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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 5)


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Después del nacimiento de Meme, "se anunció el inesperado jubileo del coronel Aureliano Buendía, ordenado por el gobierno para celebrar un nuevo aniversario del tratado de Neerlandia. Fue una determinación tan inconsecuente con la política oficial, que el coronel se pronunció violentamente contra ella y rechazó el homenaje. «Es la primera vez que oigo la palabra jubileo -decía-. Pero cualquier cosa que quiera decir, no puede ser sino una burla.» El estrecho taller de orfebrería se llenó de emisarios. Volvieron, mucho más viejos y mucho más solemnes, los abogados de trajes oscuros que en otro tiempo revolotearon como cuervos en torno al coronel. Cuando éste los vio aparecer, como en otro tiempo llegaban a empantanar la guerra, no pudo soportar el cinismo de sus panegíricos. Les ordenó que lo dejaran en paz, insistió que él no era un prócer de la nación como ellos decían, sino un artesano sin recuerdos, cuyo único sueño era morirse de cansancio en el olvido y la miseria de sus pescaditos de oro. Lo que más le indignó fue la noticia de que el propio presidente de la república pensaba asistir a los actos de Macondo para imponerle la Orden del Mérito. El coronel Aureliano Buendía le mandó a decir, palabra por palabra, que esperaba con verdadera ansiedad aquella tardía pero merecida ocasión de darle un tiro no para cobrarle las arbitrariedades y anacronismos de su régimen, sino por faltarle el respeto a un viejo que no le hacía mal a nadie. Fue tal la vehemencia con que pronunció la amenaza, que el presidente de la república canceló el viaje a última hora y le mandó la condecoración con un representante personal. El coronel Gerineldo Márquez, asediado por presiones de toda índole, abandonó su lecho de paralítico para persuadir a su antiguo compañero de armas. Cuando éste vio aparecer el mecedor cargado por cuatro hombres y vio sentado en él, entre grandes almohadas, al amigo que compartió sus Victorias e infortunios desde la juventud, no dudó un solo instante de que hacía aquel esfuerzo para expresarle su solidaridad. Pero cuando conoció el verdadero propósito de su visita, lo hizo sacar del taller. -Demasiado tarde me convenzo -le dijo- que te habría hecho un gran favor si te hubiera dejado fusilar. De modo que el jubileo se llevó a cabo sin asistencia de ninguno de los miembros de la familia. Fue una casualidad que coincidiera con la semana de carnaval, pero nadie logró quitarle al coronel Aureliano Buendía la empecinada idea de que también aquella coincidencia había sido prevista por el gobierno para recalcar la crueldad de la burla. Desde el taller solitario oyó las músicas marciales, la artillería de aparato, las campanas del Te Deum, y algunas frases de los discursos pronunciados frente a la casa cuando bautizaron la calle con su nombre. Los ojos se le humedecieron de indignación, de rabiosa impotencia, y por primera vez desde la derrota se dolió de no tener los arrestos de la juventud para promover una guerra sangrienta que borrara hasta el último vestigio del régimen conservador. No se habían extinguido los ecos del homenaje, cuando Úrsula llamó a la puerta del taller. -No me molesten -dijo él-. Estoy ocupado. -Abre -insistió Úrsula con voz cotidiana-. Esto no tiene nada que ver con la fiesta.

Entonces el coronel Aureliano Buendía quitó la tranca, y vio en la puerta diecisiete hombres de los más variados aspectos, de todos los tipos y colores, pero todos con un aire solitario que habría bastado para identificarlos en cualquier lugar de la tierra. Eran sus hijos. Sin ponerse de acuerdo, sin conocerse entre sí, habían llegado desde los más apartados rincones del litoral cautivados por el ruido del jubileo. Todos llevaban con orgullo el nombre de Aureliano, y el apellido de su madre. Durante los tres días que permanecieron en la casa, para satisfacción de Úrsula y escándalo de Fernanda, ocasionaron trastornos de guerra. Amaranta buscó entre antiguos papeles la libreta de cuentas donde Úrsula había apuntado los nombres y las fechas de nacimiento y bautismo de todos, y agregó frente al espacio correspondiente a cada uno el domicilio actual. Aquella lista habría permitido hacer una recapitulación de veinte años de guerra. Habrían podido reconstruirse con ella los itinerarios nocturnos del coronel, desde la madrugada en que salió de Macondo al frente de veintiún hombres hacia una rebelión quimérica, hasta que regresó por última vez envuelto en la manta acartonada de sangre. Aureliano Segundo no desperdició la ocasión de festejar a los primos con una estruendosa parranda de champaña y acordeón, que se interpretó como un atrasado ajuste de cuentas con el carnaval malogrado por el jubileo. Hicieron añicos media vajilla, destrozaron los rosales persiguiendo un toro para mantearlo, mataron las gallinas a tiros, obligaron a bailar a Amaranta los valses tristes de Pietro Crespi, consiguieron que Remedios, la bella, se pusiera unos pantalones de hombre para subirse a la cucaña, y soltaron en el comedor un cerdo embadurnado de sebo que revolcó a Fernanda, pero nadie lamentó los percances, porque la casa se estremeció con un terremoto de buena salud. El coronel Aureliano Buendía, que al principio los recibió con desconfianza y hasta puso en duda la filiación de algunos, se divirtió con sus locuras, y antes de que se fueran le regaló a cada uno un pescadito de oro…"

Desde que vio al señor Brown en el primer automóvil que llegó a Macondo -un convertible anaranjado con una corneta que espantaba a los perros con sus ladridos-, el viejo guerrero se indignó con los serviles aspavientos de la gente, y se dio cuenta de que algo había cambiado en la índole de los hombres desde los tiempos en que abandonaban mujeres e hijos y se echaban una escopeta al hombro para irse a la guerra. Las autoridades locales, después del armisticio de Neerlandia, eran alcaldes sin iniciativa, jueces decorativos, escogidos entre los pacíficos y cansados conservadores de Macondo. -Este es un régimen de pobres diablos -comentaba el coronel Aureliano Buendía cuando veía pasar a los policías descalzos armados de bolillos de palo-. Hicimos tantas guerras, y todo para que no nos pintaran la casa de azul. Cuando llegó la compañía bananera, sin embargo, los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios, que el señor Brown se llevó a vivir en el gallinero electrificado, para que gozaran, según explicó, de la dignidad que correspondía a su investidura, y no padecieran el calor y los mosquitos y las incontables incomodidades y privaciones del pueblo. Los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios de machetes. Encerrado en el taller, el coronel Aureliano Buendía pensaba en estos cambios, y por primera vez en sus callados años de soledad lo atormentó la definida certidumbre de que había sido un error no proseguir la guerra hasta sus últimas consecuencias. Por esos días, un hermano del olvidado coronel Magnífico Visbal llevó su nieto de siete años a tomar un refresco en los carritos de la plaza, y porque el niño tropezó por accidente con un cabo de la policía y le derramó el refresco en el uniforme, el bárbaro lo hizo picadillo a machetazos y decapitó de un tajo al abuelo que trató de impedirlo. Todo el pueblo vio pasar al decapitado cuando un grupo de hombres lo llevaban a su casa, y la cabeza arrastrada que una mujer llevaba cogida por el pelo, y el talego ensangrentado donde habían metido los pedazos de niño. Para el coronel Aureliano Buendía fue el límite de la expiación. Se encontró de pronto padeciendo la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los grupos de curiosos que estaban frente a la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí mismo, les echó encima la carga de odio que ya no podía soportar en el corazón. -¡Un día de estos -gritó- voy a armar a mis muchachos para que acaben con estos gringos de mierda! En el curso de esa semana, por distintos lugares del litoral, sus diecisiete hijos fueron cazados como conejos por criminales invisibles que apuntaron al centro de sus cruces de ceniza

Tras el asesinato de sus hijos, "el coronel Aureliano Buendía no logró recobrar la serenidad en mucho tiempo. Abandonó la fabricación de pescaditos, comía a duras penas, y andaba como un sonámbulo por toda la casa, arrastrando la manta y masticando una cólera sorda. Al cabo de tres meses tenía el pelo ceniciento, el antiguo bigote de puntas engomadas chorreando sobre los labios sin color, pero en cambio sus ojos eran otra vez dos brasas que asustaron a quienes lo vieron nacer y que en otro tiempo hacían rodar las sillas con sólo mirarlas. En la furia de su tormento trataba inútilmente de provocar los presagios que guiaron su juventud por senderos de peligro hasta el desolado yermo de la gloria. Estaba perdido, extraviado en una casa ajena donde ya nada ni nadie le suscitaba el menor vestigio de afecto. Una vez abrió el cuarto de Melquíades, buscando los rastros de un pasado anterior a la guerra, y sólo encontró los escombros, la basura, los montones de porquería acumulados por tantos años de abandono. En las pastas de los libros que nadie había vuelto a leer, en los viejos pergaminos macerados por la humedad había prosperado una flora lívida, y en el aire que había sido el más puro y luminoso de la casa flotaba un insoportable olor de recuerdos podridos. Una mañana encontró a Úrsula llorando bajo el castaño, en las rodillas de su esposo muerto. El coronel Aureliano Buendía era el único habitante de la casa que no seguía viendo al potente anciano agobiado por medio siglo de intemperie. «Saluda a tu padre», le dijo Úrsula. Él se detuvo un instante frente al castaño, y una vez más comprobó que tampoco aquel espacio vacío le suscitaba ningún afecto. -¿Qué dice? -preguntó. -Está muy triste -contestó Úrsula- porque cree que te vas a morir. -Dígale -sonrió el coronel- que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede. El presagio del padre muerto removió el último rescoldo de soberbia que le quedaba en el corazón, pero él lo confundió con un repentino soplo de fuerza. Fue por eso que asedió a Úrsula para que le revelara en qué lugar del patio estaban enterradas las monedas de oro que encontraron dentro del San José de yeso. «Nunca lo sabrás -le dijo ella, con una firmeza inspirada en un viejo escarmiento-. Un día -agregó- ha de aparecer el dueño de esa fortuna, y sólo él podrá desenterraría.» Nadie sabía por qué un hombre que siempre fue tan desprendido había empezado a codiciar el dinero con semejante ansiedad, y no las modestas cantidades que le habrían bastado para resolver una emergencia, sino una fortuna de magnitudes desatinadas cuya sola mención dejó sumido en un mar de asombro a Aureliano Segundo. Los viejos copartidarios a quienes acudió en demanda de ayuda, se escondieron para no recibirlo. Fue por esa época que se le oyó decir: «La única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho.» Sin embargo, insistió con tanto ahínco, suplicó de tal modo, quebrantó a tal punto sus principios de dignidad, que con un poco de aquí y otro poco de allá, deslizándose por todas partes con una diligencia sigilosa y una perseverancia despiadada, consiguió reunir en ocho meses más dinero del que Úrsula tenía enterrado. Entonces visitó al enfermo coronel Gerineldo Márquez para que lo ayudara a promover la guerra total. En un cierto momento, el coronel Gerineldo Márquez era en verdad el único que habría podido mover, aun desde su mecedor de paralítico, los enmohecidos hilos de la rebelión. Después del armisticio de Neerlandia, mientras el coronel Aureliano Buendía se refugiaba en el exilio de sus pescaditos de oro, él se mantuvo en contacto con los oficiales rebeldes que le fueron fieles hasta la derrota. Hizo con ellos la guerra triste de la humillación cotidiana, de las súplicas y los memoriales, del vuelva mañana, del ya casi, del estamos estudiando su caso con la debida atención; la guerra perdida sin remedio contra los muy atentos y seguros servidores que debían asignar y no asignaron nunca las pensiones vitalicias. La otra guerra, la sangrienta de veinte años, no les causó tantos estragos como la guerra corrosiva del eterno aplazamiento. El propio coronel Gerineldo Márquez, que escapó a tres atentados, sobrevivió a cinco heridas y salió ileso de incontables batallas, sucumbió al asedio atroz de la espera y se hundió en la derrota miserable de la vejez, pensando en Amaranta entre los rombos de luz de una casa prestada. Los últimos veteranos de quienes se tuvo noticia aparecieron retratados en un periódico, con la cara levantada de indignidad, junto a un anónimo presidente de la república que les regaló unos botones con su efigie para que los usaran en la solapa, y les restituyó una bandera sucia de sangre y de pólvora para que la pusieran sobre sus ataúdes. Los otros, los más dignos, todavía esperaban una carta en la penumbra de la caridad pública, muriéndose de hambre, sobreviviendo de rabia, pudriéndose de viejos en la exquisita mierda de la gloria. De modo que cuando el coronel Aureliano Buendía lo invitó a promover una conflagración mortal que arrasara con todo vestigio de un régimen de corrupción y de escándalo sostenido por el invasor extranjero, el coronel Gerineldo Márquez no pudo reprimir un estremecimiento de compasión. -Ay, Aureliano -suspiró-, ya sabía que estabas viejo, pero ahora me doy cuenta que estás mucho más viejo de lo que pareces".

Úrsula "se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida, y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creta, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida, era simplemente un hombre incapacitado para el amor

…El coronel Aureliano Buendía era una sombra. Desde la última vez que salió a la calle a proponerle una guerra sin porvenir al coronel Gerineldo Márquez, apenas si abandonaba el taller para orinar bajo el castaño. No recibía más visitas que las del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescaditos de oro con la misma pasión de antes, dejó de venderlos cuando se enteró de que la gente no los compraba como joyas sino como reliquias históricas. Había hecho en el patio una hoguera con las muñecas de Remedios, que decoraban su dormitorio desde el día de su matrimonio. La vigilante Úrsula se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo, pero no pudo impedirlo. -Tienes un corazón de piedra -le dijo. -Esto no es asunto del corazón -dijo él-. El cuarto se está llenando de polillas…

…Con el pretexto de que el dormitorio nupcial estaba a merced de las polillas a pesar de la destrucción de las apetitosas muñecas de Remedios, colgó una hamaca en el taller, y entonces lo abandonó solamente para ir al patio a hacer sus necesidades. Úrsula no conseguía hilvanar con él una conversación trivial. Sabía que no miraba los platos de comida, sino que los ponía en un extremo del mesón mientras terminaba el pescadito, y no le importaba si la sopa se llenaba de nata y se enfriaba la carne. Se endureció cada vez más desde que el coronel Gerineldo Márquez se negó a secundario en una guerra senil. Se encerró con tranca dentro de sí mismo, y la familia terminó por pensar en él como si hubiera muerto. No se le volvió a ver una reacción humana, hasta un once de octubre en que salió a la puerta de la calle para ver el desfile de un circo. Aquella había sido para el coronel Aureliano Buendía una jornada igual a todas las de sus últimos años. A las cinco de la madrugada lo despertó el alboroto de los sapos y los grillos en el exterior del muro. La llovizna persistía desde el sábado, y él no hubiera tenido necesidad de oír su minucioso cuchicheo en las hojas del jardín, porque de todos modos lo hubiera sentido en el frío de los huesos. Estaba, como siempre, arropado con la manta de lana, y con los largos calzoncillos de algodón crudo que seguía usando por comodidad, aunque a causa de su polvoriento anacronismo él mismo los llamaba «calzoncillos de godo». Se puso los pantalones estrechos, pero no se cerró las presillas ni se puso en el cuello de la camisa el botón de oro que usaba siempre, porque tenía el propósito de darse un baño. Luego se puso la manta en la cabeza, como un capirote, se peinó con los dedos el bigote chorreado, y fue a orinar en el patio. Faltaba tanto para que saliera el sol que José Arcadio Buendía dormitaba todavía bajo el cobertizo de palmas podridas por la llovizna. Él no lo vio, como no lo había visto nunca, ni oyó la frase incomprensible que le dirigió el espectro de su padre cuando despertó sobresaltado por el chorro de orín caliente que le salpicaba los zapatos. Dejó el baño para más tarde, no por el frío y la humedad, sino por la niebla opresiva de octubre. De regreso al taller percibió el olor de pabilo de los fogones que estaba encendiendo Santa Sofía de la Piedad, y esperó en la cocina a que hirviera el café para llevarse su tazón sin azúcar. Santa Sofía de la Piedad le preguntó, como todas las mañanas, en qué día de la semana estaban, y él contestó que era martes, once de octubre. Viendo a la impávida mujer dorada por el resplandor del fuego, que ni en ese ni en ningún otro instante de su vida parecía existir por completo, recordó de pronto que un once de octubre, en plena guerra, lo despertó la certidumbre brutal de que la mujer con quien había dormido estaba muerta. Lo estaba, en realidad, y no olvidaba la fecha porque también ella le había preguntado una hora antes en qué día estaban. A pesar de la evocación, tampoco esta vez tuvo conciencia de hasta qué punto lo habían abandonado los presagios, y mientras hervía el café siguió pensando por pura curiosidad, pero sin el más insignificante riesgo de nostalgia, en la mujer cuyo nombre no conoció nunca, y cuyo rostro no vio con vida porque había llegado hasta su hamaca tropezando en la oscuridad. Sin embargo, en el vacío de tantas mujeres como llegaron a su vida en igual forma, no recordó que fue ella la que en el delirio del primer encuentro estaba a punto de naufragar en sus propias lágrimas, y apenas una hora antes de morir había jurado amarlo hasta la muerte. No volvió a pensar en ella, ni en ninguna otra, después de que entró al taller con la taza humeante, y encendió la luz para contar los pescaditos de oro que guardaba en un tarro de lata. Había diecisiete. Desde que decidió no venderlos, seguía fabricando dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco volvía a fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos de nuevo. Trabajó toda la mañana absorto, sin pensar en nada, sin darse cuenta de que a las diez arreció la lluvia y alguien pasó frente al taller gritando que cerraran las puertas para que no se inundara la casa. y sin darse cuenta ni siquiera de sí mismo hasta que Úrsula entró con el almuerzo y apagó la luz. -¡Qué lluvia! -dijo Úrsula. -Octubre -dijo él. Al decirlo, no levantó la vista del primer pescadito del día, porque estaba engastando los rubíes de los ojos. Sólo cuando lo terminó y lo puso con los otros en el tarro, empezó a tomar la sopa. Luego se comió, muy despacio, el pedazo de carne guisada con cebolla, el arroz blanco y las tajadas de plátano fritas, todo junto en el mismo plato. Su apetito no se alteraba ni en las mejores ni en las más duras circunstancias. Al término del almuerzo experimentó la zozobra de la ociosidad. Por una especie de superstición científica, nunca trabajaba, ni leía, ni se bañaba, ni hacía el amor antes de que transcurrieran dos horas de digestión, y era una creencia tan arraigada que varias veces retrasó operaciones de guerra para no someter la tropa a los riesgos de una congestión. De modo que se acostó en la hamaca, sacándose la cera de los oídos con un cortaplumas, y a los pocos minutos se quedó dormido. Soñó que entraba en una casa vacía, de paredes blancas, y que lo inquietaba la pesadumbre de ser el primer ser humano que entraba en ella. En el sueño recordó que había soñado lo mismo la noche anterior y en muchas noches de los últimos años, y supo que la imagen se habría borrado de su memoria al despertar, porque aquel sueño recurrente tenía la virtud de no ser recordado sino dentro del mismo sueño. Un momento después, en efecto, cuando el peluquero llamó a la puerta del taller, el coronel Aureliano Buendía despertó con la impresión de que involuntariamente se había quedado dormido por breves segundos, y que no había tenido tiempo de soñar nada. -Hoy no -le dijo al peluquero-. Nos vemos el viernes. Tenía una barba de tres días, moteada de pelusas blancas, pero no creía necesario afeitarse si el viernes se iba a cortar el pelo y podía hacerlo todo al mismo tiempo. El sudor pegajoso de la siesta indeseable revivió en sus axilas las cicatrices de los golondrinos. Había escampado, pero aún no salía el sol. El coronel Aureliano Buendía emitió un eructo sonoro que le devolvió al paladar la acidez de la sopa, y que fue como una orden del organismo para que se echara la manta en los hombros y fuera al excusado. Allí permaneció más del tiempo necesario, acuclillado sobre la densa fermentación que subía del cajón de madera, hasta que la costumbre le indicó que era hora de reanudar el trabajo. Durante el tiempo que duró la espera volvió a recordar que era martes, y que José Arcadio Segundo no había estado en el taller porque era día de pago en las fincas de la compañía bananera. Ese recuerdo, como todos los de los últimos años, lo llevó sin que viniera a cuento a pensar en la guerra. Recordó que el coronel Gerineldo Márquez le había prometido alguna vez conseguirle un cabal lo con una estrella blanca en la frente, y que nunca se había vuelto a hablar de eso. Luego derivó hacia episodios dispersos, pero los evocó sin calificarlos, porque a fuerza de no poder pensar en otra cosa había aprendido a pensar en frío, para que los recuerdos ineludibles no le lastimaran ningún sentimiento. De regreso al taller, viendo que el aire empezaba a secar, decidió que era un buen momento para bañarse, pero Amaranta se le había anticipado. Así que empezó el segundo pescadito del día. Estaba engarzando la cola cuando el sol salió con tanta fuerza que la claridad crujió como un balandro. El aire lavado por la llovizna de tres días se llenó de hormigas voladoras. Entonces cayó en la cuenta de que tenía deseos de orinar, y los estaba aplazando hasta que acabara de armar el pescadito. Iba para el patio, a las cuatro y diez, cuando oyó los cobres lejanos, los retumbos del bombo y el júbilo de los niños, y por primera vez desde su juventud pisó conscientemente una trampa de la nostalgia, y revivió la prodigiosa tarde de gitanos en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Santa Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia la puerta. -Es el circo -gritó. En vez de ir al castaño, el coronel Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos".

Epílogo. "El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos. Tuvo diecisiete hijos varones de diecisiete mujeres distintas, que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche, antes de que el mayor cumpliera treinta y cinco años. Escapó a catorce atentados, a setenta y tres emboscadas y a un pelotón de fusilamiento. Sobrevivió a una carga de estricnina en el café que habría bastado para matar un caballo. Rechazó la Orden del Mérito que le otorgó el presidente de la república. Llegó a ser comandante general de las fuerzas revolucionarias, con jurisdicción y mando de una frontera a la otra, y el hombre más temido por el gobierno, pero nunca permitió que le tomaran una fotografía. Declinó la pensión vitalicia que le ofrecieron después de la guerra y vivió hasta la vejez de los pescaditos de oro que fabricaba en su taller de Macondo. Aunque peleó siempre al frente de sus hombres, la única herida que recibió se la produjo él mismo después de firmar la capitulación de Neerlandia que puso término a casi veinte años de guerras civiles. Se disparó un tiro de pistola en el pecho y el proyectil le salió por la espalda sin lastimar ningún centro vital. Lo único que quedó de todo eso fue una calle con su nombre en Macondo…"

Úrsula Iguarán

Era una mujer fuerte, honrada y trabajadora. La persiguió el temor de que sus hijos y los hijos de sus descendientes nacieran con cola de puerto; como en efecto ocurrió, pero ella ya estaba muerta.

Ella era quien llevaba las riendas de la casa y educaba a sus hijos, a sus nietos y a sus bisnietos. Desde que José Arcadio Buendía, su esposo, se sumergió en sus quimeras, experimentos e inventos, a ella le tocó llevar el peso de la responsabilidad de la casa, arreglarla, cuidarla, reformarla, ampliarla y tratar de mantenerla aseada y en pie, a pesar del paso del tiempo. Cultivaba con la ayuda de sus hijos la legumbre y las verduras para comer y fabricaba animalitos de caramelo para vender y sostener los gastos de la casa.

Cuando su hijo José Arcadio se fue de Macondo, ella lo buscó fuera de éste durante cinco meses, pero no lo encontró. A su regreso, Úrsula trajo una muchedumbre. "No eran gitanos. Eran hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. Traían mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos, puros y simples accesorios terrestres puestos en venta sin aspavientos por los mercachifles de la realidad cotidiana. Venían del otro lado de la ciénaga, a sólo dos días de viaje, donde había pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar. Úrsula no había alcanzado a los gitanos, pero encontró la ruta que su marido no pudo descubrir en su frustrada búsqueda de los grandes inventos".

Era una persona religiosa y defensora de la moral tradicional. Ejercía una considerable influencia sobre sus descendientes y sobre sus esposas. Para ella, el tiempo no pasaba, "sino que daba vueltas en redondo", y los gallos de pelea, la guerra, las mujeres de mala vida y las empresas delirantes propiciaron la decadencia de su estirpe.

A medida que envejecía iba perdiendo la visión, tenía alucinaciones, lloraba por muertos de antaño, hablaba con espectros y era objeto de juego de sus bisnietos Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia (de quien nunca supo su origen y parentesco). "Úrsula era su juguete más entretenido. La tuvieron por una gran muñeca decrépita que llevaban y traían por los rincones, disfrazada con trapos de colores y la cara pintada con hollín y achiote, y una vez estuvieron a punto de destriparle los ojos como le hacían a los sapos con las tijeras de podar. Nada les causaba tanto alborozo como sus desvaríos".

Como secuela de sus desvaríos "poco a poco fue perdiendo el sentido de la realidad, y confundía el tiempo actual con épocas remotas de su vida, hasta el punto de que en una ocasión pasó tres días llorando sin consuelo por la muerte de Petronila Iguarán, su bisabuela, enterrada desde hacía más de un siglo. Se hundió en un estado de confusión tan disparatado, que creía que el pequeño Aureliano era su hijo el coronel por los tiempos en que lo llevaron a conocer el hielo, y que el José Arcadio que estaba entonces en el seminario era el primogénito que se fue con los gitanos. Tanto habló de la familia, que los niños aprendieron a organizarle visitas imaginarias con seres que no sólo habían muerto desde hacía mucho tiempo, sino que habían existido en épocas distintas. Sentada en la cama con el pelo cubierto de ceniza y la cara tapada con un pañuelo rojo, Úrsula era feliz en medio de la parentela irreal que los niños describían sin omisión de detalles, como si de verdad la hubieran conocido. Úrsula conversaba con sus antepasados sobre acontecimientos anteriores a su propia existencia, gozaba con las noticias que le daban y lloraba con ellos por muertos mucho más recientes que los mismos contertulios. Los niños no tardaron en advertir que en el curso de esas visitas fantasmales Úrsula planteaba siempre una pregunta destinada a establecer quién era el que había llevado a la casa durante la guerra un San José de yeso de tamaño natural para que lo guardaran mientras pasaba la lluviaLas ráfagas de lucidez que eran tan escasas durante la lluvia, se hicieron más frecuentes a partir de agosto, cuando empezó a soplar el viento árido que sofocaba los rosales y petrificaba los pantanos, y que acabé por esparcir sobre Macondo el polvo abrasante que cubrió para siempre los oxidados techos de cinc y los almendros centenarios. Úrsula lloró de lástima al descubrir que por más de tres años había quedado para juguete de los niños. Se lavó la cara pintorreteada, se quité de encima las tiras de colorines, las lagartijas y los sapos resecos y las camándulas y antiguos collares de árabes que le habían colgado por todo el cuerpo, y por primera vez desde la muerte de Amaranta abandonó la cama sin auxilio de nadie para incorporarse de nuevo a la vida familiar. El ánimo de su corazón invencible la orientaba en las tinieblas. Quienes repararon en sus trastabilleos y tropezaron con su brazo arcangélico siempre alzado a la altura de la cabeza, pensaron que a duras penas podía con su cuerpo, pero todavía no creyeron que estaba ciega. Ella no necesitaba ver para darse cuenta de que los canteros de flores, cultivados con tanto esmero desde la primera reconstrucción, habían sido destruidos por la lluvia y arrasados por las excavaciones de Aureliano Segundo, y que las paredes y el cemento de los pisos estaban cuarteados, los muebles flojos y descoloridos, las puertas desquiciadas, y la familia amenazada por un espíritu de resignación y pesadumbre que no hubiera sido concebible en sus tiempos. Moviéndose a tientas por los dormitorios vacíos percibía el trueno continuo del comején taladrando las maderas, y el tijereteo de la polilla en los roperos, y el estrépito devastador de las enormes hormigas coloradas que habían prosperado en el diluvio y estaban socavando los cimientos de la casa. Un día abrió el baúl de los santos, y tuvo que pedir auxilio a Santa Sofía de la Piedad para quitarse de encima las cucarachas que saltaron del interior, y que ya habían pulverizado la ropa. -No es posible vivir en esta negligencia -decía-. A este paso terminaremos devorados por las bestias. Desde entonces no tuvo un instante de reposo. Levantada desde antes del amanecer, recurría a quien estuviera disponible, inclusive a los niños. Puso al sol las escasas ropas que todavía estaban en condiciones de ser usadas, ahuyentó las cucarachas con sorpresivos asaltos de insecticida, raspó las venas del comején en puertas y ventanas y asfixió con cal viva a las hormigas en sus madrigueras. La fiebre de restauración acabó por llevarla a los cuartos olvidados. Hizo desembarazar de escombros y telarañas la habitación donde a José Arcadio Buendía se le secó la mollera buscando la piedra filosofal, puso en orden el taller de platería que había sido revuelto por los soldados, y por último pidió las llaves del cuarto de Melquíades para ver en qué estado se encontraba. Fiel a la voluntad de José Arcadio Segundo, que había prohibido toda intromisión mientras no hubiera un indicio real de que había muerto, Santa Sofía de la Piedad recurrió a toda clase de subterfugios para desorientar a Úrsula. Pero era tan inflexible su determinación de no abandonar a los insectos ni el más recóndito e inservible rincón de la casa, que desbarató cuanto obstáculo le atravesaron, y al cabo de tres días de insistencia consiguió que le abrieran el cuarto. Tuvo que agarrarse del quicio para que no la derribara la pestilencia, pero no le hicieron falta más de dos segundos para recordar que ahí estaban guardadas las setenta y dos bacinillas de las colegialas, y que en una de las primeras noches de lluvia una patrulla de soldados había registrado la casa buscando a José Arcadio Segundo y no habían podido encontrarlo. -¡Bendito sea Dios! -exclamó, como si lo hubiera visto todo-. Tanto tratar de inculcarte las buenas costumbres, para que terminaras viviendo como un puerco. José Arcadio Segundo seguía releyendo los pergaminos. Lo único visible en la intrincada maraña de pelos, eran los dientes rayados de lama verde y los ojos inmóviles. Al reconocer la voz de la bisabuela, movió la cabeza hacia la puerta, trató de sonreír, y sin saberlo repitió una antigua frase de Úrsula. -Qué quería -murmuro-, el tiempo pasa. -Así es -dijo Úrsula-, pero no tanto… Sólo entonces comprendió Úrsula que él estaba en un mundo de tinieblas más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo. Lo dejó en el cuarto, pero consiguió que no volvieran a poner el candado, que hicieran la limpieza todos los días, que tiraran las bacinillas a la basura y sólo dejaran una, y que mantuvieran a José Arcadio Segundo tan limpio y presentable como estuvo el bisabuelo en su largo cautiverio bajo el castaño. Al principio, Fernanda interpretaba aquel ajetreo como un acceso de locura senil, y a duras penas reprimía la exasperación…"

El estilo de vida que llevaba era tan abrumador que deseaba la muerte porque su espíritu ya no resistía más. Por eso "se preguntaba si no era preferible acostarse de una vez en la sepultura y que le echaran la tierra encima, y le preguntaba a Dios, sin miedo, si de verdad creía que la gente estaba hecha de fierro para soportar tantas penas y mortificaciones; y preguntando y preguntando iba atizando su propia ofuscación, y sentía unos irreprimibles deseos de soltarse a despotricar como un forastero, y de permitirse por fin un instante rebeldía, el instante tantas veces anhelado y tantas veces aplazado de meterse la resignación por el fundamento, y cagarse de una vez en todo, y sacarse del corazón los infinitos montones de malas palabras que había tenido que atragantarse en todo un siglo de conformidad. -¡Carajo! -gritó."

Ya en sus últimos días se sumía más y más sus desvaríos. "Cuando entraba al dormitorio, encontraba allí a Petronila Iguarán, con el estorboso miriñaque y el saquito de mostacilla que se ponía para las visitas de compromiso, y encontraba a Tranquilina María Miniata Alacoque Buendía, su abuela, abanicándose con una pluma de pavo real en su mecedor de tullida, y a su bisabuelo Aureliano Arcadio Buendía con su falso dormán de las guardias virreinales, y a Aureliano Iguarán, su padre, que había inventado una oración para que se achicharraran y se cayeran los gusanos de las vacas, y a la timorata de su madre, y al primo con la cola de cerdo, y a José Arcadio Buendía y a sus hijos muertos, todos sentados en sillas que habían sido recostadas contra la pared como si no estuvieran en una visita, sino en un velorio. Ella hilvanaba una cháchara colorida, comentando asuntos de lugares apartados y tiempos sin coincidencia, de modo que cuando Amaranta Úrsula regresaba de la escuela y Aureliano se cansaba de la enciclopedia, la encontraban sentada en la cama, hablando sola, y perdida en un laberinto de muertos. -¡Fuego!, gritó una vez aterrorizada, y por un instante sembró el pánico en la casa, pero lo que estaba anunciando era el incendio de una caballeriza que había presenciado a los cuatro años. Llegó a revolver de tal modo el pasado con la actualidad, que en las dos o tres ráfagas de lucidez que tuvo antes de morir, nadie supo a ciencia cierta si hablaba de lo que sentía o de lo que recordaba. Poco a poco se fue reduciendo, fetizándose, momificándose en vida, hasta el punto de que en sus últimos meses era una ciruela pasa perdida dentro del camisón, y el brazo siempre alzado terminó por parecer la pata de una marimonda. Se quedaba inmóvil varios días, y Santa Sofía de la Piedad tenía que sacudirla para convencerse de que estaba viva, y se la sentaba en las piernas para alimentarla con cucharaditas de agua de azúcar. Parecía una anciana recién nacida. Amaranta Úrsula y Aureliano la llevaban y la traían por el dormitorio, la acostaban en el altar para ver que era apenas más grande que el Niño Dios, y una tarde la escondieron en un armario del granero donde hubieran podido comérsela las ratas. Un domingo de ramos entraron al dormitorio mientras Fernanda estaba en misa, y cargaron a Úrsula por la nuca y los tobillos. -Pobre la tatarabuelita -dijo Amaranta Úrsula-, se nos murió de vieja. Úrsula se sobresaltó. -¡Estoy viva! -dijo. -Ya vez -dijo Amaranta Úrsula, reprimiendo la risa-, ni siquiera respira. -¡Estoy hablando! -gritó Úrsula. -Ni siquiera habla -dijo Aureliano-. Se murió como un grillito. Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. -Dios mío -exclamó en voz baja-. De modo que esto es la muerte. Inició una oración interminable, atropellada, profunda, que se prolongó por más de dos días, y que el martes había degenerado en un revoltijo de súplica a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con alguien de su misma sangre, porque nacían los hijos con cola de puerco. Aureliano Segundo trató de aprovechar el delirio para que le confesara dónde estaba el oro enterrado, pero otra vez fueron inútiles las súplicas. -Cuando aparezca el dueño -dijo Úrsula- Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre. Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que las rosas olían a quenopodio que se le cayó una totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en un orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y que una noche vio pasar por el cielo una fila de luminosos discos anaranjados. Amaneció muerta el jueves santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años. La enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella, y en parte porque ese mediodía hubo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contra las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios".

José Arcadio Buendía

José Arcadio Buendía, patriarca de Macondo, antes de conocer al gitano Melquíades, era una persona emprendedora, trabajadora e inteligente. Gracias a su espíritu aventurero y decidido, junto con otras familias, logró atravesar la sierra para fundar a Macondo.

Este singular personaje, antes de la enorme influencia que ejercieran en él los gitanos y en especial Melquíades, era un hombre trabajador, muy emprendedor ("el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea"), "una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad". Aquel hombre corpulento, imaginativo ("su desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia"), quimérico, soñador, impasible, inteligente, fuerte ("su fuerza descomunal… le permitía derribar un caballo agarrándolo por las orejas"), fantasioso y obstinado perdió su espíritu de iniciativa, "arrastrado por la fiebre de los imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de transmutación y las ansias de conocer las maravillas del mundo". Diseñó sabia y estratégicamente el pueblo y elaboró trampas para cazar pájaros hasta el punto que hubo muchos en el pueblo, y éstos sirvieron como guía de orientación para que los gitanos encontraran por primera vez a Macondo.

Sus empresas delirantes de "desentrañar el oro de la tierra" con los imanes ("los fierros mágicos de Melquíades", que el mismo José Arcadio Buendía consideró como una "invención inútil"), de "demostrar el acierto de sus conjeturas", de utilizar la lupa "como arma de guerra", de experimentar "aun a riesgo de su propia vida", de "componer un manual de una asombrosa claridad didáctica y un poder de convicción irresistible" para calcular "las posibilidades estratégicas de su arma novedosa" (la lupa), de convertir los metales en oro (alquimia) y de "abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos", hicieron que abandonara por completo sus obligaciones domésticas. "De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos".

A pesar de que Úrsula y algunos residentes de Macondo afirmaban que estaba loco, Melquíades "exaltó en público la inteligencia de aquel hombre que por pura especulación astronómica había construido una teoría ya comprobada en la práctica, aunque desconocida hasta entonces en Macondo, y como una prueba de su admiración le hizo un regalo que había de ejercer una influencia terminante en el futuro de la aldea: un laboratorio de alquimia". Era tal la persistencia de José Arcadio Buendía que así fallara en su intento de sacar provecho útil de cada invento llevado por los gitanos, intentaba con otros sin darse por vencido, y si no logró conquistar sus desmesurados sueños, sí se convenció, entre otras cosas, de que "las cosas tienen vida propia, todo es cuestión de despertarles el ánima", de intentar demostrarle al Gobierno la efectividad de su arma (la lupa) "en las complicadas artes de la guerra solar", de llegar a la conclusión de que la tierra era redonda, y de hacerse "experto en el uso y manejo de sus instrumentos" para tener la "noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete". Ensimismado en su alucinante y quimérico mundo, se desentendió de sus hijos, "en parte porque consideraba la infancia como un período de insuficiencia mental, y en parte porque siempre estaba demasiado absorto en sus propias especulaciones quiméricas".

Abatido por el fracaso de sus experimentos y de sus empresas delirantes y de percatarse de que en el mundo estaban "ocurriendo cosas increíbles" y de que Macondo estaba rodeado de agua por todas partes, "concibió el proyecto de trasladar a Macondo a un lugar más propicio", para poder disfrutar de "toda clase de aparatos mágicos" que existían al otro lado del río y no seguir "viviendo como los burros", pero Úrsula, que siempre cedía "ante la inquebrantable obstinación de su marido", no lo secundó en este nuevo intento quijotesco y se las ingenió para evitar que las demás personas de Macondo lo apoyaran.

Resignado a sus fracasos, a su suerte y a su destino, atendió a los reclamos de Úrsula (con quien estaba ligado "por el remordimiento de conciencia", un vínculo más sólido que el amor, ya que eran primos) para que se interesara más por sus hijos y se dejara de sus "alocadas novelerías". Decidió entonces iniciarlos en el asombroso mundo de la alquimia y contarles historias fantásticas que quedarían profundamente arraigadas en la memoria de José Arcadio y Aureliano. "En el cuartito apartado, cuyas paredes se fueron llenando poco a poco de mapas inverosímiles y gráficos fabulosos, les enseñó a leer y escribir y a sacar cuentas, y les habló de las maravillas del mundo no sólo hasta donde le alcanzaban sus conocimientos, sino forzando a extremos increíbles los límites de su imaginación. Fue así como los niños terminaron por aprender que en el extremo meridional del África había hombres tan inteligentes y pacíficos que su único entretenimiento era sentarse a pensar, y que era posible atravesar a pie el mar Egeo saltando de isla en isla hasta el puerto de Salónica". Sin embargo, posteriormente se dejó embriagar, de manera temporal, por el prodigio del hielo, al que consideró como "el gran invento de nuestro tiempo".

José Arcadio Buendía fascinado por el progreso de Macondo, luego de que Úrsula trajera más personas al pueblo, perdió el interés por el laboratorio de alquimia y "volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidía el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas, de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se echaron cimientos ni se pararon cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra… Emancipado al menos por el momento de las torturas de la fantasía, José Arcadio Buendía impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación alegraban el tiempo con sus flautas, y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casas… Fue también José Arcadio Buendía quien decidió por esos años que en las calles del pueblo se sembraran almendros en vez de acacias, y quien descubrió sin revelarlos nunca las métodos para hacerlos eternos. Muchos años después, cuando Macondo fue un campamento de casas de madera y techos de cinc, todavía perduraban en las calles más antiguas los almendros rotos y polvorientos, aunque nadie sabía entonces quién los había sembrado…"

A José Arcadio Buendía no le inquietó la peste del insomnio. –"Sino volvemos a dormir, mejor", decía de bueno humor, y agregaba que así rendiría más la vida. "Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadida el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga…"

José Arcadio Buendía, durante la peste del insomnio, "con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Fue al corral y marcó los animales y las plantas: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestas a luchar contra el olvido: Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita… Derrotado por aquellas prácticas de consolación, José Arcadio Buendía decidió entonces construir la máquina de la memoria que una vez había deseado para acordarse de los maravillosos inventos de los gitanos. El artefacto se fundaba en la posibilidad de repasar todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos adquiridos en la vida. Lo imaginaba como un diccionario giratorio que un individuo situada en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas horas pasaran frente a sus ojos las naciones más necesarias para vivir…"

Con el daguerrotipo que le regaló Melquíades, José Arcadio Buendía retornó a sus quimeras y fantasías. Aunque nunca había oído hablar de ese aparato, cuando se vio a sí mismo y a toda su familia como en una fotografía se quedó estupefacto. "De esa época databa el oxidado daguerrotipo en el que apareció José Arcadio Buendía con el pelo erizado y ceniciento, el acartonado cuello de la camisa prendido con un botón de cobre, y una expresión de solemnidad asombrada, y que Úrsula describía muerta de risa como un general asustado. En verdad, José Arcadio Buendía estaba asustado la diáfana mañana de diciembre en que le hicieron el daguerrotipo, porque pensaba que la gente se iba gastando poco a poco a medida que su imagen pasaba a las placas metálicas…"

José Arcadio Buendía resolvió utilizar el daguerrotipo para obtener evidencia científica sobre la existencia de Dios. "Mediante un complicado proceso de exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba seguro de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término de una vez por todas a la suposición de su existencia".

Cuando se enteró que el corregidor de Macondo Apolinar Moscote ordenó pintar las casas de azul y no de blanco, José Arcadio Buendía se indignó y le reclamó airadamente al funcionario, diciéndole que ese pueblo no se gobernaba con papeles y que su presencia no era necesaria en ese lugar porque allí no había qué corregir. "-De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadano común y corriente, sea muy bienvenido -concluyó José Arcadio Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una paloma. Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con una cierta aflicción: -Quiero advertirle que estoy armado. José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote por la solapa y lo levantó a la altura de sus ojos. -Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida. Así lo llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga. Una semana después estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos, armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los baúles y los utensilios domésticos. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras conseguía una casa, y volvió a abrir el despacho protegido por los soldados. Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron con sus hijas mayores a ponerse a disposición de José Arcadio Buendía. Pero él se opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto con su mujer y sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia. Así que decidió arreglar la situación por las buenas…. -Muy bien, amigo -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda aquí, pero no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas. Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio Buendía no le dio tiempo de replicar. -Sólo le ponemos dos condiciones -agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color que le dé la gana. La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el orden. El corregidor levantó la mano derecha con todos los dedos extendidos. -¿Palabra de honor? -Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en un tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo enemigos…"

Cuando Pietro Crespi instaló e hizo funcionar la pianola que había comprado Úrsula, José Arcadio Buendía se sintió "fulminado" por su teclado autónomo, mas no por la belleza de su melodía, "e instaló en la sala la cámara del Melquíades con la esperanza de obtener el daguerrotipo del ejecutante invisible". Embelezado con la pianola y la presencia de Pietro Crespi, de quien decía que era "marica" por la forma en que se vestía para las clases de baile, "José Arcadio Buendía renunció a la persecución de la imagen de Dios, convencido de su inexistencia, y destripó la pianola para descifrar su magia secreta. Dos días antes de la fiesta, empantanado en un reguero de clavijas y martinetes sobrantes, chapuceando entre un enredijo de cuerdas que desenrollaba por un extremo y se volvían a enrollar por el otro, consiguió malcomponer el instrumento… Al fin José Arcadio Buendía logró mover por equivocación un dispositivo atascado, y la música salió primero a borbotones, y luego en un manantial de notas enrevesadas. Golpeando contra las cuerdas puestas sin orden ni concierto y templadas con temeridad, los martinetes se desquiciaron.

"José Arcadio Buendía consiguió por fin lo que buscaba: conectó a una bailarina de cuerda el mecanismo del reloj, y el juguete bailó sin interrupción al compás de su propia música durante tres días. Aquel hallazgo lo excitó mucho más que cualquiera de sus empresas descabelladas. No volvió a comer. No volvió a dormir. Sin la vigilancia y los cuidados de Úrsula se dejó arrastrar por su imaginación hacia un estado de delirio perpetuo del cual no se volvería a recuperar. Pasaba las noches dando vueltas en el cuarto, pensando en voz alta, buscando la manera de aplicar los principios del péndulo a las carretas de bueyes, a las rejas del arado, a toda lo que fuera útil puesto en movimiento. Lo fatigó tanto la fiebre del insomnio, que una madrugada no pudo reconocer al anciano de cabeza blanca y ademanes inciertos que entró en su dormitorio. Era Prudencio Aguilar. Cuando por fin lo identificó, asombrado de que también envejecieran los muertos, José Arcadio Buendía se sintió sacudido por la nostalgia. «Prudencio -exclamó-, ¡cómo has venido a parar tan lejos!» Después de muchos años de muerte, era tan intensa la añoranza de las vivos, tan apremiante la necesidad de compañía, tan aterradora la proximidad de la otra muerte que existía dentro de la muerte, que Prudencio Aguilar había terminado por querer al peor de sus enemigos. Tenía mucho tiempo de estar buscándolo. Les preguntaba por él a los muertos de Riohacha, a los muertos que llegaban del Valle de Upar, a los que llegaban de la ciénaga, y nadie le daba razón, porque Macondo fue un pueblo desconocido para los muertos hasta que llegó Melquíades y lo señaló con un puntito negro en las abigarrados mapas de la muerte. José Arcadio Buendía conversó con Prudencio Aguilar hasta el amanecer. Pocas horas después, estragado par la vigilia, entró al taller de Aureliano y le preguntó: "¿Qué día es hoy?» Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba ya -dijo José Arcadio Buendía-. Pera de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las paredes, mira las begonias. También hoy es lunes. » Acostumbrada a sus manías, Aureliano no le hizo caso. Al día siguiente, miércoles, José Arcadio Buendía volvió al taller. «Esta es un desastre -dijo-. Mira el aire, oye el zumbido del sol, igual que ayer y antier. También hoy es lunes.» Esa noche, Pietro Crespi lo encontró en el corredor, llorando con el llantito sin gracia de los viejos, llorando par Prudencio Aguilar, por Melquíades, por los padres de Rebeca, por su papá y su mamá, por todos los que podía recordar y que entonces estaban solos en la muerte. Le regaló un aso de cuerda que caminaba en das patas por un alambre, pero no consiguió distraerla de su obsesión. Le preguntó qué había pasado con el proyecto que le expuso días antes, sobre la posibilidad de construir una máquina de péndulo que le sirviera al hombre para volar, y él contestó que era imposible porque el péndulo podía levantar cualquier cosa en el aire pero no podía levantarse a sí mismo. El jueves volvió a aparecer en el taller con un doloroso aspecto de tierra arrasada. «¡La máquina del tiempo se ha descompuesto -casi sollozó- y Úrsula y Amaranta tan lejos!» Aureliano lo reprendió coma a un niño y él adaptó un aire sumiso. Pasó seis horas examinando las cosas, tratando de encontrar una diferencia con el aspecto que tuvieron el día anterior, pendiente de descubrir en ellas algún cambio que revelara el transcurso del tiempo. Estuvo toda la noche en la cama con los ojos abiertos, llamando a Prudencio Aguilar, a Melquíades, a todos los muertos, para que fueran a compartir su desazón. Pero nadie acudió. El viernes, antes de que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes. Entonces agarró la tranca de una puerta y con la violencia salvaje de su fuerza descomunal destrozó hasta convertirlos en polvo los aparatos de alquimia, el gabinete de daguerrotipia, el taller de orfebrería, gritando como un endemoniado en un idioma altisonante y fluido pero completamente incomprensible. Se disponía a terminar con el resto de la casa cuando Aureliano pidió ayuda a los vecinos. Se necesitaron diez hombres para tumbaría, catorce para amarraría, veinte para arrastrarlo hasta el castaño del patio, donde la dejaron atado, ladrando en lengua extraña y echando espumarajos verdes por la baca. Cuando llegaron Úrsula y Amaranta todavía estaba atado de pies y manos al tronco del castaño, empapada de lluvia y en un estado de inocencia total. Le hablaran, y él las miró sin reconocerlas y les dijo alga incomprensible. Úrsula le soltó las muñecas y los tobillos, ulceradas por la presión de las sagas, y lo dejó amarrado solamente por la cintura. Más tarde le construyeron un cobertizo de palma para protegerlo del sol y la lluvia".

El día de la boda de Aureliano Buendía y Remedios Moscote, ésta le llevó un pedazo de pastel a José Arcadio Buendía, quien seguía amarrado al castaño, "encogido en un banquito de madera bajo el cobertizo de palma". José Arcadio Buendía, "el enorme anciano descolorido por el sol y la lluvia", con "una vaga sonrisa de gratitud" a Remedios "se comió el pastel con los dedos masticando un salmo ininteligible".

José Arcadio Buendía, que atado al castaño hablaba una "endiablada jerga" (latín), fue visitado por el padre Nicanor Reyna "para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. "El padre Nicanor aprovechó la circunstancia de ser la única persona que había podido comunicarse con él, para tratar de infundir la fe en su cerebro trastornado. Todas las tardes se sentaba junto al castaño, predicando en latín, pero José Arcadio Buendía se empecinó en no admitir vericuetos retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios. El padre Nicanor le llevó entonces medallas y estampitas y hasta una reproducción del paño de la Verónica, pero José Arcadio Buendía los rechazó por ser objetos artesanales sin fundamento científico. Era tan terco, que el padre Nicanor renunció a sus propósitos de evangelización y siguió visitándolo por sentimientos humanitarios. Pero entonces fue José Arcadio Buendía quien tomó la iniciativa y trató de quebrantar la fe del cura con martingalas racionalistas. En cierta ocasión en que el padre Nicanor llevó al castaño un tablero y una caja de fichas para invitarlo a jugar a las damas, José Arcadio Buendía no aceptó, según dijo, porque nunca pudo entender el sentido de una contienda entre dos adversarios que estaban de acuerdo en los principios. El padre Nicanor, que jamás había visto de ese modo el juego de damas, no pudo volverlo a jugar. Cada vez más asombrado de la lucidez de José Arcadio Buendía, le preguntó cómo era posible que lo tuvieran amarrado de un árbol. -Hoc est simplicisimun -contestó él-: porque estoy loco".

Luego de que el coronel Aureliano Buendía se fuera a la guerra y que Arcadio tomara el mando civil y militar en Macondo, destronando al corregidor Apolinar Moscote, Úrsula se sentó junto a José Arcadio Buendía bajo el castaño para lamentarse de su soledad y del estado en que encontraba su familia y Macondo. "José Arcadio Buendía, hundido en un abismo de inconsciencia, era sordo a sus lamentos. Al comienzo de su locura anunciaba con latinajos apremiantes sus urgencias cotidianas. En fugaces escampadas de lucidez, cuando Amaranta le llevaba la comida, él le comunicaba sus pesares más molestos y se prestaba con docilidad a sus ventosas y sinapismos. Pero en la época en que Úrsula fue a lamentarse a su lado había perdido todo contacto con la realidad. Ella lo bañaba por partes sentado en el banquito, mientras le daba noticias de la familia. «Aureliano se ha ido a la guerra, hace ya más de cuatro meses, y no hemos vuelto a saber de él -le decía, restregándole la espalda con un estropajo enjabonado. José Arcadio volvió, hecho un hombrazo más alto que tú y todo bordado en punto de cruz, pero sólo vino a traer la vergüenza a nuestra casa.» Creyó observar, sin embargo, que su marido entristecía con las malas noticias. Entonces optó por mentirle. «No me creas lo que te digo -decía, mientras echaba cenizas sobre sus excrementos para recogerlos con la pala-. Dios quiso que José Arcadio y Rebeca se casaran, y ahora son muy felices.» Llegó a ser tan sincera en el engaño que ella misma acabó consolándose con sus propias mentiras. «Arcadio ya es un hombre serio -decía-, y muy valiente, y muy buen mozo con su uniforme y su sable.» Era como hablarle a un muerto, porque José Arcadio Buendía estaba ya fuera del alcance de toda preocupación. Pero ella insistió. Lo veía tan manso, tan indiferente a todo, que decidió soltarlo. Él ni siquiera se movió del banquito. Siguió expuesto al sol y la lluvia, como si las sogas fueran innecesarias, porque un dominio superior a cualquier atadura visible lo mantenía amarrado al tronco del castaño. Hacia el mes de agosto, cuando el invierno empezaba a eternizarse, Úrsula pudo por fin darle una noticia que parecía verdad. -Fíjate que nos sigue atosigando la buena suerte -le dijo-. Amaranta y el italiano de la pianola se van a casar".

El coronel Aureliano Buendía, desde el lugar en que se encontraba en la guerra, le envió una carta a Úrsula en la que pedía cuidado para su padre porque se iba a morir. "Úrsula se alarmó: «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dijo. Y pidió ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado como siempre, sino que en prolongada estancia bajo el castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente, hasta el punto de que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado por el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en la cama. Después de buscarlo por todos los cuartos, Úrsula lo encontré otra vez bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de su fuerza intacta, José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de luchar. Todo le daba lo mismo. Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo. Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba noticias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con quien él podía tener contacto desde hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a conversar con él. Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de animales magníficos, no tanto por disfrutar de unas victorias que entonces no les harían falta, sino por tener algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la muerte. Era Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío -pensó Úrsula-. Hubiera jurado que era Melquíades.» Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne: -He venido al sepelio del rey. Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarías con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro".

Melquíades

Este "gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión" era un hombre honrado, un "ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus…, un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas… A pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana." Llegó a Macondo encabezando un grupo de gitanos; estableció un vínculo estrecho de amistad con José Arcadio Buendía y le regaló un laboratorio de alquimia. "Según él mismo le contó a José Arcadio Buendía mientras lo ayudaba a montar el laboratorio, la muerte lo seguía a todas partes, husmeándole los pantalones, pero sin decidirse a darle el zarpazo final…Era un fugitivo de cuantas plagas y catástrofes habían flagelado al género humano. Sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aquel ser prodigioso que decía poseer las claves de Nostradamus, era un hombre lúgubre, envuelto en un aura triste, con una mirada asiática que parecía conocer el otro lado de las cosas. Usaba un sombrero grande y negro, como las alas extendidas de un cuervo, y un chaleco de terciopelo patinado por el verdín de los siglos. Pero a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana. Se quejaba de dolencias de viejo, sufría por los más insignificantes percances económicos y había dejado de reír desde hacía mucho tiempo, porque el escorbuto le había arrancado los dientes…"

Luego se marchó y se decía que había muerto… Sin embargo, tiempo después regresó a Macondo, pero era un hombre decrépito. "Aunque su voz estaba también cuarteada por la incertidumbre y sus manas parecían dudar de la existencia de las cosas, era evidente que venían del mundo donde todavía los hombres podían dormir y recordar. José Arcadio Buendía lo encontró sentado en la sala, abanicándose con un remendado sombrero negro, mientras leía con atención compasiva los letreros pegados en las paredes. Lo saludó con amplias muestras de afecto, temiendo haberla conocido en otro tiempo y ahora no recordarlo. Pero el visitante advirtió su falsedad. Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte. Entonces comprendió… Mientras Macondo celebraba la reconquista de los recuerdos, José Arcadio Buendía y Melquíades le sacudieron el polvo a su vieja amistad. El gitano iba dispuesto a quedarse en el pueblo. Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresada porque no pudo soportar la soledad. Repudiada par su tribu, desprovisto de toda facultad sobrenatural como castigo por su fidelidad a la vida, decidió refugiarse en aquel rincón del mundo todavía no descubierto por la muerte, dedicada a la explotación de un laboratorio de daguerrotipia…"

"Cuando Úrsula dispuso la ampliación de la casa, le hizo construir un cuarto especial contiguo al taller de Aureliano, lejos de los ruidos y el trajín domésticos, con una ventana inundada de luz y un estante donde ella misma ordenó los libros casi deshechos por el polvo y las polillas, los quebradizos papeles apretados de signos indescifrables y el vaso con la dentadura postiza donde habían prendido unas plantitas acuáticas de minúsculas flores amarillas. El nuevo lugar pareció agradar a Melquíades, porque no volvió a vérsele ni siquiera en el comedor. Sólo iba al taller de Aureliano, donde pasaba horas y horas garabateando su literatura enigmática en los pergaminos que llevó consigo y que parecían fabricados en una materia árida que se resquebrajaba como hojaldres. Allí tomaba los alimentos que Visitación le llevaba dos veces al día, aunque en los últimos tiempos perdió el apetito y sólo se alimentaba de legumbres. Pronto adquirió el aspecto de desamparo propio de los vegetarianos. La piel se le cubrió de un musgo tierno, semejante al que prosperaba en el chaleco anacrónico que no se quitó jamás, y su respiración exhaló un tufo de animal dormido. Aureliano terminó por olvidarse de él, absorto en la redacción de sus versos, pero en cierta ocasión creyó entender algo de lo que decía en sus bordoneantes monólogos, y le prestó atención… Melquíades correspondió a aquel esfuerzo de comunicación soltando a veces frases en castellano que tenían muy poco que ver con la realidad. Una tarde, sin embargo, pareció iluminado por una emoción repentina. Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de acordarse del temblor con que Melquíades le hizo escuchar varias páginas de su escritura impenetrable, que por supuesto no entendió, pero que al ser leídas en voz alta parecían encíclicas cantadas. Luego sonrió por primera vez en mucho tiempo y dijo en castellano: -Cuando me muera, quemen mercurio durante tres días en mi cuarto. Arcadio se lo contó a José Arcadio Buendía, y éste trató de obtener una información más explícita, pero sólo consiguió una respuesta: -He alcanzado la inmortalidad. Cuando la respiración de Melquíades empezó a oler, Arcadio lo llevó a bañarse al río los jueves en la mañana. Pareció mejorar. Se desnudaba y se metía en el agua junto con los muchachos, y su misterioso sentido de orientación le permitía eludir los sitios profundos y peligrosos. -Somos del agua, dijo en cierta ocasión. Así pasó mucho tiempo sin que nadie lo viera en la casa, salvo la noche en que hizo un conmovedor esfuerzo por componer la pianola, y cuando iba al río con Arcadio llevando bajo el brazo la totuma y la bola de jabón de corozo envueltas en una toalla. Un jueves, antes de que lo llamaran para ir al río, Aureliano le oyó decir: -He muerto de fiebre en los médanos de Singapur. Ese día se metió en el agua por un mal camino y no lo encontraron hasta la mañana siguiente, varios kilómetros más abajo, varado en un recodo luminoso y con un gallinazo solitario parado en el vientre. Contra las escandalizadas protestas de Úrsula, que lo lloró con más dolor que a su propio padre, José Arcadio Buendía se opuso a que lo enterraran. -Es inmortal -dijo- y él mismo reveló la fórmula de la resurrección. Revivió el olvidado atanor y puso a hervir un caldero de mercurio junto al cadáver que poco a poco se iba llenando de burbujas azules. Don Apolinar Moscote se atrevió a recordarle que un ahogado insepulto era un peligro para la salud pública. -Nada de eso, puesto que está vivo-, fue la réplica de José Arcadio Buendía, que completó las setenta y dos horas de sahumerios mercuriales cuando ya el cadáver empezaba a reventarse en una floración lívida, cuyos silbidos tenues impregnaron la casa de un vapor pestilente. Sólo entonces permitió que lo enterraran, pero no de cualquier modo, sino con los honores reservados al más grande benefactor de Macondo. Fue el primer entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de la Mamá Grande. Lo sepultaron en una tumba erigida en el centro del terreno que destinaron para el cementerio, con una lápida donde quedó escrito lo único que se supo de él: MESQUÍADES. Le hicieron sus nueve noches de velorio".

Pilar Ternera

Pilar Ternera, una mujer alegre, lenguaraz y pitonisa, llegó a Macondo con los primeros pobladores. Venía huyendo de la pena que le dejó la violación de un hombre casado. Estableció amistad con Úrsula, y con el tiempo fue amante circunstancial de José Arcadio Buendía (hijo) y de este vínculo nació Arcadio. En una ocasión "se peleó a mordiscos y tirones de pelo con una mujer que se atrevió a comentar que Arcadio tenía nalgas de mujer". Luego tuvo dos hijos más de otros hombres.

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