Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 7)
Enviado por Lu�s �ngel R�os Perea
Tiempo después de haber deambulado por algunos lugares y países regresó sin dinero y con un apetito voraz. "Regresaba tan pobre como se fue, hasta el extremo de que Úrsula tuvo que darle dos pesos para pagar el alquiler del caballo. Hablaba el español cruzado con jerga de marineros. Le preguntaron dónde había estado, y contestó: -Por ahí. …Le había dado sesenta y cinco veces la vuelta al mundo, enrolado en una tripulación de marineros apátridas… No lograba incorporarse a la familia. Dormía todo el día y pasaba la noche en el barrio de tolerancia haciendo suertes de fuerza. En las escasas ocasiones en que Úrsula logró sentarlo a la mesa, dio muestras de una simpatía radiante, sobre todo cuando contaba sus aventuras en países remotos. Había naufragado y permanecido dos semanas a la deriva en el mar del Japón, alimentándose con el cuerpo de un compañero que sucumbió a la insolación, cuya carne salada y vuelta a salar y cocinada al sol tenía un sabor granuloso y dulce. En un mediodía radiante del Golfo de Bengala su barco había vencido un dragón de mar en cuyo vientre encontraron el casco, las hebillas y las armas de un cruzado. Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario de Víctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe. Úrsula lloraba en la mesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadio sus hazañas y desventuras. -Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-. ¡Y tanta comida tirada a los puercos Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera el mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban flores. Algo similar le ocurría al resto de la familia. Amaranta no podía disimular la repugnancia que le producían en la mesa sus eructos bestiales. Arcadio, que nunca conoció el secreto de su filiación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente de conquistar sus afectos. Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto, procuró restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque la vida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar…"
Decidido a casarse con Rebeca, fue a la tienda de Pietro Crespi. "Lo había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó aparte para hablarle. -Me caso con Rebeca, le dijo. Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara a uno de los discípulos, y dio la clase por terminada. Cuando quedaron solos en el salón atiborrado de instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo: -Es su hermana. -No me importa -replicó José Arcadio. Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego. -Es contra natura -explicó- y, además, la ley lo prohíbe. José Arcadio se impacientó no tanto con la argumentación como con la palidez de Pietro Crespi. -Me cago dos veces en natura -dijo-. Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia de ir a preguntarle nada a Rebeca. Pero su comportamiento brutal se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le humedecían los ojos. -Ahora -le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ahí le queda Amaranta. El padre Nicanor reveló en el sermón del domingo que José Arcadio y Rebeca no eran hermanos…"
Úrsula, molesta por la boda de José Arcadio y Rebeca, los echó de la casa, y se fueron a vivir frente al cementerio. José Arcadio luego se apoderó de tierras baldías y ajenas. "Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores predios del contorno. A los campesinos que no había despojado, porque no le interesaban sus tierras, les impuso una contribución que cobraba cada sábado con los perros de presa y la escopeta de dos cañones…"
"…José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca, la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos. El hambre de tierra, el cloc, cloc de los huesos de sus padres, la impaciencia de su sangre frente a la pasividad de Pietro Crespi, estaban relegados al desván de la memoria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra, hasta que los potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar la comida, mucho antes de que aparecieran los escuálidos perros rastreadores y luego el coloso de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hombro y casi siempre un sartal de conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su gobierno, Arcadio fue a visitarlos de un modo intempestivo. No lo veían desde que abandonaron la casa, pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el guisado…"
"Un año después de la fuga del coronel Aureliano Buendía, José Arcadio y Rebeca se fueron a vivir en la casa construida por Arcadio. Nadie se enteró de su intervención para impedir el fusilamiento. En la casa nueva, situada en el mejor rincón de la plaza, a la sombra de un almendro privilegiado con tres nidos de petirrojos, con una puerta grande para las visitas V cuatro ventanas para la luz, establecieron un hogar hospitalario. Las antiguas amigas de Rebeca, entre ellas cuatro hermanas Moscote que continuaban solteras, reanudaron las sesiones de bordado interrumpidas años antes en el corredor de las begonias. José Arcadio siguió disfrutando de las tierras usurpadas cuyos títulos fueron reconocidos por el gobierno conservador. Todas las tardes se le veía regresar a caballo, con sus perros montunos y su escopeta de dos cañones, y un sartal de conejos colgados en la montura. Una tarde de septiembre, ante la amenaza de una tormenta, regresó a casa más temprano que de costumbre. Saludó a Rebeca en el comedor, amarró los perros en el patio, colgó los conejos en la cocina para sacarlos más tarde y fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Rebeca declaró después que cuando su marido entró al dormitorio ella se encerró en el baño y no se dio cuenta de nada. Era una versión difícil de creer, pero no había otra más verosímil, y nadie pudo concebir un motivo para que Rebeca asesinara al hombre que la había hecho feliz. Ese fue tal vez el único misterio que nunca se esclareció en Macondo. Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía, pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan…"
"Lo encerraron herméticamente en un ataúd especial de dos metros y treinta centímetros de largo y un metro y diez centímetros de ancho, reforzado por dentro con planchas de hierro y atornillado con pernos de acero, y aun así se percibía el olor en las calles por donde pasó el entierro. El padre Nicanor, con el hígado hinchado y tenso como un tambor, le echó la bendición desde la cama. Aunque en los meses siguientes reforzaron la tumba con muros superpuestos y echaron entre ellos ceniza apelmazada, aserrín y cal viva, el cementerio siguió oliendo a pólvora hasta muchos años después, cuando los ingenieros de la compañía bananera recubrieron la sepultura con una coraza de hormigón".
Arcadio (José Arcadio)
Arcadio fue llevado a la casa Buendía a los dos meses de nacido con el aval de José Arcadio Buendía. Úrsula, que se opuso a esto, exigió "que se ocultara al niño su verdadera identidad". Arcadio nunca se enteró de su verdadero origen.
Arcadio, "que había heredado el entusiasmo didáctico de su abuelo", fue encargado por el corregidor para atendiera la escuela que había conseguido que el Gobierno construyera en Macondo.
Cuando el coronel Aureliano se fue a la guerra nombró a Arcadio como jefe civil y militar de Macondo. "-Ahí te dejamos a Macondo -fue todo cuanto le dijo a Arcadio antes de irse-. Te lo dejamos bien, procura que lo encontremos mejor. Arcadio le dio una interpretación muy personal a la recomendación. Se inventó un uniforme con galones y charreteras de mariscal, inspirado en las láminas de un libro de Melquíades, y se colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillería a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar a los forasteros una impresión de invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia en media hora. Desde el primer día de su mandato Arcadio reveló su afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró de utilidad pública los animales que transitaban por las calles después de las seis de la tarde e impuso a los hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como no fuera para celebrar las victorias liberales. Para que nadie pusiera en duda la severidad de sus propósitos, mandó que un pelotón de fusilamiento se entrenara en la plaza pública disparando contra un espantapájaros. Al principio nadie lo tomó en serio. Eran, al fin de cuentas, los muchachos de la escuela jugando a gente mayor. Pero una noche, al entrar Arcadio en la tienda de Catarino, el trompetista de la banda lo saludó con un toque de fanfarria que provocó las risas de la clientela, y Arcadio lo hizo fusilar por irrespeto a la autoridad. A quienes protestaron, los puso a pan y agua con los tobillos en un cepo que instaló en un cuarto de la escuela. -¡Eres un asesino! -le gritaba Úrsula cada vez que se enteraba de alguna nueva arbitrariedad-. Cuando Aureliano lo sepa te va a fusilar a ti y yo seré la primera en alegrarme. Pero todo fue inútil. Arcadio siguió apretando los torniquetes de un rigor innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo. -Ahora sufran la diferencia -dijo don Apolinar Moscote en cierta ocasión-. Esto es el paraíso liberal. Arcadio lo supo. Al frente de una patrulla asaltó la casa, destrozó los muebles, vapuleó a las hijas y se llevó a rastras a don Apolinar Moscote. Cuando Úrsula irrumpió en el patio del cuartel, después de haber atravesado el pueblo clamando de vergüenza y blandiendo de rabia un rebenque alquitranado, el propio Arcadio se disponía a dar la orden de fuego al pelotón de fusilamiento. -¡Atrévete, bastardo! -gritó Úrsula. Antes de que Arcadio tuviera tiempo de reaccionar, le descargó el primer vergajazo. -¡Atrévete, asesino! -gritaba-. ¡Y mátame también a mí, hijo de mala madre! Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber criado un fenómeno. Azotándolo sin misericordia, lo persiguió hasta el fondo del patio, donde Arcadio se enrolló como un caracol. Don Apolinar Moscote estaba inconsciente, amarrado en el poste donde antes tenían al espantapájaros despedazado por los tiros de entrenamiento. Los muchachos del pelotón se dispersaron, temerosos de que Úrsula terminara desahogándose con ellos. Pero ni siquiera los miró. Dejó a Arcadio con el uniforme arrastrado, bramando de dolor y rabia, y desató a don Apolinar Moscote para llevarlo a su casa. Antes de abandonar el cuartel, soltó a los presos del cepo".
"…Arcadio dio una rara muestra de generosidad, al proclamar mediante un bando el duelo oficial por la muerte de Pietro Crespi. Úrsula lo interpretó como el regreso del cordero extraviado. Pero se equivocó. Había perdido a Arcadio, no desde que vistió el uniforme militar, sino desde siempre. Creía haberlo criado como a un hijo, como crió a Rebeca, sin privilegios ni discriminaciones. Sin embargo, Arcadio era un niño solitario y asustado durante la peste del insomnio, en medio de la fiebre utilitaria de Úrsula, de los delirios de José Arcadio Buendía, del hermetismo de Aureliano, de la rivalidad mortal entre Amaranta y Rebeca. Aureliano le enseñó a leer y escribir, pensando en otra cosa, como lo hubiera hecho un extraño. Le regalaba su ropa, para que Visitación la redujera, cuando ya estaba de tirar. Arcadio sufría con sus zapatos demasiado grandes, con sus pantalones remendados, con sus nalgas de mujer. Nunca logró comunicarse con nadie mejor que lo hizo con Visitación y Cataure en su lengua. Melquíades fue el único que en realidad se ocupó de él, que le hacía escuchar sus textos incomprensibles y le daba instrucciones sobre el arte de la daguerrotipia. Nadie se imaginaba cuánto lloró su muerte en secreto, y con qué desesperación trató de revivirlo en el estudio inútil de sus papeles. La escuela, donde se le ponía atención y se le respetaba, y luego el poder, con sus bandos terminantes y su uniforme de gloria, lo liberaron del peso de una antigua amargura. Una noche, en la tienda de Catarino, alguien se atrevió a decirle: -No mereces el apellido que llevas. Al contrario de lo que todos esperaban, Arcadio no lo hizo fusilar. -A mucha honra -dijo-, no soy un Buendía. Quienes conocían el secreto de su filiación, pensaron por aquella réplica que también él estaba al corriente, pero en realidad no lo estuvo nunca. Pilar Ternera, su madre, que le había hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia, fue para él una obsesión tan irresistible como lo fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano. A pesar de que había perdido sus encantos y el esplendor de su risa, él la buscaba y la encontraba en el rastro de su olor de humo. Poco antes de la guerra, un mediodía en que ella fue más tarde que de costumbre a buscar a su hijo menor a la escuela, Arcadio la estaba esperando en el cuarto donde solía hacer la siesta, y donde después instaló el cepo. Mientras el niño jugaba en el patio, él esperó en la hamaca, temblando de ansiedad, sabiendo que Pilar Ternera tenía que pasar por ahí. Llegó. Arcadio la agarró por la muñeca y trató de meterla en la hamaca. -No puedo, no puedo -dijo Pilar Ternera horrorizada-. No te imaginas cómo quisiera complacerte, pero Dios es testigo que no puedo. Arcadio la agarró por la cintura con su tremenda fuerza hereditaria, y sintió que el mundo se borraba al contacto de su piel. -No te hagas la santa -decía-. Al fin, todo el mundo sabe que eres una puta. Pilar se sobrepuso al asco que le inspiraba su miserable destino. -Los niños se van a dar cuenta -murmuró-. Es mejor que esta noche dejes la puerta sin tranca. Arcadio la esperó aquella noche tiritando de fiebre en la hamaca. Esperó sin dormir, oyendo los grillos alborotados de la madrugada sin término y el horario implacable de los alcaravanes, cada vez más convencido de que lo habían engañado. De pronto, cuando la ansiedad se había descompuesto en rabia, la puerta se abrió. Pocos meses después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de revivir los pasos perdidos en el salón de clases, los tropiezos contra los escaños, y por último la densidad de un cuerpo en las tinieblas del cuarto y los latidos del aire bombeado por un corazón que no era el suyo. Extendió la mano y encontró otra mano con dos sortijas en un mismo dedo, que estaba a punto de naufragar en la oscuridad. Sintió la nervadura de sus venas, el pulso de su infortunio, y sintió la palma húmeda con la línea de la vida tronchada en la base del pulgar por el zarpazo de la muerte. Entonces comprendió que no era esa la mujer que esperaba, porque no olía a humo sino a brillantina de florecitas, y tenía los senos inflados y ciegos con pezones de hombre, y el sexo pétreo y redondo como una nuez, y la ternura caótica de la inexperiencia exaltada. Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros. Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la trastienda. Por la época en que Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija".
Arcadio mantenía relaciones con José Arcadio y Rebeca, fundadas no tanto en el parentesco como en la complicidad. Siendo aún jefe civil y militar de Macondo, Arcadio visitó a su tío José Arcadio. "Sólo cuando tomaban el café reveló Arcadio el motivo de su visita: había recibido una denuncia contra José Arcadio. Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores predios del contorno… Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer justicia. Ofreció simplemente crear una oficina de registro de la propiedad para que José Arcadio legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el derecho de cobrar las contribuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel Aureliano Buendía examinó los títulos de propiedad, encontró que estaban registradas a nombre de su hermano todas las tierras que se divisaban desde la colina de su patio hasta el horizonte, inclusive el cementerio, y que en los once meses de su mandato Arcadio había cargado no sólo con el dinero de las contribuciones, sino también con el que cobraba al pueblo por el derecho de enterrar a los muertos en predios de José Arcadio. Úrsula tardó varios meses en saber lo que ya era del dominio público, porque la gente se lo ocultaba para no aumentarle el sufrimiento. Empezó por sospecharlo. -Arcadio está construyendo una casa -le confió con fingido orgullo a su marido, mientras trataba de meterle en la boca una cucharada de jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: No sé por qué todo esto me huele mal. Más tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo había terminado la casa sino que se había encargado un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que estaba disponiendo de los fondos públicos. -Eres la vergüenza de nuestro apellido, le gritó un domingo después de misa, cuando lo vio en la casa nueva jugando barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó atención…"
Tras la toma armada de Macondo, Arcadio fue relevado del cargo, hecho prisionero y fusilado. "Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto. Pensaba en Santa Sofía de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que habrían transcurrido dos horas. -Aunque los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos -decía el presidente-, la temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital. En la escuela desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia. No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad. -Díganle a mi mujer -contestó con voz bien timbrada- que le ponga a la, niña el nombre de Úrsula -hizo una pausa y confirmó-: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a nacer nace varón, que le pongan José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo. Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. -No tengo nada de qué arrepentirme, dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de flores rosadas abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que le reconociera. En efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de Melquíades y sintió los pasos perdidos de Santa Sofía de la Piedad, virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. -¡Ah, carajo! -alcanzó a pensar-, se me olvidó decir que si nacía mujer la pusieran Remedios. Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos. -¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal!".
Santa Sofía de la Piedad
Para evitar que su hijo Arcadio no la pretendiera, su madre Pilar Ternera les pagó a Santa Sofía de la Piedad y a sus padres para que se casara con su hijo. "Era virgen y tenía el nombre inverosímil de Santa Sofía de la Piedad. Pilar Ternera le había pagado cincuenta pesos, la mitad de sus ahorros de toda la vida, para que hiciera lo que estaba haciendo. Arcadio la había visto muchas veces, atendiendo la tiendecita de víveres de sus padres, y nunca se había fijado en ella, porque tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno. Pero desde aquel día se enroscó como un gato al calor de su axila. Ella iba a la escuela a la hora de la siesta, con el consentimiento de sus padres, a quienes Pilar Ternera había pagado la otra mitad de sus ahorros. Más tarde, cuando las tropas del gobierno los desalojaron del local, se amaban entre las latas de manteca y los sacos de maíz de la trastienda. Por la época en que Arcadio fue nombrado jefe civil y militar, tuvieron una hija…"
"Santa Sofía de la Piedad, la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios hijos, tuvo la impresión de que aquel era un acto prohibido… Para Santa Sofía de la Piedad la reducción de los habitantes de la casa debía haber sido el descanso a que tenía derecho después de más de medio siglo de trabajo. Nunca se le había oído un lamento a aquella mujer sigilosa, impenetrable, que sembró en la familia los gérmenes angélicos de Remedios, la bella, y la misteriosa solemnidad de José Arcadio Segundo; que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de unos niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela. Sólo en una casa como aquélla era concebible que hubiera dormido siempre en un petate que tendía en el piso del granero, entre el estrépito nocturno de las ratas, y sin haberle contado a nadie que una noche la despertó la pavorosa sensación de que alguien la estaba mirando en la oscuridad, y era que una víbora se deslizaba por su vientre. Ella sabía que si se lo hubiera contado a Úrsula la hubiera puesto a dormir en su propia cama, pero eran los tiempos en que nadie se daba cuenta de nada mientras no se gritara en el corredor, porque los afanes de la panadería, los sobresaltos de la guerra, el cuidado de los niños, no dejaban tiempo para pensar en la felicidad ajena. Petra Cotes, a quien nunca vio, era la única que se acordaba de ella. Estaba pendiente de que tuviera un buen par de zapatos para salir, de que nunca le faltara un traje, aun en los tiempos en que hacían milagros con el dinero de las rifas. Cuando Fernanda llegó a la casa tuvo motivos para creer que era una sirvienta eternizada, y aunque varias veces oyó decir que era la madre de su esposo, aquello le resultaba tan increíble que más tardaba en saberlo que en olvidarlo. Santa Sofía de la Piedad no pareció molestarse nunca por aquella condición subalterna. Al contrario, se tenía la impresión de que le gustaba andar por los rincones, sin una tregua, sin un quejido, manteniendo ordenada y limpia la inmensa casa donde vivió desde la adolescencia, y que particularmente en los tiempos de la compañía bananera parecía más un cuartel que un hogar. Pero cuando murió Úrsula, la diligencia inhumana de Santa Sofía de la Piedad, su tremenda capacidad de trabajo, empezaron a quebrantarse. No era solamente que estuviera vieja y agotada, sino que la casa se precipitó de la noche a la mañana en una crisis de senilidad. Un musgo tierno se trepó por las paredes. Cuando ya no hubo un lugar pelado en los patios, la maleza rompió por debajo el cemento del corredor, lo resquebrajó como un cristal, y salieron por las grietas las mismas florecitas amarillas que casi un siglo antes había encontrado Úrsula en el vaso donde estaba la dentadura postiza de Melquíades. Sin tiempo ni recursos para impedir los desafueros de la naturaleza, Santa Sofía de la Piedad se pasaba el día en los dormitorios, espantando los lagartos que volverían a meterse por la noche. Una mañana vio que las hormigas coloradas abandonaron los cimientos socavados, atravesaron el jardín, subieron por el pasamanos donde las begonias habían adquirido un color de tierra, y entraron hasta el fondo de la casa. Trató primero de matarlas con una escoba, luego con insecticida y por último con cal, pero al otro día estaban otra vez en el mismo lugar, pasando siempre, tenaces e invencibles. Fernanda, escribiendo cartas a sus hijos, no se daba cuenta de la arremetida incontenible de la destrucción. Santa Sofía de la Piedad siguió luchando sola, peleando con la maleza para que no entrara en la cocina, arrancando de las paredes los borlones de telaraña que se reproducían en pocas horas, raspando el comején. Pero cuando vio que también el cuarto de Melquíades estaba telarañado y polvoriento, así lo barriera y sacudiera tres veces al día, y que a pesar de su furia limpiadora estaba amenazado por los escombros y el aire de miseria que sólo el coronel Aureliano Buendía y el joven militar habían previsto, comprendió que estaba vencida. Entonces se puso el gastado traje dominical, unos viejos zapatos de Úrsula y un par de medias de algodón que le había regalado Amaranta Úrsula, e hizo un atadito con las dos o tres mudas que le quedaban. -Me rindo -le dijo a Aureliano-. Esta es mucha casa para mis pobres huesos. Aureliano le preguntó para dónde iba, y ella hizo un gesto de vaguedad, como si no tuviera la menor idea de su destino. Trató de precisar, sin embargo, que iba a pasar sus últimos años con una prima hermana que vivía en Riohacha. No era una explicación verosímil. Desde la muerte de sus padres, no había tenido contacto con nadie en el pueblo, ni recibió cartas ni recados, ni se le oyó hablar de pariente alguno. Aureliano le dio catorce pescaditos de oro, porque ella estaba dispuesta a irse con lo único que tenía: un peso y veinticinco centavos. Desde la ventana del cuarto, él la vio atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años, y la vio meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido. Jamás se volvió a saber de ella…"
Aureliano Segundo
Del concubinato entre Arcadio y Santa Sofía de la Piedad nacieron Remedios, la bella, y los gemelos José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo.
"En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico. Los únicos casos de clasificación imposible eran los de José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo. Fueron tan parecidos y traviesos durante la infancia que ni la propia Santa Sofía de la Piedad podía distinguirlos. El día del bautismo, Amaranta les puso esclavas con sus respectivos nombres y los vistió con ropas de colores distintos marcadas con las iniciales de cada uno, pero cuando empezaron a asistir a la escuela optaron por cambiarse la ropa y las esclavas y por llamarse ellos mismos con los nombres cruzados. El maestro Melchor Escalona, acostumbrado a conocer a José Arcadio Segundo por la camisa verde, perdió los estribos cuando descubrió que éste tenía la esclava de Aureliano Segundo, y que el otro decía llamarse, sin embargo, Aureliano Segundo a pesar de que tenía la camisa blanca y la esclava marcada con el nombre de José Arcadio Segundo. Desde entonces no se sabía con certeza quién era quién. Aun cuando crecieron y la vida los hizo diferentes, Úrsula seguía preguntándose si ellos mismos no habrían cometido un error en algún momento de su intrincado juego de confusiones, y habían quedado cambiados para siempre. Hasta el principio de la adolescencia fueron dos mecanismos sincrónicos. Despertaban al mismo tiempo, sentían deseos de ir al baño a la misma hora, sufrían los mismos trastornos de salud y hasta sonaban las mismas cosas. En la casa, donde se creía que coordinaban sus actos por el simple deseo de confundir, nadie se dio cuenta de la realidad hasta un día en que Santa Sofía de la Piedad le dio a uno un vaso de limonada, y más tardó en probarlo que el otro en decir que le faltaba azúcar. Santa Sofía de la Piedad, que en efecto había olvidado ponerle azúcar a la limonada, se lo contó a Úrsula. «Así son todos -dijo ella, sin sorpresa-. Locos de nacimiento.» El tiempo acabó de desordenar las cosas. El que en los juegos de confusión se quedó con el nombre de Aureliano Segundo se volvió monumental como el abuelo, y el que se quedó con el nombre de José Arcadio Segundo se volvió óseo como el coronel, y lo único que conservaron en común fue el aire solitario de la familia. Tal vez fue ese entrecruzamiento de estaturas, nombres y caracteres lo que le hizo sospechar a Úrsula que estaban barajados desde la infancia".
Como a Aureliano Segundo se estremecía con la sola idea de presenciar un fusilamiento, prefería la casa. Se introducía en el cuarto de Melquíades (cuando éste aún vivía), donde éste tenía sus libros "y las cosas raras que escribía en los últimos años". Allí se entregaba a la lectura, y "se dio a la tarea de descifrar los manuscritos", pero le fue imposible. En el cuarto se le aparecía Melquíades. "Desde entonces, durante varios años, se vieron casi todas las tardes. Melquíades le hablaba del mundo, trataba de infundirle su vieja sabiduría, pero se negó a traducir los manuscritos. «Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años», explicó. Aureliano Segundo guardó para siempre el secreto de aquellas entrevistas. En una ocasión sintió que su mundo privado se derrumbaba, porque Úrsula entró en el momento en que Melquíades estaba en el cuarto. Pero ella no lo vio. -¿Con quién hablas? -le preguntó. -Con nadie -dijo Aureliano Segundo. -Así era tu bisabuelo -dijo Úrsula-. También él hablaba solo".
Aureliano Segundo empezó a dar muestras de holgazanería y disipación. "Mientras estuvo encerrado en el cuarto de Melquíades fue un hombre ensimismado, como lo fue el coronel Aureliano Buendía en su juventud. Pero poco antes del tratado de Neerlandia una casualidad lo sacó de su ensimismamiento y lo enfrentó a la realidad del mundo. Una mujer joven, que andaba vendiendo números para la rifa de un acordeón, lo saludó con mucha familiaridad. Aureliano Segundo no se sorprendió porque ocurría con frecuencia que lo confundieran con su hermano. Pero no aclaró el equívoco, ni siquiera cuando la muchacha trató de ablandarle el corazón con lloriqueos, y terminó por llevarlo a su cuarto. Le tomó tanto cariño desde aquel primer encuentro, que hizo trampas en la rifa para que él se ganara el acordeón. Al cabo de dos semanas, Aureliano Segundo se dio cuenta de que la mujer se había estado acostando alternativamente con él y con su hermano, creyendo que eran el mismo hombre, y en vez de aclarar la situación se las arregló para prolongarla. No volvió al cuarto de Melquiades. Pasaba las tardes en el patio, aprendiendo a tocar de oídas el acordeón, contra las protestas de Úrsula que en aquel tiempo había prohibido la música en la casa a causa de los lutos, y que además menospreciaba el acordeón como un instrumento propio de los vagabundos herederos de Francisco el Hombre. Sin embargo, Aureliano Segundo llegó a ser un virtuoso del acordeón y siguió siéndolo después de que se casó y tuvo hijos y fue uno de los hombres más respetados de Macondo. Durante casi dos meses compartió la mujer con su hermano. Lo vigilaba, le descomponía los planes, y cuando estaba seguro de que José Arcadio Segundo no visitaría esa noche la amante común, se iba a dormir con ella. Una mañana descubrió que estaba enfermo. Dos días después encontró a su hermano aferrado a una viga del baño empapado en sudor y llorando a lágrima viva, y entonces comprendió. Su hermano le confesó que la mujer lo había repudiado por llevarle lo que ella llamaba una enfermedad de la mala vida. Le contó también cómo trataba de curarlo Pilar Ternera. Aureliano Segundo se sometió a escondidas a los ardientes lavados de permanganato y las aguas diuréticas, y ambos se curaron por separado después de tres meses de sufrimientos secretos. José Arcadio Segundo no volvió a ver a la mujer. Aureliano Segundo obtuvo su perdón y se quedó con ella hasta la muerte. Se llamaba Petra Cotes". Con ella tocaba el acordeón en las fiestas ruidosas, creyendo enloquecer de confusión. "Era como si en ambos se hubieran concentrado los defectos de la familia y ninguna de sus virtudes. Entonces decidió que nadie volviera a llamarse Aureliano y José Arcadio. Sin embargo, cuando Aureliano Segundo tuvo su primer hijo, no se atrevió a contrariarlo…"
"En pocos años, sin esfuerzos, a puros golpes de suerte, había acumulado una de las más grandes fortunas de la ciénaga, gracias a la proliferación sobrenatural de sus animales. Sus yeguas parían trillizos, las gallinas ponían dos veces al día, y los cerdos engordaban con tal desenfreno, que nadie podía explicarse tan desordenada fecundidad, como no fuera por artes de magia. «Economiza ahora -le decía Úrsula a su atolondrado bisnieto-. Esta suerte no te va a durar toda la vida. » Pero Aureliano Segundo no le ponía atención. Mientras más destapaba champaña para ensopar a sus amigos, más alocadamente parían sus animales, y más se convencía él de que su buena estrella no era cosa de su conducta sino influencia de Petra Cotes, su concubina, cuyo amor tenía la virtud de exasperar a la naturaleza. Tan persuadido estaba de que era ese el origen de su fortuna, que nunca tuvo a Petra Cotes lejos de sus crías, y aun cuando se casó y tuvo hijos, siguió viviendo con ella con el consentimiento de Fernanda. Sólido, monumental como sus abuelos, pero con un gozo vital y una simpatía irresistible que ellos no tuvieron, Aureliano Segundo apenas si tenía tiempo de vigilar sus ganados. Le bastaba con llevar a Petra Cotes a sus criaderos, y pasearla a caballo por sus tierras, para que todo animal marcado con su hierro sucumbiera a la peste irremediable de la proliferación…"
"Sordo al clamor de Úrsula y a las burlas de su hermano, Aureliano Segundo sólo pensaba entonces en encontrar un oficio que le permitiera sostener una casa para Petra Cotes, y morirse con ella, sobre ella y debajo de ella, en una noche de desafuero febril. Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a abrir el taller, seducido al fin por los encantos pacíficos de la vejez, Aureliano Segundo pensó que sería un buen negocio dedicarse a la fabricación de pescaditos de oro. Pasó muchas horas en el cuartito caluroso viendo cómo las duras láminas de metal, trabajadas por el coronel con la paciencia inconcebible del desengaño, se iban convirtiendo poco a poco en escamas doradas. El oficio le pareció tan laborioso, y era tan persistente y apremiante el recuerdo de Petra Cotes, que al cabo de tres semanas desapareció del taller. Fue en esa época que le dio a Petra Cotes por rifar conejos. Se reproducían y se volvían adultos con tanta rapidez, que apenas daban tiempo para vender los números de la rifa. Al principio, Aureliano Segundo no advirtió las alarmantes proporciones de la proliferación. Pero una noche, cuando ya nadie en el pueblo quería oír hablar de las rifas de conejos, sintió un estruendo en la pared del patio. «No te asustes -dijo Petra Cotes-. Son los conejos.» No pudieron dormir más, atormentados por el tráfago de los animales. Al amanecer, Aureliano Segundo abrió la puerta y vio el patio empedrado de conejos, azules en el resplandor del alba. Petra Cotes, muerta de risa, no resistió la tentación de hacerle una broma. -Estos son los que nacieron anoche -dijo. -¡Qué horror! -dijo él-. ¿Por qué no pruebas con vacas? Pocos días después, tratando de desahogar su patio, Petra Cotes cambió los conejos por una vaca, que dos meses más tarde parió trillizos. Así empezaron las cosas. De la noche a la mañana, Aureliano Segundo se hizo dueño de tierras y ganados, y apenas si tenía tiempo de ensanchar las caballerizas y pocilgas desbordadas. Era una prosperidad de delirio que a él mismo le causaba risa, y no podía menos que asumir ac-titudes extravagantes para descargar su buen humor. «Apártense, vacas, que la vida es corta», gritaba. Úrsula se preguntaba en qué enredos se había metido, si no estaría robando, si no había terminado por volverse cuatrero, y cada vez que lo veía destapando champaña por el puro placer de echarse la espuma en la cabeza, le reprochaba a gritos el desperdicio. Lo molestó tanto, que un día en que Aureliano Segundo amaneció con el humor rebosado, apareció con un cajón de dinero, una lata de engrudo y una brocha, y cantando a voz en cuello las viejas canciones de Francisco el Hombre, empapeló la casa por dentro y por fuera, y de arriba abajo, con billetes de a peso. La antigua mansión, pintada de blanco desde los tiempos en que llevaron la pianola, adquirió el aspecto equivoco de una mezquita. En medio del alboroto de la familia, del escándalo de Úrsula, del júbilo del pueblo que abarrotó la calle para presenciar la glorificación del despilfarro, Aureliano Segundo terminó por empapelar desde la fachada hasta la cocina, inclusive los baños y dormitorios y arrojó los billetes sobrantes en el patio. -Ahora -dijo finalmente- espero que nadie en esta casa me vuelva a hablar de plata…"
Petra Cotes, su concubina, lo había hecho hombre. "Siendo todavía un niño lo sacó del cuarto de Melquíades, con la cabeza llena de ideas fantásticas y sin ningún contacto con la realidad, y le dio un lugar en el mundo. La naturaleza lo había hecho reservado y esquivo, con tendencias a la meditación solitaria, y ella le había moldeado el carácter opuesto, vital, expansivo, desabrochado, y le había infundido el júbilo de vivir y el placer de la parranda y el despilfarro, hasta convertirlo, por dentro y por fuera, en el hombre con que había soñado para ella desde la adolescencia…"
Cuando se situación económico empeoró, "las rifas no dieron nunca para más. Al principio, Aureliano Segundo ocupaba tres días de la semana encerrado en su antigua oficina de ganadero, dibujando billete por billete, pintando con un cierto primor una vaquita roja, un cochinito verde o un grupo de gallinitas azules, según fuera el animal rifado, y modelaba con una buena imitación de las letras de imprenta el nombre que le pareció bueno a Petra Cotes para bautizar el negocio: Rifas de la Divina Providencia. Pero con el tiempo se sintió tan cansado después de dibujar hasta dos mil billetes a la semana, que mandó a hacer los animales, el nombre y los números en sellos de caucho, y entonces el trabajo se redujo a humedecerlos en almohadillas de distintos colores. En sus últimos años se les ocurrió sustituir los números por adivinanzas, de modo que el premio se repartiera entre todos los que acertaran, pero el sistema resultó ser tan complicado y se prestaba a tantas suspicacias, que desistieron a la segunda tentativa. Aureliano Segundo andaba tan ocupado tratando de consolidar el prestigio de sus rifas, que apenas le quedaba tiempo para ver a los niños, Fernanda puso a Amaranta Úrsula en una escuelita privada donde no se recibían más de seis alumnas…"
Se casó con Fernanda del Capio, a quien compartió con Petra Cotes.
Aureliano Segundo, "era un ser que llevaba la alegría por fuera, pero sus amarguras por dentro. Tuvo una estrecha relación de complicad con su hija Meme, debido a que por la dureza de Fernanda no compartía sus secretos con ésta sino con él. Murió en la cama de Fernanda el mismo día en que murió su hermano gemelo José Arcadio Segundo".
Una semana antes de morir "había vuelto a la casa, sin voz, sin aliento y casi en los puros huesos, con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario, para cumplir la promesa de morir junto a la esposa. Petra Cotes lo ayudó a recoger sus ropas y lo despidió sin derramar una lágrima, pero olvidó darle los zapatos de charol que él quería llevar en el ataúd. De modo que cuando supo que había muerto, se vistió de negro, envolvió los botines en un periódico, y le pidió permiso a Fernanda para ver al cadáver. Fernanda no la dejó pasar de la puerta. -Póngase en mi lugar -suplicó Petra Cotes-. Imagínese cuánto lo habré querido para soportar esta humillación. -No hay humillación que no la merezca una concubina -replicó Fernanda-. Así que espere a que se muera otro de los tantos para ponerle esos botines".
Fernanda del Carpio
"Fernanda era una mujer perdida para el mundo. Había nacido y crecido a mil kilómetros del mar, en una ciudad lúgubre por cuyas callejuelas de piedra traqueteaban todavía, en noches de espantos, las carrozas de los virreyes. Treinta y dos campanarios tocaban a muerto a las seis de la tarde. En la casa señorial embaldosada de losas sepulcrales jamás se conoció el sol. El aire había muerto en los cipreses del patio, en las pálidas colgaduras de los dormitorios, en las arcadas rezumantes del jardín de los nardos. Fernanda no tuvo hasta la pubertad otra noticia del que los melancólicos ejercicios de piano ejecutados en alguna casa vecina por alguien que durante años y años se permitió el albedrío de no hacer la siesta. En el cuarto de su madre enferma, verde y amarilla bajo la polvorienta luz de los vitrales, escuchaba las escalas metódicas, tenaces, descorazonadas, y pensaba que esa música estaba en el mundo mientras ella se consumía tejiendo coronas de palmas fúnebres. Su madre, sudando la calentura de las cinco, le hablaba del esplendor del pasado. Siendo muy niña, una noche de luna, Fernanda vio una hermosa mujer vestida de blanco que atravesó el jardín hacia el oratorio. Lo que más le inquietó de aquella visión fugaz fue que la sintió exactamente igual a ella, como si se hubiera visto a sí misma con veinte años de anticipación. «Es tu bisabuela, la reina -le dijo su madre en las treguas de la tos-. Se murió de un mal aire que le dio al cortar una vara de nardos.» Muchos años después, cuando empezó a sentirse igual a su bisabuela, Fernanda puso en duda la visión de la infancia, pero la madre le reprochó su incredulidad. -Somos inmensamente ricos y poderosos -le dijo-. Un día serás reina. Ella lo creyó, aunque sólo ocupaban la larga mesa con manteles de lino y servicios de plata, para tomar una taza de chocolate con agua y un pan de dulce. Hasta el día de la boda soñó con un reinado de leyenda, a pesar de que su padre, don Fernando, tuvo que hipotecar la casa para comprarle el ajuar. No era ingenuidad ni delirio de grandeza. Así la educaron. Desde que tuvo uso de razón recordaba haber hecho sus necesidades en una bacinilla de oro con el escudo de armas de la familia. Salió de la casa por primera vez a los doce años, en un coche de caballos que sólo tuvo que recorrer dos cuadras para llevarla al convento. Sus compañeras de clases se sorprendieron de que la tuvieran apartada, en una silla de espaldar muy alto, y de que ni siquiera se mezclara con ellas durante el recreo. «Ella es distinta -explicaban las monjas-. Va a ser reina.» Sus compañeras lo creyeron, porque ya entonces era la doncella más hermosa, distinguida y discreta que habían visto jamás. Al cabo de ocho años, habiendo aprendido a versificar en latín, a tocar el clavicordio, a conversar de cetrería con los caballeros y de apologética con los arzobispos, a dilucidar asuntos de estado con los gobernantes extranjeros y asuntos de Dios con el Papa, volvió a casa de sus padres a tejer palmas fúnebres. La encontró saqueada. Quedaban apenas los muebles indispensables, los candelabros y el servicio de plata, porque los útiles domésticos habían sido vendidos, uno a uno, para sufragar los gastos de su educación. Su madre había sucumbido a la calentura de las cinco. Su padre, don Fernando, vestido de negro, con el cuello laminado y una leontina de oro atravesada en el pecho, le daba los lunes una moneda de plata para los gastos domésticos, y se llevaba las coronas fúnebres terminadas la semana anterior. Pasaba la mayor parte del día encerrado en el despacho, y en las pocas ocasiones en que salía a la calle regresaba antes de las seis, para acompañarla a rezar el rosario. Nunca llevó amistad íntima con nadie. Nunca oyó hablar de las guerras que desangraron el país. Nunca dejó de oír los ejercicios de piano a las tres de la tarde. Empezaba inclusive a perder la ilusión de ser reina, cuando sonaron dos aldabonazos perentorios en el portón, y le abrió a un militar apuesto, de ademanes ceremoniosos, que tenía una cicatriz en la mejilla y una medalla de oro en el pecho. Se encerró con su padre en el despacho. Dos horas después, su padre fue a buscarla al costurero. «Prepare sus cosas -le dijo-. Tiene que hacer un largo viaje.» Fue así como la llevaron a Macondo…"
Fernanda del Carpio, que era "la mujer más fascinante que hubiera podido concebir la imaginación", fue llevada a Macondo durante el carnaval sangriento "con la promesa de nombrarla reina de Madagascar".
Aureliano Segundo se enamoró de ella y, luego de ir a buscarla a su lugar de origen, se casó con ella. "El matrimonio estuvo a punto de acabarse a los dos meses porque Aureliano Segundo, tratando de desagraviar a Petra Cotes, le hizo tomar un retrato vestida de reina de Madagascar. Cuando Fernanda lo supo volvió a hacer sus baúles de recién casada y se marchó de Macondo sin despedirse. Aureliano Segundo la alcanzó en el camino de la ciénaga. Al cabo de muchas súplicas y propósitos de enmienda logró llevarla de regreso a la casa, y abandonó a la concubina…"
"…Fernanda tuvo que atragantarse sus escrúpulos y atender como a reyes a invitados de la más perversa condición, que embarraban con sus botas el corredor, se orinaban en el jardín, extendían sus petates en cualquier parte para hacer la siesta, y hablaban sin fijarse en susceptibilidades de damas ni remilgos de caballeros…"
"…Era tal el desorden, que Fernanda se exasperaba con la idea de que muchos comían dos veces, y en más de una ocasión quiso desahogarse en improperios de verdulera porque algún comensal confundido le pedía la cuenta…"
"…En la casa siguieron recibiendo invitados a almorzar, y en realidad no se restableció la antigua rutina mientras no se fue, años después, la compañía bananera. Sin embargo, hubo cambios radicales en el tradicional sentido de hospitalidad, porque entonces era Fernanda quien imponía sus leyes. Con Úrsula relegada a las tinieblas, y con Amaranta abstraída en la labor del sudario, la antigua aprendiza de reina tuvo libertad para seleccionar a los comensales e imponerles las rígidas normas que le inculcaran sus padres. Su severidad hizo de la casa un reducto de costumbres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que los forasteros despilfarraban sus fáciles fortunas. Para ella, sin más vueltas, la gente de bien era la que no tenía nada que ver con la compañía bananera. Hasta José Arcadio Segundo, su cuñado, fue víctima de su celo discriminatorio, porque en el embullamiento de la primera hora volvió a rematar sus estupendos gallos de pelea y se empleó de capataz en la compañía bananera. -Que no vuelva a pisar este hogar -dijo Fernanda-, mientras tenga la sarna de los forasteros. Fue tal la estrechez impuesta en la casa, que Aureliano Segundo se sintió definitivamente más cómodo donde Petra Cotes. Primero, con el pretexto de aliviarle la carga a la esposa, trasladó las parrandas. Luego, con el pretexto de que los animales estaban perdiendo fecundidad, trasladó los establos y caballerizas. Por último, con el pretexto de que en casa de la concubina hacía menos calor, trasladó la pequeña oficina donde atendía sus negocios. Cuando Fernanda se dio cuenta de que era una viuda a quien todavía no se le había muerto el marido, ya era demasiado tarde para que las cosas volvieran a su estado anterior. Aureliano Segundo apenas si comía en la casa, y las únicas apariencias que seguía guardando, como las de dormir con la esposa, no bastaban para convencer a nadie. Una noche, por descuido, lo sorprendió la mañana en la cama de Petra Cotes. Fernanda, al contrario de lo que él esperaba. no le hizo el menor reproche ni soltó el más leve suspiro de resentimiento, pero ese mismo día le mandó a casa de la concubina sus dos baúles de ropa. Los mandó a pleno sol y con instrucciones de llevarlos por la mitad de la calle, para que todo el mundo los viera, creyendo que el marido descarriado no podría soportar la vergüenza y volvería al redil con la cabeza humillada. Pero aquel gesto heroico fue apenas una prueba más de lo mal que conocía Fernanda no sólo el carácter de su marido, sino la índole de una comunidad que nada tenía que ver con la de sus padres, porque todo el que vio pasar los baúles se dijo que al fin y al cabo esa era la culminación natural de una historia cuyas intimidades no ignoraba nadie, y Aureliano Segundo celebró la libertad regalada con una parranda de tres días. Para mayor desventaja de la esposa, mientras ella empezaba a hacer una mala madurez con sus sombrías vestiduras talares, sus medallones anacrónicos y su orgullo fuera de lugar, la concubina parecía reventar en una segunda juventud, embutida en vistosos trajes de seda natural y con los ojos atigrados por la candela de la reivindicación. Aureliano Segundo volvió a entregarse a ella con la fogosidad de la adolescencia, como antes, cuando Petra Cotes no lo quería por ser él sino porque lo confundía con su hermano gemelo, y acostándose con ambos al mismo tiempo pensaba que Dios le había deparado la fortuna de tener un hombre que hacía el amor como si fueran dos. Era tan apremiante la pasión restaurada, que en más de una ocasión se miraron a los ojos cuando se disponían a comer, y sin decirse nada taparon los platos y se fueron a morirse de hambre y de amor en el dormitorio…"
"Fue un descanso para Fernanda. En los tedios del abandono, sus únicas distracciones eran los ejercicios de clavicordio a la hora de la siesta, y las cartas de sus hijos. En las detalladas esquelas que les mandaba cada quince días, no había una sola línea de verdad. Les ocultaba sus penas. Les escamoteaba la tristeza de una casa que a pesar de la luz sobre las begonias, a pesar de la sofocación de las dos de la tarde, a pesar de las frecuentes ráfagas de fiesta que llegaban de la calle, era cada vez más parecida a la mansión colonial de sus padres. Fernanda vagaba sola entre tres fantasmas vivos y el fantasma muerto de José Arcadio Buendía, que a veces iba a sentarse con una atención inquisitiva en la penumbra de la sala, mientras ella tocaba el clavicordio…"
"La situación pública era entonces tan incierta, que nadie tenía el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos privados, de modo que Fernanda contó con un ambiente propicio para mantener al niño escondido como si no hubiera existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no hacían posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de su vida, porque a la hora de la verdad le faltó valor para cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la alberca del baño. Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la Piedad logró convencerla de que lo había encontrado flotando en una canastilla. Úrsula había de morir sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que entró una vez al taller cuando Fernanda estaba alimentando al niño, también creyó en la versión de la canastilla flotante. Aureliano Segundo, definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional en que ésta manejé la tragedia de Meme, no supo de la existencia del nieto sino tres años después de que lo llevaron a la casa, cuando el niño escapó al cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomó al corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de pavo, como si no fuera una criatura humana sino la definición enciclopédica de un antropófago…"
"Fernanda creía de veras que su esposo estaba esperando a que escampara para volver con la concubina. En los primeros meses de la lluvia temió que él intentara deslizarse hasta su dormitorio, y que ella iba a pasar por la vergüenza de revelarle que estaba incapacitada para la reconciliación desde el nacimiento de Amaranta Úrsula. Esa era la causa de su ansiosa correspondencia con los médicos invisibles, interrumpida por los frecuentes desastres del correo. Durante los primeros meses, cuando se supo que los trenes se descarrilaban en la tormenta, una carta de los médicos invisibles le indicó que se estaban perdiendo las suyas. Más tarde, cuando se interrumpieron los contactos con sus corresponsales ignotos, había pensado seriamente en ponerse la máscara de tigre que usó su marido en el carnaval sangriento, para hacerse examinar con un nombre ficticio por los médicos de la compañía bananera. Pero una de las tantas personas que pasaban a menudo por la casa llevando las noticias ingratas del diluvio le había dicho que la compañía estaba desmantelando sus dispensarios para llevárselos a tierras de escampada. Entonces perdió la esperanza. Se resignó a aguardar que pasara la lluvia y se normalizara el correo y, mientras tanto, se aliviaba de sus dolencias secretas con recursos de inspiración, porque hubiera preferido morirse a ponerse en manos del único médico que quedaba en Macondo, el francés extravagante que se alimentaba con hierba para burros. Se había aproximado a Úrsula, confiando en que ella conociera algún paliativo para sus quebrantos. Pero la tortuosa costumbre de no llamar las cosas por su nombre la llevó a poner lo anterior en lo posterior, y a sustituir lo parido por lo expulsado, y a cambiar flujos por ardores para que todo fuera menos vergonzoso, de manera que Úrsula concluyó razonablemente que los trastornos no eran uterinos, sino intestinales, y le aconsejó que tomara en ayunas una papeleta de calomel. De no haber sido por ese padecimiento que nada hubiera tenido de pudendo para alguien que no estuviera también enfermo de pudibundez, y de no haber sido por la pérdida de las cartas, a Fernanda no le habría importado la lluvia, porque al fin de cuentas toda la vida había sido para ella como si estuviera lloviendo. No modificó los horarios ni perdoné los ritos. Cuando todavía estaba la mesa alzada sobre ladrillos y puestas las sillas sobre tablones para que los comensales no se mojaran los pies, ella seguía sirviendo con manteles de lino y vajillas chinas, y prendiendo los candelabros en la cena, porque consideraba que las calamidades no podían tomarse de pretexto para el relajamiento de las costumbres. Nadie había vuelto a asomarse a la calle. Si de Fernanda hubiera dependido no habrían vuelto a hacerlo jamás, no sólo desde que empezó a llover, sino desde mucho antes, puesto que ella consideraba que las puertas se habían inventado para cerrarlas, y que la curiosidad por lo que ocurría en la calle era cosa de rameras. Sin embargo, ella fue la primera en asomarse cuando avisaron que estaba pasando el entierro del coronel Gerineldo Márquez, aunque lo que vio entonces por la ventana entreabierta la dejó en tal estado de aflicción que durante mucho tiempo estuvo arrepintiéndose de su debilidad…"
"…La pasión claustral de Fernanda puso un dique infranqueable a los cien años torrenciales de Úrsula. No sólo se negó a abrir las puertas cuando pasó el viento árido, sino que hizo clausurar las ventanas con crucetas de madera, obedeciendo a la consigna paterna de enterrarse en vida. La dispendiosa correspondencia con los médicos invisibles terminó en un fracaso. Después de numerosos aplazamientos, se encerró en su dormitorio en la fecha y la hora acordadas, cubierta solamente por una sábana blanca y con la cabeza hacia el norte, y a la una de la madrugada sintió que le taparon la cara con un pañuelo embebido en un líquido glacial. Cuando despertó, el sol brillaba en la ventana y ella tenía una costura bárbara en forma de arco que empezaba en la ingle y terminaba en el esternón. Pero antes de que cumpliera el reposo previsto recibió una carta desconcertada de los médicos invisibles, quienes decían haberla registrado durante seis horas sin encontrar nada que correspondiera a los síntomas tantas veces y tan escrupulosamente descritos por ella. En realidad, su hábito pernicioso de no llamar las cosas por su nombre había dado origen a una nueva confusión, pues lo único que encontraron los cirujanos telepáticos fue un descendimiento del útero que podía corregirse con el uso de un pesario. La desilusionada Fernanda trató de obtener una información más precisa, pero los corresponsales ignotos no volvieron a contestar sus cartas. Se sintió tan agobiada por el peso de una palabra desconocida, que decidió amordazar la vergüenza para preguntar qué era un pesario, y sólo entonces supo que el médico francés se había colgado de una viga tres meses antes, y había sido enterrado contra la voluntad del pueblo por un antiguo compañero de armas del coronel Aureliano Buendía. Entonces se confió a su hijo José Arcadio, y éste le mandó los pesarios desde Roma, con un folletito explicativo que ella echó al excusado después de aprendérselo de memoria, para que nadie fuera a conocer la naturaleza de sus quebrantos. Era una precaución inútil, porque las únicas personas que vivían en la casa apenas si la tomaban en cuenta…"
"…Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose de que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo, mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una familia que al fin y al cabo la había tenido siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse, había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el recto con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el adúltero do su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos, sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo do noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento do preguntar con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio, si era que olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio, contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca, imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía derecho a esperar un poco de más consideración de parto do su esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar paterno, donde nunca se privé ni se dolió de nada, donde tejía palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso en el lacre, sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas de Pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación, temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y con quien no podía hacer, por supuesto, las maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se prestaba a todo, como las matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta, semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio, y sobre todo de éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de los grandes, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los Ojos vivos y diáfanos como las esmeraldas. -Eso sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo trajeron ya apestaba. Había tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprendería en una falta. Fernanda no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado al rumor de la lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se retiré temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía desahogada por completo de sus rencores Sin embargo, cuando su marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no contestó simplemente que desde la semana anterior se habían acabado los huevos, sino que elaboré una virulenta diatriba contra los hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano Segundo llevó a los niños a ver la enciclopedia, como siempre, y Fernanda fingió poner orden en el dormitorio de Meme, sólo para que él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener la cara dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano Buendía estaba retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo se sentó en el corredor, y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo, atormentándolo, girando en torno de él con su implacable zumbido de moscardón, diciendo que, por supuesto, mientras ya no quedaban más que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un mampolón, un mantenido, un bueno para nada, más flojo que el algodón de borla, acostumbrado a vivir de las mujeres, y convencido de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó tan tranquila con el cuento de la ballena. Aureliano Segundo la oyó más de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la resonancia de bombo que le atormentaba la cabeza. -Cállate ya, por favor -suplicó. Fernanda, por el contrario, levantó el tono. -No tengo por qué callarme -dijo-. El que no quiera oírme que se vaya. Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se incorporó sin prisa, como si sólo pensara estirar los huesos, y con una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el suelo. Fernanda se asustó, pues en realidad no había tenido hasta entonces una conciencia clara de la tremenda fuerza interior de la cantaleta, pero ya era tarde para cualquier tentativa de rectificación. Embriagado por el torrente incontenible del desahogo, Aureliano Segundo rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo contra el piso. Sistemático, sereno, con la misma parsimonia con que había empapelado la casa de billetes, fue rompiendo luego contra las paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventé en el centro del patio con una explosión profunda…"
"Cuando se enteró de la fuga, Fernanda despotricó un día entero, mientras revisaba baúles, cómodas y armarios, cosa por cosa, para convencerse de que Santa Sofía de la Piedad no se había alzado con nada. Se quemó los dedos tratando de prender un fogón por primera vez en la vida, y tuvo que pedirle a Aureliano el favor de enseñarle a preparar el café. Con el tiempo, fue él quien hizo los oficios de cocina. Al levantarse, Fernanda encontraba el desayuno servido, y sólo volvía a abandonar el dormitorio para coger la comida que Aureliano le dejaba tapada en rescoldo, y que ella llevaba a la mesa para comérsela en manteles de lino y entre candelabros, sentada en una cabecera solitaria al extremo de quince sillas vacías. Aun en esas circunstancias, Aureliano y Fernanda no compartieron la soledad, sino que siguieron viviendo cada uno en la suya, haciendo la limpieza del cuarto respectivo, mientras la telaraña iba nevando los rosales, tapizando las vigas, acolchonando las paredes. Fue por esa época que Fernanda tuvo la impresión de que la casa se estaba llenando de duendes. Era como si los objetos, sobre todo los de uso diario, hubieran desarrollado la facultad de cambiar de lugar por sus propios medios. A Fernanda se le iba el tiempo en buscar las tijeras que estaba segura de haber puesto en la cama y, después de revolverlo todo, las encontraba en una repisa de la cocina, donde creía no haber estado en cuatro días. De pronto no había un tenedor en la gaveta de los cubiertos, y encontraba seis en el altar y tres en el lavadero. Aquella caminadera de las cosas era más desesperante cuando se sentaba a escribir. El tintero que ponía a la derecha aparecía a la izquierda, la almohadilla del papel secante se le perdía, y la encontraba dos días después debajo de la almohada, y las páginas escritas a José Arcadio se le confundían con las de Amaranta Úrsula, y siempre andaba con la mortificación de haber metido las cartas en sobres cambiados, como en efecto le ocurrió varias veces. En cierta ocasión perdió la pluma. Quince días después se la devolvió el cartero que la había encontrado en su bolsa, y andaba buscando al dueño de casa en casa. Al principio, ella creyó que eran cosas de los médicos invisibles, como la desaparición de los pesarios, y hasta empezó a escribirles una carta para suplicarles que la dejaran en paz, pero había tenido que interrumpirla para hacer algo, y cuando volvió al cuarto no sólo no encontró la carta empezada, sino que se olvidó del propósito de escribirla. Por un tiempo pensó que era Aureliano. Se dio a vigilarlo, a poner objetos a su paso tratando de sorprenderlo en el momento en que los cambiara de lugar, pero muy pronto se convenció de que Aureliano no abandonaba el cuarto de Melquíades sino para ir a la cocina o al excusado, y que no era hombre de burlas. De modo que terminó por creer que eran travesuras de duendes, y optó por asegurar cada cosa en el sitio donde tenía que usarla. Amarró las tijeras con una larga pita en la cabecera de la cama. Amarró el plumero y la almohadilla del papel secante en la pata de la mesa, y pegó con goma el tintero en la tabla, a la derecha del lugar en que solía escribir. Los problemas no se resolvieron de un día para otro, pues a las pocas horas de costura ya la pita de las tijeras no alcanzaba para cortar, como si los duendes la fueran disminuyendo. Le ocurría lo mismo con la pita de la pluma, y hasta con su propio brazo, que al poco tiempo de estar escribiendo no alcanzaba el tintero. Ni Amaranta Úrsula, en Bruselas, ni José Arcadio, en Roma, se enteraron jamás de esos insignificantes infortunios. Fernanda les contaba que era feliz, y en realidad lo era, justamente porque se sentía liberada de todo compromiso, como si la vida la hubiera arrastrado otra vez hasta el mundo de sus padres, donde no se sufría con los problemas diarios porque estaban resueltos de antemano en la imaginación. Aquella correspondencia interminable le hizo perder el sentido del tiempo, sobre todo después de que se fue Santa Sofía de la Piedad. Se había acostumbrado a llevar la cuenta de los días, los meses y los años, tomando como puntos de referencia las fechas previstas para el retorno de los hijos. Pero cuando éstos modificaron los plazos una y otra vez, las fechas se le confundieron, los términos se le traspapelaron, y las jornadas se parecieron tanto las unas a las otras, que no se sentían transcurrir. En lugar de impacientarse, experimentaba una honda complacencia con la demora. No la inquietaba que muchos años después de anunciarle las vísperas de sus votos perpetuos, José Arcadio siguiera diciendo que esperaba terminar los estudios de alta teología para emprender los de diplomacia, porque ella comprendía que era muy alta y empedrada de obstáculos la escalera de caracol que conducía a la silla de San Pedro. En cambio, el espíritu se le exaltaba con noticias que para otros hubieran sido insignificantes, como aquella de que su hijo había visto al Papa. Experimentó un gozo similar cuando Amaranta Úrsula le mandó decir que sus estudios se prolongaban más del tiempo previsto, porque sus excelentes calificaciones le habían merecido privilegios que su padre no tomó en consideración al hacer las cuentas…"
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