía sobre las aguas quietas de la laguna. Tan sólo en una ocasión pareciole ver unos borbotones surgentes del agua, como a unas cien varas de la orilla, pero rápidamente le invadió el sueño y a la mañana siguiente -aunque recordaba en incidente-, no sabía distinguir los hechos: de la realidad o pertenecientes al sueño que había tenido, en el que él se situaba pescando en ese lugar.

Al despertar, aún no había salido el sol y una ligera brisa refrescante cruzaba la laguna de este a oeste, como empujada por el resplandor del amanecer que ya estaba preparando el camino al rey sol. Volvió a voltearse sobre la hamaca -chinchorro- y con ojos entreabiertos se quedó largamente contemplando la superficie de la laguna hasta donde alcazaba su vista. Se sentía retenido por aquel lugar, pareciera que todo su entorno le invitaba a tener una jornada de asueto o de relajamiento personal, tratando de conocerse mutuamente mejor.

Como un relámpago volvió a pasar por su mente la idea de establecerse -algún día futuro- en los alrededores de la laguna u lo más cerca posible de la desembocadura del río Susa; pero antes de que se convirtiera en una ilusión -momentáneamente irrealizable-, se bajó de la hamaca -chinchorro- y se dirigió hacia donde había dejado armada la trampa aquella noche anterior; con sorpresa vio que había atrapado a un conejo de mediano tamaño y que el animalito ya estaba hasta frío, por lo que debió caer después de armarla, cuando atrapó a la perdiz.

Destripó al conejo en la orilla del río y mientras desmontaba y recogía sus pertenencias, lo dejó oreándose sobre unas ramas que extendió encima de los rescoldos del fuego, al que no volvió a reavivar. Cuando estaba dispuesto para iniciar la marcha roció los rescoldos que pudieran quedar con abundante agua, recogida del río con su cuerno y llenándolo de nuevo para el camino, ató el cabo del cuerno por su parte distal -de diámetro superior- y al conejo -por sus patas traseras-, pasándolo a forma de horquilla por la correa del zurrón, para poder transportarlo sin dificultad y para que produjesen los mínimos movimientos al andar.

No se cruzó con ningún caminante hasta llegó a las inmediaciones de la aldea situada en la actual Cucunubá, cuya sierra -conocida con el mismo nombre- empezaba a dar sombra en algunos recodos del camino.

Ya llevaba tiempo el sol radiante en todo lo alto del firmamento y Teuso había consumido todo el agua que contenía en reserva el cuerno y había dado buena cuenta del resto de las naranjas que traía del día anterior -cuatro de ellas, que se había comido sin hacer ningún alto en el camino- le habían servido de refresco ideal para el resto de la calurosa mañana. A la altura de una fuente -que tenía recogida su pequeña corriente en una caña de bambú -guadua, perfectamente adaptada en altura y distancia para ofrecer comodidad a cualquier transeúnte y, situada en el terraplén lateral derecho del camino, que iniciaba la cuesta de la sierra citada-, como para poder beber de ella sin dificultad y sin tener que apoyarse en la tierra; hizo un alto en su marcha y se descargó cuidadosamente de todas sus pertenencias, tomó directamente una buena cantidad de agua -que salía limpísima y fresca-, llenó su cuerno de aquella bendita agua y esperó la llegada de un caminante que se acercaba lentamente, como a un cuarto de legua de donde el permanecía sentado.

Aprovechó aquella parada y espera para aderezarse el conejo que llevaba como equipaje, previamente lo desolló y lavó al chorro de la propia fuente.

Cuando llegó el caminante, ya tenía él casi aderezado el conejo en un fuego que con gran facilidad había hecho y sobre el que daba vueltas a la pieza que tenía ensartado entre dos horquillas de adelfas, sobre las que apoyo una más larga y gruesa a la que había atado patas y manos del conejo. Después del saludo habitual de dos desconocidos, con un misma lengua para poder comunicarse y aparentemente de la misma etnia, que en casi todos los casos se esmeran en mostrarse locuaces y simpáticos.

El recién llegado se presentó y mostrando gran interés por Teuso -quizás con algo de interés vagando en su subconsciente: al ver el apetitoso festín que nuestro príncipe se estaba preparando-; pudo informar adecuadamente a todas las preguntas que le formuló Teuso -mientras se terminaba de asar el conejo a las vueltas que el otro le daba sobre un fuego ya menguante- e incluso aceptó una buena tajada del conejo asado que le ofreció nuestro príncipe, correspondiendo el hombre -que a la sazón se llamaba Persua- con unos buenos tragos de chicha que llevaba en una especie de cantimplora de barro, cuyo tapón lo constituía un hueso de aguacate, -que traspasado por su eje central con un cordelillo, terminaba la parte que quedaba en el tapón anudado y el otro extremo atado al asa de la vasija. Hablaron largamente de todo el entorno, -especialmente del camino y del recorrido que Teuso debía llevar para retornar hasta el poblado de Guatavitá.

También le habló de que en los alrededores de la laguna Fúquene no existía aldea alguna, al menos que él conociera. Persua se sorprendió de la historia que le contó el príncipe sobre el recorrido que llevaba y incluso se sorprendió mucho más, cuando le mostró las dos piedras que llevaba como obsequio a su futuro suegro Menquetá para que le fuese otorgada su hija Iruya, de la que estaba perdidamente enamorado. Sin duda, -Persua no le vio mucha utilidad a aquellas dos piedras verdes- pues aunque nunca había visto algo similar y, el poco interés que mostró su interlocutor: desilusionó totalmente a Teuso, quien mentalmente ponía en duda la eficacia que pudiera tener su presente ante los caciques.

A partir de ese instante se volvió algo taciturno y perdió todo interés en la conversación que le ofrecía Persua, por lo que rápidamente fue cortando la conversación y recogiendo sus cosas para proseguir la marcha.

Se despidió amablemente de Persua, quien se ofreció para cuanto desease en fechas posteriores -advirtiéndole que a partir de ahora estaría a su entera disposición y podría buscarle en su aldea denominada Simijaca o mandarle un recado -en la seguridad de que él acudiría a servirle en lo que pudiese-, donde podría preguntar por él y seguro que siempre sería bien acogido. Nada más salir del entorno de la fuente aligeró el paso de forma tal que casi llegaba a iniciar la carrera -quería llegar a toda costa hasta la aldea de Guatavitá-, donde seguro que le estaban esperando desde esa mañana.

No podía apartar de su pensamiento el poco interés mostrado por aquel personaje -que acababa de dejar atrás- hacia las piedras verdes; se contentaba al pensar que como nunca había visto otras parecidas: seguramente su interés menguó de tal forma que las creyó muy vulgares para un presente. Sin embargo, cuando se miraban con atención hacia el centro de las mismas: se podía ver un mundo de ilusiones aleatorias que formaban las imágenes del entorno, pues adquirían mucho más brillo, luminosidad y un verde claro de encantamiento. Tendría que hacer hincapié a los caciques para que mirasen atentamente a través de las piedras, hasta conseguir encontrar esa chispa de ilusión que hacía más bello todo aquello que aparecía plasmado en su interior.

Pasó a media tarde -casi en el atardecer de aquél día luminoso- por las tierras de la aldea de Sesquilé, -donde tenía sus dominios Soacha, el padre de su contrincante Humazga-; cruzó dicho territorio con más avidez si cabe de la que traía, pues no quería tener ningún encuentro con algún aldeano y, a pesar de su precaución en un par de ocasiones -con bastante éxito- tubo que soslayar su presencia: escabullendo el bulto.

Estaba anocheciendo cuando empezó a divisar la aldea de Iruya casi al mismo tiempo que se acercaba a la orilla de la laguna de Guatavitá.

Ahora sólo le quedaban unas dos leguas para llegar a su destino, por lo que fue bordeando la orilla de la laguna con algo más tranquilidad y relajamiento físico del que traía. Empezó a notar en el horizonte las pequeñas hogueras, que siempre permanecían encendidas en el centro de la plaza y se le hicieron más patentes al ver las columnas de humo que ascendían, como consecuencia de que los rescoldos eran avivados o atizados previamente a la preparación de la comida para la noche. Apreciaba algunos ladridos de perros en un eco que se diluía con la leve brisa que desde la laguna subía hasta la copa de los grandes árboles adyacentes, mientras el bullicio de todo el entorno se hacía más patente por momentos.

Cuando llegó a la plaza, los tres caciques estaban reunidos en torno a una hoguera central donde también se encontraba la familia al completo de Menquetá.

La luna brillaba ya en todo lo alto con todo su esplendor, no dejando rincón ausente, ni camino intransitable.

Iruya y su madre se disponían a poner al fuego una bandeja llena de arepas, extendidas sobre su superficie negra del uso que había llevado anteriormente; al propio tiempo, otra de las mujeres de la aldea: había traído una cesta con más de una docena de mazorcas de maíz -choclo- que venían envueltas en hojas de plátano y atadas con un junco; de forma que al ponerlas en el rescoldo del fuego: pudieran asarse, sin quemarse los granos sabrosos del maíz.

Finalmente la cacique colocó sobre unas horquillas -que firmemente estaban fijadas al suelo- una vara metálica (similar a manivelas de los autos actuales), que llevaba ensartados grandes trozos de carne de cerdo, simultaneándolos con cebollas, pimientos y tomates; similar a las brochetas actuales, pero de proporciones más desmesuradas.

Sin sorpresas para los asistentes: por lo esperado; Teuso llegó hasta donde estaban reunidos los caciques y la familia del anfitrión.

Todos se alegraron de verle regresar, pero nadie de los allí presente, como la princesa Iruya; cuyo rostro se transformaba por momentos al darle el resplandor de la luna, cuya luz de -cuando en cuando- parecían tajadas del astro salpicando el lugar, cada vez que movía. Indudablemente todos estaban deseosos de conocer el presente que Teuso traía en el zurrón como presente -para conseguir a Iruya- en la competición con Humazga y así, conseguir el beneplácito de los caciques a tal enlace; pero el príncipe no consintió en mostrarlo a esas horas: argumentándoles a todos que habría de mostrarse a plena luz del día, ya que sus encantos estaban a estas alturas de la jornada adormecidos o cansados del largo viaje.

Todos lo entendieron perfectamente y consintieron -sin manifestar muchos reproches o contrariedad-, esperar hasta el día siguiente para verlo; por otra parte Humazga aún no había regresado y sería prudente mostrar ambos presentes a un mismo tiempo. La noche transcurrió sin más contratiempos aunque se notaba en el ambiente la ansiedad que ambos jóvenes -Iruya y Teuso- mostraban por encontrar un momento de intimidad, pues no sabían ocultar el ansiado amor que se profesaban. Cuando los caciques acordaron retirarse a sus respectivas chozas, Teuso siguió a su padre Tequendama y colgó su chichorro -hamaca- en el lateral derecho donde él tenía colocado el suyo: -Menquetá había previsto chozas individuales para sus invitados Tequendama y Soacha-. Después de manifestarse nuevamente la alegría de su encuentro: padre e hijo, dejaron de dialogar y ante el silencio del poblado, ambos entraron en los brazos de Morfeo. Al día siguiente, los gallos despertaban a la mayoría de la población, pero Teuso, que había caído exhausto en la maya de su hamaca -chichorro- la noche anterior, tardó algo más de una hora en salir por la puerta de la choza y dirigirse a la cercana laguna donde se acicaló lo mejor que pudo, para estar bien vistoso a los ojos de su amada Iruya.

De vuelta hacía el centro de la plaza de la aldea, acudió Iruya con una vasija de barro mediana llena de café con leche y una bandeja con trozos de panela, algunas arepas, mantequilla y queso, sirviéndole el desayuno a su príncipe.

CAPÍTULO XIV.

Valoración de los presentes

La llegada de Humazga por más esperada, no fue muy jovial entre todos los asistentes y su propio padre Soacha le llamó la atención severamente -delante de Menquetá y Tequendama- como consecuencia de su retraso -de casi un día en volver de su viaje-, como todos habían acordado para el día anterior. Pronto se encontraron en corrillo comentando las incidencias de la jornada, celebrando en buena armonía y apetito: un bien aderezado zancocho de espinazo de cerdo, guarnicionado de abundantes arepas, queso y zumos de maracuyá.

Al terminar la comida -como al unísono- los tres caciques interrogaron a los dos pretendientes sobre sus respectivos viajes y finalmente sobre las características de los presentes que había conseguido para pretender alcanzar el consentimiento de Menquetá en la concesión de la mano de su hija Iruya. Ambos príncipes se encaminaron a las respectivas chozas que habían sido asignadas a sus padres por Menquetá y trajeron al lugar de la reunión sus presentes: Humazga algo distraído y temeroso desenfundó del zurrón el busto de Bachué esculpido en sal gema y todos los presentes quedaron maravillados del parecido tan exacto que éste tenía con otras figuras talladas en madera que se veneraban en algunos templos de la zona.

Especial parecido tenía con una figura que había aparecido muchos años atrás en las orillas de la laguna Fúquene.

Por su parte Teuso había sacado las tres piedras simétricas que traía ocultas y con poco orgullo en el fondo de su zurrón -desde que tuvo el tropiezo con Persua al lado de la fuente, compartiendo el conejo-; las puso cuidadosamente sobre el suelo y casi avergonzado miró a Iruya, como solicitando su perdón; esta se sonrió con gran sinceridad en su semblante y rápidamente miró a su padre, que relampagueó su mirada sobre ella: apreciando inteligentemente su predilección por el presente que había traído Teuso. Todos los presentes se sorprendieron de aquellas tres piedras, por su rareza y a las que no encontraban cualidades o características especiales, más en esos momentos uno de los aldeanos -que ya era de edad avanzada, con respecto a la mayoría de los asistentes-y, observador inteligente del cruce de miradas entre Menquetá y su hija; exclamó: son unas piedras preciosas, -esmeraldas-: emanadas de las profundidades de la laguna, donde nuestra diosa las tiene como picaportes en su palacio; para que, aquellos que alcancen a hacerlas sonar sobre su palacio, éste se abrirá como la flor más preciada de la Cordillera Andina y así, podrían ser favorecidos con todas las bondades de su corazón. Los tres caciques -al oír estas palabras provenientes de uno de los más ancianos de la aldea- pusieron toda su atención en ellas y las observaron con más detenimiento y con ello, alcanzaron a vislumbrar las entrañas de las piedras verdes- y, fue a partir de ese momento: cuando empezaron a adquirir valor ante los ojos de los hombres.

Todo los objetos que podían ver y captar a través de las piedras -si las mirabas de cerca y con intencionalidad en sus entrañas- se convertía, infinitamente más atractivo, más real y producía una sensación más profunda de felicidad en el interior del que las contemplaba, que aquellas percepciones provenientes de la visión normal -diluida por todos los objetos del entorno- y que producía la observación del busto en su conjunto.

De todas formas, no fue suficiente el primer análisis de los caciques ante las primeras impresiones de ambos presentes y, decidieron dejar para el día siguiente el dictamen de sus respectivos criterios -una vez que hubiesen tenido tiempo suficiente y tranquilidad de espíritu para sacar unas conclusiones concretas al respecto-.

Los tres caciques deberían estar de acuerdo y conceder por parte de Menquetá, la mano de su hija Iruya al proveedor y ganador del mejor presente.

No sería cosa fácil y aunque no debían privar intereses particulares al respecto, la decisión habría de llevarse a cabo por mayoría absoluta, toda vez que, al no poder existir empates de determinación, ni abstención posible; de producirse un solo desacuerdo: inevitablemente llevaría, la situación, a una enemistad -aún más profunda- que la actual existente, por lo que los caciques -inteligentemente habían previsto la posibilidad de esa situación- y, -para que no se diese-, previamente acordaron: la citada mayoría absoluta.

Conscientemente los tres caciques sabían, que de los dos príncipes: era Humazga el menos interesado en adquirir lazos de obligación matrimonial, no solamente con la princesa Iruya, sino con cualquier otra mujer; pues a lo largo de sus últimos años, había dado muestras de estar bastante feliz en su mundo de conquistas amorosas superficiales, donde nunca se comprometía a nada en concreto y, -por demás: todos sabían; aunque mejor dicho: los tres caciques sabían los problemas de enredos amorosos que Humazga arrastraba con otras jovencitas, llegando a tener varios hijos, no reconocidos, especialmente en su aldea. En esta situación, el dictamen a favor de Teuso, quizás sería el más acertado; así pensaban conscientemente los tres árbitros e incluso Soacha (padre de Humazga), que ya estaba muy interesado en ser poseedor de una de aquellas piedras verdes. Él no pondría mucho descontento para que ganase el reto el príncipe Teuso, que además de estar -apreciablemente a la vista de cualquiera, poco entendido en sentimientos- muy enamorado de la princesa Iruya: había traído el mejor presente de los dos en cuestión, gozaba de casi todas las simpatías de los miembros de la tribu y especialmente era a todas luces el elegido por la más interesada: Iruya.

Al día siguiente, se conoció el dictamen de los tres caciques, que personalmente fue Soacha el darlo a conocer a todos los presentes; recayendo la elección en el príncipe Teuso, para satisfacción de todos los presentes, incluso del propio príncipe Humazga, quien también se vio muy interesado en la contemplación de las piedras verdes y sonrió de verse libre del compromiso que su padre -años atrás- había contraído con el cacique de Guatavitá.

En su fuero interno, desde entonces se sintió aún más libre para ir dando zarpazos y liviandades por todos los rincones de la región; incluso se cruzó por su mente visitar en breves fechas a sus amigos de Sopó, cosa que haría tan pronto como se le presentase la primera ocasión para ello.

Todos satisfechos con la manifestación y acuerdo de los tres caciques. -Bastante tuvo que ver la opinión de los más viejos y sabios de la aldea, quienes dieron su parecer a favor de Teuso-. Aquella misma tarde se acordó celebrar los esponsales de la princesa Iruya y del príncipe Teuso, que impacientes estaban por tomarlos.

Algunos de los miembros jóvenes de la aldea de Menquetá: habían construido una nueva cabaña y acondicionado su interior, para que pudiese se habitada de inmediato por ambos enamorados, que al efecto ocuparon desde aquella misma fecha. Las celebraciones del enlace duró hasta tres días y vinieron muchos de los caciques de las aldeas del contorno con sus familia y algunos miembros importantes de sus clanes y aportaron presentes, como regalo a los contrayentes y algunos de ellos hasta llegaron a traer consigo a sus propios hijos para establecer compromisos de enlaces para un futuro no lejano. A partir del tercer día, casi todas las visitas se habían retirado a sus respectivos poblados y retomando sus quehaceres cotidianos, dando por finalizada la ceremonia de esponsales. Cuando Soacha y Humazga, llegaron a su aldea: se encontraron la sorpresa, de una visita inesperada: les visitaban el cacique de Sopó, acompañado de tres miembros respetables de la aldea vecina y de la jovencita que había se había encaprichado de Tursu, amigo del el príncipe Humazga, en su última noche de estancia, cuando regresaban de las minas de sal.

La visita inesperada, tenía todos los aditamentos de comprometer al príncipe Humazga, ya que la jovencita había equivocado a los visitantes y creyendo que había yacido con el príncipe de Sesquilé, realmente lo había hecho con el sirviente más allegado. Aclarada la situación, se normalizaron los diálogos ofensivos, algo tensos y reinó de nuevo cierta jovialidad, porque Soacha al informarse de todo lo ocurrido y al tratarse de la propia hija menor del cacique de Sopó; casi obligó a Tursu a tomarla por compañera allí mismo y seguidamente se celebraron superficialmente los esponsales de ambos, sin que hubiese mucha algarabía. Algunos meses después, Humazga tomó como compañera a Hispe, que había quedado embarazada anteriormente de sus encuentros clandestinos y resultó ser bastante prolífica. Con el paso de los años, las respectivas descendencias de estas tres parejas de príncipes, llegaron a unirse en por lo menos ocho ocasiones y nunca volvió ha haber discordia en la región tan encantadora de Cundinamarca.

 

 

Autor:

Francisco Molina Infante

 

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