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El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Desde el cuartel general de Baní solicitó por tercera vez de la Junta, el primero de abril de 1844, la autorización indispensable «para obrar sólo con la división bajo su mando». «Las tropas que pusisteis bajo mi dirección -dice en esa oportunidad al gobierno-, sólo esperan mis órdenes, como yo espero las vuestras, para marchar sobre el enemigo.» El 4 de abril recibió por toda respuesta la siguiente nota: «Al recibo de ésta, se pondrá usted en marcha con sólo dos oficiales de su Estado Mayor para esta ciudad, donde su presencia es necesaria.» Ya Bobadilla, presidente a la sazón de la Junta, se hallaba en connivencia con Santana, y ambos maquinaban en la sombra para poner en práctica el sueño de los afrancesados: el de una independencia a medias y una República mediatizada por la injerencia extranjera. Duarte, obediente a la Junta Central Gubernativa, se trasladó a la ciudad de Santo Domingo. El gobierno provisional lo recibió con demostraciones de aprecio y le reiteró con franqueza los motivos de la decisión adoptada: el general Santana, en quien todos reconocían la aptitud necesaria para conducir al triunfo a los ejércitos de la República, no admitía otra colaboración que la de sus conmilitones y soldados; contrariarlo equivaldría a introducir la discordia en las filas de las tropas llamadas a consolidar la independencia de la patria; los servicios del fundador de «La Trinitaria», cuyo prestigio era ante todo el de un caudillo civil, podrían mientras tanto utilizarse en otros campos donde su influencia y su ascendiente moral eran a la sazón indispensables. Duarte renovó a la Junta sus sentimientos de lealtad, y acto seguido hizo entrega a ese organismo de más de las cuatro quintas partes de la suma de mil pesos que le fue suministrada cuando el 21 de marzo se le confió la dirección de un nuevo ejército expedicionario. La Junta recibió las cuentas con asombro, porque aun en el seno de aquellas generaciones, entre las cuales la probidad política era una especie de moneda corriente, la pulcritud del caudillo de la separación causó sorpresa. Pero al propio tiempo que la Junta Central Gubernativa rendía homenaje a la honradez de este varón eximio, más próximo a los santos que a los hombres por su desprendimiento y su pureza, muchos de los políticos profesionales que la integraban tuvieron desde aquel día la evidencia de que el dueño de la nueva situación sería Santana. Duarte era demasiado limpio para el medio, accesible únicamente para un hombre sin grandes escrúpulos que fuera capaz de dejar caer con energía sobre las multitudes sus garras de caudillo. La elección no era, pues, dudosa. Con Duarte estaría en lo sucesivo una minoría insignificante, la misma minoría idealista que sembró la semilla de la independencia, pero que carecía de suficiente sentido práctico para recoger el fruto de lo que había sembrado; y en torno de Santana, voluntad ferozmente dominante, se agruparían todos los hombres para quienes el pan era más necesario que los principios y el orden, aun con despotismo, más deseable que el ideal con anarquía. El triunfo obtenido por Santana en la acción del 19 de marzo demostró que Haití no era invencible. Aunque sus tropas eran incomparablemente más numerosas y disponían de mayores recursos, el ejército invasor carecía de cohesión moral, y el arma blanca, usada con verdadera maestría por los soldados nativos, tenía la virtud de hacer cundir el pánico en las filas haitianas. El ejemplo dado por Santana y por los oficiales que operaron en Azua bajo su mando, sirvió de lección a las fuerzas destacadas en la ciudad de Santiago: bastó que un grupo de andulleros, traídos de las sierras y adiestrados por el coronel Fernando Valerio, irrumpieran armados de machetes en las primeras columnas lanzadas contra la capital del Cibao, para que el invasor volviera la cara sin ofrecer casi resistencia en su huida vergonzosa. Mientras la guerra se reducía a una serie de escaramuzas en las comarcas fronterizas, en donde el general Duvergé realizaba cada día, con un puñado de héroes, verdaderas hazañas, en la capital de la República asomaba su faz la intriga palaciega. La Junta Central Gubernativa se había dividido en dos bandos: el de los que pensaban, como los fundadores de «La Trinitaria», que el Estado naciente disponía de todos los elementos de defensa necesarios para subsistir sin ayuda extraña frente a cualquier nuevo intento de invasión de sus vecinos, y el de los que, por el contrario, creían, como Buenaventura Báez y Manuel Joaquín del Monte, que sin la protección de los Estados Unidos o de una potencia europea la República no tardaría en caer de nuevo en la barbarie pasada. Duarte, deseoso de sustraerse a la pugnacidad de los dos grupos, reducida todavía a maquinaciones sin sentido patriótico, se dirigió el día 10 de mayo a la Junta Central Gubernativa para pedirle que se le sustituyera en el cargo de comandante del departamento de Santo Domingo y se le permitiera incorporarse al ejército expedicionario que debía cruzar la cordillera y encaminarse hacia San Juan de la Maguana con el fin de desalojar a los haitianos de las posiciones que aún ocupaban en la banda fronteriza. Bobadilla, árbitro a la sazón del gobierno provisional, se opuso a la aceptación del ofrecimiento hecho por el caudillo separatista, y el 15 de mayo se dio respuesta a la comunicación del apóstol pidiéndole que continuase en el «ejercicio de sus actuales funciones, donde sus servicios « se consideraban más útiles». La hostilidad contra Duarte siguió predominando en el gobierno provisorio.

Pocos días después del rechazo de su solicitud, la oficialidad del Ejército de Santo Domingo pidió a la Junta que se ascendiese al Padre de la Patria al grado de General de División, alegando que el recomendado había permanecido durante largos años al servicio del país, y que a su sacrificio y a su esfuerzo debía su libertad el pueblo dominicano. Los peticionarios, entre los cuales figuraban Eusebio Puello y Juan Alejandro Acosta, terminaban subrayando que el nombre de Duarte era tan sagrado para sus compatriotas que había sido el único que se oyó pronunciar inmediatamente después del lema invocado por los defensores de la República: Dios, Patria y Libertad. La Junta contestó secamente que ya Duarte «había sido altamente recompensado por los servicios hechos a la causa de la independencia, en circunstancias en que era preciso combatir al enemigo», y que el premio a que se le juzgase acreedor se le ofrecería cuando «el gobierno definitivo fuera legítimamente instalado». La lucha entre las dos corrientes en que la Junta Central se hallaba dividida se recrudeció en los primeros días del mes de junio, al saberse que el viejo Plan Levasseur resurgiría y que se reanudarían pronto las negociaciones para convertir la República en un protectorado. Este propósito, anunciado por el Arzobispo don Tomás de Portes e Infante en una reunión convocada al efecto por el propio don Tomás Bobadilla, alarmó a los trinitarios, y algunos de temperamento impulsivo requirieron el empleo de medios drásticos para salvar la patria de la nueva maniobra urdida por los afrancesados. Duarte no quería autorizar, sin embargo, el uso de la violencia. Toda medida de fuerza repugnaba a sus sentimientos de magistrado, de hombre eminentemente civil, a quien un golpe de mano le parecía un ejemplo funesto que podría dar por resultado la ruina de las instituciones. Si ellos, los que habían hecho la independencia y tenían ya adquirida fama de ciudadanos probos y de repúblicos virtuosos, iniciaban en el país la era de los pronunciamientos a mano armada, la República se desviaría irreparablemente del camino de la ley y sería arrastrada al despotismo militar o a la locura reaccionaria. Pero en vista de que el movimiento antipatriótico de los enemigos de «la pura y simple» había tomado cuerpo y estaba ya a punto de malograr el principio de la independencia absoluta, el apóstol accedió a los requerimientos de Sánchez y de otros separatistas exaltados en favor de una decisión impuesta por medio de la fuerza. El 9 de junio se apoderaron Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Mella de la Junta Central Gubernativa y expulsaron de ella a quienes carecían de fe en la patria y en su estabilidad futura.

Sánchez asumió la presidencia del organismo así herido de muerte y privado ya de toda autoridad moral. Duarte prefirió mantenerse alejado de todo cargo de honor, y después de haber reasumido la jefatura del departamento sur, en su condición de general de brigada, salió el 20 de junio hacia el Cibao, investido por la nueva Junta con la misión de poner en aquella zona su prestigio al servicio de la libertad sin merma del territorio y sin pactos públicos o secretos con ninguna potencia extranjera. En la carta que le dirigió el 18 de junio de 1844, la Junta Central Gubernativa, a la sazón presidida por Francisco del Rosario Sánchez, confiaba al apóstol separatista el encargo de «intervenir en las discordias intestinas y restablecer la paz y el orden necesarios para la prosperidad pública». Independientemente de esa misión política, Duarte debía, según las instrucciones de la Junta, «proceder a la elección o restablecer los cuerpos municipales», de acuerdo con la promesa hecha a los pueblos de la parte española de la isla en el manifiesto del 16 de enero. Los pueblos del Cibao recibieron al enviado de la Junta con palmas y banderas. El 25 de junio llegó con los oficiales de su Estado Mayor a la ciudad de La Vega, en donde fue vitoreado por una muchedumbre entusiasta encabezada por el presbítero José Eugenio Espinosa. Era la primera vez que Duarte visitaba las comarcas del valle de La Vega Real, y este viaje, hecho a lomo de caballo y con la lentitud que exigía entonces el desastroso estado de los caminos, fue para él un nuevo motivo de fe en el futuro de la República recién creada. La magnificencia de la naturaleza en aquellas regiones, las más fértiles del país, y la abundancia de las corrientes de agua que se desprenden de la Cordillera Central para vestir de un verde lujoso aquellos prados, le permitieron entrever lo que este emporio aún baldío significaría en un porvenir acaso no distante. Las fuentes de producción estaban allí totalmente abandonadas. Pero era evidentemente la escasez de población y la falta de caminos para sacar los productos a los centros de consumo, lo que hacia que toda aquella riqueza permaneciera inactiva. El día, sin embargo, en que el país gozara de una paz estable, y se abrieran vías de comunicación para sacar de su aislamiento a las zonas productoras, la República no sólo se transformaría en una tierra próspera, capaz de alimentar con largueza a sus hijos y de ofrecer seguro albergue a millares de ciudadanos de otras partes del mundo, sino que su mismo desarrollo material le daría el poder económico y militar necesario para garantizar su propio destino y hacer sagrada y respetable para todos su propia independencia. Mientras la naturaleza del Cibao excitaba el patriotismo de Duarte y serbia de estímulo a su imaginación vivísima, las multitudes salían a su encuentro para aclamar en él al Padre de la Patria. Santiago, teatro de la hazaña del 30 de marzo, lo recibió el 30 de junio con manifestaciones jubilosas.

Los regimientos que se cubrieron de gloria bajo las órdenes de Imbert y de Fernando Valerio, desfilaron ante el eminente ciudadano, que sonrió aquel día, desde la cumbre de su modestia ejemplar, al recibir con irreprimible emoción el homenaje de las armas libertadoras. Cuatro días después de la llegada del apóstol a la ciudad de Santiago, el 4 de julio de 1844, los ciudadanos más notables de la capital del Cibao visitaron a Duarte para comunicarle que el pueblo y el ejército se habían pronunciado algunas horas antes en su favor y deseaban investirlo con los poderes de presidente de la República, para que a ese título asumiera la defensa del país contra cualquier intento de supeditar su independencia a una nación extranjera. El acta que se puso en manos del caudillo separatista le encarecía la convocación de una asamblea constituyente que votase la Ley Orgánica por la cual debía regirse el Estado, y señalaba al gran repúblico como el ciudadano más digno de realizar esa misión, por ser él la personificación del patriotismo y el símbolo más alto de la libertad dominicana. Duarte leyó con sorpresa el acta que acababa de serle entregada y quiso corresponder a ese testimonio de adhesión popular inclinándose ante la voluntad allí expresada por la mayoría de sus conciudadanos. Pero su conciencia, llena de pudor cívico, se sintió acto seguido alarmada por aquel pronunciamiento inesperado. Su sacrificio hubiera sido estéril si la independencia alcanzada se utilizase para erigir el motín en fuente creadora de las nuevas instituciones. La República no tardaría en hundirse si la primera Constitución nacía manchada por la violencia. Si había en el país alguien capaz de levantar la bandera de la discordia, y de asumir una presidencia surgida del seno de una insurrección triunfante, sobre la frente de ese ambicioso debía caer la maldición de la historia y la repulsa de la conciencia nacional ofendida. –

Con palabras corteses, pero enérgicas, el Padre de la Patria rechazó la presidencia que acababa de serle ofrecida: «Yo no aceptaría ese honor sino en el caso de que se celebraran elecciones libres y que la mayoría de mis compatriotas, sin presión de ninguna índole, me eligiera para tan alto cargo.» Los notables de Santiago salieron de aquella entrevista confundidos por la probidad sin nombre de aquel patriota que nada aspiraba para sí y que se contentaba con servir de ejemplo altísimo a sus conciudadanos. Algunos se sintieron defraudados por esa honestidad que les parecía exagerada. Duarte era indudablemente un santo, y la política no estaba hecha para hombres tan puros. Acaso sería necesario inclinarse, como pensaban ya muchos ciudadanos eminentes de la capital de la República y de las comarcas del Este, ante el astro militar que ya se barruntaba en el horizonte y cuyos primeros resplandores podían señalarse como signo infalible de su trayectoria poderosa El día 8 de julio salió Duarte con rumbo a Puerto Plata. Cuando llegó, acompañado de su Estado Mayor, a aquella villa hermosísima, tendida al pie de una montaña eternamente cubierta de nubes plateadas, vio repetirse las mismas escenas de entusiasmo popular que había ya presenciado en todo su trayecto por las poblaciones del Cibao. Todos los habitantes de la ciudad embanderaron aquel día sus hogares y aclamaron con fervor a su paso por las calles al joven general de brigada. Los notables se reunieron pocas horas después en la sala del Ayuntamiento y rogaron al apóstol en nombre de la ciudadanía y del ejército del Norte, que aceptara la presidencia que se le había ya ofrecido en la ciudad de Santiago. Duarte los contempló como un padre que se dispone a sentar sobre sus rodillas a sus hijos para dirigirles con gravedad la palabra: «Me habéis dado -les respondió- una prueba inequívoca de vuestro amor, y mi corazón reconocido debe dárosla de gratitud. Ella es ardiente como los votos que formulo por vuestra felicidad. Sed felices, hijos de Puerto Plata, y mi corazón estará satisfecho, aun exonerado del mando que queréis que obtenga; pero sed justos lo primero, si queréis ser felices, pues ése es el primer deber del hombre; y sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia, y venceréis a vuestros enemigos, y la patria será libre y salva, y vuestros votos serán cumplidos y yo obtendré la mayor recompensa, la única a que aspiro: la de veros libres, felices, independientes y tranquilos.»

El 12 de julio, al siguiente día del pronunciamiento de Puerto Plata en favor de la presidencia de Duarte, entró Santana a la cabeza de sus tropas en la capital de la República. El motín del 9 de junio y la expulsión, por medio de una maniobra audaz, de los miembros de la Junta Central Gubernativa que se habían significado por sus sentimientos de adhesión a Santana, puso en guardia al héroe del 19 de marzo, que sólo esperaba un pretexto para asumir el poder y organizar sobre su cabeza el Estado. El ejército, compuesto en su mayoría de seibanos que se habían llenado de gloria en los campos de Azua, aclamó a Pedro Santana jefe supremo de la República y en nombre de sus armas victoriosas lo invistió de facultades dictatoriales. Muchos ciudadanos de relieve, aun entre aquellos que sentían veneración por Duarte y a quienes más había conmovido su sacrificio, acudieron a besar la mano de Santana, quien desde aquel día quedó consagrado en el país como el hombre de garra política más firme y de mayores prestigios caudillescos. Pero el Cibao respondió con aprestos revolucionarios al desafío de Santana. La guerra civil parecía inminente. En Santiago se reunió una asamblea de generales y hubo opiniones favorables a un rompimiento inmediato. Ramón Mella, principal instigador del movimiento en favor del Padre de la Patria, se dio a última hora cuenta del desastre a que su maniobra podía conducir al país, y aconsejó prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compenetrado con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración entrañable, el héroe de la Puerta del Conde se asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero Manuel González Regalado Muñoz, que propuso el envío a Santo Domingo de una comisión encargada de gestionar una solución pacífica. La base del acuerdo consistiría en la celebración de unas elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana figurarían como candidatos para la presidencia y la vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas debía ser aceptado de antemano con carácter irrevocable. La voz de la conciliación halló acogida en los ánimos exaltados, y al día siguiente partió hacia la capital de la República, asiento del gobierno cuartelario constituido por Santana, una comisión presidida por el propio Ramón Mella, y compuesta, entre otros hombres de armas, por el general José Maria Imbert, el más modesto y al propio tiempo el más brillante, si se exceptúa a Duvergé, de los militares improvisados que se opusieron victoriosamente en aquel periodo a las acometidas de las hordas haitianas. Santana, instruido por Domingo de la Rocha y José Ramón Delorve de todos los movimientos que ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente tranquilo la llegada de los comisionados.

Tan pronto Mella, quien aún desconocía de cuánto era capaz aquella voluntad indomable y excesivamente celosa, traspuso los límites del Cibao y entró en lugar donde podía atraparlo sin peligro la garra del dictador, fue reducido a prisión y vejado por orden de Santana. El déspota consideraba con razón a Mella como el promotor de la corriente de opinión que tendía a premiar el sacrificio de Duarte con la primera presidencia del Estado constituido gracias a su patriotismo y a su esfuerzo, y contra él reservó la mayor parte de su saña. El héroe que anunció el nacimiento de la República en la madrugada del 27 de febrero, fue ultrajado en plena vía pública y se le arrancaron las presillas sin respeto a su gloria militar, ya consagrada con la proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido de la presidencia de la Junta Central Gubernativa y con Juan Isidro Pérez y otros próceres adictos al Padre de la Patria fue internado en la Torre del Homenaje. Duarte, ajeno a lo que ocurría maduraba sus planes de patriota en la ciudad de Puerto Plata. Aquí fue sorprendido por los conmilitones de Santana, que lo redujeron a prisión sin que fuera suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la grandeza de su obra ni la inocencia con que había intervenido en los sucesos recién pasados. El prócer no opuso ninguna resistencia a esta felonía y el pueblo presenció con indignación el hecho. Cuando Duarte fue sacado de la fortaleza «San Felipe» para ser conducido bajo escolta a la goleta «Separación Dominicana», la ciudadanía de Puerto Plata se agrupó silenciosa en el trayecto y vio pasar a los soldados de la escolta con el estupor de quien asiste a un sacrilegio. En la goleta «Separación Dominicana» salió Duarte, fuertemente escoltado, hacia la capital de la República. Santana no se atrevió a hacerlo conducir por "tierra, temeroso de que su paso por Santiago y otras ciudades del Cibao, donde su presencia había provocado hacía poco entusiasmo delirante, diera lugar a nuevas reacciones populares. La resignación con que el apóstol soportaba aquella prueba traía maravillados al capitán y a la tripulación del pequeño barco de guerra. Durante la travesía, mientras el bergantín bordea la línea de la costa, el prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las olas con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas cuatro meses que la ciudad de Santo Domingo lo había recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las muchedumbres por las calles embanderadas. Dentro de algunas horas, probablemente antes de que el sol desapareciera tras las últimas nubes crepusculares, entraría esta vez custodiado como un vulgar malhechor en la ciudad nativa. Pero Duarte no pensó jamás en sí mismo.

El ultraje que en su persona se infería a la patria, a la que había servido con toda la pureza de su juventud y a la que había ofrendado su fortuna, no era lo que en aquel momento cargaba su mente de sombras y de preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era por la suerte que hubiera podido caber a Mella y a los otros amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a la ira de Santana. En medio de la ingratitud de que era objeto, se hubiera sentido feliz si todo el peso de la venganza del dictador se descargara sobre su cabeza. Su angustia era todavía más vasta y se extendía a todos sus conciudadanos. Nada se habría obtenido si una opresión doméstica sustituía a la de los antiguos dominadores. Si en vez de Charles Hérard o de otro descendiente cualquiera de la raza maldita de Dessalines, el opresor debía llevar el nombre de Santana o de otro sátrapa de turno, no se habría logrado sino cambiar un despotismo por otro menos cruel, pero sin duda más odioso. Sumido en esas reflexiones sombrías, llegó Duarte el 2 de septiembre al puerto de Santo Domingo de Guzmán. El gobierno había tomado todas las precauciones necesarias para evitar cualquier manifestación de desagravio por parte del núcleo que en la ciudad se mantenía adicto al prisionero. Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de «Santa Bárbara» impedía el tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta, reforzada con dos filas de soldados, pasó silenciosamente con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje. Apenas algunos espectadores indiferentes, diseminados en la calle de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a la llegada del bergantín «Separación Dominicana», y muy pocos identificaron al preso. La noticia se difundió, no  obstante, sobre la ciudad consternada. El presbítero José Antonio Bonilla, visitante asiduo del viejo hogar de la calle «Isabel la Católica», fue el primero en llevar la infausta nueva a la madre de Duarte: « Señora -exclamó al verla el sacerdote-, la mano de Dios está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan Pablo está preso y desembarcará esta tarde. ¡Bienaventurados los que lloran! »

Una noticia que causó todavía mayor sorpresa que la de la prisión de Duarte, hecho al fin y al cabo explicable en un déspota de las condiciones morales de Santana, fue la del arribo en la misma nave de Juan Isidro Pérez, quien el 22 de agosto había salido para el destierro en el bergantín «Capricornio». El rasgo de este adolescente impetuoso, especie de Caballero Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a traducirse en destellos de locura, conmovió hasta tal punto a la población, que una verdadera fiebre patriótica se apoderó de los ánimos excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a las costas de Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba Duarte prisionero. Juan Isidro Pérez amenazó con echar-se al mar si no le permitían descender en aquellas riberas para compartir la suerte del Padre de la Patria. El capitán del buque, un noble marino inglés de nombre Lewelling, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el suicidio del intrépido patriota, e impresionado por la decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio orden de cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y allí entregó a las autoridades al fiel amigo de Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la cárcel, Juan Isidro Pérez se echó en brazos del Fundador de la República, y le dijo con emoción mal reprimida: «Sé que vas a morir, y cumpliendo mi juramento vengo a morir contigo.» La actitud de su ciudad nativa, devorada hasta lo más íntimo por un dolor silencioso, llevó una sensación de alivio al ánimo de Duarte. «Por eso os amo -escribirá un día el Padre de la Patria en su diario, recordando en su soledad estos instantes-, por eso os he amado siempre, porque vosotros no tan sólo me acompañasteis en la Calle de la Amargura, sino que también sufristeis conmigo hasta llegar al Calvario.» Ya en la fortaleza, donde encontró algunas caras conocidas, pudo enterarse el fundador de «La Trinitaria» de que aún vivían Ramón Mella y sus demás compañeros. Esta noticia era por sí sola un consuelo para su mente cargada de inquietudes, y al recibirla entró sereno en la mazmorra que se le destinó por orden de Santana. Algunos oficiales y soldados, quienes habían sido testigos de su actitud y habían presenciado su desprendimiento durante los días en que permaneció con el ejército del Sur, le dieron desde su llegada a la fortaleza demostraciones de simpatía. De no haber existido órdenes tan rigurosas de incomunicarlo y de hacerle sentir en la prisión el enojo del déspota, muchos de aquellos héroes curtidos por el sol de la victoria le rendirían armas cada vez que su semblante venerable asomaba al través de los hierros impíos para pasear por los alrededores de la torre que le servía de cárcel la mirada distraída. Mientras Duarte esperaba tranquilo en la Torre del Homenaje la decisión de Santana, árbitro de su vida y de las de sus discípulos, los amos de la nueva situación, instigados principalmente por don Tomás Bobadilla, trataban de ganarse al pueblo mostrándole a los prisioneros como a una jauría de ambiciosos. Todas las influencias del poder se utilizaron entonces para convencer a la ciudadanía de que aquellos hombres eran acreedores de la horca por haber levantado la bandera de la sedición contra la autoridad constituida. Su crimen consistía en haberse apoderado por la fuerza de la Junta Central Gubernativa y en haber promovido en el Cibao una poderosa corriente de opinión destinada a poner en manos de Duarte las riendas del Estado. No se había limitado a eso la osadía de estos locos.

Algunos generales y algunos ciudadanos de notoriedad del Cibao, aconsejados por Ramón Mella, se habían permitido menospreciar los títulos que Santana había conquistado en la lucha contra los invasores, proponiéndole la celebración de unas elecciones en que Duarte debía figurar como candidato al lado del propio héroe del 19 de marzo. El pueblo, sin embargo, no hizo coro a. la farsa. Las incitaciones de Santana y de sus secuaces fueron recibidas con frialdad por todas las clases sociales. Las familias, encerradas en sus hogares, mostraron con su actitud hostil la repugnancia que les inspiraba aquella comedia tan burdamente urdida. El sacrificio de Duarte y su familia, la poderosa labor de captación desarrollada en los conciliábulos de «La Trinitaria», la propaganda inteligente y tenaz hecha desde los escenarios levantados por «La Filantrópica», la inagotable energía del espíritu que alentó el movimiento llamado «La Reforma», y los múltiples trabajos revolucionarios a los cuales el joven patricio se había entregado desde su regreso de España, cuando nadie soñaba con el ideal todavía remoto de la independencia, se hallaban demasiado vivos en la memoria de todos para que el propio pueblo que había servido de teatro a todo aquel despliegue de heroísmo, diera crédito a las versiones inventadas por el dictador y sus parciales. Pero en vista de que la población civil se hizo sorda a la maniobra y de que sólo cuatro ciudadanos, uno de ellos de nacionalidad extranjera, se prestaron a suscribir el documento en que se pedía la pena de muerte para el Padre de la Patria, se recurrió al ejército para que respaldara el ardid con el prestigio de sus armas victoriosas. Las tropas que habían intervenido en la campaña del Sur se hallaban principalmente constituidas por seibanos adictos al antiguo hatero de «El Prado». Santana, hombre calculador y ferozmente realista, había infundido a aquellas montoneras un tremendo sentimiento de lealtad a su persona. Tanto los oficiales como los soldados bajo su mando habían convertido el saqueo, bajo la mirada complaciente de su jefe, en ocupación cotidiana. La soldadesca del hatero, abusando de los laureles obtenidos en Azua y exhibiendo como única excusa las cicatrices aún abiertas de la campaña contra los haitianos, pasó por todas partes como una nube de langostas que diezmó las plantaciones y devoró el ganado. A la cabeza de estos hombres entró el caudillo en la ciudad de Santo Domingo con el propósito de adueñarse de la parte que se había reservado en el botín: la presidencia de la República. De los cuarteles dominados por esas manadas de héroes, previsoramente transformados después de la victoria en azote de la propiedad rural, salió el documento en que se solicitaba de Santana, erigido ya en árbitro de la situación, la pena de muerte para Duarte y para quienes habían participado en los sucesos recientemente acaecidos en las principales ciudades del Cibao. Amparado en la petición suscrita por las grandes figuras del ejército, Santana pudo haber hecho fusilar a Duarte y al grupo de insurrectos que el 9 de julio se apoderó de la Junta Central Gubernativa. Pero el sanguinario caudillo no se atrevió a llevar tan lejos su venganza. Tal vez si Duarte no hubiese figurado como protagonista principal de aquel drama, la voz de los cuarteles hubiera sido ciegamente acatada. Pero herir aquella cabeza pulquérrima e inmolar a aquel inocente que carecía totalmente de ambiciones, le pareció al déspota un crimen superior a su codicia. Lo que había en el dictador de hombre recto, se amotinó en su conciencia ante aquella monstruosidad aterradora. El tirano optó, pues, por acogerse a la iniciativa del ciudadano español Juan Abril, autorizada con las firmas de sesenta y ocho padres de familia, en la que se pedía que la pena capital se conmutara por la de extrañamiento perpetuo: la inocencia de Duarte sirvió probablemente en esta ocasión de escudo a sus demás compañeros.

El 22 de agosto hizo dictar Santana la sentencia de expulsión. En el cuerpo de ese documento se declara que, «aunque las leyes en vigor y las de todas las naciones han previsto la pena de muerte en iguales casos», el gobierno había preferido a ese recurso extremo el de extrañamiento perpetuo, tanto por razones «paternales» como por «otros motivos de equidad y consideración». En estas palabras, parte esencial de la sentencia ominosa, aparece reflejada la simpatía que, a pesar suyo, sintió por Duarte el general Santana. Hombre de pocos escrúpulos, cuando su interés se hallaba en causa, el hatero tenía necesidad de librarse del apóstol, el único personaje que podía, gracias a la autoridad de su pureza, entorpecer en el futuro la ejecución de su programa reaccionario. Era indispensable sacrificar esa víctima para que todo quedase en el país rebajado al nivel moral que el déspota necesitaba para su obra de captación y de dominio. Pero la medida no desmiente los sentimientos que el Padre de la Patria inspiró durante su primer encuentro en marzo de 1844 al estanciero de «El Prado». Santana, en efecto, es hombre frío que obedece a sus cálculos y no a impulsos sentimentales. Egoísta hasta la exageración y dotado desde la infancia de una voluntad implacable y codiciosa, no vaciló un momento entre el respeto que pudo merecerle Duarte y la necesidad en que se vio de hacer pasar sobre la juventud y el porvenir del gran repúblico el carro ya incontenible de su ambición triunfante. El día 10 de septiembre fue Duarte conducido nuevamente al muelle entre dos filas de soldados. Su constitución se había alterado seriamente con la humedad del calabozo, donde se le mantuvo desde que llegó de Puerto Plata. Las fiebres contraídas en el Cibao habían vuelto a hacer presa en su organismo gastado por las vigilias y las persecuciones. Para hacer el trayecto entre la fortaleza y el embarcadero del Ozama le fue necesario apoyarse en los brazos de su hermano Vicente y de su sobrino Enrique. Cuando abordó el bote que debía conducirlo a la nave que se le destinaba para el viaje a Hamburgo, se despidió de Vicente Celestino y del hijo de éste, ambos condenados a sufrir la sentencia de extrañamiento en los Estados Unidos. El último pensamiento del proscrito al dejar las riberas nativas fue para su madre y para sus hermanas, quienes quedaban en la indigencia y acaso expuestas a vivir de la caridad pública por culpa de la locura patriótica del joven repúblico, que a la edad de 31 años iba a recorrer por segunda vez las playas del destierro. Por segunda vez realizaba Duarte aquella travesía. La primera vez abandonó el suelo nativo, todavía casi adolescente, para ampliar sus estudios de humanidades en Europa. Entonces había dejado una bandera intrusa flotando sobre la heredad de sus mayores, y juró volver pronto para arriarla y poner en su lugar otra que ya empezaba a tomar cuerpo en sus sueños. Ahora, emprendía esa misma ruta y atravesaba nuevamente el Océano dejando atrás la bandera que se había propuesto crear para la patria aún en esperanza. Había cumplido su promesa y podía sentirse satisfecho de si mismo. Cuando la embarcación que lo conduce a Alemania, bajo partida de registro, abandona el Ozama y sale al mar abierto, el proscrito contempla con ojos húmedos la enseña que ondea sobre la Torre del Homenaje y piensa, con melancólico orgullo, que la cruz que él mismo hizo poner, por quién sabe qué inspiración misteriosa, en el centro de ese pabellón hermosísimo, fue puesta allí para que sirviera un día de símbolo a su vida crucificada. El pensamiento ¿leí sacrificio, que nunca dejó de acompañarle, ni siquiera en las horas brevísimas en que sus compatriotas le dieron a paladear el triunfo, se convertía bajo el imperio de estas reflexiones en una sensación de dulzura. ¡ Qué podía importarle que lo arrojaran como a un malhechor de la tierra por él emancipada; qué podía importarle, si atrás quedaría su bandera, la bandera de la cruz, ondeando libremente sobre la cabeza de los mismos que habían dictado contra él la orden de extrañamiento perpetuo! ¿No era esa una compensación que excedía a cuanto hizo por la libertad y por el bien de sus conciudadanos? Mientras el barco avanzaba, y la bandera era un punto apenas en el horizonte, Duarte miró por última vez aquella mancha de color que casi se esfumaba en lontananza, y se sintió superior al odio, superior al resentimiento, superior al pecado. Más de cuarenta días y de cuarenta noches navegó la nave antes de entrar en el puerto de Hamburgo con los proscritos.

La larga travesía sirvió al apóstol para entregarse con toda libertad a sus meditaciones. Cuando la tripulación dormía y un silencio grandioso bajaba hasta el Océano desde el cielo estrellado, el viajero gustaba de sentirse solo entre las dos inmensidades. En una de esas noches de soledad, todavía envuelto por la tibia atmósfera de los mares del trópico, trasladó a su cuaderno de viaje los mejores versos que de él se conservan, pobres de entonación y tan débiles como el gemido de un pájaro o como la caída de una hoja en un jardín de otoño, pero llenos de una vaga nostalgia y como escritos a la luz de la más pálida de las estrellas que en el momento de componerlos brillaban sobre su cabeza: Era la noche sombría y de silencio y" de calma; era una noche de oprobio para la gente de Ozama; noche de mengua y quebranto para la patria adorada, y el recordarla tan sólo el corazón apesara Ocho los míseros eran que mano aviesa lanzaba en pos de sus compañeros hacia la extranjera playa. Ellos que al nombre de Dios, Patria y Libertad, se alzaran; Ellos que al pueblo le dieron la independencia anhelada, lanzados fueron del suelo por cuya dicha lucharan; proscritos, sí por traidores los que de lealtad sobraban:se les miró descender a la ribera callada, se les oyó despedirse, y de su voz apagada yo recogí los acentos que por el aire vagaban. Estos versos, que nunca fueron publicados en vida del mártir, contienen la única recriminación dirigida por Duarte a sus verdugos; y, como se advierte de su simple lectura, la protesta, si se puede dar ese nombre a los renglones citados, tiene un dejo de melancolía y le salió bañada en lágrimas. Nótese aún el carácter impersonal que predomina en la poesía y que se acentúa sobre todo en los últimos versos de esta meditación quejumbrosa: Se les miró descender a la ribera callada se les oyó despedirse, y de su voz apagada yo recogí los acentos que por el aire vagaban.La resignación de Duarte llega hasta el extremo de no verter su dolor en alusiones contra personas determinadas: Ocho los míseros eran que mano aviesa lanzaba en pos de sus compañeros… Lo que caracteriza al Padre de la Patria es precisamente la elevación de su alma, que no abrigó nunca sentimiento de venganza alguno. La historia no conserva una sola carta suya en que el resentimiento asome su cara descompuesta y rencorosa. Sobre la altura moral en que respira esta conciencia, una de las más limpias que el mundo ha conocido, los sentimientos nacen purificados por una especie de aire celestial como las flores que crecen en la cima de los picachos. La historia dominicana, en la que ha habido santos irascibles como el Padre Billini y santos vengadores como Monseñor de Meriño, no ofrece otro ejemplo de un hombre que haya tenido semejante imperio sobre sí y sobre sus pasiones. Desde la cumbre de su inmensa serenidad, de su resignación increíble y de su mansedumbre ilimitada, Duarte contempla a los hombres con un inagotable sentido de indulgencia. Santana, severo como un familiar del Santo Oficio y sanguinario como un tártaro, sólo le resulta abominable cuando trabaja para menoscabar la independencia de la patria o cuando de pie sobre su trono de despotismo vierte sangre, sangre inocente o culpable, pero sangre dominicana.

Muchas noches después de haber sentido en su alma el frío de la ausencia, pero antes de que las primeras ráfagas heladas le anunciaran la proximidad de Hamburgo, Duarte llega con una resolución heroica al final de sus meditaciones. El barco que lo conduce no ha caminado sobre el mar con tanta prisa como esa otra nave interior que navega sobre su alma y que lo lleva hacia el puerto donde sus inquietudes lograrán el reposo definitivo y donde nunca más verá encresparse a sus pies el oleaje de las pasiones amotinadas. Su decisión está ya definitivamente adoptada: plantará su tienda, su pobre tienda de peregrino arruinado, bajo cielos remotos, adonde no llegue el eco de las disputas de los hombres y adonde nadie pueda ir en su busca para lanzarlo otra vez como una manzana de discordia en medio de sus conciudadanos. Si Hamburgo pudiera ser sitio apropiado para sepultar su vida, se quedaría allí como una cifra destinada a borrarse entre las muchedumbres de la ciudad populosa. Con ese pensamiento desembarca en la urbe teutona. En compañía de Juan Isidro Pérez y de los  hermanos Félix y Monblanc Richiez, dirige sus pasos hacia la modesta «casa de marineros» que servirá de albergue en aquel suelo extraño a los proscritos. Duarte se ve pronto obligado a desechar la idea de permanecer en Europa. El invierno se anuncia con crudeza y los viajeros disponen apenas de algunas prendas de Vestir impropias para el clima. No es fácil, por otra parte, obtener trabajo en aquella ciudad llena de movimiento en que los desterrados echan de menos la cálida acogida de las poblaciones latinas con su hospitalidad generosa. Ninguno de ellos posee la lengua, lo que dificulta aún más sus movimientos y lo que los obliga a permanecer aislados en medio de la Babel helada. Mientras se pasean diariamente por el puerto, en busca de una embarcación que los conduzca de nuevo a tierra americana, Duarte ve transcurrir con horror los días grises del mes de noviembre, muy frío ya para los cuatro hijos del trópico, y para el apóstol más que para nadie, demasiado triste con los árboles desnudos y con las hojas caídas como las alas de su esperanza. El 30 de octubre, apenas cuatro días después de su llegada a Alemania, Juan Isidro Pérez y los hermanos Félix y Monblanc Richiez emprenden el viaje de regreso a América. Duarte, víctima otra vez de las fiebres pertinaces que ha traído de las regiones tropicales, se ve constreñido a permanecer solo en la pensión que ha escogido en plena zona portuaria. Ya el de noviembre, sin embargo, abandona el lecho y se dirige, como invitado de honor, a un banquete que aquel día ofrece en la «Logia Oriente» la masonería hamburguesa. La hermandad masónica le franquea la simpatía de los asistentes, y algunos, condolidos de la situación del desterrado, se ofrecen a hacerle amable su estancia en la urbe tudesca. Uno de los amigos que ha ganado en la «Logia Oriente», el señor Chatt, lo instruye en las nociones más indispensables de la lengua alemana. Sus conocimientos en latín y en varios idiomas vivos, le facilitan el nuevo aprendizaje. Con otro de los amigos que ha logrado gracias a la masonería, recorre de un extremo a otro la ciudad y visita sus monumentos artísticos y sus plazas ornamentales. Todavía emplea el tiempo que le sobra en ampliar los estudios de Geografía Universal que había comenzado algunos años antes en los Estados Unidos.

El 15 de noviembre se le presenta la oportunidad de salir también con rumbo a América. El proscrito abandona a 11am-burgo acompañado, como él mismo ha dicho, «del recuerdo de los que lo honraron con su amistad». En las tierras hacia donde se dirige espera hallar, por lo menos, fuera de un clima más benigno y de un cielo semejante al de su país nativo, aquel calor de humanidad sin el cual se le haría insoportable el destierro. El día 24 de diciembre desembarca en Saint Thomas, y allí se reúne con algunos de sus antiguos compañeros, conde- nados como él a vivir en suelo extraño, y recibe informes sobre los últimos acontecimientos del país y sobre las tropelías que en menos de un año de gobierno ha cometido el general Santana. En esta colonia inglesa leyó el discurso en que Bobadilía lo describe como «un joven inexperto», cuyos servicios a la patria podían tildarse de ignorados. Allí recibió también la primera noticia sobre el destierro de su anciana madre y de toda su familia, decretado con increíble saña por el dictador, que a la sazón ejercía apenas el noviciado del despotismo, pero muchos de cuyos actos anunciaban ya. la crueldad que desplegaría para mantener su preeminencia por más de veinte años en el orden de las jerarquías oficiales. Los expulsos que rodean a Duarte en Saint Thomas tratan de despertar en el corazón del apóstol sentimientos de odio y de venganza contra Santana y Bobadilla. Algunos le aconsejan que pacte con una potencia extranjera y vuelva al país al amparo del pabellón de Francia o con la ayuda de España. Duarte oye tales insinuaciones con amargura, y adquiere la impresión de que todos los expulsos, aun los que más alardean de su patriotismo, «sólo tratan de favorecer sus intereses», y de que en realidad nadie piensa en la patria. La noticia que recibe, en los primeros días de marzo, en la Guaira, sobre el fusilamiento de María Trinidad Sánchez, inmolada el mismo día en que se conmemoraba el primer aniversario de la independencia, acaba por inspirarle hacia la política una repugnancia invencible: «Mientras yo rendía gracias .a la Divina Providencia en mi inicuo destierro -escribe aludiendo a la inmolación de la heroína-, porque me había permitido ver transcurrir un año sin menoscabo de esa libertad tan anhelada, en mi ciudad natal santificaban los galos ese memorable día arrastrando cuatro víctimas al patíbulo y cubriendo de sangre y de luto los amados lares.» Para el apóstol ha llegado, pues, la hora de las grandes renunciaciones. Con el propósito de apartarse definitivamente de toda actividad política, y de evitar que su nombre fuese escogido como enseña por una de las facciones en que en lo sucesivo se presentaría dividida la opinión de sus conciudadanos, resuelve retirarse al desierto de Río Negro, en lo más áspero y escarpado de la cordillera andina, donde le fuera imposible todo comercio con el mundo. Durante casi veinte años vivirá allí tremendamente solo, sepultado en plena juventud bajo la losa del olvido. Esta es la hora suprema de la vida de Duarte. Por medio de un ascenso gradual en la escala de las abnegaciones, ha llegado a la santidad casi absoluta y renuncia definitivamente a todo: no sólo a toda ilusión de poder, a todo sueño de grandeza y a toda esperanza de gloria o de fortuna, sino también hasta al derecho de vivir en medio de los hombres. El destierro de Duarte y de su hermano Vicente quebrantó la salud de doña Manuela. La pobre madre, mujer extraordinariamente sensitiva, se sentía incapaz de soportar aquella separación inesperada. Siempre había alimentado la esperanza de que con la liberación del país retornaría-a su hogar la tranquilidad que perdió desde la vuelta de su segundo hijo de la ciudad de Barcelona. Pero su esperanza se desvaneció cuando el presbítero José Antonio Bonilla le anunció, el día 2 de septiembre de 1844, que Duarte se hallaba en la cárcel y que el ejército del Sur pedía con encarnizamiento su cabeza. La constitución física, ya muy decaída, de la anciana se rindió ante aquel golpe que echaba por tierra sus más dulces ilusiones. Desde aquel día quedó reducida al lecho, y fue necesario que sus hijas le prodigaran los cuidados más tiernos para impedir que su postración fuese definitiva. Cuando se levantó, con la frente más pálida y los ojos más tristes, ya sus hijos habían salido para el exterior bajo partida dé registro. Pasaron entonces largos meses sin que se recibieran noticias de los desterrados. Las primeras cartas llegadas al hogar eran de Vicente Celestino., quien apenas refería que Juan Pablo debía probablemente encontrarse en Saint Thomas y que no parecía abrigar intenciones de volver por mucho tiempo al territorio nativo. Hablaba de los besos enviados a la madre y a las hermanas cuando se despidieron en el puerto del Ozama, pero no aludía a proyectos políticos de ningún género a los cuales pudiese hallarse vinculado el nombre del proscrito.

Los amigos del apóstol, desterrados también por la sentencia del 22 de agosto, habían a su vez retornado a América, y desde Curazao y otras islas vecinas dirigían clandestinamente al país proclamas revolucionarias. Para la realización de sus planes utilizaban todos los medios a su alcance. Sus exhortaciones patrióticas se dirigían a cuantas familias pudieran prestar algún apoyo a los proyectos sediciosos que alimentaban contra la tiranía de Santana.

Algunas de esas misivas políticas fueron enviadas a doña Manuela Diez y a sus hijas, a quienes suponían naturalmente interesadas en el retorno del libertador al suelo por él emancipado. Las autoridades se incautaron de algunos de aquellos papeles comprometedores, y el déspota, temeroso de que el nombre de Duarte fuera empleado para promover una rebelión contra su dictadura, dio orden de expulsar también a doña Manuela y a todos los demás miembros de la familia del Padre de la Patria. La inicua resolución fue cursada por vía policial y transmitida a las víctimas con sequedad draconiana: «Siéndole al Gobierno notorio -decía a doña Manuela el señor Cabral Bernal, Secretario del Despacho de Interior y Policía en carta de fecha de marzo de 1845-, por documentos fehacientes, que es a su familia de usted una de aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de contrarrevolución e instrucciones para mantener el país intranquilo, ha determinado enviar a usted un pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que a la mayor brevedad realice su salida con todos los miembros de su familia, evitándose el gobierno de este modo de emplear medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública en el país.» La orden de expulsión desconcertó a toda la familia. Nadie esperaba que Santana, hombre sin caridad y más severo que un inquisidor, llevara hasta ese extremo la antipatía que cobró a la madre del apóstol. La pobre viuda, familiarizada desde hacía tiempo con el sufrimiento, tuvo la impresión de que le faltarían fuerzas para resistir un viaje de varios días en una de las embarcaciones que se utilizaban para el poco comercio a la sazón existente entre Santo Domingo y las costas venezolanas. Pero las mujeres eran al fin y al cabo en aquella casa quienes parecían dotadas de fibras más heroicas y más extraordinarias. Filomena, Rosa y Francisca Duarte se sobrepusieron al nuevo infortunio con rara entereza de ánimo. Sólo don Manuel, el menor de los hijos varones habidos en el matrimonio de Juan José Duarte con doña Manuela Diez, sintió su razón amenazada por el conflicto en que se colocaba a la familia. La carta del ministro Cabral sacudió hasta lo más intimo su sensibilidad enfermiza. Todo aquel día lo pasó poseído por una extraña excitación nerviosa y a sus ojos asomaron los primeros destellos de la locura que debía sumergir en lo sucesivo su vida en una noche anticipada. Ante la situación de salud de don Manuel, la madre y las hermanas del apóstol intentaron tocar en vano a las puertas del corazón de Santana. El Arzobispo, don Tomás de Portes e Infante, acompañado del presbítero don José Antonio Bonilla, fiel amigo de la familia Duarte, y de don Francisco Pou y otros distinguidos ciudadanos, se dirigió a la Junta Central Gubernativa en solicitud de clemencia. Tomás Bobadilla, mano derecha del déspota hasta ese momento, recibió con desdeñosa frialdad al ilustre prelado y a sus acompañantes. «La orden -dijo el antiguo colaborador de Boyer- no puede ser revocada porque al gobierno le consta que las hermanas de Duarte fabricaron balas para la independencia de la patria y quienes entonces fueron capaces de tal empresa, con más razón no dejarán ahora de arbitrar medios para la vuelta del hermano que lloran ausente.» Esta respuesta de Bobadilla, digna de su corazón y de su cabeza, puso fin a la entrevista. La residencia de doña Manuela Diez fue sometida desde aquel día a una vigilancia más severa. El coronel Matías Moreno, quien había sido miembro del Estado Mayor de Duarte cuando éste fue nombrado por la Junta Central Gubernativa jefe de uno de los ejércitos expedicionarios del Sur, recibió el encargo de rondar la casa y de mantenerla a toda hora custodiada. Todo un batallón se destinó a este servicio de espionaje. El encargado de esta ingratísima tarea, desobedeciendo las órdenes de Bobadilla y del ministro Cabral Bernal, hizo cuanto estuvo a su alcance para suavizar la odiosa medida de la policía de Santana. Matías Moreno había sentido por Duarte, desde los días en que ambos convivieron en el campamento de Sabanabuey, una admiración respetuosa. Conservaba con orgullo una de las charreteras del Padre de la Patria, y en lo más profundo de su corazón sentía una invencible repugnancia en servir de instrumento para la persecución de la inocencia.

Fingiendo hallarse interesado en adquirir parte de los muebles de las desterradas, Matías Moreno se acercó a doña Manuela y le hizo saber que había aceptado la misión de vigilarla para constituir-se en guardián de su vida durante el tiempo en que aún permaneciera en suelo dominicano. La puso en guardia contra uno de los vecinos, espía comprado por el gobierno, y recomendó a la ilustre anciana y a sus hijas que abandonaran todo temor y permanecieran tranquilas en sus habitaciones. Conmovida por esta prueba de amistad, la única que recibió durante su amargo cautiverio, la familia de Duarte se mantuvo recluida en su hogar hasta que se le ofreció la ocasión de salir con rumbo a Venezuela. En compañía de sus hijas Filomena, Rosa y Francisca, y de su hijo Manuel, quien ya había perdido del todo el uso de la razón, emprendió la anciana el viaje, el último que debía hacer en el resto de su vida, la tarde del 19 de marzo de 1845. Desde la goleta que debía conducir a la Guaira a las infelices desterradas, doña Manuela y sus hijas oyeron, no sin cierto júbilo que en otras almas menos puras hubiera parecido un sarcasmo, los ecos de la algarabía con que en esa misma fecha celebraba la ciudad el triunfo de la patria en los campos de Azua. Manuel, el pobre idiota que pagó con la pérdida de su razón la injusticia que se consumaba aquel día, acompañó también los vítores a Santana con una risa enigmática, como suele serlo la de todos los seres a quienes ha envuelto el misterio de la locura. El 6 de abril de 1845 abrazó Duarte, en el muelle de la Guaira, a su madre y a sus demás parientes. Al sentir en su rostro los labios de la anciana percibió en aquel beso el frío de la muerte, que ya tenía señalada aquella cabeza predilecta del infortunio, y por la primera vez en su vida dirigió la cara al cielo para pedir «a ese Dios de justicia» el castigo de los autores de «tanta villanía». Doña Manuela y sus hijos se establecieron en la ciudad de Caracas. Duarte prefirió ir a probar fortuna en el interior de Venezuela. Ejerció durante algún tiempo el comercio en distintas poblaciones de la costa del Caribe y luego se internó por el Orinoco en las zonas más apartadas del territorio venezolano. Vagó errante por espacio de muchos meses. Una extraña sed de peregrinación se apodera de él en este tiempo. Camina sin rumbo fijo y parece arrastrado por el deseo de substraer-se de toda comunicación humana. Cuando llega a Río Negro, aldea enclavada en plena selva, se resuelve a plantar su tienda en medio del desierto, donde nadie sea capaz de descubrir sus rastros ni de intentar ponerlo de nuevo en contacto con el mundo. Para él ha llegado la hora de la soledad, la hora de la expiación, y se dispone a apurar tranquilamente su cáliz viviendo encerrado dentro de si mismo como un monje en su celda. Negro es una pobre aldea de indígenas situada en la raya que por la parte del Orinoco divide al Brasil de Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes el valle escondido sobre la altiplanicie y aíslan prácticamente a los pocos seres que allí viven de todo contacto con la civilización humana.

El caserío paupérrimo> compuesto de construcciones primitivas que se amontonan en desorden en el recodo donde el terreno ofrece menos dificultades para el tránsito, permanece durante las noches .expuesto a las incursiones de las fieras y en el día tiene el aspecto de un oasis montaraz convertido en una aldea de pescadores. La mayoría de la gente que allí reside dispone apenas de lo necesario para vivir miserablemente y los que no se dedican a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la matanza de animales salvajes como ocupación cotidiana. El villorrio carece de escuelas y su única comunicación con el resto del país se realiza a través del río en embarcaciones rústicas fabricadas por los vecinos más industriosos. De cuando en cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún periódico para la autoridad del lugar y que constituye el único contacto que una o dos veces en el año tienen con el mundo los humildes habitantes de este caserío olvidado. El paisaje circundante, sin embargo, no carece de majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o adentrarse algunos pasos en el mar de árboles entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus ramajes y cubre la tierra con un manto de verdor, para arrobarse en la contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los más extraños matices, arbustos de todas las formas y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando todavía la tierra, de reciente hechura, no había sido manchada por las pasiones de los hombres. En este codo de los Andes se reclutó Duarte en 1845. Durante doce años permanecerá en ese desierto casi sin comunicación alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios sobre las actividades del apóstol en este período de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual monotonía. La población de Rio Negro, durante la época en que allí se recluye el desterrado, está constituida por gente rústica que carece de toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La vida no es" difícil en este rincón remoto, y a ello contribuye no sólo la extrema simplicidad de las costumbres, sin más exigencias que las estrictamente primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos comunes.

Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción que el apóstol suministra a la niñez de la aldea, le permiten compartir sus escuálidos medios de subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto.La estancia en Río Negro constituye por sí sola una prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el apóstol, quien había sido rico y había disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del placer espiritual de la conversación con personas de la misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria, llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia y en resignación al solitario de Río Negro. Si la verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación resulta todavía más grande cuando se piensa que el aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera quedado en su alma, cuando tomó esa resolución heroica, algún rezago de ambición o algún resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez llamó en 1848 a los próceres desterrados por Santana y garantizó su retorno con un decreto de amnistía. Otros caudillos de la causa separatista, "más impacientes o de corazón menos austero, volvieron al país tan pronto desapareció Santana del poder y participaron con voracidad en el reparto de las jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del departamento de Santo Domingo en la administración que sucedió a la del déspota que hizo dictar la sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por largo tiempo sumieron al país en la anarquía. Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro. Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la división y a la discordia tomando partido en la pugna de los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura que ha existido en la República; por eso es él el idealista integérrimo, el varón de vida inculpable que llevó con más dignidad su martirio y que más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía, a las concupiscencias humanas.

En una de sus peregrinaciones por el Orinoco, conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví, misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi inhabitadas. El prócer dominicano impresionó favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad profunda, sellada por una simpatía recíproca, que se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos. San Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue acaso el único hombre que penetró en el fondo de esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama patriótico de Duarte enterneció al misionero portugués, que se propuso> desde el primer día, atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al seno de la religión. El misticismo del prócer dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu elevadísimo de San Gerví, quien poseía una vasta ilustración y era, además, una inteligencia asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano. Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y aquí reanuda sus pláticas con San Gerví, quien le enseña el portugués y lo familiariza con los misterios de la Teología y de la historia sagrada. Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento de que todavía podía ser útil a su país le aparta en esta ocasión del camino de la Iglesia. La muerte de San Gerví, acaecida en las postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón del proscrito. Durante estos últimos años, se había habituado Duarte a la comunión diaria con el virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral, único alivio de su ya largo destierro, se despierta en él súbitamente el deseo de regresar a la civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso imprevisto, el cual coincide de modo providencial "con su nuevo estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes, enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la entrega de Santo Domingo a España», así como la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció el decreto de amnistía dictado por el presidente Jiménez a raíz de la primera caída de Santana. El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la capital venezolana. Venía prematuramente. envejecido por su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que hacia la cara de los hombres. Monseñor Arturo de Meriño, quien lo conoció en esta época, habla de la impresión que le causó la figura del apóstol, transformada por veintiún años de soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los males «que había sufrido y sufría entonces con mayor intensidad la patria de sus sueños».

En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente Celestino. Pasadas las primeras efusiones, provocadas por más de cuatro lustros de separación, hablaron extensamente de cuanto había ocurrido en la patria durante la permanencia del fundador de La Trinitaria, entre las tribus todavía semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente Celestino se cierra con la narración de los acontecimientos que se registraron en la República a raíz de la anexión a España, y con patéticas referencias a la tragedia de «El Cercado». Dentro del dolor que le causa la destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo y confía en el desquite, anunciado ya por algunos signos alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la sangre vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país no ha perdido el amor a sus libertades y que la anexión, lejos de responder a un verdadero estado de conciencia nacional, procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití se opusieron a la independencia absoluta. Pedro Santana, autor principal de la traición, ¿ no había pertenecido a la falange de los afrancesados? Los amigos que haya Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus ideas patrióticas le aconsejan moderación en sus planes y lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida privada. El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración, le ofreció un destino público en el Ministerio del Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en favor de los proyectos que abriga el apóstol para: promover en su propio país un nuevo movimiento de opinión contra el dominio extranjero.

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