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Julio Verne – Miguel Strogoff (página 8)


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-¿Qué tienes, amigo? -preguntó Miguel Strogoff, como ciego al que el menor ruido pone en guardia.

-¿No has visto … ? -dijo Nicolás, cuyo sonriente rostro se había ensombrecido súbitamente.

Después, continuó:

-¡Ah, no! ¡No has podido verlo y eso es una suerte para ti, padrecito!

-Yo tampoco he visto nada -dijo Nadia.

-¡Tanto mejor, tanto mejor! ¡Pero yo… yo sí lo he visto!

-¿Pero qué es lo que has visto? -preguntó Miguel Strogoff.

-¡Una liebre que acaba de cruzarse en nuestro camino! -respondió Nicolás.

En Rusia, cuando una liebre cruza la ruta de un viajero, la superstición popular ve en ello la señal de una desgracia próxima.

Miguel Strogoff comprendió la agitación de su compañero, aunque él no compartía de ninguna manera esta credulidad respecto a las desgracias que podían acarrear las liebres cruzadas en el camino, por lo que intentó tranquilizarle diciéndole:

-No hay nada que temer, amigo.

-¡Nada para ti y para ella, ya lo sé, padrecito, pero sí para mí! -respondió Nicolás, continuando-: ¡Es el destino!

Y volvió a poner al trote a su caballo.

Sin embargo, a despecho de tan malos augurios, la jornada transcurrió sin ningún incidente.

Al día siguiente, 6 de septiembre, al mediodía, la kibitka hizo alto en el poblado de Alsalevsk, tan desierto como toda la comarca de su alrededor.

Allí, en el suelo de una de las casas, Nadia encontró dos de esos cuchillos de hoja sólida que sirven a los cazadores siberianos, y dio uno a Miguel Strogoff, guardándose el otro para ella, escondiéndolo entre sus vestiduras.

La kibitka se encontraba sólo a unas setenta y cinco verstas de Nijni-Udinsk.

Nicolás, durante estas dos jornadas, no pudo recuperar su buen humor habitual. El mal presagio le había afectado mucho más de lo que podía creerse, porque él, que hasta entonces no había podido permanecer callado ni una hora, se encerraba a menudo en un mutismo del que Nadia le sacaba con grandes esfuerzos. Estos síntomas eran, verdaderamente, los de un espíritu muy apesadumbrado, lo cual se explica cuando se trata de hombres pertenecientes a las razas del norte, cuyos supersticiosos antepasados habían sido los fundadores de la mitología septentrional.

A partir de Ekaterinburgo, la ruta de Irkutsk sigue casi paralelamente al grado de latitud cincuenta y cinco, pero al salir de Biriusinsk se inclina francamente hacia el sudeste, cortando a través el meridiano cien, toma el camino más corto para llegar a la capital de Siberia oriental, atravesando las últimas estribaciones de los montes Sayansk, los cuales no son más que una derivación de la gran cordillera Altai, visible a una distancia de doscientas verstas.

La kibitka corría sobre esta ruta. ¡Sí, corría! Lo cual manifestaba la prisa que tenía Nicolás por llegar, ya que no evitaba el cansar a su caballo. Con toda su resignación fatalista, no se creería seguro hasta encontrarse tras las murallas de Irkutsk. Muchos rusos hubieran pensado como él y más de uno, tirando de las riendas de su caballo, lo hubiera hecho volver atrás después del paso de la liebre por su misma ruta.

Sin embargo, algunas observaciones que hizo Nicolás, cuya exactitud comprobó Nadia, transmitiéndoselas a Miguel Strogoff, hacían temer que sus dificultades no habían terminado aún.

Efectivamente, el territorio atravesado desde Krasnoiarsk había sido respetado y sus condiciones naturales estaban intactas, pero ahora los bosques tenían señales de fuego y de hierro y las praderas que se extendían a los costados de la ruta estaban devastadas, todo lo cual evidenciaba que un considerable ejército había pasado por allí.

Treinta verstas antes de llegar a Nijni-Udinsk, los indicios de la devastación reciente no podían ser más claros y era imposible atribuirlos a otros que no fueran los tártaros.

No solamente los campos estaban hollados por los cascos de los caballos, sino que los bosques se veían talados a golpe de hacha y las casas esparcidas a lo largo del camino no solamente estaban vacías, sino que unas aparecían demolidas en parte y otras medio incendiadas y en sus paredes podía verse el impacto de las balas.

Se concibe cuáles serían las inquietudes de Miguel Strogoff. No cabía duda de que algún cuerpo de ejército tártaro había atravesado esta parte de la ruta y, sin embargo, era imposible que fuesen soldados del Emir, porque no habrían podido adelantarse a él sin que los hubiera localizado. Pero, entonces ¿quiénes eran estos nuevos invasores y a través de qué camino perdido en la estepa habían alcanzado la ruta de Irkutsk? ¿A qué nuevos enemigos iba a enfrentarse el correo del Zar?

Miguel Strogoff no comunicó sus temores a Nicolás ni a Nadia para no inquietarles. Estaba resullto a continuar su ruta, mientras un obstáculo infranqueable no les detuviera. Más tarde ya vería qué es lo que convenía hacer.

Durante la jornada siguiente, el paso reciente de un contingente importante de jinetes e infantes se hacía cada vez más manifiesto. Unas humaredas se levantaban por encima del horizonte. La kibitka iba con toda precaución porque algunas casas de los pueblos abandonados ardían todavía y el incendio no parecía haber sido provocado más de veinticuatro horas antes.

En la jornada del 8 de septiembre, la kzbitka se paró y el caballo se negaba a seguir adelante. Serko ladraba escandalosamente.

-¿Qué ocurre? -preguntó l-iguel Strogoff.

-¡Un cadáver! -respondió Nicolás, lanzándose fuera de la carreta.

Era el cadáver de un mujik, horriblemente mutilado y frío ya.

Nicolás se santiguó y después, ayudado por Miguel Strogoff, trasladaron el cadáver a un lado de la carretera. Hubieran querido darle sepultura decente, enterrarlo profundamente con el fin de que los animales carnívoros de la estepa no pudieran devorar sus miserables restos, pero Miguel Strogoff no quiso perder tiempo.

-¡Partamos, amigo, partamos! -exclamó-. ¡No podemos perder ni una sola hora!

Y la kibitka reanudó su marcha.

Además, si Nicolás hubiese querido rendir el postrer tributo a todos los cadáveres que iban a encontrar a partir de entonces sobre la gran ruta siberiana, no le hubiera sido posible hacerlo. En las proximidades de Nijni-Udinsk, fueron por veintenas los cuerpos sin vida extendidos sobre el suelo.

Era preciso, por lo tanto, continuar su camino hasta el momento en que fuera manifiestamente imposible no caer en manos de los invasores.

El itinerario, pues, no fue modificado y pudieron ver cómo la devastación y las ruinas se acumulaban en cada pueblo. Todas estas aldeas, cuyos nombres indican que han sido fundadas por exiliados polacos, eran víctimas de horribles pillajes e incendios. La sangre de las víctimas aún chorreaba, pero no podía saberse en qué condiciones se habían desarrollado aquellos lamentables acontecimientos, porque no quedaba un solo ser vivo para contarlo.

Aquel día, hacia las cuatro de la tarde, Nicolás señaló hacia el horizonte los altos campanarios de las iglesias de Nijni-Udinsk, que estaban coronados por altas columnas de vapor, que no eran precisamente nubes.

Nicolás y Nadia miraban y comunicaban a Miguel Strogoff el resultado de sus observaciones. Era preciso tomar una decisión. Si la ciudad estaba abandonada, podían atravesarla sin riesgo, pero si por alguna causa inexplicable estaba ocupada por los tártaros, se imponía un rodeo al precio que fuera.

-Avancemos con prudencia -dijo Miguel Strogoff-, pero avancemos.

Recorrieron todavía una versta.

-¡No son nubes, son humaredas! -gritó Nadia- ¡Hermano, han incendiado la ciudad!

Efectivamente, el incendio era demasiado visible. Las llamaradas aparecían entre vapores de humo y los torbellinos de fuego se hacían cada vez más espesos al elevarse hacia el cielo. Sin embargo, no se veían fugitivos. Era probable que los incendiarios encontrasen la ciudad abandonada y la estaban incendiando. Pero ¿se trataba de tropas tártaras? ¿Serían rusos que obedecían las órdenes del Gran Duque? ¿Había querido el Gobierno del Zar que desde Krasnoiarsk y el Yenisei ninguna ciudad ni pueblo pudiera ofrecer cobijo a los invasores? En lo que concernía a Miguel Strogoff, ¿qué debía hacer, detenerse o continuar la ruta?

Estaba indeciso pero, no obstante, después de haber sopesado los pros y los contras, pensó que cualesquiera que fuesen las fatigas de un viaje, por la estepa, sin un camino trazado, era preferible que arriesgarse a caer por segunda vez en manos de los tártaros. Iba, pues, a proponer a Nicolás abandonar la gran ruta y, si no era absolutamente preciso, no recuperarla hasta haber franqueado Nijni-Udinsk, cuando se oyó un disparo, proveniente de la derecha. Silbó una bala y el caballo, herido en la cabeza, cayó muerto.

En el mismo instante, una docena de jinetes se lanzaron al galope por la ruta, rodearon la carreta y Miguel Strogoff, Nadia y Nicolás, sin que tuvieran tiempo de darse cuenta de lo que pasaba, fueron hechos prisioneros y conducidos rápidamente hacia Nijni-Udinsk.

Miguel Strogoff, pese a este inesperado ataque, no había perdido su sangre fría. No pudiendo ver a sus enemigos, tampoco podía soñar en defenderse, pero aunque hubiese podido usar sus ojos, no lo hubiera intentado, porque significaba ir hacia una muerte cierta. Pero, si no veía, oía, o podía escuchar lo que decían los soldados y comprenderlos.

Efectivamente, por la lengua en que hablaban, reconocio que eran tártaros y, según sus palabras, procedían del ejército de invasores.

Lo que Miguel Strogoff supo, tanto por la conversacion que mantenían en aquel momento ante él, como por los fragmentos de frases que pudo captar más tarde, era que estos soldados no estaban directamente bajo las órdenes del Emir, detenido más allá del Yenisei, sino que formaban parte de una tercera columna, especialmente compuesta por tártaros de los khanatos de Khokhand y de Kunduze, con la cual el ejército de Féofar-Khan debía reunirse en los alrededores de Irkutsk.

Por consejo de Ivan Ogareff, y con el fin de asegurar el éxito de la invasión en las provincias del este, esta columna, después de haber franqueado la frontera del gobierno de Semipalatinsk y pasando por el sur del lago Balkach, había costeado la base de los montes Altai. Saqueando y asolando, bajo el mando de un oficial del khanato de Kunduze, había llegado al curso alto del Yenisei. Allí, previendo la orden que el Zar diera a Krasnolarsk, para facilitar la travesía del río a las tropas del Emir, este oficial había lanzado a la corriente del Yenisei una flotilla que, bien como embarcaciones o bien como material para un puente, permitirían a Féofar-Khan lanzarse sobre la ruta de Irkutsk en la margen derecha del río.

Después, esta tercera columna había descendido hasta el valle del Yenisei, siguiendo la falda de las montañas, y volvió a alcanzar la ruta a la altura de Alsalevsk. De ahí que, a partir de esta pequeña ciudad, se acumulasen aquella espantosa cantidad de ruinas que era el telón de fondo de todas las guerras de los tártaros.

Nijni-Udinsk acababa de sufrir la suerte común y aquella columna de cincuenta mil tártaros la había ya abandonado para ir a tomar posiciones frente a Irkutsk. El ejército del Emir no debería tardar en darles alcance.

Tal era, por esas fechas, la grave situación frente a la que se encontraba esta parte de la Siberia oriental, completamente aislada, y los defensores de su capital, relativamente poco numerosos.

Esto fue, pues, lo que averiguó Miguel Strogoff: la llegada frente a Irkutsk de una tercera columna de invasores y su próxima reunión con las tropas del Emir y de Ivan Ogareff. Por consiguiente, el asedio de Irkutsk y, seguidamente, su rendición, no era más que cuestión de tiempo, quizá de un corto plazo.

Se comprende los graves pensamientos que asaltaban a Miguel Strogoff, el cual desistiría de su empeño si a lo largo de tantas vicisitudes hubiera perdido todo su coraje y todas sus esperanzas. Pero nada de eso había ocurrido, sino que sus labios no murmuraron otra palabra que la siguiente:

-¡Llegaré!

Media hora después del ataque de los jinetes tártaros, Miguel Strogoff, Nicolás y Nadia entraban en Nijni-Udinsk. El fiel perro les seguía de lejos. Pero los tres prisioneros no debían permanecer en esta ciudad, que estaba en llamas y abandonada por todos sus moradores.

Fueron obligados a montar sobre caballos y conducidos con rapidez; Nicolás, resignado como siempre; Nadia, siempre con la confianza puesta en Miguel Strogoff y éste, aparentemente indiferente, pero presto a aprovechar la primera ocasión que se presentara para escapar.

Los tártaros se habían dado cuenta de que uno de los prisioneros era ciego y su natural barbarie les sugirió la idea de burlarse del desafortunado. Para ello iban a todo galope, pero como el caballo de Miguel Strogoff no iba guiado por nadie más que por él, iba al albur, haciendo falsos movimientos que llevaban el desorden al destacamento, prodigando contra el correo del Zar injurias y brutalidades que herían el corazón de la joven y llenaban de indignación a Nicolás. Pero nada podían hacer, porque no hablaban la lengua tártara y, además, cualquier intervención suya hubiera sido brutalmente reprimida.

Esos soldados, pronto encontraron un refinamiento para su crueldad y tuvieron la idea de cambiar el caballo de Miguel Strogoff por otro que estuviera ciego. La excusa para el cambio la dieron las palabras de uno de los jinetes, al cual Miguel Strogoff había oído decir:

-¡Puede que no esté ciego, este ruso!

Esto sucedía a sesenta verstas de Nijni-Udinsk, entre los pueblos de Tatán y Chibarlinskos.

Montaron, pues, a Miguel Strogoff sobre otro caballo y poniendo irónicamente las riendas en sus manos, excitaron al caballo a golpes de látigo, pedradas y gritos hasta que le lanzaron al galope.

El animal, no pudiendo ver porque estaba ciego como su jinete, al no ser mantenido en línea recta, tan pronto tropezaba contra un árbol como se lanzaba fuera de la ruta, pudiendo producirse un choque o una caída que tuviera funestas consecuencias.

Miguel Strogoff no protestaba ni dejó escapar una sola queja. Su caballo se cayó y esperó tranquilamente a que vinieran a volverlo a montar. Efectivamente, le pusieron en la silla, continuando aquel juego sangriento.

Nicolás, ante aquellos malos tratos, no pudo contenerse y quiso correr en socorro de su compañero, pero fue detenido brutalmente.

El juego se hubiera prolongado por largo tiempo, con gran jolgorio de los tártaros, si un accidente más grave no le hubiera puesto fin.

En cierto momento, en la jornada del 10 de septiembre, el caballo ciego se desbocó y corrió derecho hacia un precipicio, de una profundidad de treinta a cuarenta pies, que bordeaba la ruta.

Nicolás quiso lanzarse en su seguimiento, pero fue detenido. El caballo iba sin guia y se precipitó en el barranco con su jinete.

Nadia y Nicolás dieron un grito de espanto… Debieron de creer que su desgraciado compañero se había destrozado en la caída.

Cuando acudieron a levantarle, Miguel Strogoff pudo ponerse de pie sin ninguna herida, pero el desafortunado caballo se había roto dos piernas y estaba fuera de servicio.

Los tártaros lo dejaron morir allí mismo, sin siquiera darle el tiro de gracia. Miguel Strogoff fue atado a la silla de uno de los jinetes, teniendo que seguir a pie al destacamento.

¡Aun así, no salió de sus labios una sola queja ni una protesta! Marchó con paso rápido, casi sin notar los tirones de la cuerda que le sujetaba al caballo. Era siempre el «hombre de hierro» del que el general Kissof había hablado al Zar.

Al día siguiente, 11 de septiembre, el destacamento franqueaba la población de Chibarlinskoe.

Entonces se produjo un incidente que debía traer graves consecuencias.

Había llegado ya la noche y los jinetes tártaros, habiendo hecho un alto, bebieron bastante encontrándose más o menos borrachos cuando fueron a reanudar la marcha.

Nadia, que hasta entonces y como por un milagro, había sido respetada por los soldados tártaros, fue insultada de pronto y sin que mediara ninguna palabra por uno de ellos.

Miguel Strogoff no había podido ver ni oír nada, pero Nicolás vio todos los pormenores.

Entonces, con toda la tranquilidad que le caracterizaba y sin haber reflexionado el alcance de su acción, Nicolás fue derecho hacia el soldado y, antes de que éste pudiera hacer ningún movimiento para detenerlo, se apoderó de una pistola que llevaba en las cartucheras de la silla y la descargó a bocajarro contra el soldado que acababa de insultar a la joven.

Al ruido de la detonación, el oficial que mandaba el destacamento se apresuró a acudir enseguida.

Los jinetes iban a hacer pedazos al desgraciado Nicolás, pero entre ellos y la víctima se interpuso el oficial, el cual dio orden de que se le agarrotase. Así lo hicieron y, poniéndole atravesado sobre su caballo partió al destacamento al galope.

La cuerda que ataba a Miguel Strogoff había sido roída por él y, al recibir el inesperado tirón que dio el caballo tártaro, guiado por un jinete medio borracho, se rompió, sin que el soldado lanzado a una rápida carrera, se diera cuenta.

Miguel Strogoff y Nadia se encontraron solos en medio de la ruta.

9

EN LA ESTEPA

Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, libres y solos una vez más, como lo estuvieron durante el trayecto desde Perm hasta las orillas del Irtyche. ¡Pero cómo habían cambiado las condiciones del viaje! Entonces, una confortable tarenta con sus caballos frecuentemente cambiados y abundantes paradas de posta bien surtidas les aseguraban la rapidez del viaje. Ahora iban a pie y ante toda imposibilidad de procurarse medios de locomoción, sin recursos e ignorando de qué modo podrían subvenir a sus más elementales necesidades. ¡Y todavía les quedaban cuatrocientas verstas de viaje! Además, Míguel Strogoff no veía más que a través de los ojos de Nadia.

En cuanto a ese amigo que les había dado el destino, acababan de perderle en las más funestas circunstancias.

Miguel Strogoff se había dejado caer sobre uno de los lados del camino y Nadia, de pie, esperaba una palabra de él para reemprender la marcha.

Eran las diez de la noche y hacía tres horas y media que el sol se había ocultado tras el horizonte. No había a la vista ni una casa, ni una choza. Los últimos tártaros se perdían ya en la lejanía. Miguel Strogoff y Nadia estaban, pues, absolutamente solos.

-¿Qué harán con nuestro amigo? -gritó la joven-. ¡Pobre Nicolás! ¡Nuestro encuentro le ha sido fatal!

Miguel Strogoff no respondió.

-Miguel -continuó Nadia-. ¿No sabes que te ha defendido cuando se burlaban de ti los tártaros, y arriesgó su vida por mí?

Miguel Strogoff permanecía callado, inmóvil, con la cabeza apoyada sobre las manos. ¿En qué pensaba? ¿Aunque no le respondía, había oído las palabras de la joven?

Sí, las había oído, puesto que cuando Nadia dijo:

-¿Adónde he de llevarte, Miguel?

-¡A Irkutsk! -respondió.

-¿Por la gran ruta?

-Sí, Nadia.

Miguel Strogoff seguía siendo el hombre que había jurado llegar hasta el final de su viaje. Seguir la gran ruta era ir por el camino más corto. Si la vanguardia de Féofar-Khan aparecía, tendría tiempo de lanzarse a través de la estepa.

Nadia tomó la mano de Miguel Strogoff y emprendieron el camino.

Al día siguiente por la mañana, 12 de septiembre, hacían una corta parada los dos jóvenes, veinte verstas más lejos del lugar de los recientes sucesos en el pueblo de Tulunovskoe. La villa estaba incendiada y desierta.

Durante toda la noche, Nadia intentó encontrar el cadáver de Nicolás, por si acaso había sido abandonado sobre la ruta, pero fue en vano que buscase entre los cadáveres que encontraban por el camino, porque su desafortunado amigo no apareció.

¿No le tendrían reservado aquellos bárbaros algún cruel suplicio cuando llegasen a Irkutsk?

Nadia se encontraba agotada por el hambre, así como su compañero, pero tuvo la buena suerte de encontrar, en una casa de la villa, una cierta cantidad de carne seca y de sukbaris, pedazos de pan que, secos por la evaporación pueden conservar indefinidamente sus cualidades nutritivas. Miguel Strogoff y la joven cargaron con todo lo que podían transportar, asegurando así la comida para varias jornadas y, en cuanto al agua, no tenían por qué preocuparse en aquellas comarcas regadas por mil pequeños afluentes del Angara.

Se pusieron otra vez en camino. Miguel Strogoff iba siempre a paso regular, regulado por el paso lento de su compañera. Nadia, no queriendo quedarse atrás, forzaba su marcha. Afortunadamente, su compañero no podía ver el estado miserable en que se encontraba reducida.

Sin embargo, Miguel Strogoff lo presentía.

-Estás al cabo de tus fuerzas, mi pobre niña -le decía de vez en cuando.

-No -respondía ella.

-Cuando ya no puedas más, yo te llevaré, Nadia.

-Sí, Miguel.

Durante aquel día fue preciso atravesar el Oka, pero su curso era vadeable y no ofrecía ninguna dificultad.

El cielo estaba encapotado y la temperatura era soportable; pero era de temer que lloviese, lo cual hubiera aumentado sus miserias.

Efectivamente, cayeron algunos chaparrones, pero por fortuna fueron de poca duración.

Caminaban siempre igual, cogidos de la mano y hablando poco. Se detenían dos veces al día y reposaban durante seis horas por la noche. En unas cabañas abandonadas, Nadia encontró algunos pedazos más de esa carne seca, tan abundante en el país, que no cuesta más que a dos kopeks y medio la libra.

Pero contrariamente a lo que podía ser la esperanza de Miguel Strogoff, no había una sola bestia de carga en toda la comarca. Los caballos y camellos fueron muertos o transportados a otros lugares. No tenían más remedio que continuar a pie la travesía de esta interminable estepa.

Las huellas de la tercera columna tártara que se dirigía hacia Irkutsk eran bien visibles. Aquí un caballo muerto, allá un carruaje abandonado. Los cadáveres de los desdichados siberianos iban jalonando también la ruta, principalmente a la entrada y salida de las poblaciones. Nadia, dominando su repugnancia, revisaba todos los cadáveres.

Pero, en suma, el peligro no estaba delante, sino atrás. La vanguardia del más importante ejercito del Emir, mandado por Ivan Ogareff, podía a ecer de un momento a otro. Las barcas transportadas al Yenisei inferior debían de haber llegado ya a Krasnoiarsk y habrían servido para atravesar rápidamente el río. El camino, a partir de allí, estaba ya libre para los invasores, porque ningun cuerpo de ejército ruso podía barrerlos entre Krasnoiarsk y el lago Baikal. Miguel Strogoff, pues, esperaba la llegada de los exploradores tártaros.

Nadia, en cada parada, subía a algún promontorio o a cualquier sitio elevado y miraba atentamente hacia el oeste, pero ninguna nube de polvo señalaba todavía la aparición de tropas a caballo.

Después, reanudaban la marcha y cuando Miguel Strogoff notaba que era él quien arrastraba a Nadia, hacía más lento su paso. Hablaban poco y únicamente Nicolás era el objeto de sus conversaciones. La joven recordaba todo lo que había significado para ellos aquel compañero de unos días.

Cuando le respondía, Miguel Strogoff intentaba dar a Nadia alguna esperanza, de la que no había trazas en si mismo, porque sabía perfectamente que el infortunado muchacho no podía escapar a una muerte cierta.

Un día, Miguel Strogoff dijo a la joven.

-No me hablas nunca de mi madre, Nadia.

¡Su madre! ¡Nadia no quería hablarle de ella! ¿Por qué aumentar su dolor? ¿Había muerto la vieja siberiana? ¿No había dado su hijo el último beso al cadáver de su madre, caído sobre el anfiteatro de Tomsk?

-¡Háblame de ella, Nadia! -suplicó, sin embargo, Miguel Strogoff- ¡Me dará tanta dicha!

Entonces, Nadia hizo lo que ni siquiera había intentado hasta entonces. Le contó todo lo que les había sucedido a Marfa y a ella desde su encuentro en Omsk, donde ambas se habían visto por primera vez, explicando cómo un extraño instinto la había impulsado hacia la anciana prisionera, sin conocerla, prodigándole sus cuidados y recibiendo de la vieja siberiana una mayor firmeza para afrontar la situación. Miguel Strogoff, para ella, en aquella época, era todavía Nicolás Korpanoff.

-¡Lo que hubiera debido ser siempre! -respondió Miguel Strogoff con la frente ensombrecida.

Y al cabo de un rato, agrego:

-¡He faltado a mi promesa, Nadia! ¡Había jurado que no verla a mi madre!

-¡Pero tú no has intentado verla, Miguel! -respondió Nadia-. ¡Fue el azar quien te puso en su presencia!

-Había jurado que, ocurriera lo que ocurriese, no me descubriría!

-¡Miguel, Miguel! ¿Viendo el látigo levantado sobre Marfa Strogoff, cómo podías resistirlo? ¡No! ¡No hay promesa ni juramento alguno que pueda impedir a un hijo ayudar a su madre!

-He faltado a mi juramento, Nadia -insistió Miguel Strogoff-. ¡Que Dios y el Padre me perdonen!

-Miguel -dijo entonces la joven-, tengo que hacerte una pregunta. No me respondas, si crees que no debes responderme. De ti nada puede herirme.

-Habla, Nadia.

-¿Por qué, ahora que la carta del Zar no está en tu poder, tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?

Miguel Strogoff apretó más fuertemente la mano de su compañera, pero no contestó.

-¿Conocías el contenido de la carta antes de abandonar Moscú? -siguió preguntando Nádia.

-No, no lo conocía.

-¿Debo pensar, Miguel, que te empuja a Irkutsk únicamente el deseo de dejarme en manos de mi padre?

-No, Nadia -respondió con gravedad Miguel Strogoff-. Te engañaría si te dejara creer que es así. Voy allí porque mi deber me ordena ir. En cuanto a conducirte a Irkutsk, ¿no eres tú quien me conduce a mí ahora? ¿No veo por tus ojos? ¿No es tu mano la que me guía? ¿ No has devuelto centuplicados los servicios que te haya podido hacer? Ignoro si la mala suerte dejará de abrumarnos, pero si algún día tú me das las gracias por haberte dejado en manos de tu padre, yo te las daré por haberme conducido a Irkutsk.

-¡Pobre Miguel! -respondió Nadia emocionada-. ¡No hables así! ¡Ésta no es la respuesta que yo te pido! Miguel, ¿por qué tienes tanta prisa por llegar a Irkutsk?

-Porque es preciso que esté allí antes de que Ivan Ogareff se haga llamar Miguel Strogoff.

-¿Pese a todo?

-¡Pese a todo, llegaré!

Al pronunciar estas últimas palabras, Miguel Strogoff no hablaba únicamente así por odio al traidor. Pero Nadia comprendió que su compañero no se lo decía todo porque no se lo podía decir.

El 15 de septiembre, tres días más tarde, ambos llegaron a la aldea de Kuitunskoe, a sesenta verstas de Tulunovskoe. La joven caminaba con grandes sufrimientos, sostenida apenas por sus doloridos pies. Pero resistía y no tenía más que un pensamiento:

«Puesto que no puede verme, seguiré caminando hasta que me caiga.»

Por otra parte, ningún obstáculo se les había presentado en esta parte de su viaje; ningún peligro tuvieron que afrontar esos últimos días de la ruta, desde la partida de los tártaros. únicamente muchas fatigas.

Así transcurrieron esos tres días, en los que se hizo bien patente que la tercera columna de invasores avanzaban rápidamente hacia el este, lo cual era fácilmente reconocible por las ruinas que dejaban tras su paso, las cenizas que ya no humeaban y los cadáveres descompuestos que yacían esparcidos por el suelo.

Nada se veía aún hacia el oeste. La vanguardia del Emir no aparecia por parte alguna. Miguel Strogoff llegó a hacerse las más inverosímiles suposiciones para explicar ese retraso. ¿Los rusos, con un contingente suficiente, amenazaban recuperar Tomsk o Krasnolarsk? ¿Aislada de las otras, la tercera columna estaba en peligro de verse cortada? Si era así, le sería fácil al Gran Duque defender Irkutsk, y el tiempo ganado en una invasión era camino adelantado para rechazarla.

Miguel Strogoff se dejaba llevar por esas esperanzas, pero bien pronto comprendía que eran quiméricas, y no contaba mas que consigo mismo, como si la seguridad del Gran Duque hubiera estado únicamente en sus manos.

Sesenta verstas separaban Kultunskoe de Kimiteiskoe, pequeña población situada a poca distancia del Dinka, tributarlo del Angara. El correo del Zar pensaba con cierto temor en el obstáculo que significaba este afluente, de cierta importancia, situado en su camino. Ni soñar encontrarse con algún transbordador o alguna barca, y se acordaba, por haberlo atravesado en otros tiempos más afortunados, que era muy difícil de vadear. Pero una vez franqueado aquel obstáculo, ningún río y ningún afluente interponíase ya en su camino y, después de recorrer otras doscientas treinta verstas, se hallarían en Irkutsk.

Fueron precisos tres días para llegar a Kimilteiskoe. Nadia no podía ya con sus piernas. Cualquiera que fuese su fortaleza moral, su fuerza física iba a derrumbarse. Pero Miguel Strogoff no se daba perfecta cuenta de esto.

Si no hubiera estado ciego, Nadia le hubiera dicho:

-Vete, Miguel, déjame en cualquier cabaña y llega a Irkutsk, cumple con tu misión. Ve a ver a mi padre y dile dónde estoy, dile que le espero y los dos juntos sabréis encontrarme. Vete. No tengo miedo.

Me esconderé de los tártaros. Me conservaré para ti y para él. Vete, Miguel, ya no puedo más…

Varias veces, Nadia había tenido que detenerse y entonces Miguel Strogoff la tomaba en sus brazos y, no teniendo que preocuparse de la fatiga de la joven, desde el momento en que la llevaba él, andaba más rápidamente con su infatigable paso.

El 18 de septiembre, a las diez de la noche, llegaron por fin a Kimilteiskoe. Desde lo alto de una colina, Nadia percibió en el horizonte una línea menos oscura que el resto del paisaje. Era el Dinka, en cuyas aguas se reflejaban algunos relámpagos sin trueno que iluminaban de vez en cuando el cielo.

Nadia condujo a su compañero a través de la arruinada población. Las cenizas de las hogueras estaban ya frías y era lógico pensar que los tártaros habían pasado por allí por lo menos cinco o seis días antes.

Al llegar a las últimas casas, Nadia se dejó caer sobre un banco de piedra.

-¿Hacemos un alto ahora? -le preguntó Miguel Strogoff.

-Ya es de noche, Miguel -respondió Nadia-. ¿No quieres descansar un poco?

-Hubiese querido atravesar antes el Dinka -respondió Miguel Strogoff-. Hubiera querido dejar entre nosotros y la vanguardia del Emir este río, ¡pero tú no puedes ya ni arrastrarte, pobre Nadia!

-Vamos, Miguel -respondió Nadia, tomando la mano de su compañero y siguiendo adelante.

A dos o tres verstas de allí, el Dinka cortaba la ruta de Irkutsk. Este último esfuerzo que le pedía su compañero no podía la joven dejar de llevarlo a cabo; marcharon, pues, ambos, a la luz de los relámpagos. Atravesaban entonces un desierto sin límites, en medio del cual se perdía el pequeño río. Ni un árbol, ni un montículo sobresalían en esta vasta planicie, en donde recomenzaba la gran estepa siberiana.

No soplaba la más ligera brisa y la calma era tan absoluta que el más leve ruido hubiera podido propagarse a una distancia infinita.

De pronto, Miguel Strogoff y Nadia se detuvieron, como si sus pies se hubieran quedado aprisionados en alguna grieta del suelo.

-¿Has oído? -preguntó Nadia.

Después, un lamento se dejó oír. Era un grito desesperado, como la última llamada a la vida de un ser humano agonizante.

-¡Nicolás, Nicolás! -gritó la joven, impulsada por algún siniestro pensamiento.

Miguel Strogoff, que escuchaba, movió la cabeza.

-¡Ven, Miguel, ven! -dijo Nadia.

Y la joven, que hacía un momento apenas podía arrastrar sus pies, encontró que de pronto sus fuerzas volvían a ella bajo el empuje de a violenta excitación.

-¿Hemos salido del camino? -preguntó Miguel Strogoff, al sentir bajo sus pies una tupida hierba, en lugar del polvoriento camino.

-Sí… Sí, es preciso… -respondió Nadia-. ¡El grito ha partido de allá, de la derecha!

Unos minutos después estaban solo a una media versta de la orilla del río.

Dejóse oír un ladrido que, aunque más débil, venía, ciertamente, de muy cerca.

Nadia se detuvo.

-¡Si! -dijo Miguel Strogoff-. ¡Es Serko quien ladra! ¡Ha seguido a su dueño!

-¡Nicolás! -gritó la joven.

Pero su llamada no obtuvo respuesta.

Únicamente algunas aves de rapiña tendieron el vuelo y desaparecieron en las alturas.

Miguel aguzaba el oído y Nadia miraba tratando de penetrar en las sombras de esta planicie, impregnada de efluvios luminosos, que centelleaban como hielo, pero no vio nada ni a nadie.

Y, sin embargo, se oyó nuevamente una voz que esta vez gritaba con tono lastimoso: «¡Miguel! »…

Inmediatamente, un perro ensangrentado saltó hacia Nadia. Era Serko.

¡Nicolás no podía estar lejos! ¡Solamente él había podido murmurar el nombre de Miguel! ¿Dónde estaba? Nadia ya no tenía ni fuerzas para llamarlo.

Miguel Strogoff, arrastrándose por el suelo, buscaba con la mano.

De pronto, Serko lanzó un nuevo ladrido y se precipitó sobre una gigantesca ave que se había posado en tierra.

Era un buitre que, cuando Serko se lanzó sobre él, levantó el vuelo, pero casi inmediatamente volvió a la carga, atacando al perro… ¡Éste ladró todavía al buitre… Pero un formidable picotazo se abatió sobre su cabeza y, esta vez, Serko cayó sin vida sobre el suelo!

Al mismo tiempo, un grito de horror se escapó de la garganta de Nadia.

-¡Allí… Allí!

¡Una cabeza sobresalía del suelo! La joven hubiera tropezado con ella de no ser por la intensa claridad que el cielo proyectaba sobre la estepa.

Nadia cayó arrodillada al lado de aquella cabeza.

Nicolás, enterrado hasta el cuello según la atroz costumbre de los tártaros, había sido abandonado en la estepa para que muriera de hambre y sed, o víctima de las dentelladas de los lobos o de los picotazos de las aves de rapiña. Era un suplicio horrible para la víctima, que estaba aprisionada en el suelo, cuya tierra había sido apretada a su alrededor, no pudiéndola remover porque sus brazos estaban atados al cuerpo, como los de un cadáver en su ataúd. Vivía en un molde de arcilla que no podía romper y no podía hacer otra cosa que implorar la llegada de la muerte, que tardaba demasiado en venir.

Allí era donde los tártaros habían enterrado a su prisionero hacía ya tres días… Tres días llevaba Nicolás esperando aquel socorro que llegaba demasiado tarde.

Los buitres habían distinguido esta cabeza destacarse a ras del suelo y el perro había tenido que defender a su dueño contra las feroces aves.

Miguel Strogoff, valiéndose de su cuchillo, empezó a remover la tierra para desenterrar a aquel vivo.

Los ojos de Nicolás, cerrados hasta aquel momento, se abrieron.

Reconociendo a Miguel y a Nadia, murmuró:

-¡Adiós, amigos! ¡Estoy contento de haberos vuelto a ver! ¡Rezad por mí … !

Éstas fueron sus últimas palabras.

Miguel Strogoff continuó removiendo el suelo que, al haber sido tan fuertemente apretado, tenía la dureza de la roca, consiguiendo al fin retirar el cuerpo del infortunado. Comprobó si su corazón aún latía… Pero ya había dejado de existir.

Quiso entonces enterrarlo, para que no quedase expuesto sobre la estepa, en aquel agujero en donde había estado enterrado en vida, y lo alargó y amplió, de manera que pudiera ser enterrado muerto. El fiel Serko sería colocado al lado de su dueño…

En aquel momento se produjo un gran tumulto sobre la gran ruta, a una distancia de media versta.

Miguel Strogoff escuchó.

Por el ruido, había reconocido que un destacamento de jinetes avanzaba hacia el Dinka.

-¡Nadia, Nadia! -dijo en voz baja.

Al oír su voz, Nadia dejó de rezar y se enderezó.

-¡Mira, mira! -le dijo el joven.

-¡Los tártaros! -murmuró Nadia.

Era, en efecto, la vanguardia del Emir, que desfilaba con toda rapidez hacia Irkutsk.

-¡No me impedirán que lo entierre! –dijo Miguel Strogoff en tono resuelto.

Y continuó su trabajo.

Muy pronto, el cuerpo de Nicolás, con las manos cruzadas sobre el pecho, fue acostado en la tumba.

Miguel Strogoff y Nadia, arrodillados, rezaron durante media hora por aquel pobre muchacho, inofensivo y bueno, que había pagado con la vida su devoción hacia ellos.

-¡Ahora -dijo Miguel Strogoff, acabando de apretar la tierra sobre el cadáver-, los lobos de la estepa ya no podrán devorarlol

Después extendió su mano amenazadora hacia la tropa de jinetes que pasaba, diciendo:

-¡En marcha, Nadia!

Miguel Strogoff no podía seguir caminando por la gran ruta, que estaba ya ocupada por los tártaros, y tenía que andar a través de la estepa, dando un rodeo para llegar a Irkutsk.

No tenía ya que preocuparse por la travesía del Dinka.

Nadia no podía dar un paso, pero podía ver por él, así que, tomándola en sus brazos, se adentró hacia el sudoeste de la provincia.

Le quedaban todavía por recorrer doscientas verstas. ¿Cómo las anduvo? ¿Cómo no sucumbió a tantas fatigas? ¿Cómo pudieron alimentarse en ruta? ¿Con qué sobrehumana energía llegó a remontar las primeras estribaciones de los montes Sayansk? Ni Nadia ni él hubieran podido decirlo.

Sin embargo, doce días después, el 2 de octubre, a las seis de la tarde, una inmensa lámina de agua se extendía a los pies de Miguel Strogoff.

Era el lago Baikal.

10

EL BAIKAL Y EL ANGARA

El lago Baikal está situado a mil setecientos pies por encima del nivel del mar. Tiene una longitud de alrededor de novecientas verstas y una anchura de cien. Su profundidad es desconocida. Según la señora Bourboulon, aseguran los marineros que navegan por este lago que quiere que se le llame «señora mar», porque cuando se oye llamar «señor lago», se enfurece enseguida.

Sin embargo, según una leyenda que corre por esta comarca, ningún ruso se ha ahogado jamás en sus aguas.

Este inmenso depósito de agua dulce, alimentado por más de trescientos ríos, está encerrado en un magnífico circuito de montañas volcánicas. No tiene otra salida para sus aguas que el río Angara, que después de pasar por Irkutsk, va a desembocar en el Yenisei, un poco más arriba de la ciudad de Yeniseisk.

En cuanto a los montes que lo circundan, son un brazo de los Tunguzes, que derivan del vasto sistema orográfico de la cordillera Altai.

En esta época los fríos ya se dejan sentir. En cuanto llega a este territorio, sometido a unas condiciones climatológicas tan particulares, el otoño parece que queda anulado por un precoz invierno.

Eran los primeros días de octubre y el sol ya se escondía por detrás del horizonte a las cinco de la tarde, bajando la temperatura de las largas noches por debajo de los cero grados. Las primeras nieves, que no desaparecerían hasta el verano, ya teñían de blanco las cimas vecinas del Baikal. Durante el invierno siberiano, este mar interior, con una capa de hielo de varios pies de espesor, se veía cruzado continuamente por los trineos de los correos y de las caravanas.

Bien sea porque se le falta al respeto llamándole «señor lago», o por cualquier otra razón más meteorológica, el Baikal está sujeto a violentas tempestades y sus olas, rápidas como las de todos los mediterráneos, son muy temidas por las balsas, los barcos y los vapores que lo atraviesan durante el verano.

Miguel Strogoff acababa de llegar al extremo sudoeste del lago, llevando a Nadia, de la que podía decirse que toda su vida se concentraba en los ojos. ¿Qué podían esperarlos dos en aquella parte salvaje de la provincia, como no fuera morir de agotamiento y de inanición? Y, sin embargo, ¿qué quedaba por recorrer de aquel largo camino de seis mil verstas, para que el correo del Zar llegase a su destino? Nada más que sesenta verstas desde el lago hasta la desembocadura del Angara y ochenta verstas desde allí hasta Irkutsk. En total, ciento cuarenta verstas que significaban tres días de recorrido a pie para un hombre fuerte y vigoroso.

-Era todavía Miguel Strogoff ese hombre?

Sin duda, el cielo no quería someterlo a esta prueba y la fatalidad que se cernía sobre él parecía querer abandonarlo por un instante. Ese extremo del Balkal, esa porción de la estepa que crecía desierta y que, en realidad, lo era en todo tiempo, no lo estaba entonces.

Unos cincuenta individuos se encontraban reunidos en el ángulo que forma el extremo sudoeste del lago.

Cuando Miguel Strogoff desembocó por el desfiladero de las montañas llevando en brazos a Nadia, ésta los había visto enseguida.

La joven debió de temer por un instante que fuera un destacamento de tártaros enviado para patrullar las orillas del lago Balkal, en cuyo caso, la huida seria imposible.

Pero se tranquilizó pronto y gritó:

-¡Rusos!

Después de este último esfuerzo, los párpados de la joven se cerraron y su cabeza cayó sobre el pecho de Miguel Strogoff.

Habían sido vistos y varios de aquellos rusos corrían hacia ellos, conduciendo al ciego y a la joven a la orilla de una pequeña playa en la que había amarrada una balsa.

La balsa iba a partir.

Estos rusos eran fugitivos de diversa condición, a los que un interés común había reunido en esta parte del Baikal. Empujados por los tártaros, intentaban refugiarse en Irkutsk y, no pudiendo llegar por tierra, ya que los invasores habían tomado posiciones frente a la ciudad, en las dos orillas del Angara, esperaban llegar descendiendo el curso del río, que atravesaba Irkutsk.

Este proyecto hizo estremecer el corazón de Miguel Strogoff. Iba a jugar su última carta; pero tuvo la suficiente fortaleza para disimular, porque quería guardar su incógnito más severamente que en ninguna ocasion.

El plan de los fugitivos era muy sencillo. Utilizarían la corriente de la orilla superior del Baikal hasta la desembocadura del Angara, para llegar a la salida del lago y desde ese punto hasta Irkutsk serían arrastrados por la rápida corriente del río, que discurre con una velocidad de diez a doce verstas por hora, pudiendo estar a las puertas de la ciudad en día y medio.

En aquel lugar no se encontraba ni una sola embarcación y fue preciso suplirla por una balsa o, mejor dicho, por un tren de troncos que construyeron, parecido a los que descienden habitualmente por los ríos siberianos. Un bosque de pinos que se elevaba sobre la orilla les había proporcionado el material necesario para aquel aparejo flotante. Los troncos, atados entre sí con ramas de mimbre, formaban una plataforma sobre la que podían aposentarse cómodamente cien personas.

A esta balsa fueron conducido Nadia y Miguel Strogoff.

La joven había vuelto ya en sí y, después de comer junto con su compañero las provisiones que les proporcionaron aquellos fugitivos, se acostó sobre un lecho de hojarasca, quedando enseguida profundamente dormida.

Miguel Strogoff no dijo nada de lo ocurrido en Tomsk a los que le interrogaron, haciéndose pasar por un habitante de Krasnoiarsk que no había podido llegar a Irkutsk antes de que las tropas del Emir se hicieran dueñas de la orilla izquierda del Dinka; agregando que muy probablemente el grueso de las fuerzas tártaras ya había tomado posiciones frente a la capital de Siberia.

No podían, pues, perder ni un instante. Además, el frío se hacía cada vez más intenso y la temperatura, durante la noche, caía por debajo de los cero grados, habiéndose formado ya algunos hielos sobre la superficie del Baikal. La balsa podía maniobrar fácilmente sobre las aguas del lago, pero no ocurriría lo mismo en la corriente del Angara, en el caso de que los tempanos comenzaran a entorpecer su curso.

Por toda esta serie de razones, era preciso que los fugitivos iniciaran la marcha cuanto antes.

A las ocho de la tarde se largaron amarras y, bajo la acción de la corriente, la balsa siguió la línea del litoral. Grandes pértigas manejadas por aquellos robustos mujiks bastaban para rectificar su rumbo cuando era preciso.

Un viejo marinero del Baikal había tomado el mando. Era un hombre de unos sesenta y cinco años, curtido por las brisas del lago, con una espesa y larga barba blanca cayéndole sobre el pecho; cubría su cabeza, de aspecto grave y austero, con un gorro de piel, y vestía una larga y amplia hopalanda ajustada a la cintura, que le llegaba hasta los tacones.

El taciturno anciano, sentado a popa, daba las órdenes por señas y no pronunció ni diez palabras en diez horas. Por otra parte, toda maniobra se reducía a mantener la balsa dentro de la corriente que bordeaba el lago a lo largo del litoral, sin adentrarse en su interior.

Se ha dicho ya que en la balsa se encontraban rusos de distinta condición. Efectivamente, a los campesinos indígenas, hombres, mujeres, ancianos y niños, se habían unido tres peregrinos, sorprendidos por la invasión durante su viaje, algunos monjes y un pope.

Los peregrinos llevaban su báculo y su calabaza colgando de la cintura e iban salmodiando con voz plañidera. Uno venía de Ukrania, otro del mar Amarillo y un tercero de las provincias de Finlandia. Este último, de avanzada edad, llevaba un pequeño cepillo, cerrado con un candado, colgando de la cintura, como si hubiera estado sujeto al pilar de una iglesia. De las limosnas que recogiera durante su largo y fatigoso viaje, nada era para él, que ni siquiera poseía la llave de ese candado, el cual no se abriría hasta su vuelta.

Los monjes venían del norte del Imperio. Hacía tres meses que salieron de la ciudad de Arkhangel, a la que ciertos viajeros, han atribuido el aspecto de cualquier ciudad oriental. Habían visitado ya las Islas Santas, cerca de la costa de Carelia; el convento de Solovetsk; el convento de Troitsa y los de San Antonio y San Teodosio en Kiev, la antigua ciudad favorita de los jagallones; el monasterio de Simeonof, en Moscú; el de Kazan, así como su iglesia de los Viejos Creyentes, y volvían a Irkutsk con su hábito, su capuchón y los vestidos de sarga.

En cuanto al pope, era un sencillo cura de aldea; uno de esos seiscientos mil pastores del pueblo con que cuenta el Imperio ruso. Iba tan miserablemente vestido como los propios campesinos, y es que, en verdad, no era más acomodado que cualquiera de ellos, porque no teniendo ni rango ni poder en la Iglesia, precisaba trabajar como cualquiera de ellos su pedazo de tierra, aparte de bautizar, casar y enterrar. Había podido sustraer a su mujer e hijos de las brutalidades de los tártaros, enviándolos a las Provincias del norte. Él había quedado en su parroquia hasta el último momento; después se vio obligado a huir, pero al encontrar cerrada la ruta de Irkutsk no le quedó más remedio que dirigirse al lago Baikal.

Estos religiosos, agrupados en la proa de la balsa, rezaban a intervalos regulares, elevando la voz en medio de la silenciosa noche y, al final de cada versículo de sus oraciones, sus labios entonaban el Slava Bogu (Gloria a Dios).

Durante esta parte de la navegación no se produjo ningún incidente. Nadia había quedado sumergida en un profundo sopor y Miguel Strogoff velaba su sueño al lado de la joven. Sólo a largos intervalos le asaltaba el sueño y, aun así, su pensamiento estaba siempre despierto.

Al llegar el día, la balsa, frenada por una violenta brisa contraria a la dirección de la corriente, se encontraba todavía a cuarenta verstas de la desembocadura del Angara. Probablemente no podrían llegar allí antes de las tres o las cuatro de la tarde. Pero eso no constituía ningun inconveniente, antes al contrario, porque los fugitivos descenderían por el río durante la noche y, ocultos entre las sombras, podrían pasar mas fácilmente desapercibidos y llegar a Irkutsk.

El único temor que manifestó varias veces el viejo marinero era el relativo a la formación de bloques de hielo sobre la superficie de las aguas. La noche había sido extremadamente fría y se veian numerosos tempanos deslizarse hacia el oeste bajo el impulso del viento. Éstos no eran de temer porque no podían desviarse hacia el Angara, ya que habían sobrepasado su desembocadura. Pero cabía pensar que si se originaban en las partes orientales del lago, podrían venir arrastrados por la corriente y deslizarse entre las dos orillas del río. Esto podía acarrearles dificultades y posibles retrasos; puede que hasta algún insuperable obstáculo detuviera la balsa.

Miguel Strogoff tenía, pues, un inmenso interés en saber cuál era el estado del lago y si los témpanos aparecían en gran número. Nadia se había ya despertado y contestaba a las incesantes preguntas del correo del Zar, dándole cuenta de cuanto ocurría sobre la superficie de las aguas.

Pero mientras el intenso frío iba formando bloques de hielo, otros curiosos fenómenos se producían en la superficie del Balkal. Unos magníficos surtidores de agua hirviente brotaban de algunos de esos pozos arteslanos que la naturaleza había abierto en el mismo lecho del río. Los chorros de agua caliente se elevaban a gran altura, empenachándose de vapores irisados por los rayos del sol, que el frío condensaba casi al instante. Este curioso espectáculo hubiera ciertamente maravillado a cualquier turista que hubiese viajado en plena paz y por puro placer sobre las aguas de este mar siberiano.

A las cuatro de la tarde, el viejo marinero señaló la desembocadura del Angara, entre las altas rocas graníticas del litoral. Podía distinguirse sobre la orilla derecha el pequeño puerto de Livenitchnaia, su iglesia y unas pocas casas edificadas sobre la orilla.

Pero para agravar las circunstancias, los primeros hielos procedentes del este derivaban ya entre las orillas del Angara y, por consecuencia, descendían hacia Irkutsk.

Sin embargo, su número no podía ser todavía lo suficientemente capaz como para obstruir el río, ni el frío lo bastante intenso como para aumentar su tamaño.

La balsa llegó al pequeño puerto y se detuvo. El viejo marinero había decidido hacer un alto de una hora con el fin de realizar algunas operaciones indispensables. Los troncos estaban desunidos y amenazaban separarse, por lo que era imprescindible volverse a atar sólidamente a fin de que pudieran resistir la rápida corriente del Angara.

Durante el verano, el puerto de Livenitchnala es una estación de llegada Y salida para los viajeros del Baikal, según se dirijan a Klakhta, última ciudad de la frontera ruso-china, o regresen de ella.

Es, pues, un puerto muy frecuentado por los buques de vapor y por los pequeños barcos de cabotaje del lago.

Pero en estos momentos Livenitchnaia estaba abandonada. Sus habitantes no podían quedarse allí porque se exponían a las depredaciones de los tártaros, que recorrian ya las dos orillas del Angara. Habían enviado a Irkutsk la flotilla de barcos que pasan ordinariamente el invierno en su puerto y, cargados con todo lo que podían transportar, se habían refugiado a tiempo en la capital de Siberia oriental.

El viejo marinero, pues, no esperaba recoger nuevos fugitivos en el puerto de Livenitchnaia,'sin embargo, en el momento en que se aproximaban a la orilla, dos individuos salieron corriendo de una casa deshabitada, con toda la rapidez que les permitían sus piernas.

Nadia, sentada en popa, miraba distraídamente.

De pronto se le escapó un grito y tomó la mano de Miguel Strogoff que, al notar el sobresalto de la muchacha, levantó la cabeza.

-¿Qué tienes, Nadia? -preguntó.

-Nuestros dos compañeros de viaje, Miguel.

-¿El inglés y el francés que encontramos en el desfiladero de los Urales?

-Sí.

Miguel Strogoff se estremeció, porque corría peligro de ser desvelado el severo incógnito del que no quería salir.

Efectivamente, no era a Nicolás Korpanoff a quien Alcide Jolivet y Harry Blount iban a ver ahora, sino al verdadero Miguel Strogoff, correo del Zar.

Desde que se separaron en la parada de Ichim, se había tropezado dos veces con los periodistas. La primera en el campamento de Zabediero, cuando cruzó la cara de Ivan Ogareff con un golpe de knut, y la segunda en Tomsk, cuando fue condenado por el Emir. Sabían, por consiguiente, a qué atenerse respecto a su verdadera personalidad.

Miguel Strogoff tomó rápidamente una decisión.

-Nadia -dijo-, cuando hayan embarcado los dos extranjeros, ruégales que se sitúen a mi lado.

Eran, efectivamente, Harry Blount y Alcide Jolivet, a quienes no el azar, sino la fuerza de los acontecimientos, había empujado hasta Livenitchnala, como había empujado también a Miguel Strogoff y a Nadia.

Dijeron que, después de haber asistido a la entrada de los tártaros en Tomsk, marcharon de allí antes de la salvaje ejecución con que iba a terminar la fiesta. No dudaban, pues, que su antiguo compañero de viaje había sido condenado a muerte e ignoraban que la sentencia del Emir había sido que le quemaran los ojos.

Los dos personajes se habían agenciado sendos caballos, saliendo de Tomsk aquella misma tarde, con el bien decidido propósito de fechar sus proximas crónicas desde los campamentos rusos de la Siberia oriental.

Alcide Jolivet y Harry Blount se dirigieron a marchas forzadas hacia Irkutsk. Esperaban tomarle la suficiente ventaja a Féofar-Khan y, ciertamente, lo hubiesen conseguido de no impedírselo la inopinada aparición de esa tercera columna, llegada de las comarcas del sur por el valle del Yenisei. Como Miguel Strogoff y Nadia, encontraron el camino cortado antes de llegar al río Dinka, viéndose en la necesidad de desviarse hasta el Baikal.

Cuando llegaron a Livenitchnaia encontraron el puerto completamente abandonado, pero como era imposible entrar en Irkutsk por ningún otro camino, porque la ciudad estaba completamente rodeada por el ejército tártaro, cuando llegó la balsa ya llevaban allí tres embarazosos días, sin saber qué decisión tomar.

Los fugitivos les comunicaron sus proyectos y como ciertamente tenían bastantes probabilidades de que pudieran pasar desapercibidos durante la noche hasta llegar a Irkutsk, intentaron la aventura.

Alcide Jolivet se puso inmediatamente en contacto con el viejo marinero y le pidió pasaje para él y para su compañero, ofreciéndole pagar el precio que se les exigiera, fuera cual fuese.

-Aqui no se paga -le respondió con gravedad el marinero-, se arriesga la vida. Eso es todo.

Los dos periodistas embarcaron y Nadia les vio dirigirse hacia la proa de la balsa.

Harry Blount era siempre el inglés frío que apenas le dirigió la palabra durante todo el tiempo que estuvieron juntos en la travesía de los montes Urales.

Alcide Jolivet parecía estar un poco mas serio que de costumbre. Hay que convenir que su seriedad estaba sobradamente justificada por las circunstancias.

El francés se había ya instalado en la proa de la balsa cuando notó que una mano se apoyaba en su hombro. Se volvió y reconoció a Nadia, la hermana de aquel que era, no Nicolás Korpanoff, sino Miguel Strogoff, correo del Zar.

Iba a escapársele un grito de sorpresa cuando la joven llevó un dedo a sus labios, indicándole silencio.

-Vengan -les dijo Nadia.

Y, con aire de indiferencia, haciendo a Harry Blount una señal para que le siguiera, se fueron tras la joven.

Pero si la sorpresa de los periodistas había sido grande al encontrarse con Nadia sobre la balsa, su asombro no tuvo límites cuando reconocieron a Miguel Strogoff, al que no creían vivo.

Cuando se le aproximaron, el correo del Zar permaneció completamente inmóvil.

Alcide Jolivet se volvió hacia la joven.

-No les puede ver, señores –dijo Nadia-. Los tártaros le quemaron los ojos. Mi pobre hermano está ciego.

Un vivo sentimiento de piedad se reflejó en los rostros de Alcide Jolivet y su com-pañero.

Segundos después estaban ambos sentados junto a Miguel Strogoff, estrechando su mano y esperando a que hablara.

-Señores -dijo Miguel Strogoff en voz baja-, ustedes no deben saber quién soy ni qué he venido a hacer en Siberia. Les pido que mantengan mi secreto. ¿Me lo prometen?

-Por mi honor -respondió Alcide Jolivet.

-Por mi fe de caballero -agregó Harry Blount.

-¿Podemos serle útiles en algo? -preguntó el francés-. ¿Quiere usted que le ayudemos a cumplir su misión?

-Prefiero llevarla a cabo solo -respondió Miguel Strogoff.

-¡Pero esos miserables le han quemado los ojos! —dijo Alcide Jolivet.

-Tengo a Nadia y sus ojos me bastan.

Media hora más tarde, la balsa, después de haber largado amarras del puerto de Livenitchnaia, se introducía en el río.

Eran las cinco de la tarde y estaba cerrándose la noche. Sería una noche muy oscura y, sobre todo, muy fría, porque la temperatura estaba ya por debajo de los cero grados.

Alcide Jolivet y Harry Blount habían prometido guardar el secreto a Miguel Strogoff, pero, sin embargo, no le abandonaron. Estuvieron conversando en voz baja y el ciego completó las noticias que tenía con las que pudieron proporcionarle los dos periodistas, con lo que pudo hacerse una idea bastante exacta de la situación.

Era cierto que los tártaros rodeaban Irkutsk y que las tres columnas invasoras se habían reunido ya. No podía dudarse de que el Emir e Ivan Ogareff estuvieran frente a la capital.

Pero ¿por que mostraba el correo del Zar tanta prisa por llegar a Irkutsk, ahora que ya no podía entregar al Gran Duque la carta imperial y el hermano del Zar ni siquiera le conocía?

Alcide Jolivet y Harry Blount no comprendieron esto más de lo que lo comprendía Nadia.

Por lo demás, no se habló del pasado hasta el momento en que Alcide Jolivet creyó que era un deber decir a Miguel Strogoff:

-Nosotros le debemos nuestras excusas por no haberle estrechado la mano cuando nos despedimos en la parada de Ichim.

-Estaban en su derecho al creerme un cobarde.

-En cualquier caso -agregó Alcide Jolivet-, azotó usted magníficamente la cara de ese miserable. ¡Llevará la marca mucho tiempo!

-No, no mucho tiempo -contestó sencillamente Miguel Strogoff.

Media hora después de la salida de Livenitchnaia, Alcide Jolivet y Harry Blount estaban al corriente de las duras pruebas por las que habían tenido que atravesar Miguel Strogoff y su supuesta hermana. No Podían hacer otra cosa que admirar sin reservas aquella energía y aquel valor, que únicamente quedaban igualados por la devoción de la muchacha.

Pensaron de Miguel Strogoff exactamente lo mismo que había dicho de él el Zar, en Moscú: «En verdad, es un hombre.»

La balsa se deslizaba con rapidez entre los bloques de hielo que arrastraba la corriente del Angara.

Un panorama móvil se desplazaba lateralmente sobre las dos orillas del río y por una ilusión óptica parecía que era aquel aparejo flotante el que estaba inmóvil ante la sucesión de pintorescas vistas. Aquí las altas fallas graníticas, extrañamente perfiladas; allá abruptos desfiladeros por donde discurría algún río torrencial; algunas veces, un largo portalón con una ciudad humeante todavía; después, unos amplios bosques de pinos que proyectaban brillantes llamaradas. Pero si los tártaros habían dejado huellas de su paso por todas partes, no se les veía aún, ya que esperaban agruparse más estrechamente en los alrededores de Irkutsk.

Durante este tiempo los peregrinos continuaron rezando en voz baja y el viejo marinero, esquivando los bloques de hielo que se les echaban encima, mantenía imperturbable la balsa en el centro de la rápida corriente.

 

11

ENTRE DOS ORILLAS

Tal como era de prever, dado el estado del tiempo, una profunda oscuridad envolvía toda la comarca a las ocho de la tarde. Era luna nueva y, por tanto, el disco dorado no aparecía en el horizonte. Desde el centro del río las orillas eran invisibles y los acantilados se confundían a poca altura con las espesas nubes que apenas se desplazaban. Algunas ráfagas de aire, que venlan a veces del este, parecían expirar en el estrecho valle del Angara.

La oscuridad favorecía en gran medida los proyectos de los fugitivos. En efecto, aunque los puestos avanzados de los tártaros estuvieran escalonados sobre ambas orillas, la balsa tenía muchas probabilidades de pasar desapercibida.

Tampoco era verosímil que los asediadores hubieran bloqueado el río más arriba de Irkutsk, porque sabían que los rusos no podían recibir ninguna ayuda proveniente del sur de la provincia.

No obstante, dentro de poco sería la misma naturaleza la que estableciera esa barrera, cuando el frío cimentase los hielos acumulados entre las dos orillas.

A bordo de la balsa reinaba un absoluto silencio.

Las voces de los peregrinos no se habían dejado oír desde que se adentraron en el curso del río. Todavía rezaban, pero sus rezos sólo eran murmullos que en forma alguna podían llegar hasta la orilla.

Los fugitivos, tendidos sobre la plataforma, apenas rompían con sus cuerpos la línea horizontal del agua. El viejo marinero, acostado en proa cerca de sus hombres, se ocupaba únicamente de apartar los bloques de hielo, maniobra que hacía en el más completo silencio.

Estos bloques a la deriva, si no llegaban más adelante a constituir un obstáculo infranqueable, favorecían a los fugitivos. Efectivamente, el aparejo, aislado sobre las aguas libres del río, hubiera corrido un serio peligro, caso de ser localizado incluso a través de la espesa oscuridad, mi ntras que de esta forma podía confundirse con esas masas móviles de todos los tamaños y formas, y el rumor que producía la rotura de los bloques al chocar entre ellos cubría cualquier otro ruido sospechoso.

A través de la atmósfera se propagaba un frío que hacía sufrir cruelmente a los fugitivos, quienes sólo podían abrigarse con unas cuantas ramas de abedul. Se apretaban unos contra otros con el fin de soportar mejor la baja temperatura, que durante aquella noche llegaría a los diez grados bajo cero. El poco viento que soplaba, enfriado al atravesar las montañas del este, mordía las carnes.

Miguel Strogoff y Nadia, tendidos en popa, soportaban los crecientes sufrimientos sin formular una queja. Alcide Jolivet y Harry Blount, situados junto a ellos, resistían como mejor podían aquellos primeros asaltos del invierno siberiano. Ni unos ni otros hablaban ahora, ni siquiera en voz baja. Por lo demás, la situación les absorbía por completo. A cada instante podía producirse un incidente, sobrevenir un peligro, hasta una catástrofe de la que no saldrían indemnes.

Miguel Strogoff, siendo un hombre que esperaba llegar pronto al final de su largo viaje, parecía estar singularmente tranquilo. Además, hasta en las más graves coyunturas, su energía no le había abandonado jamás. Entreveía ya el momento en que podría, por fin, permitirse pensar en su madre, en Nadia y en sí mismo. No temía más que una última desgracia: que la balsa fuese totalmente detenida por una barrera de hielo antes de haber llegado a Irkutsk. No pensaba más que en esto pero, por lo demás, estaba absolutamente decidido, si no había más remedio, a intentar cualquier supremo golpe de audacia.

Nadía, gracias al efecto bienhechor de varias horas de reposo, había recuperado sus fuerzas físicas, que el sufrimiento había podido quebrantar algunas veces, sin haber nunca abatido su energia moral. Pensaba también que en el caso de que Miguel Strogoff hiciera un nuevo esfuerzo para llegar a su meta, ella tenía que estar con él para guiarle. Pero, a medida que iban acercándose a Irkutsk, la imagen de su padre se dibujaba con mayor nitidez en su espíritu. Lo veía en la ciudad sitiada, lejos de los seres queridos, pero -y de esto Nadia no abrigaba ninguna duda- luchando contra los invasores con todo el ardor de su patriotismo.

Por fin, si el cielo les favorecía, dentro de pocas horas estaría en sus brazos, transmitiéndole las últimas palabras de su madre, y ya nada les separaría jamás. Si el exilio de Wassili Fedor no había de acabarse, su hija se quedaría exiliada con él. Pero, por un impulso natural irreprimible, el pensamiento de Nadia se volvió hacia aquel al que ella debía el poder ver a su padre, a ese generoso compañero, ese «hermano» el cual, una vez rechazados los tártaros, regresaría a Moscú y puede que ya no volviera a verlo… En cuanto a Alcide Jolivet y Harry Blount, no tenían más que un mismo y unico pensamiento: que la situación era extremadamente dramática y que, bien descrita, les iba a proporcionar una de las crónicas más interesantes.

El inglés pensaba, pues, en los lectores del Daily Telegraph, y el francés en los de su prima Magdalena, pero en el fondo, ambos estaban visiblemente emocionados.

«¡Tanto mejor! -pensaba Alcide Jolivet-. ¡Es necesario conmoverse para conmover! ¡Creo que hay un célebre verso a proposito para esto, pero, al diablo si sé … !

Y sus ejercitados ojos trataban de penetrar las sombras que envolvían el río.

Sin embargo, grandes resplandores rompían a veces las tinieblas e iluminaban los grandes macizos de las orillas, dándoles un fantástico aspecto. Se trataba de algún bosque en llamas o de alguna ciudad todavía ardiendo, siniestra representación de los cuadros del día en contraste con la noche.

El Angara se iluminaba entonces de una margen a la otra y los hielos se convertían en otros tantos espejos que reflejaban la luz de las llamas en todas direcciones y de todos los colores, desplazándose siguiendo los caprichos de la corriente.

La balsa, confundida con uno de esos cuerpos flotantes, pasaba desapercibida.

El peligro no estaba allí.

Pero un peligro de otra naturaleza amenazaba a los fugitivos. Éstos no podían preverlo y, sobre todo, no podían hacer nada por evitarlo.

Fue a Alcide Jolivet a quien el azar eligio para localizarlo; véase en qué circunstancias:

El periodista estaba acostado sobre la parte derecha de la balsa, habiendo dejado que su mano rozase la superficie del agua. De pronto, fue sorprendido por la impresión que le produjo el contacto de la corriente en su superficie. Parecía ser de consistencia viscosa, como si se tratase de aceite mineral.

Alcide Jolivet, corroborando con el olfato lo que había sentido con el tacto, ya no se equivocaba. ¡Era, con seguridad, una capa de nafta líquida que la corriente arrastraba sobre la superficie del agua!

¿Flotaba realmente la balsa sobre esta sustancia tan eminentemente combustible? ¿De dónde procedía la nafta? ¿Había sido derramada en la superficie del Angara por un fenómeno natural, o debía servir como ingenio destructor puesto en práctica por los tártaros? ¿Querían incendiar Irkutsk por unos medios que las leyes de la guerra no justificaban jamás entre naciones civilizadas?

Tales fueron las preguntas que se hizo Alcide Jolivet, pero creyó que no debía poner al corriente de este incidente a nadie más que a Harry Blount, y ambos estuvieron de acuerdo en que no debían alarmar a sus compañeros de viaje revelándoles el nuevo peligro que les amenazaba.

Como se sabe, el subsuelo de Asia central es como una esponja impregnada de hidrocarburos líquidos. En el puerto de Bakú, sobre la frontera persa; en la península de Abcheron, sobre el mar Caspio; en Asia Menor; en China; en Yug-Hyan y en el Birman, los yacimientos de aceites minerales brotan a millares en la superficie de los terrenos. Es el «país del aceite», parecido al que lleva ese mismo nombre en Norteamérica.

Durante ciertas fiestas religiosas, principalmente en Bakú, los indígenas, adoradores del fuego, lanzan a la superficie del mar la nafta líquida, que flota gracias a que tiene una densidad inferior a la del agua. Después, una vez que llega la noche, cuando la mancha mineral se ha esparcido por el Caspio, la inflaman para admirar aquel incomparable espectáculo de un océano de fuego ondulado a impulsos de la brisa.

Pero lo que en Bakú no es mas que una diversión, en las aguas del Angara sería un mortal desastre si, intencionadamente o por imprudencia, una chispa inflamara el aceite, el incendio se propagaría más allá de Irkutsk.

En cualquier caso, sobre la balsa no era de temer ninguna imprudencia pero sí que había que temer los incendios que se propagaban por las dos orillas del Angara, porque bastaba que una brasa o una chispa cayera en el río para incendiar aquella corriente de nafta.

Se comprende los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, los cuales, en presencia de aquel nuevo peligro se preguntaban si no sería preferible acercar la balsa a una de las orillas, desembarcar y esperar los acontecimientos.

-En cualquier caso -dijo Alcide Jolivet-, cualquiera que sea el peligro, yo sé de uno que no va a desembarcar.

Al decir esto aludía a Miguel Strogoff.

Mientras tanto, la balsa se deslizaba rápidamente entre los bloques de hielo, cuyo número aumentaba cada vez más.

Hasta entonces no habían divisado ningún destacamento tártaro sobre las márgenes del Angara, lo que indicaba que la balsa no había llegado todavía a la altura de los puestos más avanzados. Sin embargo, hacia las diez de la noche, Harry Blount creyó distinguir numerosos cuerpos negros que se movian en la superficie de los témpanos. Aquellas sombras saltaban de un bloque a otro y se aproximaban rápidamente.

-¡Tártaros! -pensó.

Y deslizándose hacia el viejo marinero, situado en proa, le mostró aquel sospechoso movimiento.

-No son más que lobos –dijo-. Los prefiero a los tártaros, pero será preciso que nos defendamos, y sin hacer ruido.

En efecto, los fugitivos tuvieron que luchar contra esos feroces carniceros a los que el hambre y el frío lanzaban a través de la provincia. Los lobos habían olido a los fugitivos de la balsa y pronto los atacaron.

Se veían precisados a luchar contra esas bestias, pero no podían emplear armas de fuego, porque las posiciones tártaras podían encontrarse muy cerca de allí. Las mujeres y los niños se agruparon en el centro de la balsa, y los hombres, unos armados con pértigas, otros con cuchillos y la mayor parte con palos, se vieron obligados a rechazar a los asaltantes. Ellos no dejaban oír un solo grito, pero los aullidos de los lobos desgarraban el aire.

Miguel Strogoff no había querido permanecer inactivo y se había tendido en el costado de la balsa atacado por la jauría de carniceros. Sacando su cuchillo, cada vez que un lobo se ponía a su alcance, su mano sabía hundirle la hoja en la garganta.

Harry Blount y Alcide Jolivet no permanecieron pasivos y desplegaron una gran actividad, secundados con todo coraje por sus compañeros balsistas.

Toda esta matanza de lobos se desarrollaba en silencio, aunque varios de los fugitivos no habían podido evitar graves mordeduras de los atacantes.

Sin embargo, la lucha no parecía tener un final inmediato. La jauría de lobos se renovaba sin cesar, por lo que era preciso que la orilla derecha del Angara estuviera infestada de esos animales.

-¡Esto no terminará nunca! -dijo Alcide Jolivet.

 

Y, de hecho, media hora después del comienzo del asalto, los lobos corrían a centenares por encima de los bloques de hielo.

Los fugitivos, extenuados por el cansancio, se debilitaban visiblemente y estaban perdiendo la batalla. En ese momento, un grupo de diez lobos de gran tamaño, enfurecidos por la cólera y el hambre, con los ojos brillantes como ascuas en la sombra, invadieron la plataforma de la balsa. Alcide Jolivet y su compañero se lanzaron en medio de aquellos temibles animales, y Miguel Strogoff, arrastrándose hacia ellos, iba ya a intervenir en la desigual lucha cuando, de pronto, se produjo un cambio de frente.

En varios segundos, los lobos hubieron abandonado, no sólo la balsa, sino también los bloques de hielo esparcidos por el río. Todos, aquellos cuerpos negros se dispersaron y pronto se hizo patente que habían alcanzado la orilla derecha del río a toda velocidad.

Es que los lobos necesitan las tinieblas para actuar y en aquel momento, una intensa claridad iluminaba todo el curso del Angara.

Se trataba de la iluminación de un inmenso incendio. La villa de Poshkavsk ardía enteramente. Esta vez los tártaros estaban allí, rematando su obra. A partir de aquel punto, ocupaban las dos orillas del río hasta Irkutsk.

Los fugitivos llegaban, por tanto, a la zona más peligrosa de su travesía, y todavía se encontraban a treinta verstas de la capital.

Eran las once y medía de la noche y la balsa continuaba deslizándose en medio de los hielos, con los cuales se confundía totalmente; pero de vez en cuando llegaban hasta ella grandes chorros de luz, por lo que los fugitivos tuvieron que aplastarse contra la plataforma, no permitiéndose el menor movimiento que pudiera traicionarlos.

El incendio del pueblecito se operaba con una violencia extraordinaria. Sus casas, hechas de madera de pino, ardían como teas y eran ciento cincuenta las que ardían a la vez. A las crepitaciones del incendio se mezclaban los aullidos de los tártaros. El viejo marinero, tomando como punto de apoyo los témpanos cercanos a la balsa, había conseguido acercarla hacia la orilla derecha, separándola a una distancia de tres o cuatrocientos pies de las playas encendidas de Poshkavsk.

Sin embargo, los fugitivos eran muchas veces iluminados por las llamas, y podían ser localizados si los incendiarios no hubiesen estado tan absortos en la destrucción de la villa. Pero se comprenderá cuáles debían de ser los temores de Alcide Jolivet y Harry Blount, cuando pensaban en aquel líquido combustible sobre el que flotaba la balsa.

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