La misma sociedad paraguaya vive en una suerte de división de clases, entre el campesinado (de economía agrícola minifundista) que se expresa íntegramente en guaraní desconociendo los elementos básicos del español, segundo idioma del país; otro subgrupo es el de los aborígenes, abandonados y expropiados, mendicantes y marginales; una tercera población arraigada y con tradición ciudadana, conformada por funcionarios, empleados públicos, comerciantes y pequeños industriales que –dicho en términos del siglo XIX- conformarían la "burguesía urbanizada" y por último una gran mayoría de desarraigados que migraron desde sus pequeños asentamientos agrícolas del campo a los márgenes de las grandes ciudades: Asunción, Ciudad del Este, Encarnación y Villarrica. Esta masa creciente de analfabetos estructurales y funcionales, sin formación habilitante de ningún tipo, sin acceso a la información mínima, totalmente desinsertados del cuerpo social se agrupan en guetos cerrados, mantienen tradiciones rurales y al mismo tiempo adquieren algunos hábitos urbanos reinterpretados a través de esa forma especial de subcultura híbrida, que se expresa casi íntegramente en guaraní o jopará pero recibe información de la CNN. Vivir en Paraguay significa respirar continuamente los fuertes contrastes y tensiones entre lo antiguo y lo nuevo, entre formas sociales ritualizadas desde la colonia y posmodernas aspiraciones al título de Miss Paraguay para el Certamen de Miss Universo del próximo año, máxima aspiración de las adolescentes en ascenso social. Todas las ex Mis Paraguay se han casado con empresarios. Hasta la actual Primera Dama ha sido Miss Paraguay.
La crisis fundamental pasa por la educación en todos sus niveles. Todavía sigue vigente la observación que hiciera en el año 1868 el entonces cónsul británico, sir Richard Francis Burton cuando dijo que "Paraguay ilustra el axioma de que se puede aprender a leer, a escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir y, sin embargo, no saber nada", en otro apartado comenta: "la educación es totalmente estéril. Los únicos libros permitidos por la religión estatal, son ingenuas vidas de santos, algunos relatos autorizados por el gobierno y horrendas litografías, probablemente grabadas en piedra de Asunción". Si comparamos estas pinceladas hechas al paso por un ojo extranjero con los resultados de la reciente encuesta de Rendimiento Académico publicadas por el Ministerio de Educación del Paraguay, año 2000, sobre 7871 estudiantes censados en todo el país en el tercer curso (fin del ciclo básico) vemos que el rendimiento en Lengua es del 46% , en Matemática del 44% y en Estudios Sociales (que involucra nociones de Geografía, Historia y Fundamentos Cívicos) sólo el 50% aprobó el mínimo establecido de conocimientos. No hay grandes diferencias en el rendimiento entre la enseñanza pública y la privada.
El horizonte socioeconómico se ve ensombrecido por la crisis regional de la que el Paraguay es una de las víctimas inexorables. Con pobre industrialización, una producción agropecuaria en retracción constante y grandes desniveles en la distribución de las rentas, el Paraguay, que depende en gran medida de suministros externos, sufre las consecuencias de los derrumbes de Argentina y los tambaleos del Brasil. El modelo impuesto en la región en la pasada década de los 80" (llamada "década perdida") de apertura y liberalización produjo fuertes impactos en la estabilidad laboral, privatizaciones de grandes empresas con despidos masivos que la magra competitividad y expansión del sector privado no pudo absorber. Este quiebre económico regional restringió o cerró los escasos mercados que tenía el Paraguay en el vecindario. Con este sombrío y pesimista panorama la sombra de los mesías políticos y dictadores militares vuelve a entusiasmar a una población desinformada, poco participativa y escéptica en materia política por la denigración de la clase dirigente después de escándalos de corrupción del manejo público, demagogia, mentiras y fraudes sistematizados.
Este árido papel de escritura tuvo que tomar Roa Bastos para escribir sobre él una novela absolutamente original y precursora. El desafío del bilingüismo (pensar en guaraní y hablar en español) lo plantea él mismo:
"Este discurso, este texto no escrito subyace en el universo lingüístico hispano-guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad. Es un texto en que el escritor no piensa, pero que lo piensa a él. Esta presencia lingüística del guaraní en la escritura de la novela se impone desde la interioridad misma del mundo afectivo de los paraguayos. Plasma su expresión coloquial cotidiana, así como la expresión simbólica de su noción del mundo, de sus mitos sociales, de sus experiencias de vida individuales y colectivas".
Roa ha dicho que HDH ha sido una tentativa de reflejar estos dos mundos coexistentes, el guaraní y el hispánico-europeo, primero por el camino de la aglutinación semántica pero que, no satisfecho, tuvo que rehacer la novela veinte años más tarde.
"Corregir y variar un libro ya publicado me pareció una aventura estimulante, porque el texto no cristaliza de una vez para siempre ni vegeta el sueño de las plantas. Un texto, si es vivo, crece y se modifica. Lo varía y reinventa el lector en cada lectura. Si hay creación, ésta es su ética" dice Roa en la Nota de Autor agregada en la edición de HDH de Editorial Alfaguara, en 1997.
Y después nos agrega una pista: el anciano Macario bajo la obsesiva fijeza de sus relatos, varía constantemente las voces y los sueños de la memoria colectiva, encarnados en ese diminuto cuerpo esquelético que puede caber, cuando lo entierran, en un ataúd infantil.
Vamos a tratar de acompañarnos en este recorrido por el mundo de HDH. La historia se inicia con la aparición fantasmal de Macario en medio de la siesta de verano, también fantasmal. El que nos la cuenta dice "Han pasado muchos años, pero de eso me acuerdo". Resulta extraña esta historia que empieza recordando fantasmas. Es que todo Paraguay se había convertido en un fantasma polvoriento detrás de la dictadura de Gaspar Francia. Un país desconocido, cerrado como un puño, con apariencias de república, apariencias de organizaciones, remedos de instituciones. Solamente las vidas insignificantes de los pueblos mantenían sus automatismo, como Itapé[1]sus ritmos solares y lunares, interrumpidos de cuando en cuando por el paso del tren. Lo demás es pasado. Itapé es un espejismo del pasado. Todo remite al pasado; y es un pasado doloroso, ominoso, lleno de heridas sin restañar porque sin la justicia, las heridas de cualquier sociedad permanecen abiertas y dolorosas. Esa agonía de años se había ritualizado, había terminado convirtiéndose en una liturgia de Viernes Santos, día de la pasión del Señor. Los itapeños volcaron en el Via Crucis de hace veinte siglos los dolores que arrastraron ayer. En esta nueva pasión hay un Cristo de madera, una víctima llamada Gaspar Mora, un artista leproso que acaba transformándose en su propia obra, una prostituta llamada María Rosa, que ama sin pedir nada a cambio como la Magdalena y un evangelista, Macario. Evangelista que termina siendo discípulo de esa fe profana junto con otros hombres del pueblo que había visto brillar la verdad en el corazón del muerto. Con Macario, la realidad retrocede hasta encontrarse con el prodigio de el astro que anuncia la desgracia. El cometa consigue trastornar los ciclos, la pesada carga del autoritarismo en la tierra encuentra un eco en el cielo: sobrevienen sequías, escasez, muerte. El artista muere abandonado pero deja un signo de redención en la talla del Cristo que encuentran en su choza. Deciden llevar la imagen al pueblo para instalarla en la parroquia pero el sacerdote y las autoridades se oponen. Cada cual usa su propio juicio: de Caifás a Pilatos todos repudian al Cristo sospechoso tallado por un impío que ni siquiera escuchaba misa. Se debate tres días con sus noches en las que se gestiona la traición mientras los discípulos velan en la plaza.
Por último, Macario sueña que la cima del cerro de Itapé es el monte calvario para el Cristo y allá lo llevan mientras uno de los traidores se ahorca como Judas. Desde ese momento el Cristo es de todos. Desde cualquier sitio de Itapé se lo puede ver allá en lo alto, como un Dios que ha sido demasiado humano para merecer la gloria. Como un hijo de hombre.
Hay dos tiempos que corren paralelos: el tiempo del mito, de la pasión y muerte del Cristo nazareno y el tiempo de otro pasado, menos real, que sobrevive en el relato de Macario, el de la dictadura perpetua que recuerda demasiado dolorosamente la dictadura bajo la que escribe Roa Bastos esta magnífica y prodigiosa resurrección de la esperanza en medio de la miseria humana.
SEGUNDA SECUENCIA
En "Madera y carne", el segundo capítulo de HDH alguien hace amanecer en Sapukai, un pueblito somnoliento en el departamento de Paraguarí. El mundo de HDH oscila entre estos tres espacios: Paraguari, Guayrá y Caazapá. Ese universo perdido le sobra y basta a Roa para encontrarse desde el exilio. No olvidemos que HDH se escribió íntegramente en Buenos Aires, Argentina, desde la memoria, que es siempre más fiel al temblor de los sentimientos que los mapas y las crónicas históricas. Este segundo relato vibra continuamente entre el presente y el pasado reciente, los rieles y durmientes del ferrocarril esbozan un itinerario poético con hitos y trayectos que siempre pasan por el interior del hombre.
Sapukai pertenece al pasado. Cuando instalaron el reloj en la torre de la iglesia, los obreros pusieron el mecanismo exactamente al revés y las agujas en vez de avanzar, retrocedían. Era un reloj que huía al pasado.
La descripción de un hecho sórdido tiene toda la carga de la contingencia de la vida humana. Escribe Roa Bastos:
"Los cuadrilleros están rellenando poco a poco el socavón dejado por las bombas cuando estalló el tren con los revolucionarios, pero el agujero parece no tener fondo. Allí yacen las víctimas de la explosión: unas dos mil personas, entre mujeres, hombres y niños. Cada tanto tumban adentro carretadas de tosca, tierra y pedregullo, pero siempre falta un poco para llegar al ras. Puede ser que el relleno se vaya sumiendo por grietas hondas y haya que seguir echando más, hasta que ese pueblo de muertos enterrado bajo las vías se aquiete de una vez".
La descripción, como la voz de los paraguayos, habla de crímenes sin castigos pero con resignación, con esa fuerza extraña que tienen los que llamamos débiles y son capaces de sobreponerse a las peores calamidades con la impasible tranquilidad de alguien para quien la "conciencia" consiste en el deber de continuar viviendo, pase lo que pase.
Hablando con Roa Bastos, me aclaró que, efectivamente, había ocurrido un accidente en las cercanías de Sapukay. Una locomotora que circulaba fuera de horario había embestido en plena noche a otro tren destrozando varios vagones. La gente recordaba este accidente de una y mil formas, como las noches orientales. Cada vez que escuchaba una nueva versión, Roa Bastos quedaba arrobado por las distintas metamorfosis de un hecho aparentemente único pero que en las versiones y conversiones del imaginario popular era como decía Duns Scoto de las Sagradas Escrituras, "como las plumas del pavo real cuyo color variaba según el ángulo desde el que se las miraba". Cada narrador tenía un testimonio diferente de aquel accidente que ya había tomado las proporciones de lo mítico. "Por eso, me pareció un terreno fértil para insertarlo en medio de un hecho social convulsivo, como marco para una revolución agraria destinada desde el principio al fracaso. Como el tren bólido que iba hacia ninguna parte".
También la muerte real de Albino Jara está transfigurada en el relato. Albino Jara fue un caudillo militar, protagonista de una de las tantas revueltas de principios del siglo XX que terminó derrocando al presidente de la república el 4 de julio de 1908. El coronel Albino Jara asume como nuevo Presidente en 1911 y su primera medida de gobierno es la extensión de la línea ferroviaria hasta la ciudad de Encarnación; pero otra revuelta militar lo destituye en julio de 1911. El 15 de mayo de 1912, después de una refriega, es herido de varios tiros en el tórax en la estancia "Primavera" donde estaba refugiado. Lo suben a una carreta para llevarlo hasta el hospital de Paraguarí pero muere desangrado antes de llegar. El hombre que había extendido el ferrocarril tuvo que ser auxiliado por una carreta tirada por bueyes. Estas paradojas constantes forman parte del destino del Paraguay, un país, como dice Roa, "del que se ha enamorado el infortunio para siempre".
Pero sigamos con la historia de HDH. Hay un extranjero rubio, lacónico y cerrado que llega al pueblo de Sapukai y a su alrededor se van tejiendo mil historias amparadas por lo que no se sabe de él. Alguno lo compara con Albino Jara, el militar revolucionario que había pasado por Sapukai cuando inauguró el tramo de ferrocarril que había ordenado tender desde el gobierno. En él, los lugareños vuelven a recordar la conspiración revolucionaria, el tren cargado de explosivos que había despachado el gobierno desde Paraguarí y terminó estrellándose en Sapukai el 1º de marzo de 1912. De nuevo se dividen los bandos. Los rebeldes agrarios y los oficialistas asesinos. El gringo silencioso ha vuelto a despertar las viejas voces del desastre. Ha hurgado en el recuerdo todavía fresco. Un recuerdo aciago. El extranjero pasea su mirada llena de preguntas por los rincones de un pueblo sin respuestas. Un día sube a la torre de la iglesia y repara el error para que el reloj vuelva a caminar hacia el futuro, marcando las horas de un porvenir siempre incierto. Otro día cura de unas convulsiones a María Regalada, una adolescente de quince años que vive entre tumbas, cuidando el cementerio. Después cura llagas, leprosos, heridas. Poco a poco se convierte en el "Doctor" y se hace indispensable. La gente desfila frente a su choza escondida entre los árboles para rogar su atención hasta que un día el "Doctor" desaparece tan misteriosamente como llegó. Deja una leyenda rondando las casas de ese pueblo condenado de antemano a transformarse en cementerio; en catafalco de recuerdos, de un tiempo que va continuamente hacia atrás como el reloj de la iglesia que sólo por un truco del extranjero caminó hacia donde no debía algún tiempo. Y después quedó fijo, detenido en el presente continuo de un tiempo al que no le queda tiempo.
TERCERA SECUENCIA
En "Estaciones" la narración cambia de voz. Ahora es un niño, un niño que quiere parecer adolescente quien nos transporta en el viaje fantástico en el tren hacia la capital, acompañando a Damiana Dávalos que viaja con su crío en brazos a visitar al marido, que es un preso político, en la capital. El niño/adolescente quiere ser cadete en la Escuela Militar. Nada más natural en un país como Paraguay donde el poder militar ha sido siempre más fuerte que el poder civil. La máxima aspiración de un campesino es llegar a ser general del ejército. El ejército ha instigado todas las algaradas y golpes de Estado desde los tiempos inmemoriales de su fundación. Las estampas de Mariscales y presuntos héroes están presentes en las aulas, en los clubes deportivos, en las casas de los más humildes paraguayos. Hay una permanente vocación épica y un culto al heroísmo gráfico, casi Carlilianos. Roa Bastos ha retratado como nadie esta situación. Pensemos en un pobre muchacho de un pueblo olvidado y condenado al pasado.
"Mamá sufría con aquel sueño mío de llegar a ser cadete.
-Déjalo- mascullaba papá-. El país es un gran cuartel y los militares están mejor que ninguno.
-Sí, pero también hay una revolución cada dos años- se quejaba mamá, mirándome como si yo ya estuviera con un fusil en el hombro.
-Pero en cada revolución mueren más civiles que militares".
También hay un culto a las formas, que es lo mismo que decir al militarismo ya que los cuarteles viven de formas porque en el fondo sólo hay absurdos. Que un hombre estudie toda su vida la mejor manera de matar a otro, no deja de ser un sinsentido. Por eso nuestro niño del relato admira las condecoraciones, el uniforme, las banderas y todo el despliegue castrense como modelo de organización y orden.
Todo este capítulo de "Estaciones" está marcado al ritmo del viaje. Resuenan los ecos de rieles, el machacón arrastre del tren, las paradas. El ferrocarril es como un nervio que atraviesa toda la historia. Las descripciones del paisaje alejándose/acercándose están entre las páginas magistrales de Roa Bastos. En el tren viaja un extranjero, de él sólo se desprende desconfianza. No habla. Un grupo animado al lado hace comentarios acerca del Cristo del cerro, que todos ven cuando el tren hace un recodo en Itapé. Después sube un viejo músico ciego a tocar en una guitarra piezas casi olvidadas del repertorio folclórico; lo guía un niño sirgando una cadena. Los dos están encadenados a la misma miseria.
Paraguay es un país difícil de comprender; tal vez no más difícil que otros países de la infausta Latinoamérica. Roa Bastos quiere explicarnos algo, pero no lo hace a través de complejas teorías que analizan la técnica de un fenómeno, cierran un círculo y se extinguen. Roa Bastos nos mete en el círculo de esa historia infernal. Uno se pregunta desde afuera ¿cómo es posible que un militar, un dictador tiránico, déspota y corrupto se mantenga en el poder como lo hizo Stroessner durante 35 años sin que nadie reaccione?.
Una vieja sube al tren en una estación. Damiana Dávalos le explica que va a visitar a su marido, que es un preso político "lo llevaron presos los civiles en la última revolución", dice. Entonces interviene la vieja, de quien se espera una sentencia razonada y sabia.
¡Cuándo van a aprender nuestros hombres a no meterse!, recomienda, casi ofendida.
Cuando llegan a la estación de Sapukai todos deben trasbordar porque las vías continuaban destrozadas desde los tiempos de la explosión. Están todos cansados, sedientos, somnolientos. Damiana Dávalos se recuesta, el bebé llora, no quiere amamantar. El gringo se le acerca y lo toma en brazos, la mujer, con toda la desconfianza que suscita en un paraguayo cualquier extranjero[2]se pone a gritar pensando que le quieren robar su hijo. El hombre gesticula para defenderse, no sabe hablar en español y mucho menos comprende las frases en guaraní que unos y otros vociferan en medio del disturbio; hasta que terminan echando al gringo del tren. Es el mismo extranjero que llegará misteriosamente a Sapukai para curar enfermos y torcer el curso del reloj cangrejo, que marcaba las horas hacia atrás.
El calor sigue atufando el aire húmedo. Crece la sed. Cuando el tren reinicia la marcha, todo se aquieta. Damiana se quedó dormida con el pecho afuera y el niño que quiere ser cadete y tiene sed busca en el abrigo de esa mujer el amparo. El acto es conmovedor. Vuelve a mamar buscando en la leche de esa madre, que es todas las madres, la seguridad de un abrigo, de un instante de plenitud, de protección. El niño-cadete necesita ser de nuevo cadete de niño y en esa unión purísima con las fuentes de la vida, él también se queda dormido.
CUARTA SECUENCIA
Éxodo.
Hasta ahora, Roa Bastos nos condujo por caminos transitados; si orilló el monte lo hizo como forma de presentir amenazas, como algo velado y oculto que está "en otra parte" acechando los tímidos brotes de civilización de esos pueblos que se empecinan en contrariar el curso de la historia.
En este "Éxodo", como en la selva oscura del Dante, ya estamos perdidos en la maciega del monte desde la primera línea del relato. Recordando el éxodo de la Sagrada Familia, aquí también hay un hombre, una mujer y un niño atravesando distancias inhóspitas, perseguidos por una turba de esclavistas y capataces que no admiten que un hombre necesite respirar el aire de libertad indispensable para seguir vivo y seguir siendo humano al mismo tiempo.
El sistema colonial en Hispanoamérica admitía, por un lado la esclavitud real reservada a la raza negra que era arreada como animales desde las colonias africanas de Angola y Senegal y trasplantada a los territorios recién descubiertos. A los indígenas se les reservaban formas atenuadas de esclavitud: la mita, la encomienda y el yanaconazgo. De una u otra forma se les exigía el trabajo a cambio de vivienda, alimentación y el conocimiento del catecismo cristiano que todos sabemos es tan indispensable para vivir como la Geometría de Euclides. Con la relativa independencia de las jóvenes repúblicas, aprovechando que Napoleón Bonaparte había desligitimado las gastadas monarquías borbónicas, las condiciones de los más pobres no cambiaron demasiado. Pasaron del yugo de los españoles al dominio de los grandes terratenientes que los explotaban en su provecho en un sistema mil veces más degradante que el feudalismo europeo que ya había sido superado hacía más de trescientos años.
Este infierno de selvas, esteros, víboras y fieras encierra el círculo diabólico del yerbal de Takurú-Pukú. La yerba mate ocupa el mismo sitio que el café o el té en el Paraguay. Más importante todavía porque el largo y ardiente verano con el aire permanentemente escaldado hace necesario recuperar el líquido que pierde el cuerpo constantemente. El tereré, una bebida fresca que se hace con la yerba mate, viene a saciar la sed interminable de los días de verano. El cultivo del árbol que produce las hojas de yerba mate exige muchísimos cuidados, desde el mantenimiento del terreno, el cuidado de los brotes y la cosecha de las hojas que deben pasar por complicados procedimientos antes de ser molidas y convertidas en yerba mate lista para el consumo. A fines de la Guerra de la Triple Alianza el Paraguay quedó sumido en la más espantosa de las miserias. El gobierno tuvo que malvender grandes extensiones de tierras para cubrir los gastos de la reconstrucción de las instituciones mínimas; los compradores eran extranjeros ávidos de hacerse ricos, de "hacerse la América" como se decía en Argentina. El mismo gobierno favoreció la explotación del obrero por medio de una ley que llamaron eufemísticamente –como ahora- "de fomento de las inversiones". Una legislación leonina que avasallaba todos los derechos del trabajador a favor de los patrones. Era la reinstalación de una esclavitud disfrazada.
Los yerbales de Takurú-Pukú (hormiguero alto, en guaraní) mantenían atrapados miles de hombres y mujeres a quienes se hacía trabajar de la noche a la mañana, controlados por habilitados y capataces, brutales y crueles como los centinelas del infierno. La ciudadela cerrada y escondida en la selva es un espacio mítico que el autor nos presenta como un reino del mal al amparo de la ley, una ley fraguada para desamparar al hombre frente al terrateniente omnipotente.
Hay un pasaje que me gustaría destacar. Si ningún fugitivo puede escapar de esta ciudad maligna, los versos de los compuestos, verdaderas coplas poéticas musicalizadas en las que el hombre lamenta sus desgracias, consiguen lo imposible: a lomo de las guitarras, estos versos van de uno en otro y franquean la muralla de rifles y balas que sirve de contención a esta prisión del eterno trabajo.
Casiano, el hombre y Natividad, la mujer están presos en este círculo de condenación. Cuanto más trabajan, más se endeudan ya que todas las provisiones mínimas para sobrevivir las venden los mismos dueños de la hacienda y de esta manera mantienen cautivos en un endeudamiento eterno a los zafreros y trabajadores, vigilados por los guardianes embrutecidos y sórdidos. La vida se va hundiendo en un fangal de fatiga, castigos, hastío y rutina conviviendo con la muerte en la ciudad del mal. Pero obstinadamente la vida se impone. Natividad queda embarazada y ese hijo que va a nacer devuelve la dignidad a la pareja: repentinamente toman conciencia. Su hijo no puede nacer en medio de tanta ignominia. Ellos deben salvarse, para salvarlo. Y emprenden la fuga, perseguidos por jaurías amaestradas y los vigilantes del presidio.
El prodigio de Roa Bastos consiste en hacernos sentir la persecución paso a paso, las acechanzas, la sequía, la sed, el barro que convierte a los expulsados de ese paraíso de perdición en verdaderas estatuas de terracota roja, en premonición de la quietud final de un cadáver en su fosa. Esa misma evasión hacia la luminosa promesa de la libertad es el destino del artista. Los antiguos gnósticos, entre ellos Marción de Sínope decían que el alma es una prisionera en la cárcel del cuerpo, una rehén detenida entre la carne llena de apetitos. Una reclusa perfecta condenada a un sitio inmundo. Purificarse a través del ascetismo y la renuncia a los placeres mundanos propios de ese cuerpo contagiado, era el ideal de los místicos y ascetas. Esta fuga de miserables que buscan recuperar el mínimo de dignidad para seguir sintiéndose humanos, puede ser una referencia histórica del hombre lobo del hombre del que hablaba Jonh Looke. Pero también puede ser una metáfora brillante de la salvación que únicamente el arte puede prodigar a nuestra conciencia contemporánea para recuperar el valor de ser humanos frente a un mundo cada vez más deshumanizado.
QUINTA SECUENCIA
Hogar
El hijo de los huidos, el hijo de los prófugos del yerbal ya es un hombre. La adversidad de ese destino marcado por los astros nefastos lo ha transformado en un muchacho seco, lacónico, que guarda hasta el más íntimo pensamiento entre los repliegues de su alma desconocida para sí mismo. "Un muchacho de veinte años. O de cien", dirá Roa Bastos. Cristóbal Jara, el hijo de Natividad y de Casiano Jara conduce a un forastero que anda recorriendo la zona al antro de la selva para observar una curiosidad. Buscan un viejo vagón abandonado.
Alguien, con empecinada obsesión ha trasladado un vagón del ferrocarril hasta el mismísimo vientre del monte usando listones de quebracho como rieles. Es una aventura que únicamente cabe en la mente de un hombre cuya medida es la desmesura. Alguien que sería capaz, como el Demiurgo, de intervenir en la mismísima creación del mundo para torcer las leyes que le parecen absurdas. Alguien que ha llevado su propia libertad al terreno de la fábula o la mitología, domando la rusticidad de un sitio inhóspito por medio de un artificio de dimensiones colosales. Recuerda al Fitzcarraldo de Herzow, aquel alemán alucinado que condujo una compañía de ópera en balsas a través del Amazonas al ritmo de "I Puritani" de Vincenzo Bellini.
Al paso del camión desvencijado uno advierte la familiaridad de un paisaje que no cambia. Una inmovilidad que desmiente toda forma de transcurso. Un mundo fosilizado lleno de criaturas sufrientes en medio de la miseria que recursa: una leprosería que recuerda aquel gringo sanador, la niña de las tumbas, convertida en una mujer, siempre arando entre cruces y sepulturas blancas, las olerías donde se fabrican los ladrillos.
¿Quién es este visitante misterioso que se aventura por caminos olvidados? En el simple hecho de voltear una página ha vuelto la voz del niño~adolescente que quería ser cadete militar y había cruzado por Sapucai. Si aquel fue el viaje de iniciación, éste será el recorrido del descenso. La vuelta a las turbideces de una memoria que está en él como en las cosas que continúan hablando el mismo idioma de desamparo y lento desgaste.
Escribe Roa:
"Durante horas y horas trajinamos por maciegas hervidas de tábanos y sol, espacios imprecisables entre un cocotal y otro, entre una isleta y otra de bosque, distancias difíciles de apreciar por las marchas y contramarchas. Ni una carreta, nadie, ni siquiera el pelo de algún borrado caminito entre los yukeríes y karaguatales encarrujados. Nada. Sólo el resplandor blanco y pesado rebotando sobre la tierra baja y negra, escondiendo todavía la costa del monte".
Llegan a lo espeso del monte venciendo la resistencia de las enredaderas y arbustos que a la sombra gigantesca de la forestada, les cierran el paso. Zumban los tábanos, el calor late en el aire. Todo es sofocante, de un agobio sin fin. Ese tiempo que martilla vuelve y revuelve los hechos. La historia de fantasmas resucita: las oscuras maniobras de una revolución agraria sofocada por el gobierno vuelve a estallar. Estamos presenciando, como lectores, el recuerdo de un recuerdo. Aquel cadete que había visto el socavón dejado por la explosión de los trenes que chocaron, ahora recuerda la explicación de aquella brutalidad. Siempre la lucha por el poder, hombres enceguecidos por el deseo de dominar un imposible, se imponen unos a otros por medio de la fuerza que destruye a todos por igual. Unos convertidos en huesos, polvo, nada. Otros que continúan vivos en la rutina circular del castigo eterno, rondando sin cesar la misma caminata sin destino ni fe. Orillando la nada.
En aquel vagón desvencijado, aferrado a la selva, testigo tangible de un milagro de la tenacidad de un hombre, el narrador recibe una revelación: la historia es una de las formas de la maldición humana. Él también es un fugitivo, un castigado del ejército que está purgando una condena acusado de sedición. Y en el vagón abandonado en medio de la selva, lo ponen al frente de una conjura. Pudo huir del ejército pero no puede escapar al destino. Tal vez Roa Bastos nos esté diciendo de nuevo: "Paraguay es una tierra de la que se ha enamorado el infortunio para siempre".
SEXTA SECUENCIA
Fiesta
Esta narración puede leerse como un relato lineal o como una alegoría. Siempre que puedo, considerando que puedo elegir la tonalidad que me resulta más adecuada dentro de la gama de la cola del pavo real de la que hablaba Duns Scoto refiriéndose a la escritura, yo optaría por la alegoría.
En la alegoría hay un discurso que en virtud de una comparación tácita presenta un sentido completo y coherencia al entendimiento. Sé que la comparación es tácita entre el autor y yo. Otro yo puede cambiar la valencia de ese acuerdo tácito y esta maniobra es tan válida como la mía.
Yo veo esta narración como una alegoría de la persecución política, la represión y el espionaje propio de los totalitarismos. Puedo leer "Fiesta" pensando en la treintena en la que gobernó el stronismo en el Paraguay. Hay pistas suficientes para garantizar el traslado de una cosa a otra. Pensemos en un hombre predestinado por un destino aciago a ser un perseguido por la jefatura de una tiranía. Cristóbal Jara, nacido libre por la férrea voluntad de sus padres de librarlo de la esclavitud del yerbal, ahora sufre la persecución de la dictadura política por el solo pecado de haber participado, como tantos, en una manifestación agraria.
Kiritó es un muerto vivo. Se refugia en el cementerio, en una tumba semioculta por los pajonales. Maria Regalada, la mujer que heredó el cuidado del cementerio y su hijo le llevan comida, lo asisten, lo mantienen informado sobre los movimientos policíacos que rondan continuamente la zona buscándolo. "Procuraron hacer hablar a los viejos, a las mujeres y a los chicos de la olería y los arrozales, con amenazas y hasta con promesas de bastimentos y de dinero. Pero nadie sabía nada o nadie podía despegar los labios…" describe con lucidez Roa Bastos. Las requisas militares, el control social hasta sus últimos límites, la técnica de la delación metódica, la polarización social entre adictos al régimen, delatores profesionales por un lado y la resistencia por el otro, margina a los contestatarios condenándolos a una vida miserable o el destierro. En la época de Stroessner los adictos eran llamados "Pyragüé" lo que traducido del guaraní vendría a significar algo así como "el que tiene pelos en los pies" ya que el guaraní es un idioma hecho de metáforas, es un idioma literario en el sentido estético del término. Cualquier frase o palabra tiene sentidos traslaticios naturales. Tener pelos en los pies significa, entre otras cosas, caminar sin hacer ruido. Es la actitud típica del que espía a sus semejantes para delatar cualquier actividad sospechosa. El engranaje de la dictadura estaba perfectamente ensamblado, cada pieza tenía un sitio exacto y el conjunto funcionaba armoniosamente aunque su ajuste fuera morboso y sórdido. Nada faltaba ni sobraba. Fue la única dictadura latinoamericana que funcionó con parlamento. Hasta tenía "opositores" que, por supuesto, a lo único que se oponían era a la rebaja de sus sueldos. El señor éste, Alfredo Stroessner, ganaba las elecciones que, por supuesto, lo tenían como único candidato. La vocación política desapareció en el Paraguay durante treinta y cinco años. La clase dirigente estaba silenciada por prebendas económicas que el Estado concedía como cotos exclusivos a cada "familia", tal como sucedía con la Cosa Nostra. La corrupción estaba estrictamente regulada desde el Estado. Muchas veces, los mismos opositores sostenían el régimen porque éste les amparaba sus ganancias.
Cada diálogo de esta "Fiesta" reproduce algún aspecto de esa realidad resquebrajada de la dictadura. Hasta los inocentes, aquellos que dicen "yo no me meto en política, porque la política es sucia" terminan tomando partido como don Bruno Menoret que termina delatando a su chofer, Cristóbal Jara, Kiritó.
Hay otro aspecto que conviene analizar. Roa Bastos es un ferviente defensor de los derechos de la mujer, que en Paraguay han estado relegados durante siglos. En el relato, una mujer de pueblo, una caudilla se planta frente a los militares y valiéndose un poco de su gracia y otro poco de su firmeza, consigue que los prisioneros, que venían viajando en un vagón atestado, casi asfixiados de calor y muertos de sed, reciban aloja para calmar la sed. "La mujer, desde abajo, se le estaba imponiendo al cabo militar" dice el autor.
Hay un final que ronda la pesadilla. Se organiza una gran fiesta para agasajar a los militares que están destinados para sofocar la revuelta. Pero el verdadero motivo es la persecución de un solo hombre: Cristóbal Jara, oculto entre las tumbas. En su retrato está cristalizado el valor que tiene el paraguayo, capaz de desafiar a diez hombres. Cristóbal, el perseguido quiere asistir al baile. María Regalada, la sepulturera que lo cuida sabe que sería suicida. Todos los militares estarán en la fiesta. Entonces, en la desesperación, se ingenia la salvación. Llegan a la fiesta, Cristóbal y María Regalada en medio de una comparsa singular: todos los leprosos, la hez de aquel mundo sórdido invaden la pista de baile espantando a los invitados, militares y maestras que se desbandan aterrorizados.
No podía escoger un retrato más fiel de aquella sociedad carcomida por la tiranía que la del leprosario en fiesta. Cada ciudadano lleva la lacra en sí. El baile es el viejo ritmo que se repite como ciclos sin fin, el círculo de los abyectos girando la rueda del mundo desde los trasfondos del infierno.
ASUNCIÓN, PARAGUAY, ENERO DEL AÑO 2003
Augusto Roa Bastos.
Autor:
Alejandro Maciel
[1] Itapé puede traducirse como "camino de piedras".
[2] Sir Richard Francis Burton describió esta suspicacia del paraguayo en sus "Cartas desde los campos de batalla del Paraguay" de 1872. "Los viajeros han observado las múltiples contradicciones del espíritu nacional, como por ejemplo su reserva "india" por un lado y la amabilidad y aparente franqueza por el otro. Su hospitalidad para con los extranjeros frente a su aversión a estos; la seguridad del bolsillo aunque no la del pescuezo y su excesiva desconfianza y suspicacia oculta por una aparente sinceridad y candor"
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