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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 5)


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Era necesario ser tan buen jinete como Miguel Strogoff para no ser derribado por las reacciones del caballo, con sus bruscas paradas y los saltos que daba para librarse de los aguijones de los insectos.

Pero el correo del Zar se había vuelto, por así decirlo, insensible al dolor físico, como si se encontrase bajo la influencia de una anestesia permanente, no viviendo más que para el deseo de llegar a su meta, costara lo que costase, y no veía más que una cosa en aquella carrera insensata: que la ruta iba quedando rápidamente detrás de él.

¿Quién hubiera podido creer que en aquellos lugares de la Baraba, tan malsanos durante la estación calurosa, pudiera encontrar refugio población alguna?

Sin embargo, así era. Algunos caseríos siberianos aparecían de tarde en tarde entre los juncos gigantescos. Hombres, mujeres, niños y viejos, cubiertos con pieles de animales y ocultando el rostro bajo vejigas untadas de pez, guardaban sus rebaños de enflaquecidos carneros; pero para preservar a estos animales de los ataques de los insectos, los resguardaban bajo el humo de hogueras de madera verde, que alimentaban noche y día y cuyo acre olor se propagaba lentamente por encima de la inmensa marisma.

Cuando Miguel Strogoff notaba que su caballo estaba rendido de fatiga, a punto de abatirse, se paraba en uno de estos miserables caseríos y allí, olvidándose de sus propias fatigas, frotaba él mismo las picaduras del pobre animal con grasa caliente, según la costumbre siberiana; después, le daba una buena ración de forraje, y sólo cuando lo había curado y alimentado, se preocupaba un poco de sí mismo, reponiendo sus fuerzas comiendo un poco de pan y carne acompañado con algunos vasos de kwais. Una hora más tarde, dos a lo sumo, reemprendía a toda velocidad la interminable ruta hacia Irkutsk.

De esta forma, Miguel Strogoff franqueó noventa verstas desde Turumoff, insensible a toda fatiga, llegaba a Elamsk a las cuatro de la tarde del 30 de julio.

Allí fue necesario darle una noche de reposo al caballo, porque el vigoroso animal no hubiera podido continuar por más tiempo el viaje.

En Elamsk, como en todas partes, no existía ningun medio de transporte, por la misma razón que en los pueblos precedentes faltaba toda clase de caballos y carruajes.

Esta pequeña ciudad, que los tártaros no habían visitado todavía, estaba casi enteramente despoblada, ya que era fácil que fuese invadida por el sur y, sin embargo, era muy difícil que recibiera refuerzos por el norte. Así, parada de posta, oficina de policía y residencia del gobernador habían sido abandonadas por orden de la superioridad, y los funcionarios por su parte y los habitantes por otra, todos los vecinos que estaban en condiciones de emigrar habían decidido refugiarse en Kamsk, en el centro de la Baraba.

 

Miguel Strogoff tuvo, pues, que resignarse a pasar la noche en Elamsk, para dar reposo a su caballo durante unas doce horas. Se acordaba de las instrucciones que se le habían dado en Moscú: «Atravesar Siberia de incógnito, llegar cuanto antes a Irkutsk, pero con precaución, sin sacrificar el resultado de la misión a la rapidez del viaje.» Por consiguiente, tenía que conservar el único medio de transporte que le quedaba.

Al día siguiente dejó Elamsk en el momento en que, diez verstas más atrás, en el camino de la Baraba, aparecían los primeros exploradores tártaros, por lo que se lanzó de nuevo a través de aquella pantanosa

La ruta era llana, lo cual hacía más fácil la marcha, pero muy sinuosa, lo que prolongaba el camino; sin embargo, era imposible dejarla para correr en línea recta a través de aquella infranqueable red de estanques y pantanos.

Al otro día, primero de agosto, Miguel Strogoff pasó, al mediodía, por la aldea de Spaskoë, ciento veinte verstas más allá, y dos horas más tarde se detenía en la de Pokrowskoë.

Allí tuvo que perder también, por un reposo que era forzoso, todo el resto del día y la noche entera; pero reemprendió la marcha al día siguiente por la mañana, corriendo siempre a través de aquel suelo inundado, y el 2 de agosto, a las cuatro de la tarde, después de una etapa de setenta y cinco verstas, llegaba a Kamsk.

El país había cambiado. Esta pequeña ciudad de Kamsk es como una isla, habitable y sana, en medio de tan inhóspitas comarcas. Ocupa el centro mismo de la Baraba y merced a los saneamientos realizados y a la canalización del río Tom, afluente del Irtyche que pasa por Kamsk, las pestilentes marismas se habían transformado en ricos terrenos de pasto. Sin embargo, aquellas mejoras no habían conseguido desarraigar por completo las fiebres que, sobre todo en otoño, hacían peligrosa la estancia en la ciudad. Pero así y todo, era un refugio para los habitantes de la Baraba cuando las fiebres palúdicas les arrojaban del resto de la provincia.

La emigracion provocada por la invasión tártar-a no había despoblado todavía la pequeña ciudad de Kamsk. Sus habitantes creían probablemente estar seguros en el centro de la Baraba o, al menos, pensaban tener tiempo de huir si se encontraban directamente amenazados.

Miguel Strogoff, pese a sus deseos, no pudo obtener ninguna noticia en aquel lugar. Antes al contrario, hubiera sido el gobernador el que se hubiese dirigido a él para conocer nuevas noticias, de haber sabido cuál era la verdadera identidad del pretendido comerciante de Irkutsk. Kamsk, en efecto, por su misma situacion, parecia encontrarse al margen del mundo siberiano y de los graves acontecimientos que se desarrollaban.

Miguel Strogoff no se dejó ver ni poco ni mucho. Pasar desapercibido no le bastaba: hubiera querido ser invisible. La experiencia del pasado le volvía más desconfiado para el presente y el porvenir. Así pues, se mantuvo apartado, poco deseoso de recorrer las calles del lugar, no queriendo abandonar el albergue en el cual habíase detenido.

Habría podido encontrar un vehículo en Kamsk que fuera más cómodo que el caballo que llevaba desde Omsk; pero después de pararse a reflexionar, temió que la compra de una tarenta atrajase la atención hacia él y, hasta que hubiera traspasado las líneas ocupadas ahora por los tártaros, que cortaban Siberia siguiendo el valle del Irtyche, no quería arriesgarse a provocar sospechas.

Además, para llevar a cabo la difícil travesía de la Baraba; para huir a través de los pantanos, en caso de que algún peligro le amenazara directamente; para distanciarse de los jinetes lanzados en su persecución; para arrojarse, si era necesario, entre la más densa espesura de los juncos, un caballo era, evidentemente, mejor que un carruaje. Más allá de Tomsk, en el mismo Krasnoiarsk, aquel importante centro de la Siberia occidental, Miguel Strogoff ya vería lo que convenía hacer.

En cuanto a su caballo, ni siquiera había tenido el pensamiento de cambiarlo por otro. Se había acostumbrado ya a aquel valiente animal y sabía lo que podía dar de sí. Había tenido mucha suerte al comprarlo en Omsk, y el campesino que le había conducido a la parada de postas le había hecho un gran servicio.

Pero si Miguel Strogoff se había ya acostumbrado al caballo, éste parecía que poco a poco iba acostumbrándose a las fatigas de semejante viaje, y a condición de que se le reservara algunas horas de reposo, su jinete podía esperar que le conduciría más allá de las provincias invadidas.

Durante la tarde y la noche del 2 al 3 de agosto, Miguel Strogoff permaneció confinado en su albergue, sito en la entrada de la ciudad, por lo que era poco frecuentado y estaba al abrigo de inoportunos curiosos.

Rendido por la fatiga, se acostó después de haber cuidado de que a su caballo no le faltase nada; pero no pudo dormir más que con un sueño intermitente. Demasiados recuerdos, demasiadas inquietudes le asaltaban a la vez. Las imágenes de su anciana madre y de su joven e intrépida compañera, que habían quedado detrás de él, sin protección, pasaban alternativamente por su mente y se confundían a menudo en un solo pensamiento.

Después su recuerdo volvía a la misión que había jurado cumplir, y cuya importancia iba haciéndose cada vez más patente desde su salida de Moscú. La invasión era extremadamente grave y la complicidad de Ivan Ogareff la hacía más temible todavía.

Cuando su mirada se posaba sobre la carta revestida con el sello imperial -aquella carta que sin duda contenía el remedio para tantos males; la salvación de aquel país desolado por la guerra-, Miguel Strogoff sentía en su interior un deseo feroz de lanzarse a través de la estepa; de franquear a vuelo de pájaro la distancia que le separaba de Irkutsk; de ser un águila para elevarse por encima de los obstáculos; de ser un huracan para atravesar el aire con una velocidad de cien verstas a la hora; de llegar, al fin, frente al Gran Duque y gritarle: «Alteza, de parte de Su Majestad, el Zar.»

Al día siguiente por la mañana, a la seis, Miguel Strogoff reemprendió el camino con intención de recorrer en esta jornada las ochenta verstas que separan Kamsk de la aldea de Ubinsk. Al cabo de unas veinte verstas, encontró de nuevo los pantanos de la Baraba que ninguna derivación desecaba ya y el suelo quedaba a menudo sumergido bajo un pie de agua. El camino era allí difícil de reconocer, pero gracias a su extrema prudencia, ningún incidente interrumplo su marcha.

Miguel Strogoff llegó a Ubinsk y dejó reposar a su caballo durante toda la noche, porque quería, en la jornada siguiente, recorrer sin desmontar las cien verstas que separan Ubinsk de lkulskoë. Partió, pues, al alba, pero, desgraciadamente, en esta parte de la Baraba el suelo era cada vez más detestable.

Efectivamente, entre Ubinsk y Kamakova, las lluvias, muy copiosas unas semanas antes, habían depositado las aguas en aquella estrecha depresión como sobre una cuenca impermeable. No había solución de continuidad en aquellos estanques, pantanos y lagos. Uno de estos lagos -lo suficientemente considerable como para merecer esa denominación geográfica-, el Chang -nombre chino-, tuvo que bordearlo Miguel Strogoff a lo largo de veinte verstas y a costa de grandes esfuerzos y dificultades extremas, lo cual ocasionó retrasos que toda la impaciencia del correo del Zar no podía impedir. Había hecho bien en no tomar un vehículo en Kamsk, porque su caballo pasaba por lugares por los que ningún carruaje hubiera podido pasar.

A las nueve de la tarde, Miguel Strogoff llegaba a lkulskoë, en donde se detuvo toda la noche. En esa aldea perdida en la Baraba no se tenía absolutamente ninguna noticia sobre la guerra y es que, por su misma naturaleza, esta parte de la provincia quedaba dentro de la bifurcación que formaban las dos columnas tártaras que avanzaban una sobre Omsk y la otra sobre Tomsk, por eso había escapado hasta aquel momento de los horrores de la invasión.

Pero las dificultades de aquella inhospita naturaleza iban, al fin, a terminarse, ya que si no sobrevenía ningún retraso, al día siguiente acabaría de atravesar la Baraba, y después de las ciento veinticinco verstas que aún le separaban de Kolyvan, volvería a encontrar una ruta mucho más practicable.

Al llegar a esta importante aldea, se encontraría a igual distancia de Tomsk y, posiblemente, siguiendc el consejo de las circunstancias, se decidiría por rodear esta ciudad que, si las noticias eran exactas, estaba ocupada por Féofar-Khan.

Pero si aquellas aldeas, tales como Ikulskoë y Karguinsk, que atravesaría al día siguiente, estaban tranquilas gracias a que su situación geográfica nc era apropiada para que pudieran maniobrar las columnas tártaras, ¿podía temer Miguel Strogoff que en las ricas margenes del Obi, si no tenía que enfrentarse con las dificultades de la naturaleza, tendría que enfrentarse con el hombre? Era verosímil.

No obstante, si era necesario, no dudaría en lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk y viajar entonce, a través de la estepa, con evidente riesgo de encontrarse sin recursos, ya que por allí, efectivamente, nc habían caminos trazados, ni ciudades, ni aldeas. Apenas si se encuentran algunas aldeas perdidas o simples cabañas habitadas por gente muy pobre y muy hospitalaria, sin duda, pero que apenas posee lo necesario Sin embargo, no dudaría ni un instante.

Al fin, hacia las tres y media de la tarde, después de haber pasado la estación de Kargatsk, Miguel Strogoff dejó las últimas depresiones de la Baraba y el suelo duro y seco del territorio siberiano sonaba de nuevo bajo los cascos de su caballo.

Había dejado Moscú el 15 de julio. Aquel día pues, 5 de agosto, habían transcurrido ya veinte jornadas desde su partida, incluyendo las setenta hora,, perdidas en las orillas del Irtyche.

Mil quinientas verstas le separaban todavía de Irkutsk.

 

 

16

EL ÚLTIMO ESFUERZO

Miguel Strogoff tenía razón al temer algún mal encuentro en aquellas planicies que se prolongaban más allá de la Baraba, porque los campos, hollados por los cascos de los caballos, mostraban claramente que los tártaros habían pasado por allí, y de aquellos bárbaros podía decirse lo mismo que se dice de los turcos: «Por allá por donde pasa el turco, no vuelve a crecer la hierba.»

El correo del Zar debía, pues, tomar las más minuciosas precauciones para atravesar aquellas comarcas. Algunas columnas de humo que se elevaban por encima del horizonte indicaban que todavía ardían las aldeas y los caseríos. Aquellos incendios ¿habían sido provocados por la vanguardia de las fuerzas tártaras, o el ejército del Emir había llegado ya a los últimos limites de la provincia? ¿Se encontraba Féofar-Khan personalmente en el gobierno del Yeniseisk? Miguel Strogoff no lo sabía y no podía decidir nada mientras no estuviera seguro sobre este punto. ¿Estaba el país tan abandonado que no encontraría un solo siberiano a quien dirigirse?

Miguel Strogoff anduvo dos verstas sobre una ruta absolutamente desierta, buscando con la mirada, a derecha e izquierda, alguna casa que no hubiera sido abandonada, pero todas las que visitó estaban completamente vacías.

Finalmente distinguió una cabaña entre los árboles que todavía humeaba y, al aproximarse, vio, a algunos pasos de los restos de la casa, a un anciano rodeado de niños que lloraban y una mujer, joven todavía, que sin duda debía de ser su hija y madre de los pequeños, arrodillada sobre el suelo y contemplando con mirada extraviada aquella escena de desolación. Estaba amamantando a un niño de pocos meses, al que pronto le faltaría hasta la leche. ¡Todo eran ruinas y miseria alrededor de esta desgraciada familia!

Miguel Strogoff se dirigió hacia el anciano con voz grave:

-¿Puedes responderme?

-Habla -contestó el viejo.

-¿Han pasado por aquí los tártaros?

-Sí, puesto que mi casa está ardiendo.

-¿Eran un ejército o un destacamento?

-Un ejército, puesto que por lejos que alcance tu vista, todos los campos están devastados.

-¿Iba comandado Por el Emir?

-Por el Emir, puesto que las aguas del Obi se han teñido de rojo.

-¿Y Féofar-Khan ha entrado en Tomsk?

-Sí.

-¿Sabes si los tártaros se han apoderado de Kolyvan?

-No, puesto que Kolyvan no está ardiendo.

-Gracias, amigo. ¿Puedo hacer algo por ti y por los tuyos?

-Nada.

-Hasta la vista.

-Adiós.

Y Miguel Strogoff, después de depositar veinticinco rublos sobre las rodillas de la desgraciada mujer, que ni siquiera tuvo fuerzas para dar las gracias, montó de nuevo sobre su caballo y reemprendió la marcha que por un instante había interrumpido.

Ahora ya sabía que debía evitar pasar a todo trance por Tomsk. Dirigirse a Kolyvan, adonde los tártaros aún no habían llegado, todavía era posible y lo que debía hacer en esta ciudad era reavituallarse para una larga etapa y lanzarse fuera de la ruta de Irkutsk, dando un rodeo para no pasar por Tomsk, después de haber franqueado el Obi. No había otro camino a seguir.

Una vez decidido este nuevo itinerario, Miguel Strogoff no dudó ni un instante, e imprimiendo a su caballo una marcha rápida y regular, siguió la ruta directa que le llevaba a la orilla izquierda del Obi, del que le separaban aún cuarenta verstas. ¿Encontraría un transbordador para poder atravesar el río, o los tártaros habrían destruido todo tipo de embarcaciones, viéndose obligado a atravesar el río a nado? Ya lo resolvería.

En cuanto al caballo, muy agotado ya, después de pedirle que empleara el resto de sus fuerzas en esta etapa, Miguel Strogoff intentaría cambiarlo por otro en Kolyvan. Sentía el que dentro de poco el pobre animal se quedaría sin su dueño.

Kolyvan debía ser, pues, como un nuevo punto de partida, porque a partir de esta ciudad su viaje se efectuaría en unas nuevas condiciones. Mientras recorriese el país devastado, las dificultades serían grandes todavía, pero si después de evitar Tomsk podía reemprender la marcha por la ruta de Irkutsk a través de la provincia de Yeniseisk, que los invasores no habían desolado todavía, esperaba llegar al final de su viaje en pocos días.

Después de una calurosa jornada, llegó el atardecer y, a medianoche, una profunda oscuridad envolvía la estepa. El viento, que había desaparecido al ponerse el sol, dejaba la atmósfera en una calma absoluta. Únicamente dejaban oírse sobre la desierta ruta el galope del caballo y algunas palabras con las que su dueño le animaba. En medio de aquellas tinieblas era preciso poner una atención extrema para no lanzarse fuera del camino, bordeado de estanques y de pequeñas corrientes de agua, tributarias del Obi.

Miguel Strogoff avanzó tan rápidamente como le era posible, pero con una cierta circunspeccion, confiando tanto en su excelente vista, que penetraba las sombras, como en la prudencia de su caballo, cuya sagacidad le era sobradamente conocida.

En aquel momento, Miguel Strogoff, habiendo puesto pie a tierra para cerciorarse de la dirección exacta que tomaba el camino, creyo oir un murmullo confuso que procedía del oeste. Era como el ruido de una cabalgata lejana sobre la tierra reseca. No había duda. A una o dos verstas detrás de él se producía una cierta cadencia de pasos que golpeaban regularmente el suelo.

Miguel Strogoff escuchó con mayor atención, después de haber puesto su oído en el eje mismo del camino.

-Es un destacamento de jinetes que vienen por la ruta de Omsk -se dijo-. Marchan a paso rápido, porque el ruido aumenta. ¿Serán rusos o tártaros?

Miguel Strogoff escuchó todavía.

-Sí, estos jinetes vienen a todo galope. ¡Estarán aquí antes de diez minutos! Mi caballo no podrá mantener la distancia. Si son rusos, me uniré a ellos, pero si son tártaros, es preciso evitarlos. ¿Pero cómo? ¿Donde puedo esconderme en esta estepa?

Miguel Strogoff miró a su alrededor y su penetrante mirada descubrió una masa confusamente perfilada en las sombras, a un centenar de pasos delante de él, a la derecha del camino.

-Allí hay una espesura -se dijo-, aunque buscar refugio es exponerme a ser apresado si los jinetes la registran; no tengo elección. ¡Aquí están! ¡aquí están!

Instantes después, Miguel Strogoff, llevando a su caballo por la brida, llegaba a un pequeño bosque de maleza, al cual tuvo acceso por una vereda. Aquí y allá, completamente desprovista de árboles, discurría aquella senda entre barrancos y estanques, separados por matas de juncos y brezos nacientes. A ambos lados, el terreno era absolutamente impracticable y el destacamento debía pasar forzosamente por delante de aquel bosquecillo, ya que seguía la gran ruta hacia Irkutsk.

Miguel Strogoff buscó la protección de la maleza, pero apenas se había internado unos cuarenta pasos cuando se vio detenido por una corriente de agua que encerraba la espesura en un recinto semicircular.

Las sombras eran tan espesas que el correo del Zar no corria ningún peligro de ser visto, a menos que el bosquecillo fuera minuciosamente registrado. Condujo, pues, su caballo hasta la orilla del riachuelo y, después de atarlo a un árbol, volvió al lindero del bosque para cerciorarse de a qué bando pertenecían los jinetes.

Apenas acababa de agazaparse detrás de la maleza, cuando un resplandor bastante confuso, del que se destacaban aquí y allá algunos puntos brillantes, apareció entre las sombras.

-¡Antorchas! -se dijo.

Y retrocedió vivamente, deslizándose como un felino, hasta ocultarse en la parte más densa de la espesura.

A medida que iban aproximándose al bosquecillo, el paso de los caballos comenzaba a hacerse más lento. ¿Registrarían aquellos jinetes la ruta, con la intención de observar hasta los más pequeños detalles?

Miguel Strogoff debió de temerlo y retrocedió hasta la orilla del curso de agua, dispuesto a sumergirse si era preciso.

El destacamento, al llegar a la altura de aquella espesura, se detuvo. Los jinetes descabalgaron. Eran alrededor de una cincuentena y diez de ellos llevaban antorchas que iluminaban la ruta en una amplia extensión.

Por ciertos preparativos, Miguel Strogoff se dio cuenta de que por una fortuna inesperada, el destacamento no iba a registrar la espesura, sino que iba a vivaquear en aquel lugar para dar reposo a los caballos y permitir a los hombres que tomaran algún alimento.

Efectivamente, los caballos fueron desensillados y comenzaron a pastar por la espesa hierba que tapizaba el suelo. En cuanto a los jinetes, se tendieron a lo largo del camino y comenzaron a repartirse la comida que llevaban en sus mochilas.

Miguel Strogoff conservaba toda su sangre fría y deslizándose entre los matorrales, intentó ver y oír.

Era un destacamento que procedía de Omsk y estaba compuesto por jinetes usbecks, raza dominante en Tartaria, cuyo tipo se asemeja sensiblemente al mongol. Estos hombres, bien constituidos, de una talla superior a la media, de rasgos duros y salvajes, estaban cubiertos con un talpak, especie de gorro de piel de carnero negra, e iban calzados con botas amarillas de tacón alto, cuyas puntas se dirigían hacia arriba, como los zapatos de la Edad Media. Su pelliza era de indiana y estaba guateada con algodón crudo, sujetándola a la cintura mediante un cinturón de cuero con pintas rojas. Sus armas defensivas eran un escudo y las ofensivas estaban constituidas por un sable curvo, un largo cuchillo y un fusil de mecha suspendido del arzón de la silla. Una capa de fieltro de colores brillantes cubría sus espaldas.

Los caballos, que pastaban con toda libertad por los linderos de la espesura, eran de raza usbecka, como los jinetes que los montaban. Esta circunstancia podía distinguirse perfectamente a la luz de las antorchas que proyectaban una viva claridad sobre el ramaje de la maleza.

Estos animales, un poco más pequeños que el caballo turcomano, pero dotados de una notable fortaleza, son bestias de fondo que no conocen otro tipo de marcha que el galope.

El destacamento estaba mandado por un pendjabaschi, es decir, un comandante de cincuenta hombres, que tenía bajo sus órdenes a un deh-baschzi, simple jefe de diez hombres. Estos dos oficiales llevaban un casco y una media cota de malla y el distintivo que indicaba su grado eran unas pequeñas trompetas colgadas del arzón de su silla.

El pendja-baschi había tenido que dejar reposar a sus hombres, que estaban fatigados a causa de una larga marcha. Conversando con su subordinado mientras iban y venían, fumando sendos cigarrillos de beng, hoja de cáñamo que constituye la base del hachís, del que los asiáticos hacen tan gran uso, paseaban por el bosque, de manera que Miguel Strogoff, sin ser visto, podía captar su conversación y comprenderla, ya que se expresaban en lengua tártara.

Ya desde las primeras palabras que llegaron a los oídos del fugitivo, la atención de Miguel Strogoff se sobreexcitó.

Efectivamente, era a él a quien se estaban refiriendo.

-Este correo no puede habernos sacado tanta ventaja -decía el pendja-baschi- y, por otra parte, es absolutamente imposible que haya tomado otra ruta que la de la Baraba.

-¿Quién sabe si ni siquiera ha abandonado Omsk? -respondió el deb-bascbi-. Puede ser que todavía esté escondido en alguna casa de la ciudad.

-Se dice que es natural del país; un siberiano y, por tanto, debe de conocer estas comarcas; puede que haya salido de la ruta de Irkutsk para volver a ella más tarde.

-Pero entonces le habremos adelantado -respondió el pendja-baschi- porque hemos salido de Omsk menos de una hora después de su partida y hemos seguido el camino más corto con los caballos a todo galope. Por tanto, o se ha quedado en Omsk o llegaremos a Tomsk antes que él para cortarle la retirada y, en cualquiera de los dos casos, no llegará a Irkutsk.

-¡Es una mujer fuerte, aquella vieja siberiana que es, evidentemente, su madre! –dijo el deh-baschi.

Al oír esta frase, el corazón de Miguel Strogoff aceleró sus latidos y pareció que fuera a romperse.

-Sí -respondió el pendja-baschi-, continúa sosteniendo que aquel pretendido comerciante no es su hijo, pero ya es demasiado tarde. El coronel Ogareff no se ha dejado engañar y, tal como ha dicho, ya sabrá hacer hablar a esa vieja bruja cuando llegue el momento.

Cada una de estas palabras era como una puñalada que se asestara a Miguel Strogoff. ¡Había sido identificado como correo del Zar! ¡Un destacamento de caballería, lanzado en su persecución no podia dejar de cortarle la ruta! Y, ¡supremo dolor!, ¡su madre estaba en manos de los tártaros y el cruel Ivan Ogareff se vanagloriaba de que la haría hablar cuando quisiera!

Miguel Strogoff sabía perfectamente que la enérgica siberiana no hablaría nunca y eso le costaría la vida.

No creía ya que pudiera odiar a Ivan Ogareff más de lo que lo había odiado hasta aquel instante, pero, sin embargo, una nueva oleada de odio le subió al corazón.

¡El infame que había traicionado a su país, amenazaba ahora con torturar a su madre!

Los dos oficiales continuaron conversando y Miguel Strogoff creyó entender que en los alrededores de Kolyvan era inminente un enfrentamiento entre las tropas tartaras y las moscovitas, que habían llegado procedentes del norte.

Un pequeño cuerpo del ejército ruso, compuesto por unos dos mil hombres, había aparecido sobre el curso inferior del Obi, dirigiéndose hacia Tomsk a marchas forzadas.

Si era cierto, este cuerpo de tropas gubernamentales iba a encontrarse con el grueso de las fuerzas de Féofar-Khan y sería inevitablemente aniquilado, quedando toda la ruta de Irkutsk en poder de los invasores.

En cuanto a lo que se refería a él mismo, por algunas palabras del pendja-baschi, Miguel Strogoff supo que habían puesto precio a su cabeza y que se había dado orden de capturarlo, vivo o muerto.

Tenía, pues, necesidad imperiosa de adelantar al destacamento de jinetes usbecks sobre la ruta de Irkutsk y dejar de por medio el río Obi. Pero para ello era necesario huir antes de que levantaran el campamento.

Tomada esta resolución, Miguel Strogoff se preparó para ejecutarla.

El alto en el camino del destacamento no podía prolongarse mucho porque el pendja-baschi no tenía intención de permitir a sus hombres más de una hora de descanso, aunque sus caballos no pudieran ser cambiados en Omsk por otros de refresco y debían de estar, por tanto, tan fatigados como el de Miguel Strogoff, por las mismas razones de tan largo viaje.

No había, pues, ni un instante que perder.

Era la una de la madrugada y necesitaba aprovechar la oscuridad de la noche, que pronto sería invadida por las luces del alba, para abandonar el bosquecillo y lanzarse de nuevo sobre la ruta.

Pero aunque le favoreciera la noche, el éxito de la huida, en aquellas condiciones, parecía casi imposible.

Miguel Strogoff no quería dejar ningún cabo suelto. Tomó el tiempo necesario para reflexionar y sopesar minuciosamente los factores que tenía en contra con el fin de mejorar las condiciones a su favor.

De la disposición del terreno sacó las siguientes conclusiones: no podía escapar por la parte de atrás del soto, formado por un arco de maleza cuya cuerda era el camino principal; el curso de agua que rodeaba este arco era, no solamente profundo, sino bastante ancho y muy fangoso; grandes matas de juncos hacían absolutamente impracticable el paso de este curso; bajo aquellas turbias aguas se presentía un fondo cenagoso sobre el que los pies no podían encontrar ningun punto de apoyo; además, más allá del curso de agua, el suelo estaba cubierto de matorrales y difícilmente se prestaba a las maniobras de una rápida huida; una vez dada la alarma, Miguel Strogoff sería perseguido tenazmente y pronto rodeado, cayendo irremisiblemente en manos de los jinetes tártaros.

No había, pues, mas que un camino practicable; uno sólo, y éste era la gran ruta.

Lo que Miguel Strogoff debía intentar era llegar hasta ella rodeando el lindero del bosque y, sin llamar la atención, franquear un cuarto de versta antes de ser descubierto, pidiendo a su caballo que empleara lo que le quedaba de energía y vigor y que no cayera muerto de agotamiento antes de llegar a la orilla del Obi; después, bien con una barca, o a nado si no había ningún otro medio de transporte, atravesar este importante río.

Su energía y su coraje se decuplicaban cuando se encontraba cara al peligro. Con aquella huida iba su vida, la misión que se le había encomendado, el honor de su país y puede que la salvación de su propia madre.

No podía dudar y puso manos a la obra.

El tiempo apremíaba porque ya se producían ciertos movimientos entre los hombres del destacamento. Algunos jinetes iban y venían por el camino, frente al lindero del bosque; otros estaban todavía echados al pie de los árboles, pero los caballos iban reuniéndose poco a poco en la parte central del soto.

Miguel Strogoff tuvo, en principio, la intención de apoderarse de algunos de aquellos caballos, pero se dijo, con razón, que debían de estar tan cansados como el suyo y que, por tanto, más valía confiar en éste, que tan seguro era y tan buenos servicios le había prestado hasta aquel momento.

El enérgico animal, escondido tras altas malezas de brezo, había escapado a las miradas de los jinetes usbecks, ya que éstos no se habían adentrado hasta el límite extremo del bosquecillo.

Miguel Strogoff, deslizándose sobre la hierba, se aproximó a su caballo, que estaba acostado sobre el suelo. Le acarició con la mano y le habló con dulzura para hacer que se levantara sin ruido alguno.

En aquel momento se produjo una circunstancia favorable: las antorchas, completamente consumidas, se apagaron, y la oscuridad se hizo aún mas profunda, sobre todo en aquellos lugares que estaban cubiertos de maleza.

Después de ponerle el bocado al caballo, aseguró la cincha de la silla, apretó la correa de los estribos y comenzó a llevar al caballo de la brida con toda lentitud.

El inteligente animal, como si hubiera comprendido lo que de él se esperaba, siguió a su dueño dócilmente, sin que se le escapase el más ligero relincho, pese a lo cual, algunos caballos usbecks, levantaron sus cabezas y se dirigieron, poco a poco, hacia los linderos de la espesura.

Miguel Strogoff llevaba su revólver en la mano derecha, presto a volarle la cabeza al primer jinete tártaro que se le aproximara. Pero, afortunadamente, no fue dada la alarma y pudo alcanzar el ángulo que formaba el bosque por la parte derecha, encontrándose de nuevo sobre el duro suelo de la ruta.

La intención de Miguel Strogoff, para evitar ser visto, era no montar sobre el caballo hasta que se encontrara a una prudente distancia de la espesura; cuando hubiese conseguido llegar a una curva del camino que se encontraba a unos doscientos pasos de allí.

Desgraciadamente, en el momento en que Miguel Strogoff iba a franquear el lindero del bosque, el caballo de alguno de los jinetes, al olfatearlo, relinchó y se lanzó al galope por el camino.

Su propietario se precipitó en su seguimiento para detenerle, pero al percibir una silueta que se destacaba con las primeras luces del amanecer, gritó:

-¡Alerta!

Al oír este grito, todos los hombres del destacamento se precipitaron sobre sus caballos para lanzarse a la ruta. Miguel Strogoff no tuvo más remedio que montar y lanzarse a todo galope.

Los dos oficiales se pusieron a dar órdenes, gritando y arengando a sus hombres, pero en aquel momento el correo del Zar ya había iniciado su carrera.

Se oyó entonces una detonación y Miguel Strogoff sintió que una bala atravesaba su pelliza.

Sin volver la cabeza ni responder al ataque, picó espuelas y, franqueando el lindero del bosquecillo de un formidable salto, se lanzó a rienda suelta en dirección al Obi.

Los caballos de los jinetes usbecks estaban desensillados y podía, por tanto, tomar una cierta ventaja sobre sus perseguidores; pero no podían tardar mucho en lanzarse tras sus pasos. Efectivamente, menos de dos minutos después de haber abandonado el bosquecillo, oyó el galope de varios caballos que, poco a poco, iban ganando terreno.

La luz del alba comenzaba a clarear el día y los objetos se hacían visibles en un radio mayor.

Miguel Strogoff, volviendo la cabeza, se apercibió de que un jinete se le iba acercando rápidamente.

Se trataba del deh-baschi. Este oficial, contando con un magnífico caballo, iba a la cabeza de los perseguidores y amenazaba con alcanzar al fugitivo.

Sin pararse, Miguel Strogoff dirigió hacia él su revólver y mirándole sólo un instante, con pulso seguro, apretó el gatillo.

El oficial usbeck, alcanzado en pleno pecho, rodó por el suelo.

Pero los otros jinetes le seguían de cerca y, sin prestar atención al estado del deh-baschi, excitados por sus propias vociferaciones, hundiendo las espuelas en los flancos de sus caballos, iban acortando poco a poco la distancia que les separaba de Miguel Strogoff.

Durante una media hora, sin embargo, el correo del Zar pudo mantenerse fuera del alcance de las armas tártaras, pero notaba que su caballo se agotaba por momentos y, a cada instante, temía que tropezara con cualquier obstáculo y cayera para no levantarse más.

El día era ya bastante claro, aunque el sol no había aparecido por encima del horizonte.

A una distancia de poco más de dos verstas, se distinguía una pálida línea bordeada por árboles bastante espaciados entre sí. Era el Obi, que discurría de sudoeste a noreste casi al mismo nivel del suelo, cuyo valle estaba formado por la misma estepa siberiana.

Los jinetes tártaros dispararon varias veces sus fusiles contra Miguel Strogoff, pero sin alcanzarle, y varias veces también el correo del Zar se vio obligado a descargar su revólver contra algunos de los jinetes que se acercaban demasiado a él. Cada vez que su revólver vomitó fuego, un usbeck rodó por el suelo, en medio de los gritos de rabia de sus compañeros.

Pero esta persecución no podía acabar más que con desventaja para Miguel Strogoff, porque su caballo estaba ya reventado.

Sin embargo, consiguió llevar a su jinete hasta la orilla del río.

Sobre el Obi, absolutamente desierto, no había una sola barca ni un transbordador que le pudiera servir para atravesar la corriente.

Valor, mi buen caballo! -gritó Miguel Strogoff-. ¡Vamos! ¡Un último esfuerzo!

Y se precipitó al río, que en aquel lugar debía de tener una media versta de anchura.

Aquella corriente tan rápida era extremadamente difícil de remontar y el caballo de Miguel Strogoff no hacía pie en ninguna parte. Sin ningún punto de apoyo, no había más remedio que atravesar a nado aquellas aguas, tan rápidas como las de un torrente. Afrontarlas era, por parte de Miguel StrogOff, un verdadero alarde de valor.

Los jinetes se habían parado en la orilla, dudando en adentrarse en la corriente.

En ese momento, el pendja-baschi, tomando su fusil, miro con rencor al fugitivo, que se encontraba ya en medio de la corriente, y disparo contra él.

El caballo de Miguel Strogoff, herido en un flanco, se hundió bajo su dueño.

Éste no tuvo más que el tiempo justo de desembarazarse de los estribos en el mismo momento en que el pobre animal desaparecía bajo las aguas del río. Después, sumergiéndose para evitar la lluvia de balas que hendían el agua a su alrededor, consiguió llegar a la orilla derecha del río, desapareciendo entre los cañaverales que crecían en la margen del Obi.

 

17

VERSOS Y CANCIONES

Miguel Strogóff se encontraba ya relativamente seguro, aunque su situación continuaba siendo terrible.

Ahora que aquel valiente animal que tan fielmente le había servido acababa de encontrar la muerte entre las aguas del río, ¿cómo podría él continuar el viaje?

Tenía que proseguir a pie, sin víveres, en un país arruinado por la invasión, batido por los exploradores del Emir y encontrándose todavía a una distancia considerable del final de su viaje.

-¡Por el Cielo! -gritó, haciendo desaparecer todas las razones de desánimo que acababan de embargar su espíritu-. ¡Llegaré! ¡Dios proteja a la santa Rusia!

Miguel Strogoff se encontraba entonces fuera del alcance de los jinetes tártaros.

Éstos no se habían atrevido a perseguirle a través del río y, por tanto, debían de creer que se había ahogado porque, tras su desaparición bajo las aguas, no habían podido verle llegar a la orilla derecha del Obi.

Pero el correo del Zar, deslizándose entre los gigantescos cañaverales de la orilla, había alcanzado la parte más elevada de la margen, aunque con muchas dificultades, ya que un espeso limo depositado durante la época de los desbordamientos de las aguas la hacía poco practicable.

Una vez sobre terreno más sólido, Miguel Strogoff se paró para meditar lo que le convenía hacer.

Lo que quería, en primer lugar, era evitar la localidad de Tomsk, ocupada por los tártaros, no obstante, le era preciso llegar a algún caserío o alguna casa de postas para agenciarse algún caballo. Una vez en posesión del animal, se lanzaría fuera de los caminos controlados por las fuerzas tártaras y no volvería a recuperar la ruta de Irkutsk hasta llegar a los alrededores de Krasnoiarsk.

A partir de este punto, si se apresuraba, podía aún encontrar el camino libre y descender hacia el sudeste por las provincias del lago Balkal.

A continuación, Miguel Strogoff comenzó a buscar una orientación.

Dos verstas más adelante, siguiendo el curso del Obi, se veía una pequeña ciudad, pintorescamente elevada sobre un ligero promontorio del suelo, y algunas iglesias con cúpulas bizantinas, pintadas de verde y oro, perfilaban sus siluetas sobre el fondo gris del cielo.

Era Kolyvan, adonde iban a refugiarse durante el verano los funcionarios y empleados de Kamsk y otras ciudades, para huir del clima malsano de la Baraba.

Kolyvan, según las noticias que el correo del Zar había podido conseguir, no debía de estar aún en manos de los invasores. Las tropas tártaras, divididas en dos columnas, habíanse dirigido por la izquierda hacia Omsk y por la derecha hacia Tomsk, descuidando la parte del país que quedaba entre ambas.

El propósito, simple y lógico, de Miguel Strogoff, era llegar a Kolyvan antes que los jinetes tártaros, que, remontando la orilla izquierda del Obi, hubieran alcanzado la ciudad. Allí, pagando diez veces su valor, se procuraría nuevas ropas y un caballo y volvería sobre la ruta de Irkutsk, a través de la estepa meridional.

Eran las tres de la madrugada y los alrededores de Kolyvan, en una calma absoluta, parecían completamente abandonados.

Evidentemente, la población campesina, huyendo de los invasores, a los que no podían oponerse, habían emigrado hacia el norte, refugiándose en las provincias del Yeniseisk.

Miguel Strogoff se dirigía a paso rápido hacia Kolyvan, cuando llegaron hasta él lejanas detonaciones.

Se paró, distinguiendo netamente unos sordos ruidos que atravesaban las capas de la atmósfera y una crepitación cuyo origen no podía escapársele al correo del Zar.

-¡Son cañones! ¡Y descargas de fusilería! -se dijo-. ¿El pequeño cuerpo de ejército ruso se enfrenta ya con los tártaros? ¡Quiera el Cielo que llegue antes que ellos a Kolyvan!

Miguel Strogoff no se equivocaba.

Muy pronto se fue acentuando poco a poco el ruido de las detonaciones, y tras él, sobre la parte izquierda de Kolyvan, los vapores se condensaban por encima del horizonte; y no eran nubes de humo, sino las grandes columnas blanquecinas muy claramente perfiladas que producen las descargas de artillería.

Sobre la izquierda del Obi, los jinetes usbecks que perseguían a Miguel Strogoff se detuvieron a esperar el resultado de la batalla entre aquellas desiguales fuerzas.

Por esta parte, Miguel Strogoff no tenía nada que temer, de manera que apresuró su marcha hacia la ciudad.

Sin embargo, las detonaciones se intensificaban, aproximándose sensiblemente. No se trataba de un ruido confuso, sino de cañonazos disparados uno tras otro. Al mismo tiempo la humareda, empujada por el viento, se elevaba en el aire, haciendo evidente que los combatientes se desplazaban con rapidez hacia el sur.

Kolyvan iba a ser, con toda seguridad, atacada por su parte septentrional.

Pero ¿intentaban las tropas rusas defenderla contra los tártaros o, por el contrario, lo que pretendían era recuperarla porque estaba en manos de las fuerzas de Féofar-Khan?

Era imposible saberlo, y ello sumergía a Miguel Strogoff en un mar de dudas.

No se encontraba más que a una media versta de Kolyvan cuando una gran llamarada se produjo entre las casas de la ciudad y el campanario de una iglesia se derrumbó en medio de un torrente de polvo y llamas.

¿Se desarrollaba la batalla dentro del mismo Kolyvan?

Así debió de creerlo Miguel Strogoff y, siendo evidente que rusos y tártaros estaban batiéndose por las calles de la ciudad, se detuvo un instante.

¿No era mejor, aunque tuviera que ir a pie, dirigirse hacia el sur y el este, llegar a cualquier pueblecito, como Diachinsk, u otro cualquiera, y agenciarse allí a cualquier precio un caballo?

Era la única salida que tenía y, enseguida, abandonando la orilla del Obi, Miguel Strogoff se dirigió rapidamente hacia la derecha de la ciudad de Kolyvan.

En ese momento, las detonaciones eran extremadamente violentas. Muy Pronto las llamas se elevaron por encima de la parte izquierda de la ciudad y el incendio devoraba todo un barrio.

Miguel Strogoff corría a través de la estepa, buscando la protección de los árboles diseminados por el campo, cuando un destacamento de caballería tártara apareció por la derecha.

Era evidente que no podía continuar huyendo en aquella dirección, porque los jinetes avanzaban rapidamente hacia la ciudad y le hubiera sido imposible escapar.

De pronto, en un ángulo de un frondoso grupo de árboles, vio una casa aislada, a la cual le era posible llegar antes de ser descubierto.

Miguel Strogoff, pues, no tenía otra cosa que hacer mas que correr, esconderse, y pedir que le proporcionaran algún alimento, pues sus fuerzas estaban agotadas y tenía necesidad de reponerlas.

Se dirigió precipitadamente hacia la casa, que estaba a una media versta de distancia, y al aproximarse la identificó como una estación telegráfica. Dos cables se extendían en dirección oeste-este y un tercero estaba tendido hacia Kolyvan.

Era de suponer que, en aquellas circunstancias, la estación estaría abandonada, pero al menos Miguel Strogoff podría refugiarse en ella y esperar la caída de la noche, si no tenía más remedio, para lanzarse de nuevo a través de la estepa, batida por los exploradores tártaros en toda su extensión.

Lanzose, pues, hacia la puerta, abriéndola de un violento empujón.

Sólo una persona se hallaba en la sala donde se hacían las transmisiones telegráficas.

Era un empleado calmoso, flemático, indiferente a todo cuanto sucedía fuera de allí. Fiel a su estación, esperaba detrás de su ventanilla a que el público llegase a solicitar sus servicios.

Miguel Strogoff, al verlo, corrió hacia él, preguntándole con voz apagada por la fatiga:

-¿Qué sabe usted?

-Nada -respondió el empleado, sonriendo.

-¿Son los rusos y los tártaros quienes combaten?

-Eso se dice.

-Pero ¿quiénes son los vencedores?

-Lo ignoro…

Tanta tranquilidad en medio de aquellas terribles circunstancias, tanta indiferencia, apenas podía creerse.

-¿No está cortada la comunicación? -preguntó Miguel Strogoff.

-Está cortada entre Kolyvan y Krasnoiarsk, pero todavía funciona entre Kolyvan y la frontera rusa.

-¿Para el Gobierno?

-Para el Gobierno cuando lo juzga conveniente. Para el público cuando paga… Son diez kopeks por palabra. Cuando quiera, señor…

Miguel Strogoff iba a gritarle a este extraño empleado que él no tenía ningún mensaje que transmitir, que no pedía más que un poco de pan y agua, cuando la puerta de la casa se abrió violentamente.

Miguel Strogoff, creyendo que la estación había sido invadida por los tártaros, se apresuró a saltar por la ventana, cuando vio que en la sala solamente habían entrado dos hombres que no tenían ninguna semejanza con los soldados tártaros.

Uno de ellos llevaba en la mano un despacho escrito a lápiz y, adelantándose al otro, se precipitó hacia la ventanilla del impasible empleado de telégrafos.

En aquellos dos hombres Miguel Strogoff reconoció, con la sorpresa que es de suponer, a los dos personajes en quienes menos pensaba y a los que no creía encontrar ya nunca más.

Eran los corresponsales Harry Blount y Alcide Jolivet, que ya no eran compañeros de viaje, sino enemigos, ahora que operaban sobre el campo de batalla.

Habían salido de Ichim solamente unas horas después de la partida de Miguel Strogoff, y si habían llegado a Kolyvan antes que él era porque había perdido tres días a orillas del Irtyche.

Ahora, después de haber presenciado ambos la batalla que acababan de librar rusos y tártaros frente a la ciudad, saliendo de Kolyvan en el momento en que la lucha se extendía por sus calles, se habían precipitado hacia la estación telegráfica, con el fin de enviar a Europa sus mensajes rivales, disputándose uno al otro la primacía de los acontecimientos.

Miguel Strogoff se apartó de en medio, retirándose a un rincón en sombras, desde donde, sin ser visto, podría escuchar, porque era evidente que los periodistas le proporcionarían noticias que le eran necesarias para saber si debía entrar en Kolyvan o no.

Harry Blount, más rápido que su colega, había tomado posesión de la ventanilla y tendía su mensaje al empleado, mientras Alcide Jolivet, contrariamente a su costumbre, pateaba de impaciencia.

-Son diez kopeks por palabra -dijo el empleado al tomar el despacho del inglés.

Harry Blount depositó sobre el pequeño mostrador un puñado de rublos, bajo la mirada estupefacta de su colega.

-Bien -dijo el empleado.

Y con la mayor sangre fría del mundo, comenzó a telegrafiar el siguiente despacho:

Daily Telegraph, Londres.

De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de agosto.

Enfrentamiento de las tropas rusas y tártaras…

Esta lectura era hecha en alta voz, por lo que Miguel Strogoff oyó perfectamente lo que el corresponsal inglés transmitía a un periódico londinense.

Tropas rusas rechazadas con grandes pérdidas. Tártaros entrado hoy mismo en Kolyvan…

Con estas palabras terminaba el mensaje.

-¡Me toca a mí ahora! -gritó Alcide Jolivet, que quería transmitir el despacho dirigido a su prima en el faubourg Montmartre.

Pero el periodista inglés no tenía intención de abandonar la ventanilla, para poder ir transmitiendo las noticias a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Por tanto, no cedió el sitio a su colega.

-¡Pero usted ya ha terminado! -gritó Alcide Jolivet.

-No he terminado aún -respondió tranquilamente Harry Blount.

Y continuó escribiendo una serie de frases que iba entregando al empleado con toda rapidez, mientras leía en voz alta sin perder su impasibilidad.

Al principio, Dios creó el Cielo y la Tierra…

Harry Blount telegrafiaba los versículos de la Biblia, para dejar pasar el tiempo sin tener que ceder el sitio a su rival. Aquello costaría a su periódico sus buenos millares de rublos, pero seria el primero en estar informado de los acontecimientos. ¡Que esperase Francia!

Se concibe el furor de Alcide Jolivet, que en cualquier otra circunstancia hubiera encontrado que aquélla era una buena jugada, pero en aquella ocasión incluso quería obligar al empleado de telégrafos a aceptar su mensaje, con preferencia al de su colega.

-El señor está en su derecho -respondió tranquilamente el empleado, señalando a Harry Blount y sonriendo con aires de la mayor amabilidad.

Pero continuó transmitiendo al Daily Telegraph los primeros versículos de las Sagradas Escrituras.

Mientras el empleado operaba, Harry Blount se acercaba tranquilamente a la ventana y observaba con los prismaticos cuanto ocurría en los alrededores de Kolyvan, con el fin de completar sus informaciones.

Dos iglesias están ardiendo. El incendio pa-

rece extenderse hacia la derecha. La Tierra era

informe y estaba desnuda; las tinieblas cubrían

la faz del abismo…

Alcide Jolivet sentía un feroz deseo de estrangular al honorable corresponsal del Daily Telegraph.

Interpeló nuevamente al empleado, el cual, siempre impasible, le respondió:

-Está en su derecho, señor… Está en su derecho… A diez kopeks por palabra.

Y telegrafió la siguiente noticia que le fue facilitada por Harry Blount:

Fugitivos rusos huyen de la ciudad. Y Dios dijo:

hágase la luz. Y la luz fue hecha…

Alcide Jolivet estaba literalmente rabiando.

Mientras tanto, Harry Blount había vuelto junto a la ventana, pero esta vez, distraído sin duda por el interés del espectáculo que tenía ante sus ojos, prolongó su observación demasiado tiempo y cuando el empleado de telégrafos hubo transmitido el tercer versículo de la Biblia, Alcide Jolivet se apresuró a llegar hasta la ventanilla, sin hacer ruido y, tal como había hecho su colega, después de depositar nuevamente un respetable fajo de rublos sobre la tablilla, entregó su despacho, el cual el empleado leyó en voz alta:

Madeleine Jolivet,

10, Faubourg-Montmartre (París)

De Kolyvan, gobierno de Omsk, Siberia, 6 de agosto.

Fugitivos huyendo de la ciudad. Rusos derrotados. Persecución encarnizada de la caballería tártara…

Y cuando Harry Blount volvió de la ventana, oyó a Alcide Jolivet que completaba su telegrama, tarareando con voz burlona:

Hay un hombrecito,

vestido todo de gris,

en París…

Pareciéndole una irreverencia el mezclar lo sagrado con lo profano, como había hecho su colega, Alcide Jolivet sustituía los versículos de la Biblia por un alegre refrán de Beranger.

-¡Ah! -gritó Harry Blount.

-Es la vida… -respondió Alcide Jolivet.

Mientras tanto, la situación se agravaba en los alrededores de Kolyvan. La batalla se aproximaba y las detonaciones estallaban con extrema violencia.

En aquel momento, una explosión conmocionó la estación telegráfica; un obús acababa de hacer impacto en uno de los muros, derribándolo en medio de nubes de polvo que invadieron la sala de transmisiones.

Alcide Jolivet acababa entonces de escribir sus versos:

rechoncho como una manzana,

que, sin contar con un ochavo…

pero se paró, se precipitó sobre un obús y, tomándolo con las dos manos, lo lanzó por la ventana antes de que estallase, volviendo tranquilamente a ocupar su sitio delante de la ventanilla. Ésta fue tarea que realizó en cuestión de segundos.

Cinco segundos más tarde, el obús estalló fuera de la estación telegráfica.

Pero, continuando transmitiendo su mensaje con la mayor sangre fría del mundo. Alcide Jolivet escribió:

Obús del seis ha hecho saltar la pared de la

estación telegráfica. Esperamos otros del mismo

calibre…

Para Miguel Strogoff no existía ninguna duda de que los rusos habían sido derrotados por los tártaros. Su último recurso era, pues, lanzarse a través de la estepa meridional.

Pero en aquel momento se oyó una terrible descarga de fusilería, disparada de muy cerca de la estación telegráfica, y una lluvia de balas hizo añicos los cristales de la ventana.

Harry Blount, herido en la espalda, se desplomó.

Alcide Jolivet iba, en aquel momento, a transmitir una noticia suplementaria:

Harry Blount, corresponsal del Daily Telegraph, caído a mi lado, herido por casco de metralla...

cuando el impasible empleado le dijo con su inalterable calma:

-Señor, la comunicación está cortada.

Y, abandonando su ventanilla, tomó tranquilamente su sombrero, limpiándolo con la manga y, siempre sonriente, salió por una pequeña puerta que Miguel Strogoff no había visto.

La estación telegráfica fue entonces invadida por soldados tártaros, sin que el correo del Zar ni los periodistas tuvieran tiempo de batirse en retirada.

Alcide Jolivet, con su inútil mensaje en la mano, se había precipitado hacia Harry Blount, tendido en el suelo y, con todo su noble coraje, lo había cargado sobre su espalda, con la intención de salir huyendo con su compañero.

¡Pero era ya demasiado tarde!

Ambos cayeron prisioneros y, al mismo tiempo que ellos, Miguel Strogoff, sorprendido de improviso en el momento en que iba a saltar por la ventana, cayó en manos de los tártaros.

SEGUNDA PARTE

1

UN CAMPAMENTO TÁRTARO

A una jornada de camino de Kolyvan, algunas verstas más allá de la aldea de Diachinsk, se extiende una vasta planicie que dominan algunos árboles gigantescos, principalmente pinos y cedros.

Esta parte de la estepa está ordinariamente ocupada, durante la estación estival, por pastores siberianos, que encuentran en ella pasto suficiente para alimentar a sus numerosos ganados; pero en estos días se hubiera buscado vanamente uno solo de estos pobladores nómadas de la estepa.

Esto no quería decir que la planicie estuviera desierta. Por el contrario, presentaba una gran animación.

Allí, efectivamente, se levantaban las tiendas de las tropas tártaras; allí acampaba Féofar-Khan, el feroz Emir de Bukhara, y allí era adonde al día siguiente, 7 de agosto, habían sido conducidos los prisioneros hechos por los tártaros en Kolyvan, después del desastre sufrido por el pequeño cuerpo de ejército ruso.

De aquellos cerca de dos millares de soldados rusos que se habían enfrentado a las dos columnas enemigas, apoyadas a la vez en Omsk y en Tomsk, no habían quedado con vida más que unos pocos centenares.

Los acontecimientos iban, pues, de mal en peor, y el gobierno imperial parecía estar verdaderamente comprometido más allá de la frontera de los Urales.

Momentáneamente, al menos, así era, pero era de esperar que las tropas rusas respondieran, más pronto o más tarde, a la agresión de aquellas hordas invasoras.

De todas formas, la invasión había ya alcanzado el centro de Siberia y, a través de las comarcas sublevadas, iba a extenderse, bien a las provincias del este, bien a las del oeste. Irkutsk estaba ahora aislada y cortadas todas las comunicaciones con Europa. Si las fuerzas de los gobiernos de Amur y de la provincia de Irkutsk no llegaban a tiempo para reforzar a su reducida e insuficiente guarnición, esta capital de la Rusia asiática caería irremisiblemente en manos de los tártaros y, antes de que hubiera podido ser recuperada, el Gran Duque, hermano del Emperador, habría sido víctima de la venganza de Ivan Ogareff.

¿Qué había sido de Miguel Strogoff? ¿Había al fin sucumbido bajo el peso de las pruebas por las que había atravesado? ¿Se daba por vencido ante la serie de desgracias que le habían ido siempre persiguiendo después de su aventura en Ichim? ¿Consideraba perdida la partida, fallída su misión y en la imposibilidad de cumplir la orden que le habían encomendado sus superiores?

Miguel Strogoff era uno de esos hombres que no se detienen mientras les quede vida.

Por el momento aún vivía y no había sido herido, conservaba la carta imperial y no había sido descubierta su identidad. Se encontraba, sin duda, entre aquella innumerable cantidad de prisioneros a los que los tártaros arrastraban tras de sí como si se tratase de un vil rebaño; pero, al aproximarse a Tomsk, se iba también acercando a Irkutsk y, fuera como fuese, iba siempre por delante de Ivan Ogareff.

«¡Llegaré! », se repetía.

Y desde los acontecimientos de Kolyvan, toda su vida estaba concentrada en este único pensamiento: ¡Verse libre!

¿Cómo escaparía, sin embargo, de los soldados del Emir? Cuando llegase el momento, ya vería.

El campamento de Féofar-Khan presentaba un soberbio espectáculo. Innumerables tiendas, hechas de piel, de fieltro o de tela de seda, brillaban bajo los rayos del sol. Los altos penachos que coronaban sus conicas cúpulas, se balanceaban entre una nube de gallardetes y estandartes multicolores. De entre estas tiendas, las más ricas pertenecían a los seides y a los khodjas, que son los personajes mas importantes del khanato. Un pabellón especial, adornado con una cola de caballo cuyo mástil sobresalía por encima de una serie de palos pintados de rojo y blanco, artísticamente conjuntados, indicaban el alto rango de los jefes tártaros. Extendiéndose hasta el infinito se levantaban millares de tiendas turcorromanas, que reciben el nombre de karaoy y que habían sido transportadas a lomo de camellos.

El campo contenía al menos ciento cincuenta mil soldados, entre infantes y jinetes, reunidos bajo la denominación común de alamanos.

Entre ellos, y como tipos mas principales del Turquestán, distingulanse inmediatamente aquellos tadjiks de regulares rasgos, piel blanca, estatura elevada y ojos y cabellos negros que constituían el grueso del ejército tártaro y cuyos khanatos de Khokhand y Kunduze, de donde eran oriundos, habían aportado un contingente casi igual que el de Bukhara. Entre estos tadjiks se mezclaban otros componentes de las diversas razas que residen en el Turquestán, o que son originarios de los países lindantes, estos otros hombres eran usbecks, de baja estatura y pelo rojizo, semejantes a los que se habían lanzado en persecución de Miguel Strogoff, kirguises, de rostro achatado como el de los kalmucos, revestidos con cotas de malla, armados unos con lanza, arco y flechas de fabricación asiática y otros con un sable, fusil de mecha y el tchakan, pequeña hacha de mango corto cuya herida es siempre mortal.

Había mongoles de talla mediana, cabellos negros y atados en una trenza que les caía sobre la espalda, cara redonda, tez curtida, ojos hundidos y vivos y barbilampiños, que vestían ropas de mahón azul guarnecidas con piel negra, ajustadas al cuerpo mediante cinturones de cuero con hebilla de plata, calzados con botas adornadas con vistosas trencillas y cuya cabeza cubrían con gorros de seda, adornados con tres cintas que ondeaban tras ellos.

Por último, veíanse también a los afganos, de piel curtida, árabes de tipo primitivo de las bellas razas semíticas, y turcomanos, a cuyos ojos parecían faltarles los párpados. Todo este conglomerado estaba alistado bajo la bandera del Emir; bandera de los incendiarios y devastadores.

Además de estos soldados libres, había también un cierto numero de soldados esclavos, principalmente persas, que iban mandados por oficiales del mismo origen y que, ciertamente, no eran los menos estimados en el ejército de Féofar-Khan.

Aparte de todos estos soldados, había numerosos judíos encargados de los servicios domésticos, que llevaban la ropa ceñida al cuerpo con una cuerda y cubrían su cabeza con pequeños bonetes de paño oscuro, porque tenían prohibido llevar el clásico turbante. Mezclados con todos estos grupos de hombres, había unos centenares de los llamados kalendarios, especie de religiosos mendicantes, que vestían ropas hechas jirones, recubiertas con pieles de leopardo.

Con esta descripcion se puede tener una idea bastante completa de la enorme aglomeración de tribus diversas, todas ellas comprendidas bajo la denominación de ejército tártaro.

Cincuenta mil de esos soldados iban a caballo y los animales no ofrecían una menor variedad que los hombres. Entre ellos, sujetos de diez en diez a dos cuerdas paralelas, con la cola atada y la grupa cubierta por una red de seda negra, distinguíanse los caballos turcomanos, de patas finas, cuerpo largo, pelo brillante y cuello elegante; los usbecks, que son bestias de gran resistencia; los khokhandianos, que transportan, además del jinete, dos tiendas y toda una batería de cocina; los kirguises, de colores claros, llegados de las orillas del río Emba, donde son cazados a lazo por los tártaros, lazo que recibe el nombre de arcane; y muchos otros, producto de los cruces de razas, que eran de menor calidad.

Las bestias de carga contábanse por millares. Eran camellos de pequeña talla, pero bien constituidos, pelo largo y crin espesa cayéndoles sobre el cuello; animales dóciles y mucho más fáciles de aparejar que el dromedario; nars de una sola jiba, de pelaje rojo como el fuego, ensortijado en forma de bucles, y asnos, rudos para el trabajo, cuyas carnes son muy estimadas por los tártaros y forman parte de su alimentación.

Sobre todo aquel conjunto de hombres y bestias; sobre toda aquella inmensa aglomeración de tiendas, grandes grupos de pinos y cedros proyectaban una sombra fresca, atravesada aquí y allá por algunos rayos de sol. Nada más pintoresco que aquel cuadro, en cuya realización el más violento de los coloristas hubiera empleado todos los colores de su paleta.

Cuando los prisioneros que los tártaros hicieron en Kolyvan llegaron frente a las tiendas de Féofar-Khan y de los grandes dignatarios del khanato, los tambores se pusieron a batir, extendiendo sus sones por todo el campamento. Sonaron las trompetas y a estos sonidos, ya de por sí ensordecedores, se mezclaron las descargas de fusilería y de los cañones del calibre cuatro y seis, con sus graves detonaciones, que formaban la artillería del Emir.

La instalación de Féofar-Khan era puramente militar, pues lo que pudiéramos llamar su casa civil, su harén y el de sus aliados, había sido instalado en Tomsk, ahora ya en poder de los tártaros.

Una vez levantado el campo, Tomsk iba a convertirse en la residencia del Emir hasta el momento en que pudiera trasladarse a la capital de la Siberia oriental.

La tienda de Féofar-Khan dominaba a las vecinas. Revestida de amplias cortinas de brillante seda, suspendidas de cordones con borlas de oro, y coronada con espesos penachos que el viento agitaba, estaba situada en el centro de una amplia planicie, cercada por una especie de valla de magníficos abedules y gigantescos pinos.

Delante de la tienda había una mesa de laca con incrustaciones de piedras preciosas, y abierto encima de ella estaba el Corán, libro sagrado de los musulmanes, cada una de cuyas hojas era una lámina de oro finamente labrada. Esta maravillosa obra de arte ostentaba en su cubierta el escudo tártaro en el que campeaban las armas del Emir.

Alrededor de aquel espacio despejado, se elevaban en semicírculo las tiendas de los altos funcionarios de Bukhara. En ellas residía el jefe de la caballeriza, que tenía el honor de seguir a caballo al Emir hasta la entrada de su palacio; el halconero mayor; el huscbbegui, portador del sello real; el toptschi-baschi, jefe supremo de la artillería; el khodja, presidente del Consejo, que recibe el beso del príncipe y puede presentarse ante él sin cinturón; el cheikh-ulislam, jefe de los ulemas, representante de los sacerdotes; el cazi-askev, quien, en ausencia del Emir, juzga todas las diferencias que se suscitan entre los militares y, finalmente, el jefe supremo de los astrólogos, cuya misión es consultar a las estrellas cada vez que el Khan piensa trasladarse de un sitio a otro.

Cuando los prisioneros llegaron al campamento, el Emir se encontraba en su tienda, pero no se dejó ver. Esta circunstancia fue favorable, sin duda, porque una palabra suya, un solo gesto, podía haber ocasionado una sangrienta ejecución.

Féofar-Khan se mantuvo retirado, en aquel tipo de aislamiento que forma parte del majestuoso rito de los monarcas orientales, a quienes más se admira y sobre todo se teme, cuanto menos se dejan ver.

En cuanto a los prisioneros, iban a ser encerrados en cualquier lugar, maltratados, alimentados apenas y expuestos a todas las inclemencias del tiempo, en espera de que Féofar-Khan resolviera.

Entre todos aquellos desgraciados, Miguel Strogoff era el más dócil y el más paciente. Se dejaba conducir porque lo llevaban adonde él quería ir y por supuesto, en mejores condiciones para su seguridad que si se encontrara libre en el camino de Kolyvan a Tomsk. Escapar antes de haber llegado a esta ciudad era exponerse a caer nuevamente en manos de los invasores, que eran dueños de la estepa. El límite más oriental ocupado hasta entonces por los ejércitos enemigos no estaba situado más allá del meridiano ochenta y dos, que pasa por Tomsk, y por tanto, cuando el correo del Zar consiguiera franquear este meridiano, contaba con estar fuera de la zona invadida, pudiendo atravesar el Yenisei sin peligro llegando a Krasnoiarsk antes de que Féofar-Khan invadiera la provincia.

«Una vez hayamos llegado a Tomsk -se repetía continuamente Miguel Strogoff para reprimir algunos movimientos de impaciencia que a menudo le asaltaban-, en pocos minutos me pondré fuera del alcance de la vanguardia tártara, y con solo doce horas que gane a Féofar-Khan, serán doce horas ganadas también a Ivan Ogareff, que me bastarán para llegar antes que éste a Irkutsk.»

Lo que Miguel Strogoff temía, por encima de todo, era encontrarse en presencia de Ivan Ogareff en el campamento tártaro porque, además de que se exponía a ser reconocido, presentía, por una especie de intuición, que a quien más le interesaba tomar la delantera era a aquel traidor. Comprendía, además, que al reunirse las tropas de Ivan Ogareff con las de Féofar-Khan, se completarían los efectivos del ejército invasor y que, tan pronto como se llevase a cabo esta reunión, todas las fuerzas enemigas marcharían masivamente contra la capital de la Siberia oriental.

Todos sus temores estaban, por tanto, dirigidos hacia ese lado y trataba de escuchar con toda atención para ver si algún toque de trompeta anunciaba la llegada del lugarteniente del Emir.

A estos pensamientos se unía el recuerdo de su madre y de Nadia, prisionera una en Omsk y la otra transportada sobre una de las barcas del Irtyche y, sin duda, ahora una cautiva más, como Marfa Strogoff. ¡Y no podía hacer nada por ellas! ¿Las volvería a ver algún día? Ante esta pregunta, a la que no osaba responderse, se le oprimía dolorosamente el corazón a Miguel Strogoff.

Harry Blount y Alcide Jolivet habían sido conducidos al campamento tártaro al mismo tiempo que Miguel Strogoff y muchos otros prisioneros. Su compañero de viaje en otros tiempos, hecho prisionero a la vez que ellos en la estación telegráfica, sabía que estaban encerrados, como él, en aquel estrecho recinto vigilado por numerosos centinelas, pero no había hecho intención de acercarse a ellos. En aquellos momentos, al menos, le importaba muy poco lo que pudieran pensar de él después de los sucesos de la parada de posta de Ichim. Por otra parte, quería estar solo para obrar con entera libertad en caso necesario, por lo que procuró mantenerse retirado y permanecer a la escucha.

Alcide Jolivet, desde que su compañero había caído herido a su lado, no había cesado de prodigarle sus cuidados.

Durante el trayecto de Kolyvan hasta el campamento, es decir, durante varias horas de marcha, Harry Blount, apoyado en su rival, había podido seguir al convoy de prisioneros.

Habían querido hacer valer su calidad de súbditos francés e inglés, pero de nada les sirvió frente a aquellos bárbaros que sólo respondían con golpes de lanza o de sable.

El periodista inglés tuvo, pues, que seguir la suerte de todos los demas y esperar a reclamar más tarde para obtener satisfacciones sobre semejante trato.

El trayecto, de todas formas, fue doloroso para él porque su herida le hacía sufrir y, sin la asistencia de Alcide Jolivet puede que no hubiera podido llegar al campamento.

El corresponsal francés, que no abandonaba nunca su filosofía práctica, había reconfortado física y moralmente a su colega por medio de todos los recursos que tenía a su alcance. Su primer cuidado, cuando se vio definitivamente encerrado en el campamento, fue inspeccionar la herida de Harry Blount, despojándole hábilmente de las ropas que le molestaban y comprobando, afortunadamente, que la metralla solamente había rozado la espalda, provocando una herida superficial.

-No es nada -dijo-, una simple rozadura. Después de dos o tres curas, querido colega, quedará como nuevo.

-¿Pero, esas curas … ?

-Las haré yo mismo.

-¿Tiene usted algo de médico?

-¡Todos los franceses somos un poco médicos!

Hecha esta afirmación, Alcide Jolivet desgarró su pañuelo haciendo tiras con uno de los pedazos y compresas con el otro, sacó agua de un pozo situado en el centro del recinto, lavó la herida que, por fortuna, no era grave y sujetó hábilmente las tiras mojadas en el hombro de Harry Blount.

-Le curaré con agua -dijo-. Este líquido es todavía el sedante más eficaz que se conoce para el tratamiento de las heridas y el que más se emplea ahora. ¡Los médicos han tardado seis mil años en descubrir esto! ¡Sí! ¡Seis mil años, en cifras redondas!

-Le estoy muy agradecido, señor Jolivet -respondió Harry Blount, tendiéndose sobre un lecho de hojas secas que, a modo de cama, le había preparado su compañero.

-¡Bah! ¡No vale la pena! Usted, en mi lugar, habría hecho lo mismo por mi.

-Yo no sé nada… -respondió un poco ingenuamente Harry Blount.

-¡No bromee! ¡Todos los ingleses son generosos!

-Sin duda, pero los franceses…

-Pues sí, los franceses son buenos; un poco bestias, si usted quiere, pero se les disculpa porque son franceses. Pero no hablemos de eso y, si quiere hacerme caso, no hablemos de nada. El reposo le es ahora absolutamente necesario.

Pero Harry Blount no tenía ningún deseo de callarse. Si el herido debía, por prudencia, guardar reposo, el corresponsal del Daily Telegraph no era hombre que se limitase sólo a escuchar.

-Señor Jolivet -preguntó-. ¿Cree usted que nuestros últimos mensajes habrán podido traspasar la frontera?

-¿Por qué no? -respondió Alcide Jolivet-. Le aseguro que en estos momentos, mi bien amada prima sabe ya lo ocurrido en Kolyvan.

-¿Cuántos ejemplares de sus noticias tira su prima? -preguntó Harry Blount quien, por primera vez, le hizo esta pregunta directa a su colega.

-¡Bueno! -respondió riendo Alcide Jolivet-. Mi prima es una persona muy discreta y no le gusta que se hable de ella y se desesperaría si supiera que turbaba el sueño del que tiene usted tanta necesidad.

-No quiero dormir -respondió Harry Blount-. ¿Qué debe de pensar su prima de los acontecimientos de Rusia?

-Que, por el momento, parecen ir por mal camino. ¡Pero, bah! El gobierno moscovita es poderoso y no puede ser verdaderamente inquietado por una invasión de bárbaros. Siberia no se les escapará de las manos.

-¡La excesiva ambición ha perdido a los más grandes imperios! -sentenció Harry Blount, que no estaba exento de unos ciertos «celos ingleses» hacia las pretensiones rusas en Asia central.

 

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