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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 2)


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En cuanto a Miguel Strogoff, lo tenía todo en regla y quedaba al abrigo de cualquier medida de la policía.

En la estación de Wladimir el tren se detuvo durante algunos minutos, los cuales le bastaron al corresponsal del Daily Telegraph para hacer una semblanza extremadamente completa, en su doble aspecto físico y moral de esta vieja capital rusa.

En la estación de Wladimir subieron al tren nuevos pasajeros, entre ellos una joven que entró en el compartimiento de Miguel Strogoff.

Ante el correo del Zar había un asiento vacío que ocupó la joven, después de depositar todo su equipaje. Después, con los ojos bajos, sin haber echado una mirada a los compañeros de viaje que le destinó el azar, se dispuso para un trayecto que debía durar aún algunas horas.

Miguel Strogoff no pudo impedir fijarse atentamente en su nueva vecina. Como se encontraba sentada de espaldas al sentido de la marcha, él le ofreció su asiento, por si lo prefería, pero la joven rehusó dándole las gracias con una leve reverencia.

La muchacha debía de tener entre dieciseis y diecisiete años. Su cabeza, verdaderamente hermosa, representaba al tipo eslavo en toda su pureza; raza de rasgos severos, que la destinaban a ser más bella que bonita en cuanto el paso de los años fijaran definitivamente sus facciones. Se cubría con una especie de pañuelo que dejaba escapar con profusión sus cabellos, de un rubio dorado. Sus ojos eran oscuros, de mirada aterciopelada e infinitamente dulce; su nariz se pegaba a unas mejillas delgadas y pálidas por unas aletas ligeramente móviles; su boca estaba finamente trazada, pero daba la impresión de que la sonrisa había desaparecido de ella desde hacía mucho tiempo.

Eraalta y esbelta, a juzgar por lo que dejaba apreciar el abrigo ancho y modesto que la cubría. Aunque era todavía una niña, en toda la pureza de la expresión, el desarrollo de su despejada frente y la limpieza de rasgos de la parte inferior de su rostro, daban la impresión de una gran energía moral, detalle que no escapó a Miguel Strogoff. Evidentemente, esta joven debía de haber sufrido ya en el pasado, y su porvenir, sin duda, no se le presentaba de color de rosa; pero parecía no menos cierto que debía de haber luchado y que estaba dispuesta a seguir luchando contra las dificultades de la vida. Su voluntad debía de ser vivaz, constante, hasta en aquellas circunstancias en que un hombre estaría expuesto a flaquear o a encolerizarse.

Tal era la impresion que, a primera vista, daba esta jovencita. A Miguel Strogoff, dotado él mismo de una naturaleza enérgica, tenía que llamarle la atención el carácter de aquella fisonomía, y, teniendo siempre buen cuidado de que su persistente mirada no la importunase lo más mínimo, observó a su vecina con cierta atención.

El atuendo de la joven viajera era, a la vez, de una modestia y una limpieza extrema. Saltaba a la vista que no era rica, pero se buscaría vanamente en su persona cualquier señal de descuido.

Todo su equipaje consistía en un saco de cuero, cerrado con llave, que sostenía sobre sus rodillas por falta de sitio donde colocarlo.

Llevaba una larga pelliza de color oscuro, liso, que se anudaba graciosamente a su cuello con una cinta azul. Bajo esta pelliza llevaba una media falda, oscura también, cubriendo un vestido que le caía hasta los tobillos, cuyo borde inferior estaba adornado con unos bordados poco llamativos. Unos botines de cuero labrado, con suelas reforzadas, como si hubieran sido preparadas en previsión de un largo viaje, calzaban sus pequeños pies.

Miguel Strogoff, por ciertos detalles, creyó reconocer en aquel atuendo el corte habitual de los vestidos de Livonia y pensó que su vecina debía de ser originaria de las provincias bálticas. Pero ¿adónde iba esta muchacha, sola, a esa edad en que el apoyo de un padre o de una madre, la protección de un hermano, son, por así decirlo, obligados? ¿Venía, recorriendo tan largo trayecto, de las provincias de la Rusia occidental? ¿Se dirigía únicamente a Nijni-Novgorod, o proseguiría más allá de las fronteras orientales del Imperio? ¿La esperaba algún pariente o algún amigo a la llegada del tren? Por el contrario, ¿ no sería lo más probable que al descender del tren se encontrase tan sola en la ciudad como en el compartimiento, en donde nadie -debía de pensar ella- parecía hacerle caso? Todo era probable.

Efectivamente, en la manera de comportarse aquella joven viajera, quedaban visiblemente reflejados los hábitos que se van adquiriendo en la soledad. La forma de entrar en el compartimiento y de prepararse para el, viaje; la poca agitación que produjo en su derredor, el cuidado que puso en no molestar a nadie; todo ello denotaba la costumbre que tenía de estar sola y no contar más que consigo misma

Miguel Strogoff la observaba con interes, pero como él mismo era muy reservado, no buscó la oportunidad de entablar conversación con ella, pese a que habían de transcurrir muchas horas antes de que el tren llegase a Nijni-Novgorod.

Solamente en una ocasión, el vecino de la joven -aquel comerciante que tan imprudentemente mezclaba el sebo con los chales- se había dormido y amenazaba a su vecina con su gruesa cabeza, basculando de un hombro al otro; Miguel Strogoff lo despertó con bastante brusquedad para hacerle cornprender que era conveniente que se mantuviera más erguido.

El comerciante, bastante grosero por naturaleza, murmuró algunas palabras contra «esa gente que se mete en lo que no le importa», pero Miguel Strogoff le lanzó una mirada tan poco complaciente que el dormilón volvióse del lado opuesto, librando a la joven viajera de tan incómoda vecindad, mientras ella miraba al joven durante unos instantes, reflejando un mudo y modesto agradecimiento en su mirada.

Pero tenía que presentarse otra circunstancia que daría a Miguel Strogoff la medida exacta del carácter de la joven.

Doce verstas antes de llegar a la estación de Nijni-Novgorod, en una brusca curva de vía, el tren experimentó un choque violentísimo y después, durante unos minutos, rodó por la pendiente de un terraplén.

Viajeros más o menos volteados, gritos, confusión, desorden general en los vagones, tales fueron los efectos inmediatos ante el temor de que se hubiera producido un grave accidente; así, incluso antes de que el tren se detuviera, las puertas de los vagones quedaron abiertas y los aterrorizados viajeros no tenían más que un pensamiento: abandonar los coches y buscar refugio fuera de la vía.

Miguel Strogoff pensó al instante en su vecina, pero, mientras los otros viajeros del compartimiento se precipitaban fuera del vagón, gritando y empujándose, la joven permaneció tranquilamente en su sitio, con el rostro apenas alterado por una ligera palidez.

Ella esperaba. Miguel Strogoff también.

Ella no había hecho ningún movimiento para salir del vagón.

Miguel Strogoff no se movió tampoco.

Ambos permanecieron impasibles.

«Una naturaleza enérgica», pensó Miguel Strogoff. Mientras, el peligro había desaparecido. La rotura del tope del vagón de equipajes había provocado, primero el choque, después la parada del tren, pero poco había faltado para que descarrilara, precipitándose desde el terraplén al fondo de un barranco. El accidente ocasionó una hora de retraso, pero al fin, despejada la vía, el tren reemprendió la marcha y a las ocho y media de la tarde llegaban a la estación de Nijni-Novgorod.

Antes de que nadie pudiera bajar de los vagones, los inspectores de policía coparon las portezuelas examinando a los viajeros.

Miguel Strogoff mostró su podaroshna extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, y no tuvo dificultad alguna. En cuanto a los otros pasajeros del compartimiento, todos ellos con destino a Nijni-Novgorod, no despertaron sospechas, afortunadamente para ellos.

La joven presentó, no un pasaporte, ya que el pasaporte no se exige en Rusia, sino un permiso acreditado por un sello particular y que parecía ser de una especial naturaleza. El inspector lo leyó con atención y después de examinar minuciosamente el sello que contenía, le preguntó:

-¿Eres de Riga?

-Sí -respondió la joven.

-¿Vas a Irkutsk?

-Sí.

¿Por qué ruta?

-Por la ruta de Perm.

-Bien -respondió el inspector-, pero cuida de que te refrenden este permiso en la oficina de policia de Nijni-Novgorod.

La joven hizo un gesto de asentimiento.

Oyendo estas preguntas y respuestas, Miguel Strogoff experimentó un sentimiento de sorpresa y piedad al mismo tiempo. ¡Cómo! ¡Esta muchacha, sola, por los caminos de la lejana Siberia en donde a los peligros habituales se sumaban ahora los riesgos de un país invadido y sublevado! ¿Cómo llegará a Irkutsk? ¿ Qué será de ella … ?

Finalizada la inspección, las puertas de los vagones quedaron abiertas, pero, antes de que Miguel Strogoff hubiera podido iniciar un movimiento hacia la muchacha, ésta había descendido del vagón, desapareciendo entre la multitud que llenaba los andenes de la estación.

 

5

UN DECRETO EN DOS ARTÍCULOS

Nijni-Novgorod, o Novgorod la Baja, situada en la confluencia del Volga y del Oka, es la capital del gobierno de este nombre. Era allí donde Miguel Strogoff debía abandonar la línea férrea, que en esta época no se prolongaba más alláde esta ciudad. Así pues, a medida que avanzaba, los medios de comunicacion se volvían menos rápidos, a la vez que más inseguros.

Nijni-Novgorod, que en tiempqs ordinarios no contaba más que de treinta a treinta y cinco mil habitantes, albergaba ahora más de trescientos mil, o sea, que su población se había decuplicado. Este crecimiento era debido a la célebre feria que se celebraba dentro de sus muros durante un período de tres semanas. En otros tiempos había sido Makariew quien se había beneficiado de esta concurrencia de comerciantes; pero desde 1817, la feria había sido trasladada a Nijni-Novgorod.

La ciudad, bastante triste habitualmente, presentaba entonces una animación extraordinaria. Diez razas diferentes de comerciantes, europeos o asiáticos, confraternizaban bajo la influencia de las transacciones comerciales.

Aunque la hora en que Miguel Strogoff salió de la estación era ya avanzada, se velan aun grandes grupos de gente en estas dos ciudades que, separadas por el curso del Volga, constituyen Nijni-Novgorod, la más alta de las cuales, edificada sobre una roca escarpada, está defendida por uno de esos fuertes llamados kreml en Rusia.

Si Miguel Strogoff se hubiese visto obligado a permanecer en Nijni-Novgorod, difícilmente hubiera encontrado hotel o ni siquiera posada un tanto conveniente porque todo estaba lleno. Sin embargo, como no podía marchar inmediatamente porque le era necesario tomar el buque a vapor del Volga, debía encontrar cualquier albergue. Pero antes quería conocer la hora exacta de salida del vapor, por lo que se dirigió a las oficinas de la compañía propietaria de los buques que hacen el servicio entre Nijni-Novgorod y Perm.

Allí, para su disgusto, se enteró de que el Cáucaso -éste era el nombre del buque- no salía hacia Perrn hasta el día siguiente al mediodía. ¡Tenía que esperar diecisiete horas! Era desagradable para un hombre con tanta prisa, pero no tuvo más remedio que resignarse. Y fue lo que hizo, porque él no se disgustaba jamás sin motivo.

Además, en las circunstancias actuales, ningún coche, talega o diligencia, berlina o cabriolé de posta ni veloz caballo, le hubiera conducido tan rápido, bien sea a Perm o a Kazan. Por ello más valía esperar la partida del vapor, que era más rápido que ningún otro medio de transporte de los que podía disponer y que le haría recuperar el tiempo perdido.

He aquí, pues, a Miguel Strogoff, paseando por la ciudad y buscando, sin impacientarse demasiado, un albergue donde pasar la noche. Pero no se hubiera preocupado mucho si no fuera por el hambre que le pisaba los talones, y probablemente hubiera deambulado hasta la mañana siguiente por las calles de Nijni-Novgorod. Por eso, lo que se proponía encontrar era, más que una cama, una buena cena, pero encontró ambas cosas en la posada Ciudad de Constantinopla.

El posadero le ofreció una habitación bastante aceptable, no muy llena de muebles, pero en la que no faltaban ni la imagen de la Virgen ni las de algunos iconos, enmarcadas en tela dorada. Inmediatamente le fue servida la cena, teniendo suficiente con un pato con salsa agria y crema espesa, pan de cebada, leche cuajada, azúcar en polvo mezclado con canela y una jarra de kwass, especie de cerveza muy comun en Rusia. No le hizo falta más para quedar saciado. Y, por supuesto, se sació mucho más que su vecino de mesa que en su calidad de «viejo creyente» de la secta de los Raskolniks, con voto de abstinencia, apartaba las patatas de su plato y se guardaba mucho de ponerle azúcar a su té.

Terminada su cena, Miguel Strogoff, en lugar de subir a su habitacion, reemprendió maquinalmente su paseo a través de la ciudad. Pero pese a que el largo crepúsculo se prolongaba todavía, las calles iban quedándose, poco a poco, desiertas, reintegrándose cada cual a su alojamiento.

¿Por qué Miguel Strogoff no se había metido en la cama como era lo lógico después de toda una jornada pasada en el tren? ¿Pensaba en aquella joven livoniana que durante algunas horas había sido su compañera de viaje? No teniendo nada mejor que hacer, pensaba en ella. ¿Creía que, perdida en esta tumultuosa ciudad, estaba expuesta a cualquier insulto? Lo temía, y tenía sus razones para temerlo. ¿Esperaba, pues, encontrarla y, en caso necesario, convertirse en su protector? No. Encontrarla era difícil y en cuanto a protegerla… ¿Con qué derecho?

« ¡Sola -se decía-, sola en medio de estos nómadas! ¡Y los peligros presentes no son nada comparados con los que le esperan! ¡Siberia! ¡Irkutsk! Lo que yo voy a intentar por Rusia y por el Zar ella lo va a hacer por… ¿Por quién? ¿Por qué? ¡Y tiene autorización para traspasar la frontera! ¡Con todo el país sublevado y bandas tártaras corriendo por las estepas … !»

Miguel Strogoff se detuvo para reflexionar durante algunos instantes.

«Sin duda -pensó- la intención de viajar la tuvo antes de la invasión. Puede ser que ignore lo que está pasando… Pero no; los mercaderes comentaron delante de ella los disturbios que hay en Siberia y ella no pareció asombrarse… Ni siquiera ha pedido una explicación… Lo sabía y sin embargo continúa… ¡Pobre muchacha! ¡Ha de tener motivos muy poderosos! Pero por valiente que sea -y lo es mucho, sin duda-, sus fuerzas la traicionarán durante el viaje porque, aun sin tener en cuenta los peligros y las dificultades, no podrá soportar las fatigas y nunca conseguirá llegar a Irkutsk … »

Mientras reflexionaba, Miguel Strogoff no cesaba de caminar al albur, pero como conocía perfectamente la ciudad, no tendría dificultad alguna en encontrar el camino de la pensión.

Después de haber deambulado durante una hora fue a sentarse en un banco adosado a la fachada de una gran casa de madera que se levantaba en medio de otras muchas que rodeaban una vasta plaza.

Estaba sentado hacía unos cinco minutos cuando una mano se apoyó fuertemente en su hombro.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó con voz ruda un hombre de elevada estatura al que no había visto venir.

-Estoy descansando -le respondió Miguel Strogoff.

-¿Es que tienes la intención de pasar aquí la noche? -replicó el hombre.

-Sí, si ello me interesa -contestó Miguel Strogoff con un tono demasiado acre para pertenecer a un simple comerciante, que es lo que él debía ser.

-Acércate para que te vea -dijo el hombre.

Miguel Strogoff, acordándose que debía ser prudente antes que nada, retrocedió instintivamente.

-No hay ninguna necesidad de que me veas -respondió.

Y con toda su sangre fría, interpuso entre él y su interlocutor una distancia de unos diez pasos.

Observándolo bien, le pareció entonces que se las había con uno de esos bohemios que uno se encuentra en todas las ferias y con los cuales hay que evitar cualquier tipo de relación. Después, mirándolo más atentamente a través de las sombras que comenzaban a espesarse, distinguió cerca de la casa un gran carretón, morada habitual y ambulante de los cíngaros o gitanos que acuden en Rusia como un hormiguero allá donde hay algunos kopeks a ganar.

Mientras tanto, el bohemio había dado dos o tres pasos adelante y se preparaba para interpelar más directamente a Miguel Strogoff, cuando se abrió la puerta de la casa y apareció una mujer, apenas visible entre las sombras, la cual avanzó vivamente y, en un lenguaje rudo que Miguel Strogoff identificó como una mezcolanza de mongol y siberiano, dijo:

-¿Otro espía? Déjalo y vente a cenar. El papluka está esperando.

Miguel Strogoff no pudo evitar sonreírse por la calificación que le aplicaba la mujer, precisamente a él, que temía sobremanera a los espías.

El hombre, en el mismo lenguaje, pero empleando un acento muy distinto al de la mujer, respondió algunas palabras que venían a decir, poco más o menos:

-Tienes razón, Sangarra. Por lo demás, mañana nos habremos ido.

-¿Mañana? -replicó a media voz la mujer, con un tono que denotaba cierta sorpresa.

-Sí, Sangarra, mañana -respondió el bohemio- y es el mismo Padre el que nos envía… adonde queremos ir.

Y después de esto, hombre y mujer entraron en la casa, cerrando cuidadosamente la puerta tras ellos.

«¡Bueno! -se dijo Miguel Strogoff-. Si estos bohemios tienen interés en que no les entienda, tendría que aconsejarles que empleasen otra lengua para hablar delante de mí! »

En su calidad de siberiano y por haber pasado toda su infancia en la estepa, Miguel Strogoff -como queda dicho- comprendía casi todos los idiomas empleados desde Tartaria al océano Glacial. En cuanto al preciso significado de las palabras de los bohemios, no se preocupó demasiado por avenguarlo. ¿Qué interés podía tener para él?

Como era ya hora avanzada, Miguel Strogoff decidió volverse al albergue con la intención de descansar un poco. Siguiendo el curso del Volga, en donde las aguas desaparecen bajo las sombras de innumerables embarcaciones, encontró fácilmente la forma de orientarse para volver a la pensión. Aquella aglomeración de carretones y casas ocupaba, precisamente, la vasta plaza donde se celebraba cada año el principal mercado de Nijni-Novgorod, lo cual explicaba la afluencia de tal cantidad de saltimbanquis y bohemios que acudían de todas partes del mundo.

Una hora más tarde, Miguel Strogoff dormía con sueño algo agitado, en una de esas camas rusas que tan duras parecen a los extranjeros. El día siguiente, 17 de julio, sería su gran día.

Las cinco horas que le quedaban aún por pasar en Nijni-Novgorod le parecían un siglo. ¿Qué podía hacer para ocupar la mañana, como no fuese deambular por las calles como la víspera? Una vez tomado su desayuno, arreglado el saco y visado su podaroshna en la oficina de policía, no tenía nada más que hacer hasta la hora de la partida. Pero como no estaba acostumbrado a levantarse después que el sol, se vistió, colocó cuidadosamente la carta con las armas imperiales en el fondo de un bolsillo practicado en el forro de la túnica, apretó el cinturón sobre ella, cerró el saco de viaje y echándoselo sobre los hombros salió de la posada. Como no quería volver a la Ciudad de Constantinopla, liquidó su cuenta, contando con almorzar a orillas del Volga, cerca del embarcadero.

Para mayor seguridad, Miguel Strogoff volvió a presentarse en las oficinas de la compañía para reafirmarse de que el Cáucaso partía a la hora que le habían anunciado. Un pensamiento le vino entonces a la mente por primera vez. Ya que la joven livoniana había de tomar la ruta de Perm, era muy posible que tuviera el proyecto de embarcar también en el Cáucaso, con lo que no tendrían más remedio que hacer el viaje juntos.

La ciudad alta, con su kremln, cuyo perímetro medía dos verstas y era muy parecido al de Moscú, estaba muy abandonada en aquella ocasión; ni siquiera el gobernador vivía allí. Sin embargo, la ciudad baja estaba excesivamente animada.

Miguel Strogoff, después de atravesar el Volga por un puente de madera guardado por cosacos a caballo, llegó al emplazamiento en donde la víspera se había tropezado con el campamento de bohemios. La feria de Nijni-Novgorod se montaba un poco en las afueras de la ciudad y ni siquiera la feria de Leipzig podía rivalizar con ella. En una vasta explanada situada más allá del Volga se levanta el palacio provisional del gobernador general, que tiene la orden de residir allí mientras dura la feria, ya que a causa de la variada gama de elementos que a ella concurrian, necesitaba una vigilancia especial.

Esta explanada estaba ahora llena de casas de madera, simétricamente dispuestas, de forma que dejaban entre ellas avenidas bastante amplias como para que pudiera circular libremente la multitud. Una aglomeración de casas de todas formas y tamaños constituía un barrio aparte y en cada una de estas aglomeraciones se practicaba un género determinado de comercio. Había el barrio de los herreros, el de los cueros, el de la madera, el de las lanas, el de los pescados secos, etc. Algunas de estas casas estaban construidas con materiales de alta fantasía, como ladrillos de té, bloques de carne salada, etc., es decir, con las muestras de aquellos artículos que los propietarios ofrecían a los compradores con esa singular forma de reclamo tan poco americana.

En esas avenidas bañadas en toda su extensión por el sol, que había salido antes de las cuatro, la afluencia de gente era ya considerable. Rusos, siberianos, alemanes, griegos, cosacos, turcos, indios, chinos; mezcla extraordinaria de europeos y asiáticos comentando, discutiendo, perorando y traficando. Todo lo que se pueda comprar y vender parecía estar reunido en esa plaza. Porteadores, caballos, camellos, asnos, barcas, carros, todo vehículo que pudiera servir para el transporte estaba acumulado sobre el campo de la feria. Cueros, piedras preciosas, telas de seda, cachemires de la India, tapices turcos, armas del Cáucaso, tejidos de Esmirna o de Ispahan, armaduras de Tiflis, té, bronces europeos, relojes de Suiza, terciopelos y sedas de Lyon, algodones ingleses, artículos para carrocerías, frutas, legumbres, minerales de los Urales, malaquitas, lapizlázuli, perfumes, esencias, plantas medicinales, maderas, alquitranes, cuerdas, cuernos, calabazas, sandías, etc. Todos los productos de la India, de China, de Persia, los de las costas del mar Caspio y mar Negro, de América y de Europa, estaban reunidos en aquel punto del globo.

Había un movimiento, una excitación, un barullo y un griterío indescriptibles y la expresividad de los indígenas de clase inferior iba pareja con la de los extranjeros, que no les cedían terreno sobre ningun punto. Había allí mercaderes de Asia central que habían empleado todo un año para atravesar tan inmensas llanuras escoltando sus mercancías, y los cuales no volverían a ver sus tiendas o sus despachos hasta dentro de otro año. En fin, la importancia de la feria de Nijni-Novgorod era tal que la cifra de las transacciones no bajaba de los cien millones de rublos.

Aparte, en las plazas de los barrios de esta ciudad improvisada, había una aglomeración de vividores de toda clase: saltimbanquis y acróbatas, que ensordecían con el ruido de sus orquestas y las vociferaciones de sus reclamos; bohemios llegados de las montañas que decían la buenaventura a los bobalicones de entre un público en continua renovacion; cingaros o gitanos -nombre que los rusos dan a los egipcios, que son los antiguos descendientes de los coptos-, cantando sus más animadas canciones y bailando sus danzas más originales; actores de teatrillos de feria que representaban obras de Shakespeare, muy apropiadas al gusto de los espectadores, que acudían en tropel. Después, a lo largo de las avenidas, domadores de osos que paseaban en plena libertad a sus equilibristas de cuatro patas; casas de fieras que retumbaban con los roncos rugidos de los animales, estimulados por el látigo acerado o por la vara del domador; en fin, en medio de la gran plaza central, rodeados por un cuádruple círculo de desocupados admiradores, un coro de «remeros del Volga», sentados en el suelo como si fuera el puente de sus embarcaciones simulaban la acción de remar bajo la batuta de un director de orquesta, verdadero timonel de su buque imaginario.

Por encima de la multitud, una nube de pájaros se escapaba de las jaulas en que habían sido transportados. ¡Costumbre bizarra y hermosa! Según una tradición muy arraigada en la feria de Nijni-Novgorod, a cambio de algunos kopeks caritativamente ofrecidos por buenas personas, los carceleros abrían las puertas a sus prisioneros y éstos volaban a centenares, lanzando sus pequeños y alegres trinos.

Tal era el aspecto que ofrecía la explanada y así permanecería durante las seis semanas que ordinariamente duraba la feria de Nijni-Novgorod. Después de este ensordecedor período, el inmenso barullo desaparecería como por encanto, y la ciudad alta reemprendería su carácter oficial, la ciudad baja volvería a su monotonía ordinaria y de esta enorme afluencia de comerciantes pertenecientes a todos los lugares de Europa y Asia central, no quedaría ni un solo vendedor con algo que vender, ni un solo comprador que buscase alguna cosa que comprar.

Conviene precisar que, esta vez al menos, Francia e Inglaterra estaban cada una representada en el gran mercado de Nijni-Novgorod por uno de los productos más distinguidos de la civilizacion moderna: los señores Harry Blount y Alcide Jolivet.

En efecto, los dos corresponsales habían venido en busca de impresiones que pudieran servirles en provecho de sus lectores y ocupaban de la mejor forma las horas que les quedaban libres, ya que ellos también embarcaban en el Cáucaso.

En el campo de la feria se encontraron precisamente uno y otro, pero no se mostraron muy sorprendidos, ya que un mismo instinto debía conducirles tras la misma pista; pero esta vez no entablaron conversación y limitáronse a cruzar un saludo bastante frío.

Alcide Jolivet, optimista por naturaleza, parecía creer que todo iba sobre ruedas y, como el azar le había proporcionado por suerte para él mesa y albergue, había anotado en su bloc algunas frases particularmente favorables para la ciudad de Nijni-Novgorod.

Por el contrario, Harry Blount, después de haber buscado inútilmente un sitio para cenar, había tenido que dormir a la intemperie, por lo que su apreciación de las cosas tenía un muy distinto punto de vista y trenzaba un artículo demoledor contra una ciudad en la cual los hoteles se niegan a recibir a los viajeros que no piden otra cosa que dejarse despellejar «moral y materialmente».

Miguel Strogoff, con una mano en el bolsillo y sosteniendo con la otra su larga pipa de madera de cerezo, parecía el más indiferente y el menos impaciente de los hombres. Sin embargo, en una cierta contracción de sus músculos superficiales, un observador hubiera reconocido fácilmente que tascaba el freno.

Desde hacía unas dos horas deambulaba por las calles de la ciudad para volver, invariablemente, al campo de la feria. Circulando entre los diferentes grupos, observó que una real inquietud embargaba a todos los comerciantes llegados de los lugares vecinos de Asia. Las transacciones se resentían visiblemente. Que los bufones, saltimbanquis y equilibristas hicieran gran barullo frente a sus barracas se comprendía, ya que estos pobres diablos no tenían nada que perder en ninguna operación comercial, pero los negociantes dudaban en comprometerse con los traficantes de Asia central, sabiendo a todo el país turbado por la invasión tártara.

También había otro síntoma que debía ser señalado. En Rusia el uniforme militar aparece en cualquier ocasión. Los soldados se mezclan voluntariamente entre el gentío y, precisamente en Nijni-Novgorod durante el período de la feria, los agentes de la policía están ayudados habitualmente por numerosos cosacos que, con la lanza sobre el hombro, mantienen el orden en esta aglomeración de trescientos mil extranjeros.

Sin embargo, aquel día, los cosacos u otras clases de militares, estaban ausentes del gran mercado. Sin duda, en previsión de una partida inmediata, estaban concentrados en sus cuarteles.

Pero, mientras no se veía un soldado por ninguna parte, no ocurría así con los oficiales ya que, desde la víspera, los ayudas de campo con destino en el Palacio del gobernador se habían lanzado en todas direcciones, todo lo cual constituía un movimiento desacostumbrado que sólo podía explicarse dada la gravedad de los acontecimientos. Los correos se multiplicaban por todos los caminos de la provincia, ya hacia Wladimir, ya hacia los montes Urales. El cambio de despachos telegráficos entre Moscú y San Petersburgo era incesante. La situación de Nijni-Novgorod, no lejos de la frontera siberiana, exigla evidentemente serias precauciones. No se podía olvidar que en el siglo XIV la ciudad había sido tomada dos veces por los antecesores de estos tártaros que ahora la ambición de Féofar-Khan lanzaba a través de las estepas kirguises.

Un alto personaje, no menos ocupado que el gobernador general, era el jefe de policía. Sus agentes y él mismo, encargados de mantener el orden, de atender las reclamaciones, de velar por el cumplimiento de los reglamentos, no descansaban un instante. Las oficinas de la administración, abiertas día y noche, se veían asediadas incesantemente, tanto por los habitantes de la ciudad como por los extranjeros, europeos o asiáticos.

Miguel Strogoff se encontraba precisamente en la plaza central cuando se extendió el rumor de que el jefe de policía acababa de ser llamado urgentemente al palacio del gobernador general. Un importante mensaje, se decía, había motivado esta llamada.

El jefe de policía se presentó, pues, en el palacio del gobernador y enseguida, como por un presentimiento general, la noticia circulaba entre la gente; contra toda previsión y contra toda costumbre, iba a ser tomada una medida grave.

Miguel Strogoff escuchaba cuanto se decía para, en caso de necesidad, sacar provecho de las noticias.

-¡Se va a cerrar la frontera! -gritaba uno.

-¡El regimiento de Nijni-Novgorod acababa de recibir orden de marcha! -respondía otro.

-¡Se dice que los tártaros amenazan Tomsk!

-¡Aquí llega el jefe de policía! -se oyó gritar por todas partes.

Súbitamente se produjo un gran barullo que fue disminuyendo poco a poco hasta que fue sustituido por un silencio absoluto. Todos presentían que el gobernador iba a dar algún comunicado grave.

El jefe de policía, precedido por sus agentes, acababa de abandonar el palacio del gobernador general. Un destacamento de cosacos le acompañaba e iba abriendo paso entre la multitud a fuerza de golpes, violentamente dados y pacientemente recibidos.

El jefe de policía llegó al centro de la plaza y todo el mundo pudo ver que tenía un despacho en la mano.

«DECRETO DEL GOBERNADOR DE NIJNI-NOVGOROD.

»Artículo primero. Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia, bajo ningún concepto.

»Artículo segundo. Se da la orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.»

6

HERMANO Y HERMANA

Estas medidas, tan funestas para los intereses privados, estaban justificadas por las circunstancias.

«Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia bajo ningun concepto.» Si Ivan Ogareff se encontraba aún en la provincia, esto le impediría, o le impondría serias dificultades al menos, reunirse con Féofar-Khan, con lo que el terrible jefe tártaro contaría con un gran auxiliar.

« Orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.» Esto significaba alejar en bloque a los traficantes venidos de Asia central, así como a las tribus de bohemios, egipcios y gitanos, que tienen más o menos afinidad con las poblaciones tártaras o mongoles y a los cuales había reunido la feria. Por cada persona era de temer un espia, por lo que su expulsión era aconsejable, dado el estado de cosas.

Pero se comprende fácilmente que estos dos artículos hicieron el efecto de dos rayos abatiéndose sobre la ciudad de Nijni-Novgorod, necesariamente más amenazada y más perjudicada que ninguna otra.

Así pues, los nacionales que tenían negocios que les reclamaban más allá de la frontera siberiana no podían dejar la provincia, momentáneamente al menos. El tono del primer artículo era serio. No admitía excepciones. Todo interés privado debía sacrificarse ante el interés general.

En cuanto al segundo artículo del decreto, la orden de expulsión era, asimismo, inapelable. No concernía a otros extranjeros que a los de origen asiático, pero éstos no tenían más remedio que empaquetar sus mercancias y reemprender la ruta que acababan de recorrer. En cuanto a todos los saltimbanquis, cuyo número era considerable, tenían cerca de mil verstas que recorrer antes de llegar a la frontera mas proxima y para ellos esto significaba la miseria a corto plazo.

Inmediatamente se elevó un clamor de protesta contra esta insólita medida, un grito de desesperación que fue prontamente reprimido por los cosacos y los agentes de policía. Casi al instante comenzó el desmantelamiento de la vasta explanada. Se plegaron las telas tendidas delante de las barracas; los teatrillos de feria se desarmaron; cesaron los bailes y las canciones; se desmontaron los tenderetes; se apagaron las fogatas; se descolgaron las cuerdas de los equilibristas; los viejos caballos que arrastraban aquellas viviendas ambulantes fueron sacados de las cuadras para ser enjaezados a las mismas. Agentes y soldados, con el látigo o la fusta en la mano, estimulaban a los rezagados y derribaban algunas de las tiendas, incluso antes de que los pobres bohemios hubieran tenido tiempo de abandonarlas. Evidentemente, bajo la influencia de tales medidas, antes de la llegada de la tarde, la plaza de Nijni-Novgorod estaría totalmente evacuada y al tumulto del gran mercado le sucedería el silencio del desierto.

Es preciso repetir todavía, porque se trataba de una agravación obligada de las medidas, que a estos nómadas a los que les afectaba directamente el decreto de expulsión, les estaban también prohibidas las estepas siberianas y no tendrían más remedio que dirigirse hacia el sur del mar Caspio, bien a Persia, a Turquía o a las planicies del Turquestán.

Los puestos del Ural y de las montañas que forman como una prolongación de este río sobre la frontera rusa, no podían traspasarlos. Tenían, pues, ante ellos, un millar de verstas que se verían obligados a atravesar, antes de pisar suelo libre.

En el momento en que el jefe de policía acabó la lectura del decreto, por la mente de Miguel Strogoff cruzó instintivamente un pensamiento:

«¡Singular coincidencia -pensó- entre este decreto que expulsa a los extranjeros originarios de Asia y las palabras que se cruzaron anoche entre los dos bohemios de raza gitana! "Es el Padre mismo quien nos envía adonde queremos ir". dijo el hombre. Pero "el Padre" ¡es el Emperador! ¡No se le designa de otra forma entre el pueblo! ¿Cómo estos bohemios podían prever la medida tomada contra ellos?, ¿cómo la conocían con anticipación y dónde quieren ir? ¡He aquí gente sospechosa a la cual el decreto del gobernador parece serle más útil que perjudicial! »

Pero estas reflexiones, seguramente exactas, fueron cortadas por otra que ocuparía todo el ánimo de Miguel Strogoff. Y olvidó a los gitanos, sus sospechosos propósitos y hasta la extraña coincidencia que resultaba de la publicación del decreto… El recuerdo de la joven livoniana se le presentó súbitamente.

-¡Pobre niña! -exclamo como a pesar suyo no podrá atravesar la frontera…

En efecto, la joven había nacido en Riga, era livoniana y, por consecuencia, de nacionalidad rusa y no podía, por tanto, abandonar el territorio ruso. El permiso que se le había extendido antes de las nuevas medidas, evidentemente ya no era válido. Todos los caminos de Siberia le estaban inexorablemente cerrados y, cualquiera que fuese el motivo que la conducía a Irkutsk, ahora le estaba totalmente prohibido.

Este pensamiento preocupó vivamente a Miguel Strogoff, el cual se decía, aunque muy vagamente al principio, que sin descuidar nada de lo que su importante misión exigía de él, quizá le fuera posible servir de alguna ayuda a esta valiente muchacha. La idea le agradó. Conocedor de los peligros que él mismo, siendo hombre enérgico y vigoroso, tenía personalmente que afrontar en un país del cual conocía perfectamente todas las rutas, no tenía más remedio que pensar en que estos peligros serían infinitamente más temibles para una joven. Ya que iba a Irkutsk, tenía que seguir su misma ruta, viéndose obligada a atravesar las hordas de invasores, como él mismo iba a intentar conseguir. Si. por otra parte, ella no tenía a su disposición más que los recursos necesarios para un viaje en circunstancias ordinarias, ¿cómo podría llevarlo a cabo en unas condiciones que las circunstancias habían hecho, no solamente peligrosas, sino tan costosas?

«¡Pues bien! -se dijo, ya que toma la ruta de Perm, es casi imposible que no la encuentre. Así podré velar por ella sin que se dé cuenta, y como me da la impresión de que tiene tanta prisa como yo por llegar a Irkutsk, no,me ocasionará ningun retraso.»

Pero un pensamiento sugiere otro y no había pensado hasta entonces que en la hipótesis de que pudiera realizar esta buena acción, recibiría un buen servicio. Una idea nueva acababa de nacer en su mente y la cuestión se presentó ante él bajo otro aspecto.

«De hecho -se dijo- yo puedo tener más necesidad de ella que ella de mí. Su presencia no me será perjudicial y me servirá para alejar de mí las sospechas, ya que un hombre corriendo solo a través de la estepa puede fácilmente ser tenido por un correo del Zar. Si, por el contrario, me acompaña esta joven, puedo tranquilamente pasar ante los ojos de todos como el Nicolás Korpanoff de mi podaroshna. Es, pues, necesario que me acompañe. ¡Es preciso encontrarla! ¡No es probable que desde ayer por la tarde haya conseguido encontrar un coche para abandonar Nijni-Novgorod! ¡A buscarla, pues, y que Dios me guíe! »

Miguel Strogoff abandonó la gran plaza de Nijni-Novgorod, en donde el tumulto provocado por la ejecución de las medidas prescritas había llegado a su punto álgido. Recriminaciones de los extranjeros proscritos, gritos de los agentes y cosacos que la emprendían a golpes con ellos… Era un barullo indescriptible. La joven que buscaba no podía estar allí. Eran las nueve de la mañana. El vapor no partía hasta el mediodía, por tanto, Miguel Strogoff disponía de unas dos horas para encontrar a aquella que quería convertir en su compañera de viaje.

Atravesó de nuevo el Volga y recorrió otra vez los barrios de la otra orilla, donde la multitud era bastante menos considerable. Puede decirse que revisó calle por calle de la ciudad alta y baja, entró en las iglesias, refugio natural de todo aquel que llora, de todo el que sufre y en ninguna parte encontró a la joven livoniana.

-Y, sin embargo -se repetía- no puede haber abandonado todavía Nijni-Novgorod. ¡Continuemos buscando!

Miguel Strogoff continuó errando durante dos horas sin pararse en ninguna parte ni sentir la fatiga; obedecía a un sentimiento imperioso que no le permitía reflexionar. Pero fue en vano.

Le pasó entonces por la imaginación que podía ser que la joven no conociera el decreto, circunstancia improbable, ya que un golpe como ése no podía asestarse sin ser conocido por todo el mundo. Además, interesada evidentemente por conocer cualquier noticia proveniente de Siberia, ¿cómo podía ignorar las medidas tomadas por el gobernador y que tan directamente la afectaban?

Pero, en fin, si ella las desconocía, estaría a aquellas horas en el embarcadero y allí, cualquier insoportable agente le negaría sin miramientos el pasaje. Era necesario verla antes a cualquier precio, para que gracias a él evitara tal contrariedad.

Pero fueron vanos todos sus esfuerzos y estaba perdiendo toda esperanza de encontrarla. Eran entonces las once. Miguel Strogoff, aunque en cualquier otra circunstancia no era necesario, fue a presentar su podaroshna a la oficina del jefe de policía. El decreto no podía, evidentemente, afectarle, ya que esta circunstancia estaba prevista, pero quería asegurarse de que nada se opondría a su partida de la ciudad.

Tuvo, pues, que volver a la otra orilla del Volga, en donde se encontraban las oficinas del jefe de policía. Allí había gran afluencia de gente porque aunque los extranjeros tenían que abandonar el país, estaban igualmente sometidos a las formalidades de rigor. Sin esta precaución cualquler ruso mas o menos comprometido en el movimiento tártaro hubiera podido, gracias a cualquier ardid, pasar la frontera, lo que pretendía evitar el decreto. Se les expulsaba, pero necesitaban un permiso de salida.

Así, pues, saltimbanquis, bohemios, cingaros, gitanos, mezclados con los comerciantes persas, turcos, hindúes, turquestanos y chinos, llenaban el patio y las oficinas de la policía.

Todos se apresuraban, ya que los medios de transporte iban a estar singularmente solicitados por tal multitud de expulsados y los que llegasen tarde corrían el riesgo de no poder cumplir con el plazo fijado, lo cual les expondría a la brutal intervención de los agentes del gobernador.

Miguel Strogoff, gracias al vigor de sus codos, pudo atravesar el patio, aunque entrar en la oficina y llegar hasta la ventanilla de los empleados era una hazaña realmente difícil. Sin embargo, unas palabras dichas al oído de un agente y la entrega de unos oportunos rublos fueron suficientes para abrirle paso.

El agente, después de introducirle a la sala de espera, fue a avisar a un funcionario de más categoria. No tardaría, pues, Miguel Strogoff, en estar en regla con la policía y libre de movimientos.

Mientras esperaba, miró a su alrededor y… ¿qué vio? Allí, sobre un banco, echada más que sentada, una joven, presa de muda desesperación, aunque no pudo apenas distinguir su rostro porque unicamente su perfil se dibujaba sobre la pared.

Miguel Strogoff no se había equivocado. Acababa de reconocer a la joven livoniana.

Desconociendo el decreto del gobernador, había venido a la oficina del jefe de policía para hacerse visar su permiso… Pero se le había negado el visado. Sin duda estaba autorizada para ir a Irkutsk, pero el decreto era formal y anulaba todas las autorizaciones anteriores, por lo que los caminos de Siberia se le habían cerrado.

Miguel Strogoff, dichoso por haberla encontrado al fin, se acercó a ella.

La joven lo miró un instante y sus ojos brillaron por un momento al volver a ver a su compañero de viaje. Se levantó instintivamente de su asiento y, como un náufrago que se agarra a su única tabla de salvación, iba a pedirle ayuda…

En aquel momento, el agente tocó la espalda de Miguel Strogoff.

-El jefe de policía le espera -dijo.

-Bien -respondió Miguel Strogoff.

Y, sin dirigir una sola palabra a la que tanto había estado buscando, sin prevenirla con algún gesto que podría haberlos comprometido a los dos, siguió al agente a través de los grupos compactos de gente.

La joven livoniana, viendo desaparecer al único que podía acudir en su ayuda, se dejó caer nuevamente sobre el banco.

Aún no habían transcurrido tres minutos cuando reapareció Miguel Strogoff acompañado por un agente. Llevaba en la mano su podaroshna que le franqueaba las rutas de Siberia.

Se acercó entonces a la joven livoniana y, tendiéndole la mano, le dijo:

-Hermana…

¡Ella comprendió y se levantó, como si una súbita inspiración no le hubiera permitido dudar!

-Hermana -prosiguió Miguel Strogoff- tenemos autorización para continuar nuestro viaje a Irkutsk. ¿Vienes conmigo?

-Te sigo, hermano -respondió la joven enlazando su mano con la de Miguel Strogoff.

Y juntos abandonaron las oficinas de la policía.

7

DESCENDIENDO POR EL VOLGA

Poco antes del mediodía, la campana del vapor atraía al embarcadero a una gran cantidad de gente, ya que allí acudieron los que partian y los que hubieran querido partir. Las calderas del Cáucaso tenían la presión suficiente. Su chimenea dejaba escapar una ligera columna de humo, mientras que el extremo del tubo de escape y las tapaderas de las válvulas se coronaban de vapor blanco.

No es necesario decir que la policía vigilaba la partida del Cáucaso y se mostraba implacable con aquellos viajeros que no reunían las condiciones exigidas para abandonar la ciudad.

Numerosos cosacos iban y venían por el muelle, prestos para acudir en ayuda de los agentes, aunque no tuvieron necesidad de intervenir, ya que las cosas se desarrollaron sin incidentes.

A la hora fijada sonó el último golpe de campana, se largaron amarras, las poderosas ruedas del vapor golpearon el agua con sus palas articuladas y el Cáucaso navegó entre las dos ciudades que constituyen Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff y la joven livoniana habían tomado pasaje en el Cáucaso, embarcando sin ninguna dificultad. Ya se sabe que el podaroshna librado a nombre de Nicolás Korpanoff autorizaba a este negociante a hacerse acompañar durante su viaje a Siberia. Eran un hermano y una hermana los que viajaban bajo la garantía de la policía imperial.

Ambos, sentados a popa, miraban alejarse la ciudad, tan agitada por el decreto del gobernador.

Miguel Strogoff no había dicho ni una palabra a la joven y ella tampoco le había preguntado nada. Él esperaba a que hablase ella si lo creía conveniente. Ella tenía deseos de abandonar la ciudad en la que, sin la intervención de su providencial protector, hubiera quedado prisionera. No decía nada, pero su mirada reflejaba su agradecimiento.

El Volga, el Rha de los antiguos, está considerado como el río más caudaloso de toda Europa y su curso no es inferior a las cuatro mil verstas (4.300 kilómetros). Sus aguas, bastante insalubres en la parte superior, quedan purificadas en Nijni-Novgorod gracias a las del Oka, afluente que procede de las provincias centrales de Rusia.

Se ha comparado justamente el conjunto de canales y ríos rusos a un árbol gigantesco cuyas ramas se extienden por todas las partes del Imperio. El Volga forma el tronco de este árbol, el cual tiene sus raíces en las setenta desembocaduras que se extienden sobre el litoral del mar Caspio. Es navegable desde Rief, ciudad del gobierno de Tver, es decir, a lo largo de la mayor parte de su curso.

Los buques de la compañía que hacía el servicio entre Perm y Nijni-Novgorod recorren bastante rápidamente las trescientas cincuenta verstas (373 kilómetros) que separan esta última ciudad de Kazan. Es cierto que estos buques sólo tienen que descender la corriente del Volga, la cual aumenta en unas dos millas por hora la velocidad propia del vapor. Pero cuando se llega a la confluencia del Kama algo más abajo de Kazan, se ven obligados a remontar la corriente de aquel afluente hasta la ciudad de Perm. Por ello, aunque las máquinas del Cáucaso eran poderosas, su velocidad no llegaba más que a las dieciséis verstas por hora y contando con una hora de parada en Kazan, el viaje de Nijni-Novgorod a Perm duraría alrededor de sesenta a sesenta y dos horas.

El buque de vapor estaba en buenas condiciones y los pasajeros, según sus recursos, ocupaban tres clases diferentes de pasaje. Miguel Strogoff había podido conseguir dos de primera clase para que la joven pudiera retirarse a la suya y aislarse cuando quisiera

El Cáucaso iba atestado de pasajeros de todas las categorías. Había entre ellos un cierto número de traficantes asiáticos que habían considerado que lo más prudente era salir cuanto antes de Nijni-Novgorod. En la parte del buque reservada a primera clase iban armenios con sus largos vestidos, tocados con una especie de mitra; judíos identificables por sus bonetes cónicos; acomodados chinos con sus trajes tradicionales, largos y de color azul, violeta o negro, abiertos por delante y por detrás y cubiertos por una túnica de anchas mangas, cuyo corte es parecido al de las que usan los popes; turcos portando todavía su turbante nacional; hindúes, con su bonete cuadrado y un cordón en la cintura (algunos de los cuales se designaban con el nombre de shikarpuris), que tenían en sus manos todo el tráfico de Asia central; en fin, los tártaros, calzando botas adornadas con cintas multicolores y el pecho lleno de bordados. Todos estos negociantes habían tenido que dejar en la bodega y en el puente sus abultados bagajes, cuyo transporte les debía de costar caro ya que, según el reglamento, cada persona no tenía derecho más que a un peso de veinte libras.

En la proa del Cáucaso se agrupaban los pasajeros en mayor número, no solamente extranjeros, sino también aquellos rusos a los que el decreto no prohibía trasladarse a otras ciudades de la provincia.

Allí había mujiks, tocados con gorros o casquetes y portando camisas a cuadros pequeños bajo sus bastas pellizas; campesinos del Volga, con pantalón azul metido dentro de las botas, camisa de algodón de color rosa atada por medio de un cordón y casquete chato o bonete de fieltro. Se veían también mujeres vestidas con ropas de algodón floreado, con delantales de vivos colores y pañuelos de seda roja sobre la cabeza. Éstos constituían principalmente el pasaje de tercera clase a los que, por suerte para ellos, la perspectiva de un largo viaje de retorno no preocupaba demasiado. Esta parte del puente estaba muy concurrida y por eso los pasajeros de popa no se aventuraban demasiado a transitar entre aquellos grupos tan heterogéneos que tenían señalado su sitio delante de los tambores.

Entretanto, el Cáucaso desfilaba a toda máquina entre las orillas del Volga, cruzándose con numerosos buques que los remolcadores arrastraban remontando la corriente del Volga y que transportaban toda clase de mercancías con destino a Nijni-Novgorod. Pasaban trenes cargados de madera, largos como esas interminables hileras de sargazos del Atlántico y chalanas cargadas a tope con el agua llegándoles hasta la borda. Todos ellos hacían un viaje inútil ya que la feria acababa de ser suspendida en sus comienzos.

Las orillas del Volga, salpicadas por la estela del buque, coronábanse con numerosas bandadas de patos salvajes que huían lanzando gritos ensordecedores. Un poco más lejos, sobre aquellas secas llanuras bordeadas de alisos, sauces y tilos, se esparcían algunas vacas de color rojo oscuro, rebaños de ovejas de lana parda y piaras de cerdos blancos y negros. Algunos campos, sembrados de trigo y centeno, se extendían hasta los últimos planos de ribazos a medio cultivar pero que, en suma, no ofrecían ninguna particularidad digna de atención. En estos paisajes monótonos, el lápiz de un dibujante que hubiera buscado algún motivo pintoresco, no habría encontrado nada digno de reproducir.

Dos horas después de la partida del Cáucaso, la joven livoniana se dirigió a Miguel Strogoff, diciéndole:

-¿Tú vas a Irkutsk, hermano?

-Sí, hermana -respondió el joven-. Llevamos la misma ruta y, por tanto, por donde yo pase, pasaras tu.

-Mañana, hermano, sabrás por qué he dejado las orillas del Báltico para ir mas allá de los Urales.

-No te pregunto nada, hermana.

-Lo sabrás todo -respondió la joven, cuyos labios esbozaron una triste sonrisa-. Una hermana no debe ocultar nada a su hermano. Pero hoy no podría… La fatiga y la desesperación me tienen destrozada.

-¿Quieres descansar en tu camarote? -preguntó Miguel Strogoff.

-Sí… sí… hasta mañana…

-Ven, pues…

Dudaba en terminar la frase, como si hubiera querido acabarla con el nombre de su compañera, el cual ignoraba todavía.

-Nadia -le dijo la muchacha tendiéndole la mano.

-Ven, Nadia -respondió Miguel Strogoff- y dispón con entera libertad de tu hermano Nicolás Korpanoff.

Y la condujo al camarote que había reservado para ella, situado en el salón de popa.

Miguel Strogoff volvió al puente, ávido de noticias que pudieran modificar su itinerario y se mezcló entre los grupos de pasajeros, escuchando pero sin tomar parte en las conversaciones. Aparte de que si el azar quería que alguien le preguntase y se viera en la obligación de responder, se identificaría como el comerciante Nicolás Korpanoff, al que el Cáucaso llevaba en viaje de vuelta a la frontera, porque no quería que nadie sospechase que tenía un permiso especial para viajar por Siberia.

Los extranjeros que el vapor transportaba no podían, evidentemente, hablar de los acontecimientos del día, del decreto y sus consecuencias, porque aquellos pobres diablos, apenas recuperados de las fatigas de un viaje a través de Asia central, no osaban exteriorizar de ninguna manera su cólera y su desespero. Un miedo con mezcla de respeto los enmudecía. Además, era probable que hubieran embarcado secretamente en el Cáucaso inspectores de policía encargados de vigilar a los pasajeros y, por tanto, más valía contener la lengua. La expulsión, después de todo, siempre era mejor que el confinamiento en una fortaleza. Así pues, entre aquellos grupos, o se guardaba silencio, o se hablaba con tanta prudencia que no se podía sacar de ellos nada provechoso.

Pero si Miguel Strogoff no tenía nada que aprender en aquel sitio ya que, como no lo conocían, hasta algunas bocas se cerraban al verle pasar, sus oídos recibieron los ecos de una voz poco preocupada de ser o no ser oída.

El hombre que tan alegremente se expresaba hablaba en ruso, pero con acento extranjero, y su interlocutor le respondía en la misma lengua, pero notándose claramente que tampoco era su propio idioma.

-¿Cómo? -decía el primero-. ¿Usted, en este barco, mi querido colega? ¿Usted, a quien vi en la fiesta imperial en Moscú y sólo entreví en Nijni-Novgorod?

-Yo mismo -respondió secamente el segundo personaje.

-Pues bien, francamente, no esperaba verme seguido por usted tan pronto ni tan de cerca.

-¡Yo no le sigo a usted, señor, le precedo!

-¿Me precede? ¡Me precede! Digamos que marchamos paralelamente, llevando el mismo paso, como soldados en una parada militar y que, si usted quiere podemos convenir, provisionalmente al menos, que ninguno de los dos adelantará al otro.

-Todo lo contrario. Pasaré delante de usted.

-Eso lo veremos allá, cuando estemos en el escenario de la guerra; pero hasta entonces ¡qué diablos!, seamos amigos de ruta. Más tarde tendremos muchas ocasiones de ser rivales.

-Enemigos.

-¡Sea, enemigos! ¡Tiene usted, querido colega, tal precisión al hablar que me es particularmente agradable! ¡Con usted sabe, al menos, a qué atenerse uno!

-¿Hay algo de malo en ello?

-Nada hay de malo. Pero a mi vez, le quiero pedir permiso para precisar nuestra reciproca situacion.

-Precise.

-Usted va a Perm… como yo.

-Como usted.

-Y, probablemente, desde Perm se dirigirá a Fkaterinburgo, ya que ésta es la mejor ruta y la más segura para franquear los montes Urales.

-Probablemente.

-Una vez traspasada la frontera, estaremos en Siberia, es decir, en plena invasión.

-Estaremos.

-Pues bien, entonces y solamente entonces será el momento de decir: «Cada uno para sí, y Dios para … »

-Dios para mí.

-¡Dios sólo para usted! ¡Muy bien! Pero ya que tenemos a la vista unos ocho días neutros y como no lloverán noticias durante el viaje, seamos amigos hasta el momento de convertirnos en rivales.

-Enemigos.

-¡Sí! ¡Justamente, enemigos! Pero hasta entonces, pongámonos de acuerdo y no nos devoremos mutuamente. Yo le prometo guardar para mí todo lo que pueda ver…

-Y yo todo lo que pueda oír.

-¿Está dicho?

-Dicho está.

-Hela aquí.

Y la mano del primer interlocutor, es decir, cinco dedos ampliamente abiertos, estrecharon vigorosamente los dos dedos que flemáticamente le tendió el segundo.

-A propósito -dijo el primero-, esta mañana he podido telegrafiar a mi prima hasta el texto del decreto, después de las diez y diecisiete.

-Y yo lo he mandado a mi Daily Telegraph después de las diez y trece.

-¡Bravo, señor Blount!

-¡Muy bien, señor Jolivet!

-Me tomaré la revancha.

-Será difícil.

-Lo intentaré, al menos.

Diciendo esto, el corresponsal francés saludó farniliarmente al corresponsal inglés, el cual, inclinando la cabeza, le devolvió el saludo con toda su ritual seriedad británica.

A estos dos cazadores de noticias, el decreto del gobernador no les afectaba, ya que no eran ni rusos ni extranjeros de origen asiático. Si habían dejado Nijni-Novgorod, continuando adelante, era porque les impulsaba el mismo instinto; de ahí que hubieran tomado idéntico medio de locomoción y siguieran la misma ruta hasta las estepas siberianas. Companeros de viaje, amigos o enemigos, tenían por delante ocho días antes de que se «levantase la veda» Y entonces, que ganara el más hábil. Alcide Jolivet había hecho los primeros avances y, aunque a regañadientes, Harry Blount los había aceptado. Sea como fuere, aquel día el francés, siempre abierto y algo locuaz, y el inglés, siempre cerrado, comieron juntos en la misma mesa y bebieron un Cliquot auténtico a seis rublos la botella, generosamente elaborado con la savia fresca de los abedules de las cercanías.

Miguel Strogoff, al oír hablar de esta forma a Alcide Jolivet y Harry Blount, pensó:

-He aquí dos curiosos e indiscretos personajes a los que probablemente volveré a encontrar por el camino. Me parece prudente mantenerlos a distancia.

La joven livoniana no fue a comer. Dormía en su camarote y Miguel Strogoff no quiso despertarla. Llegó la tarde y aún no había reaparecido sobre el puente del Cáucaso.

El largo crepúsculo impregnó toda la atmósfera de un frescor que los pasajeros buscaban ávidamente, después del agobiante calor del día. Con la tarde bien avanzada, la mayor parte de los pasajeros aún no deseaban volver a los salones o camarotes y tendidos en los bancos respiraban con delicia un poco de la brisa que levantaba la velocidad del buque. El cielo, en esta época del año y en estas latitudes, apenas se oscurecía entre la tarde y la mañana, y dejaba al timonel la luz suficiente para orientar el barco entre las numerosas embarcaciones que descendían o remontaban el Volga.

Sin embargo, como había luna nueva, entre las once y las dos de la madrugada, oscureció un poco más y casi todos los pasajeros dormían entonces, reinando un silencio roto únicamente por el ruido de las paletas que golpeaban el agua a intervalos regulares.

Una cierta inquietud mantenía desvelado a Miguel Strogoff, el cual iba y venía por la popa del vapor. Sin embargo, una de las veces llegó más allá de la sala de máquinas, donde se encuentra la parte del barco reservada a los pasajeros de segunda y tercera clase.

Allí dormían no solamente sobre los bancos, sino también sobre los fardos, cajas y hasta sobre las planchas del puente. Los marineros de la sala de máquinas eran los únicos que estaban despiertos y se mantenían de pie sobre el puente de proa. Dos luces, una verde y otra roja, proyectadas por los faroles de situación del buque, enviaban por babor y estribor algunos rayos oblicuos sobre los flancos del vapor.

Era necesaria cierta atención para no pisar a los durmientes, caprichosamente tendidos aquí y allá. Para la mayor parte de los mujiks, habituados a acostarse sobre el duro suelo, las planchas del puente debían serles más que suficientes, pero habrían acogido de mala manera a quien les despertase con un puntapié o un pisotón.

Miguel Strogoff, pues, ponía toda su atención en no molestar a nadie y, mientras iba hacia el otro extremo del buque, no tenía otra idea que la de combatir el sueño con un paseo un poco más largo.

Había llegado ya a la parte anterior del puente y subía por la escalerilla del puente de proa, cuando oyó voces cerca de él que le hicieron detenerse. Las voces parecían venir de un grupo de pasajeros que estaban envueltos en mantas y chales, por lo que era imposible reconocerlos en la sombra, pero a veces ocurría que la chimenea del vapor, en medio de las volutas de humo, se empenachaba de llamas rojizas cuyas chispas parecían correr entre el grupo, como si millares de lentejuelas quedaran súbitamente alumbradas por un rayo de luz.

Miguel Strogoff iba a continuar cuando distinguió más claramente algunas palabras, pronunciadas en aquella extraña lengua que había oído la noche anterior en el campo de la feria.

Instintivamente pensó escuchar, protegido por la sombra del puente que le impedía ser descubierto. Pero era imposible que pudiera distinguir a los pasajeros que sostenían la conversación. Por tanto, se dispuso a aguzar el oído.

Las primeras palabras que captó no tenían ninguna importancia, al menos para él, pero le permitieron reconocer precisamente las dos voces del hombre y la mujer que había conocido en Nijni-Novgorod, por lo que multiplicó su atención. No era de extrañar, en efecto, que estos gitanos a los que había sorprendido en plena conversación, expulsados como todos sus congéneres, viajaran a bordo del Cáucaso.

Fue un acierto el ponerse a escuchar, porque hasta sus oídos llegaron claramente esta pregunta y esta respuesta, hechas en idioma tártaro:

-Se dice que ha salido un correo de Moscú a Irkutsk.

-Eso se dice, Sangarra, pero ese correo llegará demasiado tarde o no llegará.

Miguel Strogoff tembló imperceptiblemente al oír esta respuesta que le aludía tan directamente. Intentó asegurarse de si el hombre y la mujer que acababan de hablar eran los que él suponía, pero las sombras eran entonces demasiado espesas y no los pudo reconocer.

Algunos instantes después, Miguel Strogoff, sin ser descubierto, volvió a popa y cogiéndose la cabeza entre las manos trató de reflexionar. Se hubiera podido creer que estaba soñando.

Pero no dormía ni tenía intención de dormir. Reflexionaba sobre esto con viva aprensión:

-¿Quién sabe mi partida y quién tiene, por tanto, interés por conocerla?

8

REMONTANDO EL KAMA

Al día siguiente, 18 de julio, a las seis y cuarenta de la mañana, el Cáucaso llegaba al embarcadero de Kazan, separado siete verstas (siete kilómetros y medio) de la ciudad.

Kazan, situada en la confluencia del Volga y del Kazanka, es una importante capital del gobierno y del arzobispado griego, al mismo tiempo que gran centro universitario.

La variada población de esta ciudad estaba compuesta por cheremisos, mordvianos, chuvaches, volsalcos, vigulitches y tártaros, entre los cuales estos últimos eran los que habían conservado más especialmente su carácter asiático.

A pesar de que la ciudad estaba bastante alejada del desembarcadero, una multitud se apretujaba sobre el muelle a la espera de noticias. El gobernador de la provincia había publicado un decreto idéntico al de su colega de Nijni-Novgorod. Se veían tártaros vestidos con su caftán de mangas cortas y tocados con sus tradicionales bonetes de largas borlas que recuerdan las de Pierrot; otros, envueltos en una larga hopalanda y cubiertos con un pequeño casquete, parecían judíos polacos y mujeres con el pecho cubierto de baratijas, la cabeza coronada por diademas en forma de media luna, formaban diversos grupos que discutían entre sí.

Oficiales de policía mezclados entre la multitud y algunos cosacos con su lanza a punto guardaban el orden y se encargaban de hacer sitio a los pasajeros que descendían y a los que embarcaban, no sin antes haber examinado minuciosamente a ambas categorías de pasajeros, que estaban compuestos, por una parte, por los asiáticos afectados por el decreto de expulsión y, por la otra, mujiks que con sus familias se detenían en Kazan.

Miguel Strogoff miraba con aire indiferente ese ir y venir propio de todos los embarcaderos a los que se aproxima cualquier vapor. El Cáucaso haría escala en Kazan durante una hora, que era el tiempo necesario para proveerse de combustible. La idea de desembarcar no pasó por su imaginación, ya que no quería dejar sola a la joven livoniana, que aún no había reaparecido sobre el puente.

Los dos periodistas se habían levantado con el alba, como correspondía a todo diligente cazador, y bajaron a la orilla del río mezclándose entre la multitud, cada uno por su lado. Miguel Strogoff vio, por una parte a Harry Blount, con el bloc en la mano, dibujando algunos tipos y tomando nota de algunas observaciones; por la otra, Alcide Jolivet se contentaba con hablar, seguro de que su memoria no podía fallarle nunca.

Por toda la frontera oriental de Rusia había corrido el rumor de que la sublevación y la invasión tomaban caracteres considerables. Las comunicaciones entre Siberia y el Imperio eran ya extremadamente difíciles. Esto fue lo que Miguel Strogoff, sin haberse movido del puente, oyó decir a los nuevos pasajeros.

Estas noticias le causaban verdadera inquietud y excitaban el imperioso deseo que tenía de estar más allá de los Urales para juzgar por sí mismo la gravedad de la situación y tomar las medidas necesarias para hacer frente a cualquier eventualidad. Iba ya a pedir más precisos detalles a cualquiera de los indígenas de Kazan, cuando su mirada fue a fijarse de golpe en otro punto.

Entre los viajeros que abandonaban el Cáucaso Miguel Strogoff reconoció a la tribu de gitanos que la víspera se encontraba todavía en el campo de la feria de Nijni-Novgorod. Sobre el puente del vapor se encontraban el viejo bohemio y la mujer que le había calificado de espía. Con ellos, y sin duda bajo sus órdenes, desembarcaban también una veintena de bailarinas y cantantes, de quince a veinte años, envueltas en unas malas mantas que cubrían sus carnes llenas de lentejuelas.

Estas vestimentas, iluminadas entonces por los primeros rayos de sol, le hicieron recordar aquel efecto singular que había observado durante la noche. Era toda esta lentejuela bohemía lo que brillaba en la sombra, cuando la chimenea del vapor vomitaba sus llamaradas.

«Evidentemente -se dijo- esta tribu de gitanos, después de permanecer bajo el puente durante el día, han ido a agazaparse bajo el puente durante la noche. ¿Pretendían pasar lo más desapercibidos posible? Esto no entra, desde luego, entre las costumbres de su raza. »

Miguel Strogoff no dudó ya de que aquellas palabras que tan directamente le aludieron habían partido de este grupo invisible, iluminado de vez en cuando por las luces de a bordo, y que las habían cambiado el hombre y la mujer, a la que él había dado el nombre mongol de Sangarra.

Con movimiento instintivo se acercó al portalón del vapor, en el instante en que la tribu de bohemios iba a desembarcar para no volver.

Allí estaba el vicio bohemio, en una humilde actitud, poco en consonancia con la desvergüenza natural en sus congéneres. Se hubiera dicho que intentaba evitar hasta las miradas más que atraerlas. Su lamentable sombrero, tostado por todos los soles del mundo, inclinábase profundamente sobre su arrugado rostro. Su encorvada espalda se cubría con una vieja túnica en la que se arrebujaba, pese al calor que hacía. Bajo aquel miserable atuendo hubiera sido muy difícil apreciar su talla y su figura.

Cerca de él, la gitana Sangarra, exhibiendo una soberbia pose, morena de piel, alta, bien formada, con magníficos ojos y cabellos dorados, aparentaba tener unos treinta años.

Varias de las jóvenes bailarinas eran francamente bonitas y tenían el aspecto característico de su raza netamente acusado. Las gitanas son generalmente atrayentes y más de uno de esos grandes señores rusos, que se dedican a rivalizar en extravagancias con los ingleses, no han dudado en escoger esposa entre estas bohemías.

Una de las cantantes tarareaba una canción de ritmo extraño, cuyos primeros versos podían traducirse asi:

El coral brilla sobre mi piel morena.

Y la aguja de oro en mi moño.

Voy a buscar fortuna

Al país de…

La alegre joven continuó su cancion, pero Miguel Strogoff ya no pudo oír nada más.

Parecióle entonces que la gitana Sangarra lo miraba de una forma especialmente insistente. Se hubiera dicho que quería grabar sus rasgos en la memoria, de forma que ya no se le borraran.

«¡He aquí una gitana descarada! -se dijo Miguel Strogoff-. ¿Me habrá reconocido como el hombre al que calificó de espía en Nijni-Novgorod? Estos condenados gitanos tienen ojos de gato. Ven claramente a través de la oscuridad y bien podría saber … »

Miguel Strogoff estuvo a punto de seguir a Sangarra y su tribu, pero se contuvo.

«No -pensó-, nada de imprudencias. Si hago detener a ese viejo decidor de buenaventuras y su banda, me expongo a revelar mi incógnito. Además, ya han desembarcado y antes de que hayan traspasado la frontera yo ya estaré lejos de los Urales. Bien pueden tomar la ruta de Kazan a Ichim, pero no ofrece ninguna seguridad, aparte de que una tarenta tirada por buenos caballos siempre adelantará al carro de unos bohemios. ¡Entonces, tranquilízate, amigo Korpanoff ! »

En aquel momento, además, Sangarra y el viejo gitano acababan de desaparecer entre la multitud.

Si a Kazan se la llama justamente «la puerta de Asia» y esta ciudad está considerada como el centro de todo el tránsito comercial con Siberia y Bukhara es porque de allí parten las dos rutas que atraviesan los montes Urales. Miguel Strogoff había elegido muy juiciosamente la que pasa por Perm, Ekaterinburgo y Tiumen, que es la gran ruta de postas, mantenidas a costa del Estado, y que se prolonga desde Ichim a Irkutsk.

Existía una segunda ruta -la que Miguel Strogoff acababa de aludir-, que evita el pequeño rodeo por Perm, que unía igualmente Kazan con Ichim, pasando Porjelabuga, Menzelinsk, Birsk, Zlatouste, en donde abandona Europa, Chelabinsk, Chadrinsk y Kurgana. Puede que esta ruta fuera un poco mas corta que la otra, pero su pequeña ventaja quedaba notablemente disminuida por la ausencia de paradas de posta, el mal estado del terreno y la escasez de pueblos. Miguel Strogoff pensaba con razón que no podía haber hecho mejor elección y si, como parecía probable, los bohemios seguían esta segunda ruta de Kazan a Ichim, tenía todas las probabilidades de llegarantes que ellos.

Una hora después, la campana anunciaba la salida del Cáucaso, llamando a los nuevos pasajeros y avisando a los que ya viajaban en él. Eran las siete de la mañana y el barco ya había concluido la carga de combustible; las planchas de las calderas vibraban bajo la presión del vapor. El buque estaba preparado para largar amarras y los viajeros que iban de Kazan a Perm ocupaban ya sus respectivos lugares a bordo.

En aquel momento, Miguel Strogoff observó que de los dos periodistas únicamente Harry Blount se encontraba a bordo.

¿Iba, pues, Alcide Jolivet a quedarse en tierra?

Pero en el instante mismo en que se soltaban las amarras, apareció Alcide Jolivet a todo correr. El buque había comenzado la maniobra y la pasarela estaba quitada y puesta sobre el muelle, pero el periodista francés no se arredró y, sin dudarlo un instante, saltó con la ligereza de un clown, yendo a parar sobre la cubierta del Cáucaso, casi en brazos de su colega.

-Ya creí que el Cáucaso iba a partir sin usted -le dijo éste, mitad en serio, mitad en broma.

-¡Bah! -respondió Alcide Jolivet-. Les hubiera alcanzado aunque para ello tuviera que fletar un buque a expensas de mi prima, o correr de posta en posta a veinte kopeks por versta y por caballo. ¿Qué quiere usted? El telégrafo está lejos del muelle.

-¿A ido usted a telégrafos? -preguntó Harry Blount apretando los labios.

-Sí; he ido -respondió Alcide Jolivet con su más amable sonrisa.

-¿Y funciona todavía hasta Kolivan?

-Esto lo ignoro, pero puedo asegurarle, por ejemplo, que funciona de Kazan a París.

-¿Ha mandado usted un telegrama… a su prima?

-Con todo entusiasmo.

-¿Es que ha sabido usted algo?

-Escuche, padrecito, por hablar como los rusos -respondió Alcide Jolivet-, soy un buen muchacho y no quiero ocultarle nada. Los tártaros, con Féofar-Khan a la cabeza, han traspasado Semipalatinsk y descienden por el curso del Irtiche. ¡Aproveche la noticia!

¡Cómo! Una noticia tan grave y Harry Blount la desconocía. Sin embargo, su rival, que la había captado probablemente de alguno de los habitantes de Kazan, la había transmitido ya a París. ¡El periódico inglés estaba atrasado de noticias! Harry Blount, cruzando sus manos en la espalda, fue a sentarse a popa del buque, sin decir ni una sola palabra.

Hacia las diez de la mañana, la joven livoniana abandonó su camarote para subir a cubierta.

Miguel Strogoff se dirigió hacia ella con la mano extendida.

-Mira, hermana -le dijo, después de haberla conducido hasta la proa del barco.

Y, efectivamente, el lugar valía la pena ser contemplasdo con atención.

En aquel momento, el Cáucaso llegaba a la confluencia del Volga con el Kama y era allí donde abandonaban el gran río, después de descender su curso durante más de cuatrocientas verstas, para remontar el importante afluente a lo largo de un recorrido de cuatrocientas sesenta verstas (490 kilómetros).

 

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