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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 9)


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Porque, efectivamente, grandes haces de chispas salían disparadas de las casas, cada una de las cuales era un verdadero horno ardiendo. En medio de las columnas de humo, las chispas se remontaban en el aire hasta alturas de quinientos o seiscientos pies. Sobre la orilla derecha, expuesta de frente a esta hoguera, los árboles y los acantilados aparecían como inflamados. Por tanto, bastaba que una chispa cayera sobre la superficie del Angara, para que el incendio se propagase sobre las aguas y llevara el desastre de una a otra orilla. Esto significaba, en breve plazo, la destrucción de la balsa y la muerte de quienes transportaba.

Pero, afortunadamente, la débil brisa de la noche no era suficientemente fuerte de ese lado, sino que soplaba con más fuerza del este y proyectaba las llamas y las chispas hacia la parte izquierda. Era, pues, posible que los fugitivos lograran escapar a este nuevo peligro.

Efectivamente, dejaron atrás la población en llamas. Poco a poco fue desapareciendo el estallído del incendio y disminuyó el ruido de las crepitaciones, ocultándose las últimas luces por detrás de los altos acantilados que se elevaban en una brusca curva del Angara.

Era alrededor de medianoche las sombras espesas volvieron a proteger la balsa. Sobre las dos orillas del río iban y venían los tártaros, a los que no podían ver, pero sí oír. Las hogueras de los puestos avanzados brillaban extraordinariamente.

Sin embargo, cada vez se hacía más necesario maniobrar con precisión en medio de los hielos que se iban estrechando.

El viejo marinero se puso de pie y los campesinos tomaron sus pértigas. Todos tenían alguna tarea que realizar porque la conducción de la balsa se volvía más difícil por momentos, al obstruirse visiblemente el curso del río.

Miguel Strogoff se deslizó hasta la proa.

Alcide Jolivet le siguió.

Ambos hombres escucharon lo que decían el viejo marinero y sus hombres:

-¡Vigila por la derecha!

.¡Los hielos se condensan a la izquierda!

-¡Aguanta! ¡Aguanta con la pértiga!

-¡Antes de una hora estaremos bloqueados…

-¡Dios no lo quiera! -respondió el viejo marinero-. Contra su voluntad no hay nada que hacer

-¿Ha oído usted? -preguntó Alcide Jolivet.

-Sí -respondió Miguel Strogoff-, pero Dio está con nosotros.

Sin embargo, la situación se agravaba cada vez más. Si la balsa quedaba detenida por el camino, los fugitivos no solamente no llegarían a Irkutsk, sino que se verían obligados a abandonar el aparejo flotante, el cual, aplastado por los témpanos no tardaría en desaparecer bajo sus pies. Las cuerdas de mimbre se romperían, los troncos de pino, separados violentamente se incrustarían bajo aquella dura costra y los desgraciados no tendrían otro refugio que los mismos bloques de hielo. Después, una vez que llegase el día, serían localizados por los tártaros y masacrados sin piedad.

Miguel Strogoff volvió a popa en donde Nadia le esperaba y, aproximándose a la joven, tomó su mano y le hizo la eterna pregunta:

-¿Estás dispuesta, Nadia?

A la cual ella respondió, como siempre:

-Estoy dispuesta.

Durante algunas verstas todavía, la balsa continuó deslizándose en medio de los hielos flotantes. Si el Angara se estrechaba, se formaría una barrera y, consecuentemente, sería imposible seguir deslizándose por la corriente. La deriva ya se hacía muy lentamente, porque a cada instante se producían choques o tenían que dar rodeos; aquí tenían que evitar un abordaje y allá pasar por una estrechura, todo lo cual significaba inquietantes retrasos.

Efectivamente, no quedaba más que algunas horas de oscuridad y si los fugitivos no estaban en Irlutsk antes de las cinco de la madrugada, debían perder todas las esperanzas de llegar jamás.

Pero, pese a cuantos esfuerzos se realizaron, a la una y media la balsa chocó contra una barrera y se detuvo definitivamente. Los bloques de hielo que arrastraba el agua se precipitaban sobre la balsa, aprisionándola contra aquel obstáculo, y la inmovilizaron como si hubiera encallado en un arrecife.

En aquel lugar el Angara se estrechaba y su lecho quedaba reducido a la mitad de la anchura normal. Allí, los hielos se habían acumulado poco a poco, soldándose unos a otros bajo la doble influencia de la presión, que era muy considerable, y del frío, que había redoblado su intensidad.

Quinientos pasos más adelante, el lecho del río se ensancha de nuevo y los bloque, desprendiéndose lentamente de aquel campo helado, continuaban derivando hacia Irkutsk. Es probable, pues, que sin ese estrechamiento de las orillas no se formara la barrera y la balsa hubiese podido continuar descendiendo por la corriente. Pero la desgracia era irreparable y los fugitivos debían abandonar toda esperanza de llegar a su meta.

Si hubieran tenido a su disposición los útiles que emplean ordinariamente los balleneros para abrirse canales a través de los hielos; si hubieran podido cortar ese campo helado hasta el punto donde se ensancha de nuevo el río, es posible que aún hubiera llegado a tiempo. Pero no tenían sierras, ni picos, ni herramienta alguna que les permitiera romper aquella corteza, dura como el cemento.

¿Qué partido tomar?

En ese momento se oyeron descargas de fusil procedentes de la orilla derecha del Angara y una lluvia de balas alcanzó la balsa.

Evidentemente, los desgraciados fugitivos habían sido localizados, porque otras detonaciones comenzaron a tronar desde la orilla izquierda.

Los fugitivos, cogidos entre dos fuegos, se convirtieron en el blanco de los tártaros y algunos de ellos fueron heridos, pese a que en medio de la oscuridad, las armas tenían que ser disparadas necesariamente al albur.

-Ven, Nadia -murmuró Miguel Strogoff al oído de la joven.

Sin hacer observación alguna, «dispuesta a todo», Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff.

-Se trata de atravesar la barrera -le dijo en voz baja-, pero que nadie nos vea abandonar la balsa.

Nadia obedeció. Miguel Strogoff y ella se deslizaron con rapidez por la superficie helada del rio, amparándose en la profunda oscuridad que reinaba, únicamente rota en algunos puntos por los disparos de los tártaros.

La joven se arrastraba delante del correo del Zar. Las balas hacían impacto alrededor de ellos, como una violenta granizada que crepitaba sobre el hielo, cuya superficie escabrosa y erizada de vivas aristas les dejaba las manos ensangrentadas, pero ellos continuaban avanzando.

Diez minutos más tarde llegaban al extremo inferior de la barrera, en donde las aguas del Angara volvían a discurrir libremente. Algunos bloques se desprendían, poco a poco, reemprendiendo el curso del río, y deslizándose hacia Irkutsk.

Nadia comprendió lo que quería intentar Miguel Strogoff y se dirigió a uno de aquellos bloques que sólo estaba unido a la barrera por una estrecha lengua.

-Ven –dijo Nadia.

Miguel Strogoff y Nadia oían los disparos, los gritos de desesperación, los aullidos de los tártaros, que se dejaban oír río arriba. Después, poco a poco, aquellos gritos de profunda angustia y de feroz alegría, se fueron apagando en la lejanía.

-¡Pobres compañeros! -murmuró Nadia.

Durante media hora, la corriente arrastró rápidamente el bloque de hielo que transportaba a Miguel Strogoff y Nadia. A cada momento temían que se hundiera bajo ellos, pero aquella improvisada balsa seguía en la superficie, deslizándose por el centro de la corriente, de forma que no les sería necesario imprimirle una dirección oblicua hasta que tuvieran que acercarse a los muelles de Irkutsk.

Miguel Strogoff, con los dientes apretados y el oído atento, no pronunciaba una sola palabra. ¡Nunca había estado tan cerca del objetivo y presentía que iba a alcanzarlo … !

A la derecha brillaban las luces de Irkutsk y a la izquierda las hogueras del campamento tártaro.

Miguel Strogoff no se encontraba más que a media versta de la ciudad.

-¡Por fin! -murmuró.

Pero, de pronto, Nadia lanzó un grito.

Al oírlo, Miguel Strogoff se enderezó sobre el bloque, haciéndolo balancearse. Su mano señaló hacia lo alto del curso del Angara; su rostro, iluminado por reflejos azulados, adquirió un siniestro aspecto y, entonces, como si sus ojos se hubieran abierto de nuevo a la luz, gritó:

-¡Ah! ¡Dios mismo está contra nosotros!

12

IRKUTSK

Irkutsk, capital de Siberia oriental, es una ciudad que, en tiempos normales, está poblada por unos treinta mil habitantes. Una margen bastante alta que se levanta sobre la orilla derecha del Angara sirve de asiento a sus iglesias, a las que domina una catedral, y sus casas, dispuestas en un pintoresco desorden.

Contemplada a cierta distancia, desde lo alto de las montañas que se elevan a una veintena de verstas sobre la gran ruta siberiana, con sus cúpulas, sus campanarios, sus agujas, esbeltas como minaretes, y sus domos, ventrudgs como tibores japoneses, la ciudad tiene aspecto un tanto oriental.

Pero a los ojos del viajero, esta impresión desaparece desde el mismo instante en que traspasa la entrada de la ciudad. Entonces, Irkutsk, mitad bizantina, mitad china, se convierte en totalmente europea, con sus calles pavimentadas con macadán, bordeadas de aceras atravesadas por canales y sombreadas por gigantescos abedules; por sus casas de piedra y de madera, algunas de las cuales tienen varios pisos; por los numerosos carruajes que circulan por ella, no sólo tarentas y telegas, sino berlinas y calesas; y, en fin, por toda la categoría de sus habitantes, muy al corriente de todos los progresos de la civilización, a los que no resultan extrañas las más modernas modas procedentes de París.

En esta época, Irkutsk estaba abarrotada de gente a causa de todos los refugiados siberianos de la provincia, aunque abuntiaban las reservas de todo tipo, por el depósito de los innumerables mercaderes que realizan sus intercambios comerciales entre China, Asia central y Europa. No había, pues, nada que temer al admitir a los campesinos del valle del Angar, a los mongoles-kalkas, a los tunguzes y a los burets, dejando un desierto entre los invasores y la ciudad.

Irkutsk es la residencia del gobernador general de Siberia oriental. Por debajo de él se encuentra el gobierno civil, en cuyas manos se concentra la administración de la provincia, el jefe de policía, muy atareado siempre en una ciudad en la que abundan los exiliados políticos, y, finalmente, el alcalde, jefe de los mercaderes, persona muy considerada por su inmensa fortuna y por la influencia que ejerce sobre sus administrados.

La guarnición de Irkutsk estaba compuesta entonces por un regimiento de cosacos a pie, que contaba alrededor de dos mil hombres, y por un cuerpo permanente de gendarmes, que llevan casco y un¡forme azul con galones plateados.

Además, como ya se sabe, a causa de unas especiales circunstancias, el hermano del Zar se encontraba en la ciudad desde el comienzo de la invasión.

Vamos a precisar estas circunstancias.

Un viaje de importancia política había llevado al Gran Duque a esas lejanas provincias de Asia central.

El Gran Duque, después de haber recorrido las principales ciudades siberianas, viajando más como militar que como príncipe, sin ningún aparato oficial, acompañado de sus oficiales y escoltado por un destacamento de cosacos, se había trasladado hasta las comarcas que están más allá del Baikal. Nikolaevsk, la última ciudad rusa situada en el litoral del mar de Okhotsk, había sido honrada con su visita.

Una vez llegado hasta los confines del inmenso Imperio, el Gran Duque regresaba a Irkutsk, desde donde contaba con reemprender la ruta de regreso a Europa, cuando llegaron las noticias de la invasión tan amenazadora como inesperada. Se dio prisa por llegar a la ciudad, pero cuando llegó, las comunicaciones con Rusia iban a quedar inmediatamente interrumpidas. Recibió todavía algunos mensajes de Petersburgo y de Moscú, y hasta pudo contestarlos, pero después el hilo quedó cortado en las circunstancias que ya conocemos.

Irkutsk estaba aislada del resto del mundo.

El Gran Duque no podía hacer otra cosa que organizar la resistencia, a cuya tarea se entregó con la seguridad y la sangre fría de las que había dado muestra en innumerables ocasiones.

Las noticias de la caída de Ichim, Omsk y Tomsk, sucesivamente, habían llegado a Irkutsk. Era preciso, pues, salvar de la ocupación, al precio que fuera, a la capital de la Siberia oriental.

No se podía confiar en recibir refuerzos inmediatos. Las escasas tropas diseminadas por las provincias del Amur y el gobierno de Irkutsk no podían llegar en suficiente número para detener a las columnas tártaras. Por lo tanto, era necesario poner la ciudad en condiciones de resistir un sitio de cierta duración.

Los trabajos comenzaron el día en que Tomsk cayo en manos de los invasores y, al mismo tiempo que recibía esta noticia, el Gran Duque supo que el Emir de Bukhara, junto con los khanatos aliados, dirigía personalmente el movimiento; pero lo que ignoraba era que el lugarteniente del cabecilla de aquellos bárbaros fuera Ivan Ogareff, un oficial ruso al que él mismo había degradado y al que no conocía personalmente.

Inmediatamente, tal como queda dicho, los habitantes de la provincia de Irkutsk, recibieron la orden de abandonar pueblos y ciudades. Los que no se refugiaron en la capital, tuvieron que trasladarse a la parte opuesta del lago Balkal, donde probablemente no llegarían los estragos de la invasión.

Fueron requisadas las cosechas de trigo y de forrajes, con destino al abastecimiento de la capital, y este último baluarte del poderío moscovita en el Extremo Oriente quedó en condiciones para resistir el asedio durante algún tiempo.

Irkutsk, fundada en 1611, está situada en la confluencia del Irkut y del Angara, sobre la orilla derecha de este río. Dos puentes de madera suspendidos sobre pilotes, dispuestos de forma que se abrían a toda la anchura del canal para facilitar las necesidades de la navegación, unen la ciudad con los suburbios que se levantan sobre la orilla izquierda.

Por este lado, la defensa era fácil. Los suburbios fueron desalojados por sus habitantes y los puentes destruidos. El paso del Angara, muy ancho en ese lugar, no hubiera sido posible bajo el fuego de los sitiados.

Pero el río podía ser franqueado más arriba y más abajo de la ciudad y, por consiguiente, Irkutsk corría el riesgo de ser atacada por la parte este, donde no se levanta ninguna muralla que la proteja.

Todos los brazos disponibles se ocuparon, noche y día, en los trabajos de fortificación. El Gran Duque se encontró con una población dedicada ardorosamente a esta tarea y que más tarde derrochó coraje en la defensa de la ciudad. Soldados, comerciantes, exiliados y campesinos, todos se entregaron a la tarea de salvacion común, y ocho días antes de que los tártaros aparecieran sobre el Angara, quedaban levantadas unas murallas de tierra y cavada una fosa que fue inundada por las aguas del Angara, cruzándose entre la escarpa y la contraescarpa. La ciudad ya no podía ser conquistada por un simple golpe de mano, sino que era necesario atacarla y asediarla.

La tercera columna tártara, que había llegado remontando el valle del Yenisei, aparecio frente a Irkutsk el 24 de septiembre, ocupando inmediatamente los suburbios abandonados, cuyas casas habían sido demolidas con el fin de que no dificultasen la acción de la artillería del Gran Duque que, por desgracia, era insuficiente.

Los tártaros se organizaron, pues, mientras esperaban la llegada de las otras dos columnas, mandadas por el Emir y sus aliados.

La reunión de los distintos cuerpos se operó el 25 de septiembre en el campamento del Angara, y todo el ejército, salvo las guarniciones dejadas en las principales ciudades conquistadas, se concentró bajo e mando de Féofar-Khan.

El paso del Angara fue considerado por Ivan Ogareff como impracticable, al menos frente a Irkutsk; pero una buena parte de las tropas atravesaron el río varias verstas más abajo, sobre puentes de barcas dispuestas al efecto. El Gran Duque no intentó siquiera oponerse, porque no hubiera conseguido otra cosa que entorpecer la operación, pero no impedirla, al no tener a su disposición artillería de campaña. Con mucho sentido de la prudencia, pues, quedó encerrado en el interior de Irkutsk.

Los tártaros ocuparon la orilla derecha del río; después se remontaron hacia la ciudad, incendiando a su paso la residencia veraniega del gobernador general, situada en unos bosques que dominan el curso del Angara desde lo alto de la margen. Los invasores fueron a tomar definitivamente sus posiciones para el asedio, después de haber rodeado completamente Irkutsk.

Ivan Ogareff, hábil ingeniero, era, ciertamente, capaz de dirigir las operaciones de un asedio regular; pero tenía escasez de medios materiales necesarios para operar con rapidez. Por eso había confiado sorprender Irkutsk, meta de todos sus esfuerzos.

Las cosas, como se ve, se le habían puesto de forma muy diferente a como contaba que se presentasen. Por una parte, la batalla de Tomsk había retrasado la marcha del ejército; por otra, la rapidez que el Gran Duque imprimió a los trabajos de defensa. Estas dos razones eran suficientes para hacer tambalear sus proyectos al encontrarse en la necesidad de plantear un asedio en toda regla.

Sin embargo, por inspiración suya, el Emir intentó por dos veces tomar la ciudad a costa de un gran sacrificio de hombres, lanzando en masa a sus soldados contra los puntos que consideraba más débiles de las fortificaciones improvisadas. Pero ambos asaltos fueron rechazados con coraje.

El Gran Duque y sus oficiales no dejaron de exponerse en esta ocasión, poniéndose a la cabeza de la población en las murallas, donde burgueses y campesinos cumplieron admirablemente con su deber.

En el segundo asalto los tártaros consiguieron forzar una de las puertas del recinto, teniendo lugar una lucha cuerpo a cuerpo en el comienzo de la gran calle Bolchaia, de dos verstas de longitud, que va a desembocar en la orilla del Angara; pero los cosacos, los gendarmes y los ciudadanos civiles, les opusieron tan tenaz resistencia, que los tártaros se vieron obligados a volver a sus posiciones y esperar otra oportunidad.

Fue entonces cuando Ivan Ogareff pensó lograr, apelando a la traición, lo que no había podido conseguir por la fuerza.

Se sabe que su proyecto era penetrar en la ciudad, llegar hasta el Gran Duque, captarse su confianza y, llegado el momento, abrir una de las puertas a los sitiadores. Una vez hecho esto, saciaría su venganza en el hermano del Zar.

La gitana Sangarra, que le había seguido hasta e campamento del Angara, le impulsó a que pusiera en ejecución su proyecto.

Efectivamente, decidió llevarlo a cabo sin retraso. Las tropas rusas del gobierno de lakutsk marchaban ya sobre Irkutsk. Estas tropas estaban concentradas en el curso superior del río Lena, desde donde remontaban el valle del Angara. Antes de seis días habrían llegado a las puertas de la ciudad, por lo que antes de ese plazo, Irkutsk tenía que haber sido tomada a traición.

Ivan Ogareff ya no dudó.

La noche del 2 de octubre se celebró un consejo de guerra en el palacio del gobernador general, donde residía el Gran Duque.

Este palacio, levantado en un extremo de la calle Bolchala, domina el curso del río en un amplio sector de su recorrido. A través de las ventanas de la fachada principal, se percibía perfectamente todo el movimiento del campamento tártaro. Una artillería de mayor alcance que la de los tártaros hubiera hecho inhabitable este palacio.

El Gran Duque, el general Voranzoff, gobernador de la ciudad y el alcalde y jefe de los comerciantes, a los que se sumaba un cierto número de oficiales de alta graduación, acababan de adoptar diversas resoluciones.

-Señores -dijo el Gran Duque-, ustedes conocen exactamente nuestra situación. Abrigo la firme esperanza de que podremos mantenernos firmes hasta que lleguen las tropas de Iakutsk. Entonces rechazaremos perfectamente a las hordas tártaras y no seré yo quien impida que paguen cara la invasión del territorio moscovita.

-Vuestra Alteza sabe que puede contar con toda la población de Irkutsk -dijo el general Voranzoff.

-Sí, general -respondió el Gran Duque-, y rindo homenaje a su patriotismo. Gracias a Dios todavía no ha sido víctima de los horrores de la epidemía y el hambre y creo que conseguirá escapar; pero mientras tanto sólo puedo admirar su coraje en la defensa de las murallas. Recuerde bien mis palabras, señor alcalde, porque quiero que las transmita literalmente.

-Doy las gracias a Vuestra Alteza, en nombre de la ciudad -respondió el alcalde, continuando-. Me atrevo a preguntar a Vuestra Alteza qué plazo máximo de tiempo concede hasta la llegada de las tropas de socorro.

-Seis días como máximo, señores -respondió el Gran Duque-. Esta mañana ha conseguido entrar en la ciudad un hábil y valiente emisario y me ha comunicado que cincuenta mil rusos avanzan a marchas forzadas bajo las órdenes del general Kisselef. Hace dos días estaban en las orillas del Lena, en Kirensk, y ahora, ni el frío ni la nieve les impedirán llegar. Cincuenta mil hombres pertenecientes a tropas escogidas, atacando a los tártaros por el flanco, nos librarán pronto del asedio.

-Agregaré –dijo el alcalde- que el día en que Vuestra Alteza ordene una salida, estaremos preparados para ejecutar sus órdenes.

-Bien, señores. Esperemos a que la vanguardia de nuestras fuerzas aparezca por las alturas y aplastaremos a los invasores –dijo el Gran Duque, volviéndose después hacia el general Voranzoff, añadiendo-: Mañana visitaremos los trabajos de la orilla derecha. El Angara baja lleno de témpanos que no tardarán en cimentarse, en cuyo caso los tártaros puede que consiguieran pasar el río.

-Permltidme Vuestra Alteza que haga una observación –dijo el alcalde.

-Hacedla, señor.

-He visto más de una vez bajar la temperatura a treinta o cuarenta grados bajo cero y el Angara siempre ha arrastrado trozos de hielo, sin congelarse enteramente. Esto se debe, sin duda, a la rapidez de su curso. Si los tártaros no disponen de otros medios para franquear el río, yo puedo garantizar a Vuestra Alteza que ellos no entrarán así en Irkutsk.

El gobernador general confirmó las palabras de alcalde.

-Es una afortunada circunstancia –dijo el Grar Duque-. No obstante, estaremos preparados par, afrontar cualquier eventualidad.

Volviéndose entonces hacia el jefe de policía, le preguntó:

-¿No tiene usted nada que decirme, señor…?

-He de hacer llegar a Vuestra Alteza una súplica que se le dirige por mediación mía.

-¿Dirigida por … ?

-Los exiliados, de los que, como Vuestra Alteza sabe, hay quinientos en la ciudad. ,

Los exillados políticos, repartidos por toda la provincia, quedaban concentrados en Irkutsk desde el comienzo de la invasión. Obedeciendo la orden de refugiarse en la ciudad, abandonando los lugares donde ejercían diversas profesiones, unos de médicos, otros de profesores, bien en el Instituto, en la Escuela Japonesa o en la Escuela de Navegación. Desde el primer momento el Gran Duque, confiando como el Zar en su patriotismo, los había armado, encontrando en ellos unos valientes defensores.

-¿Qué piden los exiliados? -preguntó el Gran Duque.

-Piden la autorización de Vuestra Alteza para formar un cuerpo de elite, que sea situado a la cabeza de la primera salida -repondió el jefe de policía.

-Sí -dijo el Gran Duque, embargado por una emocion que no intentó disimular-. ¡Estos exilados son rusos y tienen derecho a luchar por su país!

-Creo poder afirmar -agregó el gobernador general- que Vuestra Alteza no tendrá mejores soldados.

-Pero necesitan un jefe. ¿Quién va a ser? -preguntó el Gran Duque.

-Les gustaría que Vuestra Alteza nombrase a uno de ellos que se ha distinguido en diversas ocasiones.

-¿Es ruso?

-Sí, de las provincias bálticas.

-¿Se llama … ?

-Wassili Fedor.

Este exiliado era el padre de Nadia.

Como se sabe, Wassili Fedor ejercía en Irkutsk su profesión de médico. Era un hombre bondadoso e instruido, dotado de un gran valor y del más sincero patriotismo. Todo el tiempo que le dejaba libre su dedicación a los enfermos y heridos lo empleaba en organizar la resistencia. Fue él quien unió a sus compañeros de exilio en una acción común. Los exiliados, hasta entonces mezclados entre las filas de la población, se habían comportado de tal forma que llamaron la atención del Gran Duque. En varias salidas habían pagado con su sangre la deuda contraída con la santa Rusia.

¡Santa, en verdad, y amada por sus hijos!

Wassili Fedor se había portado heroicamente y su nombre había sido citado en varias ocasiones, pero nunca pidió gracias ni favores y cuando los ex¡liados de Irkutsk tuvieron el pensamiento de formar un cuerpo de elite, él mismo ignoraba que tuvieran la intención de elegirle su jefe.

Cuando el jefe de policía hubo pronunciado el nombre, el Gran Duque respondió que no le era desconocido.

-En efecto –dijo el general Voranzoff-, Wassili Fedor es un hombre con gran valor y coraje. Es muy grande la influencia que ejerce entre sus compañeros.

-¿Desde cuándo está en Irkutsk?

-Desde hace dos años.

-¿Y su conducta … ?

-Su conducta -dijo el jefe de policía-, es la de un hombre sometido a las leyes especiales que lo rigen.

-General –dijo el Gran Duque-, ¿quiere presentármelo inmediatamente?

Las órdenes del Gran Duque fueron ejecutadas enseguida, y no había transcurrido ni media hora cuando Wassili Fedor era introducido en su presencia.

Era un hombre de unos cuarenta años a lo sumo, de fisonomía severa y triste. Se notaba en él que toda su vida se resumía en una palabra: lucha, y que había luchado y sufrido. Sus rasgos recordaban extraordinariamente los de Nadia Fedor.

A él, más que a ningun otro, la invasion tartara lo había herido en su más querido afecto y arruinado su suprema esperanza de padre, exiliado a ocho mil verstas de su ciudad natal.

Una carta le había llevado la noticia de la muerte de su esposa y, al mismo tiempo, la partida de su hija, que había obtenido autorización para reunirse con él en Irkutsk.

Nadia debía haber salido de Riga el 10 de julio y la invasión se produjo el 15. Si en esa época Nadia había pasado la frontera. ¿Qué podía haber sido de ella en medio de los invasores? Se concibe que este desgraciado padre estuviera devorado por la inquietud, ya que desde aquellas fechas no tenía ninguna noticia de su hija.

Wassili Fedor, una vez en presencia del Gran Duque, se inclinó y esperó a ser interrogado.

-Wassili Fedor -le dijo el Gran Duque-, tus compañeros de exilio han pedido formar un cuerpo de elite. ¿Ignoran que en esta clase de cuerpos es preciso saber morir hasta el último hombre?

-No lo ignoran -respondió Wassili Fedor.

-Te quieren a ti por jefe.

-¿A mí, Alteza?

-¿Consientes ponerte al frente de ellos?

-Sí, si el bien de Rusia lo precisa.

-Comandante Fedor -dijo el Gran Duque-, tu ya no eres un exiliado.

-Gracias, Alteza, pero ¿puedo mandar a los que todavía lo son?

-¡Ya no lo son!

¡Lo que acababa de otorgar el hermano del Zar era el perdón para sus compañeros de exilio, ahora ya sus compañeros de armas!

Wassili Fedor estrechó con emoción la mano que le tendió el Gran Duque y salió de palacio.

Éste, volviéndose hacia sus oficiales, dijo sonriendo:

-El Zar no dejará de aceptar la letra de perdón que he girado a su cargo. Nos hacen falta héroes que defiendan la capital de Siberia y acabo de hacerlos.

Era, efectivamente, un acto de justicia y de buena política este perdón tan generosamente otorgado a los exiliados de Irkutsk.

La noche había llegado ya, y a través de las ventanas del palacio del gobernador general brillaban las hogueras del campamento de los tártaros, que con sus resplandores iluminaban más allá de la orilla del Angara.

El río arrastraba numerosos bloques de hielo, algunos de los cuales quedaban detenidos en su deslizarse sobre las aguas por los pilotes de los antiguos puentes de madera.

Los que la corriente mantenía en el canal derivaban con extrema rapidez. Era evidente, como había observado el alcalde, que el Angara difícilmente se helaría en toda su superficie. El peligró, pues, estaba conjurado por aquella parte, no debiendo preocupar a los defensores.

Acababan de dar las diez de la noche y ya iba el Gran Duque a despedir a sus oficiales, retirándose a sus habitaciones, cuando se produjo un revuelo fuera de palacio.

Casi al instante, se abrió la puerta del salón, apareciendo un ayudante de campo del Gran Duque, el cual, dirigiéndose hacia él, le dijo:

-¡Alteza, un correo del Zar!

13

UN CORREO DEL ZAR

Un movimiento simultáneo impulsó a todos los miembros del Consejo hacia la puerta entreabierta del salón: ¡Un correo del Zar había llegado a Irkutsk!

Si los oficiales hubieran reflexionado por un instante la improbabilidad de este hecho, lo hubieran tomado, ciertamente, como por un imposible.

El Gran Duque se dirigió con impaciencia hacia su ayudante de campo, diciéndole:

-¡El correo!

Entró un hombre. Tenía el aspecto de estar abrumado por la fatiga. Llevaba un vestido de campesino siberiano, usado, hecho jirones, y en el cual se apreciaban agujeros practicados por el impacto de las balas. Un gorro moscovita le cubría la cabeza y una cuchillada, mal cicatrizada aún, le cruzaba la mejilla. Este hombre, evidentemente, había hecho un largo y penoso camino. Su calzado, completamente destrozado, indicaba que había tenido que recorrer a pie una parte del viaje.

-¿Su Alteza, el Gran Duque? -preguntó al entrar.

El Gran Duque fue hacia él.

-¿Tú eres correo del Zar? -preguntó.

-Sí, Alteza.

-¿Vienes…?

-De Moscú.

-¿Cuándo saliste de Moscú?

-El 15 de julio.

-¿Cómo te llamas?

-Miguel Strogoff.

Era Ivan Ogareff. Había usurpado el nombre y la condición de aquel al que creía reducido a la impotencia. Ni el Gran Duque ni nadie le conocía en Irkutsk y ni siquiera había tenido necesidad de cambiar sus rasgos, y como estaba en condiciones de poder probar su pretendida personalidad, nadie dudaría de él.

Venía, pues, a precipitar el desarrollo del drama de la invasión apelando a la traición y al asesinato.

Después de la respuesta de Ivan Ogareff, el Gran Duque hizo un gesto y todos sus oficiales se retiraron.

El falso Miguel Strogoff y él quedaron solos en el salón.

El Gran Duque miró a Ivan Ogareff durante algunos instantes, con extrema atención. Después le preguntó:

-¿Estabas en Moscu el 15 de julio?

-Sí, Alteza , y en la noche del 14 al 15, vi a su Majestad, el Zar, en el Palacio Nuevo.

-¿Traes una carta del Zar?

-Aquí está.

Ivan Ogareff entregó al Gran Duque la carta imperial, reducida a dimensiones casi microscópicas.

-¿Esta carta la recibiste en tal estado? -preguntó el Gran Duque, extrañado.

-No, Alteza, pero tuve que romper el sobre con el fin de ocultarla mejor a los soldados del Emir.

-¿Has estado prisionero de los tártaros?

-Sí, Alteza, durante varios días -respondió Ivan Ogareff-, por eso, habiendo salido de Moscú el 15 de julio, no he llegado a Irkutsk hasta el 2 de octubre, después de setenta y nueve días de viaje.

El Gran Duque tomó la carta, la desplegó y reconoció la firma del Zar, precedida de la fórmula sacramental escrita de su propia mano. No había, pues, ninguna duda sobre la autenticidad de la carta ni sobre la identidad del correo. Si su feroz fisonomía había inspirado, de pronto, desconfianza en el Gran Duque, esta desconfianza desapareció enseguida.

El Gran Duque permaneció callado durante algunos instantes, leyendo atentamente la carta con el fin de captar perfectamente todo su sentido.

A continuación, tomó de nuevo la palabra.

-Miguel Strogoff, ¿conoces el contenido de esta carta? -preguntó.

-Sí, Alteza. Podía verme forzado a destruirla para que no cayera en manos de los tártaros y, si llegaba ese caso, quería transmitir su texto exacto a Vuestra Alteza.

-¿Sabes que esta carta nos conmina a morir antes que rendir la ciudad?

-Lo sé.

-¿Sabes también que en ella se indican los movimientos de tropas que han sido combinados para detener la invasión?

-Sí, Alteza, pero esos movimientos no han tenido éxito.

-¿Qué quieres decir?

-Quiero decir que Ichim, Omsk, Tomsk, por no citar más que las ciudades importantes de las dos Siberias, han sido sucesivamente ocupadas por los soldados de Féofar-Khan.

-¿Pero ha habido combates? ¿Se han enfrentado nuestros cosacos con los tártaros?

-Varias veces, Alteza.

-¿Y han sido rechazados?

-Eran unas fuerzas insuficientes.

-¿Dónde han tenido lugar esos encuentros?

-En Kolyvan, en Tomsk…

Hasta aquí, Ivan Ogareff no había dicho más que la verdad, pero con la intención de desmoralizar a los defensores de Irkutsk, exagerando las ventajas obtenidas por las tropas del Emir, añadió:

-Y por tercera vez en Krasnolarsk.

-¿Y en esta última escaramuza … ? -preguntó el Gran Duque, apretando los dientes tan fuertemente que apenas dejó salir las palabras.

-Fue mucho más que una escaramuza, Alteza, fue una batalla -respondió Ivan Ogareff.

-¿Una batalla?

-Veinte mil rusos, llegados de las provincias fronterizas y del gobierno de Tobolsk, lucharon contra ciento cincuenta mil tártaros y, pese a su valor, fueron aniquilados.

-¡Mientes! -gritó el Gran Duque, intentando vanamente contener su cólera.

-¡Digo la verdad, Alteza! -respondió fríamente Ivan Ogareff– ¡Estuve presente en la batalla de Krasnolarsk y fue allí donde caí prisionero!

El Gran Duque consiguió calmarse y con una seña dio a entender a Ivan Ogareff que no dudaba de la veracidad de sus palabras.

-¿Qué día tuvo lugar la batalla de Krasnoiarsk?

-El 22 de septiembre.

-¿Y ahora, todas las fuerzas tártaras están concentradas alrededor de Irkutsk?

-Todas.

-¿En cuánto las valoras?

-En unos cuatrocientos mil hombres.

Nueva exageración de Ivan Ogareff, al evaluar los efectivos de los tártaros, que pretendía el mismo fin.

-¿No debo esperar refuerzos de las provincias del oeste? -preguntó el Gran Duque.

-No, Alteza, al menos antes de que finalice el invierno.

-¡Pues bien, Miguel Strogoff, escucha esto: aunque no me llegue ninguna ayuda del este ni del oeste y aunque esos bárbaros fuesen seiscientos mil, jamás rendiré Irkutsk!

Ivan Ogareff entornó ligeramente los párpados, como si el traidor quisiera decir que el hermano del Zar no contaba con la traición.

El Gran Duque, de temperamento nervioso, apenas había conseguido conservar la calma al conocer tan desastrosas noticias. Iba y venía por el salón, bajo la mirada de Ivan Ogareff, que le contemplaba como a presa reservada para su venganza.

Se detenía delante de las ventanas, miraba hacia las hogueras del campamento tártaro, intentaba percibir los sonidos, cuya mayor parte provenía de los choques de los bloques de hielo arrastrados por la corriente del Angara.

Se pasó así un cuarto de hora, sin formular ninguna pregunta. Después, volviendo a desplegar la carta, releyó un pasaje y dijo:

-¿Sabes, Miguel Strogoff, que en esta carta se habla de un traidor del que tengo que prevenirme?

-Sí, Alteza.

-Ha de intentar entrar en Irkutsk bajo un disfraz, captar mi confianza y después, llegado el momento, entregar la ciudad a los tártaros.

-Sé todo eso, Alteza, y también sé que Ivan Ogareff ha jurado vengarse personalmente del hermano del Zar.

-Pero ¿por qué?

-Se dice que este oficial fue condenado por Vuestra Alteza a una humillante degradación.

-Sí… ya me acuerdo… ¡Pero lo merecía, ese miserable, que ahora ha traicionado a su país conduciendo una invasión de bárbaros!

-Su Majestad, el Zar -respondió Ivan Ogareff- quería, por encima de todo, que Vuestra Alteza fuera advertido de los criminales proyectos de Ivan Ogareff contra vuestra persona.

-Sí… La carta me informa…

-Su Majestad me dijo personalmente que durante mi viaje por Siberia tenía que desconfiar, sobre todo, de ese traidor.

-¿Has tropezado con él?

-Sí, Alteza, después de la batalla de Krasnoiarsk. Si hubiera podido sospechar que era portador de una carta dirigida a Vuestra Alteza en la que se descubrían sus proyectos, no me habría perdonado.

-¡Sí, hubieras estado perdido! -respondió el Gran Duque-. ¿Y cómo has podido escapar?

-Lanzándome al Irtyche.

-¿Cómo has entrado en Irkutsk?

-Gracias a una salida que se ha efectuado esta misma noche para rechazar a un destacamento tártaro. Me he mezclado entre los defensores de la ciudad y he podido darme a conocer, haciendo que se me condujera inmediatamente ante Vuestra Alteza.

-Bien, Miguel Strogoff -respondió el Gran Duque-. Has mostrado valor y celo en esta difícil misión. No te olvidaré. ¿Quieres pedirme algún favor?

-Ninguno, Alteza, a no ser el de batirme a vuestro lado -respondió Ivan Ogareff.

-Sea, Miguel Strogoff. Quedas desde hoy agregado a mi persona y te alojarás en Palacio.

-¿Y si, conforme a su intención, Ivan Ogareff se presenta ante Vuestra Alteza con nombre falso?

-Le desenmascararemos gracias a ti y haré que muera a golpes de knut. Puedes retirarte.

Ivan Ogareff acababa de desempenar con éxito su indigno papel. El Gran Duque le había dado plena y enteramente su confianza; podía abusar de ella donde y cuando le conviniera. Habitaría en el mismo palacio y estaría al corriente del secreto de las operaciones de defensa. Tenía, pues, la situación en sus manos. Nadie en Irkutsk le conocía; nadie podía arrancarle su máscara. Estaba resuelto a poner manos a la obra sin retraso.

En efecto, el tiempo apremíaba, porque era preciso que la ciudad cayera antes de la llegada de las tropas rusas del norte y del este, lo cual era cuestión de pocos días.

Una vez dueños de Irkutsk, los tártaros no la perderían fácilmente y, en caso de verse obligados a abandonar la ciudad, no sería sin antes haberla arrasado hasta los cimientos y sin que rodara la cabeza del Gran Duque a los pies de Féofar-Khan.

Ivan Ogareff, teniendo toda clase de facilidades para ver, observar y disponer, se preocupó al día siguiente de visitar las defensas.

Por todas partes fue acogido con cordiales felicitaciones por parte de oficiales, soldados y civiles. Para ellos, el correo del Zar era como el lazo que había venido a atarles al Imperio.

Ivan Ogareff contó, con ese aplomo que nunca le faltaba, las falsas peripecias de su viaje. Después, hábilmente y sin insistir demasiado al principio, habló de la gravedad de la situación, exagerando los éxitos de los tártaros, tal como había hecho ante el Gran Duque, así como el número de las fuerzas de que disponían aquellos bárbaros.

De dar crédito a sus palabras, los refuerzos que se esperaban, si llegaban, serían insuficientes, y era de temer que una batalla librada bajo los muros de Irkutsk tuviera resultados tan funestos como las de Kolyvan, Tomsk y Krasnoiarsk.

Ivan Ogareff no prodigaba estas aviesas insinuaciones, sino que tenía buen cuidado de hacer que penetraran poco a poco en el ánimo de los defensores de Irkutsk. Daba la impresión de que no respondía más que cuando se le apremíaba a preguntas y como si fuera a pesar suyo. En todo caso, siempre añadía que era preciso defenderse hasta el último hombre y hacer volar la ciudad antes que rendirla.

Con esta labor de zapa, hubiera podido causar mucho daño de no ser porque la guarnición y la población de Irkutsk eran demasiado patriotas para dejarse amilanar. De entre aquellos soldados y aquellos ciudadanos, cercados en una ciudad aislada en el extremo del mundo asiático, no hubo uno solo que pensara en la capitulación. El desprecio de los rusos por aquellos bárbaros no tenía límites.

De todas formas le supuso el papel odioso que estaba desempeñando Ivan Ogareff, porque nadie podía adivinar que el pretendido correo del Zar fuese un traidor.

Las naturales circunstancias hicieron que desde su llegada a Irkutsk se establecieran frecuentes contactos entre Ivan Ogareff y uno de los más valientes defensores de la ciudad, Wassili Fedor.

Se sabe qué inquietudes devoraban a aquel desgraciado padre. Si su hija, Nadia Fedor, había abandonado Rusia en la fecha señalada, en su última carta enviada desde Riga, ¿qué le habría ocurrido? ¿Estaba todavía intentando atravesar las comarcas invadidas, o ya había caído prisionera hacía tiempo? Wassili Fedor no encontraba tregua en su dolor más que cuando tenía ocasión de batirse con los tártaros, pero, con gran disgusto suyo, las ocasiones'no se presentaban muy frecuentemente.

Por lo tanto, cuando se enteró de la inesperada llegada del correo del Zar, tuvo el presentimiento de que éste podría darle noticias de su hija. Probablemente no era mas que una esperanza quimerica, pero se agarró a ella. ¿No había estado el correo del Zar prisionero de los tártaros como probablemente lo estaba Nadia?

Wassill Fedor fue al encuentro de Ivan Ogareff, el cual aprovechó la ocasión para entrar en franco contacto con el comandante. ¿Pensaba el renegado explotar esa circunstancia? ¿Juzgaba a todos los hombres por el mismo rasero? ¿Creía que un ruso incluso un exiliado político, podía ser lo bastante miserable como para traicionar a su país?

Sea como fuere, Ivan Ogareff respondió con una cortesía hábilmente fingida a los intentos del acercamiento del padre de Nadia. Éste, al día siguiente de la llegada del pretendido correo, se dirigió al palacio del gobernador general y allí dio a conocer a Ivan Ogareff las circunstancias en las cuales su hija había debido de salir de la Rusia europea, exponiéndole cuáles eran sus inquietudes.

Ivan Ogareff no conocía a Nadia, pese a que se habían encontrado en la parada de postas de Ichim el día en que ella iba todavía con Miguel Strogoff. Pero entonces había prestado tan poca atención a la joven como a los dos periodistas que se encontraban también allí. No podía, pues, dar a Wassili Fedor ninguna noticia de su hija.

-¿En qué época -preguntó Ivan Ogareff debió de salir su hija del territorio ruso?

-Casi al mismo tiempo que usted -respondió Wassili Fedor.

-Yo salí de Moscú el 15 de julio.

-Nadia debió de salir también por esas fechas. Su carta me lo aseguraba formalmente.

-¿Estaba en Moscú el 15 de julio?

-En esa fecha, seguramente sí.

-Pues bien… -respondió Ivan Ogareff; y después, recapacitando, agregó-: Pero no… Me equivoco… Iba a confundir las fechas. Desgraciadamente es muy probable que haya podido traspasar la frontera y no le queda a usted mas que una esperanza, y es que se haya quedado esperando noticias de la invasión.

Wassili Fedor bajó la cabeza. Conocía a Nadia y sabía perfectamente que nada le impediría continuar.

Ivan Ogareff, con aquellas palabras, acababa de cometer gratuitamente un acto de verdadera crueldad. Con otras palabras, podía haber tranquilizado a Wassili Fedor, pese a que Nadia había pasado la frontera en las circunstancias que conocemos; Wassili Fedor, al relacionar la fecha en que su hija se encontraba en Nijni-Novgorod con la del decreto que prohibía la salida, hubiera llegado, sin duda, a la conclusión de que Nadia no había podido quedar expuesta a los peligros de la invasion porque, pese a ella, continuaba todavía en el territorio europeo del Imperio.

Ivan Ogareff, obedeciendo a su naturaleza de hombre que no se conmovía por los sufrimientos ajenos, podía haber dicho estas otras palabras, pero no las dijo…

Wassili Fedor, con el corazón partido, se retiró. Después de aquella entrevista se había disipado su última esperanza.

Durante los dos días que siguieron, el 3 y 4 de octubre, el Gran Duque interrogó varias veces al pretendido Miguel Strogoff, haciéndole repetir todo lo que se había hablado en el gabinete imperial del Palacio Nuevo. Ivan Ogareff se había preparado para afrontar cualquier cuestión que se le planteara, por lo que respondió a todo sin vacilación alguna.

No ocultó, intencionadamente, que el Gobierno del Zar había sido sorprendido completamente por la invasion y que la sublevación fue preparada en el mayor secreto; que los tártaros eran ya dueños de la línea del Obi cuando llegaron a Moscú las primeras noticias de la invasión y que, finalmente, nada se había decidido en las provincias rusas para mandar a Siberia las tropas necesarias para rechazar a los invasores.

Después, Ivan Ogareff, enteramente libre de movimientos, comenzó a estudiar Irkutsk, el estado de las fortificaciones y sus puntos débiles, con el fin de aprovechar ulteriormente sus observaciones, en el caso de que cualquier eventualidad le impidiera consumar su traición.

Se detuvo a examinar particularmente la puerta de Bolchaia, que era lo que quería librar a las fuerzas tártaras.

Por la noche se acerco por dos veces a la explanada de la puerta y, sin temor a ser descubierto por los sitiadores, cuyos puestos más avanzados se hallaban a menos de una versta de las murallas, se paseó por el glacis. Sabía perfectamente que no se exponía a ningún peligro y que hasta había sido reconocido, porque distinguió una sombra que se deslizaba hasta el pie de las murallas.

Sangarra, arriesgando su vida, venía a ponerse en comunicación con Ivan Ogareff.

Los sitiados, por otra parte, desde hacía dos días gozaban de una tranquilidad a la que no les habían acostumbrado los tártaros desde el comienzo del asedio.

Era por orden de Ivan Ogareff. El lugarteniente de Féofar-Khan había querido que se suspendiera toda tentativa de tomar la ciudad por asalto. Por eso desde su llegada a Irkutsk, la artillería había quedado completamente muda. Esperaba, además, que así se relajaría la estrecha vigilancia de los sitiados. En cualquier caso, en los puestos avanzados, varios millares de tártaros se mantenían preparados para lanzarse contra la puerta, que estaría desguarnecida de defensores en el instante en que Ivan Ogareff les diera la señal de actuar.

Sin embargo, no podía demorarse ese momento, porque era preciso terminar el asedio antes de que las tropas rusas llegaran a la vista de Irkutsk.

Ivan Ogareff tomó su decisión y aquella misma noche, desde lo alto del glacis, cayó un papel en manos de Sangarra.

El traidor había resuelto entregar Irkutsk la noche siguiente, 5 de octubre, a las dos de la madrugada.

14

LA NOCHE DEL 5 AL 6 DE OCTUBRE

El plan de Ivan Ogareff había sido combinado con el mayor cuidado y, salvo circunstancias imponderables, debía tener éxito. Era preciso que la puerta de Bolchaia estuviera libre de defensores en el momento en que la abriera. Por lo tanto, era indispensable que en aquel momento, la atención de los mismos se dirigiera hacia otro punto de la ciudad. Para ello había combinado con el Emir una serie de acciones que dispersaran la atención de los defensores.

Estas acciones debían llevarse a cabo por el lado de los suburbios de Irkutsk, hacia arriba y hacia abajo del río, sobre su orilla derecha.

El ataque contra los dos puntos debía realizarse con la mayor meticulosidad y, al mismo tiempo, se llevaría a cabo una tentativa de atravesar el Angara sobre la orilla izquierda. La puerta de Bolchaia, probablemente, quedaría casi abandonada, mientras que los puestos avanzados simularían levantar el campo.

Era el 5 de octubre. Antes de veinticuatro horas, la capital de Siberia oriental debía caer en manos del Emir y el Gran Duque, en poder de Ivar Ogareff.

Durante el día se produjo un movimiento desacostumbrado en el campamento tártaro del Angara. Desde las ventanas del palacio y desde las casas de la orilla derecha, podían distinguirse perfectamente los importantes preparativos que se estaban llevando a cabo en la orilla opuesta. Numerosos destacamentos tártaros convergían hacia el campamento y venían a reforzar las tropas del Emir. Eran los ataques convenidos que se estaban preparando de manera ostensible.

Además, Ivan Ogareff no ocultó al Gran Duque que era de temer un ataque por ese lado. Sabía, según dijo, que se llevaría a cabo un asalto por arriba y por abajo de la ciudad, aconsejando al Gran Duque reforzar esos dos puestos más directamente amenazados.

Los preparativos observados venían en apoyo de las recomendaciones hechas por Ivan Ogareff y era urgente tenerlas en cuenta. Así que, después de un consejo de guerra que se reunió con urgencia en el palacio, se dieron órdenes de que se concentrara la defensa sobre la orilla derecha del Angara y en los extremos de la ciudad, en donde las murallas de tierra iban a apoyarse sobre el río.

Era esto precisamente lo que quería Ivan Ogareff. Evidentemente, no cojitaba con que la puerta de Bolchaia quedara completamente desguarnecida de defensores, pero confiaba en que sólo hubiera un pequeño número de ellos. Además, iba a imprimir a los asaltos una importancia tal que el Gran Duque se vería obligado a oponerles todas las fuerzas disponibles.

En efecto, un incidente de una gravedad excepcional, imaginado por Ivan Ogareff, debía ayudar poderosamente a la ejecución de sus proyectos.

Aunque Irkutsk no fuera atacada por los dos puntos alejados de la puerta de Bolchaia y por la orilla derecha del Angara, este incidente hubiera sido suficiente, por si solo, para emplear a fondo a todos los defensores, precisamente allá en donde Ivan Ogareff quería atraerlos, porque iba a provocar una espantosa catástrofe.

Por tanto, todas las precauciones quedaban tomadas para que a la hora indicada, la puerta de Bolchaia estuviera libre de defensores, entregándola a los millares de tártaros que esperaban cubiertos en los espesos bosques del este.

Durante esta jornada, la guarnicion y la población civil de Irkutsk se mantuvieron constantemente alerta.

Estaban tomadas todas las medidas que exigía un ataque inminente en los puntos respetados hasta entonces. El Gran Duque y el general Voranzoff visitaron los puestos que, por orden suya, habían sido reforzados.

El cuerpo especial de Wassili Fedor ocupaba el norte de la ciudad, pero con la orden de acudir allí donde el peligro fuera más inminente. La orilla derecha del Angara quedaba reforzada con la poca artillería de que se disponía.

Con estas medidas, tomadas a tiempo gracias a las recomendaciones de Ivan Ogareff, hechas tan oportunamente, se esperaba que el ataque no tuviera éxito. En ese caso, los tártaros, momentáneamente desmoralizados, tardarían varios días en hacer cualquier otra tentativa de asaltar la ciudad. Entretanto, las tropas que el Gran Duque esperaba podían llegar de un momento a otro. La salvación o la pérdida de Irkutsk estaban, pues, pendientes de un hilo.

Ese día, el sol, que había salido a las seis y veinte de la mañana, se ponía a las cinco y cuarenta de la tarde, después de haber trazado su arco diurno por encima del horizonte durante once horas. El crepúsculo se resistiría a dejar paso a la noche durante dos horas todavía. Después, el espacio se llenaría de tinieblas porque grandes nubes se inmovilizarían en el aire, no permitiendo que la luna hiciera su aparicion.

Esta profunda oscuridad iba a favorecer los proyectos de Ivan Ogareff.

Desde hacía varios días, un frío extremado preludiaba los rigores del invierno siberiano y, aquella noche, se dejaba sentir más intensamente todavía.

Los soldados apostados sobre la orilla derecha del Angara, forzados a no revelar su presencia, no habían podido encender hogueras, por lo que sufrían cruelmente con este terrible descenso de la temperatura. Varios pies por debajo de ellos pasaban los hielos que eran arrastrados por la corriente del río. Durante el día se les había visto, en hileras apretadas, derivar rápidamente entre las dos orillas.

Esta circunstancia observada por el Gran Duque y sus oficiales había sido considerada como favorable, porque era evidente que si el lecho del río se obstruía, el paso se haría impracticable, porque los tartaros no podrían maniobrar con balsas ni barcas. En cuanto a admitir que pudieran atravesar el río sobre el hielo, era de todo punto imposible, pues la barrera recientemente formada no ofrecería suficiente consistencia al paso de una columna de asalto.

Esta favorable circunstancia para los defensores de Irkutsk hubiera debido ser indeseable para Ivan Ogareff. Pero no era asi, porque el traidor sabía perfectamente que los tártaros no intentarían pasar el Angara y que, al menos por ese lado, la tentativa no sería más que un simulacro.

No obstante, hacia las diez de la noche, se modificó sensiblemente el estado del río, con gran sorpresa de los asediados, y ahora en desventaja para ellos. El paso, impracticable hasta aquel momento, de golpe se hizo posible. El lecho del Angara quedo libre; Los hielos que se deslizaban en número creciente desde hacía varios días desaparecieron aguas abajo y apenas cinco o seis bloques quedaron ocupando entonces el espacio comprendido entre las dos orillas. Pero no presentaban la estructura de los bloques que se forman en condiciones normales y bajo la influencia de un frío intenso. No eran más que simples pedazos arrancados a algún glaciar, cuyas aristas, netamente cortadas, no presentaban rugosidades.

Los oficiales rusos que constataron esta modificación en las condiciones del río, la dieron a conocer al Gran Duque.

Aquello no tenía otra explicación de que en alguna parte, más arriba, en una zona más estrecha del Angara, los hielos debían de haberse acumulado hasta formar una barrera.

Ya se sabe que así era, efectivamente.

El paso del Angara estaba, pues, abierto a los asaltantes, viéndose los rusos en la necesidad de estrechar la vigilancia más que nunca.

Hasta medianoche no se produjo ningún incidente. Por la parte este, más allá de la puerta de Bolchaia, la calma era absoluta. Ni una sola hoguera había encendida en los frondosos bosques que en el horizonte se confundían con las nubes.

En el campamento del Angara había una gran agitación que era atestiguada por el continuo desplazamiento de luces.

A una versta por arriba y por abajo del punto donde la escarpa iba a apoyarse sobre la margen del río, se podía oír un sordo murmullo que probaba que los tártaros estaban de pie, esperando una señal cualquiera para entrar en accion.

Todavía transcurrió una hora sin que se produjera la nueva novedad.

Iban a dar las dos de la madrugada en las campanas de la catedral de Irkutsk y ningún movimiento había mostrado aún las intenciones hostiles de los asaltantes.

El Gran Duque y sus oficiales se preguntaban si no habían sido inducidos a error y si realmente entraba en los planes de los tártaros el intentar sorprender la ciudad. Las noches precedentes no habían gozado, ni mucho menos, de tanta tranquilidad. Las descargas estallaban frecuentemente en dirección a los puestos avanzados y los obuses rasgaban el aire. Sin embargo, esti noche no ocurría nada.

El Gran Duque, el general Voranzoff y su ayudante de campo, pues, esperaban, dispuestos a dar las órdenes según las circunstancias.

Se sabe que Ivan Ogareff ocupaba una habitación del palacio. Era una amplia sala situada en el piso bajo, cuyas ventanas daban a una terraza lateral. Bastaba cruzar esa terraza para dominar el curso del Angara.

Una profunda oscuridad reinaba en la sala.

Ivan Ogareff, de pie, cerca de una ventana, esperaba que llegase el momento de actuar. Evidentemente, la señal no podía darla nadie más que él. Una vez dada, cuando la mayor parte de los defensores de Irkutsk hubieran sido llamados a los puntos abiertamente atacados, tenía el proyecto de salir del palacio para ir a cumplir su obra.

Esperaba, pues, en las tinieblas, como una fiera dispuesta a lanzarse sobre su presa.

Sin embargo, algunos minutos antes de las dos, el Gran Duque pidió que Miguel Strogoff -era el unico nombre que podía darle a Ivan Ogareff- fuese llevado a su presencia. Un ayudante de campo se acercó a la habitación cuya puerta estaba cerrada y llamó…

Ivan Ogareff, inmóvil cerca de la ventana e invisible en las sombras, se guardó muy bien de responder.

El ayudante comunicó al Gran Duque que el correo del Zar no se encontraba en Palacio en aquel momento.

Dieron las dos. Era el momento de iniciar el asalto convenido con los tártaros, los cuales estaban ya preparados.

Ivan Ogareff abrió la ventana de su habitación, cruzó la terraza y fue a apostarse en el ángulo norte de la misma.

Por debajo de él, entre las sombras, pasaban las agua del Angara, que rugían al chocar contra las aristas de los pilares.

Ivan Ogareff sacó un fósforo del bolsillo, lo encendió y prendió fuego a un puñado de estopa impregnado en pólvora, el cual lanzó al agua.

¡Los torrentes de aceite mineral que flotaban sobre la superficie del Angara habían sido arrojados por orden de Ivan Ogareff!

Más arriba de Irkutsk, entre el pueblo de Poshkarsk y la ciudad, estaban en explotación varios yacimientos de nafta. Ivan Ogareff había decidido emplear este terrible medio para llevar el incendio a la capital, por lo que se apoderó de las incalculables reservas acumuladas en los depósitos de combustible líquido que había allí, siendo suficiente demoler un muro para que se derramara a borbotones.

Esto había sido realizado durante la noche, varias horas antes, y es por lo que la balsa que transportaba al verdadero correo del Zar, a Nadia y los demás fugitivos, flotaba sobre una corriente de aceite mineral.

A través de las brechas abiertas en los depósitos que contenían rmllones de metros cúbicos, la nafta se había precipitado como un torrente y, siguiendo la pendiente natural del terreno, se había esparcido sobre la superficie del río, donde su densidad le permitía flotar.

¡Así era como entendía la guerra Ivan Ogareff!

Aliado de los tártaros, se comportaba como ellos. ¡Y contra sus propios compatriotas!

La estopa cayó sobre las aguas del Angara y, en un instante, como si la corriente hubiera sido de alcohol, todo el río se inflamó arriba y abajo con la rapidez de un rayo. Volutas de llamas azuladas se retorcían, deslizándose entre las dos orillas. Espesos vapores de humo negro se elevaban por encima de ellas. Los pocos témpanos que iban a la deriva, rodeados por el fuego, se fundían como la cera sobre la superficie de un horno, y el agua, vaporizada, se escapaba en el aire con un silbido ensordecedor.

En ese mismo momento estalló el fuego de fusilería en el norte y en el sur de la ciudad. Las baterías del campamento del Angara disparaban sin tregua. Varios millares de tártaro se lanzaron al asalto de las fortificaciones. Las balsas de la orilla, hechas de madera, ardían por todas partes. Una inmensa claridad disipó las sombras de la noche.

-¡Al fin! —dijo Ivan Ogareff.

Tenía motivos para aplaudirse. El asalto que había sido imaginado era terrible. Los defensores de Irkutsk se encontraban entre el ataque de los tártaros y el desastre del incendio. Sonaron las campanas y toda persona que estuviera en condiciones se dirigió a los puntos atacados y a las casas que devoraba el fuego y que amenazaba con extenderse por toda la ciudad.

La puerta de Bolchaia estaba casi libre. Apenas si habían quedado algunos defensores que, por inspiración del traidor y para que los acontecimientos que iban a producirse pudieran ser explicados dejándole a él al margen (siendo atribuidos al odio político), esos pocos defensores habían sido escogidos entre el pequeño cuerpo de exiliados.

Ivan Ogareff volvió a entrar en su habitación, ahora brillantemente iluminada por las llamas del Angara, que sobrepasaban la balaustrada de la terraza, disponiéndose a abandonar el palacio.

Pero, apenas había abierto la puerta, cuando una mujer, con las ropas destrozadas y el cabello en completo desorden, se precipitó dentro de la habitación.

-¡Sangarra! -gritó Ivan Ogareff en el primer momento de sorpresa, no imaginando que aquella mujer pudiera ser otra que la gitana.

Pero no era Sangarra, sino Nadia.

En el momento en que, estando refugiada sobre el bloque de hielo, la joven había lanzado un grito al ver propagarse el incendio sobre la corriente del Angara, Miguel Strogoff la había tomado en sus brazos y se había lanzado con ella al agua para buscar en las profundidades del río un abrigo contra las llamas.

Como se sabe, el bloque de hielo que los transportaba no se encontraba mas que a una treintena de brazas del primer muelle, más arriba de Irkutsk.

Después de haber nadado bajo las aguas, Miguel Strogoff consiguió llegar al muelle con Nadia.

¡Al fin había llegado al final de su viaje! ¡Estaba en Irkutsk!

-¡Al palacio del gobernador! -dijo a Nadia.

Menos de diez minutos después, ambos llegaban a la entrada del palacio, cuyos asientos de piedra eran lamidos por las llamas del Angara que, sin embargo, no podían incendiarlo.

Más allá ardían las casas situadas cerca de la orilla.

Miguel Strogoff y Nadia entraron sin ninguna dificultad en el palacio, abierto a todo el mundo. En medio de la confusión general, nadie reparaba en ellos, pese a que su aspecto era lamentable.

Una multitud de oficiales acudía en busca de órdenes y los soldados corrían a ejecutarlas, llenando la gran sala del piso bajo. Allí, Miguel Strogoff y la joven, en un brusco remolino de la multitud, se vieron separados.

Nadia, perdida, corrió a través de las salas bajas, llamando a su compañero y pidiendo ser conducida ante el Gran Duque.

Frente a ella se abrió una puerta que daba a una habitación inundada de luz. Entró en ella y se encontró, inopinadamente, cara a cara con aquel que había visto en Ichim y más tarde en Tomsk; cara a cara con aquel que un instante más tarde, con su mano criminal, entregaría la ciudad a los invasores.

-¡Ivan Ogareff ! -gritó Nadia.

Al oír pronunciar su nombre, el miserable se estremeció, porque si alguien le conocía, todos sus planes se vendrían abajo. No tenía más que una cosa por hacer: matar a quien acababa de pronunciar su nombre, fuera quien fuese.

Ivan Ogareff se lanzó sobre Nadia, pero la joven con un cuchillo en la mano, se apoyó contra la pared decidida a defenderse.

-¡Ivan Ogareff! -gritó de nuevo Nadia, sabiendo perfectamente que este nombre atraería en su socorro a quien lo oyese.

-¡Ah! ¡Te callarás! –dijo el traidor.

-¡Ivan Ogareff! -gritó por tercera vez la intrépida joven, con una voz a la que el odio redoblaba la potencia.

Ebrio de furia, Ivan Ogareff sacó un puñal de su cintura, lanzándose sobre Nadia, acorralándola en una esquina de la sala.

Se disponía a asesinarla cuando el miserable, levantado del suelo por una fuerza irresistible, fue a rodar por tierra.

-¡Miguel! -gritó Nadia.

Era Miguel Strogoff.

El correo del Zar había oído las llamadas de Nadia. Guiado por su voz había llegado hasta la habitación, entrando por la puerta que permanecía entreabierta.

-¡No temas, Nadia! -dijo, interponiéndose entre ella e Ivan Ogareff.

-¡Ah! -gritó la joven-. ¡Ten mucho cuidado, hermano! ¡El traidor está armado y ve claro … !

Ivan Ogareff se había levantado, y creyendo que podía dar buena cuenta del ciego, se lanzó sobre Miguel Strogoff.

Pero, con una mano, el ciego asió el brazo del traidor y con la otra desvió su arma, lanzándolo de nuevo al suelo.

Ivan Ogareff, pálido de furor y de rabia, se acordó que llevaba una espada y, desenvainándola, volvió a la carga.

Había reconocido también a Miguel Strogoff. ¡Un ciego! ¡Se enfrentaba, en suma, con un ciego! ¡Tenía la partida ganada!

Nadia, espantada por el peligro que amenazaba a su compañero en una lucha tan desigual, se lanzó hacia la puerta en busca de ayuda.

-¡Cierra la puerta, Nadia! -dijo Miguel Strogoff-. ¡No llames a nadie y déjame hacer! ¡El correo del Zar no tiene hoy nada que temer de ese miserable! ¡Que venga a mí, si se atreve, lo espero!

Mientras tanto, Ivan Ogareff, que se había revuelto sobre sí mismo como un tigre, no pronunció ninguna palabra. Hubiera querido sustraer al oído del ciego el ruido de sus pasos, hasta el de su respiración. Quería abatirle antes de que hubiera advertido su proximidad. El traidor no buscaba la lucha, sino que iba a asesinar a aquel al que había robado el nombre.

Nadia, aterrorizada y confiada a la vez, contemplaba con una muda admiración la terrible escena. Parecía que la calma de Miguel Strogoff la hubiera tranquilizado súbitamente.

Por toda arma el correo del Zar no tenía más que su cuchillo siberiano, y no veía a su adversario, armado con una espada. Esto era cierto. ¿Pero, por qué gracia del cielo parecía dominar al traidor desde una altura increíble? ¿Cómo, casi sin moverse, hacía siempre frente a la punta de la espada?

Ivan Ogareff espiaba con visible ansiedad a su extraño adversario. Esa calma sobrehumana lo intimidaba. En vano hacía llamadas a su razón repitiéndose que en un combate tan desigual toda la ventaja estaba de su parte. Esa inmovilidad del ciego le helaba. Había escogido con la mirada el sitio donde iba a herir a su víctima… y lo había encontrado. ¿Qué le impedía terminar de una vez?

Finalmente, dio un salto, dirigiendo una estocada al pecho del correo del Zar.

Un movimiento imperceptible del cuchillo del ciego paro el golpe. Miguel Strogoff no había sido tocado y, fríamente, sin mostrar desafío, espero un segundo ataque.

Un sudor helado rodaba por la frente de Ivan Ogareff. Retrocedió un paso y se lanzó de nuevo al ataque. Pero obtuvo el mismo resultado que la primera vez. Un simple movimiento del largo cuchillo bastó para desviar la inútil espada del traidor.

Éste, ciego de rabia y de terror en presencia de aquella estatua viviente, fijó su aterrorizada mirada en los ojos totalmente abiertos del ciego. Esos ojos parecían leer hasta el fondo de su alma y, sin embargo, no veían, no podían ver; esos ojos ejercían sobre él una espantosa fascinación.

De pronto, Ivan Ogareff dio un grito. Inesperadamente, la luz se había hecho en su cerebro.

-¡Ve! -gritó-. ¡Ve!

Y como una fiera que trata de volver a su cubil, paso a paso, aterrorizado, retrocedió hasta el fondo de la sala.

Entonces, la estatua viviente se animó; el ciego marchó directamente hacia Ivan Ogareff y, situándose frente a él, dijo:

-¡Sí, veo! ¡Veo la señal con la que te marqué, cobarde traidor! ¡Veo el sitio en donde voy a hundirte el cuchillo! ¡Defiende tu vida! ¡Es un duelo lo que me digno ofrecerte! ¡El cuchillo me basta contra tu espada!

-¡Ve! -se dijo Nadia-. Dios misericordioso, ¿es esto posible?

Ivan Ogareff se vio perdido. Pero con un esfuerzo de voluntad, recobró valor y se lanzó, con la espada por delante, contra su impasible enemigo.

Las dos hojas se cruzaron, pero el cuchillo de Miguel Strogoff, manejado por esa mano de cazador siberiano, hizo volar la espada en dos pedazos y el miserable, con el corazón atravesado, cayó sin vida al suelo.

En ese momento se abrió la puerta, empujada desde fuera, y el Gran Duque, acompañado por varios oficiales, entró en la estancia que había pertenecido a Ivan Ogareff.

-¿Quién ha matado a este hombre? -preguntó.

-Yo -respondió Miguel Strogoff.

Uno de los oficiales apoyó su revólver contra la sien del correo del Zar, dispuesto a hacer fuego.

-¿Tu nombre? -preguntó el Gran Duque, antes de dar la orden de que se le volara la cabeza.

-Alteza -respondió Miguel Strogoff-. ¿Por que no preguntáis antes el nombre del que está tendido a vuestros pies?

-¡A este hombre le conozco yo! ¡Es un servidor de mi hermano, un correo del Zar!

-¡Este hombre, Alteza, no es un correo del Zar! ¡Es Ivan Ogareff!

-¿Ivan Ogareff? -gritó el Gran Duque.

-¡Sí, Ivan el traidor!

-Entonces ¿quién eres tú?

-Miguel Strogoff.

15

CONCLUSION

Miguel Strogoff no estaba, no había estado nunca ciego. Un fenómeno puramente humano, a la vez físico y moral, había neutralizado la acción de la lámina incandescente que el ejecutor de Féofar-Khan había pasado por delante de sus ojos.

Se recordará que en el momento del suplicio, Marfa Strogoff estaba allí, tendiendo las manos hacia su hijo. Miguel Strogoff la miraba como un hijo puede mirar a su madre cuando es por última vez.

Subiéndole del corazón a los ojos, las lágrimas que su valor trataba en vano de reprimir se habían acumulado bajo sus párpados y, al volatilizarse sobre la córnea, le habían salvado la vista. La capa de vapor formada por sus lágrimas, al interponerse entre el sable al rojo vivo y sus pupilas, había sido suficiente para anular la acción del calor. Es un efecto idéntico al que se produce cuando un obrero fundidor, después de haber mojado en agua su mano, la hace atravesar impunemente un chorro de metal fundido.

Miguel Strogoff comprendió inmediatamente el peligro que corría si daba a conocer su secreto, fuera a quien fuese. Presentía el partido que, por el contrario, podía sacar a esta situación para lograr el cumplimiento de sus proyectos.

Le dejaron libre porque lo creían ciego. Era preciso, pues, ser ciego, serlo para todos, incluso para Nadia, y que ningún gesto, en ningún momento, hiciera dudar de la veracidad de su ceguera. Su resolución estaba tomada y hasta debía arriesgar la misma vida para dar a todo el mundo la prueba de esta ceguera. Ya se sabe cómo la arriesgó.

Únicamente su madre conocía la verdad, porque él se lo había dicho al oído en la misma plaza de Tomsk cuando, inclinado sobre ella en la oscuridad, la cubría de besos.

Se comprende, pues, que cuando Ivan Ogareff con ironía situó la carta delante de sus ojos, que creía ciegos, Miguel Strogoff la había podido leer, descubriendo los odiosos proyectos del traidor. De ahí la energía que desplegaba durante la segunda parte del viaje; y por tanto, esa indestructible voluntad de llegar a Irkutsk y transmitir el mensaje de viva voz. ¡Sabía que la ciudad iba a ser entregada y que la vida del Gran Duque estaba amenazada! La salvación del hermano del Zar y de Siberia estaba, pues, todavía en sus manos.

En pocas palabras contaron toda esta historia al Gran Duque y Miguel Strogoff dijo también -¡y con qué emoción!-, la parte que Nadia había desempeñado en los acontecimientos.

-¿Quién es esta joven? -preguntó el Gran Duque.

-La hija del exiliado Wassili Fedor -respondió Miguel Strogoff.

-La hija del comandante Fedor ha dejado de ser la hija de un exiliado -dijo el Gran Duque-. ¡Ya no hay exiliados en Irkutsk!

Nadia, menos fuerte en la alegría de lo que había sido en el dolor, cayó de rodillas delante del Gran Duque, el cual la levantó con una mano, mientras tendía la otra a Miguel Strogoff.

Una hora después, Nadia estaba en brazos de su padre.

Miguel Strogoff, Nadia y Wassili Fedor estaban reunidos y unos y otros pudieron expansionar su felicidad.

Los tártaros fueron rechazados en su doble ataque contra la ciudad. Wassili Fedor, con su pequeña tropa, había aplastado a los primeros asaltantes que se presentaron ante la puerta de Bolchaia, confiando en que les sería abierta. El padre de Nadia, por un instintivo presentimiento, se había obstinado en quedarse entre los defensores.

Al mismo tiempo que los tártaros eran rechazados, los asediados habían dominado el incendio porque la nafta líquida se había consumido rápidamente sobre la superficie del Angara, y las llamas, concentradas en las casas de la orilla, habían respetado los otros barrios de la ciudad.

Antes de que se hiciera de día, las tropas de Féofar-Khan habían regresado a sus campamentos, dejando gran número de muertos alrededor de las fortificaciones.

Entre esos muertos estaba la gitana Sangarra, que había intentado vanamente reunirse con Ivan Ogareff.

Durante dos días los sitiadores no intentaron ningun nuevo asalto. Estaban desmoralizados por la muerte de Ivan Ogareff. Este hombre era el alma de la invasión y únicamente él, con sus intrigas urdidas durante largo tiempo, había tenido bastante influencla sobre los khanes y sus hordas para lanzarlos a la conquista de la Rusia asiática.

Sin embargo, los defensores de Irkutsk permanecieron en guardia porque el asedio continuaba.

Pero el 17 de octubre, desde las primeras luces del alba, retumbó un tiro de cañón desde las alturas que rodean Irkutsk.

Era el ejército de socorro que llegaba a las órdenes del general Kisselef y, de esta forma, señalaba al Gran Duque su presencia.

Los tártaros no esperaron mucho tiempo. No querían tentar la suerte en una batalla que se librase bajo los muros de Irkutsk y levantaron inmediatamente el campamento del Angara.

Por fin, Irkutsk había sido salvada.

Con los primeros soldados rusos llegaron dos amigos de Miguel Strogoff. Eran los inseparables Blount y Jolivet. Lograron llegar a la orilla derecha del Angara deslizándose por la barrera de hielo, pudiendo escapar, así como los otros fugitivos, antes de que las llamas del río llegaran a la balsa, lo cual fue reflejado por Alcide Jolivet en su bloc, de esta forma:

«Nos faltó poco para acabar como un limón en una ponchera.»

Su alegría fue grande al encontrar sanos y salvos a Nadia y Miguel Strogoff y, sobre todo, cuando supieron que su antiguo compañero no estaba ciego, lo cual indujo a Harry Blount a escribir en su bloc de notas la observación siguiente:

«El hierro al rojo vivo puede ser insuficiente para eliminar la sensibilidad del nervio óptico. ¡Hay que modificar el sistema! »

Después, los dos corresponsales, bien instalados en Irkutsk, se ocuparon en poner en orden sus impresiones del viaje. Como consecuencia, se enviaron a Londres y París dos interesantes crónicas relativas a la invasión tártara y que, cosa rara, no se contradecían en nada mas que en pequeños detalles sin importancia.

Por lo demás, la campaña fue funesta para el Emir y sus aliados. Esta invasión, inútil como todas las que intentan atacar al coloso ruso, les dio malos resultados. Pronto se encontraron cortados por las tropas del Zar, que recuperaron sucesivamente todas las ciudades ocupadas. Además, el invierno fue terrible y de esas hordas, diezmadas por el frío, sólo una pequena parte consiguió volver a las estepas de Tartaria.

La ruta de Irkutsk a los montes Urales estaba, pues, libre. El Gran Duque tenía deseos de volver a Moscú, pero retrasó su viaje para asistir a una tierna ceremonia que tuvo lugar varios días después de la entrada de las tropas rusas.

Miguel Strogoff había ido al encuentro de Nadia y delante de su padre le dijo:

-Nadia, todavía eres mi hermana; cuando dejaste Riga para venir a Irkutsk, ¿dejaste atrás algún otro recuerdo que no fuera el de tu madre?

-No -respondió Nadia-, ninguno y de ninguna clase.

-Así, ¿ninguna parte de tu corazón quedó allí?

-Ninguna, hermano.

-Entonces, Nadia -dijo Miguel Strogoff-, yo no creo que Dios, al hacer que nos conociéramos y que atravesaramos juntos tan duras pruebas, haya querido otra cosa que el que nos uniéramos para siempre.

-¡Ah! -exclamó Nadia, cayendo en los brazos de Miguel Strogoff.

Y volviéndose hacia Wassill Fedor, dijo enrojeciendo:

-¡Padre mío!

-Nadia -respondió Wassili Fedor-, mi mayor alegría será llamaros a los dos hijos míos.

La ceremonia del casamiento tuvo lugar en la catedral de Irkutsk. Fue muy sencilla en sus detalles y hermosa por la concurrencia de toda la población, tanto militar como civil, que quería testimoniar su profundo agradecimiento a los dos jovenes, cuya odisea ya se había convertido en legendaria.

Alcide Jolivet y Harry Blount asistían, naturalmente, al casamiento, del cual querían dar cuenta a sus lectores.

-¿No experimenta usted deseos de imitarles? -preguntó Alcide Jolivet a su colega.

-¡Pche … ! -respondió Harry Blount-. ¡Si tuviera, como usted, una prima … !

-¡Mi prima no está en condiciones de casarse! -respondió riendo Alcide Jolivet.

-Tanto mejor -agregó Harry Blount-, porque se habla de las dificultades que van a surgir entre Londres y Pekín. ¿Es que no tiene usted deseos de saber qué pasa por allá?

-¡Pardiez, mi querido Blount! ¡Iba a proponérselo! -gritó Alcide Jolivet.

Y así fue como los dos inseparables se fueron a China.

Algunos días después de la ceremonia, Miguel y Nadia Strogoff, acompañados por Wassili Fedor, reemprendieron la ruta de Europa. El camino de dolor de la ida fue un camino de felicidad a la vuelta. Viajaban con extrema velocidad en uno de esos trineos que se deslizan como expresos sobre las estepas heladas de Siberia.

Sin embargo, cuando llegaron a las orillas del Dinka, antes de Birskoe, se detuvieron un día entero.

Miguel Strogoff encontró el sitio en donde habían enterrado al pobre Nicolás. Plantaron una cruz en la tumba y Nadia rezó por última vez sobre los restos del humilde y heroico amigo al que ninguno de los dos olvidaría jamás.

En Omsk, la vieja Marfa les esperaba en la pequena casa de los Strogoff y la anciana apretó con pasión entre sus brazos a aquella que en su interior había ya llamado hija cientos de veces. La valiente siberiana tuvo, aquel día, el derecho de reconocer a su hijo y de mostrarse orgullosa de él.

Después de pasar algunos días en Omsk, Miguel y Nadia Strogoff regresaron a Europa y, como Wassili Fedor fijó su residencia en San Petersburgo, ni su hijo ni su hija volvieron a separarse de él más que cuando iban a visitar a su vieja madre.

El joven correo fue recibido por el Zar, el cual lo agrego especialmente a su escolta y le impuso la Cruz de San Jorge.

Más adelante, Miguel Strogoff llegó a una alta situación en el Imperio. Pero no es la historia de sus éxitos, sino la de sus sufrimientos, la que merecía ser contada.

FIN

 

 

 

Autor:

Alfredo Ramirez Puentes

Estudiante de Ingeniería aeronáutica.

Bogotá Colombia.

 

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