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Nuevo -derecho- a la interrupción voluntaria del embarazo (España) (página 8)

Enviado por José Luis Rubido


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9

En definitiva, que las razones que se esgrimen en el precepto para privar a los padres o tutores de una menor embarazada de la información relativa al aborto de ésta no sólo no aparecen suficientemente justificadas, sino que están redactadas de tal manera que impiden el control efectivo de los supuestos de hecho que justifican su adopción.

III. La protección del menor constituye uno de los principios rectores de nuestro ordenamiento jurídico, no sólo en el ámbito constitucional, sino también internacional. Así lo ponen de relieve los diversos Tratados Internacionales ratificados por España en los últimos veinte años y, muy especialmente, la Convención de Derechos del Niño, de Naciones Unidas, de 20 de noviembre de 1989, ratificada por España el 30 de noviembre de 1990 (BOE nº 313, de 31 de diciembre). Igualmente deben citarse las exigencias derivadas de lo ordenado por otras instancias internacionales, como el Parlamento Europeo que, a través de la Resolución A 3-0172/92, aprobó la Carta Europea de los Derechos del Niño.

Como se ha señalado, esta protección también está reconocida por la Constitución, puesto que el art. 39.4 CE establece que "los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos". Y según esos Acuerdos, en concreto, según el art. 3.1 de la Convención de los Derechos del Niño: "En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño", teniendo en cuenta que se considera niño a los efectos de la Convención "todo ser humano menor de dieciocho años de edad" (art. 1).

Esta necesidad de dar primacía al interés del menor ha sido asimismo reconocida el Tribunal Constitucional, que en su STC 273/2005, de 27 de octubre, señala lo siguiente:

"6. El art. 39 CE proclama, por una parte, el deber de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia (apartado 1) y, por otra, la protección de la infancia, que se traduce en una serie de reglas recogidas en los apartados 2 a 4. En éstas se contempla, ante todo, la protección integral de los hijos, previéndose, además, la posibilidad de que la paternidad sea investigada (apartado 2). Como lógica consecuencia de esa protección, el apartado 3 del precepto otorga nivel constitucional al deber de los padres de prestar asistencia de todo tipo «a los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio». Finalmente, y como cláusula de cierre, el apartado 4 dispone que «los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos», de manera que, como señalamos en la STC 36/1991, de 14 de febrero, F. 5, se opera una recepción de esas normas de protección, entre las cuales, es obligado remitirse a la Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos del niño, de 20 de noviembre de 1989 (ratificada por España el 30 de noviembre de 1990), la Carta europea de los derechos del niño, proclamada por Resolución del Parlamento Europeo de 18 de julio de 1992, y el art. 23 de la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea, aprobada en Niza el 7 de diciembre de 2001, y cuyo contenido (aunque carezca de fuerza vinculante) se ha incorporado al Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (título II)".

En perfecta sintonía con los textos internacionales, en el ámbito legislativo interno, se considera menores de edad a los menores de 18 años, como señala el art. 1 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (LOPJM): "La presente Ley y sus disposiciones de desarrollo son de aplicación a los menores de dieciocho años que se encuentren en territorio español, salvo que en virtud de la Ley que les sea aplicable hayan alcanzado anteriormente la mayoría de edad".

Además, como exige la Convención de Derechos de Niño, la citada LOPJM indica, en su art. 2, que "en la aplicación de la presente Ley primará el interés superior de los menores sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir"; y el art. 11.2, que "serán principios rectores de la actuación de los poderes públicos, los siguientes: a) La supremacía del interés del menor".

IV. A la vista de todo lo anterior, debe plantearse en qué medida el hecho de que no se pida el consentimiento de los padres o tutores para poder llevar a efecto la interrupción del embarazo decidida por una menor, e incluso que la información que se les ofrezca de la decisión adoptada sea tardía y completamente inútil a los efectos de cambiarla, puede ir en contra de la necesaria protección de los menores que viene exigida por los Tratados y Convenios internacionales ratificados por España sobre esa cuestión (hay que reiterar que a los efectos de la Convención, son niños todos los menores de 18 años).

Para responder adecuadamente a esa pregunta, conviene recordar que el aborto realizado "fuera de los casos permitidos por la ley" sigue siendo un delito, aunque la mujer haya prestado su consentimiento al mismo ("el que produzca el aborto de una mujer, con su consentimiento, fuera de los casos permitidos por la ley, será castigado…"), tal y como establece el art. 145.1 CP en su nueva redacción. Por consiguiente, la decisión que tome la menor embarazada respecto a no continuar con su embarazo no sólo tiene importantísimas repercusiones en el orden personal y familiar, sino que también puede tener una incidencia penal, puesto que si el aborto se realiza fuera de los casos expresamente previstos, implica la comisión de un delito del que deberá responder la propia menor.

Llama poderosamente la atención el hecho de que la ley, para fijar el límite a partir del cual no se necesita el consentimiento de padres o tutores para decidir sobre la interrupción del embarazo, haya establecido un criterio objetivo (el de la edad: ser mayor de 16 años) y no uno subjetivo (el de la madurez psicológica), habida cuenta de que éste último es el único que podría encontrar una cierta justificación desde la perspectiva del respeto a la libertad de la menor, que parece ser el motivo que explica el cambio legal operado por la nueva norma. Y llama la atención esa opción legislativa porque, al no exigirse valoración médica o psicológica alguna del juicio de la menor embarazada, se está permitiendo que se adopte una decisión de gravísimas consecuencias para esa menor sin que exista el más mínimo dato que avale que su decisión es el resultado de una deliberación libre, racional y ponderada de las circunstancias existentes, lo que contradice la propia filosofía de la Ley 2/2010, que exige para la validez del aborto que haya sido adoptada con un consentimiento informado y meditado ("los poderes públicos…deben establecer las condiciones para que (ese tipo de decisiones) se adopten de forma libre y responsable", se dice al principio de la Exposición de Motivos de la Ley 2/2010). Es decir, que no sólo se considera a una menor como plenamente capaz para decidir acerca de un aborto, sino que se le priva del consejo de sus padres o tutores, abocándola a la única información que consta en el sobre escrito y cerrado que se le entrega en el centro sanitario y a lo que verbalmente se le pueda indicar en el propio centro.

Hay, pues, que plantearse si responde a la exigencia constitucional de protección del menor el que se le permita tomar una decisión que puede conllevar su responsabilidad penal sin la garantía que supone la información previa a quienes tienen encomendados jurídicamente su cuidado y protección; es decir, si la eliminación de mecanismos tuitivos que descargarían de responsabilidad al menor es compatible con la obligación que impone la Constitución y los Tratados internacionales de dar prioridad a la seguridad y bienestar de éste. Estos recurrentes entienden que no, que con la nueva normativa sucede más bien todo lo contrario: que con la errónea concepción de respetar la libertad de la menor embarazada, se le priva de un asesoramiento de las personas más cercanas a ellas en convivencia y afecto que no sólo puede resultar fundamental a la hora de adoptar la mejor decisión respecto del aborto en sí, sino también en lo que se refiere a la posible responsabilidad penal de la menor si al final resulta un caso de interrupción del embarazo de los no permitidos legalmente.

Dicho de otra manera: existiendo ya un sistema normativo de protección de un menor –en el supuesto que nos ocupa, la obligación de informar a los padres de la menor embarazada y al menos tener en cuenta su opinión antes de tomar una decisión sobre interrumpir o no su embarazo–, cualquier modificación legal que suponga una disminución de las garantías previstas para el menor determina consecuentemente una merma de la protección del mismo, lo que contraviene frontalmente lo dispuesto en el art. 39.4 CE, en relación con el art. 10.2 CE. Por consiguiente, debería ser declarado inconstitucional el art. 17.4 y la Disposición final segunda de la L.O. 2/2010.

3. La nueva regulación que permite la interrupción voluntaria del embarazo de las menores de 18 años y mayores de 16 sin el consentimiento y, en ocasiones, sin el conocimiento de sus padres o tutores, vulnera los arts. 27.3 y 39.1 CE, en relación con el art. 10.1 y 2 CE.

I. Como ya se ha señalado, el art. 13.4 de la L.O. 2/2010, permite la interrupción del embarazo de una menor sin contar con el consentimiento de sus padres o tutores, e incluso autoriza, en su párrafo tercero, que se prescinda absolutamente de la información que debe ofrecerse a los padres o tutores de la decisión de la mujer menor de edad de interrumpir su embarazo "cuando la menor alegue fundadamente que esto le provocará un conflicto grave, manifestado en el peligro cierto de violencia intrafamiliar, amenazas, coacciones, malos tratos, o se produzca una situación de desarraigo o desamparo".

Los recurrentes consideran que una regulación de tal calado, que supone una evidente restricción de los derechos de los padres a formar la conciencia y a velar por el bienestar físico y psíquico de sus hijos menores de edad, y que pretende resolver sin ninguna ponderación de los derechos en conflicto una situación que, con mucha probabilidad, va a terminar afectando a la estabilidad y funcionamiento ordinario de la familia en cuestión, no es compatible con lo exigido por la Constitución y los Tratados internacionales en materia de familia y de relaciones entre los padres y sus hijos menores.

II. Así, el art. 27.3 CE establece lo siguiente: "Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". Y el art. 39.1 CE señala que: "Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia".

Asimismo, el art. 10 CE tiene el siguiente contenido: "1. La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social. 2. Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España". Y, en este sentido, el art. 5 de la Convención de los Derechos del Niño establece que "los Estados parte respetarán las responsabilidades, los derechos y los deberes de los padres…, de los tutores u otras personas encargadas legalmente del niño".

III. Pues bien, a la vista de lo anterior, debe analizarse si el hecho de que el art. 13.4 de la L.O. 2/2010 permita que una menor de 18 años y mayor de 16 pueda interrumpir su embarazo sin el consentimiento ni el conocimiento de sus padres vulnera el derecho fundamental de éstos a dar a sus hijos la formación moral que esté de acuerdo a sus propias convicciones, así como el principio de protección de la familia consagrado por la Constitución.

A juicio de estos recurrentes, resulta absolutamente evidente que el hecho de que se les pueda privar a los padres de asesorar a su hija menor embarazada acerca de las consecuencias de todo tipo (riesgos médicos, problemas psicológicos posteriores, etc.) que puede conllevar la decisión de poner fin a su estado de gestación, así como impedirles que presten a su hija el apoyo moral y familiar que consideren procedente en relación con cualquier decisión que al final se tome, supone una flagrante violación del derecho de los padres a formar la conciencia moral de sus hijos, un desconocimiento absoluto de las responsabilidades que se les conceden derivadas de su patria potestad, así como un elemento generador de desunión y desconfianza en el seno de la familia, lo que se traduce en su desprotección.

Así, resulta indiscutible que no se respeta el derecho de los padres a formar y educar a sus hijos menores de edad (no olvidemos que educar significa etimológicamente conducir) si se les oculta un hecho de tal trascendencia personal, familiar y moral como es la interrupción voluntaria del embarazo de su hija menor de edad y mayor de 16 años, o si se les informa de una decisión ya tomada e incluso ejecutada. El contenido esencial del derecho reconocido en el art. 27.3 CE consiste en "formar en las propias convicciones" de sus hijos (menores de edad) en todo lo que suponga una actuación de relevancia moral, y no es discutible que una interrupción voluntaria del embarazo ha de ser calificada como una conducta de la máxima trascendencia moral, como incluso se reconoce al inicio de la Exposición de Motivos de la Ley 2/2010 ("la decisión de tener hijos y cuándo tenerlos constituye uno de los asuntos más íntimos y personales que las personas afrontan a lo largo de sus vidas"). El hecho de que una norma expresamente excluya ese derecho de los padres de acompañar y aconsejar a su hija menor de edad en una decisión moral de tanta trascendencia personal y familiar, previendo que no se les informe en absoluto del aborto practicado, o que se les dé una información de contenido difuso y sin que quede garantizado legalmente que se les permitirá al menos opinar con vistas a la formación de la decisión que al final se adopte, supone una flagrante violación del derecho fundamental de los padres a que se garantice que sus hijos menores reciben una formación moral conforme a sus convicciones.

No resulta, pues, admisible, que la única información que debe recibir una menor antes de decidir si interrumpe o no su embarazo sea la que le ofrece el centro que va a practicar el aborto –que, además, tendría un interés directo en el asunto–, o la fría y formal que se encuentra en el sobre cerrado que se le entrega cuando acude a dicho centro. Los poderes públicos deben proteger a la familia, y respetar los derechos de los padres en relación con sus hijos, y ambas exigencias han de traducirse en el presente caso en la obligatoriedad de que se informe a los padres de la existencia de una situación de tanta trascendencia personal, familiar y moral como es el embarazo de una hija menor de edad.

Se podría afirmar que ese derecho fundamental de los padres a que sus hijos menores reciban una formación que sea conforme a sus convicciones religiosas y morales no es ilimitado, y que puede ceder cuando entra en conflicto con el derecho de la hija menor de edad a su intimidad personal y al libre desarrollo de su personalidad.

Ahora bien, no puede ignorarse que la formación de una persona implica necesariamente una influencia en la configuración de su personalidad, y que las indicaciones que se hacen al respecto suelen referirse a cuestiones que afectan a la intimidad de quien se aconseja, por lo que, salvo que se quiera privar de todo contenido al derecho reconocido en el art. 27.3 CE, el hecho de que la intervención de los padres pueda influir en la decisión que a la postre adopte su hija embarazada no puede servir como argumento para excluirla, pues precisamente va dirigida a formar las convicciones morales de su hija.

Pero es que, además, tampoco puede olvidarse que la realización de un aborto no puede entenderse que sea "un acto relativo a derechos de la personalidad", que el art. 162.1º CC exceptúa del ejercicio de la representación legal de los que ejerzan la patria potestad del menor. Como señala el Dictamen del Consejo de Estado de 17 de septiembre de 2009, "no puede reconocerse un derecho subjetivo -semejante al de propiedad– o un derecho personalísimo -como el que existe sobre el propio cuerpo- a eliminar tal bien, dotado de sustantividad propia, de relieve vital y, en consecuencia, de interés objetivo y general, como, tomando pie en la normativa francesa al respecto, ha reconocido expresamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en Sentencia de 13 de febrero del 2003 (TEDH/2003/, caso Odievre contra Francia, par. 45)". Por consiguiente, está plenamente justificada la intervención de los padres de la menor, que al menos deberían tener el derecho a ser oídos antes de que se realizara ninguna actuación que pudiera suponer situaciones irreversibles.

Bien es cierto que, como consecuencia de esa intervención, se podría originar un conflicto entre la menor y quienes ejercen sobre ella su patria potestad o su tutela. Pero entonces es cuando debería procederse a ponderar los valores en conflicto, como sucede en otros supuestos donde se produce una eventualidad similar, llegando en última instancia a la decisión judicial. Pero lo que no resulta admisible es que, para evitar ese posible conflicto, se prive a los padres de un derecho fundamental que les corresponde según la Constitución, y que precisamente va dirigido a dotar a la menor embarazada de un asesoramiento que le puede resultar fundamental a la hora de tomar una decisión.

En consecuencia, estos recurrentes consideran que la regulación del art. 13.4 de la L.O. 2/2010, en cuanto permite que no se informe bien de forma útil, bien en absoluto, a los padres de una menor embarazada de la posible decisión de ésta de terminar su embarazo mediante un aborto, vulnera los arts. 10.2, 27.3 y 39.1 CE y, por ello, debería ser declarado inconstitucional.

4. La nueva regulación que permite la interrupción voluntaria del embarazo de las menores de 18 años y mayores de 16 sin el consentimiento y, en ocasiones, sin el conocimiento de sus padres o tutores, vulnera el art. 15 CE.

I. En apartados anteriores del presente recurso ya se razonó que, a juicio de los recurrentes, el art. 14 de la L.O. 2/2010 vulnera el art. 15 CE tal y como ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional en relación con la vida humana en formación.

Pero en el caso regulado en el art. 13.4 de la L.O. 2/2010, es decir, en el del aborto realizado por una menor de edad y mayor de 16 años sin el consentimiento o el conocimiento de sus padres, esa vulneración resulta más grave si cabe, puesto que sitúa en una desprotección aún mayor al nasciturus, al preverse que la decisión sobre la terminación del embarazo sea adoptada por quien carece de la capacidad de juicio suficiente para tomar una decisión de tanta trascendencia para la vida humana del nasciturus.

II. De acuerdo con lo dispuesto en el art. 13.4 párrafo primero de la L.O. 2/2010, a las niñas mayores de 16 años pero menores de 18 que no hayan sido emancipadas, en lo que se refiere a la interrupción de su embarazo, debe aplicárseles el régimen general de las mujeres mayores de edad. Es decir, que no necesitan la intervención de sus padres o tutores a fin de que integren o completen su consentimiento para abortar, a diferencia de lo que sucede con otras muchas decisiones no sólo relacionadas con su salud (como los ensayos clínicos o las técnicas de reproducción asistida) sino con otros aspectos fundamentales de carácter personal o patrimonial.

Pues bien, esa disminución de garantías que supone la no intervención de los representantes legales de la menor no sólo puede enfocarse desde la perspectiva de la propia menor embarazada, que puede verse implicada en la comisión de un delito; ni de los propios depositarios de la patria potestad, a quienes se priva del derecho a transmitir su opinión a su hija embarazada y contribuir así a formar sus convicciones; sino de la necesaria protección de la vida humana del nasciturus, que en este caso puede ser sacrificada sobre la base de un consentimiento incompleto, y por lo tanto, no plenamente libre y maduro, dado que legalmente se ha excluido la contribución que para la formación del mismo supone la intervención de los padres de la menor embarazada. El hecho de que, según el precepto, lo que determine la posibilidad de decidir sea exclusivamente el dato objetivo de la edad (más de 16 años) y no el subjetivo de la capacidad de juicio (madurez suficiente), supone un elemento añadido de la desprotección que supone para el nasciturus el que su futuro vital quede condicionado a la decisión de una menor de edad que carece legal y constitucionalmente (art. 12 CE) de la capacidad de decidir sobre cuestiones de mucha menor trascendencia personal y familiar.

Por consiguiente, en cuanto que el art. 13.4 de la L.O. 2/2010, al permitir abortar a menores de edad sin necesidad de que se integre su consentimiento a través de la decisión de sus padres o tutores, supone una desprotección aún mayor de la vida humana del nasciturus de la que ya de por sí implica el aborto por la mera decisión de la mujer, debería ser declarado inconstitucional por el Tribunal Constitucional al vulnerar el art. 15 CE.

MOTIVO SEXTO: Inconstitucionalidad del artículo 19.2 párrafo primero de la Ley 2/2010, de 3 de marzo, por vulneración de los artículos 16.1 y 2, y 18.1 de la CE

1. La regulación de la objeción de conciencia en el art. 19.2 párrafo primero de la Ley 2/2010.

I. El art. 19.2 de la L.O. 2/2010 regula la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios que pueden intervenir en la práctica de las interrupciones del embarazo. Según la Exposición de Motivos de la Ley, la plasmación de ese derecho "será articulado en un desarrollo futuro de la Ley", lo que no se sabe muy bien a qué está haciendo referencia, aunque es de esperar que no se relacione con un desarrollo reglamentario de la objeción de conciencia. Porque, si así fuera, estaríamos ante una norma inconstitucional, dado que el único desarrollo posible de los casos de objeción de conciencia es el que se realice mediante una ley, en cuanto que constituye una proyección directa del derecho a la libertad ideológica y de creencias.

En concreto, el párrafo primero del citado apartado establece lo siguiente: "2. Los profesionales sanitarios directamente implicados en la interrupción voluntaria del embarazo tendrán el derecho de ejercer la objeción de conciencia sin que el acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas por el ejercicio de la objeción de conciencia. El rechazo o la negativa a realizar la intervención de interrupción del embarazo por razones de conciencia es una decisión siempre individual del personal sanitario directamente implicado en la realización de la interrupción voluntaria del embarazo, que debe manifestarse anticipadamente y por escrito. En todo caso los profesionales sanitarios dispensarán tratamiento y atención médica adecuados a las mujeres que lo precisen antes y después de haberse sometido a una intervención de interrupción del embarazo".

II. Como se puede observar de la lectura del precepto, no cabe duda de que se reconoce a los profesionales sanitarios su derecho a objetar a la práctica de abortos. Ahora bien, los únicos profesionales a los que se permitiría ejercer ese derecho es a los "directamente" implicados en la intervención, lo que genera una grave inseguridad jurídica acerca de quién puede acogerse o no a ese derecho, dado que habría que delimitar qué se entiende por una implicación directa en un aborto, cosa que la ley no hace. Por consiguiente, en cuanto que cabe realizar una interpretación restrictiva del derecho y excluir de su ejercicio a profesionales a quienes se les debería reconocer, cabe considerar que el inciso legal al que se hace referencia resulta inconstitucional, como en seguida se detallará.

Pero del tenor de la norma se desprende también que, junto al reconocimiento del derecho a objetar, se impone la condición de que su ejercicio no menoscabe el acceso y la calidad asistencial de la prestación. Es decir, que el derecho a la objeción no se considera preferente en todo caso, sino que se subordina a que, en el caso concreto, se pueda realizar la prestación, lo que, como más adelante se desarrollará adecuadamente, también constituye una exigencia contraria al art. 16.1 CE.

De igual modo, se afirma que el rechazo o la negativa a realizar abortos –no se especifica en el precepto qué diferencia existe entre una y otra conducta– debe manifestarse, desde un punto de vista temporal, anticipadamente, y desde un punto de vista formal, por escrito. Pues bien, ambos requisitos son innecesarios y limitan el ejercicio del derecho fundamental de forma desproporcionada, por lo que irían asimismo en contra de lo dispuesto en el art. 16.1 y 2 CE, así como en el art. 18.1 CE.

2. El reconocimiento de la objeción de conciencia en la doctrina constitucional y, en particular, en relación con la práctica de abortos.

I. La CE únicamente reconoce de modo expreso la objeción de conciencia en su art. 30.2, en relación con la prestación del servicio militar. No obstante ello, el Tribunal Constitucional ha considerado que la posibilidad de objetar al cumplimiento de deberes legalmente impuestos, si bien no puede admitirse con carácter general, sí puede apreciarse para casos particulares como formando parte del derecho fundamental a la libertad ideológica (STC 53/1985, que en seguida se analizará) o como una dimensión negativa de la libertad religiosa de no participar en actos que se relacionen con un determinado culto (SsTC 101/2004, de 2 junio y 177/1996, de 11 noviembre).

En esta línea de reconocer casos de objeción de conciencia distintos de los vinculados al ámbito del servicio militar se sitúa el precepto que aquí se contempla, que afirma la existencia de un derecho del personal sanitario a objetar a la práctica de abortos, siguiendo lo que ya sostuvo el Tribunal Constitucional en 1985, incluso sin regulación legal que lo estableciera.

II. Así, la STC 53/1985, en su fundamento jurídico 14, cuando se le planteó la posible inconstitucionalidad de la ley que despenalizaba determinados supuestos de aborto por no contemplar la regulación de la objeción de conciencia de los médicos y demás personal sanitario, se pronunció de forma categórica acerca de la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia por parte del personal sanitario a quien pudiera corresponder practicar un aborto, aunque la ley no dijera nada al respecto. En concreto, señaló lo siguiente: "No obstante, cabe señalar, por lo que se refiere al derecho a la objeción de conciencia, que existe y puede ser ejercido con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución y, como ha indicado este Tribunal en diversas ocasiones, la Constitución es directamente aplicable, especialmente en materia de derechos fundamentales".

Por consiguiente, según la doctrina del Tribunal Constitucional, la libertad ideológica y religiosa garantizada en el art. 16.1 CE integra el derecho a objetar la realización de aquellos actos que, por motivos de conciencia, contrarían de forma directa las convicciones e ideas más íntimas del sujeto. Así, la persona que, de otro modo, vendría obligada a actuar de una forma determinada, queda liberada de hacerlo en el caso concreto precisamente por razón de sus creencias, que son preferidas constitucionalmente al cumplimiento del deber o a la realización del acto al cual se objeta.

En este sentido, la Ley 2/2010 coincide con la doctrina constitucional en tanto que reconoce la existencia de un derecho a objetar a la intervención en interrupciones de embarazos, que corresponde a los profesionales que, precisamente por razón de su oficio, pueden a priori ser requeridos para participar en la práctica de abortos. Ahora bien, estos recurrentes consideran que, en la regulación concreta de ese derecho, el precepto incurre en inconstitucionalidad al establecer restricciones injustificadas y desproporcionadas que afectan a su contenido esencial.

3. La regulación del art. 19.1 de la L.O. 2/2010 vulnera el art. 16.1 y 2, y el art. 18.1 CE, al limitar el alcance subjetivo y formal del derecho a la libertad ideológica, así como por no dar prioridad al derecho fundamental frente a otros valores de menor entidad.

I. Tal y como se ha expuesto anteriormente, el Tribunal Constitucional considera que la objeción de conciencia forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad ideológica del art. 16.1 CE, sin que esto quiera decir que su mera invocación sea suficiente para justificar cualquier incumplimiento de los deberes exigibles, en particular, a los funcionarios públicos (STC 55/1996, de 28 de marzo). Pues bien, en el caso de la objeción de conciencia a la práctica de abortos, el ejercicio de ese derecho resulta plenamente justificado, no sólo porque así se reconozca ya legalmente, sino sobre todo porque, como dice el ATC 135/2000, de 8 de junio, "la conducta terapéutica o médica a la cual se negó la demandante se refiere a un derecho fundamental de terceras personas (el derecho a la vida del art. 15 de la CE, que sí está implicado en la objeción de conciencia al aborto)". Al margen de la jubilosa declaración de este auto de que el nasciturus es una "persona" que goza del "derecho a la vida", algo que no se afirmaba en esos términos en la STC 53/1985, lo cierto es que el hecho de no querer participar en acabar con una vida humana representa un motivo absolutamente justificado para admitir la objeción de conciencia en su más amplia extensión posible, y tanto en lo objetivo como en lo subjetivo.

Pues bien, la regulación legal de la objeción de conciencia a la práctica de abortos –primera que existe sobre la materia– que se contiene en el art. 19.2 de la L.O. 2/2010 se ha caracterizado precisamente por todo lo contrario: por establecer límites y restringir el ejercicio del único derecho fundamental en conflicto, el reconocido en el art. 16.1 CE, hasta el punto de condicionarlo a una previsión de naturaleza puramente burocrática como es la "calidad" de la prestación.

II. Así pues, en primer término, el art. 19.2 únicamente permite acogerse a la objeción de conciencia a los profesionales que se encuentren "directamente implicados en la interrupción voluntaria del embarazo". El problema es determinar, como ya se señaló, qué debe entenderse por implicación directa. Parece indudable que deben tener cabida en tal concepto todo el personal médico y sanitario que participe en la operación, cualquiera que sea su actuación (anestesistas, ginecólogos, enfermeros, etc.). Pero existe otro conjunto de profesionales que pueden tener una intervención previa y determinante del aborto (como los médicos que deben firmar el dictamen relativo a la enfermedad o anomalía del feto, o se pronuncian sobre el riesgo para la salud de la madre, o los sanitarios que preparan el instrumental), o posterior (personal que recoge y destruye los restos biológicos derivados del aborto), a los que parece que se excluiría de la posibilidad de objetar, por no tener una participación directa, sino indirecta, en el aborto en cuanto tal.

Sin embargo, los motivos de conciencia que tales profesionales pueden esgrimir son perfectamente admisibles y equiparables a los de los que se niegan a participar directamente en la intervención abortiva. Y así lo ha reconocido, por ejemplo, la jurisprudencia norteamericana, donde se admitió el derecho a objetar que tenía una enfermera que se negó a preparar el instrumental médico con el que se iba a practicar un aborto, y a recoger los restos humanos que de él se derivaron (sentencia Tramm vs, Porter Memorial Hospital et al., de la Corte de Distrito del Estado de Indiana, 128 F.D.R. 666, 1989 U.S. Dist.Lexis 16391); o la ley italiana de 22 de mayo de 1978, que reconoce la objeción de conciencia no sólo al personal sanitario, sino también al que ejerce "actividades auxiliares".

Por consiguiente, en cuanto legalmente restringe a determinados profesionales su derecho fundamental a objetar sobre la base de su libertad ideológica y de creencias, el art. 19.2 de la L.O. 2/2010 estaría vulnerando el art. 16.1 CE.

III. Por otra parte, ese mismo precepto señala que, aunque se reconozca la existencia del derecho a ejercer la objeción de conciencia que corresponde a los profesionales sanitarios, ello no puede impedir que se preste el servicio de aborto con la calidad asistencial ordinaria. En concreto, dice que el derecho a objetar se realizará "sin que el acceso y la calidad asistencial de la prestación puedan resultar menoscabadas por el ejercicio de la objeción de conciencia". Es decir, considerando la frase en sentido positivo, si el acceso al aborto o la calidad asistencial de la prestación se menoscabaran por haberse ejercitado la objeción de conciencia –como sucedería, por ejemplo, si todos los médicos del servicio de que se trate se niegan a practicar abortos–, ésta no podría tener cobertura legal.

Tal regulación resulta inadmisible, y constituye una flagrante violación del art. 16.1 CE al vulnerar frontalmente la libertad ideológica y de conciencia de los profesionales sanitarios, a los que se pretende obligar a practicar abortos (o al menos, a privar del lícito ejercicio de su derecho fundamental a negarse a hacerlo) sin que exista ni siquiera un derecho fundamental en conflicto que pueda esgrimirse para justificarlo. En ningún momento del texto legal se afirma que el aborto sea un derecho de la mujer: por eso la objeción de conciencia se confronta con el "acceso a la prestación" y a la "calidad asistencial de la misma", lo que resulta absolutamente insuficiente para justificar ni mínimamente la restricción que el precepto pretende. Un derecho constitucional o fundamental como es la libertad de conciencia no puede ser limitado por criterios competenciales de carácter organizativo. La obligación de organizar los servicios médicos abortivos recae sobre los entes hospitalarios y no sobre los objetores considerados como personas singulares.

Pero es que ni aun cuando se pudiera hablar de un conflicto de derechos (entre el profesional sanitario y la mujer embarazada), se podría imponer contra su voluntad al primero la obligación de practicar un aborto, porque como bien indicó el ATC 135/2000 antes citado, está en juego también la vida humana de un tercero, y a nadie se le puede imponer acabar con una vida para asegurar "la calidad de la asistencia". En este pretendido caso de colisión entre el derecho de la gestante a la utilización de los mecanismos prestacionales que le confiere la ley y el derecho del objetor a no ser discriminado por el hecho de su objeción, debe prevalecer este último, precisamente porque goza de una protección constitucional expresa y directa. En otras palabras la ponderación se ha de llevar a cabo entre el derecho a la prestación sanitaria del aborto, que no goza de carácter fundamental, y la objeción de conciencia del médico, que al ostentar categoría de derecho fundamental, resulta prevalente.

Por consiguiente, la actual redacción del art. 19.2 de la L.O. 2/2010, al hacer depender el ejercicio de la objeción de conciencia de que se garantice la prestación abortiva, vulnera el art. 16.1 CE.

IV. Por último, el citado art. 19.2 también exige que la objeción de conciencia se manifieste "anticipadamente y por escrito". Ambos son requisitos innecesarios, desproporcionados y que restringen injustificadamente el ejercicio de un derecho fundamental, por lo que vulneran el principio de proporcionalidad que el legislador debe respetar cuando regula materias atinentes a derechos fundamentales.

En este sentido, no se entiende por qué debe declararse con carácter anticipado si se va a objetar o no a la práctica de abortos, especialmente cuando no se especifica el momento en que debe efectuarse tal declaración. Porque el precepto no concreta cuándo el profesional debe realizarla: si al hacer las pruebas para adquirir la especialización médica, al ser contratado por el centro como residente, al adquirir plaza fija en el mismo, cuando entra la primera mujer embarazada al servicio o departamento correspondiente con el deseo de abortar, etc. Pero es que, además, el hecho de tener que anunciar con carácter previo si se objetará o no, incluso aun cuando nunca se dé la ocasión de ejercer tal derecho, supone una obligación de revelar un dato que afecta a la intimidad del sujeto que carece de justificación al amparo del art. 18.1 CE, que garantiza el respeto a la "intimidad personal". Es decir, que, mientras no sea necesario (y el adverbio "anticipadamente" que usa el precepto permite inferir que podría exigirse incluso antes de que llegue a producirse la situación conflictiva), nadie está a obligado, según la Constitución, a descubrir aspectos de su intimidad ni "a declarar sobre su ideología, religión o creencias" (art. 16.2 CE). Entre otras cosas, porque puede cambiar en función de la propia situación vital del individuo o incluso por las circunstancias concretas del caso de que se trate.

Por consiguiente, la exigencia genérica de que la objeción de conciencia se deba manifestar por anticipado, sin especificar que se hace referencia al momento inmediato anterior a que se solicite al personal sanitario la intervención en un caso concreto de aborto, supone una restricción indebida y desproporcionada del derecho a la libertad ideológica y de creencias que garantiza el art. 16.1 y 2 CE y una vulneración de la intimidad consagrada en el art. 18.1 CE.

Y lo mismo cabría señalar de la obligación de que el ejercicio de la objeción de conciencia se realice "por escrito". No existe ninguna razón objetiva que justifique este requisito formal, que parece alzarse como necesario para la validez, ni más ni menos, del propio ejercicio del derecho fundamental. Lo importante, a efectos organizativos, es que la decisión del personal sanitario que objete sea conocida por la dirección del centro cuando se plantee la práctica de un aborto, de modo que se pueda buscar una alternativa bien en el mismo centro, bien en otro; pero para eso no se necesita que la declaración se efectúe por escrito, puesto que esa formalidad nada añade para la resolución eficaz de la situación creada.

La razón, pues, de la exigencia, debe buscarse en otro motivo distinto de la eficacia en la gestión asistencial: por ejemplo, en la posibilidad de archivar los "escritos" presentados por el personal de cada hospital o centro sanitario, de modo que pueda conocerse en todo momento qué profesional médico o sanitario es contrario al aborto, lo que se consigue con una información que puede transmitirse de unas direcciones hospitalarias a otras. Resulta cuanto menos curioso que el esfuerzo desplegado por la L.O. 2/2010 por garantizar la intimidad de las mujeres que deciden interrumpir su embarazo, no se haya hecho extensivo, sino más bien lo contrario, a los profesionales que ejercen su derecho fundamental a objetar al aborto.

En definitiva, en cuanto que la obligación de formular por escrito la objeción de conciencia posibilita el archivo de datos personales e íntimos con la única finalidad de agrupar a personas en función de sus creencias o convicciones morales, hay que entender que se opone frontalmente a lo que se reconoce en los arts. 16.1 y 2, y 18.1 CE.

MOTIVO SÉPTIMO: Inconstitucionalidad del art. 5.1.e) de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, por vulneración de los arts. 9.3, 16.1, 20.1.c) y 27.3 CE.

1. El contenido del art. 5.1.e) de la Ley Orgánica 2/2010.

I. El artículo 5.1 de la Ley Orgánica 2/2010, dentro de la rúbrica general "Objetivos de la actuación de los poderes públicos", contiene una enumeración de aquellas materias y aspectos que garantizarán "los poderes públicos en el desarrollo de sus políticas sanitarias, educativas y sociales".

Entre esos aspectos se contiene: "e) La educación sanitaria integral y con perspectiva de género sobre salud sexual y salud reproductiva". Es decir, que según el contenido del precepto, corresponde a los poderes públicos construir una política educativa que garantice que se impartirá una educación sanitaria sobre salud sexual y reproductiva con una perspectiva determinada: la denominada perspectiva de género.

II. Lo primero que destaca negativamente del citado precepto es la indefinición del término empleado, porque en ningún momento de la ley se especifica qué debe entenderse por una "perspectiva de género". Esta deficiencia ya fue denunciada, con carácter general, tanto por el Consejo Fiscal como por el Consejo de Estado en sus respectivos informes al Anteproyecto de Ley del que la ley recurrida trae causa. Y al utilizar la ley este término cuyo contenido se puede intuir, pero de hecho se desconoce legalmente, en un contexto de habilitación de competencias estatales –cuando no de obligaciones administrativas frente a derechos de los particulares de rango constitucional–, se genera una inadmisible inseguridad jurídica que crea una carga para los particulares afectados que no es exigible soportar en términos constitucionales conforme a las exigencias del art. 9.3 de la CE.

En concreto, el Consejo de Estado se refirió a este defecto en su informe al Anteproyecto en términos especialmente críticos en el apartado XII, y en sus observaciones de redacción al articulado, al referirse a la expresión "enfoque de género" afirmaba que "está sin definir y, en consecuencia, introduce inseguridad". Esta inseguridad que denuncia el Consejo de Estado, cuando incide en el ámbito de las libertades y derechos fundamentales constitucionalmente garantizados –como es el caso de la libertad ideológica y el derecho a la educación– adquiere una trascendencia fundamental a la hora de enjuiciar la inconstitucionalidad de la norma.

III. Lo segundo que destaca de la formulación del precepto es lo que realmente impone a los poderes públicos: la educación sobre una cuestión que afecta a la intimidad de las personas desde una perspectiva ideológica determinada, en concreto, desde la perspectiva de género. Una expresión que, como se ha indicado, no se define legalmente en ninguna parte, pero que comporta una indudable dimensión ideológica que podría ser impuesta una vez que fuera determinada por las autoridades correspondientes.

Como en seguida se señalará, la exigencia de que los poderes públicos garanticen que la educación sanitaria y afectivo-sexual se realiza con un sesgo ideológico determinado, contraría los arts. 16.1 y 27.3 CE tal y como han sido interpretados por nuestro Tribunal Constitucional y por los Tribunales que se han pronunciado sobre los Convenios y Tratados internacionales ratificados por España relativos a los derechos fundamentales de las personas, por lo que al entender de esta parte debería ser declarado contrario a la Constitución.

2. El contenido del art. 5.1.e) de la Ley Orgánica 2/2010, en cuanto impone que la educación sanitaria sobre salud sexual y reproductiva debe ser impartida "con perspectiva de género", vulnera los arts. 9.3, 16.1 y 27.3 CE, en relación con el art. 10.1 y 2 CE.

I. Como se ha indicado, el mero hecho de hacer depender algo tan esencial como la educación de niños y jóvenes de un enfoque ideológico cuyos contornos pueden intuirse, pero que se desconocen legalmente, ya puede conllevar de por sí una inconstitucionalidad derivada de la infracción del principio de seguridad jurídica que la Constitución garantiza a todos los ciudadanos (art. 9.3 CE).

Pero es que, además, en el presente caso, por el mero hecho de imponer una perspectiva ideológica determinada, sea ésta cual sea, se está incurriendo en un adoctrinamiento y posibilitando el pensamiento oficial y único, vulnerándose frontalmente el art. 16.1 CE, que garantiza el derecho a "la libertad ideológica", y el art. 27.3 CE, que reconoce a los padres "el derecho que (les) asiste para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones".

II. Antes de entrar en mayor detalle en relación con la vulneración que el art. 5.1.e) supone en relación con los preceptos constitucionales citados, conviene disipar cualquier duda que pudiera suscitarse en relación a la posible no vinculación del término "perspectiva de género" con aspectos relacionados con una dimensión axiológica e ideológica, que es la protegida constitucionalmente.

Y es que el art. 9 de la Ley Orgánica 2/2010, señala que "el sistema educativo contemplará la formación en salud sexual y reproductiva, como parte del desarrollo integral de la personalidad y de la formación en valores […]", con lo que la propia ley está afirmando explícitamente la incidencia que se pretende que tenga esa formación en el desarrollo de la personalidad del alumno y en la formación de sus valores, una formación que se exige que se realice desde la perspectiva de género (art. 5 de la L.O. 2/2010), que es la que aquí se impugna.

Por consiguiente, cuando se habla de imponer una perspectiva determinada en el enfoque de la educación afectiva y sexual, no está haciendo referencia a cuestiones o enfoques de carácter científico u objetivo, sino a aquéllos otros que inciden claramente en aspectos de tipo ideológico y axiológico, que deben quedar fuera ambos de cualquier género de uniformidad estatal.

III. A la hora de considerar la existencia de una lesión de los mencionados derechos y libertades fundamentales por la actual redacción del art. 5.1.e) de la LO 2/2010, estos recurrentes parten de la base de que los poderes públicos están habilitados para realizar una programación general de la enseñanza (art. 27.5 CE), y que la educación ha de tener por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana (art. 27.2 CE); pero, en ambos casos, sin que sea posible que dicha educación se transforme en pensamiento único, o se adapte a fin de que responda a un determinado credo o a una sola ideología. Las facultades de los poderes públicos no son ilimitadas, sino que tienen que respetar los derechos y libertades fundamentales. También ellos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (artículo 9.1 CE) y, en lugar de dificultar a los ciudadanos y a los grupos en que se integran el ejercicio de sus derechos fundamentales –en este caso la libertad ideológica y religiosa, y la libertad de enseñanza en los términos descritos–, deben facilitar su ejercicio y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud (art. 9.2 CE).

En este sentido, lo que se considera inconstitucional no es tanto el hecho de que se implante de forma preceptiva la educación sanitaria y afectivo-sexual, sino que se obligue a explicarla y estudiarla desde una perspectiva determinada, que es tanto como decir desde una ideología determinada. En este sentido, el TEDH ha aceptado que los Estados incorporen la explicación de conocimientos e informaciones que tengan, directamente o no, un contenido religioso o filosófico (STEDH del caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca, de 7 de diciembre de 1976, § 53. STEDH del caso Jiménez Alonso y Jiménez Marino contra España, de 25 de mayo de 2000, § 1.), aceptando expresamente la educación sexual (la legitimidad de esta asignatura al sistema educativo danés es precisamente lo que resuelve la STEDH del citado caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen, y también se acepta en el caso Jiménez Alonso y Jiménez Marino). Pero al mismo tiempo advierte en sus resoluciones que esas propuestas educativas han de ser compatibles con la libertad religiosa e ideológica de los alumnos, garantizada por el CEDH en su art. 9, y el derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral que sea conforme a sus convicciones, también reconocido en el art. 2 del Protocolo adicional al Convenio de 1952.

Precisamente por esos motivos, el citado TEDH añade que, en la programación de esas enseñanzas con contenidos religiosos o filosóficos, los Estados habrán de asegurar que no se lesionan estos derechos fundamentales. Dicho en otros términos, el Estado no podrá servirse de estas enseñanzas para adoctrinar. Para evitar este riesgo, habrá de asegurar que los contenidos del programa sean transmitidos de una manera objetiva, crítica y pluralista, de manera que los alumnos puedan reflexionar sobre esas cuestiones en un ambiente exento de proselitismo (vid. SsTEDH del caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca, §§ 50, 53; caso Campell and Cosans, de 25 de febrero de 1982, § 35; Valsamis contra Grecia, § 28 y Efstratiou contra Grecia, § 29, ambas de 18 de diciembre de 1996; caso Hasan y Eylem Zengin contra Turquía, de 9 de enero de 2008, § 52; caso Folgerø contra Noruega, § 84 h); y caso Jiménez Alonso y Jiménez Marino contra España, de 25 de mayo de 2000, § 1.).

Admitir lo contrario significaría que el derecho a elegir la formación filosófica, ideológica, o religiosa de los alumnos les corresponde a los poderes públicos y no a los padres (SsTEDH del caso Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca, § 52; caso Hasan y Eylem Zengin contra Turquía, § 52; caso Folgerø contra Noruega, § 84.c y e). Así, el TEDH señala incluso que cuando se garantiza el "respeto" a esas creencias, se está afirmando un contenido de mayor intensidad que "tenerlas en cuenta", o un "reconocimiento", como afirman las sentencias de los casos Campell and Cosans, § 37, y Valsamis contra Grecia, § 27 y Efstratiou contra Grecia, § 28, ya citadas. Por eso ha establecido que, en aquellas asignaturas que contengan contenidos religiosos o morales, debe existir necesariamente la posibilidad de abstenerse de cursarla (STEDH del caso Folgerø contra Noruega, §§ 97 y ss, particularmente el § 100).

IV. Esa misma interpretación a favor de los derechos de los ciudadanos ha realizado nuestro Tribunal Constitucional cuando ha afirmado que el art. 27.3 CE lleva ínsito el derecho de los padres a que sus hijos no reciban enseñanzas contrarias a sus convicciones religiosas y morales (STC 5/1981, FJ 9, y STC 38/2007, particularmente el FJ 5.). Y lo mismo nuestro Tribunal Supremo, que ha tenido ocasión de afirmar el año pasado (sentencias del Tribunal Supremo de 11 de febrero de 2009, Sala tercera, de 11 de febrero de 2009, en concreto, recurso de casación 905/2008, FJ 10; recursos de casación 948/2008, 949/2008, y 1013/2008, FJ 15) la ilegitimidad de que los poderes públicos se sirvan de las asignaturas obligatorias que se imparten en las escuelas para adoctrinar a los alumnos (exactamente ha afirmado que "las asignaturas que el Estado, en su irrenunciable función de programación de la enseñanza, califica como obligatorias no deben ser pretexto para tratar de persuadir a los alumnos sobre ideas o doctrinas", antes bien, "ha de mostrar la más exquisita objetividad y el más prudente distanciamiento").

En definitiva, que según la interpretación que de los preceptos constitucionales ha realizado nuestra jurisprudencia, los poderes públicos no pueden adoptar una ideología o creencia determinadas para impartir una asignatura, porque ello lesionaría tanto su debida neutralidad ideológica y religiosa derivada del respeto a la propia de los ciudadanos que garantiza el art. 16.1 CE, como los derechos fundamentales de padres y alumnos a que se refiere el art. 27.3 CE.

V. Pues bien, justamente lo que proscriben los tribunales nacionales e internacionales en relación con las asignaturas que puedan suponer un contenido ideólogico o axiológico, es lo que consagra el art. 5.1.e) de la LO 2/2010, que aquí se recurre. Sin ninguna matización, se obliga a que la educación sanitaria relativa a la salud sexual y reproductiva, que puede desarrollarse en todo el sistema educativo, se imparta "con perspectiva de género", sin que pueda tomarse en consideración las creencias y convicciones personales de los alumnos ni los valores de los padres. Porque, insistimos, la perspectiva de género es una ideología determinada –y probablemente no se la denomina ideología para ocultar su verdadera naturaleza–, con contornos imprecisos (aunque parece fundarse en la concepción de la sexualidad no como algo objetivo y natural sino subjetivo y cultural) y que puede perfectamente no sólo no compartirse, sino criticarse por errónea e inadecuada. Y el Estado no es quien para imponer a enseñantes y discentes a tener que explicar una materia conforme a una ideología determinada.

Por ello, se considera que el citado precepto supone una violación de los citados arts. 16.1 y 27.3 CE, y debería ser excluido del ordenamiento jurídico español.

3. El contenido del art. 5.1.e) de la Ley Orgánica 2/2010, en cuanto impone que la educación sanitaria sobre salud sexual y reproductiva debe ser impartida "con perspectiva de género", vulnera el art. 20.1.c) CE.

I. La imposición de una perspectiva determinada (en este caso, la de género) en la enseñanza sanitaria y afectivo-sexual, no sólo afecta a los derechos y libertades de alumnos y padres, sino también a los de los profesores, en concreto, a la libertad de cátedra, que se consagra en el art. 20.1.c) CE, y del que son titulares todos los docentes, cualquiera que sea el nivel educativo en que desarrollan sus funciones, tal como ha indicado la STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 9.

Así, de igual forma que no es posible obligar a ninguna persona a estudiar una materia desde una perspectiva ideológica determinada, tampoco es aceptable constitucionalmente obligar a un profesor a explicarla de ese modo. Incluso el Tribunal Constitucional ha afirmado expresamente que los profesores pueden resistir cualquier mandato consistente en ofrecer a su enseñanza una orientación ideológica determinada, puesto que no puede haber una ciencia o doctrina oficiales (STC 5/1981, ya citada). Esa es la dimensión personal de la libertad académica, consagrada constitucionalmente y que no puede ser ignorada por una norma de rango legal.

II. Pues bien, el hecho de que la LO 2/2010 obligue a que una determinada disciplina que formará parte de "los contenidos formales del sistema educativo" deba enseñarse desde una ideología determinada, en concreto, "con perspectiva de género", vulnera el derecho fundamental de los docentes a la libertad de cátedra, es decir, a poder explicar y transmitir los conocimientos correspondientes a su disciplina desde la perspectiva y con las características que considere procedentes y más adecuadas desde una perspectiva científica, didáctica y académica.

Por consiguiente, el art. 5.1.e), tal y como se encuentra actualmente redactado, vulnera el derecho a la libertad de cátedra reconocido en el art. 20.1.c) CE.

MOTIVO OCTAVO: Inconstitucionalidad del art. 8 in limine y letras a) y b) de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, por vulneración de los arts. 16.1, 20.1.c) y 27.10 CE.

1. El contenido del art. 8 in limine y letras a) y b) de la Ley Orgánica 2/2010.

I. El artículo 8 de la L.O. 2/2010 establece, en su introducción y en sus letras a) y b) lo siguiente: "La formación de profesionales de la salud se abordará con perspectiva de genéro e incluirá: a) La incorporación de la salud sexual y reproductiva en los programas curriculares de las carreras relacionadas con la medicina y las ciencias de la salud, incluyendo la investigación y formación en la práctica clínica de la interrupción voluntaria del embarazo; b) La formación de profesionales en salud sexual y salud reproductiva, incluida la práctica de la interrupción del embarazo".

II. Por consiguiente, el citado art. 8 de la L.O. 2/2010 introduce una doble obligación para las autoridades educativas y sanitarias: por un lado, que todos los programas de formación "se aborden" desde una perspectiva determinada: la ya mencionada perspectiva de género; y, por otro lado, que los estudios de las carreras de medicina y demás relacionadas con la salud, así como cualquier otro medio de formación del personal médico y sanitario, incluya no ya sólo el estudio teórico del aborto como un caso más de actuación en determinadas situaciones, sino también que se asegure que se procede a la "práctica" ("clínica" se añade, para dejarlo absolutamente claro) del mismo, dentro de unos pretendidos estudios sobre "salud sexual y reproductiva".

El citado precepto, no obstante su inconcreción y la necesidad de que sea desarrollado por normas posteriores que le den un contenido determinado, no deja de tener un contenido jurídico perfectamente definido que lo hace aplicable y operativo, de forma que las regulaciones que se refieran a las materias que en ellas se refieren deberán tomarlo en consideración y establecer o adaptar su contenido a lo que en él se establece.

Ahora bien, es precisamente lo que en dicho precepto se impone lo que debe considerarse inadmisible desde una perspectiva constitucional, dado que, como ya se ha señalado, no sólo no cabe obligar a impartir una enseñanza de todo un campo de formación –ni más ni menos–, como es el sanitario, desde una perspectiva ideológica determinada, sino que menos aún se puede obligar a los centros de enseñanza, a los profesores y a los alumnos a que participen, de un modo práctico, en una actuación como el aborto que puede atentar directamente contra sus convicciones morales e ideológicas, y que, al imponerse como obligatoria, contraviene tanto la libertad de enseñanza de los centros como la de cátedra de los profesores.

2. El contenido del art. 8 in limine de la Ley Orgánica 2/2010, en cuanto impone que la formación de profesionales de la salud debe ser abordada "con perspectiva de género", vulnera el art. 20.1.c) CE.

Tal y como se ha indicado, el art. 8 de la L.O. 2/2010 impone que la formación de los profesionales de la salud se aborde con perspectiva de género. Una declaración de ese tenor contraría frontalmente el derecho a la libertad de cátedra que corresponde a todo enseñante, al condicionarle el enfoque docente e investigador que debe aplicar a sus clases y trabajos, e imponerle una determinada doctrina instituida oficialmente que debe seguir en sus enseñanzas y de la que legalmente no se permite discrepar.

Por consiguiente, la exigencia de que la formación, en este caso, educativo-sanitaria, se aborde desde una perspectiva determinada es contraria a la CE por las razones expuestas en el motivo anterior, a las que nos remitimos en este momento.

3. El contenido del art. 8 letras a) y b) de la Ley Orgánica 2/2010, en cuanto impone que los programas y currícula universitarios, así como la formación de profesionales de la salud, deba incluir la práctica clínica de abortos, vulnera los arts. 16.1 y 27.10 CE.

I. Como se indicó en el apartado 1 del presente motivo, el art. 8 de la L.O. 2/2010 establece de forma preceptiva que en los programas universitarios de medicina y ciencias de la salud se incluyan conocimientos relativos a la práctica clínica de abortos (letra a). Asimismo, se obliga a enseñar "salud sexual y reproductiva" no sólo desde una perspectiva de género, sino incluyendo la práctica de abortos (letra b).

II. Esas exigencias implican una vulneración, en primer término, de la autonomía universitaria, consagrada en el art. 27.10 CE, dado que no procede imponer a una Universidad por medio de una Ley de Salud Sexual y Reproductiva la enseñanza de una determinada materia, obligándola a que la incorpore a sus planes de estudios de determinadas carreras. Como ha señalado el Tribunal Constitucional, cada Universidad puede y debe elaborar sus propios Estatutos (STC 156/1994) y los planes de estudio e investigación (STC 187/1991), pues no en vano se trata de configurar la enseñanza sin intromisiones extrañas (STC 179/1996). Solo quedaría fueran de la libertad de cada Universidad las directrices generales sobre estudios de tercer grado (art. 149.1.30ª CE).

En consecuencia, que a través de una ley absolutamente extraña al sistema educativo se pretenda imponer a todas las Universidades la enseñanza de una materia determinada, especificando además el modo a través del cual debe impartirse (la "práctica clínica" que señala el precepto), supone una violación de la autonomía universitaria consagrada en el art, 27.10 CE y, por lo tanto, una flagrante inconstitucionalidad.

III. Asimismo, el hecho de que se imponga "la práctica clínica de la interrupción del embarazo" como un elemento básico de la formación de los profesionales de la salud, sin tener en cuenta la posibilidad de que muchos de ellos consideren que el aborto no espontáneo atenta contra sus convicciones ideológicas y morales, estos recurrentes consideran que implica una vulneración del derecho a la libertad de conciencia reconocido en el art. 16.1 CE. En este sentido, no puede olvidarse que la STC 53/1985 ha reconocido el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales médicos y sanitarios a la práctica clínica de abortos, y otro tanto cabría decir de aquellos profesores y estudiantes que se encuentran en esa misma situación, siquiera sea como práctica académica, en cuanto implique realmente una actuación clínica.

Por lo tanto, en cuanto que no contempla la objeción de conciencia a la práctica clínica de abortos para aquellos alumnos y profesores que así lo consideren necesario de acuerdo con sus propias convicciones, el precepto impugnado resulta inconstitucional.

IV. En este sentido, conviene destacar que es un hecho público y notorio que en la sociedad española existe un gran pluralismo a la hora de concebir la sexualidad humana, su significado, lo conveniente o inconveniente en la materia, la forma de educar en este campo del conocimiento, así como los modelos de conducta que deben proponerse a los jóvenes para ayudarles en su formación. No en vano entre las cuestiones que más debate han generado en nuestro país en los últimos años se encuentran las vinculadas a materias donde la dimensión sexual y las concepciones sobre la misma están presentes de una u otra forma: la esencia heterosexual del matrimonio o su apertura a personas del mismo sexo (cuestión pendiente de sentencia del propio TC), la materia Educación para la Ciudadanía, o la propia ley ahora recurrida.

Para valorar, pues, la incidencia de las previsiones de los artículos 5.e (analizado en el motivo anterior) y 8 de la Ley Orgánica 2/2010, en los ámbitos de libertad garantizados por los art. 16.1 y 27.3 y 10 de la Carta Magna, debe tenerse en cuenta esta pluralidad de concepciones y criterios filosóficos y morales existentes, así como que los conceptos y términos vinculados a la perspectiva de género son propios únicamente de una determinada visión de la sexualidad no compartida por muchos españoles, a quienes no se les puede imponer ni en la educación ni en la sanidad una visión ideológica y cultural que no comparten; cuando, a mayor abundamiento, tales términos y conceptos no gozan de una interpretación ni pacifica ni compartida en la comunidad internacional.

Así pues, imponerlos como dogma indiscutible y obligar a todos los afectados (padres, menores, profesores, estudiantes) a pasar por el pensamiento único y oficial en esa materia no puede ser conforme con los valores, derechos y libertades garantizados por una Constitución que precisamente tiene como uno de sus rasgos definitorios el máximo respeto por la libertad ideológica y el respeto a la propia conciencia.

En virtud de lo expuesto

SUPLICO AL TRIBUNAL: Que teniendo por presentado este escrito con sus copias, se sirva admitirlo y tenga por interpuesto RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD contra los preceptos de la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo (publicada en el Boletín Oficial del Estado núm. 55, de 4 de marzo de 2010), que se han señalado en el texto del recurso (arts. 5.1.e, 8 in limine y letras a y b, 12, 13.4, 14, 15.a, b y c, 17.2 y 5, 19.2 párrafo primero, y Disposición Final segunda) y, previos los trámites correspondientes, dicte sentencia declarando su inconstitucionalidad y nulidad, con el alcance que se señala en los artículos 39 y 40 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

Es justicia, que se pide en Madrid a 1 de junio de 2010.

PRIMER OTROSÍ DIGO: Que, habida cuenta las especiales circunstancias que rodean al presente recurso de inconstitucionalidad, que se desarrollarán en detalle a continuación, esta parte recurrente viene a solicitar SU TRAMITACIÓN PREFERENTE Y SUMARIA y, en la medida en que dicho recurso no pueda decidirse antes de la entrada en vigor de la ley recurrida, LA SUSPENSIÓN DE LA VIGENCIA DE LOS PRECEPTOS DE LA LEY ORGÁNICA 2/2010, DE 3 DE MARZO, IMPUGNADOS EN EL PRESENTE RECURSO, sobre la base de las siguientes

ALEGACIONES:

Primera.- La adopción de medidas cautelares que aseguren la efectividad de las resoluciones forma parte de la tutela efectiva de los tribunales a que tienen derecho los titulares de intereses legítimos.

I. Según ha declarado reiteradamente el Tribunal Constitucional, la existencia de un régimen de tutela cautelar responde a un imperativo constitucional que debe regir en todo tipo de procesos. Así lo afirman las SsTC 115/1987 y 238/1992, que sostienen que la posibilidad de adoptar tales medidas constituye una exigencia del derecho que cualquier persona tiene a una tutela efectiva de sus derechos e intereses legítimos en cualquier supuesto, lo que debe incluir también los procesos que se desarrollan ante el propio Tribunal Constitucional. Como muy expresivamente señala la STC 14/1992, y reitera la STC 218/1994, de 18 de julio: "La doctrina jurisprudencial que ha ido consolidándose parte de la premisa de que «la tutela judicial no es tal sin medidas cautelares adecuadas que aseguren el efectivo cumplimiento de la resolución definitiva que recaiga en el proceso» (STC 14/1992, fundamento jurídico 7.º)".

Además, el Tribunal Constitucional también ha señalado que la garantía que implica la tutela cautelar, debe ser exigida especialmente cuando la estimación de la pretensión pueda conllevar una difícil reintegración de la situación anterior, o sencillamente pueda haberse originado ya una situación irreversible, porque si así fuera, se impediría la verdadera tutela al no poder ya nunca alcanzarse la finalidad pretendida (SsTC 66/1984, 237/1991, 238/1992 y más recientemente, con cita de anteriores, la STC 159/2008, de 2 de diciembre: "El art. 24.1 CE exige que la tutela judicial sea efectiva y para ello debe evitarse que un posible fallo favorable a la pretensión deducida quede (contra lo dispuesto en el art. 24.1 CE) desprovisto de eficacia por la conservación o consolidación irreversible de situaciones contrarias al derecho o interés reconocido por el órgano judicial en su momento").

II. En este sentido, conviene recordar que la regulación de todos los procesos contiene un régimen cautelar que permite asegurar que la tutela solicitada pueda ser efectiva caso de que sea concedida por el tribunal. Así se prevé, por ejemplo, en la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC), en su art. 726, o en la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA), en su art. 129.1.

En particular, el art. 129.2 de la citada Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LJCA) prevé expresamente que, cuando se impugna una disposición general, se pueda solicitar la suspensión de la vigencia de aquellos preceptos concretamente recurridos. Teniendo en cuenta esta circunstancia, resultaría del todo punto inexplicable y absolutamente inconsecuente que un tribunal contencioso-administrativo esté autorizado para suspender, dentro de su ámbito, un precepto de aplicación general cuando lo considere contrario a una norma superior, y el Tribunal Constitucional no pueda hacer lo mismo cuando tenga lugar esa misma situación, aunque lo que se daría en este caso sería la comparación entre una norma legal y un precepto constitucional.

Por otra parte, conviene no olvidar que ya en nuestro actual sistema constitucional, se permite a los tribunales ordinarios suspender la aplicación de una norma legal cuando la reputan contraria a un precepto constitucional: así sucede en los casos en que se plantea la cuestión de inconstitucionalidad, precisamente para evitar perjuicios irreparables.

De esta forma, según lo que establecen los arts. 163 CE y 35.3 de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (LOTC), el mero planteamiento de la cuestión ya produce "la suspensión provisional de las actuaciones en el proceso judicial", y su admisión determina que "el proceso judicial permanecerá suspendido hasta que el Tribunal Constitucional resuelva definitivamente sobre la cuestión".

Bien es cierto que, para respetar el tenor literal del art. 163 CE, no se proclama en ningún momento que se suspende la eficacia de la ley impugnada (puesto que en dicho precepto constitucional se afirma que los efectos del planteamiento de la cuestión "en ningún caso serán suspensivos"), sino que aquello que se suspende es el proceso en que debe aplicarse esa ley. Ahora bien, la consecuencia real de lo que se contiene en la norma es que la aplicación del precepto impugnado queda en suspenso en el caso concreto hasta que no se decida la cuestión de inconstitucionalidad.

Así pues, si, como se acaba de señalar, un tribunal ordinario puede conseguir, por la vía del planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad, la suspensión de la aplicación de un precepto legal, cuanto más debe poder hacerlo el Tribunal Constitucional en aquellos casos en que se le plantee la posible inconstitucionalidad de un precepto sometido a su enjuiciamiento, aunque sea por una vía distinta a la cuestión de inconstitucionalidad, como es la del recurso de inconstitucionalidad.

III. Por consiguiente, si el Tribunal Constitucional aspira a ser coherente con su propia doctrina constitucional, y aplicar a los recurrentes y personas afectadas por lo que se dilucida en el presente recurso las garantías que él mismo proclama para cualquiera que sea parte en todo tipo de procesos, debería reconocer en el presente caso la posibilidad de acordar medidas cautelares dirigidas a impedir que puedan llegar a producirse consecuencias irreparables que hagan tardía la tutela constitucional que se solicita.

Segunda.- La adopción de la medida cautelar solicitada es compatible con lo dispuesto en el artículo 30 LOTC.

I. La cuestión relativa a si la interposición de recursos y cuestiones de inconstitucionalidad puede originar la suspensión de la eficacia de la norma impugnada, se resuelve en la ley reguladora del Tribunal Constitucional (LOTC) mediante lo dispuesto en su artículo 30, a cuyo tenor:

"La admisión de un recurso o de una cuestión de inconstitucionalidad no suspenderá la vigencia ni la aplicación de la Ley, de la disposición normativa o del acto con fuerza de Ley, excepto en el caso en que el Gobierno se ampare en lo dispuesto por el artículo 161.2, de la Constitución para impugnar, por medio de su presidente, Leyes, disposiciones normativas o actos con fuerza de Ley de las Comunidades Autónomas".

Por consiguiente, salvo que se trate de la impugnación por el Presidente del Gobierno de una norma o disposición autonómica con rango de ley y se solicite expresamente, la admisión de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad parece que no podría suspender la vigencia (si aún no ha entrado en vigor) o la aplicación (si ya lo ha hecho) de la ley en cuestión.

Así parece haberlo entendido el Tribunal Constitucional, que ha rechazado solicitudes en que se pedía que se procediera a la suspensión de la ley cuyos preceptos se impugnaban mediante un recuso. En este sentido, el ATC 58/2006 (Pleno), de 15 febrero, afirma que "la Constitución no contempla que la aplicabilidad de la Ley estatal subsiguiente a su entrada en vigor pueda resultar enervada mediante medida suspensiva o cautelar alguna (…) Por tanto, resulta claro que, según la Constitución y la LOTC, ninguna limitación a la aplicabilidad de la Ley estatal puede acordarse como consecuencia de que la misma haya sido recurrida ante el Tribunal Constitucional".

Con este pronunciamiento el Tribunal reiteraba una doctrina tempranamente sentada en relación con la imposibilidad de suspender la eficacia de leyes recurridas, como sostuvo en su ATC 462/1985, de 4 de julio: "Los poderes de suspensión que tiene el Tribunal Constitucional están tasados. La suspensión automática prevista para otros casos (art. 161.2 citado) o a solicitud de parte (como es el supuesto del art. 64.3 LOTC) o de oficio o a instancia de parte (caso del recurso de amparo) son reglas que convienen a cada uno de los supuestos para los que están establecidos, pero no pueden extenderse a casos distintos de aquellos para los que están instauradas".

II. Sin embargo, lo que el art. 30 LOTC impide es que la interposición de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad suspenda la vigencia o aplicación "de la Ley" impugnada, pero no de aquellos preceptos concretos de cuya constitucionalidad se duda. Es decir, resulta plenamente conforme con el tenor literal del precepto –y, lo que es más importante, con la finalidad que debe tener aquél en orden a conseguir una tutela constitucional efectiva–, que se ordene la suspensión no de toda la Ley considerada en su conjunto, sino únicamente de aquellos preceptos respecto de los cuales se haya admitido el recurso de inconstitucionalidad.

En este sentido, resulta importante destacar que en la LOTC se distingue claramente entre los "preceptos impugnados" y la "ley recurrida", como se deduce con toda nitidez de lo dispuesto en el art. 39.1 LOTC, cuando, al tratar el contenido de la sentencia que resuelve sobre la inconstitucionalidad, se afirma:

"Cuando la sentencia declare la inconstitucionalidad, declarará igualmente la nulidad de los preceptos impugnados, así como, en su caso, la de aquellos otros de la misma Ley, disposición o acto con fuerza de Ley a los que deba extenderse por conexión o consecuencia".

Es decir, que una cosa es la Ley, disposición o acto con fuerza de Ley, y otra los preceptos concretos que forman parte de ella y que han sido recurridos. Por eso, cuando el art. 30 LOTC menciona únicamente que la primera no puede ser suspendida por el mero hecho de que se haya presentado recurso contra alguno de sus preceptos, se está refiriendo a la ley en su conjunto, considerada en su globalidad; pero nada dice en relación con los preceptos concretos impugnados, que no parece que exista obstáculo legal expreso que impida su suspensión si el Tribunal Constitucional apreciare que, con su aplicación, podría llegar a producirse un perjuicio irreparable que hiciera inútil la tutela solicitada.

III. Por otra parte, si no se considerara atendible el anterior argumento, y se entendiera que el art. 30 LOTC afecta tanto a la ley como conjunto, como a los preceptos recurridos y que, en consecuencia, no sería posible la suspensión de la vigencia o aplicación de los preceptos impugnados en un recurso de inconstitucionalidad, esta parte considera que el Tribunal Constitucional debería proceder a plantearse la autocuestión de inconstitucionalidad a que alude el art. 55.2 LOTC (aunque éste se refiera a los procedimientos derivados de la interposición de un recurso de amparo) respecto del citado art. 30 LOTC, por posible vulneración del art. 24.1 CE, tal y como ha sido interpretado por el propio Tribunal Constitucional.

El planteamiento de la citada cuestión de inconstitucionalidad debería traer como consecuencia la suspensión de la aplicación del citado art. 30 LOTC al caso concreto, es decir, al presente recurso, por lo que también de esa forma desaparecería el inconveniente legal que impediría adoptar la medida solicitada.

Tercera.- En el presente caso concurre el "periculum in mora" necesario para la adopción de la medida cautelar de suspensión de los preceptos impugnados, al existir evidente perjuicio irreparable.

I. Como ya se ha señalado, lo que justifica la protección constitucional que debe atribuirse a la adopción de medidas cautelares en todo tipo de procesos, es la necesidad de evitar que la duración de éstos termine haciendo inútil la tutela solicitada, bien porque ya no puede realizarse en absoluto, bien porque se han ido originando perjuicios que, para los interesados, resultan de imposible reparación.

Pues bien, en el caso que nos ocupa, resulta evidente que, si no se suspendiera la aplicación de los preceptos impugnados, los perjuicios producidos serían absolutamente irreparables, puesto que se está hablando de eliminación de vidas humanas que, por definición, no pueden ser objeto de ningún tipo de restauración o reparación. Imaginemos que, al final, el Tribunal Constitucional al que tenemos el honor de dirigirnos, declarara la inconstitucionalidad de alguno (o todos) de los preceptos impugnados: ¿qué reparación cabría respecto de los miles de seres humanos cuya vida habría sido eliminada amparándose en una norma que a la postre resulta ser contraria a la Constitución?

Por otra parte, precisamente por la irreparabilidad de los efectos derivados de la aplicación de las normas impugnadas, la no suspensión de éstas se termina convirtiendo en un elemento de presión para el propio Tribunal que debe decidir, puesto que a medida que se vayan produciendo abortos amparados en la nueva normativa, más difícil resulta cara a la opinión pública declarar mucho tiempo más tarde inconstitucionales unos preceptos que han dado lugar a tales pérdidas de vidas humanas.

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