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El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 5)


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El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo. Otros consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosfa, le instan a que acepte la dominación española y a que ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como fundador de la República Dominicana. El ex presidente Buenaventura Báez, quien se había plegado a la realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía, había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de Campo español, distinción que también podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el hecho ya consumado. «Y no faltó -dice el propio Duarte- quien se atreviera a decirme que mis hermanos saldrían entonces del estado de privaciones en que me encontraba yo mismo.» Tales insinuaciones no podían hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los mejores años de su juventud para no incurrir en un acto indigno de su obra ni en una apostasía. «En lugar de la opulencia que podía degradarme -escribe el apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la sazón se hicieron para atraerlo al bando de los anexionistas-, acepté con júbilo la amarga decepción que sabía me aguardaba el día en que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios.» Mientras estos consejeros gratuitos, seguramente inspirados por los agentes de la monarquía española en Caracas, redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos patrióticos de Duarte, tratando de explotar inicuamente su miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan débil y tan arruinada como su organismo físico, el apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla nativa. El 20 de enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un tío del Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro Pérez de la Paz, uno de los fundadores de «La Trinitaria», le dirige el siguiente reclamo: «Santo Domingo desea saber de ti.» La carta del viejo trinitario, tal vez el más amado de sus discípulos, renueva en el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años atrás, y pone vivamente ante su imaginación el cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus apuntes autobiográficos, el Padre de la Patria evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro Pérez: «Mi amigo tan querido como desgraciado.» Pocos días después el apóstol visita en su residencia al doctor Blas Bruzual, médico del general Falcón, presidente de los Estados Unidos de Venezuela. Durante la entrevista, Duarte desliza discretamente en la conversación oportunas referencias a su país, sometido otra vez al estado colonial y señala la urgencia con que su patria necesita de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas profesan doctrinas liberales. El doctor Bruzual penetra el alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas entre  palabras de sentido vulgar y frases de cortesía. Cuando al día siguiente se traslada a la modesta casa en que reside el apóstol, con el propósito aparente de corresponder a su visita, el médico venezolano le reitera sus simpatías por la causa de la libertad dominicana, y espontáneamente le ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan Crisóstomo Fakón, descendiente de uno de los conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil convencer para que secunde con armas y dinero los proyectos de Duarte encaminados a redimir por segunda vez su patria de la dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero, Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado al presidente de Venezuela. La entrevista hizo concebir al, apóstol las esperanzas más halagüeñas. El dictador venezolano, hombre de mano recia a quien sus parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de pensamiento democrático, no hizo promesas de cumplimiento inmediato, pero habló de su amor a la independencia de los pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los meses pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte, mientras tanto, «permanece en la expectativa y devorado de impaciencia». El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las primeras líneas aluden al «Decano de los libertadores de Santo Domingo» y al «primer general en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta comunicación trae las últimas noticias de la isla nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo, tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente contra la dominación española; los ánimos, particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid, apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la Línea Noroeste, en donde parece que se está gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las siguientes palabras: «No sé de qué manera honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a contribuir a la salvación de nuestro heroico país.» Entre el mes de marzo y el mes de octubre, Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes al general Falcón para que le haga efectivas las promesas que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas halagüeñas» que le acompañaron entonces al salir del «Palacio de Miraflores» empiezan a enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros días del mes de octubre. Desde Coro, el viejo trinitario le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el 16 de agosto una rebelión que parece contar con más fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito Monción, debida a instigaciones del propio brigadier Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la revolución cuenta con ramificaciones en todo el país y que avanza en todas las provincias del Cibao con fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el patriotismo de la nueva generación: Manuel Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío, aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante los veinte años en que el nombre de Santana llenó el país como un clamor guerrero, se aproximó al apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con el  general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la influencia política de que dispone este caballeroso soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que, merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en manos del coronel Manuel Rodríguez Objío.

Con este dinero intentó el apóstol enviar a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las armas restauradoras, durante los primeros meses del año 1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para luchar al lado de sus compatriotas". El 16 de febrero emprende viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta «Goid Munster», contratada en el puerto curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos, condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas, donde el buque arribó el 10 de marzo, después de haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la pericia de su capitán, el señor José S. Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra español que intentó darle caza. El cónsul de España en Caracas, informado de la salida del Padre de la Patria, trató de que el «África», bergantín perteneciente a la escuadra española de las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se temía, con razón, que la influencia moral del caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los destinos de la revolución y entorpeciera, además, las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de concertar un acuerdo para la solución del conflicto con los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de marzo.

El general Benito Monción, jefe militar de la zona, festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte. Manuel Rodríguez Objío consigna en sus «Relaciones», al referirse a este suceso, que el pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de aquel momento mayor confianza en el triunfo de la restauración, porque el arribo del fundador de la República significaba «el primer concurso moral que la patria recibía del extranjero». Después de más de veinte años de ausencia pisó Duarte, al fin, tierra dominicana. Le tocó, por una nueva burla del destino> desembarcar en las playas del norte del país, lejos de su pueblo nativo, donde estaban la casa de su niñez y el parque mañanero en que distrajo las horas de la Infancia. Pero para su patriotismo sin límites, para su corazón sin estrecheces, todo aquel suelo era igualmente querido. Su emoción subió de punto cuando el 26 de marzo de 1864, un día después de su llegada a Montecristi, emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de los sitios históricos desde donde fueron repelidas las invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta. Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban aún el paso del ejército peninsular en retirada. Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta años parecía el de un sexagenario; pero la vista de aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue así como el mismo día de su partida pudo llegar a uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha. En compañía del general Benito Monción, quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje, visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella, reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios días. Es ésta la primera impresión dolorosa que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril, todavía débil y consumido por la fiebre, sale de Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del gobierno provisional, y tres días después se presenta ante las autoridades revolucionarias en compañía del comandante Oquendo y de los próceres que han compartido su odisea desde territorio venezolano. El repúblico Ulises Espaillat, quien a la sazón reemplazaba a Ramón Mella en la vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras llenas de efusión patriótica.

Duarte reiteró al representante del Gobierno Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo envió desde Guayubín a los directores de la revolución, en la cual expresaba que su regreso al país, después de haber «arrostrado durante veinte años la vida nómada del proscrito», obedecía al propósito de correr «todos los azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la grande obra de la Restauración Dominicana». Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba así los sentimientos del gobierno provisional hacia el recién llegado: «El gobierno provisorio de la República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a continuación de las gestiones realizadas en Caracas para obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos justificativos de la inversión de la suma de mil pesos recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y sugirió que se designase al señor Melitón Valverde como agente diplomático del gobierno de la Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban las autoridades de aquel país con respecto a la causa dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una misión diplomática confidencial ante los gobiernos de varios países sudamericanos. Nueve días después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que se le proveerá rápidamente de las credenciales de rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una nueva travesía en tales condiciones, tendrá que exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos que se pusieran a su disposición para el viático». En carta dirigida el 15 de abril al señor Alfredo Deejen, encargado interinamente de la cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues, incapacitado física-mente para cumplir su cometido en forma satisfactoria, pero ofrece poner a disposición de la persona que en su lugar se designe, todos los informes y recomendaciones susceptibles de facilitar su labor en territorio venezolano. Aparte del motivo que invoca en esa carta, su «falta de salud», lo que late en el fondo de sus palabras es el deseo de continuar por algún tiempo más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días que pisó tierra dominicana, gracias a que «el Señor allanó sus caminos»; y ya se le quiere lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus servicios podrían "ser más útiles fuera del país que en el teatro donde éste está labrando su segunda independencia, a las playas siempre áridas del extrañamiento forzado. Más le valdría caer, como el más oscuro de los soldados, en los campos donde se está rehaciendo la patria. Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo la sombra del pabellón cruzado. Pero el calvario de Duarte no había aún concluido. Dos días después de haber escrito aquella carta llega a sus manos un ejemplar del «Diario de la Marina», periódico que sirve desde La Habana los intereses de la monarquía española. En esta edición del viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no obedecía únicamente al interés explicable de los agentes de la monarquía de introducir la discordia en las filas restauradoras. Mucho había de tendencioso en el artículo del «Diario de la Marina», pero también iba envuelto en el pasquín fabricado en Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno provisional encabezado por Salcedo. Los jefes de la Restauración, hombres salidos de las entrañas del pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente más heroico que el de la lucha contra Haití, no podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la República y en cuya fisonomía moral aparecían tan enérgicamente simbolizadas las instituciones.

Este prócer, a quien se creyó muerto y sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte años la losa del olvido, no sería probablemente un rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo pintaban como un hombre de vocación civil que carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie sabe si el día en que sea una realidad la victoria conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y profética, las multitudes vayan en busca de algún santón civil para confiarle la dirección de la República o se desvíen atemorizadas del señorío militar para echarse en brazos de otro señorío menos temible o menos arbitrario.

En el fondo de todas las luchas patrióticas, en el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele haber un sentimiento democrático que sale a flote en el momento oportuno. Cuando se consumó la independencia de 1844, los promotores de ese ideal político, decididamente adversos al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en una tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido bárbaro y ferozmente caudillescos en que degeneró con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de la especie difundida por la prensa de la monarquía española. El libelo llenó su alma de amargura, y despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44, cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su primera intención fue rasgar aquel pasquín insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el móvil de las acciones humanas, acertó a palpar desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores. Sin vacilar un minuto más, tomó una de aquellas resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su entereza de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril, esto es, un día después de haber leído el artículo del «Diario de la Marina», dirige a Espaillat una carta en que le participa su nueva decisión de aceptar la misión diplomática que había resuelto confiarle el Gobierno provisorio. Para que no se atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional, concluye con esta afirmación categórica: «No tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista logre el objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de estimación y aprecio me han dado y están dando el Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de conocer, sino porque es necesario parar con tiempo los golpes que pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos.» Espaillat, vocero del gobierno provisional, se apresura a dirigir al Padre de la Patria, el 22 de abril, una nueva comunicación donde confirma, a vueltas de muchas reticencias y de sospechosas protestas de sinceridad, los escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino, como temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la decisión ya adoptada, le informa que debe disponerse a partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado «redactar los poderes necesarios para que mañana quede usted enteramente despachado y pueda salir el mismo día». La Administración General de Hacienda del Gobierno provisional puso a disposición de Duarte la suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la sazón se cotizaba «al veinte por uno», y en el mes de junio siguiente, salió el apóstol, investido con el carácter de Ministro Plenipotenciario, para la República de Haití, desde donde emprendió viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la travesía le acompañó el presentimiento de que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la patria tornara a ser libre, para él permanecería vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya muerto la seguiría amando desde la altura de su iluminación :visionaria. El 28 de junio se reunió Duarte en Curazao con el señor Melitón Valverde, investido también con la calidad de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial de la República Dominicana cerca de los gobiernos de Venezuela, Perú y la Nueva Granada. Saint Thomas era entonces punto de escala casi ineludible para los viajeros que retornaban de Europa. y el apóstol consideró necesario dirigirse a aquel puerto con el fin de interesar en sus trabajos revolucionarios a algunos personajes que debían, según sus noticias, detenerse en la isla, antes de continuar viaje al continente. El señor Melitón Valverde, provisto con cartas .de Duarte para el presidente interino de Venezuela, general Desiderio Frias, y para el general Manuel E. Bruzual, se dirigió mientras tanto a Caracas. Pero la situación de Venezuela, donde los golpes de cuartel hacen parte de la actividad casi diaria y donde en el escenario. político cambian continuamente los actores, ha sufrido modificaciones importantes cuando Duarte llega algunas semanas después a la ciudad del Ávila. El general Bruzual, «el soldado sin miedo», ha sido encarcelado, y muchos de los simpatizantes de la causa dominicana han perdido su anterior ascendiente en las esferas oficiales. La torpeza del señor Melitón Valverde, quien ha hecho demasiado públicas sus funciones de agente confidencial, ha contribuido, por su parte, a enrarecer el ambiente favorable que hasta hacía algún tiempo prevalecía hacia los ideales de la Restauración en el gobierno venezolano.

El apóstol comprende que es indispensable proceder en lo adelante con un tacto exquisito. Los agentes de España en Venezuela espían todos sus pasos y el elemento oficial no desea autorizar acto alguno que pueda hacer su conducta sospechosa. Duarte encuentra, sin embargo, el modo de entrevistarse con el presidente Frías y le expone la situación reinante en la República, en  donde la guerra se desenvuelve con perspectivas cada vez más favorables para las armas dominicanas. El mandatario venezolano, aunque se muestra convencido por las razones que Duarte invoca y no oculta las impresiones dejadas en su ánimo por aquella elocuencia llena de efusividad insinuante, aconseja prudencia al apóstol y advierte que la ayuda prometida deberá aplazarse tanto en vista de la crisis interna de Venezuela, amenazada a la sazón por amagos revolucionarios, como por la actitud recelosa en que se hallan las autoridades españolas -Frías, por otra parte, ejerce el poder provisionalmente y su misma situación personal le obliga a proceder con extrema prudencia para que no se le pueda acusar de haber creado al gobierno complicaciones internacionales. El medio que se ofrece por el momento más expedito, es el de abrir en Caracas una  suscripción para recoger fondos en favor de la causa dominicana. Duarte, quien tiene por costumbre no recibir ni administrar el dinero que se recolecta para la labor patriótica, encarga de esa misión al señor Melitón Valverde. Mientras su compañero de gestión diplomática se ocupa en esos menesteres, el apóstol no desmaya un momento en su, tarea de promover una ayuda verdaderamente eficaz por parte del gobierno venezolano, el único que puede facilitarle los medios para organizar una expedición que se dirija con pertrechos abundantes a los puertos de la República controlados por las fuerzas revolucionarias.

El 25 de noviembre visita con ese fin al general Falcón, presidente titular de Venezuela, quien tantea desde Coro la situación política. Más de un mes permanece Duarte allí en espera de la ayuda que le promete de nuevo el mariscal venezolano. Por fin, el 3 de enero de 1865, Falcón despide al prócer, en presencia del vicepresidente de la República, con las siguientes palabras: «Vaya usted con el general, y le aseguro que quedará complacido, pues él lleva mis órdenes.» Ya en Caracas, para donde Duarte sale ese mismo día, el vicepresidente se limita a poner a disposición del prócer dominicano la suma de trescientos pesos sencillos, limosna irritante con que se quiso dar un corte definitivo a las conversaciones del apóstol con las autoridades venezolanas. El fracaso de las gestiones diplomáticas confiadas al Padre de la Patria se debió en gran medida a la falta de tacto con que actuó el Gobierno Provisorio. El deseo de obtener un reconocimiento precipitado, con el propósito de que el Gobierno de Isabel II se decidiera a ordenar la desocupación de Santo Domingo, objeto desde fines de 1864 de negociaciones encaminadas por conducto de Haití, indujo a los directores del movimiento restaurador a enviar a Venezuela, con el carácter también de Ministro Plenipotenciario y Agente Confidencial, al general Candelario Oquendo, hombre de escasa inteligencia que cumplió su misión sin la delicadeza necesaria. Las torpezas cometidas por Melitón Valverde, quien desde que llegó a Caracas en los primeros meses de 1864 procedió en forma que desagradó al Gobierno de Venezuela y que atrajo la atención de los representantes oficiosos de la monarquía, se agravaron con las que a su vez hizo el comandante Oquendo, persona que además resultaba poco simpática al presidente Falcón por haber figurado hasta hacía poco en el bando de sus opositores. El de enero> recién llegado a la capital venezolana después de su viaje a Coro, Duarte se dirige en los siguientes términos al Gobernador Provisorio: «Me parece conveniente advertir al Gobierno que no se empeñe en mandar nuevos comisionados para este asunto, puesto que, sin presunción puedo decirlo, yo me basto para el caso. No hay necesidad de hacer gastos inútiles, sobre entorpecer las negociaciones que de antemano tenía yo tan bien preparadas.» Los agentes de la monarquía conspiraban sin descanso, por otro lado, contra las negociaciones dirigidas por Duarte. Casi toda la prensa extranjera, influida por la propaganda de los representantes españoles, difundía la especie de que en Santo Domingo, antes que una verdadera lucha en favor de la independencia nacional, lo que existía era una discordia de carácter civil entre una parte del pueblo, adicta al ideal utópico de los trinitarios que abogaban por el restablecimiento de la soberanía en una forma absoluta, y una gran mayoría de anexionistas que militaban en diversos partidos: mientras los unos apoyaban la reincorporación a España, otros se decidían por un pacto con los Estados Unidos o por un concierto con Francia. Dentro de esta atmósfera trabaja Duarte sin descanso para lograr el reconocimiento de la República por parte del Gobierno de Venezuela, o para obtener en dinero y en pertrechos de guerra la ayuda que hace -falta a sus compatriotas para decidir en favor de la libertad la lucha iniciada en Capotillo- Con el comandante Oquendo, a quien el 8 de marzo despide para Santo Domingo, envía al Gobierno Provisorio una larga exposición en que le da cuenta, con honda amargura, de la actitud final del presidente Falcón y de la situación de Venezuela, desgarrada entonces por sordas disensiones internas. «El general instruirá a usted -dice al Ministro de Relaciones del gobierno presidido por Gaspar Polanco- de los pormenores de esta farsa y de los personajes que juegan en ella el principal papel. El dirá a usted que Venezuela no tiene nada que envidiarle a Santo Domingo en cuanto a intervenciones, a anexionismo, a traiciones, a divisiones, a ansiedades, a dudas, a vacilaciones, y en cuanto a malestar, en fin, de todo género.» Mientras desempeña con celosa actividad sus funciones de agente diplomático, Duarte vigila desde el exterior los acontecimientos que se desarrollan en su país nativo. Sus comunicaciones oficiales están llenas de enérgicas advertencias dirigidas al Gobierno Provisorio. Al dar respuesta al oficio en que se le participa el nombramiento de Gaspar Polanco como Presidente Provisional, asiente al criterio de las nuevas autoridades sobre la conveniencia de que se escarmiente con energía a los traidores, pero inmediatamente le hace al nuevo mandatario esta admonición generosa: «El gobierno debe mostrarse justo en las presentes circunstancias, o no tendremos patria.»

Cuando contesta la comunicación del 10 de diciembre, en la cual el gobierno provisorio le anuncia que el general Geffrard, a la sazón presidente de Haití, interviene como mediador en las negociaciones relativas a la paz con España, no oculta su asombro por la clase de intermediario escogido para misión tan delicada: « ¡ Quiera Dios que estas paces y estas intervenciones no terminen (cual lo temo, y tengo más de un motivo para ello) en guerras y en desastres para nosotros, o mejor diré, para todos!» En la carta dirigida a Teodoro Heneken, Ministro de Relaciones Exteriores del nuevo Gobierno, el día 7 de marzo de 1865, subraya con singular energía las ideas que sostuvo durante toda su vida contra cualquier cesión total o parcial del territorio dominicano: «Si me pronuncié dominicano independiente, desde el 16 de julio de 1838..-, si después, en el año 44, me pronuncié contra el protectorado francés…; y si después de veinte años de ausencia he vuelto espontáneamente a mi patria para protestar con las armas en la mano contra la anexión a España, llevada a cabo a despecho del voto nacional…, no es de esperarse que yo deje de protestar (y conmigo todo buen dominicano), cual protesto ahora y protestaré siempre, no digo sólo contra la anexión de mi patria a los Estados Unidos, sino a cualquier otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra cualquier tratado que pueda menoscabar en lo más mínimo nuestra independencia nacional, y cercenar nuestro territorio o cualquiera de los derechos del pueblo dominicano.» En esta misma comunicación, especie de testamento político del Padre de la Patria, advierte al Gobierno Provisorio sobre cuál sería su actitud en caso de que las negociaciones en curso lesionaran en alguna forma la independencia dominicana: «Por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre.» En la respuesta a la nota del Gobierno Provisorio distinguida con el número 37, intercala estas palabras que resumen su historia y su programa: «Usted desengáñese, señor Ministro, nuestra patria ha de ser libre e independiente de toda potencia extranjera, o se hundirá la isla.» La última gestión diplomática de Duarte parece haber consistido en la labor que realizó para obtener que el segundo Congreso Interamericano de Lima, convocado para reunirse en la capital del Perú en 1864, adoptara alguna medida en favor de la República Dominicana.

El apóstol visitó varias veces, con este propósito, al agente consular del Perú en la ciudad de Caracas . La circunstancia de no habérsele provisto a tiempo de los poderes indispensables para negociar como Agente Diplomático del Gobierno Provisorio, ya que con la destitución de Salcedo perdieron todo valor las credenciales expedidas en Santiago en abril de 1864, no le permitió actuar en este caso con la eficacia y la rapidez necesarias. Aunque uno de los motivos que sirvieron de pretexto a su convocación fue precisamente la actitud de España en Santo Domingo y la ocupación de las islas Chinchas en perjuicio de la soberanía peruana, el Congreso de Lima se limitó a votar dos proyectos de acuerdo sobre «unión y alianza» y sobre «mantenimiento de la paz», expresiones todavía platónicas de la conciencia jurídica y del sentimiento ya naciente de la solidaridad de las naciones latinoamericanas. Del reconocimiento de la República Dominicana se habló menos en aquel torneo oratorio que de la política expansionista de los Estados Unidos y de la intervención francesa en México para establecer en tierra azteca el imperio de Maximiliano de Hasburgo. Las últimas cartas que Duarte recibe del Gobierno Provisorio respiran mucho optimismo con respecto a las negociaciones para el abandono del territorio nacional por los ejércitos de España. Pero las noticias le llegan con un retraso de varios meses, y a menudo sus respuestas a los oficios que se le dirigen contienen largas reflexiones sobre hechos que ya han sufrido, cuando él escribe, modificaciones de no poca significación bajo el imperio de circunstancias esencialmente cambiantes. Cuando envía la carta del 7 de marzo de 1865, ignora aún la nueva política iniciada hacia Santo Domingo por el proyecto de ley que el 7 de enero de ese mismo año fue presentado a las Cortes sobre el abandono de la isla por la monarquía española. Convencido de que España no soltaría voluntariamente su presa, previene todavía al Gobierno Provisorio contra los rumores de desocupación, aparentemente difundidos con el propósito de «adormecer a los dominicanos», y excita a sus compatriotas a mantener sin desmayo la guerra y a prepararse para hacer frente a un nuevo ejército expedicionario que se organiza en la Península, de acuerdo con los consejos de La Gándara y del general Dulce, para caer repentinamente por tres sitios distintos sobre el territorio dominado por las fuerzas restauradoras.

La evacuación del territorio nacional el 12 de julio de 1865 sorprende a Duarte, que ignora hasta qué punto han influido en esa decisión circunstancias de orden económico más bien que consideraciones de carácter político o moral: la guerra de Santo Domingo se había convertido en una fuente de erogaciones para la monarquía y el propio general Narváez había aconsejado la desocupación porque esa lucha innecesaria «consumía los pingües rendimientos de todas las posesiones ultramarinas». Con la reincorporación de Santo Domingo, los monárquicos españoles creyeron levantar en América el prestigio de la Madre Patria como potencia colonial. Pero como el movimiento contra la anexión había cobrado en pocos días una fuerza inusitada, y como para debelar esa reacción patriótica hubiera sido necesario el envío de un ejército numeroso, capaz de consumir por sí solo todas las rentas que España extraía de sus colonias, se juzgó prudente abandonar a su suerte al pueblo dominicano, recogido en 1861 en la agonía, pero resuelto a no permanecer bajo la dominación española, según lo expresaron las propias Cortes, por ser adicto con exceso a su independencia y a «los hábitos engendrados por muchos años de existencia aventurera» Tardíamente llegó también al conocimiento de Duarte la noticia de la muerte casi súbita del general Pedro Santana, Abrumado por el fracaso de su obra, y objeto de incontenible aversión tanto para los dominicanos, a quienes había reducido de nuevo a la servidumbre, como para los propios españoles, a los cuales disgustó con su altanería, impropia de un esclavo que había solicitado para sí mismo los hierros de la esclavitud, el sedicente Marqués de las Carreras bajó a la tumba víctima de un malestar desconocido, el día 14 de junio de 1864. Cuando cerró los ojos, acosado por los remordimientos, la victoria de la Patria, triunfante en todos los campos de batalla, parecía ya asegurada. La Providencia, cuyos castigos tardan a veces pero no dejan nunca de cumplirse con el rigor de una sentencia infalible, cobró con creces al déspota las injusticias de que hizo víctima a Duarte; perseguido por los mismos españoles, a quienes vendió la República, el verdugo del Padre de la Patria murió como Diómedes, devorado por los mismos caballos a los cuales enseñó a comer carne humana Pero juntamente con el eco de los triunfos de las armas de la Restauración, y con los detalles sobre el fin desastroso y dramático del general Santana, llegaron a Caracas otras noticias poco tranquilizadoras . Primero que de las versiones relativas a un posible abandono del territorio dominicano por las tropas del general La Gándara, se enteró Duarte de las discordias que, mucho tiempo antes de que volviera a conquistar plenamente su autonomía, desgarraban al país, dividido ya en numerosas banderías que se disputaban el privilegio de mandar sobre un suelo todavía en gran parte dominado por un ejército extranjero.

Gaspar Polanco, caudillo de un motín contra el jefe del primer Gobierno Provisorio, había manchado el ideal democrático de la Restauración con la sangre de Salcedo. Tomando como pretexto la inmolación de este soldado, otros capitanes gloriosos, con las carnes todavía cruzadas por las heridas de la guerra contra España, depusieron a Polanco y formaron un triunvirato que intentó inútilmente borrar con la elección de Pimentel el origen espurio que tuvo esa reacción en los campos de «El Duro» y de «La Magdalena». Cuando las fuerzas españolas abandonaron al fin, el 11 de julio de 1865, el territorio dominicano, la violencia revolucionaria se desató sobre el país con energía salvaje. Los soldados que se agruparon en torno a los pabellones de la Restauración para formar, gracias al patriotismo que obró sobre ellos como una poderosa fuerza de cohesión, una especie de familia guerrera, desunida sólo por discordias transitorias, se transformaron al día siguiente de restablecida la soberanía en mesnadas sanguinarias que se combatieron con saña bajo la autoridad de caudillos ignorantes y ambiciosos. Duarte espera en vano en el ostracismo que el país, escarmentado por la anexión, inicie una era de normalidad civil y de convivencia democrática. Como en 1844, se promete a sí mismo no retornar a la República mientras en ella subsista el imperio de la violencia fratricida. Nada le apartará de su decisión, sostenida con aquella portentosa cantidad de energía moral que puso siempre en sus resoluciones. Terminada su misión diplomática con el triunfo de la Restauración, el apóstol se refugia en la soledad, y otra vez vuelve a caer el olvido sobre su nombre y sobre su memoria. Pocos son los que en el país, entregado a la orgía revolucionaria, recuerdan a este mártir condenado a devorar en suelo extraño las amarguras de su proscripción voluntaria. Sólo el 19 de febrero de 1875, el presidente González, ilusionado con el minuto de paz que el país disfruta después del azaroso período de «los seis años», concibe la idea de llamar al ausente al seno de la Patria. «La situación del país -escribe en esa ocasión el general Ignacio María González al apóstol- es por demás satisfactoria.  Debemos confiar en que esa situación se consolidará cada día más y en que ha sonado ya la hora del progreso para este pueblo tan heroico como desgraciado. Mi deseo -concluye- es que usted vuelva a la Patria, al seno de las numerosas afecciones que tiene en ella, a prestarle el contingente de sus importantes conocimientos y el sello honroso de su presencia» La carta del presidente González no despertó sino una débil esperanza en el espíritu de Duarte. Como la anexión fue en gran parte una consecuencia de las divergencias provocadas por la ambición de mando y como muchos de los partidarios más acérrimos de esa medida antipatriótica la aceptaron sólo con el propósito de poner fin a tantas discordias y de brindar al pueblo la oportunidad de reemprender una nueva etapa en su existencia convulsiva, por un instante creyó el proscrito en la enmienda de sus conciudadanos y en la cordura de sus directores políticos. La duda, sin embargo, se interpuso entonces como en 1844, en el camino del apóstol, y lo obligó a contener sus deseos de retornar a la Patria y de prepararse a morir tranquilamente en su seno. Duarte había visto, en efecto, a la ambición asomar en las filas de los restauradores, más preocupados muchas veces de su propia hegemonía que del bien del país y de su suerte futura. Muy pocos de aquellos hombres, formados en el heroísmo salvaje de los cantones, eran capaces de un sacrificio de carácter civil> aunque todos morirían por la libertad de la patria y serían capaces del mayor de los holocaustos en el campo de la acción libertadora. El apóstol decidió, pues, continuar en Caracas, lejos de la feria política en que otros empequeñecían los laureles conquistados en la lucha reciente contra los dominadores. No transcurrió un año antes de que se realizaran sus temores. González, caudillo de la revolución del 25 de noviembre, fue acusado el 31 de enero de 1876 por la Liga de la Paz de ineptitud en el ejercicio de sus funciones, y la guerra civil fue esgrimida como una razón suprema por aquel bando amenazante. Si Duarte hubiese sobrevivido mucho tiempo a aquel nuevo desastre, hubiera presenciado también, desde el ostracismo, la caída de Espaillat, sucesor de González, cuyo ensayo de gobierno democrático demostró que el país debía pasar fatalmente por un largo proceso de descomposición y de anarquía antes de que le fuera posible entrar en el régimen de las instituciones.

Los últimos años de su vida los pasa Duarte agobiado por las privaciones materiales. Su salud, minada primero por el clima de las zonas húmedas en que residió a orillas del Orinoco, y luego por la escasez en que se ve obligado a vivir en la ciudad de Caracas, decae rápidamente y todo su organismo se abate debilitado por una vejez prematura. Su constitución había sido siempre delicada y su vida, hasta muy entrada la adolescencia se había mantenido gracias a los cuidados de sus progenitores – Pero ahora su salud es más precaria que nunca y todo anuncia en él un fin cercano. A esas condiciones físicas deplorables se suman, a lo largo de estos últimos años, los sufrimientos morales: en primer término, las noticias cada vez más desconsoladoras que recibe de la Patria y el temor de que su obra sea destruida o malograda; y luego, la tragedia que le acompaña en su vida íntima, donde ni siquiera disfruta del placer puramente espiritual de poder entregarse a escribir la historia de la creación de la República y de los sucesos en que le tocó intervenir en forma decisiva. Todos sus papeles, reunidos al través de muchos años, en donde narró los acontecimientos que precedieron a su destierro en 1844, fueron entregados al fuego por su tío Mariano Díez, temeroso de que cayeran en poder de los enemigos del proscrito, y aun sus impresiones de viajero que erró durante doce años por los parajes más intrincados de Venezuela, desaparecieron a manos de personas inescrupulosas. Los días transcurren, pues, para el apóstol en medio de una tristeza agotadora. El mal estado de su salud lo obliga a compartir el escasísimo pan que obtienen sus hermanas a costa de conmovedores sacrificios Los achaques físicos y los eclipses que a veces oscurecen su inteligencia lo han convertido poco a poco, con dolor de su dignidad humillada, en una carga agobiante para los seres a quienes más desearía auxiliar en las estrecheces del extrañamiento prolongado. Su vida enteramente inútil se consume en una larguísima agonía. Durante estos años en que la miseria le aprieta cada vez con más violencia, y en que le abandona toda esperanza, excepto aquella que recibe de Dios, sólo le sostienen su fe y su educación profundamente religiosa. En 1875, pocos días después de recibir la carta en que el presidente González lo llama al país para que lo honre «con el sello de su presencia», sus dolencias se recrudecen y lo reducen al lecho durante meses enteros. Su pudor no le permite recurrir en este trance definitivo al gobierno de su Patria en solicitud de ayuda para su ancianidad desvalida. Sólo un oscuro amigo residente en Caracas, el señor Marcos A. Guzmán, acude de cuando en cuando en auxilio de las hermanas de Duarte, materialmente imposibilitadas para adquirir las medicinas que exigen los padecimientos del apóstol, llegado ya a los peores extremos de la indigencia. Rosa y Francisca, para quienes el hermano superviviente representa la única ilusión que les acompaña en el destierro, reciben hasta seiscientos pesos sencillos que a titulo de préstamo les suministra poco a poco aquella mano caritativa. Pero la enfermedad sigue su curso y continúa haciendo progresos en el organismo ya gastado. En los primeros días del mes de julio de 1876, el médico que visita casi diariamente al enfermo transmite a las hermanas impresiones poco alentadoras. La vida de Duarte está ya próxima a extinguirse. -Su cuerpo envejecido desaparece casi en el lecho. La frente ancha y pálida, golpeada por la fiebre, es lo único que surge de entre las sábanas raídas con su antiguo sello de dignidad ceremoniosa. Por fin, el 15 de julio, el prócer entrega su alma a Dios en una humildísima casa de la calle donde nació el libertador Simón Bolívar, después de haber recibido los auxilios espirituales de manos del cura de la vecina parroquia de Santa Rosalía. Su muerte fue como su vida: un acto de sublime resignación y de mansedumbre cristiana. En tierra extraña descansaron sus huesos hasta el año 1884, en que fueron trasladados por disposición del Ayuntamiento de Santo Domingo al suelo de. donde un día le echaron sin consideración alguna ni a su proceridad ni a su inocencia.

Cuando cerró los ojos, la muerte sólo debió de hallar un gesto de dulzura en aquellos labios, donde el acíbar y el despecho hubieran podido manifestarse con las crueles, pero justas palabras de Escipión: «Ingrata patria: no poseerás mis huesos.» Padre de la Patria fue una conciencia seducida por la figura de Cristo y hecha a imagen de la de aquel sublime redentor de la familia humana. Duarte fue, como Jesús, eternamente niño, y conservó la pureza de su alma cubriéndola con una virginidad sagrada. Tuvo en su juventud una novia, a la que quiso con ternura, pero que murió soñando con su noche de bodas y suspirando por su guirnalda de azahares. Rico y de figura varonilmente hermosa, pudo haber sido amado de las mujeres y haber vivido feliz y adulado en medio de los hombres; pero como Jesús, hijo de Dios, que nunca llevó mantos de púrpura ni se cortó la cabellera, que no sentó a los poderosos a su mesa ni conoció a mujer alguna, Duarte huyó de los lugares donde la vida es alegría y festín para ofrecer a la" Patria su fortuna y para morir como el último de los mortales en medio de la desnudez y la pobreza. Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte, sería menester recurrir a la historia de los santos y de otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los honores, en ser superior al odio y superior a la maldad, en elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni más digno que él de la corona de los predestinados. Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal y su pulcritud sobrehumana. Entre los que codiciaron el mando, entre los que sostuvieron impávidos en sus manos los hierros de la venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar únicamente en sí mismos, el fundador de la República pasa como una columna señera, empequeñeciendo a sus verdugos y desarmando a sus adversarios con la autoridad propia de la pureza.

Lo que es grande en Duarte no es únicamente el patriota, el servidor abnegado de la República, sino también el hombre; y acaso es más digno de admiración que como prócer, como ser excepcional, como criatura de Dios, como figura humana. No fue un personaje común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi extraterreno que vivió como un santo, que murió con la dignidad de un patriarca, y que entró en la política y salió de ella como un copo de nieve. Para parecerse más a los santos, a aquellos santos acartonados y secos que se retiraban al desierto para aislarse de todo comercio con el mundo, Duarte huye durante más de diecisiete años a las soledades del Río Negro, a un sitio casi inaccesible en donde se interponían entre él y el resto de los hombres las fieras con sus aullidos y las selvas de Venezuela y del Brasil con sus impenetrables pirámides de verdura. Pero hasta allí llegó aquel hombre inocente precedido por la fama de sus virtudes como llegaba Jesús a las aldeas de los pescadores precedido por la fama de sus milagros. Duarte hablaba algunas veces como Jesús y muchas de sus sentencias parecen pronunciadas desde una montaña de la Biblia. En sus manifiestos políticos, aunque llenos muchas veces de conceptos poco originales, surge de improviso alguna frase con sabor a parábola, o asoma uno de aquellos pensamientos que sólo suelen brotar de los labios de esos hombres purísimos que llevan a Dios en las entrañas iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina, todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el alma una impresión de albura y de limpieza. Así como Jesús había dicho a todos los hombres, a los pescadores humildes y a los escribas mercenarios, «amaos los unos a los otros», el Padre de la Patria se dirige a sus conciudadanos para hacerles esta exhortación angustiosa: «Sed unidos, y así apagaréis la tea de la discordia.» Cuando habla a sus compatriotas para pedirles que lo exoneren del mando que quieren ofrecerle, les dice: «Sed justos lo primero, si queréis ser felices», y a sus discípulos los envía a repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con que Jesús encarecía a sus apóstoles que fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas por los infieles: «Os envío como ovejas en medio de los lobos.» A sus hermanos y a su madre valetudinana los invita con voz inexorable al sacrificio: «Entregad a la patria todo lo que habéis heredado. » Y a los que quieren seguir su causa, a sus discípulos más amados les habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna: «Juro por mi honor y mi conciencia… cooperar con mis bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y a implantar una república libre.» Jesús también había pedido esa suprema renunciación a los hombres: «Porque hay más dicha en dar que en recibir.» Después de haberlo entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega, el pan de los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte no abrió siquiera los labios para afear a quienes lo inmolaron su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de morir en la patria y de recoger en su suelo una piedra donde reposar la cabeza. Su único consuelo, si acaso hubo alguno para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas leídas por él en las Escrituras, su libro de cabecera: «Mas se te retribuirá en la resurrección de los justos.» Si Duarte es grande como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz de todas las purezas, todavía es más grande como «varón de dolores». Ninguna crueldad fue omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la inmolación de este inocente. Nadie lo oyó, sin embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los fríos que padeció como desterrado en Hamburgo, y las amarguras que devoró como proscrito en las soledades de Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza para el sufrimiento ni de hacer brotar el rencor o la cizaña en su conciencia abnegada.

Nada faltó, sin embargo, a su viacrucis, ni siquiera la befa de sus enemigos que lo tildaron de «filorio», esto es, de tonto, de cándido, de iluso. Aunque ese calificativo lo honra como honró a Jesús el cartel que mandó poner Pilatos sobre el madero de la crucifixión (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, J. 19-19), prueba por sí solo lo puro que era aquel visionario cuando su idealismo fue considerado por sus detractores como el único inri que podía estamparse sobre su frente sin pecado. Si los verdugos de Duarte hubieran asistido a sus últimos instantes, cuando el justo se tendió en el lecho para dormir al lado de la muerte, esos verdugos sin entrañas hubieran podido escuchar en sus labios las mismas palabras que un día oyeron aterrados los que pusieron a su Señor en un leño de ignominia y después se repartieron sus vestidos: «Padre, perdónalos.» Todos los hijos de doña Manuela Diez y de Juan José Duarte se hallan dotados de una emotividad que enternece. Casi todos nacen con una marcada inclinación al misticismo, y sus sentimientos, en las distintas esferas donde actúan, son generalmente extremados. Cierta sensibilidad enfermiza, muy pronunciada en todos los miembros de esta  familia, preside sus actos y rodea a veces sus acciones más sencillas de un sentido impenetrable.

La reacción espiritual de cada uno de los Duarte frente a los acontecimientos que se registran en su vida, se produce sin violencia, pero de manera que espanta y conmueve al propio tiempo, por el grado de intensidad que alcanzan en sus temperamentos esas crisis afectivas. Sandalia, la menor de las hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena adolescencia por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan tremendo el estupor que el hecho engendra en aquella sensibilidad virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir al ultraje que recibe y muere poco después consumida por indomable tristeza. Manuel, el más joven de los hermanos, profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que lo condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro, pierde la razón y queda desde el mismo día en que se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una especie de locura ensimismada. Cuando Tomás de la Concha es conducido al patíbulo juntamente con Antonio Duvergé y las demás victimas del 11 de abril, Rosa Duarte, quien ama desde la niñez al joven trinitario, hace voto de castidad y continúa queriendo hasta más allá de la muerte al prometido, cuyo recuerdo vive desde entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor inolvidable. En la vida del fundador de la República, tal vez el más sano y varonil de estos seres de naturaleza apasionada, abundan también las actitudes que se llevan hasta los últimos límites de la abnegación con energía aterradora. Los veinte años que pasa sepultado en el Apure o errante por las selvas del Orinoco, bastan por sí solos para poner de manifiesto hasta qué punto llevó este visionario su desdén del mundo y su desprecio de las glorias humanas. No es de seres comunes esta emotividad caudalosa. Algo extraordinario debió de haber puesto la naturaleza en esos temperamentos virginalmente sensibles. Los mismos amigos que conocieron íntimamente a Juan Pablo Duarte y a sus hermanos, se sintieron muchas veces temerosos de que la sensibilidad que cada uno de ellos poseía como un don del cielo, los pudiese arrastrar a decisiones desesperadas. El día 25 de diciembre de 1845, el Padre de la Patria recibe desde Cumaná una carta donde Juan Isidro Pérez le ruega, con acento patético, que no se deje matar en el destierro por la inanición y la melancolía:

«Vive, Juan Pablo, y gloríate en tu ostracismo y que se gloríe tu santa madre y toda tu honorable familia… Mándame a decir, por Dios, que no se morirán ustedes de inanición- mándamelo a asegurar porque esa idea me destruye… » Sabía Juan Isidro Pérez, amigo del fundador de «La Trinitaria» desde los días de la infancia, que Duarte era capaz de adoptar toda clase de resoluciones extremas: la de no probar alimento como protesta contra la vejación que en su persona se hacía a la virtud y a la inocencia, la de dejarse invadir en tierra extraña por una tribulación excesiva, o la de entregarse poco a poco a la muerte como quien pierde la voluntad de vivir sea por horror a la maldad de los hombres, o sea por deseo de sustraerse a la abyección cotidiana. La sensibilidad excesiva se encuentra en Duarte y en sus hermanos combinada con una incontenible tendencia al misticismo. El Padre de la Patria nació con vocación para santo. Los veinte años que pasó recluido en el desierto como un monje en su celda, el calor apostólico que puso en sus palabras y en sus actos, su imperio sobre sí y sobre sus apetitos más naturales; su desprecio por el poder, pasión de demagogo vulgar o de político ambicioso; su sentido abnegado del patriotismo, fuerza que actúa sobre él como una especie de exaltación religiosa; sus concepciones políticas, influidas por el Cristianismo hasta el extremo de que la cruz, símbolo de amor y emblema de concordia, preside los colores de la bandera con que dota a la República; la fe con que sostiene sus ideas y otras muchas circunstancias de la misma índole, manifiestas tanto en su obra como en su propia vida, demuestran que hubo en el alma de Duarte algo que identifica al hombre de acción con San Francisco de Asís o con cualquiera otra de esas  criaturas bienaventuradas que la Iglesia ofrece a nuestra veneración en los altares. Es indudable que el santo convertido por el patriotismo en un héroe capaz no sólo de acciones abnegadas, sino también de actitudes sublimes y de lances intrépidos, dispuso de la energía necesaria para organizar y dirigir sus milicias con el sentido épico y con el entusiasmo férreo con que formó las suyas San Ignacio de Loyola. «La Trinitaria» fue en realidad una especie de «Compañía de Jesús», donde los admitidos debían actuar como soldados, prestos a morir por su idea y a participar con un invencible espíritu de sacrificio en las controversias humanas. Pero por debajo del combatiente, del soldado de una causa sagrada, capaz de entrar con corazón indómito en la arena de los combates, existió en Duarte el ángel incorruptible, el ser infinitamente diáfano en quien el estiércol humano se convierte en algo tan puro como el éter ligero. Si Duarte no ingresó al sacerdocio fue, sin duda, porque se lo impidió su obsesión patriótica. Perdido en las selvas de Río Negro e incomunicado en el Apure de toda relación con el mundo, piensa noche y día en su país y se resiste a incorporarse a una orden religiosa, no obstante el atractivo que sobre él ejerce la vocación sacerdotal, porque lo detiene el presentimiento de que la República seria nuevamente víctima de la codicia extranjera. Pero la actitud que adopta en el momento decisivo de su existencia es la única que hasta cierto punto concilia las dos tendencias poderosas que obran sobre su espíritu: la que lo inclina al apostolado patriótico y la que lo llama insistentemente a los altares.

El aislamiento a que se condena en el desierto le permite sustraerse a las vanidades de la vida y disfrutar en la soledad de los placeres de la meditación religiosa; y el destierro prolongado que se impone a sí mismo lo preserva del contagio político y le ofrece a la vez la oportunidad de contemplar, desde playas distantes y serenas, el desconsolador espectáculo de sus conciudadanos que viven en la discordia y contribuyen con sus rencillas a retardar la entrada del país en el régimen de las instituciones.

Dos actitudes más pueden aún señalarse como testimonio de que el Padre de la Patria fue un místico en quien el sentimiento de algo superior se manifiesta de un modo extraordinario: su espíritu de resignación y la fuerza que puso en sus resoluciones. Perseguido por la fatalidad, echado como un vulgar malhechor de su país, errante en las selvas o solitario en medio de los hombres, pobre hasta carecer de lo más indispensable; privado del abrigo de un hogar y de los afectos más ele-mentales, como el de la mujer o el del hijo, no doblega la cabeza ante el infortunio ni se le ve adoptar jamás una actitud destemplada. La resignación, una resignación verdaderamente heroica, es lo que caracteriza a este Job del patriotismo, para quien el destino parece haber cambiado el orden de sus leyes, pero quien en medio de su estercolero mantuvo intacta la niñez de su espíritu y conservó la virginidad de su ilusión que poseyó la virtud de ser interminable como la vida y eterna como la esperanza. No menos grande fue la energía moral con que Duarte mantuvo sus propósitos. Proscrito por Santana en 1844, se propuso permanecer alejado del país mientras las furias del odio y de la discordia imperaran sobre su tierra nativa.

Durante veinte años mantuvo sin flaquear esa consigna y ni la pobreza ni la necesidad de reposo físico que experimentó en el desierto, donde la salud empezó a abandonarlo, fueron parte para reducirlo a quebrantar esa resolución que hubiera arredrado a cualquier otro hombre de naturaleza más débil o de voluntad menos aguerrida. Agréguese aún, si se quiere completar la fisonomía de esta personalidad extraordinaria, el don profético que acompañó desde la juventud al Padre de la Patria. Los hombres que creen con exaltación en sus ideas, aquellos a quienes acompaña una fe ilimitada y profesan sus ideales con una especie de idolatría supersticiosa, son precisamente los que suelen poseer un sentido de adivinación más certero. El misticismo de estos seres extraños, dotados de una facultad de videncia de que carece el común de los mortales, se manifiesta muchas veces por un don de segunda vista que les permite adelantarse a las realidades inmediatas. Llamados por la naturaleza a participar, gracias a su instinto adivinatorio o a su fe desorbitada, de uno de los privilegios característicos de los dioses, tales hombres creen cuando en torno suyo la esperanza ajena vacila o se desploma; afirman, cuando los demás se desconciertan en un laberinto de dudas y de contradicciones; se anticipan, en fin, a los acontecimientos, y presienten que la utopía de hoy será la realidad de mañana. Duarte poseyó en gran medida esa facultad extraordinaria. Creyó en la Patria, y el día en que era mayor la incertidumbre reinante sobre su porvenir, todavía incierto y oscuro, hizo alarde de su fe en una nacionalidad imperecedera y mostró hecho carne a sus conciudadanos atónitos el sueño de la independencia absoluta. Pero Duarte fue un espíritu lleno de madurez y de equilibrio no obstante haber poseído una sensibilidad desmesurada. Los actos que realiza, en los momentos críticos de su existencia, no son en él indicios de excentricidad ni testimonios de locura.

Los veinte años que pasó en la selva, perdido para su familia y para el mundo, hasta el extremo de que se le juzgó muerto hasta el día de su reaparición en 1864, se explican por las cualidades excepcionales de su carácter más bien que por un acceso de misantropía morbosa. Ese enterramiento en vida acto inconcebible por la cantidad de paciencia y de resignación que revela, es una evidencia inequívoca de la intrepidez del ánimo de Duarte y del imperio abrumador que el hombre ejerció sobre sí y sobre sus pasiones. Son pocas las figuras del santoral católico que pueden exhibir una abnegación semejante. Entre los hombres comunes, entre aquellos que conservan algo de la bestia primitiva y a propósito de los cuales se puede hablar del «animal humano», no hay uno solo que haya sido capaz de tanto sacrificio ni de tanta entereza. La persecución implacable de que fue objeto se explica en gran parte por la diferencia que reinó entre su nivel moral y el de sus contemporáneos. Santana, Bobadilla, Caminero, Ricardo Miura, Báez, Santiago Díaz de Peña, hombres llenos de orgullo y de ambición, pobres pecadores que hociquean sin pudor en el cieno de la política, no podían tolerar la presencia entre ellos de un ciudadano tan insultantemente probo; y de ahí que, sin razón alguna que lo explique, hayan hecho desde el primer día a esa probidad insólita una guerra sin cuartel, como si todos, sin poder evitarlo, se sintieran ofendidos por su pulcritud y escandalizados por su pureza. ¡Singular familia la del fundador de la República! Sus condiciones espirituales de excepción pueden hacernos creer a veces que algunos de los hijos de Juan José Duarte y de Manuela Diez, fueron seres enfermos en quienes el mismo amor a la patria cobra con frecuencia el sesgo aterrador que suelen adquirir las reacciones del sentimiento en todas las personas de sensibilidad extraviada. Pero lo que en los miembros de aquel hogar podría acaso atribuirse a excentricismos o a posibles enfermedades de la razón o del espíritu, no es sino el fruto de un exceso de vida y de salud moral que unas veces se manifiesta, como en el caso del Cristo errante que deambula por espacio de veinte años al través de las selvas del Orinoco, por medio de actos de abnegación casi aterradores, y que otras veces se desborda en llanto y en melancolía, como en el de la virgen raptada que no quiso sobrevivir a su deshonra e inclinó para siempre la cabeza como la flor doblegada por la lluvia. Pedro Santana es la antítesis de Duarte.

Las respectivas fisonomías de estos dos hombres se hallan formadas por rasgos contradictorios. El desdén de los bienes de fortuna es el rasgo que más sobresale en la personalidad del Padre de la Patria. Entregó a la República no sólo su propio porvenir, sino también el pan de su madre y el techo de sus hermanas. En pago de ese sacrificio, realizado con heroica sencillez, no obtuvo ni reclamó jamás galardones honoríficos ni compensaciones materiales. Santana, en cambio, fue un hombre sórdido que amó el dinero y se hizo pagar con largueza los servicios que prestó al país como guerrero y como estadista improvisado. Condueño, no por obra de su esfuerzo personal, sino por los azares de la herencia, de uno de los hatos más pingües del país, impulsó a su hermano Ramón a contraer nupcias con la hija del propietario de la mitad de «El Prado», don Miguel Febles, y aguardó con fría indiferencia la desaparición de ese terrateniente para desposar a su viuda, doña Micaela Rivera. Hombre que madura planes de esa especie y que convierte en un negocio uno de los actos que aun los seres más humildes sólo realizan por amor, tiene que llevar a la vida pública la mentalidad de un avaro, incapaz de todo impulso altruista y de todo pensamiento generoso. Por eso se hizo pagar en 1853 por el Estado, con pretexto de haber sufrido daños en sus bienes personales, una cuantiosa suma que engrosó su patrimonio y que representaba para la época una cantidad considerable; y por eso, cuando estalla la guerra contra la anexión, establece su campamento en Guanuma, en sitio inhospitalario, donde las tropas son implacablemente diezmadas por las enfermedades, con el único propósito visible de impedir que los ejércitos de la Restauración atraviesen la cordillera central y se apoderen del ganado que el sedicente Marqués de las Carreras conserva en sus haciendas de El Seybo.

La codicia pesa más sobre su conciencia que todo otro sentimiento, y es el único déspota dominicano de la época que saca indemne del caos político su fortuna privada. La patria llegó a reducirse en el corazón de Santana, precisamente en el momento más dramático de su vida, hasta adquirir en él las dimensiones de las sabanas de «El Prado». Otro de los rasgos capitales de la figura de Duarte es el don de segunda vista que le permitió adivinar con asombrosa perspicacia el futuro.

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