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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 7)


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Alcide Jolivet, que ya estaba presto para lanzarse, se detuvo, y Nadia, que no les había visto porque llevaba el rostro medio velado por sus cabellos, pasó por delante del Emir sin llamar su atención.

Después de Nadia llegó Marfa Strogoff y, como no se lanzó al suelo con suficiente rapidez, los guardias la empujaron brutalmente.

Marfa Strogoff cayó al suelo.

Su hijo tuvo un movimiento tan terrible que los soldados que le guardaban apenas pudieron dominarlo.

Pero la vieja Marfa se levantó y ya iba a retirarse cuando intervino Ivan Ogareff, diciendo:

-¡Que se quede esta mujer!

En cuanto a Nadia, fue devuelta entre la multitud de prisioneros sin que la mirada de Ivan Ogareff se posara sobre ella.

Miguel Strogoff fue entonces empujado delante del Emir y allí se quedó de pie, sin bajar la vista.

-¡La frente a tierra! -le gritó Ivan Ogareff.

-¡No! -respondió Miguel Strogoff.

Dos guardias quisieron obligarle a inclinarse, pero fueron ellos los que se vieron lanzados contra el suelo por la fuerza de aquel robusto joven.

Ivan Ogareff avanzó hacia Miguel Strogoff, diciéndole:

-¡Vas a morir!

-¡Yo moriré -respondió fieramente Miguel Strogoff-, pero tu rostro de traidor, Ivan, llevará para siempre la infamante marca del knut!

Ivan Ogareff, al oír esta respuesta, palideció intensamente.

-¿Quién es este prisionero? -preguntó el Emir con una voz que por su calma era todavía más amenazadora.

-Un espía ruso -respondió Iva'n Ogareff.

Al hacer de Miguel Strogoff un espía ruso, sabía que la sentencia dictada contra él sería terrible.

Miguel Strogoff se había lanzado sobre Ivan Ogareff, pero los soldados lo retuvieron.

El Emir hizo entonces un gesto ante el cual se inclinó toda la multitud. Despues, a una señal de su mano, le llevaron el Corán; abrió el libro sagrado y puso un dedo sobre una de las páginas.

Para el pensamiento de aquellos orientales, era el destino, o mejor aún, el mismo Dios, quien iba a decidir la suerte de Miguel Strogoff. Los pueblos de Asia central dan el nombre de fal a esta práctica. Después de haber interpretado el sentido del versículo que había tocado el dedo del juez, aplicaban la sentencia, cualquiera que fuese.

El Emir había dejado su dedo apoyado sobre la página del Corán. El jefe de los ulemas, aproximándose, leyó en voz alta un versículo que terminaba con estas palabras.

«Y no verá más las cosas de la tierra.»

-Espía ruso -dijo Féofar-Khan-, has venido para ver lo que pasa en un campamento tártaro ¡Pues abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

 

5

«¡ABRE BIEN LOS OJOS! ¡ABRELOS!»

Miguel Strogoff, con las manos atadas, era mantenido frente al trono del Emir, al pie de la terraza.

Su madre, vencida al fin por tantas torturas físicas y morales, se había desplomado, no osando mirar ni escuchar nada.

«¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!», había dicho Féofar-Khan, tendiendo el amenazador dedo hacia Miguel Strogoff.

Sin duda, Ivan Ogareff, que estaba al corriente de las costumbres tártaras, había comprendido el significado de aquellas palabras, porque sus labios se habían abierto durante un instante con una cruel sonrisa. Después, había ido a situarse tras Féofar-Khan.

Un toque de trompetas se dejó oír enseguida. Era la señal de que comenzaba el espectáculo.

– ¡He aquí el ballet! -dijo Alcide Jolivet a Harry Blount-, pero contrariamente a todas las costumbres, estos bárbaros lo dan antes del drama.

Miguel Strogoff tenía la orden de mirar y miro.

Una nube de bailarinas irrumpió entonces en la plaza y empezaron a sonar los acordes de diversos instrumentos tártaros. La dutara, especie de mandolina de mango largo de madera de moral, con dos cuerdas de seda retorcida y acordadas por cuartas; el kobize, violoncelo abierto en su parte anterior, guarnecido de crines de caballo, que un arco hacía vibrar; la tschibizga, flauta larga, de caña, y trompetas, tambores y batintines, unidos a la voz gutural de los cantores, formando una armonía extraña a la que se agregaron también los acordes de una orquesta aérea, compuesta por una docena de cometas que, suspendidas por cuerdas que partían de su centro, sonaban al impulso de la brisa, como arpas eólicas.

Enseguida comenzaron las danzas.

Las bailarinas eran todas de origen persa y, como no estaban sometidas a esclavitud, ejercían su profesión libremente. Antes figuraban con carácter oficial en las ceremonias de la corte de Teherán, pero desde el advenimiento al trono de la familia reinante estaban casi desterradas del reino y se veían obligadas a buscar fortuna en otras partes.

Vestían su traje nacional y, como adorno, llevaban profusión de joyas. De sus orejas pendían, balanceándose, pequeños triángulos de oro con largos colgantes; aros de plata con esmaltes negros rodeaban sus cuellos; sus brazos y piernas estaban ceñidos por ajorcas, formadas por una doble hilera de piedras preciosas; y ricas perlas, turquesas y coralinas pendían de los extremos de las largas trenzas de sus cabellos. El cinturón que les oprimía el talle iba sujeto con un brillante broche, parecido a las placas de las grandes cruces europeas.

Unas veces solas y otras por grupos, ejecutaron muy graciosamente varias danzas. Llevaban el rostro descubierto pero, de vez en cuando, lo cubrían con un ligero velo, de tal manera que hubiera podido decirse que una nube de gasa pasaba sobre todos aquellos ojos brillantes, como el vapor por un cielo tachonado de luminosas estrellas.

Algunas de estas persas llevaban, a modo de echarpe, un tahalí de cuero bordado en perlas, del que pendía un pequeño saco en forma triangular, con la punta hacia abajo, que ellas abrían en determinados momentos para sacar largas y estrechas cintas de seda de color escarlata y en las cuales podían leerse, en letras bordadas, algunos versículos del Corán.

Estas cintas, que las bailarinas se pasaban de unas a otras, formaban un círculo en el que penetraban otras bailarinas y, al pasar por delante de cada uno de los versículos, practicaban el precepto que contenía, ya postrándose en tierra, ya dando un ligero salto, como para ir a tomar asiento entre las huríes del cielo de Mahoma.

Pero lo más notable, que sorprendió a Alcide Jolivet, fue que aquellas persas se mostraban, en lugar de fogosas, indolentes. Les faltaba entusiasmo y, tanto por el género de las danzas como por su ejecución, recordaban más a las apacibles y decorosas bayaderas de la India que a las apasionadas almeas de Egipto.

Terminada esta primera parte de la fiesta, oyóse una voz que, con grave entonacion, dijo:

-¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

El hombre que repetía las palabras del Emir era un tártaro de elevada estatura, ejecutor de los altos designios de Féofar-Khan. Se había situado detrás de Miguel Strogoff y llevaba en la mano un sable de hoja larga y curvada, una de esas hojas damasquinadas, que han sido templadas por los célebres armeros de Karschi o de Hissar.

Cerca de él, los guardias habían trasladado un trípode sobre el que se asentaba un recipiente en donde ardían, sin producir humo, algunos carbones. La ligera ceniza que los coronaba no era debida más que a la incineración de alguna sustancia resinosa y aromática, mezcla de olíbano y benjuí, que, de vez en cuando, se echaba sobre su superficie.

Mientras tanto, las persas fueron inmediatamente sustituidas por otro grupo de bailarinas, de raza muy diferente, que Miguel Strogoff reconoció enseguida.

Y hay que creer que los dos periodistas también las reconocieron, porque Harry Blound dijo a su colega:

-¡Son las gitanas de Nijni-Novgorod!

-¡Las mismas! -exclamó Alcide Jolivet-. Imagino que a estas espías deben de reportarles más beneficios sus ojos que sus piernas.

Al considerarlas agentes al servicio del Emir, Alcide Jolivet no se equivocaba.

Al frente de las gitanas figuraba Sangarra, soberbia en su extraño y pintoresco vestido, que realzaba más aún su belleza.

Sangarra no bailó, pero situóse como una intérprete de mímica en medio de sus bailarinas, cuyos fantaslosos pasos tenían el ritmo de todos los países europeos que su raza recorre: Bohemía, Egipto, Italia y España. Se animaban al sonido de los platillos que repiqueteaban en sus brazos y a los aires de los panderos, especie de tambores que golpeaban con los dedos.

Sangarra, sosteniendo uno de esos panderos en su mano, no cesaba de hacerlo sonar, excitando a su grupo de verdaderas coribantes.

Entonces avanzó un gitanillo, de unos quince años, llevando en la mano una cítara, cuyas dos cuerdas hacía vibrar por un simple movimiento de sus uñas, y empezó a cantar. Una bailarina que se había colocado junto a él, permaneció inmóvil escuchando; pero cuando el gitano entonó el estribillo de esta extraña canción de ritmo tan bizarro, reemprendía su interrumpida danza, haciendo sonar cerca de él su pandero y sus platillos.

Después del último estribillo, las bailarinas envolvieron al gitano en los mil repliegues de su danza.

En ese momento, una lluvia de oro salió de las manos del Emir y de sus aliados, de las manos de los oficiales de todo grado y, al ruido de las monedas que golpeaban los cimbales de las danzarinas, se mezclaban todavía los últimos sones de las cítaras y los tamboriles.

-¡Pródigos como ladrones! -dijo Alcide Jolivet al oído de su compañero.

Era, en efecto, dinero robado el que caía a puñados, porque mezclados con los tomanes y cequies tártaros, llovían también los ducados y rublos moscovitas.

Después, se hizo el silencio durante un instante y la voz del ejecutor, poniendo su mano en el hombro de Miguel Strogoff, repitió las palabras cuyo eco se volvía cada vez más siniestro:

-¡Abre bien los ojos! ¡Ábrelos!

Pero, esta vez, Alcide Jolivet observó que el ejecutor no tenía ya su sable en la mano.

Mientras tanto, el sol se abatía ya tras el horizonte y una penumbra comenzaba a invadir la campiña. La mancha de pinos y cedros se iba haciendo más negra por momentos, y las aguas del Tom, oscurecidas en la lejanía, se confundían con las primeras brumas. La sombra no podía tardar en adueñarse del anfiteatro que dominaba la ciudad.

Pero, en aquel instante, varios centenares de esclavos, llevando antorchas encendidas, invadieron la plaza. Conducidas por Sangarra, las gitanas y las persas reaparecieron frente al trono del Emir y dieron mayor realce, por el contraste, a sus danzas de tan diversos géneros. Los instrumentos de la orquesta tártara se desataron en una salvaje armonía, acompañada por los gritos guturales de los cantantes. Las cometas, bajadas a tierra, reemprendieron el vuelo, elevándose en toda una constelación de luces multicolores, y sus cuerdas, bajo la fresca brisa, vibraron con mayor intensidad en medio de la aérea iluminación.

Después de esto, un escuadrón de tártaros vino a mezclarse a las danzarinas, con su uniforme de guerra, para comenzar una fantasía pedestre que produjo el más extraño efecto.

Los soldados, con sus sables desenvainados y empuñando largas pistolas, ejecutaron una sarta de ejercicios, atronando el aire al disparar continuamente sus armas de fuego, cuyas detonaciones apagaban los sonidos de los tambores, de los panderos y de las cítaras. Las armas, cargadas con pólvora coloreada, según la moda china, con algún ingrediente metálico, lanzaban llamaradas rojas, verdes y azules, por lo que habría podido decirse que todo aquel grupo se agitaba en medio de unos fuegos de artificio.

En cierta manera, aquella diversión recordaba la cibística de los antiguos, especie de danza militar cuyos corifeos maniobraban bajo las puntas de las espadas y puñales, y cuya tradición es posible que haya sido legada a los pueblos de Asia central; pero la cibística tártara era más bizarra aún a causa de los fuegos de colores que serpenteaban sobre las cabezas de las bailarinas, las lentejuelas de cuyos vestidos semejaban puntos ígneos. Era como un caleidoscopio de chispas, cuyas combinaciones variaban hasta el infinito a cada movimiento de la danza.

Por avezado que estuviera un periodista par¡siense en los especiales efectos de la decoración de los escenarios modernos, Alcide Jolivet no pudo reprimir un ligero movimiento de cabeza que, entre Montmartre y la Madeleine, hubiera querido decir: «No está mal, no está mal.»

Después, de pronto, como a una señal, apagáronse aquellos fuegos de fantasía, cesaron las danzas y desaparecieron las bailarinas. La ceremonia había terminado y únicamente las antorchas iluminaban el anfiteatro que unos instantes antes estaba cuajado de luces.

A una señal del Emir, Miguel Strogoff fue empujado al centro de la plaza.

-Blount -dijo Alcide Jolivet a su compañero-. ¿Es que se queda usted a ver el final de todo esto?

-Por nada del mundo -le respondió Harry Blount.

-¿Supongo que los lectores del Daily Telegraph no son aficionados a los detalles de una ejecucion al estilo tártaro?

-No mas que su prima.

-¡Pobre muchacho! -prosiguió Alcide Jolivet, mirando a Miguel Strogoff-. ¡Este valiente soldado merecía morir en el campo de batalla!

-¿Podemos hacer algo para salvarlo? -dijo Harry Blount.

-No podemos hacer nada.

Los dos periodistas se acordaban de la generosa conducta de Miguel Strogoff hacia ellos, y ahora sabían por qué clase de pruebas había tenido que atravesar, siendo esclavo de su deber y, sin embargo, entre aquellos tártaros que no conocen la piedad, no podían hacer nada por él.

Poco deseosos de asistir al suplicio reservado a ese desafortunado, volvieron a la ciudad.

Una hora más tarde, galopaban sobre la ruta de Irkutsk y entre las tropas rusas iban a intentar seguir lo que Alcide Jolivet denominaba «la campaña de la revancha».

Mientras tanto, Miguel Strogoff estaba de pie, mirando altivamente al Emir o despreciativamente a Ivan Ogareff. Esperaba la muerte y, sin embargo, se hubiera buscado vanamente en él un síntoma de debilidad.

Los espectadores, que permanecían aún en los alrededores de la plaza, así como el estado mayor de Féofar-Khan, para quienes el suplicio no era más que una atracción más de la fiesta, esperaban a que la ejecución se cumpliese. Después, satisfecha su curiosidad, toda esta horda de salvajes iría a sumergirse en la embriaguez.

El Emir hizo un gesto y Miguel Strogoff, empujado por los guardias, se aproximó a la terraza y entonces, en aquella lengua tártara que el correo del Zar comprendía, dijo:

-¡Tú, espía ruso, has venido para ver! ¡Pero estás viendo por última vez! ¡Dentro de un instante, tus ojos se habrán cerrado para toda luz!

¡No era, pues, a la muerte, sino a la ceguera, a lo que había sido condenado Miguel Strogoff! ¡Perder la vista era, si cabe, mucho más terrible que perder la vida! El desgraciado estaba condenado a quedar ciego.

Sin embargo, al oír la sentencia pronunciada por el Emir, Miguel Strogoff no mostró ningún signo de debilidad. Permaneció impasible, con sus grandes ojos abiertos, como si hubiera querido concentrar toda su vida en la última mirada. Suplicar a aquellos feroces hombres era inútil y, además, indigno de él. Ni siquiera pasó por su pensamiento. Su imaginación se concentró en su misión fracasada irrevocablemente, en su madre, en Nadia, a las que no volvería a ver. Pero no dejó que la emoción que sentía se exteriorizase.

Después, el sentimiento de una venganza por cumplir invadió todo su ser y volviéndose hacia Ivan Ogareff, le dijo con voz amenazadora:

-¡Ivan! ¡Ivan el traidor, la última amenaza de mis ojos será para ti!

Ivan Ogareff se encogió de hombros.

Pero Miguel Strogoff se equivocaba; no era mirando a Ivan Ogareff como iban a cerrarse para siempre sus ojos.

Marfa Strogoff acababa de aparecer frente a él.

.¡Madre mía! -gritó-. ¡Sí, sí! ¡Para ti será mi última mirada, y no para este miserable! ¡Quédate ahí, frente a mí! ¡Que vea tu rostro bienamado! ¡Que mis ojos se cierren mirándote … !

La vieja siberiana, sin pronunciar ni una palabra avanzó …

.¡Apartad a esa mujer! -gritó Ivan Ogareff.

Dos soldados apartaron a Marfa Strogoff, la cual retrocedió, pero permaneció de pie, a unos pasos de su hijo.

Apareció el verdugo. Esta vez llevaba su sable desnudo en la mano, pero este sable, al rojo vivo, acababa de retirarlo del rescoldo de carbones perfumados que ardían en el recipiente.

¡Miguel Strogoff iba a ser cegado, siguiendo la costumbre tártara, pasándole una lámina ardiendo por delante de los ojos!

El correo del Zar no intentó resistirse. ¡Para sus ojos no existía nada más que su madre, a la que devoraba con la mirada! ¡Toda su vida estaba en esta última visión!

Marfa Strogoff, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los brazos extendidos hacia él, lo miraba…

La lámina incandescente pasó por delante de los ojos de Miguel Strogoff.

Oyóse un grito de desesperación y la vieja Marfa cayó inanimada sobre el suelo.

Miguel Strogoff estaba ciego.

Una vez ejecutada su orden, el Emir se retiró con todo su cortejo. Pronto sobre la plaza no quedaron más que Ivan Ogareff y los portadores de las antorchas.

¿Quería, el miserable, insultar todavía más a su víctima y, después del ejecutor, darle el tiro de gracia?

Ivan Ogareff se aproximó a Miguel Strogoff, el cual, al oírlo que iba hacia él, se enderezó.

El traidor sacó de su bolsillo la carta imperial, la abrió y, con toda su cruel ironía, la puso delante de los ojos apagados del correo del Zar, diciendo:

-¡Lee ahora, Miguel Strogoff, lee, y ve a contar a Irkutsk todo lo que hayas leído! ¡El verdadero correo del Zar es, ahora, Ivan Ogareff!

Dicho esto, cerró la carta, introduciéndola en el bolsillo y después, sin volverse, abandonó la plaza, seguido por los portadores de las antorchas.

Miguel Strogoff se quedó solo, a algunos pasos de su madre inanimada, puede que muerta.

A lo lejos, se podían oír los gritos, los cantos, todos los ruidos de la orgía que se desarrollaba. Tomsk brillaba de lluminacion como una ciudad en fiesta.

Miguel Strogoff aguzó el oído. La plaza estaba silenciosa y como desierta.

Arrastrándose, tanteando, hacia el lugar en donde su madre había caído, encontró su mano y se inclinó hacia ella, y aproximando su cara a la suya, escuchó los latidos de su corazón. Después, parecía como si le hablase en voz baja.

¿Vivía la vieja Marfa todavía y entendió lo que le dijo su hijo?

En cualquier caso, no hizo ningún movimiento.

Miguel Strogoff besó su frente y sus cabellos blancos.

Después se levantó y, tanteando con los pies, intentaba también guiarse extendiendo sus manos, caminando, poco a poco, hacia el extremo de la plaza.

De pronto, apareció Nadia.

Fue directamente hacia su compañero y con un puñal que llevaba consigo, cortó las ligaduras que sujetaban los brazos de Miguel Strogoff.

Éste, estando ciego, no sabía quién le liberaba de sus ataduras, porque Nadia no había pronunciado ninguna palabra.

Pero de pronto dijo:

-¡Hermano!

-¡Nadia, Nadia! -murmuró Miguel Strogoff.

-¡Ven, hermano! -respondió Nadia-. Mis ojos serán los tuyos a partir de ahora. ¡Yo te conduciré a Irkutsk!

6

UN AMIGO EN LA GRAN RUTA

Media hora después, Miguel Strogoff y Nadia habían abandonado la ciudad de Tomsk.

Un cierto número de prisioneros pudo escapar aquella noche de manos de los tártaros, porque oficiales y soldados, embrutecidos por el alcohol, habían relajado inconscientemente la severa viligancia mantenida en el campamento de Zabediero y durante la marcha del convoy.

Nadia, después de ser conducida con los demás prisioneros, pudo huir y llegar al anfiteatro en el momento en que Miguel Strogoff era conducido a presencia del Emir.

Allí, mezclada entre la multitud, lo había visto todo, pero no se le escapó un solo grito cuando el sable, al rojo vivo, pasó ante los ojos de su compañero. Tuvo la fuerza suficiente para permanecer inmovil y muda. Una providencial inspiración le dijo que reservara su libertad para guiar al hijo de Marfa Strogoff a la meta que había jurado alcanzar. Su corazon, por un momento, dejó de latir cuando la vieja siberiana cayó desmayada, pero un pensamiento le devolvió toda su energía:

« ¡Yo seré el lazarillo de este ciego! », se dijo.

Después de la partida de Ivan Ogareff, Nadia permaneció escondida entre las sombras. Había esperado a que la multitud desalojara el anfiteatro en el que Miguel Strogoff, abandonado como un ser miserable del que nada puede temerse, había quedado solo. Le vio arrastrarse hasta su madre, inclinarse hacia ella, besarle la frente y después levantarse y huir tanteando…

Unos instantes después, ella y él, cogidos de la mano, habían descendido del escarpado talud y, siguiendo la margen del Tom hasta el límite de la ciudad, habían franqueado una brecha del recinto.

La ruta de Irkutsk era la única que se dirigía hacia el este. No podía equivocarse.

Nadia hacía caminar rápidamente a Miguel Strogoff porque era posible que al día siguiente, después de algunas horas de orgía, los exploradores del Emir se lanzaran de nuevo por la estepa, cortando toda comunicación. Interesaba, pues, adelantarse a ellos y llegar a Krasnoiarsk, a quinientas verstas (533 kilómetros) de Tomsk y no abandonar la gran ruta más que en caso imprescindible. Lanzarse fuera de la ruta trazada era lanzarse hacia la incertidumbre y lo desconocido; era la muerte a breve plazo.

¿Cómo pudo Nadia soportar la fatiga de aquella noche del 16 al 17 de agosto? ¿Cómo encontró la fortaleza física necesaria para recorrer tan larga etapa? ¿Cómo sus pies, sangrando por una marcha forzada, pudieron conducirla? Es casi incomprensible. Pero no es menos cierto que al día siguiente, doce horas después de su partida de Tomsk, Miguel Strogoff y ella se encontraban en el villorrio de Semilowskoe, habiendo recorrido cincuenta verstas.

Miguel Strogoff no había pronunciado ni una sola palabra. No era Nadia quien sujetaba su mano, sino que era él quien retuvo la de su compañera durante toda la noche; pero gracias a aquella mano que le guiaba únicamente con sus estremecimientos, había podido marchar a paso ordinario.

Semilowskoe estaba casi enteramente abandonado. Los habitantes, temerosos de los tártaros, habían huido a la provincia de Yeniseisk. Apenas dos o tres casas estaban todavía habitadas. Todo lo que la cíudad podía contener de útil o valioso había sido transportado sobre carretas.

Sin embargo, Nadia tenía necesidad de hacer allí un alto de algunas horas porque ambos estaban necesitados de alimento y de reposo.

La joven condujo, pues, a su compañero hacia un extremo del pueblo, donde había una casa vacía con la puerta abierta y entraron en ella. Un banco de madera se hallaba en el centro de la habitación, cerca de ese fogón que es común en todas las viviendas siberianas, y se sentaron en él.

Nadia miró entonces detenidamente la cara de su compañero ciego, como no la había mirado nunca hasta ese momento. En su mirada habíamucho más que agradecimiento, mucho más que piedad. Si Miguel Strogoff hubiera podido verla, habría leído en su hermosa y desolada mirada la expresión de una devoción y una ternura infinitas.

Los párpados del ciego, quemados por la hoja incandescente, tapaban a medias sus ojos, absolutamente secos. La esclerótica estaba ligeramente plegada y como encogida; la pupila, singularmente agrandada; el iris parecía tener un azul más pronunciado que anteriormente; las cejas y las pestañas habían quedado socarradas en parte; pero, al menos en apariencia, la mirada tan penetrante del joven no parecía haber sufrido ningún cambio. Si no veía, si su ceguera era completa, era porque la sensibilidad del nervio óptico había sido radicalmente destruida por el calor del acero.

En ese momento, Miguel Strogoff extendió las manos preguntando:

-¿Estás aquí, Nadia?

-Sí -respondió la joven-, estoy a tu lado y no te dejaré nunca, Miguel.

Al oír su nombre, pronunciado por Nadia por primera vez, Miguel Strogoff se estremeció. Comprendió que su compañera lo sabía todo; lo que él era y los lazos que le unían a la vieja Marfa.

-Nadia –dijo-, va a ser necesario que nos separemos…

-¿Separarnos? ¿Y eso por qué, Miguel?

-No quiero ser un obstáculo en tu viaje. Tu padre te espera en Irkutsk y es necesario que te reunas con él.

-¡Mi padre, Miguel, me maldeciría si te abandonara después de lo que has hecho por mí!

-¡Nadia, Nadia! -respondió Miguel Strogoff, apretando la mano que la joven había puesto sobre la suya-. ¿Quieres, pues, renunciar a ir a Irkutsk?

-Miguel -replicó la joven-, tú tienes más necesidad de mí que mi padre. ¿Renuncias tú a ir a Irkutsk?

-¡Jamás! -gritó Miguel Strogoff con un tono que denotaba que no había perdido nada de su energía.

-Pero, sin embargo, no tienes la carta…

-¡La carta que Ivan Ogareff me ha robado… ¡Pues bien! ¡Sabré pasar sin ella! ¿No me han tratado ellos de espía? ¡Pues me comportaré como un espía! ¡Diré en Irkutsk todo lo que he visto, todo lo que he oído y te juro por Dios vivo que el traidor me encontrará un día cara a cara! Pero es preciso que llegue antes que él a Irkutsk.

-¿Y hablas de separarnos, Miguel?

-Nadia, aquellos miserables me han dejado sin nada.

-¡Me quedan algunos rublos y mis ojos! ¡Puedo ver por ti, Miguel, y te conduciré allá, porque tú solo nunca llegarías!

-¿Y cómo iremos?

-A pie.

-¿Cómo viviremos?

-Mendigando.

-Partamos, Nadia.

-Vamos, Miguel.

Los dos jóvenes no se daban ya el nombre de hermano y hermana. En su miseria común, se sentían mas estrechamente unidos uno al otro. Juntos dejaron la casa, después de haber descansado unas horas. Nadia, recorriendo las calles del poblado, se había procurado algunos pedazos de tchornekhleb, especie de pan hecho de cebada, y un poco de esa aguamiel, conocida en Rusia con el nombre de meod.

Esto no le había costado nada, porque Nadia había comenzado su tarea de mendigo. El pan y la aguamiel habían aplacado, bien que mal, el hambre y la sed de Miguel Strogoff. Nadia le había reservado la mayor parte de esta insuficiente comida y Miguel comía los pedazos de pan que su compañera le daba, uno tras otro, bebiendo en la cantimplora que ella llevaba a sus labios.

-¿Comes tú, Nadia? -preguntó él varias veces.

-Sí, Miguel -respondía siempre la joven, que se contentaba con los restos que dejaba su compañero.

Miguel y Nadia abandonaron Semilowskoe y reemprendieron el penoso camino hacia Irkutsk. La joven resistía enérgicamente tanta fatiga, pero si Miguel Strogoff la hubiera visto, puede que no hubiera tenido coraje para seguir adelante. Pero como Nadia no se quejaba, ni lanzaba ningún suspiro, Miguel Strogoff marchaba con una rapidez que no era capaz de reprimir. ¿Pero, por qué? ¿Podía esperar aún adelantarse a los tártaros? Iba a pie, sin dinero y estaba ciego, y si Nadia, su único guía, le faltase, no tendría más remedio que acostarse sobre uno de los lados de la ruta y morir miserablemente. Pero si finalmente, a fuerza de energía llegaban a Krasnolarsk, aún no estaba todo perdido, puesto que el gobernador, al que se daría a conocer, no dudaría en proporcionarle los medios necesarios para llegar a Irkutsk.

Miguel Strogoff caminaba, pues, absorto en sus pensamientos y hablaba poco. Teniendo cogida la mano de Nadia, ambos estaban en comunicación incesante. Les parecía que no había necesidad de palabras para intercambiar sus pensamientos. De vez en cuando Miguel Strogoff decía:

-Háblame, Nadia.

-¿Para qué, Miguel? ¿No son los mismos nuestros pensamientos? -respondía la joven, procurando que su voz no delatara ninguna fatiga.

Pero algunas veces, como si su corazón dejase de latir por un instante, sus piernas se debilitaban, su paso se hacía más lento, su brazo se estiraba y se quedaba atrás. Miguel Strogoff se paraba entonces, y fijaba sus ojos sobre la pobre muchacha como si intentase verla a través de la oscuridad que llevaba consigo. Su pecho se hinchaba y sosteniendo más fuertemente a su compañera, continuaba adelante.

Sin embargo, en medio de las miserias que no les daban tregua, una circunstancia afortunada iba a producirse, evitando a ambos muchas fatigas.

Hacía alrededor de dos horas que habían salido de Semilowskoe, cuando Miguel Strogoff se paró preguntando:

-¿Está desierta la ruta?

-Absolutamente desierta -respondió Nadia.

-¿No oyes ningún ruido detrás de nosotros?

-Sí.

-Si son tártaros, es preciso que nos ocultemos Obsérvalo bien.

-¡Espera, Miguel! -respondió Nadia, retrocediendo un poco y situándose unos pasos hacia la derecha.

Miguel Strogoff quedó solo por unos instantes escuchando atentamente.

Nadia volvio casi enseguida, diciendo:

-Es una carreta que va conducida por un joven

-¿Va solo?

-Solo.

Miguel Strogoff dudó por un momento. ¿Debía esconderse? ¿Debía, por el contrario, intentar la suerte de encontrar sitio en ese vehículo, si no por él, por ella? Él se contentaría con apoyar unicamente una mano en la carreta, incluso la empujaría en caso de necesidad, porque sus piernas estaban muy lejos de fallarle, pero presentía que Nadia, arrastrada a pie desde la travesía del Obi, es decir, desde hacía ocho días, había llegado al final de sus fuerzas.

Esperó, pues.

La carreta no tardó en llegar al recodo de la ruta. Era un vehículo bastante deteriorado, pero podía transportar tres personas, lo que en el país recibe el nombre de kibitka.

Normalmente una kzbitka está tirada por tres caballos, pero aquélla era arrastrada por uno solo, de largo pelo y larga cola, cuya sangre mongol le aseguraba vigor y coraje.

La conducía un muchacho que tenía a su lado un perro.

Nadia reconoció que este joven era ruso. Tenía una expresión dulce y flemática que inspiraba confianza y no parecía desde luego, el hombre más apresurado del mundo. Iba a paso tranquilo, para no cansar al caballo, y, al verle, no se hubiera podido creer que marchaba sobre una ruta que los tártaros podían cortar de un momento a otro.

Nadia, manteniendo a Miguel Strogoff cogido de la mano, se apartó a un lado del camino.

La kibitka se detuvo y el conductor miró a la joven sonriendo.

-¿Adónde vais vosotros de esta manera? -preguntó, poniendo ojos redondos como platos.

El sonido de aquella voz le era familiar a Miguel Strogoff y fue sin duda suficiente para reconocer al conductor de la kibitka y tranquilizarse, ya que su frente se distendió enseguida.

-¡Bueno! ¿Adónde vais? -repitió el joven, dirigiéndose más de lleno a Miguel Strogoff.

-Vamos a Irkutsk -respondió éste.

-¡Oh! ¡No sabes, padrecito, que hay verstas y verstas todavía hasta Irkutsk!

-Lo sé.

-¿Y vas a pie?

-A pie.

-Tú, bueno, ¿pero la señorita … ?

-Es mi hermana -dijo Miguel Strogoff, que creyó prudente devolver ese calificativo a Nadia.

-¡Sí, tu hermana, padrecito! ¡Pero créeme que no podrá llegar jamás a Irkutsk!

-Amigo -respondió Miguel Strogoff aproximándose-, los tártaros nos han despojado de todo cuanto teníamos y no me queda un solo kopek que ofrecerte; pero si quieres poner a mi hermana a tu lado, yo te seguiré a pie, correré si es necesario y no te haré perder ni una hora…

-¡Hermano! -gritó Nadia-. ¡No quiero! ¡No quiero! ¡Señor, mi hermano está ciego!

-¡Ciego! -respondió el joven, conmovido.

-¡Los tártaros le han quemado los ojos! -dijo, tendiendo sus manos como implorando piedad.

-¿Quemado los ojos? ¡Oh! ¡Pobre padrecito! Yo voy a Krasnoiarsk. ¿Por qué no montas con tu hermana en la kibitka? Estrechándonos un poco cabremos los tres. Además, mi perro no pondrá inconveniente en ir a pie. Pero voy despacio para no cansar a mi caballo.

-¿Cómo te llamas, amigo? -preguntó Miguel Strogoff.

-Me llamo Nicolás Pigassof.

-Es un nombre que no olvidaré nunca -respondió el correo del Zar.

-Bien, pues sube, padrecito ciego. Tu hermana estará cerca de ti, en la parte de atrás de la carreta. Yo iré delante para conducir. Hay ahí un buen montón de corteza de abedul y paja de cebada. Estaréis como en un nido. ¡Vamos, Serko, déjanos sitio!

El perro se apeó sin hacerse de rogar. Era un animal de raza siberiana, de pelo gris y talla pequeña, con una gruesa y bondadosa cabeza, que parecía estar muy compenetrado con su dueño.

Miguel Strogoff y Nadia, en un instante, estuvieron instalados en la kibitka y el correo del Zar extendió sus manos como buscando las de Nicolás Pigassof.

-¡Aquí están mis manos, si quieres estrecharlas! -dijo Nicolás-. ¡Aquí están, padrecito! ¡Estréchalas todo lo que te plazca!

La kibitka reanudó la marcha. El caballo, al que Nicolás no golpeaba nunca, iba a paso de andadura. Si Miguel Strogoff no iba a ganar en rapidez, al menos le ahorraba a Nadia nuevas fatigas.

Era tal el estado de agotamiento de la joven que, al sentirse balanceada por el monótono movimiento de la kzbitka, cayó en una completa postración. Miguel Strogoff y Nicolás la acostaron sobre el follaje de abedul, acomodándola lo mejor que les fue posible.

El compasivo muchacho estaba profundamente conmovido por el estado de la joven, y si Miguel Strogoff no derramó ninguna lágrima fue porque la hoja del sable al rojo vivo le había quemado los lacrimales.

-Es muy linda –dijo Nicolás.

-Sí -respondió Miguel Strogoff.

-¡Quieren ser fuertes, padrecito, valientes, pero en el fondo, son tan frágiles estas muchachas! ¿Venís de muy lejos?

-Sí.

-¡Pobres! ¡Debieron de hacerte mucho daño, los tártaros, cuando te quemaron los ojos!

-Mucho daño -respondió el correo del Zar, volviéndose hacia Nicolás como si hubiera querido verle.

-¿No lloraste?

-Sí.

-¡Yo también hubiera llorado! ¡Pensar que ya no verás más a los seres queridos! ¡Claro que ellos te ven a ti! ¡Esto siempre puede ser un consuelo!

-Sí, puede serlo. Díme, amigo. ¿No me has visto tú en ninguna parte? -preguntó Miguel Strogoff.

-¿A ti, padrecito? No, jamás.

-Es que tu voz no me es desconocida.

-¡Veamos! -respondió Nicolás, sonriendo-. ¡Dices que conoces mi voz! ¡Puede que lo que quieras saber es de dónde vengo! ¡Pues yo te lo diré! Vengo de Kolyvan.

-¿De Kolyvan? -dijo Miguel Strogoff-. Entonces fue allí donde nos encontramos. ¿No estabas tú en la estación telegráfica?

-Puede ser -respondió Nicolás-, yo estaba allí. Era el encargado de transmitir los telegramas.

-¿Te quedaste hasta el último momento?

-¡Claro! ¡Es, sobre todo en esos momentos, cuando se debe estar!

-¿Estuviste el día en que un inglés y un francés se pelearon, dinero en mano, para ocupar el primer puesto de la ventanilla, y que el inglés transmitió los primeros versículos de la Biblia?

-Es posible, padrecito, pero no me acuerdo.

-¡Cómo! ¿No te acuerdas?

-Yo no leo nunca los telegramas que transmito. Mi deber es olvidarlos y, para ello, lo mejor es ignorarlos.

Esta respuesta de Nicolás Pigassof lo definía.

Mientras tanto, la kibitka continuaba caminando a su aire lento, que Miguel Strogoff hubiera querido hacer más rápido, pero Nicolás y su caballo estaban acostumbrados a un ritmo de marcha que ni uno ni otro hubieran podido abandonar. El caballo andaba durante tres horas seguidas y descansaba una. Y así, noche y día. Durante los altos en el camino, el caballo pastaba y los viajeros comían en compañía del fiel Serko. El carruaje estaba aprovisionado por lo menos para veinte personas y Nicolás, generosamente, había puesto todas las reservas a disposición de sus dos huéspedes, a quienes consideraba como hermanos.

Después de una jornada de reposo, Nadia recobró en parte sus fuerzas. Nicolás velaba para que estuviera lo más cómoda posible. El viaje se hacía en unas condiciones soportables, lentamente, sin duda, pero con regularidad. Ocurría a menudo que, durante la noche, Nicolás se dormía y roncaba con tal convicción que ponía de manifiesto la tranquilidad de su conciencia. En aquellas ocasiones, si hubiera podido ver, hubiese visto las manos de Miguel Strogoff tomando las bridas del caballo y hacerle caminar a paso más rápido, con gran asombro de Serko que, sin embargo, no decía nada. Después, cuando Nicolás se despertaba, el trote se convertía inmediatamente en el paso anterior, pero la kibitka ya había ganado al menos unas cuantas verstas sobre su velocidad reglamentaria.

De este modo atravesaron el río Ichimsk, los pueblos de Ichimskoe, Berlkylskoe, Kuskoe, el río Mariinsk, el pueblo del mismo nombre, Bogostowlskoe y, finalmente, el Tchula, pequeño río que separaba la Siberia occidental de la oriental. La ruta discurría tan pronto a través de inmensos paramos, que ofrecían un vasto horizonte a las miradas, como a través de interminables y tupidos bosques de abetos, de los que parecía que no iban a salir jamás.

Todo estaba desierto. Los pueblos habían quedado casi enteramente abandonados. Los campesinos huyeron más allá del Yenisei, confiando en que este gran río pudiera frenar el avance de los tártaros.

El 22 de agosto, la kibitka llegó al pueblo de Atchinsk, a trescientas ochenta verstas de Tomsk. Les separaban aún de Krasnoiarsk ciento veinte verstas.

No se había presentado ningún incidente durante los seis días que viajaban los tres juntos, durante los cuales cada uno había conservado su actitud; uno siempre con su inalterable calma y los otros dos, inquietos, deseando que llegara el momento en que su compañero se separase de ellos.

Puede decirse que Miguel Strogoff veía el paisaje por el que atravesaban, por los ojos de Nicolás y Nadia. Ambos jóvenes se turnaban para explicarle los sitios por donde pasaba la kibitka y siempre sabía si estaban en medio de un bosque o en una planicie, si se veía alguna cabaña en la estepa, o si algún siberiano aparecía en el horizonte. Nicolás no callaba ni un momento. Le gustaba conversar y, cualquiera que fuese su manera de ver las cosas, era agradable escucharle.

Un día, Miguel Strogoff le preguntó qué tiempo hacía.

-Bastante bueno, padrecito -respondió-, pero son los últimos días de verano. El otoño es corto en Siberia y muy pronto sufriremos los primeros fríos del invierno. ¿Es posible que los tártaros piensen acantonarse durante la estación fría?

Miguel Strogoff movió la cabeza en señal de duda.

¿No lo crees, padrecito? -respondió Nicolás-. ¿Piensas que avanzarán hacia Irkutsk? –

-Temo que así sea -respondió Miguel Strogoff.

-Sí… Tienes razón. Tienen con ellos un sujeto maldito que no les dejará que se enfríen por el camino. ¿Has oído hablar de Ivan Ogareff?

-Sí.

-¿Sabes que no está bien eso de traicionar a su patria?

-No… No está bien… -respondió Miguel Strogoff, que deseaba permanecer impasible.

-Padrecito -continuó Nicolás-, encuentro que te indignas bastante cuando hablo ante ti de Ivan Ogareff. ¡Tu corazón de ruso debe de saltar cuando se pronuncia ese nombre!

-Créeme, amigo, le odio yo más de lo que tú podrás odiarle nunca -dijo Miguel Strogoff.

-¡Eso no es posible! -respondió Nicolás-. ¡No, no es posible! ¡Cuando pienso en Ivan Ogareff, en el daño que ha hecho a nuestra santa Rusia, me domina la cólera, y si lo tuviera delante de mí..

-¿Qué harías … ?

-Yo creo que lo mataría.

-Estoy seguro -respondió tranquilamente Miguel Strogoff.

7

EL PASO DEL YENISEI

El 25 de agosto, a la caída de la tarde, la kibitka llegaba a la vista de Krasnoiarsk. El viaje desde Tomsk había durado ocho días y si no pudo hacerse más rápidamente, pese a los esfuerzos de Miguel Strogoff, era porque Nicolás había dormido poco. De ahí la imposibilidad de activar la marcha del caballo, el cual, guiado por otras manos, no hubiera tardado más de sesenta horas en hacer ese mismo recorrido.

Afortunadamente, todavía no se veía ningún tártaro. Los exploradores no habían aparecido sobre la ruta que acababa de recorrer la kibitka, lo cual era bastante inexplicable. Evidentemente, era preciso que algo grave hubiera ocurrido para impedir que las tropas del Emir se lanzaran sin retardo sobre Irkutsk.

Esta circunstancia, efectivamente, se había producido. Un nuevo cuerpo de ejército ruso, reunido a toda prisa en el gobierno de Yeniseisk, había marchado sobre Tomsk con el fin de intentar recuperar la ciudad, pero eran unas fuerzas demasiado débiles para enfrentarse contra todas las fuerzas que el Emir tenía allí concentradas, y se habían visto obligados a batirse en retirada.

Féofar-Khan tenía bajo su mando, contando a sus propias tropas y las de los khanatos de Khokhand y de Kunduze, doscientos cincuenta mil hombres, a los que el gobierno ruso todavía no estaba en situación de oponer una resistencia eficiente. La invasion, pues, no parecía que iba a ser detenida de inmediato y toda aquella masa de tártaros podían marchar sobre Irkutsk.

La batalla de Tomsk había tenido lugar el 22 de agosto, lo cual ignoraba Miguel Strogoff y explicaba por qué la vanguardia del Emir no había aparecido todavía por Krasnoiarsk el día 25.

Pero, por otra parte, aunque Miguel Strogoff no podía conocer los últimos acontecimientos que se habían desarrollado después de su partida, al menos sabía que llevaba varios días de ventaja a los tártaros, por lo que no debía desesperar de llegar antes que ellos a Irkutsk, todavía distante unas ochocientas cincuenta verstas (900 kilómetros).

Además, confiaba que en Krasnolarsk, población que contaba con unos doce mil habitantes, no le iban a faltar los medios de transporte. Ya que Nicolás tenía que quedarse en esta ciudad, sería preciso reemplazarlo por un guía y sustituir la kibitka por otro vehículo más rápido.

Miguel Strogoff, después de dirigirse al gobernador de la ciudad y de haber establecido su identidad -cosa que no le sería difícil-, no dudaba de que éste pondría a su disposición los medios necesarios para llegar a Irkutsk lo más rápidamente posible. En ese caso, no tendría otro deber que dar las gracias al valiente Nicolás Pigassof y reanudar la marcha inmediatamente con Nadia, a la cual no quería dejar antes de haberla puesto en manos de su padre.

Sin embargo, si Nicolás había resuelto quedarse en Krasnoiarsk era a condición, como había dicho, de encontrar un empleo.

Efectivamente, este empleado modelo, después de haberse quedado en la estación telegráfica hasta el último momento, intentaba ponerse de nuevo a disposición de la Administración, repitiéndose a sí mismo que no quería tocar un sueldo que no hubiera antes ganado.

Así que, en caso de que sus servicios no fueran útiles en Krasnoiarsk, caso de que estuviera todavía en comunicación telegráfica con Irkutsk, se proponía desplazarse a la estación de Udinsk o, en caso preciso, hasta la misma capital de Siberia. En este caso, pues, continuaría el viaje con los dos hermanos, los cuales no podrían encontrar un guía más seguro ni un amigo más devoto.

La kibitka se encontraba ya solamente a una media versta de Krasnoiarsk y a derecha e izquierda se veían numerosas cruces de madera que se levantaban a ambos lados del camino en las proximidades de la ciudad.

Eran las siete de la tarde y sobre el claro del cielo se perfilaban las siluetas de las iglesias y de las casas construidas sobre la alta pendiente de las margenes del Yenisei. Las aguas del río reflejaban las últimas luces del crepúsculo.

La kibitka se paro.

-¿Dónde estamos, hermana? -preguntó Miguel Strogoff.

-A una media versta de las primeras casas -respondió Nadia.

-¿Es ésta una ciudad dormida? -continuó Miguel Strogoff—–. No oigo ni un solo ruido.

-Y yo no veo brillar ni una sola luz en las sombras, ni una sola columna de humo elevarse en el aire -continuó Nadia.

-¡Singular ciudad! ¡No se oye ningún ruido y se acuesta temprano!

Miguel Strogoff tuvo un presentimiento de mal augurio. No había comunicado a Nadia las esperanzas que había depositado sobre Krasnolarsk, en donde esperaba encontrar los medios para proseguir con seguridad el viaje. ¡Temía tanto recibir, una vez más, una decepción! Pero Nadia había adivinado su pensamiento, aunque no comprendía del todo por qué su compañero tenía tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que no tenía en su poder la carta imperial. Un día, hasta le había preguntado sobre este particular.

-He jurado ir a Irkutsk -se contentó responderle.

Pero, para cumplir su misión, aún tenía que encontrar un medio rápido de transporte en Krasnolarsk.

-Bien, amigo -dijo a Nicolás-. ¿Por qué no avanzamos?

-Es que temo despertar a los habitantes de la ciudad, con el ruido de mi carreta.

Y, con un ligero golpe de látigo, Nicolás estimuló a su caballo. Serko lanzó algunos ladridos y la kibitka recorrió al trote corto el camino que se adentraba en Krasnoiarsk. Diez minutos después entraban en la calle principal.

¡La ciudad estaba desierta! En aquella «Atenas del norte», como la ha llamado la señora Bourboulon, no había ni un solo ateniense; ni uno solo de sus carruajes, tan brillantemente enjaezados, recorría las calles espaciosas y limpias; ni un solo paseante andaba por las aceras, construidas en la base de las magníficas casas de madera, de aspecto monumental. Ni un solo siberiano, vestido a la última moda francesa, se paseaba por su admirable parque, levantado entre un bosque de abedules, que se extiende hasta la orilla del Yenisei. La gran campana de la catedral estaba muda; los esquilones de las demás iglesias guardaban silencio, siendo raro, sin embargo, que una ciudad rusa no esté llena del sonido de sus campanas. Esto era el abandono completo. ¡No había un solo ser viviente en esta ciudad, poco antes tan animada!

El último mensaje que habíase recibido del gabinete del Zar antes de la interrupción de las comunicaciones contenía la orden al gobernador, a la guarnición y habitantes, cualquiera que fuese su raza y condición, de abandonar Krasnoiarsk, llevándose consigo cualquier objeto que tuviera algún valor o que pudiera servir de alguna utilidad a los invasores, yendo a refugiarse a Irkutsk. Y la misma orden había sido transmitida a todos los pueblos de la provincia.

El gobierno moscovita quería dejar un desierto frente a los invasores. Estas órdenes, a lo Rostopschin, nadie soñó en discutirlas ni un solo instante, siendo ejecutadas inmediatamente, por lo que no había quedado ni un ser viviente en Krasnolarsk.

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás recorrieron silenciosamente las calles de la ciudad, experimentando una involuntaria sensación de estupor. Ellos solos producían los únicos ruidos que se dejaban oír en aquella ciudad muerta. Miguel Strogoff no dejaba traslucir los sentimientos que experimentaba en aquel instante; pero le fue imposible dominar un movimiento de rabia por la mala suerte que le perseguía, haciendo que fallasen una vez más sus esperanzas.

-¡Dios mío! -exclamó Nicolás-. ¡jamás ganaré mi sueldo en este desierto!

-Amigo -dijo Nadia-. Tendrás que reemprender la marcha con nosotros.

-Es preciso, realmente -respondió Nicolás-. El telégrafo debe de funcionar todavía entre Udinsk e Irkutsk, y allí… ¿Nos vamos, padrecito?

-Esperemos a mañana -le respondió Miguel Strogoff.

-Tienes razón -respondió Nicolás-. Hemos de atravesar el Yenisei y es preciso ver…

-¡Ver! -murmuró Nadia, pensando en su compañero ciego.

Nicolás, comprendiendo el sentido de la expresión de Nadia se volvió hacia Miguel Strogoff, diciéndole:

-Perdón, padrecito. ¡Ay! ¡Es verdad que para ti, la noche y el día son la misma cosa!

-No tienes nada que reprocharte, amigo -respondió Miguel Strogoff, pasando la mano por sus ojos-, porque teniéndote a ti de guía puedo valerme aún. Tómate algunas horas de descanso y que las aproveche también Nadia. ¡Mañana será otro día!

Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás no tuvieron que buscar mucho tiempo para encontrar un sitio donde alojarse. Todas las puertas estaban abiertas, pero no encontraron más que algunos montones de follaje. A falta de otra cosa mejor, el caballo tuvo que contentarse con este escaso pienso. En cuanto a las provisiones de la kibitka, todavía no se habían agotado y cada uno tomó su ración. Después de haber dicho sus oraciones de rodillas, delante de un modesto icono de la Panaghia suspendida de la pared e iluminada por los últimos destellos de una lámpara, Nicolás y la joven se durmieron, mientras que Miguel Strogoff velaba porque no podía dormir.

Al día siguiente, 26 de agosto, antes del alba, la kibitka había sido atelada de nuevo y atravesaba el parque de abedules que conducía a la orilla del Yenisei.

Miguel Strogoff estaba muy preocupado.¿Cómo se las apañarían para atravesar el río si, como era lo más probable, habían sido destruidos todos los transbordadores y todas las embarcaciones, con el fin de entorpecer la marcha de los tártaros? Él conocía el Yenisei, porque lo había franqueado ya varias veces, y sabía que su anchura es muy considerable y los rápidos son violentos en ese doble curso que ha abierto entre las islas.

En circunstancias normales, mediante transbordadores especialmente equipados para el transporte de viajeros, coches y caballos, el pasaje del Yenisei exige un lapso de tres horas y únicamente con grandes dificultades, los transbordadores alcanzan la orilla derecha. Ahora, en ausencia de toda clase de embarcación, ¿cómo podrá la kibitka llegar de una orilla a otra?

« ¡Pasaré como sea! », se repetía Miguel Strogoff.

Comenzaba a clarear el día cuando llegaron a la orilla izquierda del río, en el mismo sitio donde terminaba una de las grandes alamedas del parque. En aquel lugar, las márgenes dominaban el Yenisei a un centenar de pies por encima de su curso y, por tanto, se le podía observar en una vasta extensión.

-¿Veis alguna barca? -preguntó Miguel Strogoff, moviendo visiblemente sus ojos de un lado a otro, empujado, sin duda, por la mecánica de la costumbre, como si hubiera podido ver con ellos.

-Apenas es de día, hermano -dijo Nadia-. Sobre el río todavía hay una bruma espesa y aún no pueden distinguirse las aguas.

-Pero las oigo rugir -respondió Miguel Strogoff.

Efectivamente, de las capas inferiores de aquella niebla, salía un sordo tumulto de corrientes y contracorrientes que se entrechocaban. Las aguas, muy abundantes en esa época del año, debían de discurrir con la violencia de un torrente. Los tres se pusieron a escuchar, esperando a que desapareciera aquella cortina de brumas. El sol remontaba con rapidez el horizonte y sus primeros rayos no tardarían en disipar aquellos vapores.

-¿Bien? -preguntó Miguel Strogoff.

-Las brumas comienzan a disiparse, hermano, y la luz del día ya penetra en ellas.

-¿Todavía no ves el nivel de las aguas, hermana?

-Todavía no.

-Un poco de paciencia, padrecito –dijo Nicolás-. ¡Todo esto va a desaparecer! ¡Ya el viento empieza a soplar y comienza a disipar la niebla! Las colinas altas de la orilla derecha ya dejan ver sus hileras de árboles. ¡Todo se va! ¡Todo vuela! ¡Los hermosos rayos de sol han condensado este montón de brumas! ¡Ah, qué hermoso espectáculo, mi pobre ciego, y qué desgracia que no puedas contemplarlo!

-¿Ves alguna barca? -preguntó Miguel Strogoff.

-No veo ninguna -respondió Nicolás.

-¡Mira bien, amigo, tanto sobre esta orilla como sobre la opuesta, mira bien todo lo lejos que pueda alcanzar tu vista, un barco, un transbordador, una cáscara de nuez!

Nicolás y Nadia se agarraron a los últimos árboles del acantilado, colgándose casi sobre el curso del río, pero abarcando, de esta forma,-un inmenso campo de accion para sus miradas. El Yenisei, en ese lugar, no mide menos de versta y media de ancho y forma dos brazos casi de las mismas dimensiones cada uno, por los que circula el agua con rapidez, y entre los cuales se levantan varias islas pobladas de sauces, olmos y álamos, semejando otros tantos buques verdes anclados en el río. Más allá se dibujaban las altas colinas de la orilla oriental, coronadas de bosques y cuyas cimas se empurpuraban ahora con las luces del día. Hacia arriba y hacia abajo, el Yenisei se escapaba hasta perderse de vista. Aquel admirable panorama ofrecíase a las miradas en un perimetro de cincuenta verstas.

Pero no había una sola embarcación, ni sobre la orilla izquierda ni sobre la derecha, ni en las márgenes de las islas. Ciertamente, si los tártaros no traían consigo el material necesario para construir un puente de barcos, su marcha hacia Irkutsk se vería frenada durante cierto tiempo, frente a esta barrera del Yenisei.

-Me acuerdo -le dijo entonces Miguel Strogoff-, que más arriba, junto a las últimas casas de Krasnoiarsk, hay un pequeño embarcadero que sirve de refugio a las barcas. Amigo, remontemos el curso del río y miráis si se han dejado olvidada alguna embarcación sobre la orilla.

Nicolás se lanzó hacia la dirección señalada y Nadia, llevando a Miguel Strogoff de la mano, lo guiaba a paso rápido. ¡Una barca, un bote lo suficientemente grande para transportar la kibitka, cualquier cosa, ya que si había llegado hasta aquí, no dudaría en intentar la travesía del río!

Veinte minutos después, los tres habían llegado al pequeño muelle del embarcadero, en donde las últimas casas llegaban casi al nivel de las aguas. Aquello parecía una especie de aldea situada por debajo de Krasnoiarsk.

Pero sobre la playa no había una sola embarcación, ni un bote en la estacada que servía de embarcadero, ni siquiera había el material necesario para construir una balsa que bastara para transportar tres personas.

Miguel Strogoff interrogó a Nicolás, pero el joven dio la descorazonadora respuesta de que la travesía del río le parecía absolutamente impracticable.

-¡Pasaremos! -respondió Miguel Strogoff.

Y continuaron buscando, registrando las casas próximas que estaban asentadas sobre la margen del río, abandonadas como todas las demás. No tenían otra cosa que hacer mas que empujar la puerta, pero se trataba de cabañas de gente pobre, que estaban enteramente vacías. Nicolás registraba una y Nadia otra, y hasta el mismo Miguel Strogoff intentaba reconocer con el tacto cualquier objeto que pudiera serles de utilidad.

Nicolás y la joven, cada uno por su lado, habían registrado vanamente y se disponían a abandonar su búsqueda, cuando oyeron que les llamaban, alcanzando ambos la orilla y viendo a Miguel Strogoff que les esperaba en el umbral de una puerta.

-¡Venid! -les gritó.

Nicolás y Nadia se apresuraron a ir hacia él yy seguidamente, entraron en la casa.

-¿Qué es esto? -preguntó Miguel Strogoff, tocando con la mano un montón de objetos que estaban arrinconados en la cabaña.

-Son odres -respondió Nicolás-, y hay, a fe mía, media docena.

-¿Están llenos?

-Sí, llenos de kumyss, y nos vienen a propósito para renovar nuestras provisiones.

El kumyss es una bebida elaborada con leche de yegua o de camello, revitalizante y hasta embriagadora, y Nicolás se felicitaba por haberla encontrado.

-Pon uno aparte y vacía todos los demás -le dijo Miguel Strogoff.

-Al instante, padrecito.

-He aquí lo que nos ayudará a atravesar el Yenisei.

-¿Y la balsa?

-Será la misma kibitka, que es bastante ligera para flotar. Además, la sostendremos con los odres, así como al caballo.

-¡Bien pensado! -dijo Nicolás-, Y con la ayuda de Dios, llegaremos a buen puerto… ¡Aunque no en línea recta, porque la corriente es rápida!

-¡Qué importa! -le respondió Miguel Strogoff-. Lo primero es pasar. Después ya encontraremos la ruta de Irkutsk en la otra parte del río.

-Manos a la obra –dijo Nicolás, que comenzó a vaciar los odres y a transportarlos hasta la kibitka.

Reservaron un odre lleno de kumyss y los otros, después de vaciados, llenos de aire de nuevo y cerrados cuidadosamente, los emplearon como flotadores. Dos de los odres fueron atados a los flancos del caballo destinados a sostener al animal en la superficle del agua y otros dos situados entre las barras y las ruedas, tenían por misión asegurar la línea de flotación de la caja, la cual se transformaba, de esta forma, en una balsa.

La operación quedó pronto terminada.

-¿No tendrás miedo, Nadia? -preguntó Miguel Strogoff.

-No, hermano -respondió la joven.

-¿Y tú, amigo?

-¿Yo? -gritó Nicolás-. ¡Por fin realizo uno de mis sueños: navegar en carreta!

La orilla del río, en aquel lugar, formaba una pendiente suave, favorable para el lanzamiento de la kibitka al agua. El caballo la arrastró hasta la misma orilla y pronto el aparejo flotaba sobre la superficie del río. Serko se echó al agua valientemente, siguiendo a nado a la carreta.

Los tres pasajeros, que se habían descalzado por precaución, se sostenían de pie sobre la caja, pero gracias a los odres, el agua no les llegaba siquiera a los tobillos.

Miguel Strogoff llevaba las riendas del caballo y, según las indicaciones que le iba suministrando Nicolás, dirigía oblicuamente al animal, pero sin exigirle grandes esfuerzos, porque no quería hacerle luchar contra la corriente.

Mientras la kibitka siguió el curso de las aguas, todo fue bien y al cabo de varios minutos habían dejado atrás los barrios de Krasnolarsk, pero cuando empezaron a desviarse hacia el norte, se puso en evidencia que llegarían a la otra orilla muy alejados de la ciudad. Pero esto importaba poco.

La travesía del Yenisei se hubiera realizado, pues, sin grandes dificultades, hasta con aquel aparejo tan imperfecto, si la corriente hubiera sido regular. Pero, desgraciadamente, aquellas tumultuosas aguas estaban cruzadas en su superficie por muchos torbellinos y pronto la kibitka, pese al vigor que empleaba Miguel Strogoff para hacer que se desviara, fue irremisiblemente arrastrada hacia uno de aquellos vórtices.

El peligro se hizo mucho mayor porque la carreta ya no oblicuaba hacia la orilla oriental, sino que daba vueltas con extrema rapidez, inclinándose hacia el centro del torbellino como un jinete en la pista de un circo. Su velocidad era excesiva y el caballo apenas podía mantener la cabeza fuera de la superficie del agua, corriendo el peligro de morir ahogado. Serko se había visto obligado a subir a la kibitka para encontrar un punto de apoyo.

Miguel Strogoff comprendió lo que pasaba, al sentirse empujado siguiendo una línea circular que se estrechaba poco a poco y del que no podrían salir. No dijo ni una sola palabra, pero sus ojos hubieran querido ver el peligro para evitarlo más fácilmente… ¡Pero no podían ver!

Nadia estaba también callada. Sus manos, asidas con fuerza al vehículo, la sostenían contra los movimientos desordenados del aparato, el cual se inclinaba más y más hacia el centro del vórtice.

En cuanto a Nicolás, ¿es que no comprendía la gravedad de la situación? ¿Era flema, desprecio al peligro, coraje o indiferencia? ¿No tenía valor la vida para él y, siguiendo la expresión de los orientales, pensaba que era una «parada de cinco días» que de grado o por fuerza, hay que dejar al sexto? En cualquier caso, su risueño rostro no se nubló ni un instante.

La kibitka estaba, pues, atrapada por aquel torbellino y el caballo había llegado al final de sus fuerzas. De pronto, Miguel Strogoff, deshaciéndose de las ropas que podían molestarle, se lanzó al agua; después, empuñando las riendas con brazo vigoroso, le dio al caballo un impulso tal, que logró empujarlo fuera del radio de atracción, recuperando, enseguida, el curso de la rápida corriente, derivando de nuevo la kibitka con toda velocidad.

-¡Hurra! -gritó Nicolás.

Dos horas después de haber dejado el embarcadero, la kibitka había atravesado el primer brazo del río y alcanzaba la orilla de una isla, unas seis verstas más abajo de su punto de partida.

Allí, el caballo arrastró la carreta sobre tierra firme y dejaron que el valiente animal se tomara una hora de reposo. Después, atravesando la isla en toda su anchura, a cubierto de los hermosos abedules, la kibitka se encontró en el borde del otro brazo del río, algo más pequeño que el anterior.

Esta travesía resultó mucho más fácil porque ningún torbellino rompía el curso de las aguas en este segundo lecho, pero la corriente era tan rápida que no lograron alcanzar la orilla derecha más que después de un recorrido de cinco verstas. Se habían desviado, pues, un total de once verstas.

Estos grandes cursos de agua del territorio siberiano, sobre los cuales todavía no se ha levantado ningún puente, son los más serios obstáculos con que se enfrentan las comunicaciones. Todos ellos habían sido más o menos funestos para Miguel Strogoff. Sobre el Irtyche, el transbordador que le conducía con Nadia había sido atacado por los tártaros. En el Obi, después de morir su caballo, herido por una bala, había podido escapar de milagro de los jinetes que le perseguían. En definitiva, el paso del Yenisei era todavía el que se había realizado con mayor fortuna.

-¡Esto no hubiera sido tan divertido -exclamó Nicolás, cuando ya se encontraban sobre la orilla derecha del río-, si no hubiese sido tan difícil!

-Lo que para nosotros no ha sido más que difícil, puede que sea imposible para los tártaros.

 

8

UNA LIEBRE ATRAVIESA EL CAMINO

Miguel Strogoff podía, al fin, creer que la ruta hacia Irkutsk estaba libre. Se había adelantado a los tártaros, retenidos en Tomsk, y cuando los soldados del Emir llegaran a Krasnoiarsk, sólo encontrarían una ciudad totalmente abandonada y sin ningun medio de comunicación inmediato entre las dos orillas del Yenisei, lo que retardaría unos días más su partida, hasta que montasen un puente de barcas, lo cual era difícil, lento y laborioso.

Por primera vez desde su funesto encuentro con Ivan Ogareff en Ichim, el correo del Zar se sentía menos inquieto y podía esperar que ya no surgirían nuevos obstaculos hasta el final del viaje.

La kibtika, después de circular oblicuamente hacia el sur durante una quincena de verstas, encontró y volvió a tomar el largo camino abierto en la estepa.

La ruta era buena y esta parte entre Krasnoiarsk e Irkutsk, se considera como la mejor de todo su recorrido. En ella hay menos baches y los viajeros disfrutan de las extensas sombras que les protegen de los ardientes rayos del sol, gracias a los bosques de pinos y de cedros que algunas veces cubren su recorrido por espacio de cien verstas. Ésta no es la inmensa estepa cuya línea circular se confunde en el horizonte con el cielo. Tan rico país estaba ahora vacío, y con todos sus pueblos abandonados. No se veía ni un solo campesino siberiano, entre los cuales predomina la raza eslava. Era un desierto; como se sabe, un desierto por orden superior.

El tiempo era bueno, y el aire ya era fresco durante las noches, que se hacía más cálido, pero ya con muchas dificultades, bajo los rayos del sol. Efectivamente, llegaban los primeros días de septiembre y en esta región, de latitud elevada, el arco descrito por el sol se acorta visiblemente en el horizonte. El otoño es de poca duración, pese a que esta porción del territorio siberiano no está situada más que por encima del paralelo cincuenta y cinco, que es el mismo de Edimburgo y de Copenhague. Algunos años, el invierno sucedía inopinadamente al verano y estos duros inviernos de la Rusia asiática (en los que el termómetro baja hasta la temperatura de congelación del mercurio) son tan rigurosos, que por aquellos lugares se considera una temperatura soportable la que marca alrededor de los veinte grados centígrados bajo cero.

El tiempo favorecía, pues, a los viajeros. No había tormentas ni lluvias. El calor era moderado y las noches frescas. La salud de Nadia y de Miguel Strogoff era perfecta y, desde que habían dejado Tomsk, iban recuperándose poco apoco de sus fatigas pasadas.

En cuanto a Nicolas Pigassof, jamás se había encontrado mejor. Para él aquello era un paseo más que un viaje; una excursión agradable en la que empleaba sus vacaciones de funcionario sin destino.

«¡Decididamente -se decía- esto es mucho mejor que permanecer doce horas diarias sentado en una silla manejando el transmisor! »

Mientras tanto, Miguel Strogoff había conseguido de Nicolás que imprimiera un paso más rápido a su caballo. Para hacerle llegar a este resultado, le había contado que Nadia y él iban a reunirse con su padre, exiliado en Irkutsk, y que tenían grandes deseos de llegar. Ciertamente, era preciso no cansar al caballo, porque lo más probable era que no encontrasen otro con que cambiarlo; pero dejándole descansar frecuentemente -por ejemplo, cada quince verstas-, podrían tranquilamente franquear sesenta verstas cada veinticuatro horas. Además, el caballo era vigoroso y, por su misma raza, muy apto para soportar grandes fatigas, y como el rico pasto no le faltaría a lo largo de toda la ruta, porque la hierba era abundante y buena, había la posibilidad de pedirle un mayor rendimiento en su trabajo.

Nicolás se rindió ante estas razones. Se había sentido emocionado por la situación de aquellos dos jóvenes, que iban a compartir el exilio de su padre. Lo encontraba tan patético que, con aquella sonrisa tan suya, dijo a Nadia:

-¡Bondad divina! ¡Qué alegría tendrá el señor Korpanoff cuando sus ojos os contemplen y cuando sus brazos se abran para recibiros! ¡Si llego hasta Irkutsk, lo cual me parece ya lo más probable, me prometéis que estaré presente en esta entrevista! ¿No es así?

Después, dándose un golpe en la frente, continuo:

-¡Pero, ahora que pienso, qué dolor experimentará también cuando vea que su hijo mayor está ciego! ¡Ah! ¡Está todo bien complicado en este mundo!

Como consecuencia de todo esto, el resultado fue que la kibitka marchaba con mayor velocidad y, cumpliéndose los cálculos de Miguel Strogoff, recorrían de diez a doce verstas por hora.

Merced a esto, el 28 de agosto los viajeros pasaban por el poblado de Balaisk, a ochenta verstas de Krasnoiarsk, y el 29, por el de Ribinsk, a cuarenta verstas de Balaisk.

Al día siguiente, treinta y cinco verstas mas allá, llegaban a Kamsk, población ya mucho más importante, bañada por el río que lleva su mismo nombre, pequeño afluente del Yenisei que desciende de los montes Sayansk. Kamsk, sin embargo, no es una gran ciudad, pero sí un pueblo importante cuyas casas de madera están pintorescamente agrupadas alrededor de una plaza, dominada por el alto campanario de su catedral, cuya cruz dorada resplandece bajo los rayos del sol.

Casas vacías, e iglesia desierta. Ni una parada, ni un albergue habitado, ni un caballo en las cuadras, ni un animal doméstico suelto por la estepa. Las órdenes del gobierno moscovita eran ejecutadas con absoluto rigor. Todo aquello que no había podido ser transportado, fue destruido.

A la salida de Kamsk, Miguel Strogoff hizo saber a Nicolás y Nadia que sólo encontrarían una pequeña ciudad de cierta importancia, Nijni-Udinsk, antes de llegar a Irkutsk. Nicolás respondió que ya lo sabía, tanto más cuanto que esta pequeña ciudad contaba con una estación telegráfica. Por eso, s, Nijni-Udinsk estaba abandonada como Kamsk, no tendría más remedio que buscar trabajo en la capital de Siberia oriental.

La kibitka pudo vadear, sin demasiada dificultad, el pequeño río que corta la ruta más allá de Kamsk y entre el Yenisei y uno de sus grandes tributarios, el Angara, que riega Irkutsk, ya no había que temer el obstáculo de ningún gran curso de agua, más que, tal vez, el Dinka. El viaje, pues, no podía experimentar retrasos por parte alguna.

Desde Kamsk al poblado más próximo, la etapa era muy larga, alrededor de ciento treinta verstas.

No es preciso decir que las paradas reglamentarias se cumplieron religiosamente, «sin lo cual –decía Nicolás-, el caballo hubiera reclamado justamente». Habían convenido que este resistente animal descansaría cada quince verstas y en todos los contratos, aunque sea con bestias, deben observarse sus cláusulas.

espués de haber franqueado el pequeño río Biriusa, la kibitka llegaba a Biriusinsk, en la mañana del 4 de septiembre.

Allí, afortunadamente, Nicolás, que veía disminuir las provisiones, tuvo la suerte de encontrar un horno abandonado con una docena de pogatchas, especie de bollos preparados con grasa de carnero, y una gran cantidad de arroz cocido en agua. Estas provisiones uniéronse a la reserva de kumyss encontrada en Krasniarsk y con ellas la kibitka estaba suficientemente aprovisionada.

Después de un alto conveniente, reemprendieron la ruta al mediodía del 5 de septiembre. La distancia hasta Irkutsk ya no era mas que de quinientas verstas y nada señalaba detrás de ellos la llegada de la vanguardia tártara. Miguel Strogoff pensó, con fundamento, que en lo sucesivo ya no encontraría más obstáculos en su viaje y que, con ocho días más, estarla en presencia del Gran Duque.

A la salida de Biriusinsk, una liebre atravesó el camino, treinta pasos delante de la carreta.

-¡Ah! –dijo Nicolás.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9
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