Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
En aquel lugar se mezclaban las aguas de las dos corrientes, que tenían distinta tonalidad, y el Kama prestaba desde la orilla izquierda el mismo servicio que el Oka desde la derecha cuando atravesaba Nijni-Novgorod, desinfectándolo con sus limpias aguas.
Allí se ensanchaba ampliamente el Kama, y sus orillas, llenas de bosques, eran realmente bellas. Algunas velas blancas animaban sus aguas, impregnadas de rayos solares. Las costas, pobladas de alisos, de sauces y, a trechos, de grandes encinas, cerraban el horizonte con una línea armoniosa, que la resplandeciente luz del mediodía hacía confundir con el cielo en ciertos puntos.
Pero las bellezas naturales no parecían distraer, ni por un instante, los pensamientos de la joven livoniana. No tenía más que una preocupación: finalizar el viaje; y el Kama no era más que un camino para llegar a ese final. Sus ojos brillaban extraordinariamente mirando hacia el este, como si con su mirada quisiera atravesar ese impenetrable horizonte.
Nadia había dejado su mano en la de su compañero, volviéndose de repente hacia él, para decirle:
-¿A qué distancia nos encontramos de Moscú?
-A novecientas verstas -le respondió Miguel Strogoff.
-¡Novecientas sobre siete mil! -murmuró la joven.
Unos toques de campana anunciaron a los pasajeros la hora del desayuno. Nadia siguió a Miguel Strogoff al restaurante, pero no toco siquiera los entremeses que les sirvieron aparte, consistentes en caviar, arenques cortados a trocitos y aguardiente de centeno anisado, que servían para estimular el apetito, siguiendo la costumbre de los países del norte, tanto en Rusia como en Suecia y Noruega. Nadia comio poco, como una joven pobre cuyos recursos son muy limitados y Miguel Strogoff creyó que debía contentarse con el mismo menú que iba a comer su compañera, es decir, un poco de kulbat, especie de pastel hecho con yemas de huevos, arroz y carne picada; lombarda rellena con caviar y té por toda bebida.
La comida no fue, pues, ni larga ni cara y antes de veinte minutos se habían levantado ambos de la mesa, volviendo juntos a la cubierta del Cáucaso.
Se sentaron en la popa y Nadia, bajando la voz para no ser oída más que por él, le dijo sin más preámbulos:
-Hermano; me llamo Nadia Fedor y soy hija de un exiliado político. Mi madre murió en Riga hace apenas un mes y voy a Irkutsk para unirme a mi padre y compartir su exilio.
-También yo voy a Irkutsk -respondió Miguel Strogoff- y consideraré como un favor del cielo el dejar a Nadia Fedor, sana y salva, en manos de su padre.
-Gracias, hermano -respondió Nadia.
Miguel Strogoff le explicó entonces que él había obtenido un podaroshna especial para ir a Siberia y que por parte de las autoridades rusas, nada dificultaría su marcha.
Nadia no le preguntó nada más. Ella no veía más que una cosa en aquel encuentro providencial con el joven bueno y sencillo: el medio de llegar junto a su padre.
-Yo tenía -le dijo ella- un permiso que me autorizaba ir a Irkutsk; pero el decreto del gobernador de Nijni-Novgorod lo anuló y sin ti, hermano, no hubiera podido dejar la ciudad en la que me encontraste y en la cual, con toda seguridad, hubiera muerto.
-¿Y sola, Nadia, sola te aventurabas a atravesar las estepas siberianas?
-Era mi deber, hermano.
-¿Pero no sabes que el país está sublevado e invadido y queda convertido casi en infranqueable?
-Cuando dejé Riga no se tenían aún noticias de la invasión tártara -respondió la joven-. Fue en Moscú donde me puse al corriente de los acontecimientos.
-¿Y, a pesar de ello, continuaste el viaje?
-Era mi deber.
Esta frase resumía todo el valeroso carácter de la muchacha. Era su deber y Nadia no vacilaba en cumplirlo.
Después le habló de su padre. Wassili Fedor era un médico muy apreciado en Riga donde ejercía con éxito su profesión y vivía dichoso con los suyos. Pero al ser descubierta su asociación a una sociedad secreta extranjera, recibió orden de partir hacia Irkutsk y los mismos policías que le comunicaron la orden de deportación, le condujeron sin demora más allá de la frontera.
Wassili Fedor no tuvo más que el tiempo necesario para abrazar a su esposa, ya bastante enferma por entonces, y a su hija, que iba a quedar sin apoyo, y partió, llorando por los dos seres que amaba.
Desde hacía dos años, vivía en la capital de la Siberia oriental y allí, aunque casi sin provecho, había continuado ejerciendo su profesión de médico. No obstante, hubiera sido todo lo dichoso que puede ser un exiliado, si su esposa y su hija hubieran estado cerca de él. Pero la señora Fedor, ya muy debilitada, no pudo abandonar Riga; veinte meses después de la marcha de su marido, moría en brazos de su hija, a la que dejaba sola y casi sin recursos. Nadia Fedor solicitó y obtuvo fácilmente la autorización del gobernador ruso para reunirse con su padre en Irkustk y escribió al autor de sus días comunicándole su partida. Apenas tenía con qué subsistir durante el viaje, pero no dudó en emprenderlo. Ella haría lo que pudiera… y Dios haría el resto.
Mientras tanto, el Cáucaso remontaba la corriente del río. Llegó la noche y el aire se impregnó de un delicioso frescor. La chimenea del vapor lanzaba millares de chispas de madera de pino y el murmullo de las aguas, rotas por la quilla del barco, se mezclaba con los aullidos de los lobos que infestaban las sombras de la orilla derecha del Kama
9
Al día siguiente, 19 de julio, el Cáucaso llegaba al desembarcadero de Perm, última estación de su servicio por el Kama.
Este gobierno, cuya capital es Perm, es uno de los más vastos del Imperio ruso, penetrando en Siberia después de atravesar los Urales. Canteras de mármol, salinas, yacimientos de platino y de oro, minas de carbón, se explotan en gran escala en su territorio. Aunque se espera que Perm, por su situación, se convierta en una ciudad de primer orden, ahora es poco atrayente, sucia y fangosa y ofrece pocos recursos. Para aquellos que van de Rusia a Siberia, esta falta de confort les es indiferente, porque van provistos con todo lo necesario; pero aquellos que llegan de los territorios de Asia central, después de un largo y agotador viaje, agradecerían, sin duda, que la primera ciudad europea del Imperio estuviese mejor aprovisionada.
Los viajeros que llegan a Perm venden sus vehículos, más o menos deteriorados por la larga travesía a través de las planicies siberianas. Y es allí también en donde los que van de Europa a Asia compran su coche si es verano o sus trineos en invierno, antes de emprender un viaje de varios meses a través de las estepas.
Miguel Strogoff había planeado ya su programa de viaje y sólo tenía que ejecutarlo.
Existe un servicio de correos que franquea con bastante rapidez la cordillera de los Urales, pero dadas las circunstancias, este servicio estaba desorganizado. De todos modos, Miguel Strogoff, que quería hacer un viaje rápido sin depender de nadie, no hubiera tomado el correo y hubiese comprado un coche, corriendo con él de posta en posta, activando por medio de na vodku suplementarios el celo de los postillones que en el país eran llamados yemschiks.
Desgraciadamente, a causa de las medidas tomadas contra los extranjeros de origen asiático, un gran número de viajeros había abandonado ya Perm y, por consiguiente, los medios de transporte eran extremadarnente escasos. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que contentarse con lo que los demás habían desechado. En cuanto a conseguir caballos, el correo del Zar, mientras no llegase a Siberia, podía tranquilamente exhibir su podaroshna y los encargados de las postas le atenderían con preferencia; pero una vez fuera de la Rusia europea, no podía contar más que con el poder de los rublos.
Pero ¿en qué clase de vehículo iba a enganchar los caballos? ¿A una telega o a una tarenta?
La telega no es más que un auténtico carro descubierto, de cuatro ruedas, en cuya confección no interviene ningún otro material más que la madera. Ruedas, ejes, tornillos, caja y varas, eran de madera de los vecinos bosques y para el ajuste de las diversas piezas de que se compone la telega se emplean gruesas cuerdas. Nada más primitivo, ni más incómodo, pero también nada más fácil de reparar si se produce algún accidente en ruta, ya que los abetos son abundantes en la frontera rusa y los ejes pueden encontrarse ya cortados prácticamente en cualquier bosque. Es con telegas como se hace el correo extraordinario conocido con el nombre de perekladnoï, para las cuales cualquier camino es bueno, aunque a veces ocurre que se rompen las ligaduras que unen las distintas piezas y, mientras el tren trasero queda atascado en cualquier bache de la carretera, el delantero continúa adelante sobre las otras dos ruedas. Pero este resultado se considera poco satisfactorio.
Miguel Strogoff se hubiera visto obligado a viajar con una telega, si no hubiese tenido la suerte de encontrar una tarenta.
Este vehículo no es que sea el último grito del progreso de la industria carrocera; como a la telega, le faltan las ballestas; la madera, en sustitución del hierro, no escasea; pero sus cuatro ruedas, separadas ocho o nueve pies, le aseguran cierta estabilidad en aquellas carreteras llenas de baches y a menudo desniveladas. Un guardabarro protege a los viajeros del lodo del camino y una capota, que puede cerrarse hermeticamente, convierte el vehículo en un agradable protector contra el riguroso calor y las borrascas violentas del verano. La tarenta es, además, tan sólida y fácil de reparar como la telega y no está tan expuesta a dejar su tren trasero en el camino.
A pesar de todo, para descubrir esta tarenta, Miguel Strogoff tuvo que buscar minuciosamente, y era probable que en toda la ciudad no hubiera otra, pero no por eso dejó de regatear el precio, por pura fórmula, para mantenerse en su papel de Nicolás Korpanoff, simple comerciante de Irkutsk.
Nadia había seguido a su compañero en esta carrera a la búsqueda de un vehículo porque, pese a que los fines de sus respectivos viajes eran diferentes, ambos tenían los mismos deseos de llegar y, por tanto, de partir de Perm. Se hubiera dicho que estaban animados por una misma voluntad.
-Hermana -dijo Miguel Strogoff-, hubiera querido encontrar para ti algún vehículo más confortable.
-¡Y me dices esto a mí, hermano, que hubiera ido a pie si hubiese sido necesario, para reunirme con mi padre!
-No dudo de tu coraje, Nadia, pero hay fatigas físicas que una mujer no puede soportar.
-Las soportaré sean cuales fueren -respondió la joven-. Y si oyes escaparse de mis labios una sola queja, déjame en el camino y sigue solo tu viaje.
Media hora más tarde, tras la presentación de su podaroshna, tres caballos de posta estaban enganchados a la tarenta. Estos animales, cubiertos de pelo, parecían osos levantados sobre sus patas. Eran pequeños y nerviosos, de pura raza siberiana.
El postillón los había enganchado colocando el más grande entre dos largas varas que llevaban en su extremo anterior un cerco llamado duga, cargado de penachos y campanillas, y los otros dos sujetos simplemente con cuerdas a los estribos de la tarenta, sin arneses, y por toda rienda unos bramantes.
Ni Miguel Strogoff ni la joven livoniana llevaban equipajes. Las exigencias de rapidez en uno y los modestos recursos en la otra les impedían cargarse de bultos. En estas condiciones esto era una gran ventaja, porque la tarenta no hubiera podido con los equipajes o con los viajeros, porque no estaba construida más que para llevar dos personas, sin contar el yemschik, quien tendría que sostenerse en su asiento por un milagro de equilibrio.
El yemschik se relevaba en cada parada. El que les tenía que conducir durante la primera etapa del viaje era siberiano, como sus caballos, y no menos peludo que ellos, con cabellos largos cortados a escuadra sobre la frente, sombrero de alas levantadas, cinturon rojo y capote con galones cruzados sobre botones en los que tenía grabada la marca imperial.
Al llegar con sus atalaj es había lanzado una mirada inquisidora sobre los viajeros de la tarenta. ¡Sin equipaje! «¿Dónde diablos lo habrían puesto?», pensó, al ver su apariencia tan poco acomodada, haciendo un gesto muy significativo.
-¡Cuervos! -dijo, sin preocuparse de ser oído o no-. ¡Cuervos a seis kopeks la versta!
-¡No! ¡Águilas! -respondió Miguel Strogoff, que comprendía perfectamente el argot de los yemschiks- ¡Águilas, comprendes, a nueve kopeks por versta y la propina!
Les respondió un alegre restallído de látigo. El «cuervo», en el argot de los postillones rusos es el viajero tacaño o indigente, que en las paradas no paga los caballos más que a dos o tres kopeks por versta; el «águila» es el viajero que no retrocede ante los precios elevados y que da generosas propinas. Por eso el cuervo no podía tener la pretensión de volar tan rápidamente como el ave imperial.
Nadia y Miguel Strogoff ocuparon inmediatamente sus sitios en la tarenta, llevando un paquete con provisiones que ocupaba poco sitio y que les permitiría, en caso de retraso, aguantar hasta su llegada a la casa de posta, que, bajo la vigilancia del Estado, eran muy bien atendidas. Bajaron la capota para preservarse del insoportable calor y, al mediodía, la tarenta, tirada por sus tres caballos, abandonaba Perm en medio de una nube de polvo.
La manera de sostener el ritmo de las caballerías adoptada por el postillón, hubiera llamado la atención de cualquier otro viajero que, sin ser ruso o siberiano, no estuviera acostumbrado a esta forma de conducir. Efectivamente, el caballo del centro, regulador de la marcha, un poco más grande que los otros dos, sostenía imperturbablemente, cualesquiera que fuesen las irregularidades del terreno, un trote largo y de una perfecta regularidad. Los otros dos animales parecían no conocer otro tipo de marcha que el galope, meneándose con mil fantasías muy divertidas. El yemschik no los castigaba, únicamente los estimulaba con los restallídos de su látigo en el aire. ¡Pero qué epítetos les prodigaba cuando se comportaban como bestias dóciles y concienzudas! ¡Cuántos nombres de santos les aplicaba! El bramante que le servía de guía no le hubiera sido de mucha utilidad con animales medio fogosos, pero las palabras na pravo, a la derecha, y na levo, a la izquierda, dichas con voz gutural, producían mejores efectos que la brida o el bridón.
¡Y qué amables interpelaciones surgían en tales ocasiones!
-¡Caminad palomas mías! ¡Caminad, gentiles golondrinas! ¡Volad, mis pequeños pichones! ¡Ánimo, mi primito de la izquierda! ¡Empuja, mi padrecito de la derecha!
Pero cuando el ritmo de la marcha descendía, ¡qué expresiones insultantes les dirigia y que parecían ser comprendidas por los susceptibles animales!
-¡Camina, caracol del diablo! ¡Maldita seas, babosa! ¡Te despellejaré viva, tortuga, y te condenarás en el otro mundo!
Sea como fuere, con esta manera de conducir, que exigla más solidez de garganta que vigor en los brazos del yemschik, la tarenta volaba sobre la carretera y devoraba de doce a catorce verstas por hora.
A Miguel Strogoff, habituado a esta clase de vehículos y a esta forma de conducir, no le molestaban ni los sobresaltos ni los vaivenes. Sabía que un vehículo ruso no evita los guijarros, ni los hoyos, ni los baches, ni los árboles derribados sobre la carretera, ni las zanjas del camino. Estaba hecho a todo esto. Pero su compañera corría el peligro de lastimarse con los golpes de la tarenta, pero no se quejaba.
Durante los primeros instantes del viaje, Nadia, llevada así a toda velocidad, permanecia callada. Después, obsesionada siempre con el mismo pensamiento, dijo:
-He calculado que debe de haber una distancia de trescientas verstas entre Perm y Ekaterinburgo, hermano. ¿Me equivoco?
-Estás en lo cierto, Nadia -respondió Miguel Strogoff- y cuando hayamos llegado a Ekaterinburgo nos encontraremos al pie mismo de los Urales en su vertiente opuesta.
-¿Cuánto durará la travesía de las montañas?
-Cuarenta y ocho horas, ya que viajaremos noche y día. Y digo noche y día, Nadia, porque no puedo pararme ni un solo instante y es preciso que marche a Irkutsk sin descanso.
-Yo no te retrasaré ni una hora, hermano. Viajaremos noche y día.
-Bien, Nadia. Entonces, si la invasión tártara nos deja libre el paso, antes de veinte días habremos llegado.
-¿Tú has realizado ya antes este viaje? -preguntó Nadia.
-Varias veces.
-En invierno hubiéramos llegado con más rapidez y con mayor seguridad. ¿No es así?
-Sí, sobre todo, con mucha más rapidez. Pero habrías sufrido mucho con el frío y la nieve.
-¡Qué importa! El invierno es el amigo de los rusos.
-Sí, Nadia, pero hace falta un temperamento a toda prueba para resistir tal y tanta amistad. Yo he visto muchas veces, en las estepas siberianas, llegar la temperatura a más de cuarenta grados bajo cero. He sentido, pese a mi vestido de piel de reno, que se me helaba el corazón, mis brazos se retorcían, mis pies se helaban bajo mis triples calcetines de lana. He visto los caballos de mi trineo cubiertos por un caparazón de hielo y fijárseles el vaho de su respiración en las narices.
He visto el aguardiente de mi cantimplora convertido en una piedra tan dura que mi cuchillo no podía cortar… Pero mi trineo volaba como un huracán; no había obstáculos en la llanura nivelada y blanca en todo lo que podía abarcar la vista. Ningún curso de agua en el que tuviera que buscar un vado. Ningún lago que hubiera que atravesar en barca. Por todas partes hielo duro, camino libre y paso asegurado. ¡Pero a costa de cuántos sufrimientos, Nadia! ¡Sólo podrían decirlo aquellos que no han vuelto y cuyos cadáveres están cubiertos por la nieve!
-Sin embargo, tú has vuelto, hermano –dijo Nadia.
-Sí, pero yo soy siberiano y desde niño, cuando acompañaba a mi padre en sus cacerías, me acostumbré a estas duras pruebas. Pero tú, Nadia, cuando me has dicho que el invierno no te habría detenido, que irías sola, dispuesta a luchar contra las terribles inclemencias del clima siberiano, me ha parecido verte perdida en la nieve y caída para no levantarte más.
-¿Cuántas veces has atravesado la estepa durante el invierno?
-Tres veces, Nadia, cuando iba a Omsk.
-¿Y qué ibas a hacer en Omsk?
-Ver a mi madre, que me esperaba.
-¡Y yo voy a Irkutsk, en donde me espera mi padre! Voy a llevarle las últimas palabras de mi madre, lo cual quiere decir, hermano, que nada me hubiera impedido partir.
-Eres una muchacha muy valiente, Nadia -le respondió Miguel Strogoff-, y el mismo Dios te hubiera guiado.
Durante esta jornada la tarenta fue conducida con rapidez por los yemschiks que se iban relevando en cada posta. Las águilas de las montañas no hubieran encontrado su nombre deshonrado por estas «águilas» de las carreteras. El alto precio pagado por cada caballo y la largueza de las propinas recomendaban especialmente a los viajeros. Es probable que los encargados de las postas encontrasen extraño que, después de la publicación de los decretos, un joven y su hermana, evidentemente rusos los dos, pudieran correr libremente a través de Siberia, cerrada a todos los demás, pero cuyos papeles estaban en regla y, por tanto, tenían derecho a pasar. Así pues, los mojones iban quedando rápidamente tras de la tarenta.
Miguel Strogoff y Nadia no eran los unicos que seguían la ruta de Perm a Ekaterinburgo, ya que desde las primeras paradas, el correo del Zar había observado que un coche les precedía; pero como los caballos no les faltaban, no se preocupó demasiado.
Durante aquella jornada, las pocas paradas que hizo la tarenta se realizaron únicamente para que los viajeros comieran. En las paradas de posta se encuentra alojamiento y comida, pero, además, cuando faltan las paradas, las casas de los campesinos rusos ofrecen siempre hospitalidad. En esas aldeas, casi todas iguales, con su capilla de paredes blancas y techumbre verde, el viajero puede llamar a cualquier puerta y todas le serán abiertas. Aparecerá el mujik sonriente, y tenderá la mano a su huésped; le ofrecerá el pan y la sal y pondrá el somovar al fuego; el viajero se encontrará como en su casa. Si es necesario, el resto de la familia se mudará de casa para hacerle sitio. Cuando llega un extranjero, es pariente de todos, porque es «aquel que Dios envía».
Al llegar la noche, Miguel Strogoff, guiado por un cierto instinto, preguntó al encargado de la posta cuántas horas de ventaja les llevaba el vehículo que les precedía.
-Dos horas, padrecito -respondió el encargado.
-¿Es una berlina?
-No, una telega.
-¿Cuántos viajeros?
-Dos.
-¿Van a buena marcha?
-¡Como águilas!
-¡Que enganchen enseguida!
Miguel Strogoff y Nadia, decididos a no detenerse ni un momento, viajaron toda la noche.
El tiempo continuaba apacible, pero se notaba que la atmósfera iba volviéndose pesada y cargándose de electricidad. Ninguna nube interceptaba la luz de las estrellas, pero parecía que una especie de bochorno empezaba a levantarse del suelo. Era de temer que alguna tempestad se desencadenase en las montañas, y allí son terribles. Miguel Strogoff, habituado a reconocer los síntomas atmosféricos, presentía una próxima lucha de los elementos que le tenía preocupado.
La noche transcurrió sin incidentes y pese a los saltos que daba la tarenta, Nadia pudo dormir durante algunas horas. La capota, a medio levantar, permitía respirar un poco de aire que los pulmones buscaban ávidamente en aquella atmósfera asfixiante.
Miguel Strogoff veló toda la noche, desconfiando de los yemschiks que se dormían muy a menudo sobre sus asientos, y ni una hora se perdió entre las paradas y la carretera.
Al día siguiente, 20 de julio, hacia las ocho de la mañana, los primeros perfiles de los montes Urales se dibujaron hacia el este.
Sin embargo, esta importante cordillera que separa la Rusia europea de Siberia se encontraba todavía a una distancia bastante considerable y no podían contar con llegar allí antes del fin de la jornada. El paso de las montañas deberían hacerlo, necesariamente, durante la noche.
El cielo estuvo cubierto durante todo el día y la temperatura fue, por consiguiente, bastante más soportable, pero el tiempo se presentaba extremadamente borrascoso.
En aquellas condiciones hubiera sido quizá más prudente no aventurarse por las montañas durante la noche, y es lo que hubiera hecho Miguel Strogoff de haber podido detenerse; pero cuando en la última parada el yemschik le hizo observar los truenos que resonaban en el macizo montañoso, se limitó a decirle:
-Una telega nos precede siempre, ¿verdad?
-Sí.
-¿Qué ventaja lleva ahora sobre nosotros?
-Alrededor de una hora.
-Adelante, pues, y habrá triple propina si llegamos a Ekaterinburgo mañana por la mañana.
10
UNA TEMPESTAD EN LOS MONTES URALES
Los montes Urales se extienden sobre una longitud de más de tres mil verstas (3.200 kilómetros), entre Europa y Asia. Tanto la denominación de Urales, que es de origen tártaro, como la de Poyas, que es su nombre en ruso, ambas son correctas ya que estas dos palabras significan «cintura» en las lenguas respectivas. Naciendo en el litoral del mar Ártico, van a morir sobre las orillas del Caspio.
Tal era la frontera que Miguel Strogoff debía franquear para pasar de Rusia a Siberia y, como se ha dicho, tomando la ruta que va de Perm a Ekaterinburgo, situada en la vertiente oriental de los Urales, había elegido la más adecuada, por ser la más fácil y segura y la que se emplea para el tránsito de todo el comercio con el Asia central.
Era suficiente toda una noche para atravesar las montañas, si no sobrevenía ningún accidente. Desgraciadamente, los primeros fragores de los truenos anunciaban una tormenta que el estado de la atmósfera daba a entender que sería temible. La tensión eléctrica era tal que no podía resolverse mas que por un estallído violento de los elementos.
Miguel Strogoff procuró que su compañera se instalase lo mejor posible, por lo que la capota, que podría ser arrancada fácilmente por una borrasca, fue asegurada más sólidamente por medio de cuerdas que se cruzaban por encima y por detrás. Se reforzaron los tirantes de los caballos y, para mayor precaución, el cubo de las ruedas se rellenó de paja, tanto para asegurar su solidez como para reducir los choques, difíciles de evitar en una noche oscura. Los ejes de los dos trenes, que iban simplemente sujetos a la caja de la tarenta por medio de clavijas, fueron empalmados por medio de un travesaño de madera que aseguraron con pernos y tornillos. Este travesaño hacía el papel de la barra curva que sujeta los dos ejes de las berlinas suspendidas sobre cuellos de cisne.
Nadia ocupó su sitio en el fondo de la caja y Miguel Strogoff se sentó cerca de ella. Delante de la capota, completamente abatida, colgaban dos cortinas de cuero que, en cierta medida, debían proteger a los viajeros contra la lluvia y el viento. Dos grandes faroles lucían fijados en el lado izquierdo del asiento del yemschik, y lanzaban oblicuamente unos débiles haces de luz muy poco apropiados para iluminar la ruta. Pero eran las luces de posición del vehículo, y si no disipaban la oscuridad, al menos podían impedir el ser abordados por cualquier otro carruaje que circulara en dirección contraria.
Como se ve, habían tornado todas las precauciones, pues cualquiera que fuese, toda medida de seguridad era poca ante aquella noche tan amenazadora.
-Nadia, ya estamos preparados -dijo Miguel Strogoff.
-Partamos, pues -respondió la joven.
Se dio la orden al yemschik y la tarenta se puso en movimiento, remontando las primeras pendientes de los Urales. Eran las ocho de la tarde y el sol iba a ocultarse. Pese a que el crepúsculo se prolonga mucho en esas latitudes, había ya mucha oscuridad. Enormes masas de nubes parecían envolver la bóveda celeste, pero ningún viento las desplazaba. Sin embargo, aunque parecían inmóviles desde un extremo al otro del horizonte, no ocurría lo mismo respecto al cénit y nadir, pues la distancia que las separaba del suelo iba disminuyendo visiblemente. Algunas de sus bandas resplandecían con una especie de luz fosforescente, describiendo aparentes arcos de sesenta a ochenta grados, cuyas zonas parecían aproximarse poco a poco al suelo, como una red que quisiera cubrir las montañas. Parecía como si un huracán más fuerte las lanzase desde lo alto hacia abajo.
La ruta ascendía hacia aquellas grandes nubes, muy densas, y que estaban ya llegando a su grado máximo de condensación. Dentro de poco, ruta y nubes se confundirían y si entonces no se resolvían en lluvia, la niebla sería tan densa que la tarenta no podría avanzar sin riesgo de caer en algún precipicio.
Sin embargo, la cadena de los Urales no tiene una altitud media muy notable, ya que su pico más alto no sobrepasa los cinco mil pies.
Las nieves eternas son inexistentes, ya que las que el invierno siberiano deposita en sus cimas se funden totalmente durante el sol del verano. Las plantas y los árboles llegan a todas partes de la cordillera. La explotación de las minas de hierro y cobre y los yacimientos de piedras preciosas necesitan la intervención de un número considerable de obreros, por lo que se encuentran frecuentemente poblaciones llamadas zavody, y el camino, abierto a través de los grandes desfiladeros, es bastante practicable para los carruajes de posta. Pero lo que es fácil durante el buen tiempo y a pleno sol, ofrece dificultades y peligros cuando los elementos luchan violentamente entre sí y el viajero se ve envuelto en la lucha. Miguel Strogoff sabía, por haberlo ya comprobado, qué era una tormenta en plena montaña, y con razón consideraba que es tan temible como las ventiscas que durante el invierno se desencadenan con incomparable violencia.
Como no llovía aún, Miguel Strogoff había levantado las cortinas que protegían el interior de la tarenta y miraba ante él, observando los lados de la carretera, que la luz vacilante de los faroles poblaba de fantásticas siluetas. Nadia, inmóvil, con los brazos cruzados, miraba también, pero sin inclinarse, mientras que su compañero, con medio cuerpo fuera de la caja, interrogaba a la vez al cielo y a la tierra.
La atmósfera estaba absolutamente tranquila, pero con una calma amenazante. Ni una partícula de aire permitía alentar. Se hubiera dicho que la naturaleza, medio sofocada, había dejado de respirar, y que sus pulmones, es decir esas nubes lúgubres y densas, atrofiados por alguna causa, no iban a funcionar más. El silencio hubiera sido absoluto de no ser por los chirridos de las ruedas de la tarenta, que aplastaban la grava del camino; el gemido de los cubos y ejes del vehículo; la respiración fatigada de los caballos, a los que faltaba el aliento, y el chasquido de sus herraduras sobre los guijarros, a los que sacaban chispas en cada golpe.
El camino estaba absolutamente desierto. La tarenta no se había cruzado con ningún peatón, caballísta ni vehículo en aquellos estrechos desfiladeros de los Urales, a causa de esta noche tan amenazante. Ni un fuego de carbonero en los bosques, ni un campamento de mineros en las canteras en explotación, ni una cabaña perdida entre la espesura. Era preciso tener razones poderosas que no permiten vacilación ni retraso, para atreverse a emprender la travesía de la cordillera en esas condiciones. Pero Miguel Strogoff no había dudado. No le estaba permitido vacilar porque empezaba a preocuparle seriamente quiénes serían los viajeros que ocupaban la telega que les precedía y qué grandes razones podían tener para comportarse tan imprudentemente.
Miguel Strogoff quedó a la expectativa durante algún tiempo. Hacia las once, los relámpagos comenzaron a iluminar el cielo y ya no cesaron de hacerlo. A la luz de los rápidos resplandores se veían aparecer y desaparecer las siluetas de los pinos, que se agrupaban en diversos puntos de la ruta. Cuando la tarenta bordeaba el camino, profundas gargantas podían percibirse a uno y otro lado, iluminadas por la luz de las descargas eléctricas. De vez en cuando, un deslizamiento más grave de la tarenta indicaba que estaban atravesando un puente construido con maderos apenas encuadrados, tendido sobre algún barranco, en cuyo fondo parecía retumbar el trueno. Además, el espacio no tardó en llenarse de monótonos zumbidos que se volvían más graves a medida que subían cada vez más hacia las alturas. A estos ruidos diversos se mezclaban los gritos y las interjecciones del yemschzk, tan pronto alabando como insultando a las pobres bestias, más fatigadas por la pesadez del aire que por la pendiente del camino. Las campanillas de las varas no podían animarles ya mas y por momentos se les doblaban las patas.
-¿A qué hora llegaremos a la cima? -Preguntó Miguel Strogoff al yemschik.
-A la una de la madrugada… ¡si llegamos! -respondió éste moviendo la cabeza.
-Dime, amigo, no es ésta tu primera tormenta en la montaña, ¿verdad?
-No, ¡y quiera Dios que no sea la última!
-¿Tienes miedo?
-No tengo miedo, pero te repito que has cometido un error al querer partir.
-Mayor error hubiera cometido de haberme quedado.
-¡Vamos, pues, pichones míos! -replicó el yemschik, como hombre que no estaba allí para discutir, sino para obedecer.
En aquel momento se dejó oír un estruendo lejano, como si un millar de silbidos agudos y ensordecedores atravesaran la atmósfera calmada hasta aquel momento. A la luz de un relámpago deslumbrador, al que siguió el estallído de un terrible trueno, Miguel Strogoff vio grandes pinos que se torcian en una cima. El viento empezaba a desatarse, pero no agitaba todavía más que las altas capas de la atmósfera. Algunos ruidos secos indicaban que ciertos árboles, viejos o mal enralzados, no habían podido resistir los primeros ataques de la borrasca. Un alud de troncos arrancados atravesó la carretera, rebotando formidablemente en las rocas y perdiéndose en las profundidades del abismo de la izquierda, unos doscientos pasos delante de la tarenta.
Los caballos se detuvieron momentáneamente.
-¡Adelante, mis hermosas palomas! -gritó el yemschik, mezclando los estallídos de su látigo con los ruidos de la tormenta.
Miguel Strogoff tomó la mano de Nadia y le preguntó:
-¿Duermes, hermana?
-No, hermano.
-¡Estate dispuesta a todo. He aquí la tormenta!
-Estoy dispuesta.
Miguel Strogoff no tuvo más que el tiempo justo para cerrar las cortinas de cuero de la tarenta. La tormenta llegaba como una furia.
El yemschik, saltando de su asiento, se lanzó a la cabeza de los caballos para mantenerlos firmes, porque un inmenso peligro amenazaba todo el atelaje.
En efecto, la tarenta, inmóvil, se encontraba en una curva del camino por la que desembocaba la borrasca y era preciso mantenerla de cara al huracán para que no volcase y cayera al precipicio que franqueaba la izquierda de la carretera. Los caballos, rechazados por las ráfagas del viento, se encabritaban, sin que el conductor pudiera calmarlos. A las interpelaciones amigables les sucedían las calificaciones insultantes. Nada se conseguía. Las desgraciadas bestias, cegadas por las descargas eléctricas y espantadas por el estallído incesante de los rayos, comparable a las detonaciones de la artillería, amenazaban con romper las cuerdas y escapar. El yemschik no era ya dueño de la situación.
En aquel momento, Miguel Strogoff se lanzó de un salto fuera de la tarenta, acudiendo en su ayuda. Dotado de una fuerza poco comun, se hizo con el gobierno de los caballos, no sin un gran esfuerzo.
Pero el huracán redoblaba entonces su furia. La ruta, en aquel lugar, se ensanchaba en forma de embudo y hacía que la borrasca se arremolinara con mayor violencia, como hubiera penetrado en las mangas de ventilación de los barcos. Al mismo tiempo, un alud de piedras y troncos de árboles comenzaba a rodar desde lo alto de los taludes.
-¡No podemos quedarnos aquí! -dijo Miguel Strogoff.
-¡No nos quedaremos por mucho tiempo! -gritó el yemschik, asustado, recurriendo a todas sus fuerzas para compensar la violencia del viento-.¡El huracán nos enviará pronto a la falda de la montaña por el camino más corto!
-¡Sujeta el caballo de la derecha, cobarde! -respondió Miguel Strogoff-. ¡Yo respondo del de la izquierda!
Un nuevo asalto de la borrasca le interrumpió y él y el conductor tuvieron que arrojarse al suelo para no ser arrastrados, pero el vehículo, pese a sus esfuerzos y los de los caballos que se mantenían cara al viento, retrocedió vanas varas y, sin duda, se hubiera precipitado fuera del camino de no ser por un tronco que lo frenó.
-¡No tengas miedo, Nadia! -le gritó Miguel Strogoff.
-No tengo miedo -respondió la muchacha, sin que su voz reflejase la menor emoción.
Las ráfagas de la tormenta habían cesado un instante y el fragor de los truenos, después de haber franqueado aquel recodo, se perdía en las profundidades del desfiladero.
-¿Quieres volver atrás? -preguntó el yemschik.
-¡No; es preciso continuar la subida! ¡Hay que atravesar este recodo! ¡Más arriba tendremos el abrigo del talud!
-¡Pero los caballos se niegan a continuar!
-¡Haz como yo y empújales hacia delante!
-¡Va a volver la borrasca!
-¿Vas a obedecer?
-¡Tú lo quieres!
-¡Es el Padre quien lo ordena! -respondio Miguel Strogoff, quien invocó por primera vez el nombre del Emperador, ese nombre todopoderoso en tres partes del mundo.
-¡Vamos, pues, mis golondrinas! -gritó el yemschik, sujetando el caballo de la derecha, mientras Miguel Strogoff hacía otro tanto con el de la izquierda.
Los caballos, así sujetos, reemprendieron penosamente la marcha. No podían inclinarse hacia los costados, y el caballo de varas, no estando empujado por los flancos, podía conservar el centro del camino; pero hombres y bestias, bajo la fuerza de las ráfagas de aire, no podían dar tres pasos adelante sin retroceder uno o dos. Resbalaban, caían, se levantaban. De este modo, el vehículo estaba en continuo peligro de volcar. Y si la capota no hubiera estado tan sólidamente sujeta, la tarenta se hubiera desrnantelado al primer golpe.
Miguel Strogoff y el yemschik emplearon más de dos horas en lograr remontar aquella parte del camino, que tendría media versta de largo como máximo, y que estaba tan directamente expuesta a la furia de la borrasca. El peligro entonces no estaba solamente en el formidable huracán que luchaba contra e atelaje y sus dos conductores, sino que, sobre todo estaba en los aludes de piedras y troncos derribados que la montaña despedía y arrojaba sobre ellos. De pronto, bajo el resplandor de un relámpago, se percibió uno de esos bloques de granito, moviéndose con creciente rapidez y rodando en la dirección de la tarenta.
El yemschik lanzó un grito.
Miguel Strogoff, con un vigoroso golpe de látigo, quiso hacer avanzar a los caballos, pero éstos no respondieron. ¡Unos pasos solamente y el alud pasaría por detrás del vehículo!
Miguel Strogoff, en una fracción de segundo, vio la tarenta deshecha y a su compañera aplastada. Comprendió que no tenía tiempo de arrancarla del vehículo! Entonces, arrojándose a la parte trasera, colocó la espalda bajo el eje y afirmó los pies en el suelo y en aquel instante de inmenso Peligro encontró fuerzas sobrehumanas para hacer avanzar algunos pies el pesado coche.
La enorme piedra, al pasar, rozó el pecho del joven cortándole la respiración, como si hubiera sido una bala de cañón, y machacó las piedras de la carretera, arrancándoles chispas con el bloque.
-¡Hermano! -gritó Nadia, espantada, al ver la escena a la luz de los relámpagos.
-¡Nadia! -respondió Miguel Strogoff-. ¡Nadia, no temas nada … !
-¡No es por mí por quien podría temer!
-¡Dios está con nosotros, hermana!
-¡Conmigo, hermano, bien seguro, porque te ha puesto en mi camino! -susurró la joven.
El avance de la tarenta, debido al esfuerzo de Miguel Strogoff, no debía desaprovecharse. Fue este descanso dado a los caballos lo que permitió que éstos reemprendieran de nuevo la dirección. Arrastrados, por así decirlo, por los dos hombres, remontaron la ruta hasta una estrecha garganta, orientada de norte a sur, en donde quedaba al abrigo de los asaltos directos de la tormenta. El talud de la derecha hacía una especie de codo, debido al saliente de una enorme roca que ocupaba el centro de un ventisquero. El viento, pues, no formaba remolinos, y el sitio era sostenible, mientras que en la circunferencia de aquel centro, ni hombres ni bestias hubieran podido resistir. Y, en efecto, algunos abetos cuya extremidad superior sobrepasaba la altura de la roca, fueron arrancados en un abrir y cerrar de ojos, como si una gigantesca guadaña hubiera nivelado el talud a ras de las ramas. La tormenta estaba entonces en toda su furia. Los relámpagos iluminaban el desfiladero y los estallídos de los truenos eran continuos. El suelo, estremecido por aquellos golpes de borrasca, parecía temblar, como si el macizo de los Urales estuviera sometido a una trepidación general.
Afortunadamente, la tarenta había quedado protegida en una profunda sinuosidad que la borrasca no podía atacar directamente. Pero no estaba tan bien defendida como para que algunas contracorrientes oblicuas, desviadas por algunos salientes del talud, no la empujaran con violencia, haciéndola golpearse contra la pared rocosa, con peligro de quebrarse en mil pedazos.
Nadia tuvo que abandonar el sitio que ocupaba y Miguel Strogoff, después de buscar a la luz de uno de los faroles, descubrió una excavación, debida al pico de algún minero, en donde pudo refugiarse la joven en espera de poder reemprender el viaje.
En ese momento -era la una de la madrugada-, comenzó a caer la lluvia, y las ráfagas, hechas de agua y viento, adquirieron una violencia extrema, que no apagaron, sin embargo, los fuegos del cielo. Esta complicación hacía imposible continuar la marcha.
Cualquiera que fuese, pues, la impaciencia de Miguel Strogoff, y era muy grande, no tuvo más remedio que dejar transcurrir lo más duro de la tormenta. Habían llegado ya a la garganta misma que franquea la ruta de Perm a Ekaterinburgo; no había otra cosa que hacer más que descender; pero descender las estribaciones de los Urales, en aquellas condiciones, sobre un suelo cruzado por mil torrentes bajando de la montaña, en medio de los torbellinos de aire y agua, era sencillamente jugarse la vida y precipitarse al abismo.
-Esperar es grave -dijo Miguel Strogoff- pero significa, sin duda, evitar más largos retrasos. La violencia de la tormenta me hace pensar que no durará ya mucho. Hacia las tres comenzará a clarear el día y la bajada, que no podemos arriesgarnos a hacer en la oscuridad, será, si no fácil, al menos posible después de la salida del sol.
-Esperemos, hermano -respondió Nadia-; pero si retrasas la partida que no sea por evitar una fatiga o un peligro.
-Nadia, ya sé que estás decidida a todo, pero al comprometernos ambos, yo arriesgo algo más que mi vida y la tuya; faltaría a la misión, al deber que tengo que cumplir antes que nada.
-¡Un deber … ! -murmuró Nadia.
En aquel momento un violento relámpago desgarró el cielo y pareció, por decirlo así, que la lluvia se volatilizaba; se oyó un golpe seco; el aire se impregnó de un olor sulfuroso, casi asfixiante, y un grupo de grandes pinos, alcanzados por la descarga eléctrica, se inflamaban como una antorcha gigantesca a veinte pasos de la tarenta.
El yemschik, arrojado al suelo por una especie de choque en retroceso, se levantó afortunadamente sin heridas.
Después, cuando los primeros estampidos del trueno se fueron perdiendo en las profundidades de la montaña, Miguel Strogoff sintió la mano de Nadia apretar fuertemente la suya y oyo que murmuraba estas palabras en su oído:
-¡Gritos, hermano! ¡Escucha!
11
Efectivamente, durante aquel breve intervalo de calma, oyéronse gritos hacia la parte superior del camino y a una distancia bastante próxima de la sinuosidad que protegía la tarenta.
Era como una llamada desesperada, evidentemente lanzada por algún pasajero en peligro.
Miguel Strogoff escuchó con atención.
El yemschik escuchó tambien, pero moviendo la cabeza, como si le pareciera imposible responder a esa llamada.
-¡Son viajeros que piden socorro! -gritó Nadia.
-¡Si no cuentan mas que con nosotros … ! -respondió el yemschik.
-¿Por qué no? -gritó Miguel Strogoff-. ¿No debemos hacer nosotros lo que ellos harían en parecidas circunstancias?
-¡Pero no irá usted a arriesgar el carruaje y los caballos … !
-¡Iré a pie! -respondió Miguel Strogoff interrumpiendo al yemschik.
-Yo te acompañaré, hermano –dijo la joven livoniana.
-No, Nadia, quédate aquí; el yemschik permanecerá a tu lado. No quiero dejarlo solo…
-Me quedaré -respondió Nadia.
–Ocurra lo que ocurra, no abandones este refugio.
-Me encontrarás donde estoy.
Miguel Strogoff apretó la mano de su compañera y, franqueando la vuelta del talud, desapareció en seguida entre las sombras.
-Tu hermano ha cometido un error –dijo el yemschzk a la joven.
-Mi hermano tiene razón -respondió simplemente Nadia.
Mientras tanto, Miguel Strogoff remontaba el camino con rapidez. Si tenía grandes deseos de socorrer a los que así gritaban, también tenía gran impaciencia por conocer a aquellos viajeros a los que la tormenta no les había impedido aventurarse por las montañas, y estaba seguro de que se trataba de la telega que les había precedido desde el principio.
La lluvia había cesado, pero la borrasca redoblaba su violencia. Los gritos, llevados por las corrientes de aire, se distinguían cada vez más. Desde el sitio donde Miguel Strogoff había dejado a Nadia, no se podía ver lo sinuoso que era el camino porque la luz de los relámpagos sólo iluminaba los salientes del talud, que tapaban el camino. Las ráfagas, chocando bruscamente con todos aquellos ángulos, formaban remolinos difíciles de atravesar, por lo que era necesaria la fuerza poco común de Miguel Strogoff para resistirlas.
Pero era evidente que los viajeros que hacían oír sus gritos no estaban muy lejos, aunque el correo del Zar todavía no podía distinguirlos, sea porque habían ido a parar fuera de la carretera o porque la oscuridad lo impedía, pero las palabras llegaban con bastante claridad a sus oídos.
He aquí lo que oyó y que no dejó de producirle cierta sorpresa:
-¡Zopenco! ¿Vas a volver?
-¡Te haré azotar en la próxima parada!
-¿Oyes, postillón del diablo? ¡Eh!
-¿Así es como le conducen a uno en este país?
-¿Y eso es lo que llaman una telega?
-¡Eh! ¡Triple bruto! ¡Sigue marchando y no se para! ¡Aún no se ha dado cuenta de que nos ha dejado en el camino!
-¡Tratarme así, a mí, un inglés acreditado! ¡Me quejaré a la embajada y haré que lo encierren!
El que así hablaba estaba verdaderamente encolerizado pero, de golpe, le pareció a Miguel Strogoff que el segundo interlocutor tomaba partido por la situación y estalló en carcajadas, inesperadas en medio de aquella escena, a las que siguieron estas palabras:
-¡Decididamente esto es demasiado chistoso!
-¡Se atreve usted a reírse! -exclamó agriamente el ciudadano del Reino Unido.
-Cierto, querido colega, y de todo corazón. ¡Y le invito a usted a que haga otro tanto! ¡Palabra de honor que no había visto esto jamás! ¡Es demasiado chistoso … ! ¡Nunca lo había visto…!
En aquel momento, un violento trueno retumbó en el desfiladero con un estruendo espantoso, que venía multiplicado por los ecos de las montañas en una grandiosa proporción. Después, cuando el ruido se extinguió, la voz alegre continuó diciendo:
-¡Sí, extraordinariamente chistoso! ¡Esto, desde luego, no ocurriría en Francia!
-¡Ni en Inglaterra! -respondió el inglés.
Sobre el camino, iluminado entonces por los relámpagos, Miguel Strogoff vio a dos viajeros, a unos veinte pasos de él, sentados uno junto al, otro en el banco trasero de un singular vehículo, que parecia profundamente atascado en algún bache.
Se acercó a ellos, mientras uno reía y el otro rezongaba, y reconoció a los dos corresponsales de periódicos que habían embarcado en el Cáucaso y viajado con él desde Nijni-Novgorod a Perm.
-¡Eh, buenos días, señor! -gritó el francés-. ¡Encantado de verle, en estas circunstancias! Permítame presentarle a mi íntimo enemigo, el señor Blount.
El reportero inglés saludó y parecía que iba, a su vez, a presentar a su colega, Alcide Jolivet, conforme a las reglas de la etiqueta, pero Miguel Strogoff dijo:
-Es inútil, señores, ya nos conocemos. Hemos ya viajado juntos por el Volga.
-¡Ah, muy bien! ¡Perfectamente, señor…
-Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk -respondió Miguel Strogoff-. Pero ¿quieren ponerme al corriente sobre la aventura que les ha ocurrido, tan chistosa para uno y tan lamentable para el otro?
-Le hago a usted juez, señor Korpanoff -respondió Alcide Jolivet-. Imagínese usted que nuestro postillón ha seguido la ruta con el tren delantero de su infernal vehículo, dejándonos plantados sobre el tren trasero de ese absurdo carruaje. ¡La peor mitad de una telega para dos, sin guía y sin caballos! ¡No es absoluta y superlativamente chistoso!
-¡No del todo! -respondió el inglés.
-¡Sí, colega! ¡Usted no sabe tomarse las cosas por su lado bueno!
-¿Y cómo, quiere decirnos, podremos continuar el viaje? -preguntó Harry Blount.
-Nada más fácil -respondió Alcide Jolivet-. Va usted a engancharse a lo que nos queda del carruaje; yo tomaré las riendas, le llamaré mi pequeño pichón como un verdadero yemschik, y usted marchará como un verdadero caballo de posta.
-Señor Jolivet -respondió el inglés-, esta broma ya se pasa de la raya y…
-Tenga calma, colega. Cuando se canse yo le reemplazaré y usted tendrá derecho a llamarme caracol asmático y tortuga pesada, si no le conduzco a velocidad infernal.
Alcide Jolivet decía todas estas cosas con tan buen humor que Miguel Strogoff no pudo reprimir una sonrisa.
-Señores -les dijo- hay algo mejor que hacer. Nosotros hemos llegado hasta aquí, la garganta superior de la cordillera de los Urales y, por consiguiente, no nos queda más que descender las pendientes de las montañas. Mi carruaje está a unos quinientos pasos más atrás; les prestaré uno de mis caballos, lo engancharán a la caja de su telega y mañana, si no se produce ningún accidente, llegaremos juntos a Ekaterinburgo.
-¡Señor Korpanoff -respondió Alcide Jolivet-, esa es una proposicion que parte de un corazon generoso!
-Agrego, señores, que si no les invito a que suban a mi tarenta es porque sólo tiene dos plazas y están ya ocupadas por mi hermana y por mi -aclaró Miguel Strogoff.
-Nuevamente gracias, señor -respondió Alcide Jolivet-, pero mi colega y yo iríamos hasta el fin del mundo con su caballo y nuestra media telega.
-¡Señor -continuó Harry Blount-, aceptamos su generosa oferta! ¡En cuanto a ese yemschik … !
-¡Oh! Crea que no es ésta la primera vez que ocurre semejante cosa -respondió Miguel Strogoff.
-¿Pero por qué no vuelve? Él sabe perfectamente que nos ha dejado atrás. ¡El miserable!
-¿Él? ¡Ni se ha enterado!
-¿Cómo? ¿Ignora que su telega se ha partido en dos?
-Sí. Y conducirá su tren delantero con la mejor buena fe del mundo hasta Ekaterinburgo.
– ¡Cuando yo le decía, colega, que esto era de lo más chistoso!… -exclamó Alcide Jolivet.
-Señores, si quieren seguirme -dijo Miguel Strogoff-, nos reuniremos con mi carruaje y…
-Pero, ¿y la telega? -observó el inglés.
-No tema usted que eche a volar, querido Blount -replicó Alcide Jolivet-. Mírela qué bien arraigada está en el suelo. Tanto, que si la dejamos aquí en la primavera próxima le saldrán hojas.
-Vengan, pues, señores, y traeremos aqui la tarenta -dijo Miguel Strogoff.
El francés y el inglés descendieron de la banqueta del fondo, convertida de esa forma en asiento delantero, y siguieron a Miguel Strogoff.
Mientras caminaban, Alcide Jolivet, siguiendo su costumbre, iba conversando con todo su buen humor, que ningun contratiempo podía alterar.
-A fe mía, señor Korpanoff, que nos saca usted de un buen atolladero.
-Yo no he hecho más de lo que hubiera hecho cualquier otro en mis circunstancias, señores. Si los viajeros no nos ayudáramos entre nosotros, no habría más remedio que eliminar las rutas.
-Como compensacion, señor, si va usted lejos en la estepa, es posible que nos encontremos de nuevo y…
Alcide Jolivet no preguntaba de una manera formal a Miguel Strogoff adónde iba, pero este, no queriendo disimular, respondió con rapidez:
-Voy a Omsk, señores.
-Pues el señor Blount y yo -prosiguió Alcide Jolivet- vamos un poco adelante, allá donde puede ser que encontremos una bala, pero también, con toda seguridad, noticias que atrapar.
-¿Van a las provincias invadidas? -preguntó Miguel Strogoff con cierto apresuramiento.
-Precisamente, señor Korpanoff, y es probable que no volvamos a encontrarnos.
-En efecto, señor -respondió Miguel Strogoff-, yo soy muy poco amante de los tiros de fusil y golpes de lanza y de naturaleza demasiado pacífica para aventurarme por los sitios donde se combate.
-Desolador, señor, desolador. Y, verdaderamente, no podremos sino lamentar el separarnos tan pronto. Pero al dejar Ekaterinburgo puede ser que nuestra buena estrella quiera que viajemos todavía juntos durante algunos días.
-¿Se dirigen ustedes a Omsk? -preguntó Miguel Strogoff, después de reflexionar unos instantes.
-Todavía no sabemos nada -replicó Alcide Jolivet-. Pero lo más probable es que vayamos directamente hasta Ichim y, una vez allí, obraremos según los acontecimientos.
-Pues bien, señores -dijo Miguel Strogoff-, iremos juntos hasta Ichim.
Miguel Strogoff hubiera preferido, evidentemente, viajar solo, pero no podía hacerlo sin que se hiciera sospechoso al buscar separarse de dos viajeros que iban a seguir la misma ruta que él. Por tanto, ya que Alcide Jolivet y su compañero tenían intención de pararse en Ichim sin continuar inmediatamente hasta Omsk, no había ningún inconveniente en que hicieran juntos esta parte del viaje.
-Así pues, queda convenido -repitió Miguel Strogoff-. Haremos juntos el viaje.
Después, con tono más indiferente, preguntó:
-¿Saben con certeza hasta dónde han llegado los tártaros? -preguntó.
-Le aseguro, señor, que no sabemos más que lo que se decía en Perm, -respondió Alcide Jolivet-. Los tártaros de Féofar-Khan han invadido toda la provincia de Semipalatinsk y hace algunos días que están descendiendo el curso del Irtyche a marchas forzadas. Será preciso que se dé prisa si quiere llegar a Omsk antes que ellos.
-En efecto -respondió Miguel Strogoff.
-Se decía también que el coronel Ogareff había conseguido pasar la frontera disfrazado y que no podía tardar en reunirse con el jefe tártaro en el mismo centro del país sublevado.
-Pero ¿cómo lo han sabido? -preguntó Miguel Strogoff-, ya que todas estas noticias, más o menos verídicas, le interesaban directamente.
-Como se saben todas las cosas -respondió Alcide Jolivet-, las trae el aire.
-¿Pero tiene serios motivos para pensar que el coronel Ogareff está en Siberia?
-Hasta he oído decir que había debido de tomar la ruta de Kazan a Ekaterinburgo.
-¡Ah! ¿Sabía todo eso, señor Jolivet? -preguntó entonces Harry Blount, al cual sacó de su mutismo la observación del corresponsal francés.
-Lo sabía -respondió Alcide Jolivet.
-¿Y sabía también que iba disfrazado de bohemio? -preguntó de nuevo el inglés.
-Lo sabía exactamente al mandar el mensaje a mi prima -respondió sonriente Alcide Jolivet.
-¿De bohemio? -había repetido casi involuntariamente Miguel Strogoff, que se acordó de la presencia del viejo gitano en Nijni-Novgorod, su viaje a bordo del Cáucaso y su desembarco en Kazan.
-No ha perdido su tiempo en Kazan -hizo observar el inglés a Alcide Jolivet con tono seco.
-No, querido colega, y mientras el Cáucaso se aprovisionaba, yo hacía lo mismo.
Miguel Strogoff ya no escuchaba las réplicas que se daban entre sí Harry Blount y Alcide Jolivet; recordaba la tribu de bohemios, al viejo gitano, al que no había podido ver la cara; a la extraña mujer que le acompañaba; la mirada tan singular que había lanzado sobre él; intentaba rememorar todos los detalles de aquel encuentro, cuando se oyó una detonación cerca de ellos.
-¡Adelante, señores! -gritó Miguel Strogoff.
-¡Cáscaras! Para ser un digno negociante que huye de las balas, corre muy aprisa al lugar de donde salen -se dijo Alcide Jolivet.
Y, seguido de Harry Blount, que no era hombre de los que se quedan atrás, se precipitó tras los pasos de Miguel Strogoff.
Algunos instantes después los tres hombres estaban en el saliente bajo el cual se abrigaba la tarenta en una vuelta del camino.
El grupo de pinos incendiados por un rayo ardía todavía. El camino estaba desierto, pero Miguel Strogoff no se había equivocado. Hasta él había llegado el disparo de un arma de fuego.
De pronto, un formidable rugido se dejó oír y una segunda detonación estalló en la otra parte de talud.
-¡Un oso! -gritó Miguel Strogoff, que no podía confundir el rugido de estos animales- ¡Nadia! ¡Nadia!
Desenvainando el puñal que llevaba bajo el cinturón, Miguel Strogoff dio un formidable salto, precipitándose en la gruta donde la joven había prometido permanecer.
Los pinos, devorados por el fuego, iluminaban la escena con toda claridad. En el momento en que llegó Miguel Strogoff al lugar en que estaba la tarenta, una enorme masa retrocedía hacia él.
Era un oso de gran tamaño al cual la tempestad, sin duda, había expulsado de los bosques que erizaban esta parte de los Urales y había venido a buscar refugio en aquella excavacion, que era seguramente su retiro habitual, ocupado ahora por Nadia.
Dos de los caballos, espantados por la presencia de la enorme bestia, habían roto las cuerdas emprendiendo la huida, y el yemschik, sin pensar en otra cosa que en sus caballos, se lanzó en su persecución, dejando a la joven sola en presencia del oso.
La valiente Nadia no había perdido la cabeza. El animal, que no la había visto aún, atacó al tercer caballo del atelaje y Nadia, abandonando la sinuosidad en la que se había agazapado, corrió hacia la tarenta y tomando uno de los revólveres de Miguel Strogoff se fue valientemente sobre el oso haciendo fuego a bocajarro.
El animal, ligeramente herido en la espalda, se revolvió contra la joven, la cual intentaba evitarlo dando vueltas a la tarenta, en donde el caballo intentaba romper sus ligaduras. Pero con los caballos perdidos en las montañas, el viaje estaba comprometido, por lo que Nadia se fue de cara al oso y, con una sangre fría sorprendente, en el mismo momento en que las garras del animal se iban a abatir sobre ella, hizo fuego por segunda vez.
Ésta era la segunda detonación que acababa de escuchar Miguel Strogoff a algunos pasos de él. Pero ya estaba allí y de un salto se interpuso entre el oso y la joven. Su brazo no hizo mas que un solo movimiento de abajo arriba y la enorme bestia, abierta en canal, cayó al suelo como una masa inerte.
Aquélla fue una buena demostración del famoso golpe de cuchillo de los cazadores siberianos, que tienen especial cuidado en no estropear las preciosas pieles de oso, pues tienen un precio muy alto.
-¿No estás herida, hermana? -dijo Miguel Strogoff, precipitándose hacia la muchacha.
-No, hermano -respondió Nadia.
En aquel momento aparecieron los dos periodistas.
Alcide Jolivet se lanzó a la cabeza del caballo y es preciso creer que tenía una muñeca sólida, porque consiguió dominarlo. Su compañero y él habían presenciado la rápida maniobra de Miguel Strogoff.
-¡Diablos! -gritó Alcide Jolivet-. Para ser un simple negociante, señor Korpanoff, maneja usted primorosamente el cuchillo de cazador.
-Muy primorosamente -agregó Harry Blount.
-En Siberia, señores -respondió Miguel Strogoff- nos vemos obligados a hacer un poco de todo.
Alcide Jolivet miró entonces al joven.
Visto a plena luz, con el cuchillo sangrante en la mano, con su alta talla, su aire resuelto, el pie puesto sobre el oso que acababa de despellejar, Miguel Strogoff era una imagen realmente hermosa.
-¡Gallardo mozo! -pensó Alcide Jolivet.
Y avanzando respetuosamente con su sombrero en la mano, fue a saludar a la joven.
Nadia hizo una ligera inclinación.
Alcide Jolivet, volviéndose hacia su compañero, dijo:
-¡Digna hermana de su hermano! ¡Si yo fuera oso no me enfrentaría a esta terrible y encantadora pareja!
Harry Blount, estirado como un palo, permanecía, con el sombrero en la mano, a cierta distancia. La desenvoltura de su colega tenía como efecto el remarcar todavía más su rigidez habitual.
En ese momento reapareció el yemschik, que había logrado apoderarse de los dos caballos y lanzó una mirada de sentimiento sobre el magnífico animal, tendido en el suelo, que debía quedar abandonado a las aves de rapiña. Después fue a ocuparse de reenganchar las caballerías.
Miguel Strogoff le puso en antecedentes de la situación de los dos viajeros y de su proyecto de cederles un caballo de la tarenta.
-Como gustes -respondió el yemschik-. Sólo nos faltaba ahora dos coches en vez de uno.
-¡Bueno, amigo -contestó Alcide Jolivet, que comprendió la insinuación-, se te pagará el doble!
-¡Adelante, pues, tortolitos míos!
Nadia había subido de nuevo al carruaje y Miguel Strogoff y sus dos compañeros seguían a pie.
Con las primeras luces del alba, la tarenta estaba junto a la telega, y ésta se encontraba concienzudamente empotrada hasta la mitad de las ruedas. Se comprendía, pues, que con semejante golpe se hubiera producido la separación de los dos trenes del vehículo.
Eran las tres de la madrugada y la borrasca estaba ya menguando en intensidad, el viento ya no soplaba con tanta violencia a través del desfiladero y así les sería posible continuar el camino.
Uno de los caballos de los costados de la tarenta fue enganchado con la ayuda de cuerdas a la caja de la telega, en cuyo banco volvieron a ocupar su sitio los dos periodistas y los vehículos se pusieron en movimiento. El resto del camino no ofrecía dificultad alguna, pues sólo tenían que descender las pendientes de los Urales.
Seis horas después, los dos vehículos, siguiéndose de cerca, llegaron a Ekaterinburgo, sin que fuera de destacar ningún incidente en esta segunda parte del viaje.
Al primer individuo que vieron los dos periodistas en la casa de postas fue al yemschik, que parecía esperarles.
Aquel digno ruso tenía, verdaderamente, una buena figura, y, sin embarazo ninguno, sonriente, se acercó hacia los viajeros y les tendió la mano reclamando su propina.
La verdad obliga a decir que el furor de Harry Blount estalló con una violencia tan británica, que si el yemschik no hubiera logrado retroceder prudentemente, un puñetazo dado según todas las reglas del boxeo hubiera pagado su na vodku en pleno rostro.
Alcide Jolivet, viendo la cólera de su compañero, se retorcía de risa, como quizá no lo había hecho nunca.
-¡Pero si tiene razón, este pobre diablo! -gritó-. ¡Está en su derecho, mi querido colega! ¡No es culpa suya si no hemos encontrado el medio de seguirle!
Y sacando algunos kopeks de su bolsillo, se los dio al yemschik diciéndole:
-¡Toma, amigo. Si no los has ganado no ha sido culpa tuya!
Esto redobló la indignación de Harry Blount, quien quería hacer procesar a aquel empleado de postas.
-¡Un Proceso en Rusia! -exclamó Alcide Jolivet-. Si las cosas no han cambiado, compadre, no verá usted el final. ¿No conoce la historia de aquella ama de cría que reclamó doce meses de amamantamiento a la familia de su pupilo?
-No la conozco -respondió Harry Blount.
-¿Y no sabe qué era el bebé cuando terminó el juicio en el que ganó la causa el ama de cría?
-¿Qué era, si puede saberse?
-Coronel de la guardia de húsares.
Al oír esta respuesta se pusieron todos a reír.
Alcide Jolivet, encantado de su éxito, sacó el carnet de notas de su bolsillo y, sonriente, escribió esta anotación, destinada a figurar en el diccionario moscovita:
«Telega: carruaje ruso de cuatro ruedas a la salida y dos ruedas a la llegada. »
12
Ekaterinburgo, geográficamente, es una ciudad asiática, porque está situada más allá de los montes Urales, sobre las últimas estribaciones de la cordillera; sin embargo, depende del gobierno de Perm y, por tanto, está comprendida dentro de una de las grandes divisiones de la Rusia europea. Esta usurpación administrativa debía de tener su razón de ser, porque es como un pedazo de Siberia que queda entre las garras rusas. Ni Miguel Strogoff ni los dos corresponsales debían tener inconvenientes en encontrar medios de locomoción en una ciudad tan importante, que había sido fundada en 1723. En Ekaterinburgo se constituyó la primera casa de moneda del Imperio; allí está concentrada la dirección general de las minas. Esta ciudad es, pues, un centro industrial importante, en medio de un país en el que abundan las fábricas metalúrgicas y otras explotaciones donde se purifican el platino y el oro.
En esta época había crecido mucho la población de Ekaterinburgo. Rusos o siberianos, amenazados todos por la invasión de los tártaros, afluían a ella huyendo de las provincias ya invadidas por las hordas de Féofar-Khan y, principalmente, de los países kirguises, que se extienden del sudoeste del Irtyche hasta la frontera con el Turquestán.
Si los medios de locomoción habían de ser escasos para llegar a Ekaterinburgo, por el contrario, abundaban para abandonar la ciudad. En la coyuntura actual, los viajeros se cuidarían mucho de aventurarse por las rutas de Siberia.
Con la ayuda de este concurso de circunstancias, a Harry Blount y Alcide Jolivet les resultó fácil encontrar con qué reemplazar la media telega que, bien que mal, les había traído hasta Ekaterinburgo. En cuanto a Miguel Strogoff, como la tarenta le pertenecía y no había sufrido ningún desperfecto durante el viaje a través de los montes Urales, le bastaba con enjaezar de nuevo tres buenos caballos para volver rápidamente sobre la ruta de Irkutsk.
Hasta Tiumen y quizás hasta Novo-Zaimskoë, esta ruta debía de ser bastante accidentada, ya que se desliza todavía sobre las caprichosas ondulaciones del terreno que dan nacimiento a las primeras pendientes de los montes Urales. Pero después de la etapa de Novo-Zaimskoë, comenzaba la inmensa estepa, que se extiende hasta las proximidades de Krasnolarsk sobre un espacio de alrededor de mil setecientas verstas (1.815 kilómetros).
Como se sabe, era en Ichim donde los dos corresponsales tenían la intención de detenerse, es decir, a seiscientas verstas de Ekaterinburgo. Allí, según se desarrollasen los acontecimientos, se internarían en las regiones invadidas, bien juntos o bien por separado, siguiendo su instinto, que les iba a llevar sobre una u otra pista.
Ahora bien, este camino de Ekaterinburgo a Ichim, que se prolonga hacia Irkutsk, era el único que podía tomar Miguel Strogoff, pero él no corría detrás de la noticia y, por el contrario, quería evitar atravesar un país devastado por los invasores, por lo que estaba dispuesto a no detenerse en ningún lugar.
-Señores -dijo a sus nuevos compañeros-, me satisface mucho hacer en su compañía esta parte del viaje, pero debo prevenirles que me es extraordinariamente urgente nuestra llegada a Omsk, ya que mi hermana y yo vamos a reunirnos con nuestra madre y quién sabe si no llegaremos antes de que los tártaros hayan invadido la ciudad. No me detendré, por tanto, más que el tiempo necesario para cambiar los caballos, y viajaré noche y día.
-Nosotros nos proponemos también hacer lo mismo -respondió Harry Blount.
-Sea, pero no pierdan ni un instante. Alquilen o compren un carruaje…
-Cuyo tren trasero pueda llegar a Ichim al mismo tiempo que el de delante -precisó Alcide Jolivet.
Media hora después, el diligente francés había encontrado, fácilmente por demás, una tarenta, muy parecida a la de Miguel Strogoff, en la cual se instalaron enseguida su compañero y él.
Miguel Strogoff y Nadia ocuparon los asientos de su vehículo y, al mediodía, los dos carruajes abandonaban juntos Ekaterinburgo.
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