Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
-¡Oh! ¡No hablemos de política! -gritó Alcide Jolivet-. ¡Lo prohibe la Facultad de Medicina! ¡No hay nada peor para las heridas de la espalda!… a menos que le sirva de somnífero.
-Hablemos entonces de lo que tenemos que hacer -respondió Harry Blount-. Señor Jolivet, yo no tengo ninguna intención de permanecer indefinidamente prisionero de los tártaros.
-¡Ni yo, pardiez!
-¿Nos escaparemos a la primera ocasión?
-Sí, si no hay ningún otro medio de recuperar la libertad.
-¿Conoce usted algún otro medio? -preguntó Harry Blount, mirando a su compañero.
-¡Por supuesto! Nosotros no somos beligerantes, sino neutrales, y nos reclamarán nuestros gobiernos.
-¿Reclamar a este bruto de Féofar-Khan?
-No, él no entendería nada. Pero sí su lugarteniente, el coronel Ivan Ogareff.
-¡Es un bribón!
-Sin duda, pero es un bribón ruso y sabe que no puede bromear con los derechos de la gente, aparte de que no tiene ningún interes en retenernos, sino al contrario. Únicamente que pedirle cualquier cosa a ese caballero no me hace ninguna gracia.
-Pero ese caballero no está en el campamento Al menos yo no lo he visto -agregó Harry Blount
-Vendrá. No puede faltar a la cita. Tiene necesidad de reunirse con Féofar-Khan. Siberia está cortada en dos y seguramente el ejército del Emir no espera mas que reunirse con Ivan Ogareff para lanzarse sobre la ciudad de Irkutsk.
-¿Qué haremos una vez que estemos libres?
-Una vez libres, continuaremos nuestra campaña siguiendo a los tártaros hasta el momento en que los acontecimientos nos permitan pasar al bando opuesto. ¡No es preciso abandonar la partida qué diablos! No hemos hecho mas que comenzar. Usted, colega, ha tenido la suerte de ser herido al servicio del Daily Telegraph, mientras que yo todavía no he recibido nada estando al servicio de mi prima. Vamos, vamos… Bueno -murmuró Alcide Jolivet-, ya se está durmiendo. Varias horas de sueño y algunas compresas de agua fresca y no será necesario nada más para poner de pie a un inglés. ¡Esta gente está hecha de hojalata!
Y mientras Harry Blount dormía, Alcide Jolivet vigilaba su sueño, después de sacar su bloc y cargarlo de notas, decidido a compartirlas con su colega para mayor satisfacción de los lectores del Daily Telegrapb. Los acontecimientos les habían unido y no tenían por qué envidiarse.
Así pues, lo que más temía Miguel Strogoff era lo que más deseaban precisamente los dos periodistas con todo su vivo interés: la llegada de Ivan Ogareff
A los dos hombres podía, efectivamente, serles de utilidad, porque, una vez reconocida su calidad de corresponsales inglés y francés, nada había mas probable que el que fueran puestos en libertad. El lugarteniente del Emir haría entrar a éste en razón, seguramente, aunque éste no hubiera dudado en tratar como simples espías a los dos periodistas.
El interés de Alcide Jolivet y Harry Blount era, pues, contrario al del correo del Zar, el cual había comprendido la situación y tenía otra razón que sumar a muchas otras de las que tenía para evitar el encontrarse con sus anteriores compañeros de viaje. Por ello tenía que arreglárselas de forma que no lo viesen.
Pasaron cuatro días durante los cuales no cambió el estado de la situación. Los prisioneros no oyeron ni una sola palabra que hiciera alusión a un posible levantamiento del campamento tártaro. Continuaban siendo severamente vigilados y si hubiesen intentado escapar les hubiera sido imposible atravesar el cordón de infantes y jinetes que les guardaban noche y día.
En cuanto a la comida que les daban, apenas era suficiente. Dos veces al día les echaban un pedazo de intestino de cabra asado sobre carbones y unas porciones de ese queso llamado krut, fabricado con leche agria de oveja, el cual, mojado con leche de burra, constituye el plato kirguís conocido comúnmente con el nombre de kumyss. Y esto era todo lo que comían.
Aparte de esto, el tiempo se puso detestable y se produjeron grandes perturbaciones atmosféricas que amenazaban borrascas de lluvia.
Aquellos desgraciados, sin ningún abrigo, tuvieron que soportar aquellas inclemencias malsanas sin que nada se hiciese para atenuar sus miserias. Alguno de los heridos, mujeres y niños, murieron, y los mismos prisioneros tuvieron que enterrar sus cadáveres porque los guardianes ni siquiera se molestaban en darles sepultura.
Durante estas duras pruebas, Alcide Jolivet y Miguel Strogoff se multiplicaron, cada uno por un lado, prestando cuantos servicios podían prestar. Menos acobardados que muchos otros, fuertes y vigorosos, resistían mejor la situación y con sus consejos y sus cuidados, se hicieron imprescindibles para aquellos que sufrían y se desesperaban.
¿Cuánto iba a durar aquel estado de cosas? ¿Féofar-Khan, satisfecho de sus primeros éxitos, quería esperar algún tiempo antes de lanzarse sobre Irkutsk?
Era de temer, pero no fue así como ocurrió.
El acontecimiento tan deseado por Alcide Jolivet y Harry Blount, y tan temido para Miguel Strogoff, se produjo en la mañana del 12 de agosto.
Ese día sonaron las trompetas, doblaron los tambores y se oyeron descargas de fusilería. Una enorme nube de polvo se levantó a lo largo de la ruta de Kolyvan.
Ivan Ogareff, seguido por varios millares de hombres, hizo su entrada en el campamento tártaro.
2
UNA ACTITUD DE ALCIDE JOLIVET
Ivan Ogareff llevaba al Emir todo un cuerpo de ejército. Aquellos jinetes e infantes formaban parte de la columna que se había apoderado de Omsk. Ivan Ogareff no había podido reducir la ciudad alta, en la cual -según se recordará- habían buscado refugio el gobernador de la provincia y su guarnición, por lo que estaba decidido a seguir adelante, sin retrasar las operaciones que debían culminar con la conquista de la Siberia oriental. Por eso, después de apostar una fuerte guarnición en Omsk y reunir las hordas, que habían sido reforzadas en ruta por los vencedores de Kolyvan, vino a reunirse con el ejército del Emir.
Los soldados de Ivan Ogareff quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin recibir orden de acampar. El proyecto de su jefe era, sin duda, no detenerse, sino seguir adelante y alcanzar, en el menor plazo posible, la ciudad de Tomsk, centro importante que estaba destinado a convertirse en el puesto de partida de las operaciones futuras de los invasores.
Al mismo tiempo que sus soldados, Ivan Ogareff conducía un convoy de prisioneros rusos y siberianos capturados en Omsk y en Kolyvan. Estos nuevos desgraciados no fueron conducidos al encercado general porque era demasiado pequeño ya para los prisioneros que contenía, por lo que quedaron en los puestos avanzados del campamento, sin abrigo y casi sin comida.
¿Qué destino reservaba Féofar-Khan a estos infortunados? ¿Los internaría en Tomsk para diezmarlos con una de esas sangrientas ejecuciones, tan familiares a los jefes tártaros? Éste era uno de los secretos del caprichoso Emir.
Aquel cuerpo de ejército había salido de Omsk arrastrando tras de sí a la multitud de mendigos, merodeadores, comerciantes y bohemios que forman la retaguardia de todo ejército en marcha. Aquella gente vivía a costa del lugar que atravesaban y a sus espaldas dejaban pocas cosas que saquear.
La necesidad de seguir adelante era para asegurar el aprovisionamiento de las columnas expedicionarias, ya que toda la región comprendida entre los cursos del Ichim y del Obl estaba terriblemente devastada y no ofrecía recurso alguno. Las tropas tártaras dejaban tras de sí un auténtico desierto y los propios rusos tendrían que atravesarlo con muchas dificultades.
Entre aquellos innumerables bohemios llegados de las provincias del oeste, figuraba la tribu de gitanos que había acompañado a Miguel Strogoff hasta Perm y entre ellos estaba Sangarra. Esta espía salvaje, alma condenada de Ivan Ogareff, no dejaba nunca a su dueño. Se les ha visto a los dos preparando sus maquinaciones en la misma Rusia, en el gobierno de Nijni-Novgorod; después de la travesía de los Urales, se habían separado sólo por unos días, porque Ivan Ogareff tenía que llegar rápidamente a Ichim, mientras que Sangarra y su tribu se dirigieron a Omsk por el sur de la provincia.
Se comprenderá fácilmente cuál era la ayuda que aportaba aquella mujer a Ivan Ogareff. Con sus compañeras penetraba en todos los sitios, escuchaba y lo transmitía todo. Ivan Ogareff estaba al corriente de todo cuanto ocurría hasta en el corazón de las provincias invadidas. Eran cien ojos y cien oídos siempre abiertos para servir a su casa. Ademas, pagaba con largueza aquel espionaje que le proporcionaba magnífico provecho.
Sangarra estuvo una vez comprometida en un grave asunto y fue salvada por el oficial ruso. Jamás olvidó cuanto le debía y por eso vivía entregada a él en cuerpo y alma. Cuando Ivan Ogareff entró por la vía de la traición, había comprendido la misión específica que podía desempeñar aquella mujer. Cualquier orden que se le diera, era prontamente ejecutada por Sangarra. Un instinto inexplicable, mucho más fuerte que el agradecimiento, la había impulsado a hacerse esclava del traidor, a quien venía ligada desde los tiempos de su exilio en Siberia. Sangarra, confidente y cómplice, mujer sin patria y sin familia, había puesto su vida vagabunda al servicio de los invasores que Ivan Ogareff iba a lanzar sobre Siberia. A la prodigiosa astucia natural de su raza, unía una feroz energía que no conocía ni el perdón ni la piedad. Era una salvaje digna de compartir el wigwan de un apache o la choza de un andamíano,
Desde su llegada a Omsk con sus gitanas, ya no le había separado ni un instante de Ivan Ogareff. Sabía la circunstancia que había enfrentado a Miguel y Marfa Strogoff y estaba al corriente de los temores de Ivan Ogareff sobre el paso de un correo del Zar. Los conocía y participaba de ellos, siendo capaz de torturar a la prisionera Marfa Strogoff con todo el refinamiento de un piel roja para arrancarle su secreto.
Pero aún no había llegado la hora en que Ivan Ogareff quería enfrentarse a la vieja siberiana. Sangarra debía aguardar, y esperaba, sin perder de vista a Marfa Strogoff, fijándose en sus menores gestos, en sus palabras, observándola día y noche, buscando escuchar que la palabra «híjo» se escapara de su boca, pero hasta entonces había sido frustrada por la inalterable impasibilidad de Marfa Strogoff, la cual ignoraba que fuera objeto de tal espionaje.
Mientras tanto, a los primeros toques de corneta, los jefes de la caballería del Emir y de la artillería tártara, seguidos por una brillante escolta de jinetes usbecks, se trasladaron a la entrada del campamento para recibir a Ivan Ogareff.
Llegados a su presencia, le rindieron los más grandes honores invitándole a que les acompañara hasta la tienda de Féofar-Khan.
Ivan Ogareff, imperturbable como siempre, respondió fríamente a las deferencias de que fue objeto por parte de los altos funcionarios enviados a su encuentro. Iba vestido muy sencillamente, pero, por una especie de descarada bravata, lucía aún el uniforme de oficial ruso.
En el momento en que tiraba de las riendas del caballo para obligarlo a atravesar el recinto del campamento, Sangarra, pasando entre los jinetes de la escolta, se aproximó a él y permaneció inmóvil.
-¿Nada? -preguntó Ivan Ogareff.
-Nada.
-Ten paciencia.
-¿Se acerca la hora en que obligarás a hablar a la vieja?
-Se acerca, Sangarra.
-¿Cuándo hablará la vieja?
-Cuando lleguemos a Tomsk.
-¿Y cuándo llegaremos?
-Dentro de tres días…
Los grandes ojos negros de Sangarra adquirieron un extraordinario brillo, retirándose con paso tranquilo.
Ivan Ogareff oprimió los flancos de su caballo y, seguido por su estado mayor de oficiales tártaros, se dirigió hacia la tienda del Emir.
Féofar-Khan esperaba a su lugarteniente. El Consejo, formado por el guardador del sello real, el kodja y algunos otros altos funcionarios, había tomado ya asiento en la tienda.
Ivan Ogareff descendió del caballo, entró y se encontró frente al Emir.
Féofar-Khan era un hombre de cuarenta años, alto de estatura, rostro bastante pálido, ojos salientes y fisonomía feroz. Una barba negra, dividida en pequeños bucles, caía sobre su pecho. Con su traje de campaña, cota de mallas de oro y plata; tahalí cuajado de resplandecientes piedras preciosas; la vaina de su sable curvo como un yatagán, cubierta de joyas brillantes; botas con espuelas de oro y casco coronado por un penacho de diamantes que despedían mil fulgores, Féofar ofrecía a la vista el aspecto, más extraño que imponente, de un Sardanápalo tártaro, soberano indiscutido que dispone a su capricho de la vida y la hacienda de sus súbditos; cuyo poder no tiene límites y al cual, por privilegio especial, se da en Bukhara la calificación de Emir.
En el momento en que aparecio Ivan Ogareff, los grandes dignatarios permanecieron sentados sobre sus cojines festoneados de oro; pero Féofar-Khan se levantó del rico diván que ocupaba en el fondo de la tienda, en donde el suelo desaparecía bajo una espesa alfombra bukharlana.
El Emir se aproximó a Ivan Ogareff y le dio un beso, cuyo significado no dejaba lugar a dudas, ya que con él le convertía en jefe del Consejo y le situaba temporalmente por encima del kodja.
Después, Féofar, dirigiéndose a Ivan Ogareff, dijo:
-No tengo nada que preguntarte. Habla, pues, Ivan. Aquí no encontrarás más que oídos dispuestos a escucharte.
-Takhsir -respondió Ivan Ogareff-, he aquí lo que tengo que comunicarte.
Ivan Ogareff se expresaba en tártaro y daba a sus frases esa enfática entonación que distingue a las lenguas orientales.
-Takhstr, no hay tiempo para palabras inútiles. Lo que he hecho a la cabeza de tus tropas, lo sabes de sobras. Las líneas del Ichim y del Irtyche están en nuestro poder y los jinetes turcomanos pueden bañar sus caballos en esas aguas que ahora se han convertido en tártaras. Las hordas kirguises se han sublevado ante la llamada de Féofar-Khan y la principal ruta de Siberia te pertenece desde Ichim hasta Tomsk. Puedes dirigir tus columnas tanto hacia el oriente, en donde se levanta el sol, como hacia el occidente, en donde se pone.
-¿Y si marcho con el sol? -preguntó el Emir, el cual escuchaba sin que su mirada traicionara ninguno de sus pensamientos.
-Marchar con el sol -respondió Ivan Ogareff- es lanzarte hacia Europa; es conquistar rápidamente las provincias siberianas de Tobolsk hasta los Urales.
-¿Y si voy contra la dirección de la antorcha celeste?
-Significa someter a la dominación tártara, con Irkutsk, las más ricas comarcas del Asia central.
-Pero ¿y los ejércitos del sultán de Petersburgo? -dijo Féofar-Khan, designando al Emperador de Rusia con este caprichoso título.
-No tienes nada que temer ni por el levante ni por el poniente -respondió Ivan Ogareff-. La invasión ha sido rápida y antes de que el ejército ruso haya podido acudir en su socorro, Irkutsk o Tobolsk habrán caído en tu poder. Las tropas del Zar han sido aplastadas en Kolyvan, como lo serán allá donde los tuyos luchen con los insensatos soldados de occidente.
-¿Y qué consejo te inspira tu devoción a la causa tártara? -preguntó el Emir, después de unos instantes de silencio.
-Mi consejo -respondió vivamente Ivan Ogareff- es que marchemos en dirección contraria al sol. Que las hierbas de las estepas orientales sean pasto de los caballos turcomanos. Mi consejo es que tomemos Irkutsk, la capital de las provincias del este y, con ella, el rehén cuya posesión vale toda una comarca. Es preciso que, en defecto del Zar, caiga en nuestras manos el Gran Duque, su hermano.
Aquél era el supremo resultado que perseguía Ivan Ogareff. Escuchándolo, se le hubiera podido tomar por uno de esos crueles descendientes de Stepan Razine, el célebre pirata que arrasó la Rusia meridional en el siglo XVIII. ¡Apoderarse del Gran Duque y maltratarlo sin piedad, era la más plena satisfacción que podía dar a su odio! Además, la caída de Irkutsk pondría inmediatamente bajo la dominación tártara a toda la Siberia oriental.
-Así se hará, Ivan -respondió Féofar.
-¿Cuáles son tus órdenes, Takhsir?
-Hoy mismo, nuestro cuartel general será trasladado a Tomsk.
Ivan Ogareff se inclinó y, seguido por el huschbegui, se retiró para hacer ejecutar las órdenes del Emir.
En el momento en que iba a montar a caballo, con el fin de alcanzar los puestos avanzados del campamento, se produjo un tumulto a una cierta distancia, en la parte del campo destinado a los prisioneros. Se dejaron oír unos gritos y sonaron algunos tiros de fusil. ¿Era una tentativa de revuelta o de evasión que iba a ser rápidamente reprimida?
Ivan Ogareff y el huschbegui dieron algunos pasos adelante y, casi inmediatamente, dos hombres a los que los soldados no pudieron detener, aparecieron ante ellos.
El buschbegui, sin pedir información, hizo un gesto que era una orden de muerte, y la cabeza de aquellos prisioneros iba a rodar por los suelos cuando Ivan Ogareff dijo algunas palabras que detuvieron el sable que ya se levantaba sobre sus cráneos.
El ruso había comprendido que aquellos prisioneros eran extranjeros y dio orden de que los acercaran a él.
Eran Harry Blount y Alcide Jolivet.
Desde la llegada de Ivan Ogareff al campamento, habían pedido ser conducidos a su presencia, pero los soldados rechazaron su petición. De ahí la lucha, tentativa de fuga y tiros de fusil que, afortunadamente, no alcanzaron a los dos periodistas, pero su castigo no se hubiera hecho esperar de no haber sido por la intervención del lugarteniente del Emir.
Éste examinó durante unos instantes a los dos prisioneros, los cuales le eran absolutamente desconocidos. Sin embargo, estaban presentes en la escena que tuvo lugar en la parada de posta de Ichim, en la cual Miguel Strogoff fue golpeado por Ivan Ogareff; pero el brutal viajero no prestó atención a las personas que se encontraban entonces en la sala de espera.
Harry Blount y Alcide Jolivet, por el contrario, le reconocieron perfectamente y el francés dijo a media voz:
-¡Toma! Parece que el coronel Ogareff y aquel grosero personaje de Ichim son la misma persona.
Y agregó al oído de su compañero:
-Expóngale nuestro asunto, Blount. Hágame ese favor, porque me disgusta ver un coronel ruso en medio de estos tártaros y, aunque gracias a él mi cabeza está todavía sobre mis hombros, mis ojos se volverían con desprecio si le mirase a la cara.
Dicho esto, Alcide Jolivet tomo una actitud de la más completa y altanera indiferencia.
¿Ivan Ogareff comprendió lo que la actitud del prisionero tenía de insultante para él? En cualquier caso, no lo dio a entender.
-¿Quiénes son ustedes, señores? -preguntó en ruso con un tono muy frío, pero exento de su habitual rudeza.
-Dos corresponsales de periódicos, inglés y frances -respondió lacónicamente Harry Blount.
-¿Tendrán, sin duda, documentos que les permitan establecer su identidad?
-He aquí dos cartas que nos acreditan, en Rusia, ante las cancillerías inglesa y francesa.
Ivan Ogareff tomó las cartas que le entregó Harry Blount y las leyó con atención, diciendo después:
-¿Piden autorización para seguir nuestras operaciones militares en Siberia?
-Pedimos la libertad, eso es todo –respondió secamente el corresponsal inglés.
-Son ustedes libres, señores -respondió Ivan Ogareff-, y siento curiosidad por leer sus crónicas en el Daily Telegraph.
-Señor -contestó Harry Blount con su más imperturbable flema-, cuesta seis peniques por numero, además del franqueo.
Y, dicho esto, Harry Blount se volvió hacia su compañero, el cual pareció aprobar completamente su respuesta.
Ivan Ogareff no pestañeó y, montando en su caballo, se puso a la cabeza de su escolta, desapareciendo enseguida en una nube de polvo.
-Y bien, señor Jolivet, ¿qué piensa de Ivan Ogareff, general en jefe de las fuerzas tártaras? -preguntó Harry Blount.
-Pienso, querido colega, que ese huschbegui tuvo un gesto muy hermoso cuando ordenó que no nos cortaran la cabeza.
Fuera cual fuese el motivo que hubiera tenido Ivan Ogareff para tratar de aquella manera a los dos corresponsales, el caso es que estaban libres y que podían recorrer a su gusto el teatro de la guerra. Así que su intención era no abandonar la partida.
Aquella especie de antipatía que les enfrentaba en otro tiempo se había convertido en una amistad sincera. Unidos por las circunstancias, no deseaban ya separarse y las mezquinas cuestiones de rivalidad profesional estaban enterradas para siempre. Harry Blount no podía olvidar lo que debía a su compañero, el cual no se lo recordaba en ninguna ocasión y, en suma, aquel acercamiento, al facilitar las operaciones necesarias para los reportajes, redundaría en beneficio de sus lectores.
-Y ahora -preguntó Harry Blount-, ¿qué vamos a hacer de nuestra libertad?
-¡Abusar, pardiez! -respondió Alcide Jolivet-. Irnos tranquilamente a Tomsk a ver lo que pasa.
-¿Hasta el momento, que espero sea pronto, en que podamos unirnos a cualquier cuerpo de ejército ruso?
-¡Usted lo ha dicho, mi querido Blount! No es preciso tartarizarse demasiado. El buen papel es todavía para aquellos cuyos ejércitos llevan la civilización, y es evidente que los pueblos de Asia central lo tienen todo que perder y absolutamente nada que ganar en esta invasión. Pero los rusos responderán bien. No es más que cuestión de tiempo.
Sin embargo, la llegada de Ivan Ogareff, que acababa de dar la libertad a Alcide Jolivet y Harry Blount, era, por el contrario, un grave peligro para Miguel Strogoff. Si el destino ponía al correo del Zar en presencia de Ivan Ogareff, éste no dejaría de reconocerlo como el viajero al que tan brutalmente había golpeado en la parada de posta de Ichim y, aunque Miguel Strogoff no respondió al insulto como hubiera hecho en cualquier otra circunstancia, atraería la, atención sobre él, todo lo cual dificultaba la ejecución de sus proyectos.
Ahí estaba el aspecto desagradable que significaba la presencia de Ivan Ogareff.
No obstante, una feliz circunstancia que provocó su llegada fue la orden dada de levantar aquel mismo día el campamento y trasladar a Tomsk el cuartel general.
Esto significaba el cumplimiento del más vivo deseo de Miguel Strogoff. Su intención, como se sabe, era llegar a Tomsk confundido entre el resto de los prisioneros; es decir, sin riesgo de caer en manos de los exploradores que hormigueaban en las inmediaciones de aquella importante ciudad. Sin embargo, a causa de la llegada de Ivan Ogareff y ante el temor de ser reconocido por él, debió de preguntarse si no le convendría renunciar a aquel primer proyecto e intentar huir durante el viaje.
Miguel Strogoff iba, sin duda, a decidirse por esta segunda solución, cuando supo que Féofar-Khan e Ivan Ogareff habían partido ya hacia la ciudad, al frente de algunos millares de jinetes.
-Esperaré, pues -se dijo-, a menos que se me presente alguna ocasión excepcional para huir. Las oportunidades malas son numerosas más acá de Tomsk, mientras que más allá crecerán las buenas, ya que en varias horas habré traspasado los puestos más avanzados de los tártaros hacia el este. ¡Tres días de paciencia aún y que Dios venga en mi ayuda!
Efectivamente, era un viaje de tres días el que los prisioneros, bajo la vigilancia de un numeroso destacamento de tártaros, debía hacer a través de la estepa. Ciento cincuenta verstas separaban el campamento de la ciudad y el viaje era fácil para los soldados del Emir, que tenían abundancia de todo, pero muy penoso para aquellos desgraciados, debilitados ya por las privaciones. Más de un cadáver jalonaría aquella ruta siberiana.
A las dos de la tarde de aquel 12 de agosto, con una temperatura muy elevada y bajo un cielo sin nubes, el toptschi-baschi dio la orden de partir.
Alcide Jolivet y Harry Blount, después de comprar dos caballos, habían tomado ya la ruta de Tomsk, en donde la lógica de los acontecimientos iba a reunir a los principales protagonistas de esta historia.
Entre los numerosos prisioneros que Ivan Ogareff había conducido al campamento tártaro, había una anciana mujer cuya taciturnidad hasta parecia aislarla en medio de todos aquellos que compartían su desgracia. Ni una sola queja salía de sus labios. Se hubiera dicho que era la imagen del dolor. Aquella mujer, casi siempre inmóvil, más estrechamente vigilada que ningún otro prisionero, era, sin que ella pareciera darse cuenta, observada por la gitana Sangarra. Pese a su edad, había tenido que seguir a pie al convoy de prisioneros, sin que nada atenuara sus miserias.
Sin embargo, algún providencial designio había situado a su lado a un ser valiente, caritativo, hecho para comprenderla y asistirla. Entre sus compañeros de infortunio había una joven, notable por su belleza y por su impasividad, que no cedía en nada a la de la anciana siberiana, que parecía haberse impuesto la tarea de velar por ella. Ninguna palabra habían cruzado las dos cautivas, pero la joven se encontraba siempre cerca de la anciana, en todos los momento en que su ayuda podía serle útil.
Marfa Strogoff no había aceptado enseguida, sin desconfiar, los cuidados que le prodigaba aquella desconocida. Sin embargo, poco a poco, la evidente rectitud de la mirada de la joven, su reserva y la misteriosa simpatia que un dolor común establece entre los que sufren iguales infortunios, habían hecho desvanecer la frialdad altanera de Marfa Strogoff.
Nadia -porque era ella-, había podido así, sin conocerla, dar a la madre los cuidados y atenciones que había recibido del hijo. Su instintiva bondad la había inspirado doblemente porque al socorrer a la anciana, aseguraba a su juventud y belleza la protección de la edad de la vieja prisionera. En medio de aquella multitud de infelices a los que los sufrimientos habían agriado el carácter, el grupo silencioso que formaban las dos mujeres, una de las cuales parecía la abuela y la otra la nieta, imponía a todos cierto respeto.
Nadia, después de ser arrojada por los exploradores tártaros sobre una de sus barcas, fue conducida a Omsk. Retenida como prisionera en la ciudad, participó de la suerte de todos los que la columna de Ivan Ogareff había capturado hasta entonces y, por consecuencia, de la propia suerte de Marfa Strogoff.
De no haber sido tan enérgica, Nadia hubiera sucumbido a aquel doble golpe que acababa de recibir. La interrupción de su viaje y la muerte de Miguel Strogoff la habían, a la vez, desesperado y enardecido. Alejada quizá para siempre de su padre, después de tantos esfuerzos para hallarle y, para colmo de dolor, separada del intrépido compañero al que el mismo Dios parecía haber puesto en su camino para conducirla hasta el final, lo había perdido todo de repente y en un mismo golpe.
La imagen de Miguel Strogoff, cayendo ante sus ojos víctima de un golpe de lanza y desapareciendo en las aguas del Irtyche, no abandonaba su pensamiento. ¿Cómo había podido morir así un hombre como aquél? ¿Para quién reservaba Dios sus milagros si un hombre tan justo, al que a ciencia cierta impulsaba un noble deseo, había podido ser tan miserablemente detenido en su marcha? Algunas veces la cólera superaba a su dolor y cuando le venía a la memoria la escena de la afrenta tan extrañamente sufrida por su compañero en la parada de posta de Ichim, su sangre hervía a borbotones.
«¿Quién vengará a ese muerto que no puede vengarse a si mismo?», se decía.
Y, dirigiéndose a Dios con todo su corazón, exclamaba:
-¡Señor, haz que sea yo quien lo vengue!
¡Si al menos, antes de morir, Miguel Strogoff le hubiera confiado su secreto! ¡Si aun siendo mujer, casi niña, ella hubiera podido llevar a buen fin la tarea interrumpida de este hermano que Dios no hubiera debido darle, puesto que tan pronto se lo había quitado … !
Absorta en estos pensamientos, se comprende que Nadia se volviera insensible a las miserias de su cautiverio.
Fue entonces cuando el azar, sin que ella lo hubiera sospechado, la había reunido con Marfa Strogoff. ¿Cómo podía imaginar que aquella anciana mujer, prisionera como ella, fuera la madre de su compañero, el cual no había sido nunca para ella más que el comerciante Nicolás Korpanoff? Y, por su parte, ¿cómo Marfa Strogoff habría podido adivinar que un lazo de gratitud unía a aquella joven con su hijo?
Lo que impresionó a Nadia y a Marfa Strogoff fue la especie de secreta conformidad en la manera con que cada una, por su parte, soportaba su dura condición. Esa indiferencia estoica de la vieja muj er hacia los dolores materiales de su vida cotidiana, el desprecio por los sufrimientos corporales, Marfa no podía superarlos más que por un dolor moral igual al suyo. Eso era lo que pensó Nadia y no se equivocó.
Fue, pues, una simpatía instintiva por aquella parte de sus miserias que Marfa Strogoff no mostraba jamás, lo que impulsó enseguida a Nadia hacia ella. Esa forma de soportar sus males iba en armonía con el alma valiente de la joven, por eso no le ofreció sus servicios, sino que se los dio. Marfa no tuvo que rehusarlos ni aceptarlos.
En los trozos en que el camino se hacía difícil, allí estaba Nadia para ayudarla con sus brazos. A las horas de la distribución de víveres, la anciana no se movía, pero la joven compartía con ella su escaso alimento y fue así como aquel penoso viaje fue de mutuo consuelo, tanto para una como para la otra.
Gracias a su joven compañera, Marfa Strogoff pudo seguir en el convoy de prisioneros, sin ser atada al arzón de una silla como tantos otros desgraciados, arrastrados así sobre ese camino de dolor.
-Que Dios te recompense, hija mía, de lo que haces por mis viejos años -le dijo una vez Marfa Strogoff, y éstas fueron, durante algún tiempo, las únicas palabras que se cruzaron entre las dos infortunadas mujeres.
Durante aquellos días (que les parecieron largos como siglos), la anciana y la joven parecía lógico que se sintieran impulsadas a comentar entre ellas su recíproca situación. Pero Marfa Strogoff, por una circunspección fácil de comprender, no había hablado, y aun con mucha brevedad, más que sobre sí misma. No había hecho ninguna alusión ni a su hijo ni al funesto encuentro que les había puesto cara a cara.
Nadia, por su parte, también permaneció, si no muda, sin pronunciar ninguna palabra inútil. Sin embargo, un día, sintiendo que estaba delante de un alma sencilla y noble, su corazón se desbordó y contó a la anciana, sin ocultar ningún detalle, todos los acontecimientos, tal como habían sucedido desde su salida de Wladimir hasta la muerte de Nicolás Korpanoff. Lo que dijo de su joven compañero interesó vivamente a la anciana siberiana.
-¡Nicolás Korpanoff ! -dijo-. Háblame de ese Nicolás. No sé más que era un hombre, uno sólo entre toda la juventud de estos tiempos, en el que no me extraña una conducta tal. ¿Nicolás Korpanoff era su verdadero nombre? ¿Estás segura, hija mía?
-¿Por qué tenía que engañarme sobre este punto si no lo había hecho en ningún otro? -respondió Nadia.
Sin embargo, impulsada por una especie de presentimiento, Marfa Strogoff dirigía a Nadia pregunta tras pregunta.
-¿Dijiste que era intrépido, hija mía? ¡Has demostrado que lo era!
-¡Sí, intrépido! -respondió Nadia.
« ¡Así se hubiera portado mi hijo! », repetía Marfa Strogoff para sí.
Después continuó la conversación:
-Me has dicho también que nada le detenía, que nada le acobardaba, que era dulce en su misma fortaleza, que tenías en él tanto como un hermano y que ha velado por ti como una madre…
-¡Sí, sí! -dijo Nadia-. ¡Hermano, hermana, madre, lo ha sido todo para mí!
-¿También, un león defendiéndote?
-¡Un león de verdad! ¡Sí, un león, un héroe!
«Mi hijo, mi hijo», pensaba la anciana siberiana.
-Pero, sin embargo, me has dicho que soportó una terrible afrenta en esa casa de postas de Ichim.
-La soportó -respondió Nadia bajando la cabeza.
-¿La soportó? -murmuró Marfa Strogoff estremeciéndose.
-¡Madre, madre! -gritó Nadia-. ¡No lo condene! ¡Tenía un secreto. Un secreto del cual sólo Dios, a estas horas, es juez!
-¿Y en aquel momento de humillación, le despreciaste? -preguntó Marfa, levantando la cabeza y mirando a Nadia como si hubiera querido leer hasta en lo más profundo de su alma.
-¡Le admiré sin comprenderlo! -respondió la joven-. ¡Nunca le vi tan digno de respeto!
La anciana calló unos instantes.
-¿Era alto? -preguntó después.
-Muy alto.
-Y muy guapo, ¿no es así? Vamos, habla, hija mía.
-Era muy guapo -respondió Nadia, enrojeciendo.
-¡Era mi hijo! ¡Te digo que era mi hijo! -grito la anciana abrazando a la joven.
-¡Tu hijo! ¡Tu hijo! -exclamó Nadia, confusa.
-¡Vamos! -dijo Marfa-. ¡Termina, hija mía! ¿Tu compañero, tu amigo, tu protector, tenía madre? ¿No te habló nunca de su madre?
-¿De su madre? -replicó Nadia-. Me hablaba de su madre a menudo, como yo le hablaba de mi padre; siempre, todos los días. ¡Él adoraba a su madre!
-¡Nadia, Nadia! ¡Acabas de contarme la historia de mi hijo! -dijo la anciana, agregando impetuosamente-. ¿No debía ver en Omsk a esa madre a la que tanto dices que adoraba?
-No -respondió la joven-, no debía verla.
-¿No? -gritó la anciana-. ¿Te atreves a decirme que no?
-Lo he dicho, pero me falta añadir que, por motivos muy poderosos que yo desconozco, comprendí que Nicolás Korpanoff debía atravesar el país en el más absoluto secreto. Para él era una cuestión de vida o muerte, más aún, un compromiso de deber y de honor.
-Una cuestión de deber, en efecto; de imperioso deber -dijo Marfa Strogoff-, de esos deberes a los que se sacrifica todo; de esos que, para llevarlos a cabo, se rechaza todo, hasta la alegría de dar un beso, que puede ser el último, a su vieja madre. Todo lo que no sabes, Nadia, todo lo que ni yo misma sabía, lo sé ahora. ¡Tú me lo has hecho comprender todo! Pero la luz que has hecho penetrar hasta lo más profundo de las tinieblas de mi corazon, esa luz, yo no puedo hacer que entre en el tuyo. El secreto de mi hijo, Nadia, ya que él no te lo ha revelado, es preciso que yo se lo guarde. ¡Perdóname, Nadia! ¡El bien que me has hecho no te lo puedo devolver!
-Madre, yo no le pregunto nada -replicó Nadia.
Todo quedaba, de este modo, explicado para la vieja siberiana; todo, hasta la inexplicable conducta de su hijo cuando la vio en el albergue de Omsk, en presencia de los testigos de su encuentro. Ya no existía la menor duda de que el compañero de la joven era Miguel Strogoff, al que una misión secreta, algún importante mensaje secreto que tenía que llevar a través de las comarcas invadidas, le obligaba a ocultar su calidad de correo del Zar.
«¡Ah, mi valeroso niño! -pensó Marfa Strogoff-. ¡No, note traicionaré y las torturas no podrán arrancarme jamas que fue a ti a quien vi en Omsk!»
Marfa Strogoff habría podido, con una sola palabra, pagar a Nadia toda la devoción que le había demostrado. Hubiera podido decirle que su compañero Nicolás Korpanoff o, lo que era lo mismo, Miguel Strogoff, no había muerto entre las aguas del Irtyche, ya que varios días después de aquel incidente, ella lo había encontrado y le había hablado…
Pero se contuvo y guardó silencio, limitándose a decir:
-¡Espera, hija mía! ¡La desgracia no se cebará siempre sobre ti! ¡Tengo el presentimiento de que verás a tu padre y, tal vez aquel que te dio el nombre de hermana no haya muerto! ¡Dios no puede permitir que haya perecido tan noble compañero … ! ¡Espera, hija mía, espera! ¡Haz como yo! ¡El luto que llevo no es por mi hijo!
3
Tal era entonces la situación de Marfa Strogoff y de Nadia, la una junto a la otra. La vieja siberiana lo había comprendido todo; y si la joven ignoraba que su añorado compañero aún vivía, por lo menos sabía quién era la mujer a la que había tenido por madre y le daba las gracias a Dios por haberle dado la alegría de poder reemplazar al lado de la prisionera al hijo que había perdido.
Pero lo que ninguna de las dos podía saber es que Miguel Strogoff, cogido prisionero en Kolyvan, formaba parte del mismo convoy y que le llevaban a Tomsk como a ellas.
Los prisioneros que trajera consigo Ivan Ogareff quedaron unidos a los que el Emir tenía ya en el campamento tártaro. Esos desgraciados, rusos o siberianos, militares o civiles, constituían varios millares y formaban una columna que se extendía sobre una longitud de varias verstas.
Entre ellos los había que eran considerados más peligrosos y fueron esposados y sujetos a una larga cadena. Había también mujeres y niños atados o suspendidos de los pomos de las sillas de montar, y despiadadamente arrastrados a través del camino. Se les conducía como un rebaño. Los jinetes encargados de su escolta les obligaban a guardar cierto orden y un ritmo de marcha, por lo que muchos de los que quedaban rezagados caían para no levantarse más.
Como consecuencia de esta disposición en la marcha, resultó que Miguel Strogoff, que iba en las primeras filas de los que habían salido del campamento tártaro, es decir, entre los prisioneros hechos en Kolyvan, no podía mezclarse con los prisioneros llegados de Omsk y situados en último lugar. De ahí que no podía suponer la presencia de su madre y de Nadia en el convoy, como ellas no podían sospechar la suya.
El viaje desde el campamento a Tomsk, hecho en aquellas condiciones, bajo el látigo de los soldados, mortal para muchos de los prisioneros, se hacía terrible para todos. Se iba a atravesar la estepa por una ruta más polvorienta todavía, después del paso del Emir y su vanguardia.
Se dio orden de marcha con rapidez y los descansos eran pocos y muy cortos. Aquellas ciento cincuenta verstas que debían franquear bajo un sol abrasador, por muy rápidamente que fueran recorridas, tenían que parecerles interminables.
La comarca que se extiende sobre la derecha del Obi hasta la base de las estribaciones de los montes Sayansk, cuya orientación es de norte a sur, es una comarca muy estéril. Apenas algunos raquíticos y abrasados arbustos rompen de vez en cuando la monotonía de la inmensa planicie. No hay cultivos porque todo es secano y, sin embargo, el agua es lo que más falta hacía a los prisioneros, sedientos por una marcha tan penosa.
Para encontrar una corriente de agua hubiera sido necesario desviarse unas cincuenta verstas hacia el este, hasta el pie mismo de las estribaciones, que determinan la partición de las cuencas del Obi y el Yenisei. Allá discurre el Tom, pequeño afluente del Obi, que pasa por Tomsk antes de perderse en una de las grandes arterias del norte. Allí hubieran tenido agua abundante, una estepa menos árida y una temperatura menos agobiante. Pero los jefes del convoy de prisioneros habían recibido órdenes estrictas de dirigirse a Tomsk por el camino más corto, porque el Emir temía que algunas columnas rusas que pudieran descender de las provincias del norte les atacasen por el flanco, cortándoles el camino. La gran ruta siberiana no costea las orillas del Tom, al menos en la parte comprendida entre Kolyvan y un pequeño pueblo llamado Zabediero, por lo tanto, era preciso seguir esta gran ruta sin acercarse al sitio donde pudiera aplacarse la sed.
Es inútil insistir sobre los sufrimientos de los desgraciados prisioneros. Varios centenares de ellos cayeron sobre la estepa y sus cadáveres debían quedar allí hasta que los lobos, llegado el invierno, devoraran sus últimos restos.
Del mismo modo que Nadia estaba siempre presta a socorrer a la anciana siberiana, Miguel Strogoff, libre de movimientos, prestaba a sus compañeros de infortunio, más débiles que él, todos los cuidados que la situación le permitía.
Daba ánimos a unos, sostenía a otros, se multiplicaba, iba y venía hasta qúe la lanza de algún soldado le obligaba a volver al sitio que se le había asignado en la fila.
¿Por qué no intentaba la huida? Había decidido, después de pensarlo detenidamente, no lanzarse por la estepa hasta que fuese segura para él, y se había empeñado en la idea de ir hasta Tomsk a expensas del Emir y, decididamente, tenía razón. Viendo los numerosos destacamentos que batían la llanura sobre ambos flancos del convoy, tanto hacia el sur como hacia el norte, era evidente que no hubiese podido recorrer dos verstas sin ser capturado de nuevo. Los jinetes tártaros pululaban por todas partes. Muchas veces hasta parecía que salieran de la tierra semejantes a esos insectos dañinos que la lluvia hace aparecer sobre el suelo como un hormiguero.
Además, la huida en esas condiciones hubiera sido extremadamente difícil, si no imposible, porque los soldados de la escolta desplegaban una estrecha vigilancia, ya que se jugaban la cabeza si escapaba alguno de los prisioneros.
Al fin, el 15 de agosto, a la caída de la tarde, el convoy llegaba al pueblecito de Zabediero, a una treintena de verstas de Tomsk. A partir de aquel lugar, la ruta seguía el curso del Tom.
El primer impulso de los prisioneros hubiera sido el precipitarse en las aguas del río, pero los guardianes no les permitieron romper filas hasta que estuviera organizada la parada. Pese a que la corriente del Tom era casi torrencial en esa época, podía favorecer la huida de algunos audaces o desesperados, por lo que fueron tomadas las más severas medidas de vigilancia. Con barcas requisadas en Zabediero se formó una barrera de obstáculos imposible de franquear. En cuanto a la línea del campamento, apoyada en las primeras casas del pueblo, quedaba guardada por un cordón de centinelas igualmente impenetrable.
Miguel Strogoff, que en aquellos momentos habría podido pensar en lanzarse a la estepa, comprendió, después de haber estudiado detenidamente la situación, que sus proyectos de fuga eran casi inejecutables en aquellas condiciones y, no queriendo comprometerse en nada, esperó.
Los prisioneros debían acampar la noche entera a orillas del Tom. Efectivamente, el Emir había aplazado hasta el día siguiente la instalación de sus tropas en la ciudad de Tomsk, decidiendo una fiesta militar que señalara la inauguración del cuartel general tártaro en esta importante ciudad. Féofar-Khan ocupaba ya la fortaleza, pero su ejército vivaqueaba en los alrededores, esperando el momento de hacer su entrada solemne.
Ivan Ogareff dejó al Emir en Tomsk, adonde ambos habían llegado la víspera, volviendo al campamento de Zabediero. Desde este punto debía partir al día siguiente la retaguardia del ejército tártaro. Tenía dispuesta una casa para que pasase la noche y, al amanecer, al frente de sus jinetes e infantes, se dirigía hacia Tomsk, en donde el Emir quería recibirle con la pompa que es habitual entre los soberanos asiáticos.
Cuando, por fin, quedó organizada la parada, los prisioneros, destrozados por los tres días de viaje y víctimas de ardiente sed, pudieron apagarla y reposar un poco.
El sol ya se había ocultado, aunque el horizonte todavía estaba iluminado por las luces del crepúsculo, cuando Nadia, sosteniendo a Marfa Strogoff, llegó a la orilla del Tom. Hasta entonces ninguna había podido abrirse paso entre las filas de los que se agolpaban para beber.
La vieja siberiana se inclinó sobre la fresca corriente y Nadia, con el cuenco de su mano, llevó el agua a los labios de Marfa, bebiendo luego a su vez. La anciana y la joven encontraron gran alivio con aquellas aguas bienhechoras.
De pronto, Nadia, en el momento en que iba a retirarse de la orilla, se enderezó y un grito involuntario se escapó de sus labios.
¡Allí estaba Miguel Strogoff, a sólo unos pasos de ella! ¡Era él! ¡Todavía podía verle bajo las últimas luces del crepúsculo!
El grito de Nadia hizo estremecer al correo del Zar… Pero tuvo bastante dominio sobre sí mismo como para no pronunciar ni una sola palabra que pudiera comprometerle.
¡Sin embargo, al mismo tiempo que a Nadia, había reconocido a su madre!
Miguel Strogoff, ante este inesperado encuentro, temiendo no ser dueño de sí mismo, llevó la mano a los ojos y se alejó de aquel lugar en seguida.
Nadia se había lanzado instintivamente a su encuentro, pero la anciana murmuró unas palabras a su oído:
-¡Quieta, hija mía!
-¡Es él! -respondió Nadia con la voz rota por la emoción-. ¡Vive, madre! ¡Es él!
-Es mi hijo -replicó Marfa Strogoff-, es Miguel Strogoff y ya ves que no he dado el menor paso hacia él. ¡Imítame, hija mía!
Miguel Strogoff acababa de experimentar una de las más violentas emociones que le fuera dado sentir a un hombre. Su madre y Nadia estaban allí… Las dos prisioneras que casi se confundían en su corazón, Dios las había puesto una junto a la otra en este común infortunio. ¿Sabía Nadia, pues, quién era él? No, porque había visto el gesto de Marfa Strogoff deteniéndola en el momento en que iba a lanzarse hacia él. Su madre había comprendido y guardaba el secreto.
Durante aquella noche Miguel Strogoff estuvo veinte veces tentado de reunirse con su madre, pero comprendió que debía resistir a ese inmenso deseo de estrecharla entre sus brazos, de apretar una vez más las manos de su joven compañera entre las suyas. La menor imprudencia podía perderlo. Además, había jurado no ver a su madre… y no la vería voluntariamente. Una vez que hubieran llegado a Tomsk, ya que no podía huir aquella misma noche, se lanzaría a través de la estepa sin siquiera haber abrazado a los dos seres que resumían toda su vida y a los cuales dejaba expuestos a todos los peligros.
Miguel Strogoff esperaba, pues, que este nuevo encuentro en el campamento de Zabediero no trajese funestas consecuencias ni para su madre ni para él. Pero no sabía que ciertos detalles de esa escena, pese a lo rápidamente que se había desarrollado, fueron captados por Sangarra, la espía de Ivan Ogareff.
La gitana estaba allí, a pocos pasos, espiando, como siempre, a la vieja siberiana sin que ésta lo sospechara. No había podido ver a Miguel Strogoff, que ya había desaparecido cuando ella se volvió; pero el gesto de la madre reteniendo a Nadia no le había pasado desapercibido y un especial brillo de los ojos de Marfa se lo había dicho todo.
No albergaba ninguna duda de que el hijo de Marfa Strogoff, el correo del Zar, se encontraba en aquel momento en el campamento de Zabediero, entre los numerosos prisioneros de Ivan Ogareff.
Sangarra no lo conocía, pero sabía que estaba allí. No intentó siquiera descubrirlo porque hubiera sido imposible en las sombras de la noche y entre aquella multitud de prisioneros.
En cuanto a continuar espiando a Nadia y Marfa Strogoff, era inútil, puesto que era evidente que las dos mujeres se mantendrían alerta y sería imposible captarles cualquier palabra o gesto que pudiera comprometer al correo del Zar.
La gitana no tuvo mas que un pensamiento: prevenir a Ivan Ogareff. Y, con esta intención, abandonó enseguida el campamento.
Un cuarto de hora después llegaba a Zabediero y era introducida en la casa que ocupaba el lugarteniente del Emir.
Ivan Ogareff la recibió inmediatamente.
-¿Qué deseas de mí, Sangarra? -le preguntó.
-El hijo de Marfa Strogoff está en el campamento -respondió Sangarra.
-¿Prisionero?
-Prisionero.
-¡Ah! –exclamó Ivan Ogareff-. Yo sabré…
-Tú no sabrás nada -le cortó la gitana-, porque ni siquiera lo conoces.
-¡Pero lo conoces tú! ¡Tú lo has visto, Sangarra!
-No lo he visto, pero su madre se ha traicionado con un movimiento que me lo ha revelado todo.
-¿No te equivocas?
-No.
-Tú sabes la importancia que para mí tiene la detención del correo -dijo Ivan Ogareff-. Si la carta que le entregaron en Moscú llegara a Irkutsk, si consigue llevarla al Gran Duque, éste estará sobre aviso y no podré llegar hasta él. ¡Es preciso que consiga esa carta a cualquier precio! ¡Ahora vienes a decirme que el portador de esa carta esta en mi poder! ¡Te lo repito, Sangarra, ¿no te equivocas?!
Ivan Ogareff había hablado con gran vehemencia. Su emoción evidenciaba la gran importancia que concedía a la posesión de la carta imperial, pero Sangarra no se sintió turbada en ningun momento por la insistencia del lugarteniente del Emir al repetirle su pregunta.
-No me equivoco, Ivan -respondió.
-¡Pero, Sangarra, en este campamento hay varios millares de prisioneros y tú dices que no conoces a Miguel Strogoff !
-No -replicó la gitana, cuya mirada se impregno de una salvaje alegría-, yo no lo conozco, pero su madre sí. Ivan, sera preciso hacerla hablar.
-¡Mañana hablará! -exclamó Ivan Ogareff.
Después, tendió su mano a la gitana, la cual la besó, sin que en este gesto de respeto, habitual en las razas del norte, hubiera nada de servil.
Sangarra volvió al campamento para situarse junto al lugar que ocupaba Nadia y Marfa Strogoff, y pasó la noche observando a ambas mujeres. La anciana y la joven no pudieron dormir, pese a que la fatiga les abrumaba, porque las inquietudes las mantenían desveladas ¡Miguel Strogoff había sido hecho prisionero como ellas! ¿Lo sabía Ivan Ogareff y, si no lo sabía, no acabaría enterándose? Nadia no tenía otro pensamiento que el de que su compañero, a quien había llorado como muerto, aún vivía. Pero Marfa Strogoff veía más allá en el futuro y, si era sincera consigo mismo, tenía sobrados motivos para temer por la seguridad de su hijo.
Sangarra, que, amparándose en las sombras se había deslizado hasta situarse justo detrás de las dos mujeres, se quedó allí durante varias horas aguzando el oído. Pero nada pudo oír, porque un instintivo sentimiento de prudencia hizo que Nadia y Marfa no intercambiaran ni una sola palabra.
Al día siguiente, 16 de agosto, alrededor de las diez de la mañana, sonaron las trompetas en los linderos del campamento» y los soldados tártaros se apresuraron a tomar inmediatamente sus armas.
Ivan Ogareff, después de salir de Zabediero, llegaba al campamento en medio de su numeroso estado mayor de oficiales tártaros. Su mirada era más sombría que de costumbre y su gesto indicaba estar poseído de una sorda cólera que sólo buscaba una oportunidad para estallar.
Miguel Strogoff, perdido entre un grupo de prisioneros, vio pasar a aquel hombre y tuvo el presentimiento de que iba a producirse alguna catástrofe, porque Ivan Ogareff sabía ya que Marfa Strogoff era madre de Miguel Strogoff, capitán del cuerpo de correos del Zar.
Ivan Ogareff llegó al centro del campamento, descendió de su caballo y los jinetes de su escolta formaron un amplio círculo a su alrededor.
En aquel momento, Sangarra se le acercó murmurándole:
-No tengo nada nuevo que decirte, Ivan.
Ivan Ogareff respondió dando una breve orden a uno de sus oficiales.
Enseguida, las filas de prisioneros fueron brutalmente recorridas por los soldados. Aquellos desgraciados, estimulados a golpes de látigo o empujados a punta de lanza, tuvieron que levantarse con toda rapidez y formar en la circunferencia del campamento. Un cuádruple cordón de infantes y jinetes dispuestos tras ellos hacía imposible cualquier tentativa de evasión.
Pronto se hizo el silencio y, a una señal de Ivan Ogareff, Sangarra se dirigió hacia el grupo entre el cual se encontraba Marfa Strogoff.
La anciana la vio venir y comprendió lo que iba a pasar. Una sonrisa desdeñosa apareció en sus labios; después, inclinándose hacia Nadia, le dijo en voz baja:
-¡Tú no me conoces, hija mía! Ocurra lo que ocurra y por dura que fuese la prueba, no digas una palabra ni hagas ningún gesto. Se trata de él, y no de mí.
En ese momento, Sangarra, después de haberla mirado por unos instantes, puso su mano sobre el hombro de la anciana.
-¿Qué quieres de mí? -le preguntó Marfa Strogoff.
-Ven -respondió Sangarra.
Y, empujándola con la mano, la condujo frente a Ivan Ogareff, en el centro de aquel espacio cerrado.
Marfa Strogoff, al encontrarse cara a cara con Ivan Ogareff, enderezó el cuerpo, cruzó los brazos y esperó.
-Tú eres Marfa Strogoff, ¿no es cierto? -preguntó el traidor.
-Sí -respondió la anciana con calma.
-¿Rectificas lo que me constestaste cuando te interrogué en Omsk, hace tres días?
-No.
-¿Asi pues, ignoras que tu hijo, Miguel Strogoff, correo del Zar, ha pasado por Omsk?
-Lo ignoro.
-Y el hombre en el que creíste reconocer a tu hijo en la parada de posta ¿no era él? ¿No era tu hijo?
-No era mi hijo.
-¿Y no lo has visto después, entre los prisioneros?
-No.
Tras esta respuesta, que denotaba una inquebrantable resolución de no confesar nada, un murmullo se levantó entre la multitud de prisioneros.
Ivan Ogareff no pudo contener un gesto de amenaza.
-¡Escucha! -gritó a Marfa Strogoff-. ¡Tu hijo está aquí y tú vas a señalarlo inmediatamente!
-No.
-¡Todos estos hombres, capturados en Omsk y en Kolyvan, van a desfilar ante ti y si no señalas a Miguel Strogoff recibirás tantos golpes de knut como hombres hayan desfilado!
Ivan Ogareff había comprendido que, cualesquiera que fuesen sus amenazas y las torturas a que sometiera a la anciana, la indomable siberiana no hablaría. Para descubrir al correo del Zar contaba, pues, no con ella, sino con el mismo Miguel Strogoff. No creía posible que cuando madre e hijo se encontraran frente a frente, dejara de traicionarles algún movimiento irresistible.
Ciertamente, si sólo hubiera querido apoderarse de la carta imperial, le bastaba con dar orden de que se registrara a todos los prisioneros; pero Miguel Strogoff podía haberla destruido, no sin antes informarse de su contenido y, si no era reconocido, podía llegar a Irkutsk, desbaratando los planes de Ivan Ogareff. No era únicamente la carta lo que necesitaba el traidor, sino también a su mismo portador.
Nadia lo había oído todo y ahora ya sabía qué era Miguel Strogoff y por qué había querido atravesar las provincias invadidas sin ser reconocido.
Cumpliendo la orden de Ivan Ogareff, los prisioneros desfilaron uno a uno por delante de Marfa Strogoff, la cual permanecía inmóvil como una estatua y cuya mirada expresaba la más completa indiferencia.
Su hijo se encontraba en las últimas filas y cuando le tocó el turno de pasar delante de su madre, Nadia cerró los ojos para no verlo.
Miguel Strogoff permanecía aparentemente impasible, pero las palmas de sus manos sangraban a causa de las uñas que se habían clavado en ellas.
¡Ivan Ogareff había sido vencido por la madre y el hijo!
Sangarra, situada cerca de él, no pronunció más que dos palabras:
-¡El knut!
-¡Sí! -gritó Ivan Ogareff, que no era dueño de sí mismo-. ¡El knut para esta vieja bruja! ¡Hasta que muera!
Un soldado tártaro, llevando en la mano ese terrible instrumento de tortura, se acercó lentamente a Marfa Strogoff.
El knut está compuesto por una serie de tíras de cuero, en cuyos extremos llevan varios alambres retorcidos. Se estima que una condena a ciento veinte de estos latigazos equivale a una condena de muerte. Marfa Strogoff lo sabía; pero sabía también que ninguna tortura le haría hablar y estaba dispuesta a sacrificar su vida.
Marfa Strogoff, asida por dos soldados, fue puesta de rodillas. Su ropa fue rasgada para dejar al descubierto la espalda y delante de su pecho, a solo unas pulgadas, colocaron un sable. En el caso de que el dolor la hiciera flaquear, aquella afilada punta atravesaría su pecho.
El tártaro que iba a actuar de verdugo estaba de pie a su lado.
Esperaba.
-¡Va! –dijo Ivan Ogareff.
El látigo rasgó el aire…
Pero antes de que hubiera golpeado, una poderosa mano lo había arrancado de las manos del tártaro.
¡Allí estaba Miguel Strogoff! ¡Aquella horrible escena le había hecho saltar! Si en la parada de Ichim se había contenido cuando el látigo de Ivan Ogareff lo había golpeado, ahora, al ver que su madre iba a ser azotada, no había podido dominarse.
Ivan Ogareff había triunfado.
-¡Miguel Strogoff! -gritó.
Después, avanzando hacia él, dijo:
-¡Ah! ¡El hombre de Ichim!
-¡El mismo! -exclamó Miguel Strogoff.
Y levantando el knut, cruzó con él la cara de Ivan Ogareff.
-¡Golpe por golpe! -dijo.
-¡Bien dado! -gritó la voz de un espectador que, afortunadamente para él, se perdió entre la multitud.
Veinte soldados se lanzaron sobre Miguel Strogoff con la intención de matarlo, pero Ivan Ogareff, al que se le había escapado un grito de rabia y de dolor, los contuvo con un gesto.
-¡Este hombre está reservado a la justicia del Emir! ¡Que se le registre!
La carta con el escudo imperial fue encontrada en el pecho de Miguel Strogoff, el cual no había tenido tiempo de destruirla, y fue entregada a Ivan Ogareff.
El espectador que había pronunciado las palabras « ¡Bien dado! », no era otro que Alcide Jolivet. Él y su colega se habían detenido en el campamento, siendo testigos de la escena.
– ¡Pardiez! -dijo Alcide Jolivet-. ¡Estos hombres del norte son gente ruda! ¡Debemos una reparación a nuestro compañero de viaje, porque Korpanoff, o Strogoff, la merece! ¡Hermosa revancha del asunto de Ichim!
-Sí, revancha -respondió Harry Blount-, pero Strogoff es hombre muerto. En su propio interés hubiera hecho mejor no acordándose tan pronto.
-¿Y dejar morir a su madre bajo el knut?
-¿Cree usted que tanto ella como su hermana correran mejor suerte con su comportamiento?
-Yo no creo nada; yo no sé nada -respondió Alcide Jolivet-. ¡Únicamente sé lo que yo hubiera hecho en su lugar! ¡Qué cicatriz! ¡Qué diablos, es necesario que a uno le hierva la sangre alguna vez! ¡Dios nos habría puesto agua en las venas, en lugar de sangre, si nos hubiera querido conservar siempre imperturbables ante todo!
-¡Bonito incidente para una crónica! -dijo Harry Blount-. Si Ivan Ogareff quisiera comunicamos el contenido de la carta…
Ivan Ogareff, después de manchar la carta con la sangre que le cubría el rostro, había roto el sello y la leyó y releyó largamente, como si hubiera querido penetrar todo su contenido.
Terminada la lectura, dio órdenes para que Miguel Strogoff fuera estrechamente agarrotado y conducido a Tomsk con los otros prisioneros, tomó el mando de las tropas acampadas en Zabediero y, al ruido ensordecedor de los tambores y trompetas, se dirigió hacia la ciudad donde esperaba el Emir.
4
Tomsk, fundada en 1604, casi en el corazón mismo de las provincias siberianas, es una de las más importantes ciudades de la Rusia asiática. Tobolsk, situada por encima del paralelo sesenta, e Irkutsk, que se levanta más allá del meridiano cien, han visto crecer Tomsk a sus expensas.
Sin embargo, Tomsk, como queda dicho, no es la capital de esta importante provincia, sino que es en Omsk en donde reside el gobernador general y todos los elementos oficiales.
Pese a ello, Tomsk es la ciudad más importante de este territorio, que limita con los montes Altai, es decir, en la frontera china del país de los jalcas. Desde las pendientes de estas montañas son incesantemente transportados hasta el valle del Tom cargamentos de platino, oro, plata, cobre y plomo aurífero. Siendo tan rico el país, la ciudad también lo es, porque es el centro de estas fructíferas explotaciones. De ahí el lujo de sus mansiones, de sus mobiliarios y de sus costumbres, que puede rivalizar con las más grandes capitales de Europa.
Es una ciudad de millonarios enriquecidos por el pico y la pala que, si no tiene el honor de ser la residencia de los representantes del Zar, tiene el consuelo de contar con los más importantes hombres de negocios que residen en la ciudad concesionaria de minas más importantes del gobierno imperial.
Antiguamente Tomsk pasaba por estar situada en el fin del mundo, y si se quería ir a ella había que hacer todo un largo viaje. Pero en la actualidad esto no es más que un simple paseo, cuando el país no está hollado por las plantas de los invasores. Pronto será construido el ferrocarril que la enlazará con Perm, atravesando la cadena de los Urales.
¿Es bonita la ciudad? Hay que convenir en que los viajeros no están de acuerdo con este punto de vista. La señora de Bourboulon, que permaneció varios días en ella durante su viaje desde Shangai a Moscú, la describe como una ciudad poco pintoresca. Si nos atenemos a su descripción, ésta es una ciudad insignificante, con viejas casas de piedra y ladrillo, con calles estrechas y muy diferentes de las que se encuentran ordinariamente en las ciudades siberianas más importantes; sucios barrios donde se amontonan particularmente los tártaros y en los cuales pululan con toda tranquilidad los borrachos, «cuya embriaguez es apática, como la de todos los pueblos del norte».
El viajero Henri Russel-Killough, sin embargo, se declara entusiasta admirador de Tomsk. ¿Será a causa de que la visitó en pleno invierno, cuando la ciudad está bajo su manto de nieve, y la señora Bourboulon la visitó durante el verano? Podría ser, lo cual confirmaría la opinión de que ciertos países fríos no pueden apreciarse en toda su belleza más que durante la estación fría, como ciertos países cálidos, durante la estación calurosa.
Sea como fuere, el señor Russel-Killough afirmó positivamente que Tomsk no es solamente la más hermosa ciudad de Siberia, sino una de las más hermosas ciudades del mundo, con sus casas de columnas y peristilos, sus aceras de madera, sus calles largas y regulares y sus quince magníficas iglesias que se reflejan en las aguas del Tom, más largo que ningún río de Francia.
La verdad está seguramente en el término medio de las dos opiniones. Tomsk cuenta con una población de veinticinco mil habitantes y está pintorescamente situada sobre una amplia colina, cuyo declive es bastante áspero.
Pero la ciudad más hermosa del mundo se convierte en la más fea cuando se ve ocupada por invasores. ¿Quién hubiera querido admirarla en esta epoca? Defendida únicamente por varios batallones de cosacos a pie, que residen allí permanentemente, no había podido resistir los ataques de las columnas del Emir. Una cierta parte de su población, que es de origen tártaro, no había acogido desfavorablemente a esas hordas de tártaros como ellos y, en estos momentos, Tomsk no parecía ser más rusa o más siberiana que en el caso de que hubiera sido trasladada al centro de los khanatos de Khokhand o de Bukhara.
Era, pues, en Tomsk donde el Emir iba a recibir a sus tropas victoriosas. Una fiesta con cantos, danzas y fantasías, seguida de una ruidosa orgía, iba a celebrarse en honor de estas tropas.
El teatro elegido para la ceremonia, dispuesto siguiendo el gusto asiático, era un vasto anfiteatro situado sobre una parte de la colina, que domina a un centenar de pies el curso del Tom. Todo este horizonte, con su amplia perspectiva de elegantes mansiones y de iglesias con sus ventrudas cúpulas, los numerosos meandros del río y los bosques sumergidos en la cálida bruma, aparecía todo dentro de un admirable cuadro de verdor que le proporcionaban algunos soberbios grupos de pinos y de gigantescos cedros.
A la izquierda del anfiteatro se había levantado una especie de brillante decorado, representando un palacio de bizarra arquitectura -sin duda, imitaba algún espécimen de esos monumentos bukharlanos, semimoriscos y semitártaros-, colocado provisionalmente sobre anchas terrazas. Por encima de ese palacio, en la punta de los minaretes de que estaba erizado por todas partes, entre las ramas más altas de los árboles que daban sombra al anfiteatro, revoloteaban a centenares las cigüeñas domésticas que habían llegado de Bukhara siguiendo al ejército tártaro.
Estas terrazas estaban reservadas para la corte del Emir, los khanes aliados suyos, los grandes dignatarios de los khanatos y los harenes de cada uno de estos soberanos del Turquestán.
De estas sultanas, cuya mayor parte no son más que esclavas compradas en los mercados de Transcaucasia o Persia, unas tenían el rostro descubierto y otras llevaban un velo que las ocultaba a todas las miradas, pero todas iban vestidas con un lujo extremo. Sus elegantes túnicas, cuyas mangas recogidas hacia atrás anudábanse a la manera del puf europeo, dejaban ver sus brazos desnudos, cuajados de brazaletes unidos por cadenas de piedras preciosas, y sus diminutas manos, en cuyos dedos brillaban las uñas pintadas con jugo de henneb. Al menor movimiento de sus túnicas, unas de seda, comparables por su suavidad a las telas de araña, y otras de flexible aladja, que es un tejido de algodón a rayas estrechas, percibíase el fru-fru tan agradable a los oídos de los orientales. Bajo estos vestidos llevaban brillantes faldas de brocado que cubrían el pantalón de seda, sujeto un poco más arriba de sus finas botas, de graciosas formas y bordadas de perlas.
Algunas de las mujeres que no iban cubiertas con velos mostraban sus cabellos hermosamente trenzados, que escapaban de sus turbantes de colores variados, ojos admirables, dientes magníficos y tez brillante, cuya belleza acrecentaba la negrura de sus cejas, unidas por un ligero tinte artificial y sus párpados pintados con lápiz.
Al pie de las terrazas, abrigadas por estandartes y orifiamas, vigilaba la guardia personal del Emir, con su doble sable curvado pendiendo de la cadera, puñal en la cintura y lanza de diez pies de longitud en la mano. Algunos de estos tártaros llevaban bastones blancos y otros eran portadores de enormes alabardas, adornadas con cintas de plata y oro.
En todo el contorno, hasta los últimos planos de este vasto anfiteatro, sobre los escarpados taludes cuya base bañaba el Tom, se amontonaba una multitud cosmopolita, compuesta por todos los elementos oriundos de Asia central. Allí estaban los usbecks con sus grandes gorros de piel de oveja negra, su barba roja, sus ojos grises y sus arkaluk, especie de túnica cortada a la moda tártara; allí se encontraban los turcomanos, vestidos con su traje nacional, consistente en pantalón ancho de color claro, dormán y manto de piel de camello, gorro rojo, cómco o plano, botas altas de cuero de Rusia y el puñal suspendido de la cintura por medio de una correa; allí, cerca de sus dueños, agrupábanse las mujeres turcomanas que, llevando en los cabellos postizos de pelo de cabra en forma de trenzas, dejaban ver bajo la djuba rayada en azul, púrpura y verde la camisa abierta, y mostraban sus piernas adornadas con cintas de colores, entrecruzadas desde las rodillas hasta los chanclos de cuero; y, como si todos los pueblos de la frontera ruso-china se hubiesen levantado a la voz del Emir, veíanse también allí manchúes con la frente y las sienes rasuradas, los cabellos trenzados, las túnicas largas, camisa de seda ajustada al cuerpo por medio de un cinturón y gorros ovales de satén de color cereza, bordados en negro y con franjas rojas, y, con ellos, los admirables tipos de las mujeres manchúes, coquetonamente adornadas con flores artificiales prendidas con agujas de oro y mariposas delicadamente posadas sobre sus negras cabelleras. Completaban aquella multitud invitada a la fiesta tártara numerosos mongoles, bukharianos, persas y chinos del Turquestán.
Unicamente los siberianos faltaban a esta recepción dada por los invasores. Los que no habían podido huir estaban confinados en sus casas, con el temor de que Féofar-Khan ordenase el pillaje de la ciudad como digno remate a esta ceremonia triunfal.
A las cuatro, el Emir hizo su entrada en la plaza, bajo el ensordecedor ruido de las trompetas, de los tambores y las descargas de artillería y fusilería.
Féofar montaba sobre su caballo favorito, que ostentaba en la cabeza un penacho de diamantes.
El Emir se había puesto su traje de guerra y a su lado marchaban los khanes de Khokhand y de Kunduze, los grandes dignatarios de los khanatos y todo su numeroso estado mayor.
En ese momento hizo su aparicion sobre la terraza la favorita de Féofar, la reina, si esta calificación puede darse a los sultanes de los estados bukharianos. Pero, reina o esclava, esta mujer de origen persa era admirablemente bella. Contrariamente a la costumbre mahometana y, seguramente, por capricho del Emir, llevaba el rostro descubierto. Su cabellera, Partida en cuatro partes, acariciaba sus hombros de brillante blancura, apenas cubiertos con un velo de seda laminado en oro que, por detrás, iba sujeto a un gorro recamado de piedras preciosas de incalculable valor. Bajo su falda de seda azul, con anchas rayas de tonos más oscuros, caía el zir-djameh, de gasa de seda, y por encima de la cintura sobresalía el pirahn, camisa del mismo tejido que se abría graciosamente subiendo alrededor de su cuello; pero desde la cabeza a los pies, calzados con pantuflas persas, era tal la profusión de joyas, tomanes de oro enhebrados en hilos de plata, rosarios de turquesas firuzehs extraídas de las célebres minas de Elburz, collares de cornalinas, de ágatas, de esmeraldas, de ópalos y de zafiros que llevaba sobre su corpiño y su falda, que parecía que estas prendas estaban tejidas con piedras preciosas.
En cuanto a los millares de diamantes que brillaban en su cuello, brazos, manos, cintura y pies, millones de rublos no hubieran bastado para pagar su valor y, a la intensidad de los fulgores que despedían, se hubiera podido creer que en el interior de cada uno de ellos, una corriente eléctrica provocaba un arco voltalco hecho de rayo de sol.
El Emir y los khanes pusieron pie a tierra, al igual que los dignatarios que componían su cortejo, ocupando todos ellos su sitio en una magnífica tienda elevada en el centro de la primera terraza. Delante de la tienda, como siempre, el Corán estaba sobre la mesa sagrada.
El lugarteniente de Féofar-Khan no se hizo esperar y, antes de las cinco, los sones de las trompetas anunciaron su llegada.
Ivan Ogareff -el «cariacuchillado», como ya se le llamaba-, vistiendo esta vez uniforme de oficial tártaro, llegó a caballo frente a la tienda del Emir. Iba acompañado por una parte de los soldados del campamento de Zabediero, que situaron a los lados de la plaza, en medio de la cual no quedaba más que el espacio justo reservado a los espectáculos.
En el rostro del traidor se veía una ancha cicatriz que cruzaba oblicuamente su mejilla de parte a parte.
Ivan Ogareff presentó al Emir a sus principales oficiales y Féofar-Khan, sin apartarse de la frialdad que constituía el fondo de su rango, los acogió de manera que quedaron satisfechos del recibimiento.
Esa fue, al menos, la impresión de Harry Blount y Alcide Jolivet, los dos inseparables que ahora se habían asociado para la caza de noticias.
Después de haber dejado Zabediero, habían llegado a Tomsk con toda rapidez. Su proyecto era abandonar cuanto antes la compañía de los tártaros y unirse a cualquier cuerpo de ejército ruso lo más pronto posible y, si podían, llegar con ellos hasta Irkutsk.
Lo que habían visto de la invasión, sus incendios, pillaje y muertes, les había horrorizado profundamente y sentían el deseo de encontrarse entre las filas del ejército siberiano.
Sin embargo, Alcide Jolivet había hecho comprender a su colega que no podían abandonar Tomsk sin tomar algunas notas sobre aquella entrada triunfal de las tropas tártaras -aunque sólo fuera para satisfacer la curiosidad de su prima-, y Harry Blount se decidió a quedarse durante unas horas; pero la misma tarde debían partir ambos para volver sobre la ruta de Irkutsk y, bien montados como iban, esperaban adelantarse a los exploradores del Emir.
Alcide Jolivet y Harry Blount estaban, pues, mezclados entre la multitud y miraban la forma de no perderse ningún detalle de una fiesta que les proporcionaría motivo para una buena crónica. Admiraron la magnificencia de Féofar-Khan, sus mujeres, sus oficiales, su guardia y toda esa pompa oriental, de la que las ceremonias europeas no pueden dar ni una ligera idea. Pero se volvieron con desprecio cuando Ivan Ogareff se presentó ante el Emir y esperaron, con cierta impaciencia, a que la fiesta comenzase.
-Lo ve usted, mi querido Blount –dijo Alcide Jolivet-, hemos venido demasiado pronto, como buenos burgueses que velan por su dinero. Todo esto no es mas que un levantamiento de telón y hubiera sido de mejor gusto llegar en el momento que comenzase el ballet.
-¿Qué ballet? -preguntó Harry Blount.
-¡El ballet obligatorio, pardiez! Pero creo que va a levantarse el telón.
Alcide Jolivet hablaba como si se encontrase en la ópera y, sacando sus gemelos se preparó a observar, como buen entendido, a las primeras figuras de la troupe de Féofar.
Pero una penosa ceremonia iba a proceder a las diversiones.
En efecto, el triunfo del vencedor no podía ser completo sin la humillación pública de los vencidos, por lo que varios centenares de prisioneros, conducidos a latigazos por los soldados, fueron obligados a desfilar delante de Féofar-Khan y sus aliados, antes de ser encerrados con el resto de sus compañeros en la cárcel de la ciudad.
Entre aquellos prisioneros figuraba, en primera fila, Miguel Strogoff, que iba especialmente custodiado por un pelotón de soldados. Su madre y Nadia estaban también allí.
La vieja siberiana, siempre tan enérgica cuando se trataba de sus propios sufrimientos, tenía ahora el rostro horriblemente pálido. Esperaba alguna horrible escena, porque su hijo no había sido conducido ante el Emir sin una razón determinada. Temía por él. Ivan Ogareff había sido golpeado públicamente con el knut que ya se había levantado sobre ella y no era hombre que perdonase las ofensas. Su venganza no tendría piedad. Algún insoportable suplicio, habitual en los bárbaros de Asia central, amenazaba con certeza a Miguel Strogoff. Si Ivan Ogareff había impedido que lo mataran los soldados que se habían lanzado sobre él, era porque sabía muy bien lo que hacía reservándole a la justicia del Emir.
Además, madre e hijo no habían podido hablarse después de la funesta escena del campamento de Zabediero, porque les mantenían implacablemente separados el uno del otro. Esto agravaba aún más sus penas, las cuales se hubieran suavizado de haber podido vivir juntos unos pocos días de cautiverio. Marfa Strogoff hubiera querido pedir perdón a su hijo por todo el mal que le había causado involuntariamente, ya que se acusaba a sí misma de no haber sabido dominar sus sentimientos maternales. ¡Si hubiera sabido contenerse en Omsk, en aquella parada de posta, cuando se encontró cara a cara con él, Miguel Strogoff hubiera pasado sin ser reconocido y cuántas desgracias hubieran evitado!
Y Miguel Strogoff pensaba, por su parte, que si su madre estaba allí, era para que sufriera también su propio suplicio. ¡Puede que, como a él, le estuviera reservada una espantosa muerte!
En cuanto a Nadia, se preguntaba qué podía hacer para salvar a uno y otra; cómo poder ayudar al hijo y a la madre. No sabía qué cosa imaginar, pero presentía vagamente que antes que nada debía evitar llamar la atención sobre ella. ¡Era preciso disimular, hacerse pequeña! Puede que entonces pudiera romper la red que aprisionaba al león. En cualquier caso, si se le presentara cualquier ocasión, intentaría aprovecharla aunque tuviera que sacrificar su vida por el hijo de Marfa Strogoff.
Mientras tanto, la mayor parte de los prisioneros acababa de desfilar por delante del Emir y, al pasar por delante de él, cada uno de los cautivos había tenido que postrarse, clavando la frente en el suelo en señal de servidumbre. ¡La esclavitud comenzaba por la humillación! Cuando alguno de aquellos infortunados era demasiado lento al inclinarse, las rudas manos de los guardias les lanzaban violentamente contra el suelo.
Alcide Jolivet y su compañero no podían presenciar parecido espectáculo sin experimentar una verdadera indignación.
-¡Es infame! ¡Vámonos! -dijo Alcide Jolivet.
-¡No! -respondió Harry Blount-. ¡Es preciso verlo todo!
-¡Verlo todo … ! ¡Ah! -gritó de pronto Alcide Jolivet, agarrando el brazo de su compañero.
-¿Qué le pasa? -preguntó Harry Blount.
-¡Mire, Blount! ¡Es ellal
-¿Ella?
-¡La hermana de nuestro compañero de viaje! ¡Sola y prisionera! ¡Es preciso salvarla!
-Conténgase -respondió Harry Blount fríamente-. Nuestra intervención en favor de esta joven podría serle más perjudicial todavía.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |