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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 4)


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¡Nadia se encontraba, por fin, en Siberia, sobre la larga ruta que conduce a Irkutsk! ¿Cuáles debían ser entonces los pensamientos de la joven livoniana? Tres rápidos caballos la conducían, a través de esta tierra de exilio hacia donde su padre estaba condenado a vivir, puede que por mucho tiempo, tan lejos de su tierra natal. Apenas veía circular por delante de sus ojos aquellas largas estepas que por unos momentos le habían estado prohibidas, porque su mirada iba más allá del horizonte, tras el cual buscaba la faz del exiliado. Nada observaba del paisaje que estaban atravesando a una velocidad de quince verstas a la hora; nada de aquellas comarcas de la Siberia occidental, tan diferentes de las comarcas del este. Aquí, en efecto, apenas había campos cultivados; el suelo era pobre, al menos en su superficie, pero en sus entrañas encerraba hierro, cobre, platino y oro. Por todas partes se veían instalaciones industriales, pero ninguna granja agrícola. ¿Cómo iban a encontrar brazos para cultivar el suelo, para arar los campos, para recoger las cosechas, cuando era más productivo excavar en las minas a golpe de pico? Aquí el campesino ha dejado su sitio al minero. El pico se ve por todas partes mientras que el arado no se ve en ninguna. El pensamiento de Nadia, sin embargo, abandonó las lejanas provincias de lago Baikal y se fijó entonces en su situación presente. Se desdibujó un poco la imagen de su padre y vio la de su generoso compañero, a quien había conocido por primera vez sobre el ferrocarril de Wladimir, donde un providencial designio había hecho que lo encontrara.

Se acordaba de sus atenciones durante el viaje, de su llegada a las oficinas de policía de Nijni-Novgorod y la forma tan sencilla con que se había dirigido a ella llamándola hermana; su dedicación a ella durante todo el viaje por el Volga y, en fin, todo lo que había hecho en esa terrible noche de tormenta en los Urales, por defender su vida con peligro de la propia.

Nadia pensaba en Miguel Strogoff y daba graclas a Dios por haberla puesto en la ruta de aquel valiente protector, aquel amigo discreto y generoso. Se sentía segura cerca de él, y bajo su mirada. Un verdadero hermano no hubiera hecho más por ella. Nadia no temía ningún obstáculo y veía ahora con certeza la llegada a su destino.

En cuanto a Miguel Strogoff, hablaba poco y reflexionaba mucho. Por su parte, daba gracias a Dios por haberle proporcionado este encuentro con Nadia; al mismo tiempo que el medio para disimular su verdadera identidad tenía una buena acción que hacer. La intrépida calma de la joven complacía a su alma generosa. ¿Que no era de verdad su hermana? Sentía tanto respeto como afecto por su bella y heroica compañera y presentía que era poseedora de uno de esos puros y extraños corazones con los cuales siempre se puede contar.

Sin embargo, desde que pisaron el suelo siberiano, los verdaderos peligros habían comenzado para Miguel Strogoff. Si los dos periodistas no se equivocaban, Ivan Ogareff había ya traspasado la frontera, por tanto era necesario proceder con el máximo de precauciones. Las circunstancias habían cambiado ahora, porque los espías tártaros debían de inundar las provincias siberianas, y si desvelaban su incognito, si reconocían su calidad de correo del Zar, significaría el final de su misión y de su propia vida. Miguel Strogoff, al hacerse estas reflexiones, notaba el peso de la responsabilidad que pesaba sobre él.

Mientras las cosas se desarrollaban así en el primer vehículo, ¿qué ocurría en el segundo? Nada de extraordinario. Alcidejolivet hablaba en frases sueltas y Harry Blount respondía con monosílabos. Cada uno enfocaba las cosas a su manera y tomaba nota sobre los incidentes del viaje; incidentes que, por otra parte, fueron poco variados durante esta primera parte de su marcha por Siberia.

En cada parada, los dos corresponsales descendían del vehículo e iban al encuentro de Miguel Strogoff, pero Nadia no bajaba de la tarenta como no fuese para alimentarse; cuando era preciso comer o cenar en una de las paradas de posta, la muchacha se sentaba en la mesa y permanecía siempre en una actitud reservada, sin mezclarse en las conversaciones.

Alcide Jolivet, sin salirse jamás de los límites de la cortesía, no dejaba de mostrarse obsequioso con la joven livoniana, a la cual encontraba encantadora. Admiraba la silenciosa energía que mostraba para sobrellevar las fatigas de un viaje hecho en tan duras condiciones. Estas paradas forzosas no complacían demasiado a Miguel Strogoff, que hacía todo lo posible por abreviarlas, excitando a los jefes de posta, estimulando a los yemschiks y dando prisa para que el atelaje de los vehículos se hiciera con rapidez. Terminada rápidamente la comida, demasiado para Harry Blount, que era un comedor metódico, iniciaban de nuevo la marcha y los periodistas se deslizaban como águilas, ya que pagaban principescamente y, como decía Alcide Jolivet, «en águilas de Rusia».

No es necesario decir que Harry Blount no cruzaba una sola palabra directamente con Nadia. Y éste era uno de los pocos temas de conversación que no buscaba discutir con su compañero. Este honorable gentleman no tenía por costumbre hacer dos cosas al mismo tiempo.

Habiéndole preguntado en cierta ocasión Alcide Jolivet cuál podría ser la edad de la joven livoniana, respondió, con la mayor seriedad del mundo y entrecerrando los ojos:

-¿Qué joven livoniana?

-¡Pardiez! ¡La hermana de Nicolás Korpanoff

-¿Es su hermana?

-¡No! ¡Es su abuela! -replicó Alcide Jolivet, desarmado ante tanta indiferencia-. ¿Qué edad le supone usted?

-Si la hubiera visto nacer, lo sabría -respondió Harry Blount simplemente, como hombre que no quiere comprometerse.

El país que en aquellos momentos cruzaban las dos tarentas estaba casi desierto. El tiempo era bastante bueno y como el cielo estaba semicubierto, la temperatura era más soportable. Con dos vehículos mejor acondicionados, no hubieran podido lamentarse del viaje, porque iban como las berlinas de posta en Rusia, es decir, con una maravillosa velocidad.

Pero el abandono en que parecía el país era debido a las actuales circunstancias. En los campos se veían pocos o ningún campesino siberiano, con sus rostros pálidos y graves, a los cuales una viajera ha comparado acertadamente con los campesinos castellanos, a los que se parecen en todo menos en el ceño. Aquí y allí se distinguían algunos poblados ya evacuados, lo que indicaba la proximidad de las tropas tártaras. Los habitantes, llevándose consigo los rebaños de ovejas, sus camellos y sus caballos, habían ido a refugiarse en las planicies del norte. Algunas tribus nómadas kirguises de la gran horda, que habían permanecido fieles, también habían trasladado sus tiendas más allá del Irtyche o del Obi, para sustraerse a las depredaciones de los invasores.

Afortunadamente el cambio de posta continuaba haciéndose regularmente, igual que el servicio telegráfico, hasta los puntos en que el cable había sido cortado. A cada parada, los encargados de la posta enjaezaban los caballos en condiciones reglamentarias y en cada estación telegráfica, los encargados del telégrafo, sentados frente a sus ventanillas, transmitían los mensajes que se les confiaban sin más retraso que el que provocaban los mensajes oficiales. Alcide Jolivet y Harry Blount pudieron transmitir extensas crónicas a sus respectivos periódicos.

Hasta aquí, el viaje de Miguel Strogoff se llevaba a cabo en condiciones satisfactorias, sin sufrir retraso alguno, y si lograba salvar la cabeza de puente que los tártaros de Féofar-Khan habían establecido un poco antes de Krasnoiarsk, tenía muchas probabilidades de llegar a Irkutsk antes que los invasores, empleando el mínimo tiempo conocido hasta entonces.

Al día siguiente de haber abandonado Ekaterinburgo, las dos tarentas alcanzaron la pequeña ciudad de Tuluguisk a las siete de la mañana, después de haber franqueado una distancia de doscientas veinte verstas sin incidentes dignos de mención.

Allí, los viajeros consagraron media hora al desayuno. Una vez terminado, reemprendieron la marcha con una velocidad que sólo podía explicar la promesa de un puñado de kopeks.

El mismo día, 22 de julio, a la una de la tarde, las dos tarentas llegaban a Tiumen, sesenta verstas mas allá de Tuluguisk. Tiumen, cuya población normal es de diez mil habitantes, contaba a la sazón con el doble. Esta ciudad, primer centro industrial que los rusos establecieron en Siberia, cuenta con notables fábricas metalúrgicas y de fundición, y no había presentado jamás una animación como aquélla.

Los dos corresponsales fueron inmediatamente a la caza de noticias. Aquellas que daban los fugitivos siberianos sobre el teatro de la guerra no eran precisamente tranquilizadoras.

Se decía, entre otras cosas, que el ejército de Féofar-Khan se aproximaba rápidamente al valle del Ichim y se confirmaba que el jefe tártaro se reuniría pronto con el coronel Ivan Ogareff, si no había ya ocurrido, con lo cual se sacaba la conclusión de que las operaciones en el este de Siberia tomarían mayor actividad. En cuanto a las tropas rusas, había sido necesario llamarlas principalmente de las provincias europeas, las cuales, encontrándose tan lejos, aún no habían podido oponerse a la invasión. Mientras tanto, los cosacos del gobierno de Tobolsk se dirigian hacia Tomsk a marchas forzadas, con la esperanza de cortar el avance de las columnas tártaras.

A las ocho de la tarde, llegaron a Yalutorowsk, después de que las dos tarentas hubieran devorado setenta y cinco verstas más.

Se hizo rápidamente el cambio de caballos y, a la salida de la ciudad, viéronse obligados a atravesar el río Tobol en un transbordador. Sobre aquel apacible curso era fácil la operación, la cual tendrían que repetir más de una vez en su recorrido y, seguramente, en condiciones mucho menos favorables.

A medianoche, después de otras cincuenta y cinco verstas de viaje, llegaron a Novo-Saimsk, abandonando, por fin, el suelo ligeramente accidentado por montículos cubiertos de árboles, que constituían las últimas estribaciones de los montes Urales.

Aquí comenzaba verdaderamente lo que se llama la estepa siberiana, que se prolonga hasta los alrededores de Krasnoiarsk. Es una planicie sin límites, una especie de vasto desierto herboso, en cuyo horizonte se confunde el cielo y la tierra en una circunferencia tan perfecta que se hubiera dicho que estaba trazada a compás. Esta estepa no presentaba a su mirada otros accidentes que el perfil de los postes telegráficos situados a cada lado de la ruta y cuyos cables la brisa hacía vibrar como las cuerdas de un arpa. La misma carretera no se distinguía del resto de la planicie más que por la nube de ligero polvo que las tarentas levantaban a su paso. Sin esta cinta blanquecina, que se prolongaba hasta perderse de vista, hubieran podido creerse en pleno desierto.

Miguel Strogoff y sus compañeros se lanzaron a través de la estepa con mayor velocidad aún; los caballos, excitados por el yemschik y sin que ningún obstáculo se interpusiera en su camino, devoraban las distancias. Las tarentas corrían directamente hacia Ichim, en donde los dos corresponsales se detendrían si ningún inconveniente modificaba su itinerario.

Alrededor de doscientas verstas separaban Novo-Saimsk de la ciudad de Ichim y, al día siguiente, antes de las ocho de la tarde, podían haberla ya franqueado, a condición de que no perdieran ni un solo instante. Los yemschiks pensaban que si los viajeros no eran grandes señores o altos funcionarios, eran dignos de serlo, aunque sólo fuera por las espléndidas propinas que entregaban.

Al día siguiente, 23 de julio, en efecto, las dos tarentas no se encontraban más que a treinta verstas de Ichim. En aquel momento Miguel Strogoff distinguió sobre la ruta, apenas visible a causa de las nubes de polvo, un vehículo que precedía al suyo. Pero como sus caballos estaban menos fatigados, corrían con una velocidad mucho mayor y no tardarían en darles alcance. No era una tarenta ni una telega, sino una poderosa berlina de posta que debía de haber hecho ya un largo viaje. Su postillón no tenía más remedio que mantener el galope de los caballos a fuerza de golpes de látigo y de injurias. Aquella berlina no había pasado, ciertamente, por Novo-Saimsk, sino que debía de haber seguido el camino de Irkutsk por cualquier ruta perdida en la estepa.

Miguel Strogoff y sus compañeros, viendo aquella berlina que corría hacia Ichim, no tuvieron más que un pensamiento: pasarle delante y llegar antes que ellos a la parada, con el fin de asegurarse los caballos disponibles. Por tanto, dieron instrucciones a los yemschiks y no tardaron en ponerse en línea con la berlina. Fue Miguel Strogoff quien llegó primero a su altura, en el mismo momento en que una cabeza se asomó por la portezuela del vehículo.

Miguel Strogoff no tuvo tiempo de observarla, pero al pasar, pese a la velocidad, oyó claramente una palabra, pronunciada con una imperiosa voz que se dirigió a él:

-¡Deténgase!

No se paró, sino todo lo contrario, y la berlina fue dejada atrás por las dos tarentas.

Se produjo entonces una carrera de velocidad, porque los caballos de la berlina, excitados sin duda por la presencia y el ritmo de los caballos que les adelantaban, encontraron fuerzas para mantenerse a su ritmo durante algunos minutos. Los tres vehículos estaban envueltos por nubes de polvo. De aquellas nubes blanquecinas se escapaban, como una descarga de cohetes, los restallídos de los látigos, mezclados con gritos de excitación y de cólera.

Pero pronto Miguel Strogoff y sus compañeros sacaron ventaja; una ventaja que podía ser muy importante si la parada de postas estaba poco surtida de caballos, porque era muy fácil que el encargado de la posta no pudiera suministrar caballos de repuesto a tres vehículos en tan corto espacio de tiempo.

Media hora después, la berlina quedaba atrás, convertida en un punto apenas visible en el horizonte de la estepa. Eran las ocho de la tarde cuando las dos tarentas llegaron a la parada de posta, situada a la entrada de Ichim.

Las noticias de la invasión empeoraban por momentos. La ciudad estaba directamente amenazada por la vanguardia de las columnas tártaras y, desde hacía dos días, las autoridades habían tenido que replegarse sobre Tobolsk y en Ichim no había quedado ni un funcionario ni un soldado.

Miguel Strogoff, en cuanto llegó a la parada, pidió rápidamente para él los caballos.

Había hecho bien en adelantar a la berlina, porque únicamente quedaban tres caballos de refresco que fueron rápidamente enganchados. El resto de los caballos estaban cansados a causa de algún largo viaje. El encargado de la posta dio la orden de enganchar rápidamente.

En cuanto a los dos corresponsales, a los que pareció bien el quedarse en Ichim, no tenían ya por qué preocuparse del medio de transporte e hicieron guardar su vehículo. Diez minutos después de la llegada, Miguel Strogoff fue advertido de que la tarenta estaba lista para partir.

-Bien -respondió.

Después, dirigiéndose a los dos periodistas les dijo-

-Señores, ya que se quedan en Ichim, ha llegado el momento de separarnos.

-¿Cómo, señor Korpanoff; no se quedan en Ichim ni siquiera una hora? –dijo Alcide Jolivet.

-No, señor. Deseo abandonar la parada antes de la llegada de la berlina que hemos adelantado.

-¿Teme que aquellos viajeros le disputen los caballos?

-Intento, sobre todo, evitar cualquier dificultad.

-Entonces, señor Korpanoff -continuó Alcide Jolivet- no nos queda más que darle las gracias una vez más por el servicio que nos ha prestado y dejar constancia del placer que ha significado viajar en su compañía.

-Es posible que nos encontremos en Omsk dentro de algunos días -precisó Harry Blount.

-Es posible, en efecto, ya que voy allí directamente -respondió Miguel Strogoff.

-¡Pues bien! ¡Buen viaje, señor Korpanoff, y que Dios le guarde de las telegas! –dijo entonces Alcide Jolivet.

Los dos corresponsales tendieron la mano hacia Miguel Strogoff con la intención de estrechársela lo más cordialmente posible, cuando en aquellos momentos se oyó el ruido de un carruaje.

Casi inmediatamente se abrió la puerta y apareció un hombre. Era el viajero de la berlina, individuo de aspecto militar, de una cuarentena de años, alto robusto, de poderosa cabeza, anchas espaldas y unos espesos mostachos que se unían a sus rojas patillas. Llevaba un uniforme sin insignias, un sable de caballería cruzado a la cintura y en la mano un látigo de mango corto.

-Caballos -pidió con el tono imperioso de un hombre acostumbrado a mandar.

-No tengo caballos disponibles -respondió e encargado de la posta, inclinándose.

-Los necesito inmediatamente.

-Es imposible.

-¿Qué caballos son esos que acaban de ser enganchados en la tarenta que he visto a la puerta de la parada?

-Pertenecen a este viajero -respondió el encargado, señalando a Miguel Strogoff.

-¡Que los desenganchen … ! -gritó el viajero con un tono que no admitía réplica.

Miguel Strogoff avanzó entonces, diciendo:

-Estos caballos han sido contratados por mí.

-¡Me importa poco! ¡Los necesito! ¡Venga, pronto, no tengo tiempo que perder!

-Yo tampoco tengo tiempo que perder -respondió Miguel Strogoff, que quería mantener la calma y hacía esfuerzos por contenerse.

Nadia estaba cerca de él, calmada también, pero secretamente inquieta por aquella escena que hubiera sido preferible evitar.

-¡Basta! -espetó el viajero y, después, dirigiéndose al encargado dijo, en tono amenazante-: ¡Que los desenganchen y que los coloquen en mi berlina!

El encargado de la posta, muy embarazado, no sabía a quién obedecer y miraba a Miguel Strogoff porque encontraba evidente que tenía el derecho a oponerse a las injustas exigencias del viajero.

Miguel Strogoff dudó un instante. No quería hacer uso de su podaroshna porque hubiera llamado la atención, pero tampoco quería ceder los caballos porque retrasaría su viaje y, sin embargo, no podía enzarzarse en una pelea que podría comprometer su misión.

Los dos periodistas lo miraban, prestos a intervenir si él pedía su ayuda.

-Mis caballos se quedarán en mi coche -dijo Miguel Strogoff sin elevar el tono de voz, como convenía a un simple comerciante de Irkutsk.

El viajero avanzó hacia él, le puso rudamente la mano en el hombro y gritó:

-¡Cómo es eso! ¿No quieres cederme los caballos?

-No -respondió Miguel Strogoff.

-¡Está bien! ¡Serán para aquel de nosotros que quede en disposición de continuar el viaje! ¡Defiéndete porque no te voy a dar cuartel!

Y diciendo esto, el viajero tiró de su sable, poniéndose en guardia.

Nadia se puso rápidamente delante de Miguel Strogoff y Harry Blount y Alcide Jolivet avanzaron hacia él.

-No me batiré -dijo sencillamente Miguel Strogoff, el cual, para contenerse mejor, cruzó los brazos sobre el pecho.

-¿No vas a batirte?

-No.

-¿Y después de esto? -gritó el viajero.

Y antes de que pudieran contenerlo golpeó el hombro de Miguel Strogoff con el mango de su látigo.

Ante este insulto, Miguel Strogoff palideció horriblemente y sus manos se elevaron completamente abiertas, como si quisiera triturar entre ellas a aquel brutal personaje. Pero con un supremo esfuerzo, volvió a ser dueño de sí mismo. ¡Un duelo! ¡Era más que un retraso! ¡Podía significar el fracaso de su misión! ¡Era mejor perder algunas horas … ! ¡Sí, pero tragarse tamaña afrenta!

-¿Te batirás ahora, cobarde? -repitió el viajero añadiendo la grosería a la brutalidad.

-¡No! -respondió Miguel Strogoff, sin moverse, mirando al viajero fijamente a los ojos.

-¡Los caballos, al instante! -dijo éste entonces, saliendo de la sala.

El encargado de la posta le siguió rápidamente, encogiéndose de hombros, después de haber examinado a Miguel Strogoff con aire poco aprobatorio.

El efecto que este incidente produjo en los periodistas no podía redundar en ventaja de Miguel Strogoff. Su descontento era manifiesto. ¡Este robusto joven se dejaba golpear de esa manera, sin intentar vengar tamaño insulto!

Limitáronse, pues, a saludar y se retiraron.

Alcide Jolivet le dijo a Harry Blount:

-Jamás hubiera creído eso de un hombre que se enfrenta tan valerosamente con un oso de los Urales. ¿Será verdad que el valor se manifiesta en sus horas y con sus formas? ¡No entiendo nada! ¡Quizá lo que nos hace falta a nosotros es haber sido siervos alguna vez!

Un instante después, un ruido de ruedas y el estallído de un látigo indicaban que la berlina, tirada por los caballos de la tarenta, dejaba rápidamente la parada de posta.

Nadia, impasible, y Miguel Strogoff, estremecido todavía por la cólera, se quedaron solos en la sala de la parada de posta.

El correo del Zar, con los brazos siempre cruzados sobre el pecho, se sentó. Se hubiera dicho que era una estatua. No obstante, un rubor que no debía de ser el de la vergüenza, había reemplazado a la palidez de su rostro.

Nadia no dudó que tenían que existir grandes razones para que un hombre como aquél soportara tal humillación.

Yendo hacia él, pues, como él fue hacia ella en las oficinas de la policía de Nijni-Novgorod, le dijo:

-Tu mano, hermano.

Y, al mismo tiempo, con sus dedos, con un gesto casi maternal, le enjugó una lágrima que estaba a punto de caer de los ojos de su compañero.

13

SOBRE TODO, EL DEBER

Nadia había adivinado que un móvil secreto dirigía todos los actos de Miguel Strogoff y que éste, por razones que ella desconocía, no era dueño de su persona, que no tenía el derecho de disponer de sí mismo y que, en estas circunstancias, acababa de inmolarse heroicamente aguantando el resentimiento de una mortal injuria en aras de su deber.

Nadia no pedía ninguna explicación a Miguel Strogoff. La mano que acababa de tenderle, ¿no respondía a todo cuanto él hubiera podido decirle?

Miguel Strogoff permanecio mudo durante toda la tarde. El encargado de la posta no podía proporcionarle caballos frescos hasta el día siguiente por la mañana y tenían que pasar toda la noche entera en la parada. Nadia aprovechó la ocasion para reposar un poco y le fue preparada una habitación.

La joven hubiera preferido, sin duda, no dejar a su compañero, pero presentía que él tenía necesidad de estar solo y se dispuso a dirigirse a la habitación que le habían preparado.

-Hermano… -murmuro.

Miguel Strogoff la interrumpio con un gesto. La joven, exhalando un suspiro, salió de la sala.

Miguel Strogoff no se acostó. No hubiera podido dormir ni una sola hora.

En el sitio que había sido golpeado por el látigo del brutal viajero, sentía como una quemadura.

Cuando terminó sus oraciones de la tarde, murmuró:

-¡Por la patria y por el Padre!

Entonces experimentó un insoportable deseo de saber quién era el hombre que le había golpeado, de dónde venía y adónde iba. En cuanto a los rasgos de su rostro, estaban tan bien grabados en su memoria que no los olvidarla jamas.

Miguel Strogoff llamó al encargado de la posta.

Éste era un siberiano chapado a la antigua que se presentó enseguida mirando al joven un poco por encima del hombro y esperó a ser interrogado.

-¿Eres del país? -le preguntó Miguel Strogoff.

-Sí.

-¿Conoces al hombre que ha tomado mis caballos?

-No.

-¿No lo has visto jamás?

-Jamás.

-¿Quién crees tú que es?

-Un señor que sabe hacerse obedecer.

La mirada de Miguel Strogoff penetró como un puñal en el corazón del siberiano, pero la vista del encargado de la posta no se bajó.

-¡Te permites juzgarme! -le gritó Miguel Strogoff.

-Sí -respondió el siberiano-, porque hay cosas que no se reciben sin devolverlas, aunque uno sea un simple comerciante.

-¿Los latigazos?

-Los latigazos, joven. Tengo edad y fuerza para decírtelo.

Miguel Strogoff se acercó al encargado y le colocó sus poderosas manos en los hombros.

Después, con una voz especialmente calmosa, le dijo:

-Vete, amigo mío, vete. Te mataría.

El encargado de la posta esta vez había comprendido.

-Me gusta más así -murmuró.

Y se retiró sin agregar una sola palabra.

Al día siguiente, 24 de julio, a las ocho de la mañana estaban enganchados a la tarenta tres poderosos caballos. Miguel Strogoff y Nadia ocuparon su sitio y pronto desaparecio en una curva de la ruta de la ciudad de Ichim, de la que ambos debían guardar tan terrible recuerdo.

En las diversas paradas en donde tuvieron que detenerse, Miguel Strogoff comprobó que la berlina les precedía siempre sobre la ruta de Irkutsk y que el viajero, con tanta prisa como ellos, atravesaba la estepa sin perder ni un instante.

A las cuatro de la tarde, después de recorrer setenta y cinco verstas, llegaron a la estación de Abatskaia, en donde tuvieron que atravesar el curso del río Ichim, uno de los principales afluentes del Irtyche.

Este paso fue bastante más difícil que el del Tobol, porque la corriente del Ichim era bastante rapida en aquel lugar.

Durante el invierno siberiano, todos los cursos de agua de la estepa, con una capa de hielo de varios pies de espesor, eran fácilmente vadeables y los viajeros los atravesaban casi sin darse cuenta, porque su lecho desaparece bajo el inmenso manto blanco que recubre uniformemente la estepa, pero en verano, las dificultades para franquear los ríos pueden ser grandes.

Efectivamente, tuvieron que emplear dos horas para atravesar el Ichim, lo cual exasperó a Miguel Strogoff, tanto más cuanto que los bateleros le dieron inquietantes noticias de la invasión tártara.

He aquí lo que decían:

Algunos exploradores de Féofar-Khan habían hecho su aparición sobre ambas orillas del Ichim inferior, en las comarcas meridionales del gobierno de Tobolsk. Omsk estaba muy amenazada. Se hablaba de un encuentro que había tenido lugar entre las tropas siberianas y tártaras, sobre la frontera de las grandes hordas kirguises, el cual había terminado con la derrota de los rusos, cuyas tropas eran demasiado débiles en ese punto. A consecuencia de ello había tenido que replegarse el resto de las fuerzas Y, por consiguiente, se había procedido a la evacuación general de los campesinos de la provincia. Se relataban horribles atrocidades cometidas por los invasores: pillaje, robo, incendios, asesinatos. Era el sistema de guerrear de los tártaros.

Las gentes iban huyendo a medida que avanzaba la vanguardia de Féofar-Khan. Ante este abandono de los pueblos y, aldeas, el mayor temor de Miguel Strogoff era no encontrar ningun medio de transporte. Tenía, pues, una extrema necesidad de llegar a Omsk. Podía ser que a la salida de la ciudad consiguiera tomar la delantera a las tropas tártaras que descendían por el valle del Irtyche y encontrar de nuevo la ruta libre hasta Irkutsk.

En aquel mismo lugar donde la tarenta acababa de franquear el río es en donde se termina lo que en el lenguaje militar se denomina «la cadena de Ichim», cadena de torres o fortines de madera, que se extienden desde la frontera sur de Siberia sobre un espacio de alrededor de cuatrocientas verstas (427 kilómetros). Antaño, estos fortines estaban ocupados por destacamentos de cosacos que se encargaban de proteger aquellas comarcas, tanto contra los kirguises como contra los tártaros. Pero, abandonados desde que el gobierno moscovita creyó que estas hordas estaban reducidas a una sumisión absoluta, ahora, cuando hubieran sido tan necesarias, no servían para nada. La mayor parte de los fortines habían sido reducidos a cenizas y las humaredas, que los bateleros hicieron observar a Miguel Strogoff, arremolinándose por encima del horizonte meridional, indicaban la proximidad de la vanguardia tártara.

En cuanto el transbordador depositó la tarenta sobre la orilla opuesta del Ichim, el vehículo reanudó su ruta por la estepa a toda velocidad.

Eran las siete de la tarde. El cielo estaba cubierto y ya habían caído varios chaparrones que tuvieron la virtud de eliminar el polvo y hacer el camino más cómodo.

Miguel Strogoff, desde la parada de Ichim, estaba taciturno, sin embargo estaba siempre atento para preservar a Nadia de esta carrera sin tregua ni reposo, pero la joven no se lamentaba nunca. Hubiera querido darles alas a los caballos. Algo le decía que su compañero tenía más urgencia aún que ella por llegar a Irkutsk. ¡Y cuántas verstas les separaban aún de esta ciudad!

Le vino entonces al pensamiento que si Omsk estaba invadida por los tártaros, la madre de Miguel Strogoff, que vivía en esta ciudad, corría grandes peligros que debían inquietar extremadamente a su hijo, lo cual era más que suficiente para explicar su impaciencia por llegar a su lado.

Nadia creyó, pues, que debía hablar de la vieja Marfa, de lo sola que debía encontrarse en medio de tan graves acontecimientos.

-¿No has recibido ninguna noticia de tu madre desde el comienzo de la invasión? -le preguntó.

-Ninguna, Nadia. La última carta que me escribió data ya de dos meses atrás, pero me daba buenas noticias. Marfa es una mujer enérgica, una vieja siberiana. Pese a su edad conserva toda su fuerza moral. Sabe sufrir.

-Yo iré a verla, hermano -dijo Nadia con viveza-. Ya que tú me das el nombre de hermana, yo soy la hija de Marfa.

Y como Miguel Strogoff no respondiera, continuó:

-Puede ser que tu madre haya podido salir de Omsk…

-Es posible, Nadia -respondió Miguel Strogoff-, y hasta espero que haya llegado a Tobolsk. La vieja Marfa aborrece a los tártaros, conoce la estepa y no tiene miedo; yo espero que haya cogido su bastón para descender por la orilla del Irtyche. No hay un lugar de la provincia que no conozca. ¡Cuántas veces ha recorrido el país con mi viejo padre, y cuántas veces yo mismo, siendo niño, los he seguido en sus correrías a través del desierto siberiano! Sí, Nadia, yo espero que mi madre haya abandonado Omsk.

-Y cuándo la verás?

-La veré… a la vuelta.

-Sin embargo, si tu madre está en Omsk, perderás alguna hora para ir a abrazarla, supongo.

-No iré a abrazarla.

-¿No la verás?

-No, Nadia… -respondió Miguel Strogoff, suspirando, comprendiendo que no podía continuar respondiendo a las preguntas de la joven.

-¡Y dices que no! ¡Ah, hermano! ¿Qué razones pueden hacer que renuncies a ver a tu madre si está en Omsk?

-¿Qué razones, Nadia? ¡Tú me preguntas qué razones! -gritó Miguel Strogoff con una voz profundamente alterada, que hizo estremecer a la joven-. Pues las mismas razones que me han hecho pasar por cobarde ante aquel miserable que…

No pudo acabar la frase.

-Cálmate, hermano -dijo Nadia con su voz más dulce-, yo no sé más que una cosa. Y ni siquiera la sé, ¡la siento! Y es que un sentimiento domina ahora toda tu conducta: un sagrado deber, si es que puede haber alguno, más poderoso que el que ata a un hijo con su madre.

Nadia se calló y, desde ese momento, evitó todo tipo de conversación que pudiera referirse a la particular situación de Miguel Strogoff. Él tenía algún secreto que guardar y ella lo respetaba.

Al día siguiente, 25 de julio, a las tres de la madrugada, la tarenta llegó a la parada de posta de Tiukalinsk, después de haber franqueado una distancia de ciento veinte verstas desde el paso del Ichim.

Se cambiaron rápidamente los caballos, pero, por primera vez, el yemschik puso algunas dificultades para partir, afirmando que destacamentos de tártaros batían la estepa y que tanto los viajeros como los caballos y el vehículo serían una buena presa para esos saqueadores.

Miguel Strogoff no tuvo más remedio que aumentar el valor del yemschik a base de dinero, ya que en esta ocasión, como en otras, no quiso hacer uso de su podaroshna. Los últimos decretos habían llegado por telégrafo y eran conocidos en Siberia, por lo que un ruso que estuviera tan especialmente dispensado de obedecer aquellas disposiciones hubiera llamado la atención general, lo cual quería evitar el correo del Zar a toda costa. En cuanto a las dudas del yemschik, puede que estuviera haciendo comedia y especulando con la impaciencia de los viajeros, o puede que tuviera realmente razón al temer que aquélla era una aventura arriesgada.

Al fin, la tarenta emprendió la marcha, y lo hizo con tanta diligencia que a las tres de la tarde habían recorrido ochenta verstas y se encontraban en Kulatsinskoë. Una hora despues se encontraban en la orilla del Irtyche, a sólo una veintena de verstas de Omsk.

El Irtyche es un extenso rio que constituye una de las principales arterias siberianas cuyas aguas atraviesa Asia hacia el norte. Nace en los montes Altai y se dirige oblicuamente de sudeste a noroeste, yendo a desembocar en el Obi, después de un recorrido de cerca de siete mil verstas.

En aquella época del año, que es la de la crecida de todos los ríos de la baja Siberia, el nivel de las aguas del Irtyche era excesivamente alto. Por consiguiente, la corriente era violenta, casi torrencial, y hacía que su paso fuese bastante difícil. Un nadador, por bueno que fuera, no hubiera podido franquearlo, y la travesía en transbordador ofrecía algunos peligros.

Pero estos peligros, como otros, no podían detenerlos ni un instante, y Miguel Strogoff y Nadia estaban decididos a afrontarlos cualesquiera que fuesen.

Sin embargo, el correo del Zar propuso a su joven compañera intentar atravesar el río él solo con el carruaje y los caballos, porque el peso de todo el atelaje convertiría el transbordador en un poco peligroso, y después, una vez depositados los caballos y el vehículo en la otra orilla, volvería a por Nadia.

Pero la joven rehusó porque esto significaba un retraso de una hora y no quería que su seguridad personal fuera la causa de ningún retraso.

Las orillas estaban inundadas y el transbordador no podía acercarse demasiado, por lo que el embarque del vehículo se hizo con muchas dificultades, pero después de media hora de esfuerzos consiguieron embarcar la tarenta y los tres caballos. Miguel Strogoff, Nadia y el yemschik se instalaron también y comenzaron la travesía.

Durante los primeros minutos todo fue bien. La corriente del Irtyche, cortada en la parte superior por un largo entrante de la orilla, formaba un remanso que el transbordador atravesó fácilmente. Los dos bateleros daban impulso con sus largos bicheros, que manejaban con gran destreza; pero a medida que avanzaban, el lecho del río se hacía más profundo y no podían apoyar las pértigas en su hombro para empujar, porque apenas si sobresalían un palmo de la superficie del agua, lo cual hacía que su empleo fuera penoso e insuficiente.

Miguel Strogoff y Nadia, sentados en la popa del transbordador, temiendo siempre cualquier retraso, miraban con cierta inquietud la maniobra de los bateleros.

-¡Atención! -gritó uno de ellos a su compañero.

Este grito estaba motivado por la nueva dirección que tomaba el transbordador con una excesiva velocidad; dominado por la corriente del río estaba descendiendo rápidamente el curso. Era, pues, necesario, situarlo de forma que pudiera atravesar la corriente, y para ello había que emplear los bicheros a todo rendimiento y, con este propósito, apoyaron los extremos de éstos en una especie de escotaduras abiertas debajo de las bandas, consiguiendo poner el transbordador en sentido oblicuo y fueron ganando poco a poco la otra orilla.

Los dos bateleros, hombres vigorosos, estimulados además por la promesa de una elevada paga, no dudaron en llevar a buen fin aquella difícil travesía del Irtyche.

Pero no contaban con un incidente que era difícil de predecir, y ni su celo ni su habilidad podían hacer nada contra esta circunstancia.

El transbordador se encontraba en el centro de la corriente, a igual distancia de ambas orillas, descendiendo con una velocidad de unas dos verstas por hora, cuando Miguel Strogoff se levantó mirando corriente arriba.

Por la corriente bajaban varios barcos con gran rapidez, ya que a la acción de las aguas se unía la fuerza de los remos con los que iban dotados.

El rostro de Miguel Strogoff se contrajo de golpe, escapándosele una exclamación.

-¿Qué sucede? -preguntó la joven.

Pero antes de que Miguel Strogoff hubiera tenido tiempo de responderle, uno de los bateleros lanzó una exclamación de espanto:

-¡Los tártaros! ¡Los tártaros!

Eran, en efecto, barcas cargadas de soldados que descendían rápidamente por el Irtyche y antes de que hubieran transcurrido varios minutos habrían alcanzado el transbordador, demasiado pesado para huir de ellos.

Los bateleros, aterrorizados por esta aparición, lanzaron gritos de desespero, abandonando los bicheros.

-¡Valor, amigos míos! -gritó Miguel Strogoff-. ¡Valor! ¡Cincuenta rublos para vosotros si estamos en la orilla derecha antes de que nos alcancen esas barcas!

Los bateleros, reanimados por estas palabras, reemprendieron la maniobra y continuaron luchando contra la corriente, pero era evidente que no podrían evitar el abordaje de los tártaros.

¿Pasarían de largo sin inquietarlos? Era poco probable. Por el contrario, debía temerse todo de estos salteadores.

-No tengas miedo, Nadia -dijo Miguel Strogoff-, pero prepárate a todo.

-Estoy preparada -respondió Nadia.

-¿Hasta a arrojarte al río cuando te lo diga?

-Cuando tú me lo digas.

-Ten confianza en mí, Nadia.

-Tengo confianza.

Las barcas tártaras no estaban más que a una distancia de unos cien pies. Llevaban un destacamento de soldados bukharianos que iban a hacer un reconocimiento sobre Omsk.

El transbordador se encontraba todavía a dos cuerpos de la orilla. Los bateleros redoblaron sus esfuerzos. Miguel Strogoff se unió a ellos y cogio un bichero que maniobraba con una fuerza sobrehumana. Si conseguían desembarcar la tarenta y lanzarse a todo galope, tendrían muchas probabilidades de escapar de los tártaros, que no tenían monturas.

¡Pero tantos esfuerzos debían resultar inútiles!

-¡Saryn na kitchu! -gritaron los soldados de la primera barca.

Miguel Strogoff reconoció el grito de guerra de los piratas tártaros, al cual debía contestarse arrojandose boca abajo.

Pero como nadie obedeció esta intimación, los soldados hicieron una descarga de la que resultaron mortalmente heridos dos caballos.

En aquel momento se produjo un choque. Las barcas habían abordado el transbordador de través.

-¡Ven, Nadia! -gritó Miguel Strogoff, presto a lanzarse al río.

La joven iba a seguirle cuando Miguel Strogoff, herido por un golpe de lanza, fue arrojado al agua. Lo arrastró la corriente, agitando la mano un instante por encima de las aguas, y desapareció.

Nadia había lanzado un grito, pero antes de que hubiera tenido tiempo de arrojarse al agua en seguimiento de Miguel Strogoff, fue apresada por los tártaros y depositada en una de sus barcas.

Un instante después, los bateleros habían sido muertos a golpes de lanza y el transbordador iba a la deriva, mientras los tártaros continuaban descendiendo el curso del Irtyche.

 

14

MADRE E HIJO

Omsk es la capital oficial de la Siberia occidental, pese a que no es la ciudad más importante del gobierno de ese mismo nombre, ya que Tomsk es más populosa y más extensa, pero es en Omsk en donde reside el gobernador general de esta primera mitad de la Rusia asiática.

Propiamente hablando, Omsk se compone de dos ciudades distintas, una que está únicamente habitada por las autoridades y los funcionarios, y la otra en donde viven especialmente los comerciantes siberianos, aunque es una ciudad poco comercial.

Consta de una población de diez a trece mil habitantes y está defendida por un recinto fianqueado por bastiones, pero estas fortificaciones son de tierra y le prestan una protección muy insuficiente. Esto lo sabían muy bien los tártaros, que intentaron apoderarse de ella a viva fuerza, lo cual consiguieron después de varios días de asedio.

La guarnición de Omsk, reducida a dos mil hombres, había resistido valientemente, pero superada por las tropas del Emir, había ido cediendo poco a poco la ciudad comercial, para refugiarse en la ciudad alta.

Allí, el gobernador general, sus oficiales y soldados se habían atrincherado, convirtiendo aquel barrio de Omsk en una ciudadela, después de haber almenado las casas y las iglesias y, hasta entonces, se mantenían bien en esa especie de kremln improvisado, sin gran esperanza de recibir refuerzos a tiempo.

En efecto, las tropas tártaras que descendían el curso del Irtyche recibían cada día nuevos refuerzos y, lo que era más grave, estaban entonces dirigidos por un oficial traidor a su país, pero hombre de gran valía y de una audacia a toda prueba.

Era el coronel Ivan Ogareff.

Este hombre, terrible como cualquiera de los jefes tártaros a los que impulsaba adelante, era un militar instruido. Él mismo tenía en sus venas un poco de sangre mongol por parte de su madre, que era de origen asiático, y amaba el engaño, complaciéndose en imaginar estratagemas y no reparaba en medios cuando se trataba de sorprender algún secreto o de tender alguna trampa.

Bribón por naturaleza, empleaba gustosamente los más viles artificios, convirtiéndose en mendigo si se terciaba la ocasión, o adoptando con gran perfección todas las formas y todos los modales. Además, era cruel y hubiera hecho de verdugo si se presentara la oportunidad. Féofar-Khan tenía en él un lugarteniente digno de secundarle en aquella salvaje guerra.

Cuando Miguel Strogoff llegó a las orillas del Irtyche, Ivan Ogareff era ya dueño de Omsk y estrechaba el cerco de la ciudad alta ya que tenía prisa por reunirse en Tomsk con el grueso de las fuerzas tártaras, que acababan de concentrarse allí.

Tomsk, en efecto, había sido tomada por Féofar-Khan hacía varios días, y desde allí, los invasores, dueños ya de la Siberia central, debían marchar sobre Irkutsk.

Esta ciudad era el verdadero objetivo de Ivan Ogareff.

El plan del traidor era ganarse la confianza del Gran Duque bajo un nombre falso y, cuando considerase llegado el momento, entregar la ciudad y el Gran Duque a los tártaros.

Dueños de tal ciudad y de tal rehén, toda la Rusia asiática debía caer en manos de los invasores.

Ahora bien, como ya se sabe, el Zar tenía conocimiento de ese complot y para frustrarlo era por lo que había confiado a Miguel Strogoff la importante misión de que era portador. De ahí las severas instrucciones que se le habían dado al joven correo para que pasase las comarcas invadidas con el mayor incógnito.

Esta misión la había ejecutado fielmente hasta el momento, pero ¿podría llevarla ahora adelante?

La herida que había recibido Miguel Strogoff no era mortal. Nadando, evitando ser visto, alcanzó la orilla derecha del río en donde cayó desvanecido entre unos cañaverales.

Cuando recobró el conocimiento se encontraba en la cabaña de un campesino que lo había recogido y cuidado, y al cual debía él estar todavía vivo. Pero ¿cuánto tiempo hacía que era huésped de aquel bravo siberiano? No lo podía decir. Cuando abrió los ojos vio una bondadosa figura barbuda que le miraba compasivamente inclinada sobre él. Iba a preguntarle dónde se encontraba cuando el campesino le previno, diciéndole:

-No hables, padrecito, no hables. Estás todavía demasiado débil. Yo te diré dónde estás y todo lo que ha ocurrido desde que te recogí en mi cabaña.

Y el campesino le contó a Miguel Strogoff los diversos incidentes de la lucha que había tenido lugar; el ataque de las barcas tártaras, el pillaje de la tarenta, la masacre de los bateleros…

Miguel Strogoff ya no le escuchaba y llevó su mano a sus vestiduras, palpando la carta imperial que aún conservaba consigo sobre su pecho.

Respiró tranquilizándose, pero no era eso todo:

-¡La joven que me acompañaba! -dijo.

-No la han matado -respondió el campesino, saliendo al paso de la inquietud que leía en los ojos de su huésped-. La metieron en una de sus barcas y continuaron descendiendo por el Irtyche. Es una prisionera que irá a reunirse con tantas otras que han conducido a Tomsk.

Miguel Strogoff no pudo responder. Apoyó la mano sobre el pecho para frenar los latidos de su corazón.

Pero, pese a tan duras pruebas, el sentimiento del deber dominaba su alma entera y preguntó:

-¿Dónde estoy?

-Sobre la ribera derecha del Irtyche, a sólo cinco verstas de Omsk -respondió el campesino.

-¿Qué clase de herida he recibido, que me ha postrado de este modo? ¿Ha sido un disparo de arma de fuego?

-No, ha sido un golpe de lanza en la cabeza, que ya ha cicatrizado -respondió el campesino-. Después de algunos días de reposo, padrecito, podrás continuar la ruta. Caíste al río, pero los tártaros no te tocaron ni te registraron, y tu bolsa está todavía en tu bolsillo.

Miguel Strogoff tendió la mano al campesino y después, con un supremo esfuerzo, se enderezó en la cama diciéndole:

-Amigo, ¿cuánto tiempo llevo en tu cabaña?

-Desde hace tres días.

-¡Tres días perdidos!

-Tres días durante los cuales has estado sin conocimiento.

-¿Puedes venderme un caballo?

-¿Quieres partir?

-Al instante.

-No tengo caballo ni carruaje, padrecito. ¡Allí por donde los tártaros pasan no queda nada!

-Bien, pues ire a pie hasta Omsk a buscar un caballo.

-Unas horas de reposo todavía y estarás en mejores condiciones para continuar el viaje.

-Ni una hora.

-Vamos, entonces -respondió el campesino, comprendiendo que no podría luchar contra la voluntad de su huésped-. Yo mismo te conduciré. Todavía hay un gran número de rusos en Omsk y podrás pasar desapercibido.

-¡Amigo -le dijo Miguel Strogoff-, ¡que el cielo recompense todo lo que estás haciendo por mí!

-¡Una recompensa! ¡Sólo los locos la esperan en la tierra! -respondió el campesino.

Miguel Strogoff abandonó la cabaña; pero cuando quiso iniciar la marcha sintió tal desvanecimiento, que seguramente hubiera caído a tierra de no ser por la ayuda del campesino, sin embargo su gran voluntad hizo que se recuperara prontamente.

Sentía en su cabeza el golpe de lanza que había recibido y que afortunadamente había sido ámortiguado por el gorro de pieles con que se cubría, pero siendo poseedor de la energía que le caracterizaba, no era hombre para dejarse abatir por tan poca cosa.

Un solo pensamiento cruzaba por su mente: aquella lejana Irkutsk a la que tenía necesidad de llegar. Pero antes era preciso atravesar Omsk sin detenerse.

-¡Que Dios proteja a mi madre y a Nadia! -murmuró-. Ahora no tengo derecho a pensar en ellas.

Miguel Strogoff y el campesino llegaron pronto al barrio comercial de Omsk y, aunque estaba ocupado militarmente, no tuvieron dificultad de entrar en él.

La muralla de tierra había sido destruida por muchos sitios, por cuyas brechas entraron los merodeadores que seguían a los ejércitos de Féofar-Khan.

En el interior de Omsk, por sus calles y plazas, había un verdadero hormiguero de soldados tártaros; pero era fácil apreciar que una mano de hierro les imponía una disciplina a la que no estaban acostumbrados. Efectivamente, no circulaban solos, sino en grupos armados, prestos a repeler en todo momento cualquier agresion.

En la plaza mayor, transformada en campamento guardado por numerosos centinelas, dos mil soldados tártaros vivaqueaban ordenadamente. Los caballos, sujetos a estacas, permanecían siempre ensillados, dispuestos a partir a la primera orden. Omsk no podía ser más que una parada provisional para esta caballería tártara que debía sin duda preferir las ricas llanuras de la Siberia oriental, en donde las ciudades son más opulentas, las campiñas más fértiles y, por consiguiente, el pillaje más fructífero.

Por encima de la ciudad comercial se levantaba el barrio alto, el cual Ivan Ogareff había intentado asaltar varias veces, siendo bravamente rechazado en todas las ocasiones y no habiendo conseguido todavía reducirlo. Sobre sus aspilleradas murallas ondeaba aún la bandera nacional con los colores de Rusia.

Miguel Strogoff y su guía saludaron esta bandera con legítimo orgullo.

El correo del Zar conocía perfectamente la ciudad de Omsk y, siempre en pos de su guía, evitaba las calles más frecuentadas. No es que temiera ser reconocido, ya que en toda la ciudad únicamente su madre podía llamarlo por su verdadero nombre, pero había jurado no verla y no la vería. Por eso deseaba con todo su corazón que se encontrara refugiada en algún tranquilo lugar de la estepa.

Afortunadamente, el campesino conocía a un encargado de posta el cual, pagándole bien, no se negaría a alquilar o vender un carruaje o un caballo. Quedaba la dificultad de abandonar la ciudad, pero las brechas practicadas en la muralla podían facilitar la salida de Miguel Strogoff.

El campesino conducía, pues, a su huésped directamente a la parada cuando, en una calle estrecha, Miguel Strogoff se detuvo de pronto y retrocedió hasta esconderse detrás de una esquina.

-¿Qué te pasa? -le preguntó vivamente el campesino, sorprendido de aquel brusco movimiento.

-¡Silencio! -se limitó a decir Miguel Strogoff, llevando un dedo a sus labios.

En aquel momento, un destacamento de tártaros desembocaba de la plaza mayor y entraba en la calle por la que circulaban Miguel Strogoff y su compañero.

A la cabeza del destacamento, compuesto por una veintena de jinetes, marchaba un oficial vestido con un simple uniforme. Pese a que su mirada iba de un lado a otro, no podía haber visto a Miguel Strogoff, que se había batido rápidamente en retirada.

El destacamento iba a un buen trote por la estrecha calle sin que el oficial ni su escolta hicieran caso de los habitantes del lugar, los cuales apenas tenían tiempo de echarse a un lado, lanzando gritos medio ahogados a los que respondían inmediatamente los soldados con golpes de lanza, por lo que la calle estuvo despejada en un instante.

Cuando la escolta hubo desaparecido, Miguel Strogoff se volvió hacia el campesino, Ireguntando:

-¿Quién es ese oficial?

Y mientras hacía esta pregunta su rostro se quedó pálido como el de un muerto.

-Es Ivan Ogareff -respondió el campesino con una voz baja que respiraba odio.

-¡Él! -gritó Miguel Strogoff, lanzando esta palabra con un tono de rabia que no pudo disimular.

Acababa de reconocer en aquel oficial al viajero que le había humillado en la parada de Ichim.

Pero repentinamente se iluminó su espíritu. Aquel viajero, al que apenas había entrevisto, le recordaba al mismo tiempo al viejo gitano cuyas palabras había sorprendido en el mercado de Nijni-Novgorod.

Miguel Strogoff no se equivocaba, aquellos dos hombres eran la misma persona. Vestido de gitano y mezclado entre la tribu de Sangarra, Ivan Ogareff había podido abandonar la provincia de Nijni-Novgorod, en donde había ido a buscar afiliados a su maldita obra entre los numerosos extranjeros que del Asia central concurrían a la feria. Sangarra y sus gitanas, verdaderos espías a sueldo, debían serle absolutamente fieles. Era él quien por la noche, sobre el campo de la feria, había pronunciado aquella extraña frase cuyo significado podía Miguel Strogoff comprender ahora. Era él quien viajaba a bordo del Cáucaso con toda la tribu de gitanos y era también él quien, siguiendo otra ruta de Kazan a Ichim a través de los Urales, había llegado a Omsk, convirtiéndose en dueño de la ciudad.

Apenas debía de hacer tres días que Ivan Ogareff había llegado a Omsk, por lo que, sin su funesto encuentro en Ichim y sin los acontecimientos que le retuvieron tres días en la orilla del Irtyche, Miguel Strogoff le hubiera adelantado en la ruta de Irkutsk.

¡Quién sabe cuántas desgracias se hubieran podido evitar!

En todo caso, Miguel Strogoff debía evitar más que nunca el encuentro con Ivan Ogareff para no ser reconocido. Cuando llegase el momento de encontrarse cara a cara, ya sabría buscarlo, aunque se hubiera convertido en dueño de toda Siberia.

El campesino y él reemprendieron la marcha a través de la ciudad, llegando a la parada de posta. Abandonar Omsk a través de una de las brechas de la muralla no iba a ser muy difícil por la noche. En cuanto a encontrar un vehículo que reemplazase la tarenta, fue imposible, ya que no había ninguno para alquilar ni vender. Pero ¿qué necesidad tenía él ahora de un carruaje? Un caballo le era más que suficiente y, afortunadamente, pudo agenciarse uno. Era un animal resistente, apto para soportar grandes fatigas y al cual, Miguel Strogoff, que era un buen jinete, podía sacar buen partido.

El caballo fue pagado a alto precio y algunos minutos más tarde estaba dispuesto para la partida.

Eran entonces las cuatro de la tarde.

Miguel Strogoff, obligado a esperar a la noche para franquear la muralla pero no queriendo dejarse ver por la ciudad, se quedó en la parada de posta haciéndose servir algunos alimentos.

La sala común estaba abarrotada de gente. Igual que pasaba en las estaciones rusas, los habitantes de estas ciudades, ansiosos de noticias, iban a buscarlas a las paradas de posta. Se hablaba de la próxima llegada de un cuerpo de tropas moscovita, no a Omsk, sino a Tomsk, destinado a reconquistar esta ciudad de las garras de Féofar-Khan.

Miguel Strogoff prestaba gran atención a todo cuanto se decía, pero sin mezclarse en ninguna conversación.

De pronto, oyó un grito que le hizo estremecer; un grito que le llegó al alma, cuyas dos palabras fueron lanzadas en su oído:

-¡Hijo mio.

¡Su madre, la vieja Marfa, estaba ante él! ¡Le sonreía, temblando de emoción, y tendiendo sus brazos!

Miguel Strogoff se levantó e iba a arrojarse hacia ella cuando el pensamiento del deber y el peligro que aquel lamentable encuentro encerraba para él y para su madre le detuvieron enseguida, y tal fue su dominio de sí mismo, que ni un solo músculo de su cara se contrajo.

Una veintena de personas se encontraban reunidas en la sala común y entre ellas podía ser que hubiera algún espía, aparte de que en la ciudad se sabía de sobras que el hijo de Marfa Strogoff pertenecía al cuerpo de correos del Zar.

Miguel Strogoff no se movió.

-¡Miguel! -gritó su madre.

-¿Quién es usted, mi buena señora? -preguntó Miguel Strogoff, balbuceando mas que pronunciando las palabras.

-¿Quién soy, preguntas, hijo mío? ¿Es que no reconoces a tu madre?

-Se equivoca usted… -respondió Miguel Strogoff fríamente-. Quizás alguna semejanza…

La vieja Marfa se acercó a él y mirándolo fijamente a los ojos le dijo:

-¿Tú no eres el hijo de Pedro y Marfa Strogoff

Miguel Strogoff hubiera dado su vida por pode estrechar fuertemente a su madre entre sus brazos.. Pero si cedía era su fin, el de ella, de su misión y de su juramento… Dominándose completamente, cerró los ojos para no ver la irreprimible angustia que reflejaba la mirada venerable de su madre y retiró sus manos para no tenderlas hacia aquellas otras que le buscaban temblorosamente.

-Yo no sé, realmente, qué es lo que quiere usted decir, buena mujer -respondió Miguel Strogoff, retrocediendo algunos pasos.

-¡Miguel! -gritó aún la mujer.

-¡Yo no me llamo Miguel! ¡No he sido nunca su hijo! ¡Yo soy Nicolás Korpanoff, comerciante de Irkutsk!

Y bruscamente abandonó la sala, mientras re sonaban unas palabras pronunciadas tras él por últi ma vez:

-¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Miguel Strogoff, haciendo un esfuerzo supremo, se había marchado, sin ver a su vieja madre que se dejaba caer casi inerte sobre un banco. Pero en el momento en que el encargado se precipitó hacia ella para socorrerla, la anciana se levantó. Una súbita revelacian había entrado en su espíritu. ¡Ella, renegada por su hijo! ¡Esto no era posible! En cuanto a que ella pudiera equivocarse, era más imposible todavía. Era evidente que el que acababa de ver era su hijo y si él no la había reconocido es que no había querido, que no debía reconocerla, que tenía terribles razones para comportarse de aquella manera. Entonces, reprimiendo sus sentimientos maternales, no tuvo más que un pensamiento: «¿ Lo habré perdido sin querer?»

-¡Estoy loca! -dijo a los que la interrogaban-. ¡Mis ojos me han engañado! ¡Ese joven no es mi hijo! ¡No tenía su voz! ¡No pensemos más en ello porque acabaré viéndolo en todas partes!

Pero menos de diez minutos después, un oficial tártaro se presentaba en la parada de posta.

-¿Marfa Strogoff ? -preguntó.

-Soy yo -respondió la anciana mujer, con tono calmoso y la mirada tan tranquila que los testigos de la escena que acababan de presenciar no la hubieran reconocido.

-Ven conmigo -dijo el oficial.

Marfa Strogoff siguió con paso seguro al oficial tártaro, abandonando la casa de postas.

Algunos minutos después se encontraba en el vivac de la plaza mayor, ante la presencia de Ivan Ogareff, el cual tuvo inmediato conocimiento de todos los detalles de la escena.

Ivan Ogareff, suponiendo la verdad, había querido interrogar él mismo a la anciana siberiana.

-¿Tu nombre? -preguntó con tono rudo.

-Marfa Strogoff.

-¿Tú tienes un hijo?

-Sí.

-¿Es correo del Zar?

-Sí.

-¿Dónde está?

-En Moscú.

-¿Tienes noticias suyas?

-No.

-¿Desde cuándo?

-Desde hace dos meses.

-¿Quién era, pues, aquel joven al que hace unos instantes has llamado hijo en la parada de posta?

-Un joven siberiano al que he confundido con él -respondió Marfa Strogoff-. Es la décima vez que creo encontrar a mi hijo desde que la ciudad está llena de extranjeros. Creo verlo por todas partes.

-¿Así que aquel joven no es Miguel Strogoff?

-No es Miguel Strogoff.

-¿Sabes, vieja, que puedo hacerte torturar hasta que digas toda la verdad?

-He dicho la verdad y la tortura no hará cambiar en nada mis palabras.

-¿Ese siberiano no era Miguel Strogoff? -preguntó nuevamente Ivan Ogareff.

-¡No! ¡No era él! -respondió nuevamente también Marfa Strogoff-. ¿Cree que por nada del mundo renegaría de un hijo como el que Dios me ha dado?

Ivan Ogareff miró malignamente a la anciana, la cual no bajó la vista. No dudaba que había reconocido a su hijo en aquel siberiano y que si él había renegado de su madre entonces, y su madre renegaba de él a su vez, era por un motivo gravisimo.

Para Ivan Ogareff, pues, no había ninguna duda de que el pretendido Nicolás Korpanoff era Miguel Strogoff, correo del Zar camuflado bajo un nombre falso y encargado de una mision cuyo conocimiento le era capital. Por ello dio la orden inmediata de que se iniciara su persecución. Después, volviéndose hacia Marfa Strogoff, dijo:

-Que esta mujer sea conducida a Tomsk.

Y mientras los soldados la apresaban con brutalidad, murmuró entre dientes:

-Cuando llegue el momento, ya sabré hacer hablar a esta vieja bruja.

15

LOS PANTANOS DE LA BARABA

Miguel Strogoff había obrado con acierto al abandonar tan bruscamente la parada, porque las órdenes de Ivan Ogareff habían sido transmitidas enseguida a todos los puntos de la ciudad, y sus señas enviadas a todos los encargados de las postas, con el fin de que no pudiera salir de Omsk. Pero, en aquellos momentos, el correo del Zar había ya franqueado una de las brechas de la muralla y su caballo corría por la estepa y, si no era perseguido inmediatamente, tenía muchas probabilidades de escapar.

Era el 29 de julio, a las ocho de la tarde, cuando Miguel Strogoff abandonó Omsk. Esta ciudad se encontraba a poco más de medio camino entre Moscú e Irkutsk, y, si quería adelantarse a las columnas tártaras, tenía que llegar allí en menos de diez días.

Evidentemente, el deplorable azar que le había puesto en presencia de su madre había revelado su identidad, e Ivan Ogareff no podía ignorar que un correo del Zar acababa de atravesar Omsk dirigiéndose hacia Irkutsk. Los mensajes que llevaba este correo debían ser de una importancia extrema y Miguel Strogoff sabía que harían todo lo posible por apoderarse de él.

Pero lo que no podía saber es que Marfa Strogoff estaba en manos de Ivan Ogareff y que era ella quien iba a pagar, puede que con su vida, el impulso que no había podido detener al encontrarse de pronto en presencia de su hijo. Y afortunadamente no lo sabía porque, ¿hubiera podido resistir esta nueva prueba?

Miguel Strogoff estimulaba a su caballo, comunicándole toda la impaciencia febril que le devoraba y no le pedía más que una cosa, que le llevara rápidamente hasta la próxima parada en donde pudiera obtener un caballo más rápido.

A medianoche había franqueado setenta verstas y llegaba a la estación de Kulikovo, pero allí, tal como temía, no se encontraban caballos ni carruajes, porque algunos destacamentos tártaros habían pasado por aquella gran ruta de la estepa y lo habían robado y requisado todo, tanto en las poblaciones como en las casas de posta. Miguel Strogoff apenas pudo conseguir algún alimento para él y para su caballo.

Le interesaba, por tanto, conservar y cuidar el que tenía, porque no sabía cuándo podría reemplazarlo.

Mientras tanto, quería dejar la mayor distancia posible entre él y los jinetes que Ivan Ogareff debía de haber lanzado en su persecución, por lo cual resolvió seguir adelante y, después de una hora de reposo, reemprendió su carrera a través de la estepa.

Hasta entonces, afortunadamente, las condiciones atmosféricas habían favorecido el viaje del correo del Zar. La temperatura era soportable y la noche, muy corta en esa época, estaba iluminada por esa media claridad de la luna que, tamizándose a través de algunas nubes, hacía la ruta muy practicable.

Miguel Strogoff iba, pues, adelante, sin ninguna duda, sin ninguna vacilación. Pese a los dolorosos pensamientos que le obsesionaban, había conservado una extrema lucidez de espíritu y marchaba hacia su objetivo, como si éste fuese visible en el horizonte.

Cuando se detenía en algún recodo del camino, era para dejar tomar aliento durante unos instantes a su caballo. Entonces, echando pie a tierra, libraba de su peso al animal y aprovechaba para poner el oído en el suelo y escuchar si algún galope se propagaba por la superficie de la estepa. Cuando se había asegurado de que no se oían ruidos sospechosos, continuaba la marcha hacia delante.

¡Ah, si todas estas comarcas siberianas estuvieran invadidas por la noche polar, y esa noche durara varios meses! ¡Lo deseaba con toda vehemencia porque podía atravesarla con mucha mayor seguridad!

El 30 de julio, a las nueve de la mañana, pasó por la estación de Turumoff, encontrándose con la region pantanosa de la Baraba.

Allí, las dificultades naturales podían ser extremadamente graves. Miguel Strogoff lo sabía, pero también sabía que podría sobrellevarlas.

Estos vastos Pantanos de la Baraba se extienden de norte a sur desde el paralelo sesenta al cincuenta y dos, y sirven de depósito a todas las aguas fluviales que no encuentran salida ni hacia el Obi ni hacia el Irtyche. El suelo de esta vasta depresión es totalmente arcilloso y, por consecuencia, permeable, de tal forma que las aguas se acumulan, haciendo que esta region sea muy difícil de atravesar durante la estación cálida.

No obstante, el camino hacia Irkutsk pasa por allí, en medio de estas lagunas, estanques, lagos y pantanos, donde el sol provoca emanaciones malsanas que convierten este camino, además de fatigoso, en terriblemente peligroso para el viajero.

En invierno, cuando el frío solidifica todo líquido; cuando la nieve ha nivelado el suelo y condensado las míasmas, los trineos pueden deslizarse impunemente sobre la dura corteza de la Baraba, y los cazadores frecuentan con asiduidad aquellas comarcas tan abundantes en caza, a la busca de martas, cebellinas y esos preciosos zorros cuya piel es tan buscada. Pero durante el verano, los pantanos se vuelven fangosos, pestilentes y hasta impracticables cuando el nivel de las aguas ha crecido demasiado.

Miguel Strogoff lanzó su caballo en medio de una pradera de turba, en la que ya se notaba la falta de la hierba baja de la estepa, de la que se alimentan exclusivamente los inmesos rebaños siberianos. No se trataba de una pradera sin límites, sino una especie de inmenso vivero de vegetales arborescentes.

La hierba se elevaba entonces a cinco o seis pies de altura e iba dejando su sitio a las plantas acuáticas, a las cuales la humedad, ayudada por el calor estival daba proporciones gigantescas.

Eran principalmente juncos y butomos, que formaban una red inextricable, una impenetrable espesura adornada por miles de flores que llamaban la atención por la viveza de su colorido, entre las cuales brillaban las azucenas y los lirios, cuyos perfumes se mezclaban con las cálidas emanaciones que el sol evaporaba.

Miguel Strogoff, galopando entre aquella espesura de juncos, no podía ser visto desde los pantanos que bordeaban el camino. Los grandes matorrales se elevaban por encima de él y su paso únicamente estaba señalado por el vuelo de las innumerables aves acuáticas que se levantaban sobre las orillas del camino y se extendían por las profundidades del cielo en grupos escandalosos.

No obstante, la ruta estaba claramente trazada; aquí avanzaba directamente entre la espesa maleza de plantas acuáticas; allá rodeaba las orillas sinuosas de grandes estanques, algunos de los cuales tenían varias verstas de longitud y de anchura y casi merecían el nombre de lagos. En otros lugares no era posible evitar las aguas pantanosas y atravesaba el camino, no sobre puentes, sino sobre inseguras plataformas apoyadas sobre lechos de arcilla, cuyos maderos temblaban como débiles planchas colocadas sobre un abismo. Algunas de estas plataformas se prolongaban por espacio de doscientos o trescientos pies y mas de una vez, los viajeros, al menos los de las tarentas, habían experimentado un mareo parecido al que provoca la mar.

Miguel Strogoff corría siempre, sobre suelo duro o sobre suelo que temblaba bajo sus pies; corría sin detenerse nunca, saltando por encima de la brechas abiertas en la podrida madera; pero por rápidos que fueran, caballo y jinete no podían protegerse de las picaduras de los mosquitos que infestaban aquel pantanoso país.

Los viajeros que se ven obligados a atravesar la Baraba durante el verano tienen la precaución de proveerse de caretas de crin, a las cuales va unida una cota de malla de un alambre muy fino que les cubre los hombros. Pero pese a estas precauciones, es raro que consigan atravesar los pantanos sin tener la cara, el cuello y las manos acribillados por puntitos rojos. La atmósfera parece estar allí erizada de agujas y hasta podría creerse que una de aquellas antiguas armaduras de caballero no sería suficiente para protegerse contra los dardos de aquellos dípteros. Es aquél un funesto país que el hombre disputa, pagando alto precio, a las tipulas, a los mosquitos, a los maringuinos, a los tábanos e incluso a millares y millares de insectos microscópicos que no son visibles a simple vista, pero cuyas intolerables picaduras, a las que nunca se acostumbraban los cazadores siberianos mas endurecidos, se hacen sentir claramente.

El caballo de Miguel Strogoff, asaeteado por estos venenosos insectos, saltaba como si le clavasen en los ijares las puntas de mil espuelas y, acometido por una furiosa rabia, se encabritaba y se lanzaba a toda velocidad, devorando verstas y más verstas con la rapidez de un tren expreso, sacudiendo sus flancos con su cola y buscando en la rapidez de su carrera un alivio para tal suplicio.

 

 

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