El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 2)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Mientras Juan Pablo Duarte pasa con sus discípulos del trato puramente intelectual al conciliábulo patriótico, las autoridades haitianas contemplan con indiferencia los movimientos de este grupo de conspiradores: el gobernador, Alexis Carné, sucesor de Borgellá, no sospecha siquiera que aquel joven pálido, que parece tener el soñar y el leer libros de filosofía por ocupación constante, sea capaz de erigirse en vengador de su patria y de encender la llama de la revolución en el alma de la nacionalidad sojuzgada. Una de las pruebas más significativas de la elevación espiritual de Duarte es su sed de sabiduría y su amor a los estudios desinteresados. Desde que aprende a leer, bajo la dirección de su madre y de la señora de Montilla, muestra una curiosidad intelectual insaciable. Después de su retorno de España, se dedica con más tesón que nunca a atesorar conocimientos para el cultivo de su propio espíritu y no para fines de utilidad inmediata. Desde la niñez siente el hechizo de la Geografía y la atracción de los viajes. Con el afán de conocer tierras exóticas y con el gusto por los estudios geográficos, nace en él el amor a las más diversas lenguas extranjeras.
Empieza a estudiar el inglés en la adolescencia con un ciudadano británico residente a la sazón en Santo Domingo, el señor Groot, y luego lo perfecciona con míster Davis durante el tiempo en que permanece en Nueva York de paso para Europa. Las nociones de lengua francesa que adquirió en su propio país, gracias a la estimación que le cobró monsieur Bruat, seducido, como todos los maestros de Duarte, por la curiosidad científica que tanto llamó su atención en este adolescente de inteligencia despejada, se ensancharon prodigiosamente no sólo durante su estancia en París, sino también en forma constante después de su regreso a la patria, sin duda porque el futuro caudillo de la separación se dio cuenta desde el principio de la importancia que tendría para la realización de sus planes el dominio del habla de los invasores. Cuando llega a Hamburgo, a raíz de su segundo destierro, se dedica con calor al estudio de la lengua alemana, y luego persiste durante largo tiempo en él la aspiración a dominar ese nuevo idioma que lo seduce por las perspectivas que ofrece a sus estudios filosóficos y porque pone a su alcance una fuente científica de riqueza insospechada.
El doctor Juan Vicente Moscoso lo inició en 1834 en los misterios de la lengua latina. El aprendizaje del latín excita particularmente su curiosidad, no sólo porque esa lengua madre le da acceso al mundo de Tácito y de los historiadores antiguos, verdadero centro de su alma que parece pertenecer a los grandes tiempos del patriotismo romano, sino también porque ya las Sagradas Escrituras, su libro de cabecera, le habían infundido el amor al sacerdocio y habían despertado en su corazón la llama religiosa. La filosofía fue otra de las aficiones desinteresadas de Duarte.
Empezó a cursaría en España, y el hecho de hallarse nuevamente en auge, cuando visita por primera vez a Barcelona, las enseñanzas de Raimundo Lulio, lo lleva al través de los libros del beato mallorquín a familiarizarse con ese aspecto de la cultura humana. Tan profundamente se penetró del espíritu de las ciencias filosóficas, que luego manifestará su devoción a esa disciplina con palabras dignas de Sócrates: «La política no es una especulación; es la ciencia más pura y la más digna, después de la filosofía, de ocupar las inteligencias nobles.» Con el sacerdote peruano Gaspar Hernández, activo animador de la idea separatista, continuó en 1842 los estudios que inició en Cataluña. Después, en los cuatro lustros pasados en el desierto, sin más compañía que la de las tribus semisalvajes del Orinoco, el estoicismo que la filosofía sembró en su alma tendrá ocasión de ejercitarse hasta un grado que rebasa los límites del sufrimiento humano. El ejemplo de Raimundo Lulio, en cuyas doctrinas se nutrió su mente todavía no trabajada por otras tendencias filosóficas, debió de presentársele más de una vez en la selva bajo la forma trágica del mártir perseguido por los infieles y apedreado ante las aras de los ídolos bárbaros con saña supersticiosa. Las matemáticas le revelan por aquella misma época sus secretos que carecen de aridez para este estudiante incansable a quien ante todo seducen los severos perfiles de la verdad científica. La sequedad de esta disciplina, aparentemente en desacuerdo con sus aficiones literarias, no le impide consagrar largas horas a la música y recibir del profesor Calié lecciones de dibujo.
Con el músico dominicano Antonio Mendoza domina desde muy joven la flauta y se inicia en algunos instrumentos de cuerda. De España trajo en 1833 una incontenible afición a la guitarra. Con la música alterna la poesía. Antes de que la política absorba por completo su espíritu y lo aparte de esas distracciones inocentes, intenta más de una vez expresar en versos y en fragmentos musicales los sentimientos propios de su juventud soñadora.
Pero Duarte no fue un hombre de genio creador, sino de inteligencia poderosamente receptiva. Nunca acertó a traducir las crisis de su alma sino en poemas mediocres y en documentos de gran altura moral pero de forma desmedrada. El hecho mismo, sin embargo, de que la naturaleza le hubiera negado e don de los artistas creadores, hace aún más digna de admiración y de respeto su tendencia a los estudios desinteresados en su amor a la filosofía y al dibujo, a las matemáticas y a la poesía, a los idiomas y a la música, no interviene el estímulo económico ni se refleja aquel sentimiento de vanidad y de orgullo que es el que a menudo excita la sensibilidad artística el que desata muchas veces en el hombre la vena de la inspiración literaria. Mientras cultiva su espíritu, Duarte no cesa de transmitir los conocimientos que adquiere a la juventud de su ciudad nativa.
Durante cuatro años consecutivos, de 1834 a 1838, no ha dejado de ofrecer clases de idiomas y de matemáticas a un grupo de jóvenes humildes que acuden todas las tardes al almacén situado en la calle de «La Atarazana». A los más preparados, pertenecientes muchos de ellos a las familias más distinguidas de la antigua capital de la colonia, les franquea las puertas, de la filosofía y de otras ramas de las humanidades. La popularidad y el ascendiente del joven maestro cunden sobre una gran parte de la población con este apostolado. Muchos de los discípulos empiezan a sentir por él una adhesión fervorosa. Su sabiduría y su dedicación a la enseñanza de la juventud le han convertido en el centro de un grupo numeroso de conciencias juveniles en las cuales se agita en cierne la patria en esperanza. Duarte se ocupa durante estos cuatro años en mantener al día los libros del establecimiento comercial de su padre. Pero como no es mucha la labor que exige el escaso movimiento del almacén de don Juan José Duarte, debido a que la demanda de artículos de marinería había considerablemente mermado con las medidas adoptadas por Boyer para aislar la isla del comercio extranjero, el joven contabilista dispone de casi todo su tiempo para la obra de preparar a la juventud que ha de realizar la independencia.
Al mismo tiempo que suministra lecciones gratuitas de aritmética y de lengua inglesa a jóvenes procedentes de todas las clases sociales, hace circular sus libros entre los discípulos más aventajados y se ocupa personalmente en atraer de nuevo a quienes se muestran tibios o a quienes desertan por apatía de sus clases improvisadas. Pronto el almacén de «La Atarazana» se convierte en sede de una junta revolucionaria. La palabra de Duarte ha penetrado en el corazón de un grupo de jóvenes idealistas y poco a poco se han fundido las voluntades de todos en una aspiración común: la de separar la parte española de la isla de la parte haitiana. Pero ahora la liberación no se realizaría, como en 1809, en beneficio de España, sino en provecho exclusivo de la antigua colonia, que sería esta vez emancipada.
Duarte lanza, pues, la idea, y la acogen con entusiasmo aquellos de sus discípulos que más se han destacado por su fervor a los principios que predica el apóstol y aquellos que le testimonian una fidelidad más abnegada: Juan Isidro Pérez, Pedro Alejandrino Pina, Félix Maria Ruiz, Benito González, Juan Nepomuceno Ravelo, José María Serra, Felipe Aifau y Jacinto de la Concha. La misión de esta junta, para cuya instalación debía escoger su iniciador alguna fecha solemne, consistiría en preparar, dentro de un ambiente de sigilo, la conjura contra los invasores. Los resultados dependerían, según lo hizo saber al grupo el propio Duarte, de que entre los ocho elegidos no se filtraran ni vacilantes ni traidores.
Uno de los ocho, tal vez el único que había nacido en cuna de marfil y cuya familia había disfrutado de no escasa influencia bajo la dominación española, frunció el ceño al oír esta advertencia, que tuvo en labios del apóstol la entonación y el sentido de una consigna sagrada.
El 16 de julio de 1838 convocó Duarte a sus discípulos para constituir, bajo la adveración de la Virgen del Carmen, cuya festividad se solemnizaba ese mismo día, la sociedad patriótica «La Trinitaria». El sitio escogido para la reunión fue la casa de Juan Isidro Pérez de la Paz, acaso aquel de los ocho elegidos que amó más tiernamente a Duarte, la cual se hallaba situada en la calle del Arquillo o calle de los Nichos, frente al antiguo templo de Nuestra Señora del Carmen y contigua al hospital de San Andrés. Doña Chepita Pérez, madre de Juan Isidro, había salido de su hogar desde las primeras horas de la mañana para asistir en la iglesia vecina a las solemnidades del día. Toda la calle se encontraba desde el amanecer invadida de fieles que se dirigían al templo o charlaban en los alrededores. El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, quien gozaba, desde que se prestó a suscribir la humillante circular del 15 de septiembre de 1833, de la confianza de los dominadores, escogió la celebración del día de Nuestra Señora del Carmen para hacer aquel año una extraordinaria demostración de la fe religiosa del pueblo dominicano.
Hacía muchos años que la religión, ferozmente perseguida por el gobernador Borgellá, consciente del valor de la fe como elemento de resistencia moral en las grandes crisis de los pueblos, se hallaba amenazada de muerte como todo lo que en la antigua colonia representaba algún vestigio del alma o de la civilización española. Pero en 1838, las autoridades haitianas, ignorantes todavía de los trabajos revolucionarios de Duarte y sus discípulos, permanecieron indiferentes ante aquellas manifestaciones de fervor religioso, y aun muchos de los representantes del poder civil y militar, con Alexi Carrié a la cabeza, se asociaron entusiastamente al regocijo de la población nativa. Duarte, que todo lo tenía previsto y que se empeñaba en rodear su obra subversiva del mayor secreto, eligió aquel día para la fundación de «La Trinitaria». Por entre los grupos de fieles, reunidos frente a la iglesia en espera de que se iniciara la procesión, fueron pasando inadvertidamente los nueve conjurados.
Las mujeres, en su mayor parte pertenecientes a las clases humildes, y los numerosos hombres y niños de todos los barrios de la ciudad que iban y venían de un extremo a otro de la Plaza del Carmen, no fijaron probablemente la atención en ninguno de los patriotas que esa mañana se disponían a suscribir, a pocos pasos de allí; acaso a la misma hora en que las campanas anunciaran la salida de la imagen venerada, cuya conducción se disputaban los devotos, un pacto de honor para redimir de su esclavitud al pueblo dominicano. Cuando todos los que habían recibido la cita de honor se hallaron presentes en la casa número 51, acomodados en las butacas de pino de aquel hogar en que todo respiraba orden y limpieza, Duarte se puso en pie para explicar a sus discípulos el motivo de la convocación y enterarlos de sus proyectos. Empezó su discurso, largamente meditado, con aquella voz suave, vibrante de emoción, que todos conocían bien por haberla oído tantas veces en el diálogo familiar o en la cátedra revolucionaria. Después de aludir a la solemnidad del día, propicio a la determinación que iban a adoptar, puesto que en ésta iría envuelto un juramento sagrado, habló de los padecimientos de la patria y de la necesidad de organizar su liberación por medio de una propaganda sigilosa pero incesante y activa. Ningún recurso debía ser omitido para lograr esos fines. Si el buen éxito de la empresa exigía que se utilizara la simulación, cada uno de los firmantes del pacto debía tratar de mezclarse con los invasores para conocer mejor sus designios, para descubrir sus planes, o para fomentar cuidadosamente a sus espaldas la propaganda subversiva. El primer paso que debía darse era el de una labor de agitación secreta dirigida a levantar la fe del país que permanecía con la conciencia postrada. Los nueve debían multiplicarse difundiendo infatigablemente el ideal revolucionario entre todos los dominicanos. Pero nadie, con excepción de los comprometidos en el pacto que serviría de base a la constitución de "La Trinitaria", debía conocer las actividades del grupo que se organizaría como sociedad secreta.
Los nueve socios fundadores actuarían en grupos de tres, y dispondrían de ciertas señales simbólicas para comunicarse entre si: cuando un trinitario llamaba a la puerta de otro, éste podía fácilmente, según el número de golpes, saber si su vida corría o no peligro, o si el plan en ejecución había sido o no descubierto por los invasores. Un alfabeto criptológico sería adoptado con el fin de mantener las actividades de «La Trinitaria» en el misterio para toda persona que no fuese miembro de ella. Cualquier mensaje transmitido a uno de los nueve, a altas horas de la noche, podía ser descifrado con ayuda de una de las cuatro palabras siguientes: confianza, sospecha, afirmación, negación. Nada escapaba a la cautela de Duarte. Sus discípulos le oían con el alma en tensión.
A medida que hablaba el apóstol, los ojos de los oyentes fosforecían y su ánimo iba pasando del asombro a la admiración calurosa. Pero los semblantes, graves en el momento de recoger los detalles del plan así esbozado, cambiaron súbitamente de color cuando el maestro propuso a los discípulos la fórmula del juramento que debían prestar para pertenecer a «La Trinitaria» y organizar desde su seno la revolución contra las autoridades haitianas. Uno tras otro, los ocho se pusieron en pie, frente a Duarte, para prestar el juramento y suscribirlo luego con sangre: «En el nombre de la Santísima, Augustisima e Indivisible Trinidad de Dios Omnipotente: Juro y prometo por mi honor y mi conciencia, en manos de nuestro Presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi persona, vida y bienes, a la separación definitiva del gobierno haitiano, y a implantar una república libre, soberana e independiente de toda dominación extranjera, que se denominará República Dominicana. Así lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja; y de no, me lo tome en cuenta y mis consocios me castiguen el perjurio y la traición si los vendo.» Después de suscrito el documento, con sangre sacada por cada uno de los firmantes de sus venas, Duarte continuó sometiendo a la aprobación de sus discípulos los demás pormenores del plan por él concebido. La República que se proponían crear debía tener su escudo y su bandera.
La insignia nacional constaría de un lienzo tricolor en cuartos, encarnados y azules, atravesados por una cruz blanca. El simbolismo de esta bandera estaría en oposición con el que quisieron infundir a la suya los libertadores haitianos. El color blanco, condenado por Des-salines como un emblema de discordia, seria para los habitantes de la parte oriental de la isla el símbolo de los ideales de paz bajo cuyo imperio nacería la República libre de todo odio de raza y fundida, como en un molde inviolable, en el principio de la solidaridad humana. «La cruz blanca dirá al mundo – subrayó el apóstol- que la República Dominicana ingresa a la vida de la libertad bajo el amparo de la civilización y el cristianismo.» Mientras el maestro hablaba, los discípulos permanecían enmudecidos. Ninguno usaba interrumpir a aquel hombre que parecía inspirado por un numen divino. Los aires que se colaban por las claraboyas abiertas en lo alto de las paredes, traían a la sala de la reunión un vago olor a incienso y ecos de la algarabía de las multitudes aglomeradas en la plaza vecina.
De pronto se hizo en la calle un silencio profundo, y acto seguido las campanas llenaron los ámbitos con sus voces estruendosas. La procesión acababa de iniciarse y la imagen de Nuestra Señora del Carmen, conducida en hombros de los fieles, pasaba frente a la casa número 51 de la calle del Arquillo. Duarte aprovechó aquel momento solemne para pronunciar con acento cálido las siguientes palabras: «No es la cruz de nuestra bandera el signo del padecimiento, sino el símbolo de la redención. Bajo su égida queda constituida la sociedad "La Trinitaria", y cada uno de sus miembros obligado a reconstituiría mientras exista uno, hasta cumplir el voto que acabamos de hacer de redimir la Patria del poder de los haitianos.» Los ocho, puestos en pie, escucharon estas palabras como si descendieran del cielo.
Duarte se acercó entonces a sus discípulos y después de abrazarlos como un padre, se sentó entre ellos a discurrir sobre las posibilidades de la obra que iban a emprender y sobre los sacrificios que su ejecución exigiría de quienes asumieran la responsabilidad de realizarla. Cuando más embebidos estaban en sus sueños, sonaron algunos golpes en la puerta de la calle. Juan Isidro se levantó a abrir y doña Chepita Pérez, quien traía el rostro encendido y la respiración jadean te, irrumpió en la sala con su libro de rezos y su mantilla en la mano. Todos se pusieron en pie para recibirla y aguardaron a que la anciana se sentara y recogiera en su ancho pañolón de batista las gotas de sudor que descendían de su frente, para Interrogarla sobre la ceremonia religiosa que acababa de efectuarse en los alrededores.
La madre de Juan Isidro Pérez, a pesar de que no había recibido más instrucción que la que se daba entonces a las mujeres de la época, constituida por nociones científicas rudimentarias y por el aprendizaje día tras día de la doctrina cristiana, era una matrona inteligente y locuaz en quien la delicadeza del espíritu apuntaba bajo las arrugas del semblante bondadoso. Amaba tiernamente a su hijo, y aunque desde hacía algún tiempo advertía sus silencios prolongados y el aire melancólico con que clavaba frecuentemente en ella su mirada distraída, no sospechaba aún el sentido de aquellas actitudes extrañas. La presencia aquel día en su casa de Juan Pablo Duarte y sus demás compañeros no sorprendió gran cosa a doña Chepita, quien una vez que hubo dominado la sofocación con que entró de la calle refirió a sus interpelantes todos los detalles de la fiesta recién celebrada.
El discurso pronunciado desde el púlpito de la iglesia del Carmen la había conmovido hondamente. Esta pieza oratoria, si bien ceñida al espíritu de sumisión prometido por el nuevo Jefe de la Iglesia a las autoridades haitianas, no había sido tan entusiasta de los beneficios de la indivisibilidad como la que en 1834 predicó desde la catedral el Padre José Ruiz, más célebre por la tormenta que se desató el mismo día en que iba a ser enterrado, que por la elocuencia o por el nervio patriótico de sus sermones. El clero, aunque muy lejos de la serena altivez con que actuó, frente al invasor, mientras fue dirigido por el Padre Valera empezaba ya, por lo visto, a independizarse de la tutela que Alexis Carné había logrado imponerle gracias a su astucia, más eficaz y mejor disimulada que la de sus predecesores.
El rostro de doña Chepita expresaba la satisfacción que la invadía al comprobar que aún no había desaparecido, no obstante los dieciséis años pasados bajo la barbarie haitiana, la fe del pueblo en la religión de sus mayores. La fe incontaminada de aquella matrona de alma pura, imagen viviente del hogar nativo, aún no viciado por los dominadores, fue para Duarte y sus discípulos un nuevo motivo de esperanza. La patria no estaba perdida, puesto que todavía el pueblo creía en la religión de sus antepasados y puesto que aún sabia que la cruz, emblema de la pasión, era también el símbolo supremo de todas las redenciones humanas. La Trinitaria creció con rapidez asombrosa: poco tiempo después de instalada, ingresaron en ella jóvenes de todas las categorías sociales. Sólo permanecieron fuera de la institución los hijos de aquellas familias que a la sombra del gobierno de Boyer habían logrado conservar y aun extender en algunos casos las preeminencias de que disfrutaron bajo los gobiernos de la España Boba.
La red de la conspiración se iba extendiendo con sigilo, pero tendía a abarcar a toda la sociedad de ascendencia española. La obra de propaganda realizada después del 16 de julio de 1838 revela a Duarte como hombre dotado de energías portentosas. No puede perderse de vista, en efecto, que hasta el día en que surge «La Trinitaria» la flor del país coopera con las autoridades de ocupación. Algunos hombres notables, aunque sienten por la soldadesca de Boyer una repugnancia instintiva, colaboran activamente en la obra de desnacionalizar el país y de adormecer su conciencia con sofismas como el de la indivisibilidad de la isla y el del carácter irremediable de la dominación haitiana. Uno de aquellos hombres, el defensor público don Tomás Bobadilla, se había prestado a escribir el documento en que Haití respondía a los alegatos de España en favor de la restitución de la colonia a sus antiguos señores. Otros, como Buenaventura Báez y el presbítero Santiago Díaz de Peña, se disputaban en las asambleas de Puerto Príncipe la representación de sus provincias respectivas. Vencer ese estado de descomposición moral y combatir esa inercia aniquiladora, era la obra reservada a Duarte y a los que se asociaron a él para fundar «La Trinitaria». Pero entre los nueve fundadores se había filtrado un traidor: Felipe Alfau.
Pertenecía este fariseo a una familia más española que dominicana. Sacó al país, durante la colonia, todo género de gajes y se alió, después de la independencia, al partido de los anexionistas y al de los sostenedores más implacables de la tiranía de Santana. El padre de Felipe, don Julián Alfau, fue de los que en la Junta convocada por Duarte, en vísperas de la llegada al país del ejército de Charles Hérard, se ladeó en favor de la prudencia y pidió que se desechara toda idea de resistir al invasor en nombre de la cordura. Felipe Alfau, si bien fue un hombre de valor y acaso rivalizó con Santana como conductor de tropas y como estadista de voluntad enérgica, parece haber sido un político de temperamento díscolo y de susceptibilidad exagerada.
Después de haber recibido toda clase de distinciones del héroe del 19 de marzo, se disgustó por un motivo baladí de su protector y le miró desde entonces con cierta hostilidad rencorosa. Luchó con arrojo frente a los haitianos en «El Memiso» y en «Sabana Larga», donde su dirección influyó poderosamente en el triunfo de las armas dominicanas. Pero no amó al país, y a lo que en realidad servía, cuando peleaba contra Haití, era a sus sentimientos españolistas furibundamente arraigados. Tenaz, como buen aragonés, aunque accidentalmente nacido en territorio dominicano, empleó desde el primer día todo su poder de fascinación y todo el prestigio vinculado a su apellido para inclinar a Santana en favor de la reincorporación de la República a España. Hay que reconocer, en honor suyo, que fue leal a su sangre y a su raza, aunque en los días difíciles que precedieron a la independencia fue de los que se plegó, como Caminero y como Bobadilla, a los dominadores indeseables. Si sirvió fielmente al hatero de «El Prado» durante los primeros tiempos de su hegemonía política, también fue de los autores intelectuales de la anexión, esto es, fue uno de los hombres que más trabajaron en desprestigio de Santana. Al hijo de Julián Alfau se debió en gran parte que el futuro Marqués de las Carreras, un déspota cegado por la codicia y el orgullo, aceptara la reanexión a España en vez de negociar, como parecía desearlo la corriente de opinión más respetable del país, un simple protectorado. Por egoísmo o por un sentimiento de rabiosa y estúpida adhesión a la tierra de sus antepasados, Felipe Alfau señaló desde el primer momento a su jefe el partido menos digno y menos aconsejable: el del sacrificio total de la independencia solución repudiada por la casi universalidad de los dominica. nos, que deseaban la ayuda de España para sostener su libertad, pero que no querían esa protección a trueque de una servidumbre absoluta. Si en vez de Felipe Alfau, hombre más afecto a España que a su propia tierra nativa, el escogido pan negociar con los ministros de Isabel II hubiera sido un santanista del tipo de Alejandro Angulo Guridi, dominicano de fibra patriótica más pura que la del desertor de la sociedad «La Trinitaria», acaso se hubiese logrado un acuerdo más satisfactorio para el país y sin duda más duradero que el que tuvo por base la reincorporación pura y simple del territorio nacional a la monarquía española. Pero Felipe Alfau, aunque figuró entre los primeros miembros de «La Trinitaria», no compartió el idealismo de Duarte ni fue capaz de medir la grandeza de su apostolado. Cuando «La Trinitaria», la cual llevaba apenas algunos años de existencia, trató de extender fuera de la antigua capital de la colonia su obra de propaganda clandestina, Duarte eligió a Simón, nombre con que era conocido Felipe Alfau en el seno del grupo revolucionario, para que llevara la semilla separatista al Cibao. Pero Alfau, quien ya desconfiaba del triunfo de la causa de la patria y se disponía a entenderse con los haitianos que conspiraban contra el gobierno de Boyer, se negó a aceptar la comisión y aludió con desdén a los esfuerzos que realizaba el partido de la independencia. Su actitud se hizo desde aquel día sospechosa. Todo hacía esperar de él una delación que pusiera a Duarte y a sus adictos a merced de las autoridades haitianas. Los hechos demostraron luego que esas sospechas no eran infundadas. Alfau fue quien denunció al general Riviére los planes separatistas de los patriotas de «La Trinitaria». Los treinta dineros que este Judas recibió por su traición consistieron en el grado de coronel del batallón de guardias nacionales, que todavía en 1843 subsistía en la antigua capital de la colonia.
Todos los trinitarios vieron desde entonces como un desertor a este malvado. La siguiente anécdota pinta el grado de animadversión que le cobró Sánchez al perjuro. En las postrimerías de 1844, después de una corta estancia en Irlanda, llegan a Nueva York algunas de las víctimas del decreto que condenó a destierro perpetuo a Duarte y a los principales caudillos de la Puerta del Conde. Un día en que Francisco del Rosario Sánchez, Ramón Mella y Pedro Alejandrino Pina, quienes figuraban entre ese grupo de inmigrantes, acosados de su país por el despotismo naciente de Santana, atravesaban una de las calles portuarias de la gran urbe, tropezaron inesperadamente con Felipe Alfau. Mella y Pedro Alejandrino Pina, desconcertados por aquel encuentro súbito, corrieron hacia el compatriota para abrazarlo con entusiasmo efusivo. Sánchez, en cambio, miró con acritud al consejero de Santana, al antiguo Simón de las conjuras secretas de «La Trinitaria», y le volvió orgullosamente la espalda. La actitud de Felipe Alfau dio lugar a que se disolviera «La Trinitaria». Para ponerse a salvo de las persecuciones a que la delación podía exponerlos, Duarte y los que permanecieron adictos a la causa de la independencia optaron por constituir una nueva junta patriótica que disimularía sus verdadenes bajo la apariencia de una sociedad de tendencias recreativas: «La Filantrópica». El teatro fue el medio escogido entonces para mantener viva en el espíritu público la idea separatista. Duarte conocía la eficacia de las representaciones dramáticas como órgano de difusión de los ideales revolucionarios porque oyó hablar, durante su estancia en Cataluña, del uso que se hizo en España del teatro para levantar el sentimiento nacionalista del pueblo contra la dominación francesa. En sus maletas de viajero, el apóstol logró traer de la Península en 1833 las obras de Martínez de la Rosa y los dramas con que Alfieri, «el terrible Alfien», como le llamó entonces uno de los más ilustres afrancesados de la Madre Patria, había puesto nuevamente de moda el puñal de Bruto y las catilinarias contra los enemigos de la libertad. Los discípulos devoraron estas obras bajo la dirección del propio Duarte, y se concertó llevar a las tablas aquellas que más se prestaran para sublevar el espíritu del pueblo con declamaciones patrióticas y con proclamas líricas sonoramente martilladas.
Los ensayos se realizaron en casas particulares, con el fin de no despertar la curiosidad del gobernador Carné ni hacer las reuniones sospechosas. Un distinguido ciudadano de Santo Domingo de Guzmán, conquistado por el fervor de Duarte y sus discípulos, ingresó poco tiempo después en «La Filantrópica», y se hizo cargo de transformar el viejo edificio de «La cárcel vieja» en un teatro capaz de recibir cómodamente a cientos de espectadores: la historia ha recogido el nombre de este patriota, don Manuel Guerrero, entusiasta servidor desde entonces de aquella cruzada de idealismo.
La apertura de este salón constituyó una novedad sensacional en el ambiente de pesadumbre y de horror creado por la dominación haitiana. Media ciudad acudió la noche del estreno a presenciar « La viuda de Padilla», llevada al escenario por actores improvisados a quienes el ardor nacionalista convertía en intérpretes admirables del gran drama de Martínez de la Rosa, obra escogida con acierto si se piensa en el énfasis oratorio que realza casi todas sus escenas y en la abnegación con que los caudillos de la guerra de las comunidades se exponen allí a las iras del despotismo para sacar triunfantes los fueros ciudadanos. La presencia en el escenario de Juan Isidro Pérez, a quien se confió en «La viuda de Padilla» y en algunas de las tragedias de Alfieri, como la titulada «Roma libre», la personificación de la libertad y el patriotismo, fue saludada repetidas veces con aclamaciones ruidosas. El joven, secundado en su empresa por Remigio del Castillo, Jacinto de la Concha, Pedro Antonio Bobea, Luis Betances, José Maria Serra y Tomás Troncoso, así como por algunas damas en quienes también había prendido la llama revolucionaria, comunicaba tanto fuego a los versos y subrayaba con tanta intención las frases que de algún modo resultaban aplicables a los dominadores, que la sala entera se ponía en pie electrizada por aquel actor delirante. De tal manera se posesionaban de su papel los intérpretes, que el público participaba de sus emociones y se dejaba fácilmente arrebatar por esos conspiradores que desde la escena fulminaban rayos de indignación contra todos los opresores de las libertades humanas.
El gobernador haitiano empezó pasando por alto las primeras representaciones. Pero el público acudía con tanto entusiasmo al teatro y los actores provocaban en el auditorio tal delirio, que Alexis Carné fue puesto por sus espías sobre aviso. El primer impulso de las autoridades de ocupación fue el de suspender las actividades de «La Filantrópica» y clausurar el teatro. Pero se pensó que acaso esta medida podía enardecer más los ánimos y contribuir a que la candela de la revolución se extendiese más aprisa. Faltaba, en todo caso, un pretexto para justificar una orden que aparentemente iría encaminada a privar al pueblo de la única diversión de que disfrutaba en aquellos días calamitosos. El pretexto buscado por el gobernador Carné se presentó, sin embargo, de improviso. Una frase recalcada con excesiva intención desde las tablas, dio lugar a que el funcionario haitiano irrumpiera una noche inesperadamente en la sala llena de espectadores. Se ponía en escena uno de los dramas escritos en la Península con el propósito de ridiculizar a las autoridades francesas durante los días de la invasión de España por las hondas napoleónicas. Uno de los actores se adelantó hacia el público y lanzó al aire como una detonación estas -palabras: «Me quiere llevar el diablo cuando me piden pan y me lo piden en francés » Esta invectiva, declamada con voz estentórea y recibida jubilosamente por el auditorio, pareció sospechosa al gobernador Carné, que hizo subir al escenario a uno de sus ayudantes con orden de exigir un ejemplar impreso del drama en que figuraban las palabras citadas.
El oficial haitiano examinó el libreto y comprobó que efectivamente en él figuraba aquella frase despectiva. El espectáculo continuó, pero a partir de aquel momento los invasores redoblaron la vigilancia de « La Filantrópica», y sus amenazas se tornaron más concretas. El objetivo, sin embargo, ya estaba en parte logrado, y las proclamas formuladas desde las tablas por actores que mostraban a las multitudes el puñal de Bruto y hablaban poseídos de entusiasmo revolucionario, iban bien pronto a ser sustituidas por gritos de libertad lanzados desde un escenario más activo: el de la conspiración armada. Mientras «La Filantrópica», prácticamente dirigida, como sociedad dramática, por Juan Isidro Pérez y por José María Serra, realizaba desde el escenario una intensa labor de propaganda revolucionaria, Duarte no descansaba, por su parte, en la tarea de reunir prosélitos para la causa de la independencia absoluta. Con el fin de preparar también el ambiente en los países vecinos, en donde residían desde la época de la cesión de la isla a Francia numerosas familias oriundas de tierra dominicana, se dirigió en 1841 hacia Venezuela. En Caracas se hospedó en el hogar de sus tíos maternos, Mariano y José Prudencio Diez. Después de enterarlos de sus proyectos separatistas, y de lograr que ambos le ofrecieran su apoyo en favor de la libertad de su tierra nativa, se dedicó a visitar a todos los elementos dominicanos de algún relieve que a la sazón residían en la capital venezolana. En esta ocasión trabó amistad con José Patín, con Teófilo Rojas, con Hipólito Pichón, con Lucas de Coba, con Pedro Núñez de Cáceres, con Antonio Madrigal y con Antonio Troncoso y otros compatriotas residentes en Venezuela y los interesó a favor de la causa nacional para que en el momento oportuno ofrecieran parte de sus recursos económicos, y, en caso necesario, sus servicios personales, al grupo que en Santo -Domingo debía iniciar la revuelta contra las autoridades haitianas. Obtenida la promesa de ayuda de los dominicanos residentes en Caracas, Duarte emprende entonces la labor de conquista de las personas de nacionalidad venezolana que podían auxiliarle en su empresa. Gracias a las relaciones de su familia con personajes venezolanos que disponían de grandes influencias en la política de aquel país, pudo llevar a los círculos más distinguidos de la sociedad caraqueña el anhelo que ya empezaba a hervir en las conciencias dominicanas. Muchos venezolanos prominentes le hicieron protestas de adhesión a la causa que representaba, y prometieron secundar su obra en la hora precisa. La travesía se hacía en aquella época en barcos de vela que tocaban en diversas islas del Caribe. Duarte aprovecha la permanencia de la goleta en que viaja en cada uno de esos puntos de escala, para obtener en favor de la independencia nacional nuevas adhesiones. Su ascendiente personal, el extraordinario don de simpatía que le fue característico, le permitió hacerse oír donde quiera que estuvo en solicitud de ayuda para su patria oprimida. Desde su retorno al país, se acerca al presbítero Gaspar Hernández, con quien ya antes había tenido contactos que le permitieron medir la importancia del concurso que podría prestar a su causa el ilustre sacerdote peruano, y lo induce a incorporarse activamente a la cruzada emprendida por «La Trinitaria » en favor de la independencia dominicana. El gran cura limeño, seducido por el fervor revolucionario de su amigo, funda una cátedra de filosofía, y a ella acude Duarte con sus partidarios más fervorosos. Las clases se convierten desde el primer día en junta de conspiración contra las autoridades haitianas.
El padre Gaspar Hernández riega con el vigor de su palabra la semilla sembrada ya por Duarte en la conciencia de un grupo de jóvenes que se asociaron a él bajo el juramento de morir o de rescatar la patria de la dominación extranjera. Cuando la influencia de Gaspar Hernández empieza a hacerse sentir en el alma de la juventud dominicana, ya el ideal de la independencia, concebido y calentado por Duarte, se halla en vías de concretarse en una realidad venturosa. Pero el apóstol no desecha ninguna oportunidad para mantener encendida esa aspiración en el grupo de los elegidos y para extenderla cada día con más fuerza a todas las esferas sociales. El elocuente sacerdote venido del Perú, de donde trajo un rabioso fervor españolista, secunda con calor los planes del ilustre caudillo que creó «La Trinitaria», y sus prédicas, transformadas en material explosivo gracias al celo fanático con que el fogoso predicador acoge la idea de la separación de las dos porciones de la isla, cunden en todos los espíritus y ganan continuamente nuevos prosélitos para el ideal de la independencia aun entre los hombres que menos confianza mostraban en el triunfo de las ideas revolucionarias.
Todavía falta algo más a Duarte para la realización de sus planes. La juventud llamada a secundar sus ideas y a convertir las prédicas en actos cuando llegue el momento señalado, debe adiestrarse en el manejo de las armas y poseer toda la aptitud indispensable para intervenir en las operaciones militares que la expulsión de los haitianos del suelo nacional hiciera necesarias. El apóstol es el primero en dar el ejemplo a sus discípulos, e ingresa a la guardia nacional como «furrier» de una compañía compuesta de elementos nativos.
Con el fin de que sus compañeros adquieran también los conocimientos indispensables y se familiaricen con la vida de los cuarteles, auxilia a los que carecen de medios económicos para que se provean de sus propias armas y de su propio uniforme. El celo que pone en el cumplimiento de sus deberes, como miembro de la milicia nacional, así como el ascendiente que aquí, como en todos los sectores donde actuó, obtuvo desde el primer día sobre las tropas, le permiten ascender en 1842 al grado de capitán del batallón en que ingresó algún tiempo después de su regreso de España. Aunque no es la carrera de las armas el centro de su actividad, Duarte posee dos años antes de iniciarse la guerra de la independencia, mayores conocimientos que cualquiera de sus compatriotas en el ramo de la milicia. El prócer estaba ya preparado para dirigir la rebelión contra los invasores. Todo lo ha previsto, y nada le falta ya para emprender, con seguridades de éxito, la obra de emancipar a los dominicanos del yugo con que Haití los oprime y los afrenta. Pero mientras Duarte trabajaba sin descanso por la independencia absoluta, se movía sigilosamente en la sombra, con la complicidad del cónsul de francia, E. Juchereau de SaintDenys, el partido de los afrancesados.
La creación de una república capaz de subsistir por sí misma, sin el apoyo de una potencia extranjera, era considerada por muchos dominicanos como un sueño. Haití contaba, en 1843, con cerca de un millón de habitantes, en su mayor parte de sangre africana, y la porción oriental de la isla, reincorporada a España en 1809, tenía apenas en esa misma época sesenta o setenta mil almas, entre descendientes de españoles y mestizos. Aunque Santo Domingo se declara independiente, arrojando a sus vecinos más allá de las fronteras de 1777, siempre subsistiría el peligro de una invasión haitiana. Para los políticos más sagaces y advertidos de aquel tiempo, el empeño de Duarte en favor de la independencia «pura y simple» no pasaba de ser el fruto de una imaginación exaltada. Algunos ciudadanos de gran arraigo popular, como Buenaventura Báez y José Maria Caminero, iban aún más lejos, y calificaban la empresa de Duarte como una aventura peligrosa. La independencia absoluta podría traer mayores males a la patria y hacer quizá más sólida la pretensión de Haití de consolidarse en el señorío de la isla entera. Si se desperdiciaba la ocasión de obtener el apoyo de Francia o de otra potencia cualquiera, gracias al sacrificio de la bahía de Samaná o de otro jirón del territorio, la república del Oeste podría fortalecer su dominio sobre Santo Domingo y acaso lograr ella misma, mediante parecidas concesiones, la complicidad de las grandes naciones colonizadoras para que la isla pasara a ser propiedad exclusiva de quien pudiese alegar en favor suyo mayor homogeneidad de raza y una población más compacta y numerosa. Al oído de Duarte llegaron pronto las maquinaciones de los afrancesados.
Ante el temor de que sus planes prosperaran y de que la aceptación de Francia hiciera imposible todo esfuerzo en favor de la independencia absoluta, el prócer activó sus propios trabajos revolucionarios. En lo sucesivo era preciso conducir la conspiración con más audacia y aun exponerse a ser descubierto por el espionaje haitiano. Duarte multiplica, pues, su actividad, y celebra en su propia casa y en las de sus adictos reuniones cada vez más nutridas. Su palabra, tocada de poderes hipnóticos y de cierta sinceridad desbordante, convence a los más fríos, y el partido de la «pura y simple» tiende a engrosar sus filas con elementos procedentes de todas las categorías sociales. Los demás trinitarios siguen el ejemplo de su maestro, y bien pronto la red de la conspiración se extiende por todo el país y llega a penetrar en el mismo dominio de los sojuzgadores. En los primeros meses de 1842, el Padre de la Patria se pone en contacto con personajes haitianos que tratan de derrocar al presidente Boyer, y finge abrazar la causa de los desafectos al déspota para poder disimular mejor sus propias intenciones. Juan Nepomuceno Ravelo, uno de los fundadores de «La Trinitaria», recibe el encargo de trasladarse a Aux Cayes y combinar con los jefes del movimiento revolucionario los planes de la insurrección con que los habitantes del Este debían robustecer la revuelta que se disponían a iniciar los caudillos liberales de la parte haitiana. El comisionado fracasó en su misión, y Duarte apeló entonces al patriotismo de Ramón Mella, tal vez el más intrépido del grupo de los separatistas, para que llevara un nuevo mensaje a los revolucionarios haitianos.
El acuerdo se formalizó y los dos bandos, el de los amigos de la separación y el de los adversarios de Jean Pierre Boyer, unieron sus esfuerzos para levantarse en los dos extremos de la isla contra la tiranía. El 27 de enero de 1843 estalló en Praslín el movimiento revolucionario. Vencido sucesivamente en Lessieur y en Leogane, el déspota capituló y el poder fue entregado el 21 de marzo al general Charles Hérard, cabecilla del motín en territorio haitiano. En la parte del Este, los acontecimientos se precipitaron también con rapidez inesperada. Las autoridades haitianas que permanecían leales al gobierno de Boyer redujeron a prisión al padre de Pedro Alejandrino Pina, y esa actitud dio lugar a que cundiera la alarma entre el elemento adicto al partido de la independencia. Ramón Mella y otros discípulos del apóstol, fieles a la consigna dada por Duarte a sus amigos, se reunieron el día 24 de marzo de 1843 en la plazuela del Carmen, célebre ya por haberse fundado en sus cercanías la sociedad patriótica «La Trinitaria», y en unión de algunos cabecillas haitianos desafectos al gobierno de Boyer, quienes a su vez se habían reunido frente a la morada del general Henri Etienne Desgrotte, se lanzaron a la calle al grito de ¡Viva la reforma! El pueblo empezó a presenciar con cierta indiferencia el movimiento. Con el fin de inspirar a las multitudes confianza en la revuelta, fue necesario que el señor Joaquín Lluveres se dirigiera al hogar de los padres de Duarte y reclamara la presencia del caudillo en la manifestación callejera.
Cuando Lluveres llegó a la residencia de los padres del apóstol, encontró a éste rodeado de su madre y sus hermanas, quienes se prendían tiernamente de su cuello para impedir que abandonara el hogar y se expusiera sin armas a la venganza de las autoridades haitianas. El recién llegado interrumpió aquella escena conmovedora dirigiendo a Duarte las siguientes palabras: «Muchos están retraídos y se niegan a salir porque dicen que no se trata de una revolución, puesto que tú no estás aún con el pueblo.» El apóstol, secundado por Lluveres, convenció a su madre de la necesidad de que lo dejase marchar a incorporarse a los revolucionarios.
Provisto de un puñal se dirigió en compañía de Lluveres hacia la plaza del Mercado. Allí se les unieron varios ciudadanos a quienes la sola presencia de Duarte infundía confianza en la causa de la patria. En una de las esquinas de la calle de «El Conde» tropezaron con la multitud que se dirigía a Santa Bárbara en busca del principal animador de la revuelta. Tan pronto el caudillo, jubilosamente aclamado por el pueblo, se mezcló con la muchedumbre y se puso a la cabeza de la manifestación, uno de los que participaban en la revuelta se adelantó súbitamente a los amotinados y desde el caballo que montaba le tendió la mano al apóstol gritando a voz en cuello: ¡Viva Colombia! Esta exclamación fue insidiosamente lanzada con el propósito de desvirtuar a los ojos del pueblo los verdaderos fines de la revolución. Duarte adivinó acto seguido la intención que inspiraba esa frase capciosa, y respondió con otro grito estentóreo: ¡Viva la reforma! Los coroneles Pedro Alejandrino Pina, Francisco del Rosario Sánchez y Juan Isidro Pérez, quienes aparecieron en aquel momento a la cabeza de una reducida caballería, corearon la exclamación del caudillo, y el grito de ¡Viva la reforma! se generalizó entre los manifestantes. Juan Isidro Pérez se desciñó la espada, e hizo entrega de ella al jefe del movimiento. La manifestación encabezada por Duarte se dirigió por la calle de Plateros hacia la residencia del general Desgrotte.
El oficial haitiano, aunque se hallaba comprometido a asumir la dirección del elemento militar adverso al gobierno de Boyer, trataba de sondear desde su casa la situación antes de decidirse en favor de los manifestantes. Duarte le hizo salir al balcón y le manifestó enérgicamente que el pueblo lo esperaba para que se pusiera al frente de las tropas destinadas al pronunciamiento de la plaza. Desgrotte, convencido por el acento con que se le requirió el cumplimiento de su promesa, se incorporó acto seguido a los amotinados. La multitud cruzó la esquina de «La Leche» y por la calle de «El Comercio» se dirigió hacia la Plaza de Armas. En la plazoleta de la Catedral chocó con las tropas que tenía allí dispuestas el gobernador Carné. Uno de los ayudantes de] gobernador haitiano, el general Ah, quien mandaba el regimiento número 32, avanzó algunos pasos para interrogar los jefes del motín sobre las causas de su actitud subversiva. Varias voces se elevaron a un tiempo para manifestarle que el pueblo deseaba mayor libertad de la que había tenido bajo la tiranía de Boyer, y que de ese anhelo participaban todos los dominicanos dignos de ese nombre. El general Ah volvió desdeñosamente la espalda a los manifestantes, y en vista del – propósito de éstos de continuar avanzando, el comandante de las tropas leales al gobernador Carné dio orden de hacer fuego. Una descarga nutrida hizo blanco en las filas de los patriotas.
Los reformistas, los cuales se hallaban en su mayor parte desarmados o provistos únicamente de armas blancas, contestaron con algunos disparos. Charles Cousín, nombre del oficial haitiano que ordenó disparar contra los amotinados, cayó herido de muerte, y la tropa se abalanzó entonces contra el pueblo, que se vio obligado a dispersarse en distintas direcciones. Duarte, en compañía de un grupo de sus discípulos, se ocultó en casa de su tío José Diez. Ya avanzada la noche, abandonó su escondite y franqueó con sus acompañantes las murallas occidentales de la ciudad para dirigirse a San Cristóbal.
Esteban Roca, comandante del batallón acantonado en esta plaza, una de las llaves de la defensa por el sur de la antigua capital de la colonia, salió al encuentro de Duarte y, tras breve entrevista con el caudillo separatista, anunció su decisión de adherirse al movimiento revolucionario. El ejemplo de San Cristóbal fue seguido por otras ciudades del Sur, que también se pronunciaron en favor de la reforma. El 25 de marzo de 1843, convencido de la imposibilidad de detener la marcha de la revolución reformista, el gobernador Carné salió con rumbo a Curazao. Tres días después entraba Duarte triunfante en la ciudad de Santo Domingo. Su primer paso consistió en promover entonces la constitución de una Junta Popular, que fue encabezada por Alcius Ponthiex. Además del apóstol, formaban también parte del nuevo organismo dos prominentes ciudadanos de nacionalidad dominicana: Manuel Jiménez y Pedro Alejandrino Pina. La Junta Popular confió a Duarte, el 7 de abril de 1843, la misión de instalar organismos similares en los pueblos del Este. El día 8 salió el comisionado con rumbo al Seybo y a otras poblaciones orientales. En todas partes fue recibido con entusiasmo y aclamado como el jefe de la revolución separatista. Su labor se encamina a establecer el mayor número de contactos con personas influyentes de las localidades que visita, y a avivar en todos los espíritus el sentimiento patriótico. Las juntas que crea, aunque en apariencia tienden a extender en todo el país el imperio de los principios que inspiraron «la reforma.», sirven en realidad para organizar la revolución contra las autoridades haitianas.
El destino conduce en esta ocasión los pasos de Duarte hacia la hacienda de «El Prado». En esta heredad, la más rica de aquella comarca, residen dos de los hombres de mayor prestigio en la zona oriental de la antigua colonia. Cuando llega al lugar donde debía tener efecto esta cita histórica, sólo uno de los condueños se halla a la sazón en el hato: Ramón Santana. El otro hermano gemelo, destinado a ser uno de los más implacables adversarios de Duarte, se encuentra accidentalmente ausente. Cuando Duarte estrecha la mano de Ramón Santana, un sentimiento de confianza recíproca, nacido allí mismo de manera espontánea, facilita el acuerdo y acerca a aquellas dos voluntades. No obstante ser Ramón Santana un hombre receloso, poco acostumbrado al trato con personas de un nivel intelectual más elevado que el suyo, se deja seducir por el joven de ojos azules y de tersa frente que tiene por delante. Las pupilas terriblemente escudriñadoras del hacendado han descubierto la grandeza moral y el coraje cívico del viajero que ha venido de improviso a su estancia- para solicitarle su concurso en favor de una empresa sobremanera arriesgada. No podía existir el menor asomo de engaño en aquel hombre de pensamientos puros y de palabra cálida que se tendía como un puente entre él y quien lo escuchaba para crear entre ambos un sentimiento de confianza instintiva. Ramón Santana se dejó convencer y estrechó entre sus brazos con invencible simpatía a aquel joven de casaca negra, que se denunciaba a sí mismo en el timbre de la voz y en la limpidez de la mirada. Si el destino separó más tarde a Duarte y a los mellizos de «El Prado» y creó entre ellos distancias insalvables, culpa fue quizá de las camarillas que pululan alrededor de los gobiernos y tuercen hacia el mal aun a aquellas naves poderosas que parecen destinadas a seguir imperturbables su rumbo a despecho de las corrientes subterráneas que trabajan en secreto tanto en las profundidades del mar como en las honduras del corazón humano. Cuando Duarte regresó de su viaje al Seybo, al cabo de varias semanas, halló en la ciudad de Santo Domingo, asiento de la Junta Popular, la opinión dividida en dos bandos irreconciliables: el de los separatistas y el de los afrancesados Los dominicanos, que no creían en la posibilidad de una independencia duradera, se habían identificado plenamente cor las autoridades haitianas. Con la llegada al país de Auguste Bruat, delegado del general Charles Hérard, se recrudeció h pugna entre los dos partidos. La oposición entre los dos bandos se manifestó primeramente en el campo periodístico y tuvo en ese terreno todos los aspectos de una verdadera guerra literaria. De un lado, los que participaban de los ideales de Duart hacían propaganda a la idea separatista en hojas anónimas que circulaban profusamente en todas las esferas sociales. La más Popular de esas hojas políticas, «El Grillo Dominicano», re dactada por el prócer Juan Nepomuceno Tejera, difundía su reservas el principio de la separación y exhibía sobre un padrón de ignominia a los haitianizados. Los partidarios de la dominación haitiana, esto es, los que se hallaban bienquisto: con los invasores, respondían con la misma violencia a las diatribas de «El Alacrán sin Ponzoña» y de «El Grillo Dominicano». De esa polémica infecunda, en la cual se malgastaban miserablemente las energías que Duarte deseaba canalizar en una labor de más provecho, conserva la tradición estas décimas picantes: ¿Dónde los de la cuadrilla de la loca independencia? ¿Qué dirán de Su Excelencia los restos de esa pandilla? Parece que el grillo chilla, y en su chillido impotente, da alegría al inocente y aterroriza al insano. Yo puedo gritar ufano: ¡Viva el digno presidente! Preguntas por la cuadrilla de la loca independencia, ¿para después en su audiencia ir a mendigar la silla? Tú sí que eres la polilla que con villano aguijón, roe la nueva facción, la que después te engrandece, porque esto siempre acontece al que no tiene opinión. Duarte, blanco principal de las invectivas de los haitianizados, permaneció al margen de esas manifestaciones de pugnacidad rencorosa. Su labor se encaminó, durante estos días de agrias disputas políticas, a acercar a los dos bandos y a impedir que aquella guerra literaria dividiera más profundamente la opinión dominicana. Con ese fin, celebró el apóstol en la casa conocida con el nombre de «casa de los dos cañones» una conferencia con el cabecilla de más significación dentro del grupo de los partidarios de la indivisibilidad política de la isla el notable magistrado don Manuel Joaquín del Monte, consejero de Brouat y hombre de confianza de los dominadores Duarte trató de convencer a su compatriota de la conveniencía de que los dos bandos unieran sus esfuerzos en favor de la «pura y simple». Del Monte mantuvo la opinión de que la patria no podía subsistir por sí misma y de que la dominación haitiana era un mal irremediable. El jefe de los haitianizado se sintió, sin embargo, atraído por la personalidad de Duarte quien, no obstante sus pocos años, sostenía con calor y con fuerza insólita sus ideas, e hizo la promesa de guardar silencio sobre lo tratado en aquella entrevista histórica. Manuel Joaquín del Monte era tal vez un patriota sincero Sirvió desde el primer momento a los haitianos y fue uno 4 sus colaboradores más activos. Pero probablemente su actitud obedecía, antes que a su falta de sensibilidad patriótica, a la poca fe que le inspiraba la idea de Duarte de que el país podía ya vivir a sus propias expensas y de que ningún obstáculo invencible se interpondría en sus destinos futuros.
Su oposición al plan que le esbozó el apóstol en la entrevista de la «casa de los dos cañones» se fundó exclusivamente en la creencia de que los separatistas luchaban por una utopía irrealizable. Ambos hombres representaban dos ideologías contrapuestas, y uno y otro se separaron convencidos de la legitimidad de su causa respectiva. La entrevista entre Duarte y Manuel Joaquín del Mont sirvió para deslindar definitivamente los dos campos: en lo sucesivo, los haitianizados y los separatistas se combatirían sin cuartel y el triunfo sería del bando que desplegara mayor audacia y que obtuviera más arraigo en las clases populares. Las elecciones para la designación de los miembros de las asambleas electorales de 1843, primer acto de ese género que se celebraba bajo el gobierno del sucesor de Boyer, permitió a las dos corrientes medir sus fuerzas ante la expectación de las autoridades haitianas. Bruat, deseoso de conocer el verdadero estado de la opinión pública dominicana, aconsejó que se diera a los dos bandos la oportunidad de concurrir a las urnas libremente. El 15 de julio de 1843 se celebró el debate electoral, y los dos partidos movilizaron todas sus fuerzas en una lucha encarnizada. Duarte dirigió personalmente las actividades de su grupo, y logró sacar triunfante la candidatura en que figuraban, entre otros ilustres separatistas, Juan Nepomuceno Ravelo y Pedro Valverde y Lara. El triunfo del caudillo de la separación alarmó a Auguste Bruat, sorprendido por el entusiasmo con que se desarrolló el certamen y por el cambio que representaba en la opinión de los habitantes de la parte del Este. Las pasiones se exaltaron, y, como refiere Rosa Duarte, «la parte española, hoy República Dominicana, era a la sazón un volcán». Desgrotte, desconcertado también por el triunfo del partido de los separatistas, se dirigió a Charles Hérard para recomendarle que apresurara su visita a Santo Domingo, y que la hiciera al frente de un ejército capaz de llevar al ánimo de los patriotas dominicanos el convencimiento de que Haití podía aplastar fácilmente cualquier rebelión encaminada a poner fin a la indivisibilidad política de la isla. Iniciado el paseo militar de Charles Hérard con la visita a Dajabón y otras poblaciones fronterizas, los haitianizados se envalentonaron y los más fanáticos amenazaron con el destierro el patíbulo a los separatistas. Duarte, decidido a hacer frente con medidas enérgicas a la nueva situación, promovió una asamblea de notables., que se efectuó en el hogar de su tío José Diez con asistencia de todos los ciudadanos de relieve que en una forma u otra simpatizaban con la causa de la independencia. En esta reunión expuso el Padre de la Patria el plan que había madurado para proclamar la República antes de que el general Charles Hérard se internara en suelo dominicano. Los personajes más influyentes oyeron aquella audaz exposición con verdadero asombro. Juan Esteban Aybar, hombre de gran prestigio en las zonas orientales, se declaró incompetente para acaudillar en el Este la revolución proyectada. Julián Alfau, padre de uno de los fundadores de «La Trinitaria» y persona bien conocida por sus sentimientos de fidelidad a España, condenó el plan de Duarte como una locura y habló de los peligros que entrañaría una rebelión con un ejército enemigo en las fronteras. La reunión se disolvió sin que se llegara a un acuerdo. El delegado Brouat, advertido por uno de sus espías de los propósitos de Duarte, reiteró sus anteriores recomendaciones a Charles Hérard, quien a la sazón avanzaba por el Cibao con destino a la capital de la antigua parte española. El día 12 de julio, antes de lo que se esperaba, llegó el dictador al frente de varios batallones bien armados. Durante su viaje, el déspota había adquirido pruebas del movimiento que organizaba Duarte, y desde su arribo a Santo Domingo dictó orden de prisión contra el jefe separatista y contra sus más eminentes partidarios. Esta medida fue completada con otras dirigidas a fortalecer el régimen y a implantar el terror entre las familias de ascendencia dominicana. Una de estas providencias complementarias consistió en la designación del señor Felipe Alfau, tránsfuga de «La Trinitaria», como jefe de la guardia nacional, cargo que por un tiempo había ejercido el propio Duarte y desde el cual adelantó en secreto su plan separatista. Desde las cuatro de la tarde del día 11, víspera de la llegada a Santo Domingo del cabecilla del movimiento iniciado en Praslin, Duarte se refugió en el hogar de los hermanos Ginebra, situado en la calle de la Atarazana y muy próximo a la zona portuaria. Los dominicanos que militaban en el partido de la indivisibilidad descubrieron el escondite, e hicieron llegar a don José Ginebra toda clase de amenazas para intimarlo a que obligara al apóstol a entregarse al nuevo amo de la isla. El caudillo separatista oyó, desde una habitación vecina, las conminaciones dirigidas al dueño de la casa, y esperó a que avanzara la noche para buscar un refugio más seguro. A las dos de la madrugada puso en práctica su designio, y en compañía de Joaquín Ginebra se trasladó a la residencia de la madre de Juan Alejandro Acosta. María Baltazara, la dueña del nuevo hogar que iba a servir de asilo al Padre de la Patria, era una trigueña de ánimo varonil y de corazón esforzado. Como la mayoría de las mujeres que no obedecían a prejuicios políticos y que se arriesgaban a expresar libremente sus sentimientos patrióticos, odiaba a los dominadores y fue de las que luego se prestaron a transportar, ocultas bajo las faldas, las municiones que sirvieron para el pronunciamiento de la Puerta del Conde. Pero los rastros de Duarte eran seguidos con actividad implacable por sus perseguidores. Juan José Duarte, padre del apóstol, fue informado al día siguiente por Francisco Ginebra de que ya las autoridades haitianas, advertidas por elementos nativos que no comulgaban con la idea de la separación, tenían indicios del nuevo refugio del fundador de «La Trinitaria», y de que no tardarían en registrar la residencia de María Baltazara. Pocos minutos después, llegó un nuevo mensaje, traído en esta ocasión por persona cuyos sentimientos de adhesión al jefe de la causa separatista habían sido hasta ese momento dudosos: Julián Alfau, padre de uno de los desertores del movimiento iniciado en 1838. Con toda franqueza, el recién llegado dio las señas del escondite y tuvo la lealtad de aconsejar a los padres del perseguido que acudieran en su ayuda y le proporcionaran sin pérdida de tiempo otro refugio donde le fuera dable escapar a las pesquisas de la soldadesca haitiana. Juan José Duarte recibió con cierta frialdad la visita de Julián Alfau y puso fin a sus consejos advirtiéndole que no daría ningún paso que pudiera comprometer a terceras personas. Tras los pasos de Alfau, visitó la morada de Juan José Duarte, con idénticos fines, el presbítero Bonilla, quien recomendó al padre del apóstol que influyera en el ánimo de su hijo para decidirlo a presentarse voluntariamente a las autoridades haitianas. La respuesta fue en esta ocasión tan seca como las anteriores: el perseguido, quien era mayor de edad, tenía plena independencia en sus acciones. Al atardecer, don Luis Betances, compañero de ideales del jefe de los separatistas, entró en el hogar de Juan José Duarte y de doña Manuela Diez para recomendar a las hermanas del apóstol que bailaran e hicieran otras manifestaciones de júbilo con el fin de que dieran fuerza a la especie de que el caudillo se hallaba ya fuera del alcance de sus perseguidores.
Todas las incitaciones habían resultado hasta ese momento infructuosas. Los padres de Duarte, escarmentados por las continuas delaciones de que habían sido víctimas los promotores de la independencia en los últimos tiempos, se negaban a tomar ningún partido. Pero ya al cerrar la noche, irrumpió de improviso en la estancia de la calle «Isabel la Católica» el coronel Francisco del Rosario Sánchez, quien acababa de llegar, con la ropa todavía húmeda, de la población de Los Llanos. El inesperado. visitante requirió, sin más preámbulos, que se le llevara a presencia del caudillo. Juan José Duarte oyó impasible los encarecimientos de Sánchez para que se le revelasen las señas del lugar que servía al prócer de asilo. El silencio del dueño de la casa acabó por exasperar al recién venido, quien sacó del fondo de su chaqueta un puñal y agitándolo con mano nerviosa en el aire dirigió al padre de Duarte las siguientes palabras: «Don Juan: quiero saber dónde está Juan Pablo, porque nos liga este juramento sagrado: el de morir juntos por la patria; si usted desconfía de mí le probaré que no soy de los traidores lanzándome con este puñal sobre las tropas que cercan en este mismo instante su casa.» La reacción del interpelado no tardó en manifestarse en forma categórica: «Dime dónde le esperas: yo no puedo desconfiar del hijo del hombre que salvó, por amor a la justicia, a tres españoles condenados injustamente a la horca.» «Lo espero – repuso Sánchez con acento emocionado- en la Plaza del Carmen. La cita fue concertada para las diez de aquella misma noche. Tan pronto como Sánchez abandonó la casa de Juan José Duarte, entraron a ella dos nuevos discípulos del apóstol: Joaquín Lluveres y Pedro Ricart. La noticia que traían era de tono alarmante: en la Plaza de la Catedral se estaba ya formando la tropa que debía sorprender a Duarte en su escondite y entregarlo a sus verdugos. Juan José Duarte creyó llegada la hora de actuar sin pérdida de tiempo, y en compañía de uno de sus nietos, como si quisiera despistar a los sabuesos del déspota con la inocencia de la niñez, salió en busca del fugitivo. Con Vicentico de la mano, el anciano siguió la línea de las murallas y se encaminó hacia el sitio denominado «El Cachón», asilo estratétigo, adonde había ido a refugiarse el caudillo con algunos de sus partidarios más fervorosos. La impresión que produjo a Duarte la llegada de su progenitor, seguido de su tierno acompañante y con huellas visibles en el rostro de los sufrimientos que embargaban su ánimo, fue tan intensa que él sólo ha sido capaz de describirla en las siguientes frases: «La presencia de mi padre me hizo comprender que mi familia no había podido disfrutar de un solo minuto de reposo en estos días aciagos: los sufrimientos que se causaron entonces a mis padres y a mis hermanas fueron la primera copa de acíbar que mis enemigos acercaron a mis labios derramándola en mi corazón.» Juan José Duarte se arrojó en brazos de su hijo, y con voz trémula le dio cuenta del objeto de su visita: -Sánchez te espera esta noche a las diez en la Plaza del Carmen. Junto a él se hallarán tus amigos, aquellos con quienes te liga un juramento inviolable. Te ruego como padre que abandones este sitio inmediatamente, porque los agentes de Charles Hérard no tardarán en venir hasta aquí para darte muerte y destruir la vida de tu pobre madre que se encuentra en estos momentos sumida en la mayor angustia. Duarte abrazó a todos sus acompañantes y se dirigió, con su padre y con su sobrino Vicente, hacia la iglesia de San Lázaro. Allí se separaron, sin que padre e hijo sospecharan que aquélla debía ser su última despedida. A las diez de la noche, hora señalada para el encuentro, el caudillo se reunió en la Plaza del Carmen con Francisco del Rosario Sánchez, Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez. Los cuatro próceres entraron sigilosamente en la casa de Narciso Sánchez, que se encontraba en las inmediaciones. Después de examinar por espacio de dos horas la situación, coincidieron en el parecer de que el único camino que por el momento se ofrecía expedito era el de buscar refugio en un país extranjero. Sellado el pacto con un apretón de mano, tres de los perseguidos salieron uno tras otro y tomaron rumbos diferentes para no despertar sospechas. El jefe de la revolución separatista se encaminó hacia la casa de don Luciano de Peña, en la antigua calle del Arquillo. Juan Isidro Pérez se ocultó en el hogar de don José Arias, y Pedro Alejandrino Pina en la residencia de doña Dolores Cuello. Sánchez, quien ya empezaba a sentir los primeros síntomas de la enfermedad que lo postró durante largo tiempo en el lecho, permaneció en su casa.
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