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Análsis de "Cien años de Soledad" de Gabriel García Márquez (página 9)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

"Los acontecimientos que habían de darle el golpe mortal a Macondo empezaban a vislumbrarse cuando llevaron a la casa al hijo de Meme Buendía. La situación pública era entonces tan incierta, que nadie tenía el espíritu dispuesto para ocuparse de escándalos privados, de modo que Fernanda contó con un ambiente propicio para mantener al niño escondido como si no hubiera existido nunca. Tuvo que recibirlo, porque las circunstancias en que se lo llevaron no hacían posible el rechazo. Tuvo que soportarlo contra su voluntad por el resto de su vida, porque a la hora de la verdad le faltó valor para cumplir la íntima determinación de ahogarlo en la alberca del baño. Lo encerró en el antiguo taller del coronel Aureliano Buendía. A Santa Sofía de la Piedad logró convencerla de que lo había encontrado flotando en una canastilla. Úrsula había de morir sin conocer su origen. La pequeña Amaranta Úrsula, que entró una vez al taller cuando Fernanda estaba alimentando al niño, también creyó en la versión de la canastilla flotante. Aureliano Segundo, definitivamente distanciado de la esposa por la forma irracional en que ésta manejó la tragedia de Meme, no supo de la existencia del nieto sino tres años después de que lo llevaron a la casa, cuando el niño escapó al cautiverio por un descuido de Fernanda, y se asomó al corredor por una fracción de segundo, desnudo y con los pelos enmarañados y con un impresionante sexo de moco de pavo, como si no fuera una criatura humana sino la definición enciclopédica de un antropófago. Fernanda no contaba con aquella trastada de su incorregible destino. El niño fue como el regreso de una vergüenza que ella creía haber desterrado para siempre de la casa…"

Fernanda "se negó a permitir que Aureliano asistiera a la escuela pública. Consideraba que ya había cedido demasiado al aceptar que abandonara el cuarto. Además, en las escuelas de esa época sólo se recibían hijos legítimos de matrimonios católicos, y en el certificado de nacimiento que habían prendido con una nodriza en la batita de Aureliano cuando lo mandaron a la casa, estaba registrado como expósito. De modo que se quedó encerrado, a merced de la vigilancia caritativa de Santa Sofía de la Piedad y de las alternativas mentales de Úrsula, descubriendo el estrecho mundo de la casa según se lo explicaban las abuelas. Era fino, estirado, de una curiosidad que sacaba de quicio a los adultos, pero al contrario de la mirada inquisitiva y a veces clarividente que tuvo el coronel a su edad, la suya era parpadeante y un poco distraída…"

"…el pequeño Aureliano se iba volviendo esquivo y ensimismado a medida que se acercaba a la pubertad. Aureliano Segundo confiaba en que la vejez ablandara el corazón de Fernanda, para que el niño pudiera incorporarse a la vida de un pueblo donde seguramente nadie se hubiera tomado el trabajo de hacer especulaciones suspicaces sobre su origen. Pero el propio Aureliano parecía preferir el encierro y la soledad, y no revelaba la menor malicia por conocer el mundo que empezaba en la puerta de la calle. Cuando Úrsula hizo abrir el cuarto de Melquíades, él se dio a rondarlo, a curiosear por la puerta entornada, y nadie supo en qué momento terminó vinculado a José Arcadio Segundo por un afecto recíproco. Aureliano Segundo descubrió esa amistad mucho tiempo después de iniciada, cuando oyó al niño hablando de la matanza de la estación. Ocurrió un día en que alguien se lamentó en la mesa de la ruina en que se hundió el pueblo cuando lo abandonó la compañía bananera, y Aureliano lo contradijo con una madurez y una conversación de persona mayor. Su punto de vista, contrario a la interpretación general, era que Macondo fue un lugar próspero y bien encaminado hasta que lo desordenó y lo corrompió y lo exprimió la compañía bananera, cuyos ingenieros provocaron el diluvio como un pretexto para eludir compromisos con los trabajadores. Hablando con tan buen criterio que a Fernanda le pareció una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores, el niño describió con detalles precisos y convincentes cómo el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación, y cómo cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar. Convencida como la mayoría de la gente de la verdad oficial de que no había pasado nada, Fernanda se escandalizó con la idea de que el niño había heredado los instintos anarquistas del coronel Aureliano Buendía, y le ordenó callarse. Aureliano Segundo, en cambio, reconoció la versión de su hermano gemelo. En realidad, a pesar de que todo el mundo lo tenía por loco, José Arcadio Segundo era en aquel tiempo el habitante más lúcido de la casa. Enseñó al pequeño Aureliano a leer y a escribir, lo inició en el estudio de los pergaminos, y le inculcó una interpretación tan personal de lo que significó para Macondo la compañía bananera, que muchos años después, cuando Aureliano se incorporara al mundo, había de pensarse que contaba una versión alucinada, porque era radicalmente contraria a la falsa que los historiadores habían admitido, y consagrado en los textos escolares. En el cuartito apartado, adonde nunca llegó el viento árido, ni el polvo ni el calor, ambos recordaban la visión atávica de un anciano con sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana, muchos años antes de que ellos nacieran. Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada. José Arcadio Segundo había logrado además clasificar las letras crípticas de los pergaminos. Estaba seguro de que correspondían a un alfabeto de cuarenta y siete a cincuenta y tres caracteres, que separados parecían arañitas y garrapatas, y que en la primorosa caligrafía de Melquíades parecían piezas de ropa puesta a secar en un alambre. Aureliano recordaba haber visto una tabla semejante en la enciclopedia inglesa, así que la llevó al cuarto para compararla con la de José Arcadio Segundo. Eran iguales, en efecto".

"Aureliano no abandonó en mucho tiempo el cuarto de Melquíades. Se aprendió de Memoria las leyendas fantásticas del libro desencuadernado, la síntesis de los estudios de Hermann, el tullido; los apuntes sobre la ciencia demonológica, las claves de la piedra filosofal, las centurias de Nostradamus y sus investigaciones sobre la peste, de modo que llegó a la adolescencia sin saber nada de su tiempo, pero con los conocimientos básicos del hombre medieval. A cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un plato de arroz con tajadas de plátano fritas, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo. Se preocupaba por cortarle el pelo, por sacarle las liendres, por adaptarle la ropa vieja que encontraba en baúles olvidados, y cuando empezó a despuntarle el bigote le llevó la navaja barbera y la totumita para la espuma del coronel Aureliano Buendía. Ninguno de los hijos de éste se le pareció tanto, ni siquiera Aureliano José, sobre todo por los pómulos pronunciados, y la línea resuelta y un poco despiadada de los labios. Como le ocurrió a Úrsula con Aureliano segundo cuando éste estudiaba en el cuarto, Santa Sofía de la piedad creía que Aureliano hablaba solo. En realidad, conversaba con Melquíades. Un mediodía ardiente, poco después de la muerte de los gemelos, vio contra la reverberación de la ventana al anciano lúgubre con el sombrero de alas de cuervo, como la materialización de un recuerdo que estaba en su memoria desde mucho antes de nacer. Aureliano había terminado de clasificar el alfabeto de los pergaminos. Así que cuando Melquiades le preguntó si había descubierto en qué lengua estaban escritos, él no vaciló para contestar. -En sánscrito -dijo. Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender el sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él quien le indicó que en el callejón que terminaba en el río, y donde en los tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un Sanskrit Primer que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano le pidió que le llevara el libro que había de encontrar entre la Jerusalén Libertada y los poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de Memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa. Aureliano avanzaba en los estudios del sánscrito, mientras Melquíades iba haciéndose cada vez menos asiduo y más lejano, esfumándose en la claridad radiante del mediodía. La última vez que Aureliano lo sintió era apenas una presencia invisible que murmuraba: «He muerto de fiebre en los médanos de Singapur.» El cuarto se hizo entonces vulnerable al polvo, al calor, al comején, a las hormigas coloradas, a las polillas que habían de convertir en aserrín la sabiduría de los libros y los pergaminos…"

"Habían transcurrido más de tres años desde que Santa Sofía de la Piedad le llevó la gramática, cuando Aureliano consiguió traducir el primer pliego. No fue una labor inútil, pero constituía apenas un primer paso en un camino cuya longitud era imposible prever, porque el texto en castellano no significaba nada: eran versos cifrados. Aureliano carecía de elementos para establecer las claves que le permitieran desentrañarlos, pero como Melquíades le había dicho que en la tienda del sabio catalán estaban los libros que le harían falta para llegar al fondo de los pergaminos, decidió hablar con Fernanda para que le permitiera ir a buscarlos

"Siguió encerrado, absorto en los pergaminos que peco a poco iba desentrañando, y cuyo sentido, sin embargo, no lograba interpretar. José Arcadio le llevaba al cuarto rebanadas de jamón, flores azucaradas que dejaban en la boca un regusto primaveral, y en des ocasiones un vaso de buen vino. No se interesó en los pergaminos, que consideraba más bien como un entretenimiento esotérico, pero le llamó la atención la rara sabiduría y el inexplicable conocimiento del mundo que tenía aquel pariente desolado. Supo entonces que era capaz de comprender el inglés escrito, y que entre pergamino y pergamino había leído de la primera página a la última, come si fuera una novela, los seis tomos de la enciclopedia. A eso atribuyó al principio el que Aureliano pudiera hablar de Roma como si hubiera vivido allí muchos años, pero muy pronto se dio cuenta de que tenía conocimientos que no eran enciclopédicos, como los precios de las cosas. «Todo se sabe», fue la única respuesta que recibió de Aureliano, cuando le preguntó cómo había obtenido aquellas informaciones. Aureliano, por su parte, se sorprendió de que José Arcadio visto de cerca fuera tan distinto de la imagen que se había formado de él cuando lo veía deambular por la casa. Era capaz de reír, de permitirse de vez en cuando una nostalgia del pasado de la casa, y de preocuparse por el ambiente de miseria en que se encontraba el cuarto de Melquíades. Aquel acercamiento entre des solitarios de la misma sangre estaba muy lejos de la amistad, pero les permitió a ambos sobrellevar mejor la insondable soledad que al mismo tiempo los separaba y les unía. José Arcadio pude entonces acudir a Aureliano para desenredar ciertos problemas domésticos que lo exasperaban. Aureliano, a su vez, podía sentarse a leer en el corredor, recibir las cartas de Amaranta Úrsula que seguían llegando con la puntualidad de siempre, y usar el baño de donde lo había desterrado José Arcadio desde su llegada…"

"Buscando algo con que llenar sus horas muertas, Gastón solía pasar la mañana en el cuarto de Melquíades, con el esquivo Aureliano. Se complacía en evocar con él los rincones más íntimos de su tierra, que Aureliano conocía como si hubiera estado en ella mucho tiempo. Cuando Gastón le preguntó cómo había hecho para obtener informaciones que no estaban en la enciclopedia, recibió la misma respuesta que José Arcadio: «Todo se sabe.» Además del sánscrito, Aureliano había aprendido el inglés y el francés, y algo del latín y del griego. Como entonces salía todas las tardes, y Amaranta Úrsula le había asignado una suma semanal para sus gastos personales, su cuarto parecía una sección de la librería del sabio catalán. Leía con avidez hasta muy altas horas de la noche, aunque por la forma en que se refería a sus lecturas, Gastón pensaba que no compraba los libros para informarse sino para verificar la exactitud de sus conocimientos, y que ninguno le interesaba más que los pergaminos, a los cuales dedicaba las mejores horas de la mañana. Tanto a Gastón como a su esposa les habría gustado incorporarlo a la vida familiar, pero Aureliano era hombre hermético, con una nube de misterio que el tiempo iba haciendo más densa. Era una condición tan infranqueable, que Gastón fracasó en sus esfuerzos por intimar con él, y tuvo que buscarse otro entretenimiento para llenar sus horas muertas…"

"De modo que Aureliano seguía siendo virgen cuando Amaranta Úrsula regresó a Macondo y le dio un abrazo fraternal que lo dejó sin aliento. Cada vez que la veía, y peor aún cuando ella le enseñaba los bailes de moda, él sentía el mismo desamparo de esponjas en los huesos que turbó a su tatarabuelo cuando Pilar Ternera le puso pretextes de barajas en el granero. Tratando de sofocar el tormento, se sumergió más a fondo en los pergaminos y eludió los halagos inocentes de aquella tía que emponzoñaba sus noches con efluvios de tribulación, pero mientras más la evitaba, con más ansiedad esperaba su risa pedregosa, sus aullidos de gata feliz y sus canciones de gratitud, agonizando de amor a cualquier hora y en los lugares menos pensados de la casa…"

"A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán, en busca de los libros que le hacían falta. No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a si mismo el permiso que le negó Fernanda, y sólo por una vez, con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban los sueños, y entró acezando en el abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería, aquélla parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por el comején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado en sudor y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano no tuvo dificultad para rescatar de entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Sin decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y éste los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas. -Debes estar loco -dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito. -Llévatelo -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces…"

"Aquel fatalismo enciclopédico fue el principio de una gran amistad. Aureliano siguió reuniéndose todas las tardes con los cuatro discutidores, que se llamaban Alvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los primeros y últimos amigos que tuvo en la vida. Para un hombre como él, encastillado en la realidad escrita, aquellas sesiones tormentosas que empezaban en la librería a las seis de la tarde y terminaban en los burdeles al amanecer, fueron una revelación. No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente, como lo demostró Álvaro en una noche de parranda. Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía erigen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos…"

"Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada. Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabía que Gastón empezaba a escribir una carta. -Vete -dijo sin voz. Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las des manos, como una maceta de begonias, y la tiró boca arriba en la cama. De un tirón brutal, la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crepúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que, sin embargo, parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran des amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano. En el fragor del encarnizado y ceremonioso forcejeo, Amaranta Úrsula comprendió que la meticulosidad de su silencio era tan irracional, que habría podido despertar las sospechas del marido contiguo, mucho más que los estrépitos de guerra que trataban de evitar. Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la lucha, pero defendiéndose con mordiscos falsos y descomadrejeando el cuerpo poco a poco, hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices, y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias. De pronto, casi jugando, como una travesura más, Amaranta Úrsula descuidó la defensa, y cuando trató de reaccionar, asustada de lo que ella misma había hecho posible, ya era demasiado tarde. Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centre de gravedad, la sembró en su sitie, y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran los silbos anaranjados y les globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte. Apenas tuve tiempo de estirar la mano y buscar a ciegas la toalla, y meterse una mordaza entre los dientes, para que no se le salieran los chillidos de gata que ya le estaban desgarrando las entrañas…"

"Desde la tarde del primer amor, Aureliano y Amaranta Úrsula habían seguido aprovechando los escasos descuidos del esposo, amándose con ardores amordazados en encuentros azarosos y casi siempre interrumpidos por regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa sucumbieron en el delirio de los amores atrasados. Era una pasión insensata, desquiciante, que hacía temblar de pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los mantenía en un estado de exaltación perpetua. Los chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones agónicas, estallaban lo mismo a las dos de la tarde en la mesa del comedor, que a las dos de la madrugada en el granero. «Lo que más me duele -reía- es tanto tiempo que perdimos.» En el aturdimiento de la pasión, vio las hormigas devastando el jardín, saciando su hambre prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente de lava viva apoderándose otra vez del corredor, pero solamente se preocupó de combatirlo cuando lo encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los pergaminos, no volvió a salir de la casa, y contestaba de cualquier modo las cartas del sabio catalán. Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón. Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su voracidad lírica aquel paraíso de desastres, como si hubiera concentrado en el amor la indómita energía que la tatarabuela consagró a la fabricación de animalitos de caramelo. Además, mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado, porque su pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor partido al cansancio. Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos".

Como fruto de esa pasión incestuosa, nació un niño con cola de cerdo, concretándose el temor que tanto atormentó a Úrsula.

Estructura profunda

Esta novela, una equilibrada y armónica mezcla de realidad y fantasía, es el espejo de una sociedad marginada, inexpugnable, solitaria, conflictiva, soñadora, guerrera, alienada, sometida y perdida en el espacio y el tiempo. Sus personajes son seres inauténticos, solitarios, vacíos, perdidos en la existencia, sin esperanzas, sin criterio propio ni sentido crítico; viven sólo por la inercia de la existencia. Cual leños en embravecidos remolinos, se dejan arrastrar por la corriente de las circunstancias. Nacen, se reproducen y mueren; algunos ni se reproducen. El amor pasional, filial o fraternal es ajeno a su naturaleza humana. Las mujeres son objetos para tomar, utilizar y dejar. Los habitantes de Macondo y sus visitantes son personas intrascendentes, anodinas, mediocres y viven una existencia sin sentido, expectativas ni propósitos.

La sociedad macondiana, profundamente afectada por la guerra civil, el diluvio, el militarismo, el abandono estatal, la incomunicación y el aislamiento, no emerge de la cotidianidad; solamente se enclaustra en su marginado universo a vivir por vivir. Los lugareños se conforman con lo que les llevan los escasos visitantes (gitanos, árabes y comerciantes). Pareciere que sólo cuenta la familia Buendía ("locos de nacimiento") con su compleja problemática de falta de reales y estrechos vínculos afectivos. Gran parte de ésta vivió en la misma casa (remodelada por Úrsula), pero cada quién por su lado, cada quién absorto en sus ocupaciones, sus quimeras, su holgazanería y en su locura.

La casa de los Buendía, escenario propicio para la ubicuidad de Úrsula y el deambular de espectros de los muertos (Prudencio Aguilar, Melquíades y los familiares de Úrsula), es el teatro principal para la representación histriónica y aciaga de la dinámica de tan extraña, misteriosa y compleja familia. Es allí donde fluyen las pasiones ocultas e insanas de Amaranta, Aureliano José, Arcadio, Meme, Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. También es lugar de presagios, de alucinaciones, de profecías, de quimeras, de luchas estériles e inútiles. Úrsula ahí se convirtió en madre de Aureliano y de Amaranta; sufrió por sus eternos temores del nacimiento en su familia de un descendiente con cola de cerdo. A pesar de que esta fue su peor pesadilla en vida, el destino no le permitió presenciar esa premonición, ese temor; cuando nació un niño de su saga con cola de cerdo, ella ya había muerto. Esta omnipresente y valerosa mujer desde ese microuniverso construyó y dominó su macrouniverso; su sistema planetario funcionó con mecanismo de relojería. Fue la esposa, la madre, la abuela y la bisabuela que dirigió rítmicamente la orquesta, ya fuera mandando, disponiendo, ordenando, educando y trabajando. Ella fue la persona que llevó las riendas de ese potro brioso y desenfrenado que fue su familia, una familia de locos.

Llama poderosamente la atención el la profunda soledad y el desolador sinsentido de la vida de las mujeres macondianas: seres anónimos, solitarios, ensimismados, tristes, alienados. Úrsula, la matrona; una trabajadora incansable, que murió ciega, relegada y como instrumento de juego de sus descendientes Aureliano Babilonia y Amaranta Úrsula. Pilar Ternera, la pitonisa, la prostituta, la "alegre, indiferente, dicharachera"; la "mujer alegre, deslenguada, provocativa, que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja"; la mujer que fue madre de dos Buendía, pero que no fue tenida en cuenta por la familia como persona sino como objeto; la mujer que fue violada a sus catorce años por un hombre casado, la que "conservaba intacta la locura del corazón", la que hizo hombres a los hermanos José Arcadio y Aureliano Buendía, la de la risa explosiva que "espantaba a las palomas", la que tuvo un romance secreto con José Arcadio Buendía (hijo); la que enterraron sin ataúd, la que conoció todos los misterios del corazón de los Buendía. Rebeca, la pobre huérfana (con los huesos de sus padres a cuestas), la que, gracias a Úrsula, se ganó un lugar digno en la familia Buendía; la que nunca se alimentó de la leche de Úrsula "sino de la tierra y la cal de las paredes"; la del "corazón impaciente, la del vientre desaforado"; la "única que tuvo la valentía sin frenos que Úrsula había deseado para su estirpe"; la que no pudo decidir sobre su destino amoroso, porque fue sometida por la fuerza y la imponencia de José Arcadio para convertirla en su esposa; la mujer abandonada, solitaria, encerrada, sin hijos, sin ilusiones, sin nada… Amaranta, la solterona, la de la "voluntad de piedra", la que murió virgen; "la mujer más tierna que había existido jamás"; la que perdió el rumbo de su vida por una decepción amorosa, la que odió a Rebeca y Fernanda, la que soportó estoicamente el tormento de sus atribulados y equívocos instintos, la que murió sin amor y sin hijos, la que expió sus culpas con el fuego que le quemó su mano… Santa Sofía de la Piedad, "la silenciosa, la condescendiente, la que nunca contrarió ni a sus propios hijos", la concubina a la fuerza, la concubina comprada; la del "cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales"; la mujer que no se le tomó en cuenta para escoger su esposo, la madre abnegada, la esclava, la ama de casa silenciosa, sufrida; la "mujer sigilosa, impenetrable", a la que nunca se le oyó un lamento; la que consagró toda una vida de soledad y silencio a la crianza de niños que apenas si recordaban que eran sus hijos y sus nietos, y que se ocupó de Aureliano como si hubiera salido de sus entrañas, sin saber ella misma que era su bisabuela". Fernanda, la frustrada, la amargada; la mujer que sacrificó sus sueños, sus quimeras y sus fantasías para convertirse en la esposa de un hombre holgazán y desleal, la mujer nacida en cuna de oro y muerta en el lodazal del olvido; "la mujer más hermosa que se había dado sobre la tierra… cuya belleza se había reposado con la madurez". Remedios, la bella, el ser que no nació para el amor ni para lo terrenal sino para lo celestial; la que no fue hecha para amar y ser amada, la que ocasionó (sin quererlo) la fatalidad de sus pretendientes… Petra Cotes, la compartida por los hermanos, la de las rifas, la de la entrega a cambio de nada, "la del misterioso corazón", la concubina, la resignada; "la de los desafueros jubilosos"; la mujer cuyo rostro tenía "la ferocidad de una pantera", la del "corazón generoso" y su "magnífica vocación para el amor"; la mujer que le trajo porvenir a su amante Aureliano Segundo, la que se humilló ante su rival (Fernanda) y en secreto le dio de comer, luego de la muerte de Aureliano Segundo… Meme, la dócil, la sometida; la mujer que no dispuso de su destino porque su férrea y dominante madre se lo trazó a su imagen y semejanza; la mujer que fue un títere de su madre y de las circunstancias, la que tuvo que deshacerse de su hijo (Aureliano Babilonia) y morir lejos, con su nombre cambiado, alejada de su terruño y de su patria. Amaranta Úrsula, la libertina, la caprichosa; la de la "voluntad resuelta y vigorosa", la "mujer sin prejuicios, alegre y moderna, con los pies bien asentados en el mundo"; la activa e indomable "y casi tan provocativa como Remedios, la bella", la que estaba dotada de un raro instinto para anticiparse a la moda; la del buen humor, la espontánea, la emancipada, la de espíritu moderno y libre; la mujer que dio rienda suelta a sus instintos, a su insana pasión, la que disfrutó del amor y de la satisfacción carnal con su sobrino Aureliano Babilonia, la que murió cuando tuvo un hijo con cola de cerdo…

Tanto los hombres como las mujeres que desfilaron por el solitario y triste escenario de Macondo son seres que despiertan en el lector sentimientos de ternura, conmiseración, desazón, porque son seres inauténticos, sin identidad propia, sin rumbo y sin destino; movidos apenas por la corriente y la vorágine de la existencia que, cual hidra de Lerna, los devoró con sus múltiples cabezas…

Los tristes seres macondianos, las pobres miserias humanas, fueron personas que vivían sin saber por qué vivían. Azotados por el absurdo de la guerra, por la peste del insomnio y del olvido, por el dominio militar y por la hegemonía conservadora; agobiados por la influencia imperialista, el diluvio, la decadencia y la destrucción, estos seres pasaron por este mundo, pero sin vivir, sin existir; fueron simplemente sombras, marionetas del destino.

El coronel Aureliano Buendía, que había revelado desde niño "una rara intuición alquímica", a pesar de sus locuras, ideales y sueños, no fue más que una persona del montón, un ser que nunca supo por qué o por quién luchó; un "chafarote" que jugó a la guerra, sin saber qué era ésta; un estafermo que fue liberal, porque algo había que ser… En fin, un hombre anodino y mediocre que guerreó sin saber lo que hacía y que perdió sus inútiles guerras. En palabras de José Arcadio Segundo, "el coronel Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil". No obstante, en mi concepto, a pesar de la enorme influencia de Úrsula, el coronel Aureliano Buendía es el personaje principal de la novela.

Como lector atento me conmovieron y afectaron profundamente las vidas inauténticas de los personajes, principalmente las mujeres… ¡Qué vida tan superflua y vacía la de las mujeres Buendía, incluyendo a Pilar Ternera, Rebeca, Santa Sofía de la Piedad, Petra Cotes y Fernanda! Con la partida de la casa Buendía de Santa Sofía de la Piedad, vieja y acabada, se fue una parte de mí… Como si yo fuera Aureliano Babilonia la vi "atravesar el patio con su atadito de ropa, arrastrando los pies y arqueada por los años", y también la vi meter la mano por un hueco del portón para poner la aldaba después de haber salido…" Y para rematar mi tristeza: "Jamás se volvió a saber de ella".

Uno se compadece de seres como una vida tan inauténtica y miserable como la de Santa Sofía de la Piedad y Meme. La primera, un ser anónimo, que sólo vivió para criar hijos y servirle a los demás; un ser que a quien se le murieron dos hijos en el mismo instante, y a uno le tocó degollarlo en cumplimiento de una promesa; una mujer utilizada por los demás e ignorada por su esposo e hijos; la que soportó a un esposo bárbaro e irracional, que la convirtió en viuda aún siendo joven. Es triste saber cómo al final se quedó sola en el mundo: sin esposo, sin hijos, sin padres, sin casa… ¡Qué vida tan miserable la de Meme! Todo el tiempo sumisa a su severa madre, quien decidía por los demás. Esta mujer si que estuvo extraviada en la existencia, pero no por voluntad propia; su madre dispuso a su antojo de ella. Además de la infame condición de estudiar lo que Fernanda le impuso, también debió renunciar al intenso amor que sentía por Mauricio Babilonia y, como si esto fuera poco, "deshacerse" de su hijo Aureliano y morir lejos de su pueblo y de su familia, como una más del montón.

A pesar del infortunio y la fatal condición de Amaranta Úrsula, es digno de rescatar en esta mujer la lucha por su independencia, su alegría de vivir, el disfrute de su cuerpo y de su genitalidad; el hecho de haberse atrevido a decidir por ella misma, a ser ella misma, rompiendo convencionalismos, moralidad y otras absurdas prohibiciones y convenciones que impiden vivir una vida personal y auténtica. Ese aire de libertad que ella respiró es el aire que deben respirar las mujeres que en realidad estén interesadas en vivir, especialmente su aquí y su ahora…

Otro personaje que me impactó fue José Arcadio Buendía, un viejo soñador –que "se le secó la mollera buscando la piedra filosofal"-, un alfarero de ilusiones, un quijote; un ser que dejó su vida pragmática y sin sentido para ir tras ideales, locuras, quimeras… Este tipo de hombre representa a la persona que no quiere vivir una vida en una sola dirección, que no quiere recorrer los caminos andados, trillados, sino que busca nuevos caminos, nuevos horizontes por donde y para dónde ir. Este hombre que hizo de sus últimos años un remanso de locura, de ideales, de experimentos y que quiso construir alas para echar a volar sus sueños, es un hombre que nos invita a salir del estrecho mundo de lo cotidiano, de lo establecido, de lo dado. José Arcadio Buendía fue ese hombre que, a pesar de que ya estaba en las fauces de la muerte, tuvo el valor de no morirse sin haber dado un dictamen concreto y rotundo a sus creencias infundidas: Dios no existe.

Es apasionante su delirante empeño por sacar provecho de lo nuevo, de lo moderno. Sobrecoge la manera como se apasionaba, como niño inquieto, por saber para qué servían los inventos, cómo estaban hechos y hacer nuevos. Todo nuevo objeto, todo nuevo invento, lo disfrutaba con esa curiosidad y espontaneidad de un niño. Su decisión de "dejar de ser serio" y tomarse la vida en delirantes empresas, sueños y "locuras" tiene que sensibilizarnos, es un vehemente llamado a vivir nuestra vida oníricamente, de cierta manera en forma "irracional", distanciados "racionalmente" de la vida "práctica", instrumentalizada y condicionada por esquemas meramente racionales. Nos invita a tener nuestras propias convicciones e ideales (sin importar cuan delirantes sean) y defenderlos… así haya que "perder" el juicio…

Sólo encuentro reprochable en José Arcadio Buendía el haber golpeado violentamente con el revés de su mano en la boca a su hijo José Arcadio, ocasionándole sangre y lágrimas, porque le dijo a su padre que el oro despegado del casquete metálico era "mierda de perro". Por esto José Arcadio sintió rencor contra su progenitor.

Me identifico con José Arcadio Buendía, Pilar Ternera, Petra Cotes, Aureliano Segundo y Amaranta Úrsula por el intento de vivir una vida personal, como ellos quisieron, sin imposiciones ni ataduras, solamente escuchando a sus instintos y sus convicciones. Si hubiera que "ser" un personaje de éstos me inclinaría por Aureliano Segundo porque disfrutó de la riqueza y de su monogamia y no se dejó esclavizar por el trabajo agotador… No me identifico con seres como Úrsula, porque vivió llena de temores, trabajando en exceso, mandando y disponiendo de la vida de los demás a su antojo. Con Fernanda tampoco por su imponencia y arrogancia; por decidir e imponerse sobre la voluntad de sus hijos y renegar de la vida que ella y sus padres "eligieron". Menos con Amaranta, un ser que hizo de su vida una miseria y un desastre. Esta mujer, que se condenó a sí misma, no merece el reconocimiento como modelo a imitar: ella misma creó la cárcel en la que deliberadamente se encerró y no pudo salir. Se negó al amor, se autoflaglageló, se atormentó y, lo más degradante, se negó a vivir…

Úrsula y José Arcadio Buendía parecían estar determinados desde su nacimiento por cuanto su matrimonio era previsible; determinismo que prosiguió con la denominación de su descendencia con nombres similares o parecidos.

A pesar de que los hombres de la familia Buendía Iguarán fueron unos "locos", también fueron hombres soñadores e idealistas. Aunque fracasaron, Aureliano quiso ser militar; José Arcadio Buendía, "inventor"; Arcadio, militar y educador; José Arcadio Segundo, establecer la navegación por el río de Macondo; José Arcadio, "Papa"…

Úrsula insistía que los Buendía eran "locos de nacimiento" y vivían en una "casa de locos", y Fernanda decía que Macondo era un "pueblo de bastardos" y una "paila del infierno". Los Buendía, además de retraídos, eran ensimismados y retraídos; no hacían alarde ni expresaban sus sentimientos; cada uno se encontraba perdido en su estrecho y alienado mundo; todos se dejaban arrastrar por la corriente de las circunstancias; aunque tenían ambiciones y proyectos no lograban concretarlos, y se caracterizaban por "el vicio de hacer para deshacer, como el coronel Aureliano Buendía con los pescaditos de oro, Amaranta con los botones y la mortaja, José Arcadio Segundo con los pergaminos y Úrsula con los recuerdos". Lo mismo que atemorizaba a José Arcadio (el seminarista), era la causa de perdición de la familia Buendía: "las mujeres de la calle, que echaban a perder la sangre; las mujeres de la casa, que parían hijos con cola de puerco; los gallos de pelea, que provocaban muertes de hombres y remordimientos de conciencia para el resto de la vida; las armas de fuego, que con sólo tocarlas condenaban a veinte años de guerra; las empresas desacertadas, que sólo conducían al desencanto y la locura, y todo, en fin, todo cuanto Dios había creado con su infinita bondad, y que el diablo había pervertido".

Es evidente la denuncia sobre la influencia y el poder de los Estados Unidos en la nación, ya que los directivos de la compañía bananera hacían y deshacían en Macondo y sus alrededores con el beneplácito y protección del régimen conservador.

 

 

Autor:

Luís Ángel Ríos Perea

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